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Me habían admitido socio transeúnte, por el tiempo que durara mi estancia, en un club que tenía una buena biblioteca, y a la mañana siguiente fui allí para ver algunas de las revistas universitarias que no son fáciles de conseguir por quien no está suscrito a ellas. Era temprano y únicamente había allí otra persona. Estaba sentada en un vasto butacón de cuero, absorta en un libro. Me sorprendió ver que era Larry. Era la última persona que hubiera yo imaginado descubrir en tal lugar. Cuando pasé junto a él, alzó la vista, me reconoció e hizo ademán de levantarse.

—No te muevas —le dije, y luego añadí casi automáticamente—: ¿Qué lees?

—Un libro —respondió con una sonrisa, pero con una sonrisa tan encantadora que el evasivo desaire no resultó ofensivo en absoluto.

Cerró el libro y se quedó mirándome con sus ojos de peculiar opacidad, sujetándolo de tal manera que no pude leer su título.

—¿Lo pasaste bien anoche? —pregunté.

—Maravillosamente. No volví a casa hasta las cinco.

—Buena resistencia tienes, para estar aquí tan despierto y tan temprano.

—Vengo mucho por aquí. A estas horas no suele haber nadie.

—No te molestaré.

—No me molestas —dijo, volviendo a sonreír, y pensé entonces que su sonrisa era de peregrina dulzura. No era una sonrisa brillante y refulgente, sino que iluminaba su rostro con una interna luz. Estaba sentado en un entrante formado por las librerías y había una butaca vacía junto a él. Puso una mano sobre el brazo de ésta—: ¿No quieres sentarte un minuto?

—Bueno.

Me alargó el libro que tenía en la mano.

—Estaba leyendo esto.

Lo miré y vi que era Principios de psicología, por William James. Es, indudablemente, una obra clásica e importante en la historia de la ciencia de su tema; es, además, profundamente interesante; pero no es un libro que pudiera yo haber esperado encontrar en manos de un muchacho, de un aviador, que había estado bailando hasta las cinco de la madrugada.

—¿Por qué estás leyendo esto? —le pregunté.

—Porque soy muy ignorante.

—También eres muy joven —dije, sonriendo.

No habló durante largo rato; comenzaba yo a encontrar embarazoso su silencio, y me disponía a levantarme para buscar las revistas que vine a leer. Pero tenía la sensación de que Larry quería decirme algo. Estaba con la mirada perdida, era grave e intensa su expresión, parecía meditar. Esperé. Sentía curiosidad por saber el significado de todo aquello. Cuando comenzó a hablar lo hizo como si estuviera continuando la conversación sin darse cuenta de la gran pausa en ella habida.

—Cuando regresé de Francia todos se empeñaron en que volviera a la Universidad. No pude. Comprendí que después de todo lo que había pasado no podría volver a la escuela. En el colegio no aprendí nada. Me di cuenta de que me sería imposible adoptar la vida de un novato de universidad. No les hubiera sido simpático a mis compañeros. No quise fingir lo que no sentía. Y no creí que los profesores fueran capaces de enseñarme lo que yo quería saber.

—Claro está que no es asunto mío —repliqué—, pero no estoy muy seguro de que hicieras bien. Creo entender lo que quieres decir, y comprendo que después de dos años de guerra hubiera sido desagradable convertirse en una especie de colegial de lujo, pues eso es el estudiante universitario durante los dos primeros años. No puedo creer que hubieras sido antipático a tus compañeros. No sé gran cosa acerca de las Universidades americanas, pero supongo que los estudiantes americanos no serán muy diferentes de los ingleses; quizás algo más ruidosos y algo más inclinados a bromas violentas, pero en general chicos decentes, sensatos, y creo que si uno no quiere hacer su vida no se opondrán, si se tiene un poco de tacto, a dejarle en paz. No estudié en Cambridge, como mis hermanos. Pude hacerlo, pero no quise. Preferí salir al mundo. Siempre lo he lamentado. Creo que me podría haber ahorrado muchos errores. Se aprende mucho más rápidamente bajo la dirección de profesores experimentados. Si no se tiene un guía se malgasta mucho tiempo errando el camino, para encontrarse luego en un callejón sin salida.

—Quizá tengas razón; pero no me importa si me equivoco. Tal vez en uno de esos callejones sin salida encuentre algo que venga bien a mi propósito.

—¿Cuál es tu propósito?

—Ésa es la cosa. No estoy muy seguro aún.

Callé, pues no parecía que hubiera nada que contestar. Yo, que desde edad muy temprana siempre he vivido de acuerdo con un plan concreto de finalidades minuciosamente especificadas, no podía escuchar tal confesión sin sentir cierta irritación; mas la dominé. La dominé porque tenía lo que no acierto a llamar más que una intuición de que en el alma de aquel muchacho bullía una turbulenta confusión, no sabía yo si de ideas no maduras o de emociones vagamente percibidas, que le llenaban de una inquietud, la cual le acuciaba hacia una meta desconocida. El chico provocaba en mí una simpatía tan profunda como difícil de entender. Hasta aquel momento no le había oído hablar sino muy brevemente, y esto explica que no hubiera advertido la sonora música de su voz. Era persuasiva; era como un bálsamo. Cuando percibí este detalle y consideré su encantadora sonrisa y la impresionante expresión de sus ojos profundamente negros, comprendí sin dificultad que Isabel se hubiese enamorado de él. Algo tenía, sin duda alguna, que le hacía verdaderamente encantador. Volvió entonces la cabeza, y mirándome sin embarazo, con una expresión que era a la par escrutadora y de amable desenfado, me dijo:

—¿Acierto al suponer que cuando ayer nos fuimos al baile os quedasteis hablando de mí?

—Durante algún tiempo, sí.

—Supuse que por eso insistieron tanto para que tío Bob fuera a cenar. Le molesta bastante salir de casa.

—Parece ser que te han ofrecido un puesto excelente.

—Un puesto envidiable.

—¿Lo vas a aceptar?

—Creo que no.

—¿Por qué?

—Porque no me apetece.

Estaba mezclándome en algo que no me incumbía, pero tuve la impresión de que por ser yo un extranjero, procedente de un país lejano, Larry no tenía inconveniente en discutir conmigo de aquel asunto.

—Ya sabrás —le dije sonriendo— que cuando una persona no sirve para ninguna otra cosa se dedica a escritor.

—No tengo talento.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres hacer?

—Holgazanear.

Tuve que reírme.

—No se me hubiera ocurrido pensar que Chicago fuera buen lugar, entre todos los del mundo, para hacer eso. Pero te dejaré que sigas leyendo. Quiero echar un vistazo a la revista trimestral de Yale.

Me levanté. Cuando salí de la sala de lectura, Larry continuaba embebido en la obra de William James. Comí a solas en el club, y como en la sala de lectura reina una deseable paz, allá volví para fumar un cigarro y pasar un par de horas leyendo y escribiendo unas cartas. Me sorprendió encontrar a Larry absorto todavía en su lectura. No parecía haberse movido desde que me separé de él. Allí permaneció cuando me fui, a las cuatro de la tarde. Ni me vio entrar, ni advirtió mi salida. Tuve que hacer varias cosas aquella tarde, y no regresé al Blackstone hasta que ya fue hora de cambiarme de ropa para asistir a una cena. Cuando me dirigía al hotel, se apoderó de mí una picante curiosidad. Entré de nuevo en el club y miré en la sala de lectura. Había bastantes socios en ella, leyendo los periódicos y otras cosas. Larry continuaba en su butaca, concentrado en el mismo libro. ¡Qué extraño!