A la noche siguiente, después de rehusar la oferta de Elliott, que quería pasar a recogerme, llegué sin novedad a casa de Mrs. Bradley. Me había detenido una visita, y llegué un poco tarde. Sentíase en la salita tan grande algazara cuando subía yo la escalera, que pensé se trataba de una cena muy concurrida, por lo que me sorprendió descubrir que sólo éramos doce en la mesa. Mrs. Bradley estaba casi fastuosa, con un traje de seda verde y una gargantilla de perlas pequeñas; y Elliott, con su bien cortado smoking, elegante como sólo él sabía serlo. Cuando nos dimos la mano, asaltaron mis narices todos «los perfumes de Arabia». Me presentaron a un hombre alto, recio, de cara rubicunda, que parecía no encontrarse a gusto con su ropa de etiqueta. Le llamaban doctor Nelson, pero no caía en la cuenta de quién era. El resto de los invitados eran amigos de Isabel, cuyos nombres fui olvidando tan aprisa como los escuché. Eran las muchachas jóvenes y bonitas, y los muchachos jóvenes y gallardos, pero ninguno me llamó la atención, excepto uno de los hombres, y éste tan sólo por su altura y corpulencia. Debía de medir más de un metro noventa o noventa y tres, y era de proporcionada anchura de espaldas. Isabel estaba sumamente bonita, con un traje blanco de seda cuya cumplida falda de volantes ocultaba las piernas, rollizas en demasía; el corte del corpiño dejaba ver que tenía bonito el busto; hallé los brazos algo sobrados de carne, pero el cuello lo tenía admirable. Estaba muy animada y le relucían los ojos. No cabía duda de que era una muchacha muy bonita y deseable, pero resultaba evidente que si no se cuidaba llegaría a desarrollar una afeadora corpulencia.
En la mesa me encontré sentado entre Mrs. Bradley y una muchacha tímida e incolora, a la que juzgué más joven todavía que las demás. Cuando nos sentamos, la muchacha me explicó, para ahorrar molestias a Mrs. Bradley, que sus abuelos vivían en Marvin y que ella e Isabel habían sido compañeras de colegio. Su nombre, el único que llegué a oír, era Sophie. Eran abundantes las bromas en la mesa, todos hablaban recio y las risas eran continuas. Todos parecían tener gran confianza con los demás. Cuando no estaba ocupado en hablar con la señora de la casa, procuraba trabar conversación con mi vecina, pero sin lograr éxito notable. Parecía más tranquila que los demás. No era bonita, pero tenía interesante la cara, nariz pequeña y respingona, boca ancha y ojos de un azul verdoso. Su pelo era de un castaño pálido, y lo llevaba peinado con gran simplicidad. Era muy delgada, y tenía el pecho casi tan liso como un muchacho. Reía las bromas de los demás, pero de manera ligeramente forzada, lo que me hizo pensar si la divertirían tanto como procuraba aparentar. Creí adivinar que estaba esforzándose para mostrarse animada. No pude decidir si era algo tonta o excesivamente tímida, y después de ensayar con ella varios temas de conversación, sin que ninguno prosperara, como no encontrara nada mejor de que hablarle, le pedí que me explicara quiénes eran los que a la mesa se sentaban.
—Al doctor Nelson ya le conoces —dijo, indicando al hombre de cierta edad que estaba sentado enfrente de mí, al otro lado de Mr. Bradley—. Es el tutor de Larry, y nuestro médico en Marvin. Tiene mucho talento; inventa toda clase de cosas para aeroplanos, que nadie quiere usar, y cuando no está ocupado en eso se dedica a beber.
Cierto brillo que advertí en sus ojos cuando me hablaba, me hizo sospechar que Sophie no era tan tonta como a primera vista pensé. Siguió diciéndome los nombres de la gente, explicándome quiénes eran sus padres, y si de un muchacho se trataba mencionaba la Universidad en que estudió y el trabajo que en la actualidad hacía. Sus prescripciones no eran demasiado reveladoras: «Es muy mona». O bien: «Él es un jugador de golf magnífico».
—¿Y quién es ese muchacho, el de las cejas?
—¿Ése? Gray Maturin. Su padre tiene una casa inmensa en Marvin, junto al río. Es nuestro millonario, y estamos orgullosísimas de él. Nos da categoría. Es uno de los socios de «Maturin, Hobbes, Rayner y Smith», y uno de los hombres más ricos de Chicago. Gray es hijo único.
Logró pronunciar los nombres con tan agradable ironía, que la miré interesado. Lo advirtió ella y se puso colorada.
—Dime más cosas acerca de Maturin.
—No hay nada que decir. Es muy rico, muy respetado, ha construido una iglesia nueva en Marvin y ha donado un millón de dólares a la Universidad de Chicago.
—Su hijo es un real mozo.
—Es muy simpático. A nadie se le ocurriría pensar que su abuelo fue un emigrante irlandés sin un céntimo, y su abuela, que era sueca, camarera de una casa de comidas.
Gray Maturin era más bien llamativo que apuesto. Tenía aspecto de cosa mal acabada y ruda, con su nariz roma, su boca sensual y aquella tez de típica rubicundez irlandesa. Era hombre de abundante pelo, negro y muy lacio, bajo cuyas muy espesas cejas se veían los ojos, de claro color azul. Aunque de vasto tamaño, tenía bien proporcionado el cuerpo, y desnudo sería seguramente un magnífico ejemplar. Su gran fuerza era palmaria y su virilidad impresionante. Larry, que se sentaba junto a él, aunque no sería de estatura inferior en más de unos ocho centímetros, parecía, por comparación, enteco.
—Tiene admiradoras a montones —dijo mi tímida vecina—. Conozco a varias muchachas que serían capaces de cualquier cosa para pescarle. Pero es inútil.
—¿Por qué?
—No sabes nada, ¿verdad?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Está tan enamorado de Isabel que no ve a derechas, pero Isabel está enamorada de Larry.
—¿Y qué le impide desbancar a Larry?
—Que Larry es su mejor amigo.
—Supongo que eso complica el asunto.
—Si es uno tan buena persona y tan honrado como Gray… sí.
No pude decidir si dijo esto en serio, o si en el tono de su voz hubo un ligero matiz de burla. No hablaba con desenfado, descaro o petulancia, pero me dio la impresión de que no le faltaba ingenio ni agudeza. Me pregunté en qué estaría pensando mientras hablaba conmigo, y comprendí que jamás lo sabría. Era patente que no se encontraba segura de sí misma, y concebí la hipótesis de que era hija única, y había vivido aislada en compañía de gentes más viejas que ella. Tenía una modestia, una insignificancia amable que hallé de mi gusto, pero si no me equivocaba al suponer que había vivido largo tiempo en soledad, también adiviné que había observado calladamente a las personas mayores que la rodeaban y formado muy concretas opiniones acerca de ellas. Quienes hemos alcanzado una edad madura sospechamos pocas veces los despiadados pero muy agudos juicios que los jóvenes forman de nosotros. Volví a mirar sus ojos, entre verdes y garzos.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunté.
—Diecisiete.
—¿Lees mucho? —pregunté a la ventura.
Antes de que pudiera responderme, Mrs. Bradley, cuidadosa de sus deberes, me dirigió unas palabras, y la cena terminó mientras aún hablaba con ella. La gente joven se fue sin más espera a dondequiera que tuvieran pensado, y los cuatro que quedamos subimos al cuarto de estar.
Me sorprendió haber sido invitado, pues luego de una conversación breve y baladí comenzaron a hablar de un asunto que me extrañó no prefirieran discutir a solas. No pude decidir si sería lo más discreto levantarme y despedirme o si me encontraban útil como auditorio desinteresado y unipersonal. El asunto discutido era la extraña repugnancia de Larry por el trabajo, la cual había cobrado mayor importancia al ofrecerle Mr. Maturin, padre del muchacho que había cenado con nosotros, empleo en su negocio. Era una excelente oportunidad. Con industria y habilidad, Larry podría llegar a ganar, a su debido tiempo, dinero abundantísimo. Su amigo Gray le había instado con entusiasmo a que aceptara la oferta.
No recuerdo todo lo que allí se dijo, pero tengo clara memoria de lo más importante. Cuando Larry volvió de Francia, el doctor Nelson, su tutor, le aconsejó que ingresara en la Universidad, pero el muchacho se había negado. Era natural que quisiera disfrutar durante algún tiempo de una sosegada holganza, pues lo había pasado mal y fue herido dos veces, aunque no de gravedad. Nelson pensó que Larry estaba sufriendo aún cierto desequilibrio nervioso, y le pareció bien que descansara hasta reponerse por completo. Mas fueron convirtiéndose en meses las semanas, y ya hacía un año que se había quitado el uniforme. Trascendió el conocimiento de su ejemplar conducta como aviador, de resultas de lo cual varios hombres de negocios de Chicago le brindaron trabajo. Él les dio las gracias y rechazó los ofrecimientos. No dio razón para ello, excepto que aún no había decidido lo que iba a hacer. Se puso en relaciones con Isabel, lo cual no sorprendió a la madre de ésta, pues habían sido inseparables durante varios años y no se le ocultaba que Isabel estaba enamorada de él. Mrs. Bradley quería al chico y juzgó que sabría hacer feliz a su hija.
—Isabel tiene más carácter que él. Sabrá darle lo que le falta.
Aunque ambos eran muy jóvenes, Mrs. Bradley se mostró dispuesta a consentir que se casaran sin tardanza, pero no antes de que Larry comenzara a trabajar. Tenía él algún dinero, pero aún teniendo diez veces más, Mrs. Bradley hubiera insistido en su exigencia. A juzgar por lo que oí, lo que ella y Elliott querían era conocer por el doctor los propósitos de Larry. Deseaban también que Nelson empleara su influencia con el muchacho para que éste aceptara el puesto ofrecido por Mr. Maturin.
—Ya sabéis que nunca me ha hecho mucho caso —dijo el tutor—. Incluso de muchacho hacía lo que se le antojaba.
—Ya lo sé. Le dejaste crecer salvaje. Es un milagro que el chico no haya salido peor —dijo Mrs. Bradley.
El doctor Nelson, que había estado bebiendo sin gran templanza, la miró hoscamente y aumentó ligeramente el color de su rostro.
—Andaba yo demasiado ocupado. Y tuve que atender a mis propios asuntos. Si le tomé a mi cargo fue porque la criatura no tenía donde meterse, y su padre fue amigo mío. No creáis que fue sencillo educarle.
—No sé cómo puedes decir eso —replicó Mrs. Bradley acremente—. Tiene un carácter encantador.
—¿Me quieres decir qué se puede hacer con un chico que jamás replica, pero hace exactamente lo que le da la gana, y que cuando monta uno en cólera pide perdón y deja que chilles? Si hubiera sido hijo mío le habría dado una paliza, pero no iba a pegar a un muchacho que no tenía un pariente en todo el mundo y cuyo padre le dejó a mi cargo por creer que yo le trataría con cariño.
—Todo eso no tiene nada que ver —dijo Elliott algo irritado—. La cuestión es la siguiente: ya ha hecho el vago bastante tiempo; ahora se le ofrece una oportunidad excelente de labrarse un porvenir brillante y, si quiere casarse con Isabel, ha de trabajar.
—Tiene que comprender —interpuso Mrs. Bradley— que en el estado actual del mundo los hombres no pueden estar ociosos. Está fuerte y completamente repuesto. Todos sabemos que después de nuestra guerra civil hubo muchos hombres que no volvieron a trabajar al ser licenciados. Y fueron una carga para sus familias e inútiles para la sociedad.
Intervine yo entonces, diciendo:
—Pero ¿qué razones da para rechazar las varias ofertas que le han hecho?
—Ninguna. Que no le gustan.
—Pero ¿no quiere hacer algo?
—Por lo visto, no.
El doctor se sirvió otro whisky, dio un largo sorbo y miró a sus amigos.
—¿Queréis saber lo que pienso? Puede que yo no sea demasiado buen juez de la naturaleza humana, pero después de treinta años de médico algo he tenido que aprender sobre el asunto. A Larry le pasó algo en la guerra. Volvió cambiado. No es sólo que sea menos chiquillo. Algo le ocurrió que cambió su manera de ser.
—¿Qué clase de cosa? —pregunté.
—No sabría decirlo. Nunca habla de lo que le pasó en la guerra. —Se volvió hacia Mrs. Bradley y le preguntó—: ¿Te ha dicho a ti algo?
Mrs. Bradley sacudió la cabeza.
—No. Cuando volvió todos tratamos de que nos contara sus aventuras, pero no hizo más que reír de esa manera suya y decirnos que no tenía nada que contar. Ni siquiera a Isabel le ha dicho nada, a pesar de que ella ha hecho todo lo posible; pero no ha conseguido sacarle una sola palabra del cuerpo.
Prosiguió la conversación de tan poco satisfactoria manera hasta que el doctor miró su reloj y dijo que tenía que irse. Me dispuse a retirarme en su compañía, pero Elliott insistió en que me quedara.
Así que el médico se hubo ido, se excusó Mrs. Bradley por molestarme con sus asuntos particulares, y me expresó su temor de que la conversación me hubiera aburrido.
—Es que todo ello me tiene muy preocupada —terminó diciendo.
—Maugham es un hombre discreto, Louisa, y no tienes por qué tener miedo de decirle cualquier cosa. Yo no creo que Bob Nelson y Larry se profesen un gran cariño, pero, sin embargo, hay algunas cosas que ni a Louisa ni a mí nos ha parecido oportuno decirle.
—Elliott…
—Mira, Louisa, le has dicho ya tanto, que igual puedes contárselo todo. ¿Te has fijado durante la cena en Gray Maturin?
—Es tan corpulento que no hubiera podido evitarlo.
—Siempre ha andado detrás de Isabel. Mientras Larry estuvo ausente, tuvo una infinidad de atenciones con ella, y si la guerra hubiese durado algo más, bien pudieran haber terminado por casarse, pues a Isabel le gusta. El chico llegó a declararse y ella ni le dijo que sí ni que no. Louisa dice que no quiso decidirse hasta que Larry volviera.
—¿Cómo no fue él a la guerra? —pregunté con curiosidad.
—Tiene una pequeña lesión cardíaca, de jugar al rugby. No es nada serio, pero le dieron por inútil para el Ejército. Volvió Larry y se acabaron sus esperanzas. Isabel le dijo que no.
No supe qué comentario se esperaba de mí, y no hice ninguno. Elliott continuó hablando. Con su distinguido aspecto, y con su refinado acento inglés, no podía parecerse más a un alto funcionario del Ministerio británico de Relaciones Exteriores.
—Claro es que Larry es un buen muchacho, y demostró coraje al escapar para alistarse voluntariamente en Aviación, pero yo me doy buena maña para juzgar a las personas… —Esbozó una significativa sonrisa e hizo entonces la única referencia que jamás le oí al hecho de haber ganado una fortuna negociando con obras de arte—: De lo contrario, no tendría ahora una interesante cantidad de valores de toda confianza. Y mi opinión es que Larry no llegará lejos. Apenas puede decirse que tenga dinero o que sea de buena familia. Gray es muy distinto. Tiene un apellido irlandés muy antiguo y ha habido en su familia un obispo y varios militares y académicos de nombre.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.
—Ésas cosas se saben —respondió sin dar importancia a su respuesta—. El otro día estaba hojeando el Diccionario Nacional Biográfico en el club y me encontré con el apellido Maturin.
Consideré que no era asunto mío repetir lo que durante la cena me había dicho mi vecina de mesa acerca del pobretón emigrante irlandés y la camarera sueca, abuelos de Gray. Prosiguió Elliott.
—A Henry Maturin todos le conocemos hace años. Es un hombre magnífico y riquísimo. Gray heredará la mejor agencia de Bolsa de Chicago. Tiene el mundo a sus pies. Quiere casarse con Isabel, y no puede negarse que para ella sería una boda muy buena. Yo soy partidario de que se casen, y sé que Louisa también.
—Mira, Elliott —dijo Mrs. Bradley con una adusta sonrisa—, tú llevas tanto tiempo fuera de América que se te ha olvidado que aquí las muchachas no se casan porque a sus madres y a sus tíos les parezca oportuno.
—Pues no es eso para enorgullecerse —dijo Elliott con voz tajante—. Una experiencia de treinta años me autoriza a decirte que un matrimonio concertado teniendo en cuenta la posición, la fortuna y la comunidad de las circunstancias es mejor, en todos conceptos, que un matrimonio por amor. En Francia, que al final de cuentas es el único país civilizado del mundo, Isabel se casaría con Gray sin pensarlo dos veces; pasados un año o dos, se convertiría en amante de Larry, si de ello tenía ganas. Gray pondría un lujoso piso a una actriz conocida, y todos serían felices.
Mrs. Bradley, que no tenía un pelo de tonta, miró a su hermano con manifiesta sorna.
—La objeción que se me ocurre a todo eso es que como las compañías de Nueva York vienen a Chicago durante temporadas muy cortas, Gray no podría conservar a la inquilina de su lujoso piso más que un espacio de tiempo de duración extremadamente incierta. ¿No crees que eso sería causa de desasosiegos para todos?
Elliott sonrió.
—Gray podría comprar un nombramiento de agente de Bolsa en Nueva York. Después de todo, si uno se empeña en vivir en América, no comprendo que tenga ningún sentido residir en otro sitio que no sea Nueva York.
Me despedí al poco rato, pero antes de que me fuera, Elliott, no comprendo por qué, me preguntó si quería almorzar al día siguiente con él, para presentarme a los dos Maturin, padre e hijo.
—Henry es un prototipo del hombre de negocios honrado americano —me dijo—, y creo que debes conocerle. Ya hace años que se cuida de nuestros intereses.
No tenía yo particular deseo de hacer tal cosa, pero tampoco motivo para negarme, y le respondí que aceptaba con gusto.