6

El extraño que había dicho esas palabras se acercó. Ah, cómo suspiro a veces por el movimiento fácil de una novela bien acabada. Qué cómodo habría sido que la voz perteneciera a un viejo y alegre profesor de orejas velludas con grandes lóbulos y un destello en los ojos revelador de la malicia y el saber… Un personaje cercano, un transeúnte bienvenido que también hubiese conocido a mi héroe, aunque desde otro ángulo diferente. «Pues bien —habría dicho—, voy a contarle la verdadera historia de los años universitarios de Sebastian Knight». Y se habría sumergido de lleno en el relato. Por desgracia, no ocurrió nada de eso. Esa Voz en la Niebla resonó en el ámbito más oscuro de mi mente. No era sino el eco de alguna verdad posible, un aviso oportuno: guárdate de las personas de buena fe. Recuerda que cuanto te dicen llega a través de tres metamorfosis: construido por el narrador, reconstruido por el oyente, oculto a ambos por el protagonista, ya muerto, del relato. ¿Quién habla de Sebastian Knight?, repite la voz en mi conciencia. ¿Quién? Su mejor amigo y su hermanastro. Un apacible estudioso, alejado de la vida, y un viajero aturdido que visita una tierra distante. ¿Y dónde está el tercer personaje? Se pudre tranquilamente en el cementerio de St. Damier. Vive una vida radiante en sus cinco volúmenes. Atisba invisible por encima de mi hombro mientras escribo esto (aunque me atrevo a decir que recelaba demasiado del lugar común de la eternidad para creer siquiera en su propio espectro).

De todos modos, en mis manos tenía el botín que la amistad había podido ofrecerme. Le sumé los pocos datos ocasionales tomados de las brevísimas cartas de Sebastian escritas en ese período y las referencias fortuitas a la vida universitaria espigadas en sus libros. Después volví a Londres, donde ya había proyectado mi próxima gestión.

Durante nuestro último encuentro Sebastian había aludido a una especie de secretario que empleaba de cuando en cuando, entre 1930 y 1934. Como muchos autores en el pasado y muy pocos en la actualidad (¿o quizá no reparamos en quienes no consiguen arreglar de manera brillante sus negocios?), Sebastian era ridículamente inexperto en asuntos pecuniarios. Cuando daba con un consejero (que al fin se revelaba un necio o un estafador o ambas cosas a la vez) confiaba enteramente en él, con el mayor alivio. Cuando por casualidad le preguntaba yo si tal o cual persona que se encargaba de sus asuntos no era un granuja entrometido, cambiaba rápidamente de tema: a tal punto lo atemorizaba descubrir la mala fe ajena y tener que abandonar su pereza para actuar. En una palabra, prefería el peor de los administradores a su esfuerzo personal y se convencía a sí mismo y a los demás de que estaba plenamente satisfecho de su elección. Después de decir esto debo apresurarme a destacar enérgicamente el hecho de que ninguna de mis palabras es —desde un punto de vista legal— calumniosa, y que el nombre que estoy a punto de consignar no ha aparecido en este párrafo determinado.

Lo que yo deseaba de Goodman no era tanto un relato de los últimos años de Sebastian —cosa que no necesitaba, ya que mi propósito era rastrear su vida paso a paso, sin interrupciones—, sino apenas obtener algunas sugerencias sobre las personas a quienes debería visitar para saber algo sobre el período posterior a Cambridge.

Así, el primero de marzo de 1936 fui a la oficina de Goodman, en Fleet Street. Pero ha de permitírseme una breve digresión antes de que describa esa entrevista.

Entre las cartas de Sebastian encontré, como he dicho, alguna correspondencia entre él y su editor relativa a la publicación de una novela. Parece que en el primer libro de Sebastian, Caleidoscopio (1925), uno de los personajes secundarios es un remedo burlón y cruel de cierto autor vivo al que Sebastian juzgó necesario castigar. Desde luego, el editor lo supo en seguida y la cosa lo incomodó tanto que aconsejó a Sebastian modificar el pasaje entero, a lo cual Sebastian se negó de lleno, diciendo que imprimiría el libro en otra parte…, cosa que hizo, en efecto.

«Parece usted preguntarse —escribió en una carta— por qué diantres un escritor como yo, “en capullo” {expresión absurda, porque un autor “en capullo”, como el que usted imagina, sigue siéndolo toda la vida, mientras que otros, como yo, florecen instantáneamente), parece usted preguntarse, permítame repetirlo (lo cual no significa que me excuso por ese paréntesis proustiano), por qué diablos he de tomar yo la delicada porcelana azul contemporánea (¿no recuerda X esas baratijas de porcelana que nos incitan a una orgía de destrucción?), para dejarla caer desde la torre de mi prosa al arroyo. Me dice usted que es un autor ampliamente estimado; que sus ventas en Alemania son casi tan tremendas como aquí; que Obras maestras de nuestros días ha escogido uno de sus viejos cuentos; que juntamente con Y y Z es considerado uno de los escritores más prominentes de la generación de “posguerra”; y por fin, aunque no lo menos importante, que es peligroso como crítico. Parece usted insinuar que todos debemos mantener el oscuro secreto de su éxito, que es viajar en segunda clase con billete de tercera o, si mi imagen no es bastante clara, cultivar el gusto de la peor categoría de lectores: no los que se deleitan con historias policiacas, benditos sean, sino los que compran las peores trivialidades porque los sacuden con moderneces, una pizca de Freud o de “monólogo interior”, sin llegar a comprender nunca que los verdaderos cínicos de hoy son las sobrinas de Marie Corelli[2] y los sobrinos de Mrs. Grundy[3]. ¿Por qué debemos guardar este secreto vergonzoso? ¿Qué masonería de vulgaridad, o más bien de triteísmo[4], es esta? ¡Abajo los ídolos de cartón! Y me sale usted con que mi “carrera literaria” quedará seriamente comprometida en sus comienzos por mi ataque a un escritor estimado e influyente. Pero aun cuando existiera eso que llama usted “carrera literaria” y yo quedara descalificado por cabalgar mi propio caballo, me negaría a modificar una sola palabra en lo que he escrito. Créame usted, ningún castigo inminente puede ser bastante violento para hacerme abandonar la busca de mi placer, sobre todo cuando ese placer es el pecho joven y firme de la verdad. No existen, en verdad, muchas cosas comparables en la vida al deleite de la sátira. Y si imagino la cara del farsante cuando lea (cosa que no dejará de hacer) ese pasaje y sepa tanto como nosotros que es la verdad, el deleite llegará a su climax. Permítame agregar que si he retratado fielmente no sólo el mundo interior de X (que no es más que una estación de metro en horas punta) sino también los ardides de su estilo y su conducta, niego con energía que él o cualquier otro lector pueda encontrar el menor rasgo vulgar en el pasaje que tanto lo alarma. Deje usted de preocuparse, pues. Recuerde, además, que me atribuyo toda la responsabilidad moral y comercial, en el caso de que tenga usted de veras “dificultades” con mi inocente librito».

Cito esta carta (aparte de su importancia para mostrar el brillante estilo juvenil de Sebastian, que habría de subsistir después como un arco iris tendido sobre la tremenda lobreguez de sus cuentos más oscuros) para plantear una cuestión harto delicada. Dentro de un minuto o dos, Goodman aparecerá en carne y hueso. El lector sabe ya hasta qué punto desapruebo el libro de ese señor. Sin embargo, durante nuestra primera (y última) entrevista nada sabía yo sobre su obra (si puede llamarse obra una compilación tan apresurada). Me acerqué a Goodman sin prevenciones; ahora estoy muy prevenido y, desde luego, tal circunstancia no puede sino influir en mi descripción. Al mismo tiempo, no veo muy bien cómo presentaré mi entrevista con él sin aludir, siquiera tan discretamente como en el caso del amigo universitario de Sebastian, a las maneras, si no al aspecto, de Goodman. ¿Seré capaz de detenerme aquí? ¿No irrumpirá en estas páginas la cara de Goodman, con justa indignación de su propietario, que sin duda leerá estas líneas? He estudiado la carta de Sebastian para llegar a la conclusión de que lo que Sebastian Knight podía permitirse con respecto a Mr. X me está negado con respecto a Goodman. La franqueza del genio de Sebastian no puede equipararse a la mía, y yo sólo hubiese logrado parecer grosero donde él habría podido resultar brillante. Al entrar en el estudio de Goodman me siento, pues, como andando sobre una capa delgadísima de hielo y debo ir con mucho tiento.

—Siéntese usted, por favor —me dijo, señalándome cortésmente un sillón de piel, junto a su escritorio.

Iba vestido con mucha elegancia, aunque en estilo demasiado londinense. Una máscara negra le escondía el rostro.

—¿Qué puedo hacer por usted?

Seguía mirándome a través de sus lentes, aún con mi tarjeta en la mano. De pronto comprendí que mi nombre no le decía nada. Sebastian había adoptado el nombre de su madre.

—Soy hermanastro de Sebastian Knight —respondí. Hubo un corto silencio.

—Espere…, empiezo a comprender —dijo Goodman—. ¿Se refiere usted al difunto Sebastian Knight, el conocido escritor?

—Al mismo.

Goodman se cogió la cara entre el pulgar y los demás dedos…, quiero decir la cara que tenía bajo su máscara…, y la apretó cada vez con más fuerza, mientras reflexionaba.

—Perdóneme usted —dijo—, pero ¿está seguro de que no hay aquí un error?

—Ninguno —contesté.

—Hmmm, conque así es la cosa… —dijo Goodman, cada vez más pensativo—. Debo decir que nunca llegué a entenderlo. Sabía muy bien que Knight había nacido y se había educado en Rusia. Pero nunca había reparado especialmente en su nombre. Ahora comprendo… Sí, tenía que ser un nombre ruso… Su madre…

Tamborileó unos instantes con sus finos dedos blancos sobre el papel secante, y después suspiró desmayadamente.

—Bueno, lo hecho hecho está… —observó—. Demasiado tarde para agregar un… Quiero decir —continuó precipitadamente— que siento no haber pensado antes en todo esto. ¿Conque es usted su hermanastro? Bueno, estoy encantado de conocerlo.

—Ante todo —dije—, desearía arreglar algunas cuestiones de negocios. Las cartas de Knight, sobre todo las que se refieren a sus ocupaciones monetarias, no están en orden e ignoro cómo son las cosas exactamente. No he visto todavía a sus editores, pero creo que al menos uno de ellos…, la editorial que compró La montaña cómica…, ya no existe. Y antes de meterme más en ello, me dije que sería mejor hablar con usted.

—Ha hecho usted muy bien —dijo Goodman—. En realidad, quizá no sepa usted que estoy interesado en dos libros de Knight, La montaña cómica y El bien perdido. En estas circunstancias, lo mejor será que le envíe mañana, por carta, algunos detalles y una copia de mi contrato con Knight. Quizá debiera llamarlo… —Y sonriendo bajo su máscara, Goodman trató de pronunciar nuestro simple nombre ruso.

—Hay otro asunto —dije—. He resuelto escribir un libro sobre su vida y su obra, y necesito algunos informes. Usted podría, quizá…

Me pareció que Goodman se ponía en guardia. Tosió una o dos veces y hasta llegó a tomar una pastilla de una caja sobre su distinguido escritorio.

—Estimado señor —dijo, virando juntamente con su silla y haciendo girar las gafas que colgaban de un cordón—, seamos del todo francos. Conocí al pobre Knight mejor que nadie, pero… Oiga, ¿ha empezado ya a escribir ese libro?

—No.

—Pues no lo haga. Disculpe usted mi rudeza. Es una vieja costumbre, una mala costumbre, quizá. ¿No se siente usted ofendido, verdad? Bueno, lo que quiero decir es que…, cómo explicarlo… Mire, Sebastian Knight no era lo que llamaría usted un gran escritor. Oh, sí, lo sé…, un artista exquisito y todo lo demás, pero sin atracción para el gran público. No quiero decir con esto que no pueda escribirse un libro sobre él. Sería muy posible hacerlo. Pero habría que escribirlo desde un punto de vista especial, que hiciera fascinante el tema. De lo contrario, pasará sin pena ni gloria, porque no creo, en verdad, que la fama de Sebastian Knight sea lo bastante extendida para sostener algo como la obra proyectada por usted.

Ese arranque me dejó tan perplejo que permanecí en silencio. Y Goodman siguió:

—Espero no haberlo herido con mi rudeza. Su hermanastro y yo éramos tan buenos camaradas que comprenderá usted cuáles son mis sentimientos. Pero es preferible que se abstenga, mi estimado señor, que se abstenga… Deje la cosa para algún profesional o algún experto en el mercado literario… Le explicarán cómo cualquiera que se interese en un estudio sobre la vida y la obra de Knight, tal como usted lo plantea, perdería su tiempo y el del lector. Si ni siquiera el libro de Fulano sobre el difunto (dijo el nombre de un escritor famoso) se vendió, con todas sus fotografías y facsímiles.

Agradecí a Goodman su consejo y cogí mi sombrero. Sentí que aquel hombre había resultado un fracaso y que yo había seguido una pista falsa. Sea como fuere, no me sentí inclinado a pedirle que me explicara aquellos días en que él y Sebastian habían sido tan «buenos camaradas». Me pregunto ahora cuál habría sido su respuesta. Nos dimos la mano con cordialidad y él se refugió de nuevo tras su nueva máscara, que me propuse adoptar en cuanta ocasión me fuera útil. Me acompañó hasta la puerta cristalera y allí nos separamos. Mientras bajaba la escalera, una muchacha de aspecto vigoroso que había visto escribiendo a máquina en una habitación corrió tras de mí y me detuvo. (Cosa extraña: también en Cambridge me había detenido el amigo de Sebastian).

—Me llamo Helen Pratt —dijo—. Algo de su conversación ha llegado hasta mí y querría preguntarle una cosa. Soy muy amiga de Clare Bishop. Hay algo que ella desearía saber. ¿Podríamos hablar uno de estos días?

Dije que sí, naturalmente, y fijamos la cita.

—Conocí muy bien al señor Knight —agregó, mirándome con brillantes ojos redondos.

—¿De veras?

—Sí… Era una personalidad sorprendente —continuó—, y no tengo reparos en decirle que abomino del libro de Goodman sobre él.

—¿Qué dice usted? ¿Qué libro?

—Oh, uno que acaba de escribir. Revisé las pruebas la semana pasada. Bueno, tengo que volver al trabajo. Muchas gracias.

Volvió corriendo a su tarea y bajé muy despacio la escalera. La cara ancha, blanda, rosada de Goodman se parecía —y se parece— notablemente a una ubre de vaca.