Estaba lavándome y cepillándome momentos antes de ponerme en camino para el almuerzo a que Elliott me había invitado, cuando me llamaron por teléfono para decirme que estaba abajo. Algo me sorprendió oírlo, pero tan pronto como estuve listo bajé a reunirme con él.
—Me ha parecido mejor pasar a buscarte —me comunicó—. No sé si conoces la población.
Por lo visto, compartía la opinión que he observado en algunos americanos residentes largos años en el extranjero, según la cual América es un lugar desconcertante, y hasta peligroso, en el que no es prudente dejar que un europeo encuentre su camino sin ayuda.
—Es temprano todavía. Podemos ir andando parte del camino —me propuso.
El aire era bastante frío, no se veía ni una nube en el cielo, y era agradable estirar las piernas.
—Me ha parecido mejor decirte algo acerca de mi hermana antes de que la conozcas —me dijo Elliott según íbamos andando—. Ha pasado una o dos temporadas conmigo en París, pero creo que tú no estabas allí entonces. Seremos pocos a la mesa. Solamente mi hermana, su hija Isabel y Gregory Brabazon.
—¿El decorador? —pregunté.
—Sí. La casa de mi hermana es de una fealdad abominable y tanto Isabel como yo estamos empeñados en que la arregle. He sabido por casualidad que Gregory está en Chicago, y he conseguido que mi hermana le convide a comer. No es de muy buena familia, naturalmente, pero tiene un gusto exquisito. Fue él quien decoró el castillo de Raney para Mary Oliphant, y St. Clement Talbot para los St. Erths. La duquesa quedó encantada con él. En cuanto a la casa de Louisa, ya la verás cuando lleguemos. Es incomprensible para mí cómo le ha sido posible habitarla todos estos años. Aunque, verdaderamente, tampoco entiendo cómo puede vivir en Chicago.
Por lo que fue diciéndome, Mrs. Bradley era viuda y tenía dos hijos y una hija, pero los varones eran bastante mayores y estaban casados. Uno de ellos ocupaba un puesto oficial en las Filipinas, y el otro, diplomático como su padre, se encontraba a la sazón destinado en Buenos Aires. El marido de Mrs. Bradley había desempeñado puestos en varios lugares del mundo, y después de ser primer secretario en Roma durante algunos años, fue ascendido a ministro, y trasladado a una de las Repúblicas sudamericanas del Pacífico, y allí había fallecido.
—Cuando murió, quise convencer a Louisa de que vendiera la casa de Chicago —continuó Elliott—, pero le tenía mucho cariño. Ha sido de la familia durante mucho tiempo. Los Bradley son una de las familias más antiguas de Illinois, adonde llegaron desde Virginia en 1839, habiendo comprado tierras como a sesenta millas al Norte de lo que hoy es Chicago, las cuales todavía conservan. —Elliott vaciló momentáneamente, y me miró como para comprobar el efecto de sus palabras—. El Bradley que se estableció aquí era lo que supongo tú llamarías un labrador. No estoy seguro de si lo sabes, pero a mediados del siglo pasado, cuando las comarcas centrales del Oeste comenzaron a ser colonizadas, buen número de virginianos, segundones de buenas familias, sintieron la tentación de lo desconocido y abandonaron sus hogares. El padre de mi cuñado, Chester Bradley, adivinó el gran porvenir de Chicago y entró de pasante en el bufete de unos abogados. Hay que reconocer que logró reunir lo bastante para dejar a su hijo en muy buena situación.
El tono de Elliott, más que sus palabras, significaba que quizá no fuera una decisión demasiado elegante la del difunto Chester Bradley por haber abandonado su señorial mansión y sus vastas tierras para entrar en una oficina, pero el hecho de que lograra una fortuna constituía cierta compensación. No pudo Elliott ocultar su disgusto cuando, pasado el tiempo, Mrs. Bradley me enseñó algunas instantáneas de lo que él llamaba sus «propiedades» en el campo, en las que vi una modesta casa cuadrada con un bonito jardín, pero a un tiro de piedra del granero, la vaquería y la pocilga, y rodeada por un desolado y llano erial. No pude menos que juzgar discreto a Mr. Chester Bradley, que decidió abandonar todo aquello para intentar abrirse camino en la ciudad.
Luego de andar un buen trecho, subimos a un taxi. Nos dejó delante de una casa de piedra parda, estrecha y bastante elevada, hasta cuya puerta llegamos subiendo unos altos escalones. Formaba parte de una hilera de casas en una bocacalle de Lake Shore Drive, y su aspecto, incluso en aquel brillante día de otoño, resultaba tan deslucido y triste que hube de preguntarme cómo era posible que alguien le profesara un amor sentimental. Nos abrió la puerta un mayordomo negro, alto, grueso y carnoso, el cual nos condujo a la sala. Cuando entramos, Mrs. Bradley se levantó de su silla, y Elliott me presentó. Debía de haber sido de muy buena presencia, pues sus facciones, aunque algo grandes, eran regulares, y tenía bonitos los ojos. Pero su cara descolorida y desprovista de todo afeite, casi de manera violenta, carecía de tersura, y resultaba evidente que Mrs. Bradley había perdido la batalla contra los rigores de ciertas edades. Supuse que se negaba a reconocer o aceptar su derrota, pues cuando se sentó lo hizo quedando muy erguida en una silla de recto respaldo, en la cual indudablemente la tortura cruel de su acerado corsé le resultaba más llevadera que en una mullida butaca. Llevaba un vestido azul, profusamente ribeteado, y en el cuello se veían abundantes y rígidas ballenas. Tenía hermoso y blanco pelo, muy rizado con tenacillas y peinado de muy compleja madera. Su otro invitado aún no había aparecido, y estuvimos hablando de cosas sin importancia.
—Me dice Elliot que ha venido usted por la ruta del Sur —me dijo Mrs. Bradley—. ¿Se ha detenido usted en Roma?
—Sí; pasé allí una semana.
—¿Y cómo está mi querida reina Margarita?
Respondí que lo ignoraba, algo sorprendido por la pregunta.
—Pero ¿no fue usted a verla? Es una mujer encantadora. No sabe usted lo amable que estuvo con nosotros en Roma. Mi marido era primer secretario de la Embajada. ¿Por qué no fue usted a verla? Usted no es tan neo como Elliott, que no consiente en acercarse al Quirinal.
—No, no. En absoluto. La verdad es que no conozco a la reina.
—¿No? —dijo Mrs. Bradley, como si apenas pudiera dar crédito a mis palabras—. ¿Por qué?
—No puedo ocultar que los escritores no solemos, generalmente, alternar con reyes y reinas.
—Pero si es una delicia de mujer —me aseguró Mrs. Bradley, como si el no conocer yo a la augusta dama se debiera a no considerarla bastante distinguida—. Estoy segura de que le gustaría a usted.
En aquel instante, se abrió la puerta y el mayordomo anunció a Gregory Brabazon.
Gregory Brabazon, a pesar de su nombre, no tenía aspecto de personaje de novela. Bajo, muy gordo, calvo como un huevo, excepto por algunos ensortijados pelos negros alrededor de las orejas y encima del cogote; de cara rubicunda y desnuda, que siempre parecía estar a punto de romper a sudar copiosamente, con ojos grises e inquietos, labios sensuales y marcado prognatismo: tal era Gregory Brabazon, inglés de nacimiento, a quien había visto en algunas fiestas bohemias de Londres.
Era jovial, ruidoso y reía a menudo, mas no era necesaria gran intuición psicológica para comprender que toda aquella alborotadora jovialidad era solamente una pantalla detrás de la cual se escondía un astuto comerciante. Ya hacía años que era el decorador más famoso de Londres. Tenía un vocejón resonante y las manos pequeñas, gordezuelas y maravillosamente expresivas. Con sus ademanes elocuentes y un torrente impetuoso de frases sabía hacer vibrar la imaginación de los clientes remisos, hasta que dijérase imposible negarse a emplear sus servicios, que él daba la impresión de ofrecer como si estuviera haciendo un señalado favor a quien los utilizaba.
Volvió a entrar el mayordomo con una bandeja de cócteles.
—No esperaremos a Isabel —dijo Mrs. Bradley al coger uno.
—¿Dónde está? —preguntó Elliott.
—Ha ido a jugar al golf con Larry. Me dijo que quizá volviera tarde.
Elliott se volvió hacia mí.
—Larry es Lawrence Darrell, el novio de Isabel, parece ser.
—No sabía que bebieras cócteles, Elliott —dije yo.
—Y no los bebo —respondió severamente—; pero en este salvaje país de la Ley Seca, ¿qué, va a hacer uno? —Suspiró—. Ya empiezan a servirlos en algunas casas de París. El contacto con gentes rudas corrompe las costumbres.
—¡Cuánta bobada dices! —comentó Mrs. Bradley.
Dijo esto suavemente, pero con una seguridad que me hizo adivinar la energía de su carácter, y sospechar, al observar la mirada que lanzó a su hermano, regocijado, pero sagaz, que no se hacía grandes ilusiones acerca de él. Me pregunté qué opinión formaría de Brabazon. Había yo observado el rápido examen profesional que el decorador hizo del cuarto al entrar en él, y el involuntario arqueamiento de sus espesas cejas al hacerlo. Era, en verdad, una habitación asombrosa. El papel de las paredes, la cretona de las cortinas y de las butacas mostraban el mismo dibujo; en las paredes colgaban óleos con anchos marcos dorados, evidentemente comprados por los Bradley durante su estancia en Roma: vírgenes de la escuela de Rafael, vírgenes de la escuela de Guido Reni, paisajes de la escuela de Zuccarelli, ruinas de la escuela de Panini. También se veían abundantes muestras de su estancia en Pekín: mesitas de ébano talladas en demasía, vastos jarrones de esmalte tabicado, e indicios de su paso por Chile o Perú: estatuillas corpulentas, de piedra, y vasijas de cerámica. Había un escritorio Chippendale y una vitrina de marquetería. Las pantallas de las luces eran de seda blanca, sobre la cual un mal aconsejado artista había pintado pastores y pastoras vestidos como los de Watteau. Era atroz, y, sin embargo, no sé por qué, agradable. Tenía ambiente de hogar, de algo vivo, y no era posible sustraerse a la impresión de que aquel increíble revoltijo tenía un significado. Todos aquellos incongruos objetos entonaban entre sí, porque eran parte de la vida de su dueña.
No habíamos hecho más que acabar los cócteles, cuando se abrió la puerta rápidamente y entró una muchacha seguida de un muchacho.
—¿Llegamos tarde? —dijo ella—. Me he traído a Larry. ¿Le podremos dar algo de comer?
—Supongo que sí —respondió Mrs. Bradley sonriendo—. Dile a Eugene que ponga otro cubierto.
—Ya se lo he dicho cuando nos abrió la puerta.
—Ésta es mi hija Isabel —dijo Mrs. Bradley dirigiéndose a mí—, y éste, Lawrence Darrell.
Isabel me dio un rápido apretón de manos y se volvió impetuosamente hacia Brabazon.
—¿Es usted Mr. Brabazon? No sabe las ganas que tenía de conocerle. Es maravilloso lo que ha hecho usted en la casa de Clementina Dormer. ¿Verdad que este cuarto es espantoso? No sabe usted los años que llevo tratando de conseguir de mamá que lo arregle, y ahora que está usted en Chicago es la ocasión de hacerlo. Dígame honradamente: ¿qué le parece esta habitación?
Evidentemente, eso era lo único que se le ocurría decir al decorador. Miró rápidamente a Mrs. Bradley, pero nada le dijo su rostro, impasible. Comprendió que quien allí contaba era Isabel, y soltó una ruidosa carcajada.
—Verá usted, comprendo que está muy cómodo, y todas estas cosas…; pero, la verdad, si me lo pregunta usted así, a quemarropa, pues lo encuentro espantoso.
Isabel era alta, tenía ovalada la cara, recta la nariz, hermosos los ojos, y la boca carnosa como el resto de la familia. Era bonita e inclinada a la opulencia, pero supuse que era cosa de su edad, y que se afinaría con los años. Sus manos eran fuertes y bien dibujadas, aunque también llenas, y las piernas, que asomaban por debajo de su falda, corta, también pecaban ligeramente de rollizas. Tenía la tez clara, y el color saludable, probablemente algo subrayado por el reciente paseo en automóvil abierto. Era vivaz, y su risa, lozana. Daba gusto advertir su refulgente salud, su alegría jocunda, el evidente gozo que en vivir encontraba y la felicidad que de ella trascendía. Su suprema naturalidad hacía aparecer a Elliott, a pesar de su elegancia, algo cursi. Junto a su lozanía, Mrs. Bradley, con su cara pálida y surcada de arrugas, resultaba una mujer agotada y vieja.
Bajamos al comedor. Brabazon parpadeó atónito cuando lo vio. Estaban las paredes cubiertas de un papel oscuro, que imitaba una rica tela, y de retratos al óleo de hombres y mujeres agrios y adustos, muy mal pintados, cuyos originales fueron los antepasados inmediatos del difunto Mr. Bradley. También él estaba allí, con un exuberante bigote, muy tieso dentro de su levita y de un alto cuello almidonado. Mrs. Bradley, interpretada por un pintor francés de finales de siglo, aparecía sobre la chimenea, con un vestido de noche, de seda azul pálido, un collar de perlas y una estrella de brillantes en el pelo. Tenía entre los dedos de una enjoyada mano una echarpe de encaje, tan cuidadosamente reproducida que era posible contar cada una de sus puntadas, y con la otra sostenía negligentemente un abanico de plumas de avestruz. Los muebles del comedor, de roble negro, eran abrumadores.
—¿Qué le parece? —le preguntó Isabel a Brabazon.
—Debió de costar mucho dinero —respondió él.
—Sí lo costó —dijo Mrs. Bradley—. Fue el regalo de boda que nos hizo mi suegro. Nos ha acompañado por todo el mundo: a Lisboa, Quito, Roma. La encantadora reina Margarita lo admiraba.
—¿Qué haría usted si fuera suyo? —preguntó Isabel a Brabazon; mas antes de que pudiera responder, lo hizo Elliott por él.
—Quemarlo —dijo.
Comenzaron los tres a discutir cómo arreglarían la habitación. Elliott era partidario del Luis XV, mientras que Isabel prefería una severa mesa de refectorio monacal y sillas italianas, Brabazon adujo que el Chippendale estaría más en consonancia con la personalidad de Mrs. Bradley.
—Yo siempre considero de suma importancia —dijo— la personalidad de cada uno. —Se volvió a Elliott—: Claro es que conocerá usted a la duquesa de Oliphant.
—¿A Mary? Es una de mis íntimas amigas.
—Se empeñó en que me encargara de su comedor, y en cuanto la vi, me dije: estilo Jorge II.
—Y acertó usted. Ya vi cómo quedó, la última vez que cené en su casa. Es de un gusto irreprochable.
Así continuó la conversación. Mrs. Bradley todo lo escuchaba, pero era difícil adivinar sus pensamientos. Yo hablé poco, y el novio de Isabel, Larry, de cuyo apellido ya no me acordaba, no despegó los labios. Estaba sentado al otro costado de la mesa, entre Brabazon y Elliott, y de vez en cuando le observé con interés. Parecía muy joven. Era aproximadamente tan alto como Elliott, algo menos de un metro ochenta y dos, delgado y suelto de miembros. Era un muchacho agradable, ni guapo ni feo, bastante retraído y en nada notable. Me interesó observar que, aunque no recordaba haberle oído arriba de una docena de palabras desde que llegó a la casa, parecía estar muy a sus anchas y como si tomara parte en la conversación sin despegar los labios. Me fijé en sus manos, largas pero no desproporcionadas, maravillosamente modeladas, pero al mismo tiempo poderosas, y se me ocurrió pensar que a más de un pintor le gustaría copiarlas. Era más bien flaco, pero nada tenía de enfermizo; antes bien, le hubiera yo juzgado recio y capaz de gran resistencia. Su rostro, grave en el reposo, estaba atezado, pero, fuera de eso, poco color se percibía en él, y sus facciones, aunque regulares, se inclinaban a la vulgaridad. Tenía los pómulos pronunciados, las sienes hundidas, y el pelo castaño y ligeramente ondulado. Sus ojos daban la impresión de ser mayores de lo que eran pues los tenía hundidos en las órbitas y rodeados de espesas y largas pestañas. Eran además poco corrientes, en nada semejantes a los ojos castaños que tanto Isabel como su madre y su tío tenían, sino tan oscuros que el iris fundía su color con el de la pupila, lo cual les daba una peculiar intensidad. Tenía una gracia natural que atraía, y pude comprender por qué Isabel se había enamorado de él. De vez en cuando, ella le miraba momentáneamente, y creí descubrir en su expresión, al hacerlo, no solamente amor, sino cariño. Cuando los ojos de ambos se encontraban, los de él reflejaban una ternura que resultaba admirable. No hay nada más conmovedor que el espectáculo de dos enamorados mozos, y yo, con la mitad de mi vida a la espalda, sentí envidia de ellos, pero al mismo tiempo me dieron lástima, sin que pudiera saber por qué. No tenía razón, porque según mis noticias, no había ningún impedimento para su felicidad; ambos parecían en buena posición y no existía ninguna causa para que no se casaran y fueran felices.
Isabel, Elliott y Brabazon continuaban hablando del nuevo moblaje, procurando sacar a Mrs. Bradley, por lo menos, la confesión de que era necesario hacer algo; pero Mrs. Bradley se limitaba a sonreír amablemente.
—No tratéis de darme prisa. Quiero pensarlo. —Se volvió hacia el muchacho—: ¿A ti qué te parece, Larry?
Larry miró alrededor de la mesa, con ojos sonrientes.
—Yo no creo que tenga importancia ni lo uno ni lo otro.
—¡Traidor! —gritó Isabel—. ¡Con lo que te he insistido para que nos apoyaras!
—Si tía Louisa es feliz con lo que tiene, ¿para qué cambiarlo?
La opinión fue tan certera y sensata, que me hizo reír.
Me miró y sonrió.
—No hace falta que pongas esa cara de bobo por haber dicho una tontería —dijo Isabel.
Mas esto únicamente hizo más marcada su sonrisa, y fue entonces cuando advertí que tenía los dientes menudos, muy blancos y muy iguales. Miró a Isabel, y ésta enrojeció y calló. O mucho me equivocaba, o la chica estaba locamente enamorada; pero no sé qué me dio la impresión de que su amor tenía algo de maternal, lo cual me pareció ligeramente inesperado en una muchacha tan joven. Miró a Brabazon con una dulce sonrisa en sus labios, y le dijo:
—No le haga usted caso. Es bastante estúpido y está completamente desprovisto de cultura. No sabe nada de nada, como no sea de volar.
—¿De volar? —dije.
—Fue aviador durante la guerra.
—Creí que era demasiado joven para haber tomado parte en la guerra.
—Y era muy joven. Su conducta fue lamentable. Se escapó de la Universidad y se fue al Canadá. A fuerza de mentiras les hizo creer que tenía dieciocho años, y se alistó en Aviación. Cuando se firmó el Armisticio estaba combatiendo en Francia.
—Estás aburriendo a los convidados de tu madre, Isabel —dijo Larry.
—Le he conocido toda mi vida, y cuando regresó estaba tan guapo con su uniforme y con todas aquellas cintitas en el pecho de su guerrera, que, por así decirlo, me senté a la puerta de su casa hasta que consintió en ponerse en relaciones conmigo para que le dejase en paz. ¡Pero tuve una de rivales…!
—¡Isabel, la verdad…! —dijo su madre.
Larry se inclinó hacia mí.
—Espero que no creerá usted ni una palabra de lo que está diciendo. Isabel no es mala chica, pero miente mucho.
Habíamos terminado de comer, y Elliott y yo nos fuimos al poco rato. Le había dicho yo que pensaba ir al museo para ver unos cuadros, y se ofreció para acompañarme. No me gusta demasiado ir a los museos con nadie, pero no podía decirle que prefería ir solo, y acepté su compañía. Fuimos hablando de Isabel y Larry.
—Resulta encantador ver a dos chiquillos tan enamorados.
—Son demasiado jóvenes para casarse.
—¿Por qué? Es magnífico ser joven, estar enamorado y casarse.
—No seas ridículo. Ella tiene diecinueve años y él acaba de cumplir los veinte. Larry no tiene ocupación. Disfruta de una renta insignificante, tres mil dólares al año, según me dice Louisa, y Louisa no es rica ni mucho menos. Necesita todo lo que tiene.
—Bueno, pero Larry puede trabajar.
—Ahí está la cosa, que no parece dispuesto a trabajar. Se encuentra muy a gusto sin hacer nada.
—Probablemente, lo pasó mal en la guerra. Quizá quiera descansar.
—Ya lleva un año descansando. ¿No es bastante?
—A mí me ha parecido un chico simpático.
—Y yo no tengo nada contra él. Es de buena familia, y todo lo que quieras. Su padre era de Baltimore. Era profesor adjunto de lenguas romances en la Universidad de Yale, o algo así. Su madre era de Filadelfia, de una antigua familia cuáquera.
—Hablas de ellos en pretérito. ¿Han muerto?
—Sí; su madre murió de parto, y su padre, hará unos doce años. Le ha educado un antiguo amigo de su padre, que ejerce como médico en Marvin. Allí le conoció Isabel.
—¿Dónde está Marvin?
—Es el sitio donde tienen sus tierras los Bradley. Louisa pasa allí los veranos. Sintió pena del niño, pues el doctor Nelson es soltero y no sabe una palabra acerca de cómo se educa a un niño. Fue Louisa quien insistió para que le mandara al colegio de St. Paul, y desde entonces Larry ha pasado aquí todas sus vacaciones de Navidad. —Elliott se encogió de hombros—. Yo creo que debiera haber previsto lo que acabaría por pasar irremediablemente.
Llegamos al museo y dedicamos nuestra atención a los cuadros. Me impresionaron una vez más los profundos conocimientos y el excelente gusto de Elliott. Fue conduciéndome de sala en sala, como si fuera yo un grupo de turistas, y ningún catedrático de arte hubiera hablado de manera más instructiva que la suya. Me rendí a sus atenciones, no sin decidir volver al museo yo solo en otra ocasión. Pasado algún tiempo, Elliott miró el reloj.
—Vámonos —dijo—. Nunca paso más de una hora en un museo. Es el máximo que nuestra apreciación puede durar. Terminaremos otro día.
Le di las gracias cordialmente, y nos separamos. Yo me fui por mi camino, quizá más sabio que antes, pero irritado.
Al despedirme de Mrs. Bradley, ésta me había dicho que al día siguiente Isabel iba a reunir a unos cuantos amigos de su edad para cenar, después de lo cual se irían a bailar, y que si yo iba, Elliott y yo podríamos charlar tranquilamente así que la gente joven se hubiera marchado.
—Le hará usted un favor —me dijo—. Lleva tanto tiempo en el extranjero, que se encuentra algo desplazado aquí. No parece poder encontrar a nadie con quien tenga algo en común.
Acepté, y antes de que Elliott y yo nos separáramos en la escalinata del museo, me dijo que se alegraba.
—Me encuentro como perdido en esta ciudad inmensa —me dijo—. Le he prometido a Louisa pasar seis semanas con ella, pues no nos habíamos visto desde el año doce; pero créeme que estoy contando los días que me faltan para volver a París. Es el único sitio del mundo en que puede vivir una persona civilizada. ¿Sabes lo que piensan de mí aquí? Que soy un raro. ¡Qué salvajes!
Me eché a reír y nos separamos.