Un par de días más tarde, fui a despedirme de Mrs. Bradley y de Elliott. Los encontré tomando el té. Isabel entró a poco de llegar yo. Hablamos de mi próximo viaje, les di las gracias por sus amabilidades durante mi estancia en Chicago, y cuando transcurrió el tiempo que juzgué discreto, me levanté para irme.
—Te voy a acompañar hasta la droguería. Acabo de acordarme que tengo que comprar unas cosas —me dijo Isabel.
Las últimas palabras que su madre me dijo fueron:
—No se olvide dar muy cariñosos recuerdos a la reina Margarita la próxima vez que la vea.
Ya hacía tiempo que había desistido de negar mi conocimiento con la augusta señora, y respondí, con notoria ligereza, que no dejaría de cumplir el encargo.
Cuando salimos a la calle, Isabel me miró, sonriéndome.
—¿Crees que podrías tomarte un batido de mantecado con soda? —me preguntó.
—Puedo probar —respondí prudentemente.
Isabel no volvió a hablar hasta que llegamos al bar del establecimiento, y yo, como no tuviera nada que decir, fui en silencio. Entramos y nos sentamos a una mesa, en sillas que tenían los respaldos y las patas de alambres retorcidos. Eran sumamente incómodas. Pedí dos batidos de mantecado con soda. En los mostradores se veían algunos clientes haciendo compras, y en las mesas hasta dos o tres parejas; pero estaban profundamente interesadas en sus propios asuntos y, prácticamente, pudiera decirse que nos encontrábamos solos. Encendí un cigarrillo, mientras Isabel chupaba a través de una larga paja, con apariencia de que su ocupación le producía gran disgusto. Pero me dio la impresión de estar nerviosa.
—Quería hablarte —me dijo de pronto.
—Algo así supuse —repliqué sonriendo. Se quedó mirándome pensativamente unos instantes.
—¿Por qué me contaste lo de Larry la otra noche en casa de los Satterthwaites?
—Creí que te interesaría. Se me ocurrió pensar que quizá no supieras exactamente la idea que tiene Larry de lo que es holgazanear.
—Tío Elliott es un chismoso terrible. En cuanto dijo que iba al Blackstone para charlar un rato contigo, no me cupo ninguna duda de que te lo contaría todo.
—Es que hace ya muchos años que nos conocemos, hazte cargo. Y lo pasa divinamente discutiendo de los asuntos ajenos.
—Ya lo sé —dijo sonriendo. Pero fue solamente un fugaz destello. Luego me miró con expresión grave—. ¿Qué te parece Larry?
—No lo he visto más que tres veces. Parece un excelente muchacho.
—¿Nada más?
Me lo preguntó con un acento que tenía algo de angustia.
—No, no del todo. Me resulta difícil juzgarle; compréndelo; apenas le conozco. Desde luego, es simpático. Su modestia, su amabilidad, su bondad resultan cautivadoras. Y, para ser tan joven, tiene una gran seguridad en sí mismo. No se parece a ninguno de los muchachos que he conocido aquí. Mientras iba procurando expresar a tropezones una impresión que no estaba demasiado clara ni dentro de mi cabeza, Isabel me miraba fijamente. Así que terminé, dejó escapar un tenue suspiro, tras lo cual me dedicó una sonrisa tan encantadora como picaresca.
—Tío Elliott dice que algunas veces le sorprenden tus poderes de observación. Y añade que son pocas las cosas que se te escapan, pero que tu mayor mérito como escritor es tu gran sentido común.
—Otras dotes me parecerían más útiles —contesté algo amargamente—, como, por ejemplo, el talento.
—No tengo con quien hablar de este asunto. Mamá no ve las cosas más que desde su punto de vista. Quiere ver asegurado mi porvenir.
—Lo cual es lógico, ¿no?
—Y tío Elliott no puede pensar en ello más que desde el punto de vista social. Mis amigos, quiero decir los de mi edad, todos tienen a Larry por una calamidad. Y me duele mucho.
—Naturalmente.
—No es que no estén simpáticos con él. No hay quien no lo esté con Larry. Pero le toman un poco a broma. Siempre se están metiendo con él, y les saca de quicio ver que, al parecer, le tiene completamente sin cuidado. No hace más que reírse. ¿Sabes cómo están ahora las cosas?
—No sé más que lo que me ha dicho tu tío.
—¿Me dejas que te cuente lo que pasó el día que fuimos a Marvin?
—Claro que sí.
He reconstruido la narración de Isabel a base de lo que me acuerdo que me dijo, pero ayudado por mi imaginación. La conversación que sostuvo con Larry fue larga, y no me cabe duda de que se dijeron muchas más cosas de las que es mi intención reproducir aquí. Sospecho que, como suele ocurrir en semejantes ocasiones, no solamente se dijeron muchas cosas que no tenían relación con lo discutido, sino que incurrieron en numerosas repeticiones.
Cuando Isabel se despertó, al ver que hacía un tiempo magnífico, llamó a Larry por teléfono y le dijo que su madre quería que fuera a Marvin para hacer unas cosas, y que si podría él llevarla en coche. Tuvo la precaución de añadir al termo con café que su madre había dicho a Eugene que pusiera en la cesta, otro que contenía unos «Martinis». El dos plazas abierto de Larry era una reciente adquisición, de la que el muchacho estaba muy complacido. Larry solía conducir de prisa, y la velocidad tuvo el efecto de alegrar a ambos. Así que llegaron, Isabel estuvo midiendo las ventanas que iban a ser provistas de cortinas nuevas, mientras Larry anotaba las cifras que ella le dictaba. Cuando terminaron, dispusieron la comida en la terraza que delante de la casa había. Estaba protegida del viento y temblaba por un amable sol de veranillo. La casa, junto a una carretera sin asfaltar, carecería de la elegancia usual en las antiguas casas de madera de Nueva Inglaterra, y lo más que en su favor puede decirse es que era amplia y cómoda, pero desde la terraza se disfrutaba de una vista agradable del gran granero rojo con tejado negro y de un grupo de nobles árboles, allende los cuales se extendían pardos campos hasta perderse de vista. Era monótona la campiña, pero alegrada por el sol y teñida por los cálidos colores del otoño, aquel día presentaba un aspecto de íntima belleza. Los vastos y abiertos espacios que desde allí contemplaban, alegraban el ánimo; frío, desabrido y hosco resultaría en invierno; seco, cocido por el sol, oprimente, durante la canícula; mas en aquel día presentaba el lugar un aspecto alegre y excitante, y dijérase que la vastedad de terreno que desde allí se contemplaba era un acicate que empujaba a la aventura. Gozaron de la comida como cualquier pareja de muchachos saludables gustosos de estar disfrutando de la mutua compañía. Sirvió Isabel el café y encendió Larry su pipa.
—Ahora ya puedes empezar —dijo él con una sonrisa de buen humor.
Desconcertada Isabel, preguntó, con la expresión más inocente de que fue capaz:
—¿Empezar a qué?
Larry se echó a reír.
—¿Crees que soy completamente tonto, mujer? Me apuesto cualquier cosa a que tu madre sabe perfectamente las medidas de esas ventanas. No ha sido solamente ésa la razón de que me hayas traído aquí.
Isabel logró recobrar su confianza, y le sonrió encantadoramente.
—Pudiera ser que haya pensado yo que sería agradable pasar un día juntos, sin nadie que nos estorbe.
—Pudiera ser, pero no creo que haya sido. Más bien diría yo que tío Elliott te ha dicho que he rechazado la oferta de Maturin.
Hablaba en tono alegre y ligero, e Isabel juzgó conveniente hacer otro tanto.
—Gray se habrá llevado una desilusión. Estaba encantado con la idea de tenerte en la oficina. Antes o después, tendrás que empezar a trabajar, y cuanto más tiempo lo dejes se te hará más duro.
Dio él unas chupadas a su pipa y miró a Isabel sin dejar de sonreír, pero con tan gran ternura, que no pudo ella decir si estaba serio o no.
—¿Sabes una cosa? Tengo la idea de que me gustaría hacer en esta vida algo más interesante que vender acciones.
—Muy bien; entonces, entra en un bufete o estudia Medicina.
—No; tampoco me apetece eso.
—¿Qué quieres hacer, entonces?
—Holgazanear —respondió tranquilamente.
—Vamos, Larry; no tomes esto en broma, que es terriblemente serio.
Le tembló la voz, y se le llenaron de lágrimas los ojos.
—No llores, Isabel. No quiero que sufras.
Se levantó, y volviéndose a sentar junto a ella le rodeó la cintura con un brazo. El tierno acento de su voz acabó con la entereza de Isabel, quien ya no pudo contener más tiempo las lágrimas. Pero logró enjugarlas y forzó a su boca a dibujar una sonrisa.
—Está muy bien eso de que no quieres hacerme sufrir. Pero me estás haciendo sufrir. Porque te quiero.
—También yo te quiero a ti, Isabel.
Suspiró ella hondamente. Se libró luego del brazo que la rodeaba y se apartó de él.
—Vamos a ser sensatos, Larry. Los hombres tienen que trabajar. Aunque no sea más que por respeto a sí mismos. Éste es un país joven, y todos sus hombres tienen la obligación de participar en sus actividades. El otro día oí a Henry Maturin que está comenzando una época que nos va a hacer considerar todo lo conseguido hasta la fecha como sin importancia. Dijo que no veía límites a nuestro progreso y que está convencido de que para 1930 seremos la nación más rica y grande del mundo. ¿No te parece emocionante?
—Sí, mucho.
—Nunca ha tenido tales oportunidades la gente joven. Y no te hubiera yo creído demasiado orgulloso para tomar parte en el trabajo que tenemos que llevar a cabo. Es una aventura admirable.
Larry rió con buen humor.
—Supongo que tienes razón. Los Armour y los Swift aumentarán y mejorarán sus conservas de carne; los McCormick construirán mejores segadoras que nunca; y Henry Ford fabricará más y mejores automóviles. Y todo el mundo será más rico que en cualquier época pasada.
—¿Y por qué no?
—Exactamente: ¿por qué no? Pero da la casualidad que el dinero no me interesa.
Isabel rió.
—Vamos Larry, no digas bobadas. No se puede vivir sin dinero.
—Yo tengo algo. Esto es lo que me permite hacer lo que quiero.
—¿Holgazanear?
—Sí —respondió sonriendo.
—Me lo estás haciendo muy difícil, Larry —suspiró ella.
—Lo siento. No lo haría, si me fuera posible evitarlo.
—Pero es que sí lo puedes evitar.
Larry sacudió la cabeza. Permaneció en silencio un rato, perdido en sus pensamientos. Cuando por fin habló, fue para decir algo que sorprendió a Isabel.
—¡Tienen un aspecto tan terriblemente muerto los muertos cuando están muertos!
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella preocupada.
—Lo que he dicho —replicó con una sonrisa melancólica—. Cuando se encuentra uno volando allá arriba, completamente solo, se tiene mucho tiempo para pensar. Y se le ocurren a uno cosas extrañas.
—¿Qué clase de cosas?
—Cosas vagas —dijo sin cesar de sonreír—, incoherentes, confusas.
Isabel pensó acerca de esto durante algún tiempo.
—¿Y no crees que si te pusieras a trabajar se aclararían esas ideas y sabrías concretamente lo que te ocurre?
—Ya he pensado en eso. Se me ha ocurrido que quizá trabajando con un carpintero, o en un garaje…
—¡Pero, Larry, la gente creería que te habías vuelto loco!
—¿Importaría eso?
—A mí, sí.
Sobrevino otro silencio. Fue ella quien lo rompió. Suspiró.
—Has cambiado mucho desde que te fuiste a Francia.
—No es de extrañar. Allí me pasaron muchas cosas.
—Por ejemplo…
—Pues…, cosas corrientes. Mi mejor amigo entre mis compañeros perdió la vida tratando de salvar la mía. No me resultó sencillo acostumbrarme a la idea.
—Cuéntamelo, Larry.
La miró. Sus ojos reflejaban evidente angustia.
—Prefiero no hablar de ello. Después de todo, no fue más que un accidente sin importancia.
Fácil de conmover por naturaleza, Isabel sintió que de nuevo se le llenaban de lágrimas los ojos.
—¿Eres desgraciado, Larry?
—No —respondió él sonriendo—. Lo único que me hace desgraciado es ocasionarte tristeza.
La tomó de la mano, y fue de tan confortador efecto para Isabel sentir la suya en la de él, segura y firme y amante, y le observó en el gesto algo tan profundamente tierno, que hubo de morderse los labios para no volver a llorar.
—Creo —dijo Larry gravemente— que no alcanzaré la paz hasta haber formado una opinión concreta acerca de las cosas. —Vaciló—. Es difícil expresarlo con palabras. En cuanto procuro hacerlo, siento algo así como vergüenza. Y me digo: ¿quién soy yo para quebrarme la cabeza acerca de esto, y lo otro, y lo de más allá? Quizá no sea más que un pedante y un necio. ¿No me valdría más tomar por el camino trillado, y no preocuparme de lo que me pueda ocurrir? Pero luego me acuerdo de un muchacho que una hora antes estuvo lleno de vida y de alegría, y una hora después estaba muerto; y me parece todo ello terriblemente cruel, y carente de sentido. Es difícil no preguntar cuál es el significado de la vida y si tiene sentido, o si todo ello no es más que un trágico error de una fatalidad ciega.
Era imposible no sentirse emocionado cuando Larry, con aquélla su voz de prodigiosa armonía, hablaba vacilando, como si estuviera obligándose a decir cosas que preferiría callar; pero denotaban sus frases tanta angustiada sinceridad, que no se atrevió Isabel a hablar hasta pasado un rato.
—¿Crees que te serviría de algo irte al extranjero una temporada?
Hizo la pregunta con desfallecido ánimo. Larry tardó largo espacio de tiempo en contestar.
—Creo que sí. Puede uno tratar de aceptar con indiferencia la opinión de los demás, pero no es sencillo. Cuando es hostil, despierta la propia hostilidad, y esto nos perturba.
—¿Por qué no te vas entonces?
—Por ti.
—Vamos a ser francos el uno con el otro, Larry. Hoy día yo no significo nada para ti; no puedes perder el tiempo conmigo.
—¿Quiere decir eso que deseas que terminen nuestras relaciones?
Logró ella dominar el temblor de sus labios, y sonreír.
—No seas bobo; quiero decir que estoy dispuesta a esperar.
—Puede ser un año; pueden ser dos.
—No importa. También puede ser menos. ¿Adónde quieres irte?
La miró Larry fijamente, como si quisiera escudriñar sus más ocultos pensamientos. Isabel sonrió, para disimular su profunda desazón.
—Pues había pensado empezar por París. Allí no conozco a nadie, y, por lo tanto, nadie me molestaría. Estuve allí varias veces con permiso, y no sé por qué se me ha metido en la cabeza que la confusión que tengo dentro se aclarará en París. Es un sitio raro, y te da la sensación de que en él se puede pensar en las cosas hasta su final lógico sin estorbo ni dificultad. Creo que allí podré hallar el camino que tengo que seguir.
—¿Y qué pasará si no lo encuentras?
Larry se rió.
—Entonces echaré mano de mi sentido común americano, desistiré de mi empeño y volveré a Chicago para trabajar en lo que encuentre.
La escena afectó demasiado a Isabel para que pudiera narrármela sin emoción, y cuando hubo terminado, me miró apenada.
—¿Crees que hice bien?
—Creo que hiciste lo único que pudiste hacer; pero, además, yo diría que te has mostrado maravillosamente buena, generosa y comprensiva.
—Le quiero, y lo que busco es que él sea feliz. Y es curioso, pero, en cierta medida, me alegro de que se vaya. Quiero que escape de este ambiente hostil, y no solamente por él, sino por mí. No me extraña que la gente diga de él que nunca llegará a ninguna parte; aunque los odio por decirlo, no puedo remediar que en lo profundo de mi corazón piense con terror algunas veces que la gente está en lo cierto. Pero no digas que soy comprensiva. No tengo ni la más remota idea de lo que anda buscando.
—Quizá lo vislumbres con el corazón más que con la cabeza. ¿Por qué no te casas con él sin esperar más tiempo, y te vas con él a París?
Cruzó por sus ojos la sombra de una sonrisa.
—Me encantaría más que nada en el mundo. Pero no puedo. Y diré, aunque me duela, que creo de veras que se las arreglará mejor sin mí. Si el doctor Nelson está en lo cierto, y Larry está sufriendo una reacción retardada del esfuerzo nervioso hecho durante la guerra, parece probable que el cambiar de ambiente y el hallar intereses nuevos le curará; cuando se reponga, volverá a Chicago y se meterá en algún negocio, como todos. No me gustaría casarme con un haragán.
Isabel había sido educada de cierta manera, y había aceptado los principios que le fueron inculcados. No pensaba en el dinero, pues jamás había conocido la experiencia de no tener lo que es necesario; pero sentía instintivamente la importancia del dinero. Da poder, influencia y categoría social. Y era lo natural y lógico que un hombre lo ganara. Ésa era la obligación de un hombre en esta vida.
—No me extraña que no entiendas a Larry —le dije—, porque estoy casi seguro de que tampoco él se entiende. No es dado a explicar la naturaleza de sus planes, y acaso sea porque no los ve con mucha claridad. Claro es que yo apenas le conozco, y no hago sino adivinar; pero ¿no crees posible que ande buscando algo, sin saber exactamente lo que busca, y sin estar seguro de si existe? Quizá, háyale pasado lo que le haya pasado en la guerra, lo que sea le ha dejado dominado por un desasosiego que no le deja tranquilo. ¿No crees que pueda andar persiguiendo un ideal que está envuelto en una nube de ignorancia, como un astrónomo puede querer descubrir una estrella de cuya existencia solamente sus cálculos matemáticos le dan noticia?
—Lo que yo creo es que tiene alguna preocupación.
—¿Su alma? Puede ocurrir que esté algo asustado de sí mismo. Puede ocurrir que no tenga confianza en la autenticidad de la visión que percibe vagamente con los ojos de su espíritu.
—A veces me da una sensación de lo más extraña; me da la impresión de un sonámbulo que se despierta bruscamente en algún lugar conocido y no sabe en dónde se encuentra. Antes de la guerra era un chico completamente normal. Una de sus características más encantadoras era el enorme entusiasmo que sentía por la vida. Era alocado, alegre y resultaba delicioso; era delicioso y ridículo. ¿Qué puede haberle cambiado tanto?
—No sabría decirlo. A veces, cualquier cosa pequeña tiene sobre uno efectos de los más desproporcionados. Yo me acuerdo de una vez que fui a misa el día de Difuntos, a una iglesia que los alemanes habían dejado algo estropeada durante su primer avance por Francia. Estaba llena de soldados y de mujeres enlutadas. En el cementerio de junto a la iglesia se veían filas de crucecitas de madera. El triste y solemne ritual se celebró entre mujeres, y aun soldados, que lloraban. Aquello me hizo pensar que los hombres que reposaban debajo de las cruces quizás hubieran tenido más suerte que nosotros, que vivíamos. Un día le conté esto a un amigo, y me preguntó qué quería decir. No pude explicárselo y comprendí que se creyó que yo estaba mal de la cabeza. Recuerdo también haber visto después de una batalla un montón de soldados franceses muertos, los unos encima de los otros. Parecían los muñecos de un teatro de títeres en quiebra, que hubieran sido arrojados de cualquier manera a un rincón polvoriento, por no servir ya para nada. En aquella ocasión pensé lo que Larry te ha dicho a ti: el aspecto terriblemente muerto que tienen los muertos.
No quiero que piense el lector que estoy tratando de envolver en el misterio lo que a Larry le ocurrió durante la guerra y que de tan honda manera le afectó, para descubrir el secreto en el momento oportuno de mi narración. Creo que nunca se lo dijo a nadie. Sí habló, sin embargo, bastantes años más tarde, a una mujer, Suzanne Rouvier, que él y yo conocíamos, acerca de aquel muchacho que perdió su vida al tratar de salvar la de su amigo. Suzanne me lo contó, y yo puedo, gracias a eso, referirlo de segunda mano. Para hacerlo he tenido que traducirlo del francés en que me fue narrado. Parece ser que Larry trabó muy estrecha amistad con un muchacho de su escuadrilla. Suzanne no sabía su auténtico nombre, sino únicamente el irónico apodo con que Larry le llamaba.
—Era un muchacho pequeño, con el pelo rojo, e irlandés. Solíamos llamarle Patsy —dijo Larry— y tenía más vitalidad que ninguna de las personas que he conocido. ¡Qué dinamismo el suyo! Tenía una cara y una sonrisa muy cómicas, y bastaba mirarle para sentir ganas de reír. Era un loco, y solía hacer verdaderas locuras. Siempre estaba recibiendo reprimendas de sus superiores. Desconocía en absoluto lo que era el miedo, y cuando escapaba de la muerte por un pelo, se sonreía con toda la cara, como si se tratara del mejor chiste del mundo; pero también era un magnífico aviador por instinto, y cuando volaba conservaba la serenidad y el juicio. Me enseñó mucho. Tenía algunos años más que yo y me tomó bajo su protección, lo cual era bastante ridículo, pues yo le llevaba más de quince centímetros, y si hubiera hecho falta, podría haberle dejado sin sentido de un puñetazo con bastante facilidad. Y así lo hice una vez en París, estando él borracho, cuando comprendí que se iba a buscar un disgusto serio. Cuando me presenté en la escuadrilla me encontré algo aislado y tenía miedo de fracasar, pero Patsy me obligó a tener confianza en mí mismo. Su actitud ante la guerra no era corriente. No tenía odio alguno a los alemanes, pero le gustaba pelear, y encontraba gran gusto en luchar contra ellos. Cuando derribaba a un enemigo, era completamente incapaz de considerar la cosa más que como una especie de broma pesada. Era petulante, alocado e irresponsable; pero tenía algo tan auténtico, tan verdadero, que resultaba imposible no sentirse atraído por él. Era igualmente capaz de darte su último penique y de quitarte el último que te quedara. Y si se sentía uno triste, o añoraba su casa, o tenía miedo, como a veces me ocurría a mí, al punto lo advertía, y con toda su feísima cara, arrugada en una mueca de risa, se las arreglaba para encontrar la frase adecuada que le hacía a uno recobrar la normalidad.
Larry dio unas bocanadas a su pipa, y Suzanne aguardó a que continuara.
—Procurábamos con astucia que nos concedieran los permisos al mismo tiempo, y cuando íbamos a París se dedicaba a hacer el loco. Una vez, a principios de marzo del dieciocho, estábamos a punto de irnos con permiso, y nos entregamos a hacer nuestros planes. Íbamos a hacerlo todo. El día antes de empezar nuestro permiso nos enviaron a un vuelo de reconocimiento de las líneas enemigas. De repente, surgieron unos aparatos alemanes, y antes de que pudiéramos enterarnos de lo que pasaba nos encontramos enredados en un combate. Uno de los alemanes vino por mí, pero yo le di primero. Miré para ver si se estrellaba, y mientras lo hacía, advertí, casi sin verlo, que otro aparato alemán venía hacia mí por detrás. Piqué para librarme del ataque, pero no conseguí despegármelo, y creí que me derribaría sin remedio. Y entonces vi a Patsy arrojarse contra él como un rayo y ametrallarle con furia. Entonces los demás alemanes se alejaron. Mi aparato estaba tocado en varios sitios, y sólo a duras penas conseguí regresar. Patsy aterrizó antes que yo. Cuando bajé de mi aparato, acababan de sacarle del suyo. Estaba echado en el suelo, esperando la llegada de la ambulancia. Me vio y me hizo una mueca.
—Le di un disgusto a ese que iba por ti, ¿eh?
—¿Qué te ocurre, Patsy?
—¿A mí? ¡Nada! Un chinazo.
Estaba mortalmente pálido. De repente su rostro adquirió una expresión singular. Se le acababa de ocurrir que estaba muriéndose, y la posibilidad de la muerte jamás le había cruzado por la cabeza. Antes de que pudieran impedírselo, se incorporó y soltó una carcajada.
—¡Ésta sí que es buena! —dijo.
Y cayó hacia atrás, muerto. Tenía veintidós años. Iba a casarse con una muchacha irlandesa en cuanto acabase la guerra.
El día después de mi conversación con Isabel salí de Chicago, camino de San Francisco, donde embarcaría para el Lejano Oriente.