9

La relación entre Sebastian y Clare duró seis años. Durante ese período, Sebastian publicó sus dos primeras novelas, Caleidoscopio y Éxito. Le llevó unos siete meses componer la primera (abril-octubre de 1924) y veintidós la segunda (julio de 1925-abril de 1927). Entre el otoño de 1927 y el verano de 1929, escribió los tres relatos que se reeditaron después (1932) con el título de La montaña cómica. En otras palabras, Clare fue una testigo íntima de las tres primeras quintas partes de su producción total (descarto las obras de juventud, los poemas de Cambridge, por ejemplo, que él mismo destruyó); y como en los intervalos entre los libros mencionados Sebastian conformaba, desechaba o reformaba tal o cual esquema argumental, puede suponerse que durante esos seis años estuvo incesantemente ocupado. Y Clare amaba su trabajo.

Clare entró en su vida sin llamar, como nos metemos en un cuarto ajeno por un parecido vago con el nuestro. Se quedó allí, olvidada de salir, habituada a las extrañas criaturas que encontró y tratándolas con cariño, a pesar de sus figuras sorprendentes. No tenía el designio peculiar de ser feliz o de hacer feliz a Sebastian, ni se preguntaba qué ocurriría en el futuro. Se limitaba a aceptar naturalmente la vida con Sebastian porque sin él la vida era menos imaginable que una tienda de campaña de un habitante de la tierra en la luna. Es muy posible que, de haber tenido un niño, ambos se habrían inclinado por el matrimonio, puesto que esa habría sido la solución más simple para los tres; pero como ese no fue el caso, no se les ocurrió ajustarse a las vacuas formalidades que quizá habrían encontrado agradables si las hubieran considerado imprescindibles. No había en Sebastian ninguna actitud insolente ante los prejuicios, como podría suponerse. Sabía muy bien que alardear de desdeñoso ante un código moral no es otra cosa que necia presunción y una forma de prejuicio al revés. Solía elegir el camino ético más fácil (así como elegía el camino estético más atormentado) sólo porque era el atajo más corto hacia el objeto elegido; era demasiado perezoso en su vida cotidiana (así como era demasiado laborioso en su vida artística) para preocuparse por problemas planteados y resueltos por los demás.

Clare tenía veintidós años cuando conoció a Sebastian. No recordaba a su padre; también su madre había muerto y su padrastro había vuelto a casarse, de modo que la vaga noción de hogar que la pareja le ofrecía podía compararse al viejo sofisma del mango cambiado al que se cambia la hoja, aunque desde luego no podía alimentar la esperanza de encontrar y unir las partes originales…, al menos a este lado de la Eternidad. Vivía sola en Londres, asistiendo más bien esporádicamente a una escuela de arte y tomando lecciones de lenguas orientales, nada menos. Gustaba a los demás porque era apaciblemente atractiva con su encantadora cara seria y su voz suave y ronca: subsistía de algún modo en el recuerdo, como si la hubieran agraciado con el don de ser recordada. Se destacaba maravillosamente en cada memoria, era mnemogénica. Hasta sus manos, más bien anchas y nudosas, tenían un encanto singular, y era una buena bailarina, silenciosa y leve. Pero lo mejor de todo es que era una de esas pocas, poquísimas mujeres que no dan el mundo por sentado y que ven las cosas de cada día no simplemente como espejos familiares de su propia femineidad. Tenía imaginación —el músculo del alma— y su imaginación tenía una energía especial, casi masculina. También poseía ese sentido real de la belleza que tiene menos que ver con el arte que con la constante prontitud a discernir la aureola en torno a una sartén o la semejanza entre un sauce llorón y un skye terrier. Y por fin estaba dotada de un agudo sentido del humor. No es de extrañar que armonizara tan bien con la vida de Sebastian.

Ya durante el primer período de su relación se vieron con gran frecuencia; en otoño, ella viajó a París y él la visitó allí más de una vez, imagino. Por entonces ya estaba listo su primer libro. Clare aprendió a escribir a máquina y las noches del verano de 1924 fueron para ella otras tantas páginas que se deslizaron por el rodillo y salieron vivas de palabras negras y violetas. Me complazco en imaginarla golpeteando las teclas brillantes, con el rumor de un tibio chubasco abatiéndose sobre los olmos oscuros, más allá de la ventana abierta, con la voz lenta y seria de Sebastian (no se limitaba a dictar, según Miss Pratt: oficiaba) yendo y viniendo por la habitación. Sebastian solía pasar casi todo el día escribiendo, pero su avance era tan laborioso que apenas podía darle un par de páginas nuevas para pasar a máquina por la noche, y aun estas debían rehacerse, pues Sebastian se entregaba a una orgía de correcciones. Y a veces hacía lo que, me atrevo a decir, ningún autor hizo nunca: recopiaba la página escrita a máquina con su letra inclinada, tan poco inglesa, y después volvía a dictarla. Su lucha con las palabras era insólitamente dolorosa, y eso por dos razones. Una de ellas es muy frecuente en escritores de su índole: el paso del abismo que media entre la expresión y el pensamiento; la sensación enloquecedora de que las palabras justas, las únicas palabras valederas, esperan en la orilla opuesta, en la brumosa lejanía, mientras el pensamiento aún desnudo y estremecido clama por ellas desde este lado del abismo. No recurría a las frases hechas porque lo que se proponía decir eran cosas de factura excepcional y sabía, además, que ninguna idea verdadera puede decirse sin palabras hechas a su medida. De modo que —para usar una imagen aún más parecida— el pensamiento que aparecía desnudo no hacía sino clamar por las vestiduras que lo harían visible, mientras que las palabras que acechaban a lo lejos no eran caparazones vacíos, como parecía: esperaban que el pensamiento ya latente en su interior las caldeara y animara. A veces Sebastian se sentía como un niño al que dan una maraña de hilos eléctricos y ordenan que haga la maravilla de la luz. Y él la hacía; y unas veces no tenía conciencia de cómo lo conseguía, y otras disponía durante horas y horas los hilos eléctricos en lo que parecía el modo más racional… sin conseguir nada. Y Clare, que no había escrito una sola línea de prosa o poesía en su vida, comprendía tan bien (y ese era su milagro privado) cada detalle de la lucha de Sebastian que las palabras que escribía no eran para ella el mero receptáculo de su sentido natural, sino las curvas y abismos y tortuosidades que mostraban el avance a tientas de Sebastian por una línea ideal de expresión.

Pero eso no era todo. Lo sé, lo sé tan nítidamente como sé que tuvimos el mismo padre: sé que el ruso de Sebastian era mejor y más natural en él que su inglés. Creo que el no hablar ruso durante cinco años pudo forzarlo a creer que lo había olvidado. Pero una lengua es algo físico y vivo, que no puede abandonarse tan fácilmente. Debe recordarse, además, que cinco años antes de su primer libro —o sea por la época en que salió de Rusia— su inglés era tan pobre como el mío. Años después yo lo mejoré artificialmente (estudiándolo con encono en el exterior); él trató de que el suyo progresara de manera natural en su propio medio. Progresó maravillosamente, pero sostengo que si Sebastian hubiera empezado a escribir en ruso se habría ahorrado esos tormentos lingüísticos. Permítaseme agregar que poseo una carta de Sebastian escrita no mucho antes de su muerte. Esa carta breve está concebida en un ruso más puro y rico de lo que haya podido serlo nunca su inglés, a pesar de la belleza expresiva que sus libros alcanzaron.

Sé además que cuando Clare escribía las palabras descifradas en su manuscrito, se detenía a veces y decía frunciendo ligeramente el ceño y levantando un poco la hoja aprisionada para releer la línea: «No, querido. Esto no se puede decir en inglés». Sebastian la miraba unos instantes y después cogía su manuscrito, reflexionando lleno de recelo sobre la observación de Clare, mientras ella, inmóvil, esperaba, cruzadas las manos sobre el regazo.

—No hay otra manera de decirlo —murmuraba al fin Sebastian.

—Y si por ejemplo… —decía ella, e insinuaba una sugerencia exacta.

—Bueno, como quieras —respondía Sebastian.

—No insisto, querido. Como quieras tú, si piensas que los errores de gramática no son ofensivos…

—Oh, sigue de una vez —exclamaba él—, tienes toda la razón, sigue…

En noviembre de 1924, Caleidoscopio quedó terminado. Se publicó en el siguiente mes de marzo y fue todo un fracaso. He revisado cuantos periódicos de esa época cayeron entre mis manos y sólo lo he visto mencionado una vez. Cinco líneas y media en un periódico dominical, entre otras líneas sobre otros libros. «Caleidoscopio parece una novela primeriza y, como tal, no debe juzgarse con la misma severidad que (el libro de Fulano, mencionado previamente). Su comicidad me parece oscura, y sus oscuridades, cómicas, pero quizá exista una especie de novelística cuya exquisitez siempre ha de escapárseme. Sin embargo, en bien de lectores que gustan de esta especie de obras puedo agregar que Mr. Knight es tan hábil para partir pelos en cuatro como para partir infinitivos».

Esa primavera fue acaso el período más feliz de la existencia de Sebastian. Se había librado de un libro y ya sentía la urgencia del segundo. Su salud era excelente. Tenía una compañera deliciosa. No lo aquejaba ninguna de esas ínfimas preocupaciones que lo habían asaltado en otras épocas, con la perseverancia con que una oleada de hormigas se extiende sobre una hacienda. Clare se encargaba de la correspondencia y revisaba los envíos de la lavandería, comprobaba si estaba bien abastecido de hojas de afeitar, tabaco y almendras fritas, por las cuales tenía especial debilidad. A Sebastian le gustaba salir a cenar con ella y después ir al teatro. Invariablemente, la pieza lo hacía refunfuñar pero sentía el placer morboso de disecar los lugares comunes. Una expresión de codicia, de perversa avidez agitaba las aletas de su nariz, mientras sus dientes posteriores rechinaban en un paroxismo de asco al lanzarse contra alguna mísera trivialidad. Miss Pratt recordaba una ocasión en que su padre, que había tenido intereses en la industria cinematográfica, invitó a Sebastian y a Clare a la exhibición privada de una película muy cara y pretenciosa. El protagonista era un joven actor muy apuesto que llevaba un lujoso turbante y el argumento era poderosamente dramático. En el punto más alto de tensión, con gran sorpresa y disgusto de Mr. Pratt, Sebastian empezó a sacudirse de risa, mientras Clare también gorgojeaba, pero le tiraba de la manga en un inútil esfuerzo para obligarlo a callar. Debieron de pasarlo muy bien los dos juntos. Y es difícil creer que la tibieza, la ternura, la belleza de su relación no se haya recogido, no haya sido atesorada en alguna parte, de algún modo, por algún testigo inmortal de la vida mortal. Alguien debió verlos vagabundeando en Kew Gardens o en Richmond Park (por mi parte nunca estuve allí, pero los nombres me atraen), o comiendo huevos con jamón en alguna bonita posada durante una excursión estival al campo, o leyendo en el vasto diván del estudio de Sebastian, ante el fuego alegre, flotando en el aire una Navidad inglesa y llenando la atmósfera con un tenue olor a especias, sobre un fondo de lavanda y cuero… Y Sebastian debió de ser escuchado por alguien mientras contaba a Clare las cosas extraordinarias que trataría de expresar en su próximo libro, Éxito.

Un día, en el verano de 1926, agotado después de luchar con un capítulo particularmente rebelde, se le ocurrió a Sebastian que podía tomarse un mes de vacaciones en el extranjero. Como Clare tenía que arreglar algunos asuntos en Londres, decidió reunirse con él una o dos semanas después. Cuando al fin llegó a la playa alemana elegida por Sebastian, la informaron en el hotel de que Sebastian se había marchado hacia un lugar que ignoraban, pero que estaría de regreso al cabo de dos días. Eso dejó perpleja a Clare, aunque —como después dijo a Miss Pratt— no se sintió demasiado ansiosa o angustiada. Podemos imaginárnosla: una figura alta y delgada, con impermeable azul (el tiempo era poco grato), errando por el paseo, por la playa arenosa en que sólo se veían algunos niños aguerridos, las banderas tricolores flameando lúgubremente en la brisa glacial y un mar de acero cuyas olas rompían en crestas de espuma. Más allá había un bosque de hayas, hondo y oscuro, sin vegetación baja, salvo las correhuelas que matizaban el pardo suelo ondulado. Una extraña calma parecía aguardar entre los troncos rectos y lisos: Clare pensaba que en cualquier instante podía encontrar un gnomo alemán de roja caperuza atisbándola con ojos brillantes desde las hojas muertas de un hoyo. Cogió sus enseres de baño y pasó un día agradable, aunque vacío, sobre la arena blanda y blanca. La mañana siguiente también fue lluviosa y Clare se quedó en su habitación hasta la hora de almorzar, leyendo a Donne, que desde entonces quedó para siempre asociado a la pálida luz gris de ese día húmedo y brumoso y al llanto de un niño que quería jugar en el pasillo. Al fin llegó Sebastian. Se alegró de verla, sin duda, pero había en su actitud algo que no era del todo natural. Parecía nervioso y turbado y desviaba la cara cada vez que ella trataba de encontrar sus ojos. Dijo que había dado con cierto hombre que conocía desde antes, en Rusia, y que se habían marchado con su coche —nombró un lugar de la costa, a varios kilómetros de allí.

—Pero ¿qué te pasa, querido? —preguntó ella, clavándole los ojos en el rostro sombrío.

—Oh, nada, nada… —exclamó él con fastidio—. No puedo sentarme sin hacer nada…, necesito mi trabajo —agregó, mirando a otra parte.

—Me pregunto si me dices la verdad —dijo Clare.

Él se encogió de hombros y deslizó el filo de la mano por la hendidura del sombrero que sostenía.

—Vamos —dijo—. Almorcemos y regresemos a Londres.

Pero no había ningún tren adecuado antes de la noche. Como el tiempo había mejorado, salieron a dar un paseo. Sebastian trató una o dos veces de mostrarse con su brillo habitual, pero no tuvo éxito y entonces permaneció callado. Llegaron al bosque de hayas. Había en él la misma suspensión vaga y misteriosa y Sebastian dijo (aunque Clare no le había explicado que ya conocía el bosque):

—¡Qué sitio tan divertido! Es fantástico… Casi esperaría uno ver un elfo entre esas hojas secas y las correhuelas…

—Mira, Sebastian —exclamó ella de pronto, poniéndole las manos sobre los hombros—. Quiero saber qué pasa. Quizá hayas dejado de quererme. ¿Es eso?

—Oh, querida, qué tontería… —dijo él con sinceridad absoluta—. Pero… si quieres saberlo… has de comprender… No soy capaz de ocultarlo y, en fin…, es mejor que lo sepas. La verdad es que siento un maldito dolor en el pecho y en un brazo, de modo que decidí ir a Berlín y consultar a un médico. Y me metió en cama, allí… ¿Serio?… No, espero que no. Hablamos de arterias coronarias, de circulación de la sangre, de los senos de Salva y parecía, en general, un viejo que sabía mucho. Consultaré a otro doctor en Londres para tener una segunda opinión, aunque hoy me siento como un pez…

Creo que Sebastian ya conocía su enfermedad. Su madre había muerto del mismo mal, una variedad más bien rara de angina de pecho, llamada por algunos médicos «enfermedad de Lehmann». Sin embargo, parece que después de su primer ataque tuvo por lo menos un año de tregua, aunque de cuando en cuando sintió un estremecimiento, como una comezón interna, en el brazo izquierdo.

Volvió a sentarse a su escritorio y trabajó con firmeza durante el otoño, la primavera y el invierno. La composición de Éxito se reveló aún más ardua que la de su primera novela y le llevó mucho más tiempo, aunque ambos libros tienen poco más o menos la misma extensión. Gracias a una feliz casualidad tengo una descripción directa del día en que acabó Éxito, Se la debo a alguien que conocí después; lo cierto es que muchas de las impresiones que he ofrecido en este capítulo se han formado corroborando las declaraciones de Miss Pratt con las de otro amigo de Sebastian, aunque la casualidad que me suministró todos los detalles pertenece, de algún misterioso modo, a la imagen que tuve de Clare Bishop caminando pesadamente por una calle londinense.

La puerta se abre. Sebastian está tendido, con los brazos abiertos, en el suelo de su estudio. Clare apila en orden las hojas escritas a máquina. La persona que entra se detiene bruscamente.

—No, Leslie —dice Sebastian desde el suelo—. No estoy muerto. Acabo de construir un mundo, y este es mi descanso del sábado.