8

Al día siguiente, Elliott me invitó a comer en el «Palmer House» con los dos Maturin, padre e hijo. No hubo más convidados. Henry Maturin era un hombre grande, casi tan alto como su hijo, con una cara roja y carnosa, de pronunciado prognatismo, y tenía la misma nariz agresiva y roma, pero sus ojos eran más pequeños que los de su hijo, menos azules y de una sagacidad extraordinaria. Aunque no debía de tener más de cincuenta años, parecía diez años más viejo, y el pelo, que comenzaba a escasearle, era de absoluta blancura. Tenía aspecto de haberse dado durante demasiados años una vida excesivamente regalada, y la impresión que me produjo fue la de un hombre brutal, listo, que, por lo menos en cuestiones de negocios, no conocería la piedad. Al principio habló poco, y me pareció que estaba tratando de formar juicio acerca de mí. No pude dejar de percibir que consideraba a Elliott como un ser cómico. Gray, amable y cortés, apenas abrió los labios, y la comida hubiera resultado embarazosa de no haber salvado la situación Elliott, con su exquisito tacto y mundana sabiduría, que le permitieron conservar agradablemente viva la conversación. Adiviné que en otros tiempos había adquirido no escasa habilidad para tratar con hombres de negocios del Oeste Central, a quienes era preciso convencer con dulces argucias de que pagaran el subido precio de algún cuadro antiguo. Pasado algún tiempo, Maturin empezó a dar muestras de encontrarse más a gusto, e hizo algunos comentarios que me demostraron que era bastante más ingenioso de lo que parecía y que tenía un sentido de lo cómico espontáneo y agradable. Estábamos hablando de acciones y papeles de negocios. Me hubiera sorprendido la extremada competencia con que Elliott habló del asunto, si no hiciera ya mucho tiempo que estaba yo convencido de que Elliott no tenía un pelo de tonto en cuestiones financieras, a pesar de todas sus cosas. Fue entonces cuando dijo Mr. Maturin:

—Ésta mañana he tenido carta del amigo de Gray. Larry Darrell.

—No me habías dicho nada —dijo Gray.

—Usted conoce a Larry, ¿verdad? —me preguntó—. Gray me ha convencido de que le ofrezca trabajo, porque son grandes amigos. Gray le admira mucho.

—¿Qué dice la carta, papá?

—Me da las gracias. Dice que comprende la magnífica oportunidad que mi oferta supone para un muchacho de su edad, pero que ha considerado muy detenidamente el asunto, y que ha llegado a la conclusión de que no me serviría, por lo cual ha creído mejor rehusar la oferta.

—Pues es una enorme tontería —dijo Elliott.

—Lo es —dijo Mr. Maturin.

—¡Cómo lo siento! —dijo Gray—. Me hubiera encantado trabajar juntos.

—Puede llevarse la mula al abrevadero, mas no obligarla a beber.

Mientras decía esto, Mr. Maturin miró a su hijo, y sus sagaces ojos expresaron gran dulzura. Comprendí que tenía otra faceta el carácter de aquel enérgico hombre de negocios: adoraba a aquel inmenso hijo suyo. Se volvió hacia mí.

—¿Querrá usted creer que este muchacho hizo el domingo pasado el recorrido completo de nuestro campo en dos golpes por debajo de par? Me ganó por siete a seis. Le hubiera podido descalabrar con mi niblick. ¡Y pensar que fui yo quien le enseñó a jugar al golf!

El hombre rebosaba de orgullo. Empezó a serme simpático.

—Tuve mucha suerte, papá.

—¡Qué suerte ni qué nada! ¿Es suerte salir de un bunker y colocar la pelota a seis pulgadas del agujero? Fue un golpe de treinta y cinco yardas, le advierto a usted. El año que viene quiero que se inscriba en el campeonato de amateurs.

—Pero no tendré tiempo.

—¿No soy yo tu patrón?

—¡Ya lo creo! ¡Y hay que ver la que me armas si llego un minuto tarde a la oficina!

Mr. Maturin rió complacido.

—Ahora va a resultar que soy un tirano —me dijo—. No le crea usted una palabra. Todos mis asuntos los llevo yo personalmente, pues mis socios son unas inutilidades, y estoy orgulloso de mi negocio. He hecho empezar a este chico por abajo, y espero de él que vaya ascendiendo por sus méritos, como cualquier otro empleado, para que, cuando le llegue la hora de ocupar mi lugar, esté preparado para ello. Mi negocio supone una grave responsabilidad. Llevo más de treinta años administrando los intereses bursátiles de algunos de mis clientes, y confían en mí. Y si quiere que le diga la verdad, prefiero perder mi propio dinero a verlos perder el suyo.

Gray se echó a reír.

—El otro día vino una pobre señora que quería invertir mil dólares en un negocio fantástico por recomendación de su pastor, y papá se negó a aceptar la orden; cuando la vieja insistió, papá le echó tal regañina que la pobrecilla se fue sollozando. Y entonces llamó por teléfono al consejero y le echó otra bronca.

—La gente dice muchas cosas desagradables acerca de nosotros, los corredores de Bolsa, pero hay corredores y corredores. Yo no quiero que mis clientes pierdan dinero; lo que me interesa es que lo ganen, pero si juzgamos por las cosas que hacen parece que la única finalidad que persiguen en esta vida es tirar todo lo que tienen.

—¿Qué te ha parecido? —me preguntó Elliott, según íbamos andando, después que los dos Maturin se despidieron para volver a la oficina.

—Siempre me ha gustado conocer gente nueva. El cariño que se tienen el padre y el hijo es francamente emocionante. No es eso nada corriente en Inglaterra.

—Está chiflado con su hijo. Es una mezcla rara. Lo que te ha dicho de sus clientes es verdad. Administra los ahorros de centenares de viejas, militares y empleados retirados y curas. Yo diría que le proporcionan más quebraderos de cabeza que beneficios, pero él está orgulloso a más no poder de la confianza que en él tienen. Sin embargo, cuando se mete en un asunto de importancia y tiene que luchar contra gente de dinero, no hay quien le gane en frialdad y dureza. Entonces no sabe lo que es la piedad. Si tiene derecho a su libra de carne, como Shylock, no hay quien le haga renunciar a ella. Si te pones en contra suya, no sólo te arruinará, sino que encima se reirá de ti.

Así que llegó a su casa, Elliott le dijo a su hermana que Larry había rechazado la oferta de Maturin: Isabel había comido en casa de unas amigas, y llegó cuando aún estaban hablando del asunto. Le explicaron lo ocurrido. Por lo que Elliott me relató del curso que tomó la conversación, comprendí que mi amigo se había expresado con elocuencia considerable. Aunque no había él trabajado en absoluto durante los últimos diez años, y a pesar de que la forma en que acumuló su envidiable fortuna no le supuso nunca agotadores esfuerzos, Elliott sostenía firmemente que el hombre normal tiene obligación de ser industrioso. Larry era un chico completamente corriente, sin gran posición social, y no existía ninguna razón plausible para que no aceptara la estimable norma establecida en su país. Resultaba a todas luces palmario para persona tan avisada como Elliott, que América se hallaba en el comienzo de una era de prosperidad, pingüe cual ninguna anterior. Se le ofrecía una oportunidad admirable a Larry para aprovecharse de esa prosperidad, y podría ocurrir que si se aplicaba con tesón a su trabajo llegara a millonario antes de cumplir los cuarenta años. Si entonces quería retirarse para vivir como un señor, por ejemplo, en París, con un piso en la Avenue du Bois y un castillo en Turena, no sería Elliott quien dijera una palabra contra ello. Louisa Bradley expresó su opinión de modo más sucinto e incontestable.

—Si te quiere, debiera estar dispuesto a trabajar por ti.

No sé lo que a esto respondió Isabel, pero sí me consta que tuvo el sentido común de comprender que sus mayores tenían razón. Todos los muchachos que conocía estaban estudiando alguna carrera o trabajaban en una oficina. No podía Larry suponer que le fuera posible vivir el resto de sus días del recuerdo dejado por su brillante historial de aviador. La guerra había acabado, y la gente, harta de ella, no deseaba más que olvidarla lo antes posible. El resultado de la conversación fue que Isabel se mostró dispuesta a hablar seriamente con Larry para tomar una determinación. Su madre le aconsejó que le llevara dando un paseo hasta Marvin. Iba a poner cortinas nuevas en el cuarto de estar de la casa de campo y había extraviado las medidas de las ventanas, por lo que quería que Isabel fuera allí a tomarlas de nuevo.

—Bob Nelson os dará de comer —dijo.

—Tengo una idea mejor —dijo Elliott—. Prepárales una merienda, y podrán hablar del asunto mientras comen en la terraza.

—No estaría mal —dijo Isabel.

—Hay pocas cosas más agradables que una merienda en el campo, si no falta la comodidad —añadió Elliott sentenciosamente—. La anciana duquesa d’Uzés solía decirme que el hombre más recalcitrante se muestra propicio a la persuasión en esas condiciones. ¿Qué les vas a poner de comida?

—Huevos rellenos y un emparedado de pollo.

—¡Bah! No hay merienda posible sin pâté de foie–gras. Tienes que ponerles, en primer lugar, las quisquillas adobadas con curry; luego pechugas de pollo al aspic, con ensalada de cogollos de lechuga, que aliñaré yo personalmente, y después del pâté, si quieres, y como concesión a tus costumbres americanas, una tarta de manzana.

—Les pondré huevos rellenos y emparedados de pollo —dijo Mrs. Bradley con decisión.

—Pues fracasará el plan, escucha lo que te digo, y tú tendrás la culpa.

—Larry come muy poco, tío Elliott —dijo Isabella—, y, la verdad, creo que no se fija en lo que le dan.

—Espero, hija mía, que no dirás eso en son de alabanza —replicó su tío.

Pero la merienda estuvo compuesta de las viandas que Mrs. Bradley había anunciado. Cuando Elliott me comunicó el resultado de la excursión, se encogió de hombros de manera marcadamente francesa.

—Ya les dije que sería un fracaso. Por más que supliqué a Louisa para que les pusiese una botella del excelente «Montrachet» que le envié poco antes de la guerra, no quiso hacerme caso. Lo único que llevaron fue un termo con café caliente. ¿Qué se podía esperar?

Por lo que colegí, estaban Elliott y Louisa sentados en el cuarto de estar cuando oyeron llegar el coche, y a Isabel que entraba en la casa. Acababa de oscurecer y estaban ya corridas las cortinas. Elliott, cómodamente arrellanado en un butacón junto al fuego, estaba leyendo una novela, y su hermana bordaba un tapiz para la chimenea. No entró Isabel en el cuarto, sino que subió directamente a su alcoba. Elliott miró a su hermana por encima de las gafas.

—Supongo que habrá ido a quitarse el sombrero. Ahora bajará —dijo Louisa.

Pero Isabel no bajó.

Pasaron varios minutos.

—Puede que esté cansada y que se haya echado un rato.

—¿No te hubiera parecido natural que Larry hubiese entrado?

—No me exasperes, Elliott.

—Allá tú. No es cosa mía.

Volvió a enfrascarse en su libro. Mrs. Bradley continuó trabajando. Pero al cabo de media hora se levantó súbitamente.

—Voy a subir, no sea que le pase algo. Si está descansando, la dejaré.

Salió del cuarto, pero volvió a bajar al poco rato.

—Ha estado llorando. Larry se va a París. Estará allí dos años, y ella ha prometido esperarle.

—¿Para qué quiere ir a París?

—No me preguntes, porque es inútil. No lo sé. Isabel no ha querido decirme nada, sino que lo comprende, y que no quiere ser un estorbo para Larry. Le he dicho que si está dispuesto a dejarla durante dos años no debe de andar muy enamorado; pero me ha contestado que eso no lo puede remediar, y que lo único que le importa es que ella sí está enamorada de él. Entonces le he preguntado que si le sigue queriendo después de lo que ha pasado hoy, y ¿sabes lo que me ha dicho? Que lo que ha pasado hoy la mueve a quererle más que nunca, y que está segura de que Larry la quiere de verdad.

Elliott reflexionó unos momentos.

—¿Y cuando pasen los dos años?

—Ya te he dicho que no lo sé.

—¿No te parece esto muy poco satisfactorio?

—Poquísimo.

—El único consuelo es que los dos son unos chiquillos, y no les hará daño esperar un par de años. En dos años pueden ocurrir muchas cosas.

Acordaron que lo mejor sería dejar a Isabel en paz. Aquélla noche cenaban fuera de casa.

—No quiero disgustarla —dijo Mrs. Bradley—. La gente empezaría a preguntarse cosas si la ve con los ojos hinchados.

Mas al día siguiente, estando en familia, Mrs. Bradley volvió a sacar la conversación durante la comida. Sin embargo, fue muy poco lo que logró que dijera Isabel.

—Te aseguro que ya te he dicho todo lo que hay, mamá.

—Pero ¿qué va a hacer en París?

Isabel sonrió, pues comprendió lo absurda que su madre juzgaría la respuesta.

—Holgazanear.

—¿Holgazanear? ¿Me quieres explicar…?

—Eso es lo que él me dijo.

—La verdad es que vas a acabar con mi paciencia. Si fueras como es debido, le hubieras despachado definitivamente en aquel mismo momento. ¿No ves que está jugando contigo?

Isabel se miró el anillo que llevaba en la mano izquierda.

—¿Y qué quieres que le haga? Le quiero.

Entonces fue cuando Elliott tomó parte en la conversación, empleando su conocido tacto.

—No hablé como tío suyo, sino como un hombre de mundo que habla con una muchacha sin experiencia —me dijo Elliott.

Pero no logró mayor éxito que su hermana. Por lo que me dijo saqué la impresión de que Isabel le había dicho, con cortesía, pero también con gran claridad, que se metiera en lo que le importara. Todo esto me lo contó Elliott el mismo día en que ocurrió, en mi salita de Blackstone.

—Louisa tiene razón —añadió—. Todo ello es muy poco satisfactorio, pero ésas son las dificultades que surgen cuando quienes conciertan un matrimonio son dos chiquillos, que no piensan más que en la mutua atracción. Le he dicho a Louisa que no se preocupe, pues te diré que creo que las cosas no saldrán tan mal después de todo. Con Larry ausente, y Gray Maturin aquí… si sé algo acerca del corazón humano, el resultado me parece bastante evidente. Cuando se tienen dieciocho años, las emociones son violentas, pero poco duraderas.

—Estás lleno de sabiduría mundana, Elliott —le dije sonriendo.

—No en vano he leído a La Rochefoucauld. Ya sabes lo que es Chicago; se estarán viendo continuamente. A las muchachas les halaga ver a un hombre tan enamorado, sobre todo cuando saben que no hay ni una de sus amigas que no se casara con él sin dudarlo. ¿Y tú crees que es humano resistir el placer de derrotar a todas las rivales? Es como cuando vamos a una fiesta en la que sabemos que nos vamos a aburrir hasta la locura, en la que sabemos que lo único que nos darán será limonada y galletas; y vamos porque nos consta que todos nuestros mejores amigos darían un año de vida por ir y no han sido invitados.

—¿Cuándo se va Larry?

—No lo sé. Creo que aún no está decidida la fecha. Elliott sacó del bolsillo una pitillera, larga y fina, de oro y platino, y cogió un cigarrillo egipcio. Estaba por encima de los «Fátima», los «Chesterfield», los «Camel» o los «Lucky Strikes». Me miró con una sonrisa insinuante.

—Claro que no voy a decírselo a Louisa, pero no puedo remediar el sentir cierta oculta simpatía por el chico. Creo que estuvo unos días en París durante la guerra, y no puedo condenarle si se sintió cautivado por la única ciudad del mundo en la que puede vivir a gusto un hombre civilizado. El chico es joven, y no me extraña que quiera echar una cana al aire antes de sentar cabeza y entregarse a la vida apacible del matrimonio. Es natural, y comprensible. Yo le vigilaré. Le presentaré a la gente que debe conocer; está bien educado, y en cuanto yo le haga un par de observaciones, será bastante presentable. Y puedo garantizarte que verá un aspecto de la vida francesa que muy pocos americanos tienen oportunidad de conocer. Créeme: le es más fácil al americano corriente entrar en el Reino de los Cielos que en el Boulevard St. Germain. Tiene veinte años y es simpático. Probablemente, podré buscarle una liaison con una mujer algo más madura. Le vendría muy bien para formarse. No hay mejor educación para un muchacho que ser el amante de una mujer de cierta edad, y si es una mujer como la que yo me imagino, una femme du monde, le situaría inmediatamente en la sociedad de París.

—¿Le has dicho esto a tu hermana? —le pregunté sonriendo.

Elliott rió silenciosamente.

—Si estoy orgulloso de algo, mi querido Maugham, es de mi tacto. No se lo he dicho. La pobrecilla no lo entendería. Es una de las cosas que jamás he podido comprender acerca de Louisa: aunque ha pasado la mitad de su vida entre diplomáticos, rodando por las capitales del mundo, ha continuado siendo siempre terriblemente americana.