Pasaron dos años después de la muerte de mi madre antes de que volviera a ver a Sebastian. Una tarjeta postal es cuanto tuve de él durante ese tiempo, además de los cheques que insistía en mandarme. Una mustia y gris tarde de noviembre o diciembre de 1924, mientras caminaba por los Campos Elíseos hacia la Etoile, vi súbitamente a Sebastian a través de los cristales de un café muy popular. Recuerdo que mi primer impulso fue seguir mi camino, tanto me apenó el brusco descubrimiento de que había llegado a París sin comunicarse conmigo. Pero un segundo pensamiento me hizo entrar. Vi la nuca oscura y brillante de Sebastian y el rostro inclinado, con gafas, de la muchacha que estaba sentada frente a él. Leía una carta que, mientras me acercaba, tendió a Sebastian con una sonrisa tenue al tiempo que se quitaba sus gafas de concha.
—¿No es increíble? —preguntó Sebastian justo cuando yo apoyaba una mano sobre su frágil espalda—. Oh, cómo estás, V. —me dijo—. Este es mi hermano, Miss Bishop. Siéntate, ponte cómodo.
La muchacha era guapa, con un aire apacible, piel pecosa, mejillas ligeramente hundidas, ojos grises y miopes, boca fina. Llevaba un traje sastre gris, un chal azul y sombrerito de tres picos. Creo que tenía el pelo rizado.
—Estaba a punto de llamarte —dijo Sebastian, me temo que sin demasiada sinceridad—. Apenas voy a estar aquí medio día: mañana me marcho a Londres nuevamente. ¿Qué quieres tomar?
Ellos bebían café. Clare Bishop, batiendo las pestañas, escudriñó en su bolso, encontró su pañuelo y se sonó sucesivamente las rojas aletas de su nariz.
—Mi resfriado empeora —dijo, y cerró el bolso.
—Oh, magníficamente —dijo Sebastian como respuesta a una pregunta obvia—. En realidad, acabo de escribir una novela, y al editor que he elegido debe de gustarle, a juzgar por su alentadora carta. Hasta parece aprobar el título, Petirrojo devuelve el golpe, que Clare no aprueba.
—Me parece tonto —dijo Clare—; además, un pájaro no puede devolver ningún golpe…
—Es una alusión a una conocida canción de cuna —me explicó Sebastian.
—Una alusión muy tonta —dijo Clare—. El primer título era mucho mejor.
—No sé… El prisma… El prismático… El caleidoscopio —murmuró Sebastian—. No es exactamente lo que quiero… Lástima que Petirrojo sea tan impopular…
—Un título debe sugerir el color del libro, no su tema —dijo Clare.
Fue aquella la primera y también la única vez que Sebastian discutió en mi presencia una cuestión literaria. Además, muy pocas veces lo había visto tan alegre. Parecía vestido de punta en blanco. Su cara pálida, de rasgos finos, con su sombra leve en las mejillas —era de esos desdichados que tienen que afeitarse dos veces cuando han de comer fuera de casa—, no mostraba ni una huella de aquel tinte enfermizo que era tan habitual en él. Sus orejas anchas y ligeramente puntiagudas estaban encendidas, como le ocurría cuando se sentía agradablemente excitado. Yo, por mi parte, estaba mudo y tenso. De algún modo, comprendía que era inoportuno.
—Vayamos al cine o a cualquier parte —dijo Sebastian, hurgando con dos dedos en el bolsillo del chaleco.
—Como quieras —dijo Clare.
—Gah-song —llamó Sebastian.
Ya había advertido antes que procuraba pronunciar el francés como un verdadero inglés.
Durante unos instantes buscamos bajo la mesa y las sillas un guante de Clare. Clare usaba un perfume agradable y fresco. Al fin encontramos su guante, era de cabritilla gris, con forro blanco y manopla a rayas. Se puso los guantes con parsimonia, mientras Sebastian y yo empujábamos la puerta giratoria. Era más bien alta, muy erguida, con caderas firmes y zapatos sin tacones.
—Escuchad… —dije—. Lo siento, pero no puedo acompañaros al cine. Lo siento muchísimo, pero tengo cosas que hacer esta noche… Quizá… Pero ¿cuándo te marchas, exactamente?
—Oh, esta noche —contestó Sebastian—. Pero volveré pronto… Siento no habértelo hecho saber antes. De todos modos, podemos andar juntos un trecho.
—¿Conoce usted bien París? —pregunté a Clare.
—Mi paquete —dijo ella, parándose dé golpe.
—Oh, iré a buscártelo —dijo Sebastian. Regresó al café.
Los dos seguimos muy lentamente por la amplia acera. Repetí tímidamente mi pregunta.
—Sí, bastante bien —dijo ella—. Tengo amigos aquí… Me quedaré con ellos hasta Navidad.
—Sebastian tiene un aspecto magnífico —dije.
—Sí, creo que sí —dijo Clare, mirando por encima de su hombro y haciéndome un guiño—. Cuando lo conocí parecía un condenado a muerte.
—¿Cuándo fue eso? —debí de preguntar, porque ahora recuerdo su contestación:
—Esta primavera, en Londres, durante una reunión espantosa; pero él siempre tiene un aire tétrico en las reuniones.
—Aquí tienes tus bongs-bongs —dijo Sebastian detrás de nosotros.
Les dije que iba hacia la estación de metro de la Etoile y giramos hacia la izquierda. Cuando íbamos a cruzar la Avenue Kleber, una bicicleta estuvo a punto de derribar a Clare.
—Tontuela —dijo Sebastian, tomándola del brazo.
—Demasiadas palomas —dijo ella cuando alcanzamos el bordillo.
—Sí. Y huelen —agregó Sebastian.
—¿A qué huelen? Tengo la nariz tapada —dijo ella, husmeando el aire y escrutando la densa multitud de gordas aves que pululaban a nuestros pies.
—A lirios y goma —dijo Sebastian.
El estrépito de un gran camión en el acto de evitar a un camión de mudanzas dispersó en el cielo las aves. Se posaron en el friso gris-perla y negro del Arco de Triunfo y cuando algunas de ellas se movieron de nuevo pareció que se animaban los bajorrelieves. Pocos años después encontré esa imagen, «piedra transformada en alas», en el tercer libro de Sebastian.
Cruzamos más avenidas y al fin llegamos a la balaustrada blanca de la estación. Allí nos despedimos, muy alegremente… Recuerdo el impermeable de Sebastian que se alejaba y la figura gris azulada de Clare. Lo cogió del brazo y ajustó su paso al de él.
Ahora he sabido por Miss Pratt ciertas cosas que me han instado a averiguar si habían quedado cartas de Clare Bishop entre las cosas de Sebastian. Subrayó que no la enviaba Clare Bishop, que en realidad Clare Bishop ignoraba su intromisión. Se había casado tres años antes y era demasiado orgullosa para hablar del pasado. Miss Pratt la había visto una semana, poco más o menos, después de que los periódicos anunciaron la muerte de Sebastian, pero aunque las dos eran antiguas amigas (o sea que cada una sabía de la otra más de lo que cada una imaginaba), Clare no se demoró en ello.
—Espero que no haya sido demasiado infeliz —dijo tranquilamente—. Me pregunto si habrá conservado mis cartas —agregó.
Por la manera en que lo dijo, entrecerrando los ojos, por el rápido suspiro que precedió al cambio de conversación, su amiga quedó persuadida de que la habría aliviado mucho saber destruidas sus cartas. Pregunté a Miss Pratt si podía ponerme en contacto con Clare y si sería posible convencerla de que hablara conmigo sobre Sebastian. Miss Pratt respondió que, conociendo a Clare, no se atrevería a transmitirle mi petición. «Imposible», fue cuanto dijo. Durante un instante, tuve la vil tentación de insinuar que las cartas estaban en mi poder y que sólo las entregaría a Clare si me concedía una entrevista personal: tan apasionado era mi deseo de encontrarla, sólo para ver cruzar por su rostro la sombra del nombre que yo pronunciaría. Pero no…, no podía hacer un chantaje con el nombre de Sebastian. Era algo inconcebible.
—Las cartas han sido quemadas —dije.
Seguí abogando por mi causa, repitiendo una y otra vez que sin duda nada se perdía por intentarlo. ¿No podía Miss Pratt convencer a Clare, al narrarle nuestra conversación, de que mi visita sería muy breve, muy inocente?
—¿Qué es exactamente lo que quiere saber usted? —preguntó Miss Pratt—. Porque yo misma puedo decirle muchas cosas.
Habló durante largo rato de Clare y Sebastian. Lo hizo muy bien, aunque como muchas mujeres se mostró inclinada a ser algo didáctica en sus recuerdos.
—¿Quiere usted decir —la interrumpí en determinado momento de su evocación— que nadie supo nunca cuál fue el nombre de esa otra mujer?
—No —dijo Miss Pratt.
—Pero ¿cómo podré encontrarla? —exclamé.
—Nunca podrá encontrarla.
—¿Cuándo dice usted que empezó la cosa? —la interrumpí de nuevo, al referirse ella a la enfermedad de Sebastian.
—Bueno…, no estoy segura. El que yo presencié no fue su primer ataque. Salíamos de un restaurante. Hacía mucho frío y no encontrábamos un taxi. Sebastian se puso nervioso, irritado. Echó a correr tras un automóvil que acababa de ponerse en marcha. De pronto se detuvo y dijo que no se encontraba bien. Recuerdo que cogió una píldora de una cajita y la rompió bajo su pañuelo blanco de seda; después se la llevó a la cara. Debió de ser en el veintisiete o el veintiocho.
Le hice otras preguntas. Respondió con el mismo tono pero la evocación había muerto. ¡Tenía que ver a Clare! Una mirada, una palabra, el mero sonido de su voz bastaría (y era necesario, absolutamente necesario) para animar el pasado. No entendía por qué, así como nunca he entendido por qué, en cierto día inolvidable, unas semanas antes, me había sentido tan seguro de que si podía encontrar aún vivo y consciente a un hombre moribundo aprendería algo que ningún ser humano había aprendido hasta entonces.
Al fin, la mañana de un lunes, fui a visitarla.
La criada me guio hasta una salita. Clare estaba en casa: fue cuanto me informó la rubicunda y rústica muchacha. (Sebastian dice en alguna parte que los novelistas ingleses nunca se apartan de un tono consabido cuando describen a las criadas). Por otro lado, sabía por Miss Pratt que Mr. Bishop estaba ocupado en la City durante la semana. Cosa extraña…, se había casado con un hombre con su mismo apellido sólo por pura coincidencia. ¿Se negaría a recibirme? Bastante agradable la casa, aunque no demasiado… Quizá un salón en forma de L en el primer piso y sobre él un par de dormitorios. La calle entera estaba formada por casitas parecidas, muy apretadas. Tardaba en decidirse… ¿Había debido telefonearla antes? ¿La habría prevenido Miss Pratt acerca de las cartas? De pronto oí suaves pisadas en la escalera y un hombre inmenso, con una bata negra de solapas rojas, entró cuidadosamente en la habitación.
—Discúlpeme usted si me presento así —dijo—, pero tengo un resfriado terrible. Me llamo Bishop y supongo que quiere usted ver a mi mujer.
¿Le habría contagiado ese resfriado, pensé en un curioso relámpago de mi fantasía, la Clare de nariz roja y voz ronca que había visto doce años antes?
—Pues sí… —dije—, si no me ha olvidado. Nos conocimos en París.
—Oh, recordó muy bien su nombre —dijo Mr. Bishop, mirándome directamente a la cara—, pero lamento decirle que no puede recibirlo.
—¿Puedo llamarla después? —pregunté.
Hubo un corto silencio. Después Mr. Bishop preguntó:
—¿Me equivoco al suponer que su visita se relaciona con la muerte de su hermano?
Estaba de pie ante mí, hundidas las manos en los bolsillos de su bata, mirándome, el pelo rubio empujado hacia atrás por un cepillo feroz, un buen tipo, un tipo decente…, y espero que no le incomode que lo diga aquí. Debo explicar que hace muy poco hemos intercambiado cartas en circunstancias muy tristes: se ha disipado así por completo la sensación de malestar que pudiera haber flotado durante nuestra primera conversación.
—¿Le impediría eso verme? —pregunté a mi vez. Admito que fue una pregunta tonta.
—No podrá verla en ningún caso —dijo Mr. Bishop—. Lo siento —agregó, dulcificándose un poco al verme desconcertado—. Estoy seguro de que en otras circunstancias… pero comprenderá usted que mi mujer no se siente muy inclinada a recordar amistades pasadas. Y perdóneme si le digo con toda franqueza que, en mi opinión, no debió usted venir…
Regresé con la sensación de que había cometido una estupidez. Me imaginé qué le habría dicho a Clare, de haberla encontrado a solas. Me las compuse para convencerme de que, si hubiera estado Clare sola, me habría recibido: así, un obstáculo imprevisto anula aquellos que imagináramos. Yo le habría dicho: «No hablemos de Sebastian. Hablemos de París. ¿Lo conoce bien? ¿Recuerda aquellas palomas? Dígame qué ha leído últimamente… ¿Y qué películas ha visto? ¿Sigue perdiendo guantes y paquetes?». O bien habría empleado un método más audaz, un ataque directo. «Sí, comprendo lo que siente, pero por favor, por favor, hábleme de él. Por amor a su retrato. Por amor a las cosas insignificantes que desaparecerán y morirán si se niega usted a decírmelas para mi libro». Oh, estaba seguro de que no se habría negado.
Y dos días después, con la misma intención firme en mi mente, hice un nuevo intento. Esta vez estaba decidido a ser mucho más cauteloso. Era una mañana muy hermosa a pesar de lo poco avanzado de la estación, y estaba seguro de que Clare no se quedaría en su casa. Me situaría de modo que no me descubrieran en la esquina de su calle, esperaría a que su marido se marchara a la City, después aguardaría a que ella saliera y entonces me acercaría. Pero las cosas no resultaron como yo esperaba.
No había llegado todavía a mi puesto cuando Clare Bishop apareció repentinamente. Acababa de cruzar la calle, pasando de mi acera a la opuesta. La reconocí de inmediato, a pesar de que la había visto sólo durante media hora, cuatro años antes. La reconocí aunque estaba muy demacrada y su cuerpo se había redondeado de manera curiosa. Caminaba lenta, pesadamente, y cuando me dirigí hacia ella comprendí que estaba en avanzado estado de gestación. Mi índole impetuosa, que suele llevarme más allá de los límites convenientes, me hizo avanzar con una sonrisa de bienvenida. Pero en aquellos brevísimos instantes me disuadió la nítida conciencia de que no podía hablarle ni saludarla de ninguna manera. Y eso nada tenía que ver con Sebastian, o con mi libro, o con mi conversación con Mr. Bishop; se debía únicamente a su solemne abstracción. Supe que ni siquiera debía darme a conocer. Pero, como he dicho, mi ímpetu me había llevado a cruzar la calle de tal manera que casi tropecé con ella al llegar a la acera opuesta. Clare levantó hacia mí sus ojos miopes. No, gracias a Dios, no me reconoció. Había algo conmovedor en la expresión solemne de su rostro pálido y estragado. Los dos nos detuvimos de repente. Con una presencia de ánimo ridícula tomé de mi bolsillo lo primero que encontré y le dije:
—Perdone, ¿ha perdido usted esto?
—No —dijo ella, con una sonrisa impersonal. Acercó un instante el objeto a sus ojos—. No —repitió, y se marchó después de devolverme la llave.
Me quedé con ella en la mano, como si acabara de cogerla del suelo. Era la llave del apartamento de Sebastian. Con una extraña punzada de dolor advertí que Clare Bishop la había tocado con sus inocentes dedos ciegos…