El año 1919 pasé por Chicago, camino de Oriente, y por motivos ajenos a esta narración hube de quedarme allí dos o tres semanas. Acababa de publicar una novela de éxito, y como esto me hiciera «notificable», fui sometido a varias entrevistas periodísticas tan pronto como llegué. A la mañana siguiente sonó mi teléfono. Contesté.
—Soy Elliot Templeton.
—¿Elliot? Creí que estabas en París.
—Estoy pasando una temporada con mi hermana. Quisiéramos que vinieras a comer con nosotros hoy.
—Encantado.
Me dijo la dirección y la hora. Quince años hacía que era amigo de Templeton. En 1919 andaba por los cuarenta y tantos años de edad, y era un hombre alto, elegante, de facciones regulares, con espeso pelo, rizado y oscuro, canoso en la exacta medida necesaria para hacer aún más distinguida su apostura. Siempre se vistió admirablemente. La ropa interior y los detalles menudos de su atuendo los adquiría en casa de Charvet, pero trajes, zapatos y sombreros habían de ser londinenses. Tenía un piso en París, en la Rive Gauche, en la elegante Rue St. Guillaume. Quienes no le hallaban simpático decían que era tratante en antigüedades y objetos artísticos, pero él rechazaba con vigor la acusación. Tenía gusto, era buen conocedor de tales asuntos, y no negaba que en tiempos lejanos, cuando hizo de París su residencia, algunos coleccionistas adinerados, deseosos de adquirir cuadros, encontraron de suma utilidad sus avisados consejos; y cuando gracias a sus relaciones sociales llegaba a su conocimiento que algún aristócrata arruinado, inglés o francés, se encontraba dispuesto a vender un cuadro de verdadero mérito, Elliot tenía mucho gusto en ponerle en contacto con los directores de Museos norteamericanos que le constaba andaban buscando un buen cuadro de tal o cual maestro. Eran muchas las familias francesas, y había algunas inglesas, cuyas circunstancias las forzaban a deshacerse de un Boule firmado, o de un escritorio construido personalmente por Chippendale, siempre que sin publicidad pudiera llevarse a cabo la cosa, y esto las llevaba a aceptar complacidas los consejos de un hombre de gran cultura y modales irreprochables, capaz de arreglar el asunto directamente. Era de suponer que Elliot salía ganancioso de estas operaciones, pero las buenas formas impedían aludir a esto. No faltaban maliciosos que aseguraban que cuanto contenía el piso de Elliot estaba en venta, y que luego de haber invitado a ciertos opulentos americanos a una comida excelente, acompañada de vinos venerables, solían desaparecer uno o dos de sus dibujos más caros, o acontecía que una cómoda de marquetería se veía remplazada por otra de laca. Si alguien le preguntaba sobre la desaparición de un mueble determinado, daba una plausible respuesta: que no satisfacía por completo su exigente gusto, y lo había cambiado por otro de calidad superior. A lo que añadía que resultaba aburrido estar siempre contemplando las mismas cosas.
—Nous autres les americains, nosotros, los americanos —decía—, somos partidarios de los cambios. Es, al mismo tiempo, nuestro flaco y nuestra fuerza.
Algunas señoras americanas residentes en París, las cuales decían saber todo cuanto a él se refería, aseguraban que su familia era humilde, y que él podía vivir como lo hacía porque había sido listo. No podría decir yo la cuantía de su fortuna, pero su casero le cobraba un impresionante alquiler por el piso, y éste se veía amueblado con objetos de valor. Adornaban las paredes dibujos de las grandes firmas francesas: Watteau, Fragonard, Claude Lorraine y otros semejantes. Alfombras de Savonnerie y Aubusson exhibían su belleza sobre brillantes entarimados de rica madera; y en la sala había una sillería Luis XV en petit point, que bien hubiera podido pertenecer, como él aseguraba, a Madame de Pompadour. Sea como sea, tenía lo suficiente para vivir de la manera que él consideraba adecuada a un señor, sin precisión de ganar dinero alguno, y los métodos que en otros tiempos usara para hacerlo era asunto que, si se desaba conservar su amistad, no debía sacarse a relucir. Así, aliviado de preocupaciones materiales, podía entregarse a la pasión que gobernaba su conducta, que no era sino la vida de sociedad. Sus relaciones comerciales con las más nobles pero desacomodadas familias de Francia e Inglaterra, le facilitaron ampliar notablemente el círculo de amistades que logró al llegar a Europa, aún joven, con cartas de presentación para gentes de pro. Su cuna le sirvió de recomendación a las señoras americanas con título europeo a quienes iban dirigidas las cartas, pues era su estirpe la de una vieja familia de Virginia, y su madre descendiente de uno de los firmantes de la Declaración de la Independencia. Era de donosa apostura, alegre, consumado bailarín, pasable tirador, notable jugador de tenis y buen elemento en cualquier fiesta o sarao. Le adornaba una gentil generosidad, de la que era evidencia las abundantes flores y las costosas cajas de bombones que regalaba con frecuencia, y aunque no era muchas veces anfitrión, sus convites tenían picante originalidad. Aquéllas damas adineradas hallaban encantadores sus convites en bohemios restaurantes del barrio italiano de Londres o en bistros del Quartier Latin. Siempre se le encontraba dispuesto a hacer un favor, y no había nada, por muy tedioso que fuera, que no hiciera con gusto por complacer a quien se lo pedía. Se esforzaba sin descanso, no ahorrándose ninguna molestia, en hacerse agradable a las señoras de cierta edad, y no hubo de transcurrir mucho tiempo para que se encontrara convertido en el ami de la maison, el favorito, en más de una casa de imponente grandeza. Su amabilidad no tenía límites; jamás le ofendió que le convidaran a última hora debido a que alguien fallara inesperadamente, y podía sentársele a la mesa junto a una vieja enfadosa con absoluta certidumbre de que se mostraría con ella tan ameno y encantador como fuera capaz.
En dos o tres años, tanto en Londres, donde pasaba anualmente la mitad de la temporada de apogeo social, y también el principio del otoño, cuando se dedicaba a una serie de visitas a mansiones rurales, como en París, donde se había establecido, llegó a conocer a todo el que un muchacho americano puede llegar a conocer. Las señoras a las que en un principio fue presentado pronto se asombraron al ver lo muy amplio que era el círculo de sus amistades, descubrimiento que les causó sentimientos encontrados. Por una parte, no podían más que celebrar que su joven protegido hubiera alcanzado tan notorio éxito; pero, por otra, experimentaron una ligera irritación al verle tan íntimamente tratado por personas con quienes ellas solamente habían logrado establecer relaciones superficiales. Es cierto que continuó mostrándose deferente y servicial con sus primitivas protectoras, pero no podían ellas reprimir la sospecha de que Elliot las había usado como meros escalones para su encumbramiento social, lo que las hizo temer que tenían que habérselas con un snob. Y Elliott era, en efecto, un colosal snob, desprovisto de toda dignidad. Sabía aguantar cualquier desprecio, hacer caso omiso de los más palmarios desaires y tragarse las más humillantes groserías con tal de obtener una invitación a determinada fiesta, o de ser presentado a cualquier viuda vieja de título resonante. No conocía el cansancio. Una vez que fijaba el ojo en su presa, la cazaba con la tenacidad de un botánico que acepta los riesgos anejos a inundaciones, terremotos, fiebres y caníbales con tal de añadir a su colección una orquídea de especie inusitada. La guerra de 1914 le ofreció oportunidad para coronar sus esfuerzos. En cuanto estalló se alistó como voluntario en una ambulancia, y prestó servicios, primero en Flandes y más tarde en la Argonne. Retornó al cabo de un año con una cintilla roja en el ojal y logró ser incorporado a la Cruz Roja de París. Para entonces, su fortuna era ya considerable, lo que le permitió contribuir generosamente a las suscripciones filantrópicas patrocinadas por gentes de importancia. Siempre podía contarse con su gusto exquisito y con sus positivas dotes de organizador cuando se trataba de ayudar en cualquier función benéfica de alguna nota. Se hizo socio de dos de los clubs más elegantes de París. Ya era ce cher Elliott para las damas francesas de mayor alcurnia. Ya había logrado lo que se propuso.