Aquella noche fui a cenar a una inmensa casa de piedra, en Lake Shore Drive, que le hacía pensar a uno que el arquitecto había comenzado a construir un castillo medieval, para cambiar luego súbitamente de intención a mitad de la obra y decidir convertirla en un chalet suizo. Se trataba de una cena con gran número de invitados, y hube de alegrarme cuando al entrar en el vasto y suntuoso salón, todo estatuas, palmeras, candelabros, cuadros dignos de un museo y moblaje excesivamente muelle y lujoso, descubrí a varios conocidos. Henry Maturin me presentó a su mujer, flaca, pintada y frágil. Saludé a Mrs. Bradley y a Isabel. Isabel estaba encantadora, con un traje de seda roja que realzaba su oscuro pelo y sus ojos color avellanado. Parecía hallarse muy animada, y nadie habría podido adivinar que acababa de sufrir un grave disgusto. Estaba hablando muy alegremente con dos o tres muchachos, uno de ellos Gray, que la rodeaban. Se sentó durante la cena a una mesa distinta de la mía, y no pude observarla; pero más tarde, cuando los hombres volvimos al salón, después de una interminable sobremesa dedicada al café, los licores y los puros, tuve ocasión de hablar con ella. La conocía demasiado superficialmente para decirle abiertamente nada de lo que Elliott me había dicho, pero pensé que le gustaría oírme algo referente a Larry.
—El otro día vi a tu novio en el club —dije sin dar importancia a la cosa.
—¡Ah! ¿Sí?
Habló con tanta naturalidad como yo, pero pude advertir que se colocó inmediatamente en guardia. Su mirada se hizo vigilante, y me pareció percibir en ella una sombra de temor.
—Estaba leyendo en la biblioteca, y me impresionó su capacidad de concentración. Le encontré leyendo cuando entré, poco después de las diez; seguía leyendo cuando volví luego de comer; y leyendo estaba cuando pasé por allí antes de cenar. Creo que no se movió de su butaca durante casi diez horas.
—¿Qué leía?
—Los Principios de psicología, de William James.
Bajó los ojos, y no pude saber el efecto que mis palabras le hicieron, pero saqué la impresión de que estaba extrañada y al mismo tiempo aliviada. En aquel momento, el dueño de la casa se acercó a buscarme para jugar al bridge, y cuando acabó la partida Isabel y su madre ya se habían ido.