No vi a Elliott hasta que estuvo en Londres, hacia finales de junio del año siguiente. Le pregunté si, por fin, se había ido Larry a París. Me dijo que sí. La irritación de Elliott con el muchacho me causó cierto regocijo.
—Al principio me sentí un poco de parte del muchacho. No podía parecerme mal que quisiera pasar un par de años en París, y me encontraba dispuesto a lanzarle. Le dije que me avisara inmediatamente su llegada, pero no me enteré de ella hasta que Louisa me escribió diciéndomelo. Le escribí, enviando la carta al «American Express», que era la dirección que ella me dio, invitándole a que fuera a cenar conmigo y a conocer a algunas personas que creía yo debía conocer. Decidí probarle en primer lugar con el grupo franco–americano, Emily de Montadour, Gracie de Château–Gaillard y los demás; y ¿sabes lo que me contestó? Que lo sentía mucho, pero que no podía acudir porque no tenía traje de etiqueta.
Elliott me miró de lleno a la cara para apreciar la estupefacción que suponía que semejante comunicación me produciría. Cuando observó que yo lo tomaba con calma, enarcó las cejas con displicencia.
—Respondió a mi carta en un pliego de vil papel, con membrete de un café del Barrio Latino, y cuando volví a escribirle, le pregunté dónde vivía. Creía que debía hacer algo por él, pensando en Isabel, y me dije que quizá fuera demasiado tímido. Vamos, quiero decir que no me resultaba concebible que un muchacho en sus cabales viniera a París sin ropa de etiqueta; y en cualquier caso, en París hay algunos sastres tolerables; así que le convidé a comer y añadí que sería una comida con muy pocos invitados. Pues lo creerás o no lo creerás, pero no solamente no hizo ningún caso a mi petición de que me dijera en dónde esta parando, sino que me dijo que no comía nunca a mediodía. Como comprenderás, no he vuelto a preocuparme de él.
—¿Qué habrá estado haciendo?
—No lo sé; y, la verdad, no me interesa. Mucho me temo que sea un muchacho de lo menos deseable, y en mi opinión Isabel cometerá un grave error si se casa con él. Piensa que si estuviera llevando una vida relativamente normal, le hubiera visto alguna vez en el bar del «Ritz» o en «Fouquet», o en alguna parte.
Yo suelo ir algunas veces a estos elegantes lugares, mas frecuento también otros; y aquel otoño pasé varios días en París, camino de Marsella, donde tenía el propósito de embarcar, en uno de los barcos de las Messageries, para Singapur. Una noche cené en Montparnasse con unos amigos, con quienes fui luego al «Dome» para beber un vaso de cerveza. A poco de llegar descubrí a Larry, solo, sentado ante una de las mesas de mármol de la terraza. Estaba contemplando distraídamente a la gente que paseaba gozando de la frescura de la noche, después de un día excesivamente caluroso. Abandoné a mis amigos y me acerqué a él. Se iluminó su cara al verme y me dedicó una simpática sonrisa, al mismo tiempo que me invitaba a sentarme.
—No puedo. Estoy con unos amigos. No he querido más que saludarte.
—¿Estás viviendo en París?
—No; pasando unos días nada más.
—¿Quieres comer mañana conmigo?
—Creí que no comías a mediodía.
Se echó a reír.
—Has visto a Elliott. Generalmente no como, pues no suelo tener tiempo más que para un vaso de leche y un brioche; pero me gustaría que comieras conmigo.
—Está bien.
Quedamos en vernos al día siguiente, en el «Dome», para tomar el aperitivo, y comer luego en algún sitio del Boulevar. Torné con mis amigos. Nos pusimos a hablar, y cuando volví a buscar a Larry con la mirada, ya se había ido.