Cuando conocí a Elliott, yo no era más que un autor en agraz, joven, sin importancia, y no me hizo el menor caso. Nunca olvidaba una cara, y cuando nos encontrábamos en uno u otro lugar, me saludaba cordialmente, aunque sin mostrar deseo alguno de estrechar nuestra amistad; y si le veía, por ejemplo, en la Ópera e iba él acompañado de alguna persona de categoría, no era raro que no advirtiera mi presencia. Pero ocurrió que mis obras teatrales alcanzaron un éxito notorio y sorprendente, e inmediatamente Elliott comenzó a demostrarme más marcada deferencia. Un día, durante una de sus estancias en Londres, recibí una esquela suya convidándome a comer en el «Claridge». Los demás invitados no fueron en gran número ni muy notables, y concebí la sospecha de que me había convidado para probarme. Pero desde aquel día, como quiera que el éxito de mis obras me procuró gran acopio de nuevos amigos, comencé a verle con mayor frecuencia. Poco tiempo después pasé algunas semanas del otoño en París, y me encontró con Elliott en casa de un común amigo. Me preguntó que en dónde me hospedaba, y pasados un par de días recibí otra invitación suya, esta vez a comer en su casa; cuando llegué, me sorprendió observar la importancia de los demás comensales. Reí para mí, pues adiviné que Elliott, con su perfecto sentido de los valores sociales, juzgaba que en la sociedad inglesa, como autor que yo era, carecía de gran importancia, pero que en Francia, donde un escritor, por el hecho de serlo, es persona de relieve, la cosa resultaba distinta. Durante los años siguientes, llegamos a intimar hasta cierto punto, sin que jamás fuésemos amigos verdaderos. Realmente, dudo que Elliott fuera capaz de auténtica amistad. Lo único que le interesaba de cualquier persona era su posición social. Cuando me encontraba yo en París, o él estaba en Londres, siguió invitándome a sus comidas siempre que precisaba de alguien para completar la mesa, o cuando tenía que convidar a algunos viajeros americanos. Sospecho que alguno de éstos eran antiguos clientes suyos, y otros gente desconocida con cartas de presentación para él. Éstos eran la cruz de su vida. Se veía obligado a obsequiarlos y atenderlos, pero le repugnaba la idea de presentarlos a sus aristocráticos amigos. La mejor manera de librarse de ellos era convidarlos a comer y a un teatro, pero con mucha frecuencia esto no resultaba tan sencillo cuando estaba comprometido con tres semanas de anticipación, y además, sospechaba que los portadores de las cartas no quedarían satisfechos de su atención. Por ser yo escritor, es decir, persona de escasa monta, no le importaba confiarme sus tribulaciones.
—La gente de América es verdaderamente muy desconsiderada con sus cartas de presentación. No es que no me guste atender a las personas que me envían, pero, la verdad, no hay ningún motivo para imponérselas a mis amistades.
Trataba de desagraviarlos enviándoles grandes cestas de flores y enormes cajas de bombones, pero algunas veces no bastaba eso, y entonces con ingenuidad sorprendente, si se tiene en cuenta lo que acababa de decirme, me convidaba a alguna de las comidas que se veía forzado a organizar en honor de sus compatriotas.
«Tienen muchas ganas de conocerte», me escribía para adularme. «Mrs. Fulánez es una mujer de gran cultura y ha leído todas tus obras».
Llegado el momento, Mrs. Fulánez me decía lo mucho que había disfrutado con mi libro Mr. Perrill y Mr. Trim, y me felicitaba por mi comedia El molusco. El primero lo escribió Hugh Walpole, y la segunda era de Hubert Henry Davies.