2

Pasé la siguiente mañana muy agradablemente. Fui al «Luxembourg» y estuve una hora gozando de algunos cuadros de mi gusto. Luego paseé por sus jardines, recordando mis tiempos de juventud. Nada había cambiado. Pudieran ser aquéllos los mismos estudiantes que solían recorrer los enarenados senderos en parejas, discutiendo animadamente los méritos de sus escritores favoritos. Pudieran ser aquéllos los mismos niños, tras idénticos aros, bajo las miradas alertas de idénticas niñeras. Pudieran ser aquéllos los mismos viejos de antes, calentándose al sol y leyendo el periódico. Y las mismas mujeres de cierta edad las que se sentaban en los bancos, comentando entre ellas el precio de las subsistencias y los desaguisados de las criadas. Luego fui al «Odeón» y estuve viendo los libros nuevos, y vi algunos muchachos, que, como yo treinta años atrás, trataban de leer todo lo que les era posible de unos libros que no tenían dinero para comprar, mientras los empleados, de levita, los miraban con ojos acusadores. Desde allí fui paseando por aquellas calles veneradas y pobretonas, hasta llegar al Boulevard Montparnasse, y desde éste al «Dome». Larry estaba esperándome. Tomamos algo y fuimos andando después a un restaurante en el que se podía comer tranquilamente al aire libre.

Larry estaba quizás algo más pálido de lo que yo le recordaba, y sus oscurísimos ojos, en sus hondas cuencas, resultaban más notables; tenía la misma seguridad en sí mismo y la misma ingenua sonrisa. Cuando encargó la comida, pude ver que hablaba el francés con soltura y buen acento. Le felicité por ello.

—Ya sabía algo de francés antes —me explicó—. Tía Louisa tomó una institutriz francesa para Isabel, y cuando estábamos en Marvin nos hacía hablar en francés todo el tiempo.

Le pregunté si le gustaba París.

—Mucho.

—¿Vives en Montparnasse?

—Sí —me dijo, tras un instante de vacilación, que supuse indicaba poca voluntad para decirme el lugar exacto en que vivía.

—Elliott se sintió algo molesto de que la única dirección que le diste fue la agencia «American Express».

Larry sonrió, pero no dijo nada.

—¿Qué haces? —le pregunté.

—Holgazanear.

—¿Y leer?

—Sí, y leer.

—¿Te escribe Isabel?

—De vez en cuando. A ninguno de los dos nos gusta gran cosa escribir cartas. Lo está pasando muy bien en Chicago. El año que viene vendrán a pasar una temporada con Elliott.

—Eso te gustará.

—No creo que Isabel haya estado nunca en París. Será divertido enseñarle esto.

Mostró interés en mi viaje a China y escuchó atentamente lo que de él le dije; pero cuando procuré hacerle hablar de sí mismo, fracasé. Tan poco comunicativo se mostró, que me vi obligado a aceptar la conclusión de que me había convidado a comer exclusivamente por el gusto de disfrutar de mi compañía. Esto me halagó y me dejó confuso. Apenas habíamos acabado el café, cuando pidió la cuenta, pagó y se levantó.

—Bueno, me tengo que ir —dijo.

Nos separamos. Y quedé tan ignorante de sus ocupaciones como antes. No volví a verle.