Si he dado al lector la impresión de que Elliott era un ser despreciable, he cometido con él una grave injusticia.
En primer lugar, era lo que los franceses llaman serviable, palabra sin equivalente inglés que yo conozca. El diccionario nos dice que serviable tiene el sentido de útil, complaciente y amable. Eso era exactamente Elliott. También le adornaba una auténtica generosidad, pues si en sus primeros tiempos distribuyó con profusión flores y dulces, indudablemente con ulteriores fines, no es menos cierto que continuó haciéndolo cuando ya no le era necesario. Hallaba placer en regalar cosas. Era hospitalario. Su cocinero era tan competente como el mejor de París, y podía uno contar al sentarse a su mesa con las más exquisitas y tempranas suculencias de cada estación. Sus vinos demostraban la sabía certeza de su juicio. Es verdad que elegía a sus invitados antes por su categoría social que por el grado de su compañía, pero siempre tenía la precaución de convidar también por lo menos a una o dos personas realmente simpáticas y decidoras, con lo que sus comidas rara vez carecían de un singular encanto. La gente se reía de él a espaldas suyas, y le tenía por despreciable snob, pero, no obstante, se apresuraban a aceptar sus invitaciones. Hablaba el francés con fluidez y corrección, y su acento era perfecto. Se había esforzado con gran tenacidad en adoptar la manera de hablar corriente en Inglaterra, y era menester un oído de gran finura para descubrir en su discurso, de tarde en tarde, un ligerísimo acento americano. Su conversación resultaba amena y ocurrente, con tal de que fuera posible alejarle del tema de duques y duquesas, pero hasta cuando de éstos hablaba, cuando ya su posición era inexpugnable, se permitía algunos donaires, sobre todo si estaba a solas con un amigo. Tenía una lengua agradablemente desenfadada, y no había escándalo que concerniera a sus egregios amigos que no llegara a oídos de él. Por él supe quién era el padre del más reciente vástago de la princesa de X y quién la amante del marqués de X. No creo que ni el mismo Marcel Proust conociera tan profundamente la vida íntima de la aristocracia como Elliott Templeton.
Cuando me encontraba yo en París, solíamos comer juntos con frecuencia, unas veces en un restaurante, otras en su casa. Me gusta vagar en ciertas ocasiones por las tiendas de antigüedades, más bien para curiosear que para comprar nada, y Elliott siempre me acompañaba con gusto. No sólo era conocedor de cosas bellas, sino que les tenía profundo amor. Creo que conocía todas las tiendas de antigüedades de París y era amigo de sus respectivos propietarios. Gozaba intensamente regateando, y cuando salíamos me decía:
—Si encuentras algo que te guste, no trates de comprarlo tú. Hazme una indicación y déjalo de mi cuenta.
Si me encaprichaba yo con algo y se lo sacaba él al anticuario por la mitad del precio que pedía, su gozo era verdaderamente admirable. Verle regatear constituía un espectáculo delicioso. Discutía, rogaba, montaba en cólera, apelaba a los sentimientos del vendedor, le zahería, le mostraba los defectos del objeto discutido, amenazaba con no volver a cruzar el umbral del establecimiento, suspiraba, se encogía de hombros, regañaba al hombre, se dirigía hacia la puerta ceñudo y airado, y cuando acababa por salirse con la suya, sacudía tristemente la cabeza como si aceptase su derrota con resignación. Hecho lo cual me susurraba en inglés:
—Llévatelo. Sería barato por el doble.
Elliott era celoso católico. No llevaba mucho tiempo en París cuando trabó conocimiento con cierto abbé, famoso por las muchas conversiones de infieles y herejes que había logrado. Era frecuente comensal en aristocráticas mansiones y persona de sutil ingenio. Elliott se sintió inevitablemente atraído por aquel hombre, quien, no obstante su humilde extracción, era bien recibido en muy nobles casas, y confió a una muy rica dama americana, recientemente convertida por el abbé, que aunque su familia siempre había, profesado el credo episcopaliano, él hacía tiempo que sentía un gran interés por la Iglesia Católica. La señora invitó a Elliott a conocer durante una cena íntima al abbé, y éste hizo cumplida justicia a su fama de hombre agudo y discreto. La señora encarriló la conversación hacia temas religiosos, y el abbé habló con unción, mas sin pedantería, como un hombre de mundo, aunque consagrado, que charlase con otro hombre de mundo. Elliott se sintió agradablemente sorprendido al descubrir que el abbé le conocía de oídas, pero no con gran detalle.
—La duquesa de Vendôme me habló de usted el otro día. Me dijo que le tiene a usted por hombre muy inteligente.
Elliott se sonrojó de placer. Había sido presentado a Su Alteza Real, pero jamás se atrevió a suponer que la egregia dama volvería a pensar en él. El abbé habló de religión con tono y bondad; no era hombre de ideas estrechas, sino moderno en sus opiniones y comprensivo. Aludió a la Iglesia Católica con muy persuasivas y sentidas palabras, y la bondadosa piedad con que se refirió a los desgraciados que no pertenecen a ella tuvo el sorprendente efecto de hacer que Elliott comenzara a pensar en la Iglesia como en un especie de selecta sociedad a la que todo hombre bien nacido debe pertenecer. Seis meses más tarde fue admitido en su seno. Su conversión y la generosidad con que desde entonces contribuyó a las obras pías le abrieron varias puertas que hasta entonces no había podido franquear.
Es posible que los motivos por los que abandonó la fe de sus padres fuesen interesados; pero no cabe dudar de la sinceridad de su devoción una vez dado el paso. Oía misa todos los domingos en una iglesia frecuentada por las mejores familias, se confesaba con regularidad y hacía periódicas visitas a Roma. Pasado el tiempo, su piedad fue premiada con un nombramiento de camarero papal, y la asiduidad con que desempeñó las obligaciones de su cargo le valió ingresar en la Orden del Santo Sepulcro, si la memoria no me falla. Su carrera como católico tuvo igual éxito que su carrera de homme du monde.
Me he preguntado frecuentemente cuál pudiera ser la causa del snobisme de aquel hombre inteligente, bueno y culto, pues no era ningún advenedizo. Su padre fue rector de una de las universidades del Sur, y su abuelo teólogo de nada escasa nombradía. Elliott era demasiado inteligente para no advertir que muchos de los que aceptaban sus invitaciones lo hacían por comer de balde, y que entre ello había algunos necios y bastante indignos. El fulgor de sus sonoros títulos le cegaba. Únicamente me cabe suponer que el tratar con confianza a hombres de tan esclarecido linaje, y el servir a sus damas, le daba una sensación de triunfo que jamás llegó a hastiarle; y creo que una más remota explicación es el apasionado romanticismo que le llevaba a ver en cualquier desmedrado duque francés al cruzado que fue a Tierra Santa con san Luis, y en cualquier conde inglés, ruidoso y dado a la montería, al antepasado que acompañó a Enrique VIII al campo del Lienzo de Oro. Cuando se encontraba acompañado de tales personas, creía vivir en un pasado señor y galante. Creo que al volver las páginas del almanaque de Gotha, el corazón le latía más de prisa cuando, nombre tras nombre, evocaba recuerdos de guerras antiguas, asedios históricos, duelos famosos, intrigas diplomáticas y amores regios. Tal era, para mal o para bien, Elliott Templeton.