5

Los años que Sebastian Knight pasó en la universidad no fueron particularmente felices. Sin duda, mucho de lo que encontró en Cambridge no dejó de entusiasmarlo: al principio lo embriagó cuanto olía y veía y sentía en el país largamente anhelado. Un simón de verdad lo llevó desde la estación al Trinity College; el vehículo parecía haber esperado especialmente su llegada, luchando a duras penas con su desaparición hasta ese momento.

La untuosidad de las calles brillantes de humedad en la oscuridad brumosa, con la compensación prometida —una taza de té fuerte, un fuego generoso—, formaban una armonía que de algún modo Sebastian conocía de memoria. El puro carillón de los relojes de las torres, ya flotando sobre la ciudad, ya diluyéndose en un eco lejano de una manera extraña, hondamente familiar, se mezclaba con los gritos agudos de los vendedores de periódicos. Y al entrar en la imponente tiniebla de Great Court, donde sombras con túnicas atravesaban la niebla, al ver inclinarse ante él el sombrero del portero, Sebastian sintió que reconocía cada sensación, el olor saludable del césped húmedo, la antigua sonoridad de las lajas de piedra bajo los tacones, la silueta confusa de las paredes…, todo. Aquella peculiar exaltación duró, acaso, largo tiempo, pero había en ella otra cosa que fue predominando. A pesar de sí mismo, Sebastian comprendió —quizá con una suerte de desolado estupor, pues había esperado de Inglaterra más de lo que podía encontrar— que por más que hiciera su nuevo ambiente por satisfacer su viejo sueño, él mismo, o más bien la parte mejor de él mismo, permanecería tan solo como siempre lo había estado. La nota dominante en la vida de Sebastian era la soledad, y cuanto más gentilmente procuraba el destino hacerlo sentir en su casa, suministrándole cuanto creía necesitar, tanto más advertía él su incapacidad para encontrar su lugar en ese cuadro… y en cualquier cuadro. Cuando al fin lo comprendió y empezó, sombríamente, a cultivar la conciencia de sí como si hubiera sido algún raro talento o pasión, sólo entonces encontró placer Sebastian en su monstruoso desarrollo y dejó de preocuparse por su angustiosa incompatibilidad. Pero eso fue mucho después.

En apariencia, al principio estaba aterrado por no hacer lo que debía, o por hacerlo con torpeza. Alguien le dijo que la punta dura del gorro académico debía romperse o arrancarse del todo, para mostrar sólo la tela negra. No bien lo hizo descubrió que había caído en la peor vulgaridad estudiantil: el mejor gusto consistía en ignorar el gorro y la túnica, otorgándoles así el aspecto fortuito de las cosas insignificantes a las que, de otro modo, se habría atribuido demasiada importancia. Con cualquier tiempo, sombreros y paraguas estaban prohibidos y Sebastian se empapaba y atrapaba resfriados hasta que un día conoció a un tal D. W. Gorget, un muchacho delicioso, indolente, locuaz y llano, renombrado por su turbulencia, su elegancia y su ingenio: y Gorget se pavoneaba con sombrero y paraguas. Quince años después, cuando visité Cambridge y el mejor amigo de Sebastian (ahora un eminente erudito) me contó todo eso, observé que todos parecían llevar…

—Naturalmente —me dijo—, el sombrero de Gorget se ha reproducido.

—Dígame usted —le pregunté—, ¿y en cuanto a los deportes? ¿Era un buen jugador Sebastian?

Mi informante sonrió.

—Lamento decirle que, salvo un poco de tenis liviano, en una cancha mojada, con una o dos margaritas en las peores partes, ni Sebastian ni yo nos sentíamos muy entusiasmados por esa clase de diversiones. Recuerdo que su raqueta era muy cara y sus pantalones muy favorecedores. En general, él siempre estaba irreprochable. Pero su servicio era una caricia femenina y corría de un lado a otro sin acertar con la pelota. Yo no lo superaba mucho: nuestro juego consistía sobre todo en recoger pelotas mojadas del suelo o en arrojarlas a los jugadores de las pistas adyacentes…, todo ello bajo una llovizna persistente. Sí, no hacía figura muy brillante en los deportes.

—¿Eso lo preocupaba?

—En cierto modo. En los primeros tiempos se sentía amargado por la idea de su inferioridad en ese sentido. Cuando conoció a Gorget, fue en mi cuarto, el pobre Sebastian habló tanto de tenis que el muchacho acabó preguntándole si para ese juego se utilizaba un palo. Eso tranquilizó a Sebastian y le hizo pensar que Gorget no era mejor que él en el deporte.

—¿Era así, en efecto?

—Oh, bueno… Era campeón de rugby, pero quizá no se preocupara mucho por el tenis. De todos modos, Sebastian no tardó en olvidar el complejo del tenis. Y hablando en general…

Estábamos sentados en la penumbra, en un cuarto con paneles de roble. Nuestros sillones eran tan bajos que era muy fácil alcanzar las tazas de té, humildemente posadas sobre la alfombra. El espíritu de Sebastian parecía fluctuar sobre nosotros con el centelleo del fuego, reflejado en los pomos de bronce de la chimenea. Mi interlocutor lo había conocido tan íntimamente que lo creí acertado cuando me sugirió que el complejo de inferioridad de Sebastian provenía de su afán de anglicizarse sin lograrlo y de persistir en ello hasta comprender que no eran esas formas extrínsecas las que lo traicionaban, sino el hecho mismo de luchar por ser y conducirse como los demás, cuando estaba definitivamente condenado al solitario confinamiento de su propia personalidad.

Con todo, había hecho lo posible por ser un estudiante corriente. Envuelto en una bata marrón y con viejas pantuflas, salía en las mañanas de invierno, con la jabonera y la esponja, rumbo a los baños, a la vuelta de la esquina. Desayunaba en el refectorio, el porridge gris y mortecino como el cielo sobre Great Court, y mermelada de naranja, de matiz idéntico a la enredadera de las paredes. Montaba su bicicleta y con la túnica echada sobre los hombros pedaleaba hacia tal o cual sala de conferencias. Almorzaba en Pitt (que, según entendí, era una especie de club, quizá con retratos de caballos en las paredes y mozos antiquísimos que planteaban el eterno dilema: ¿espeso o líquido?). Jugaba a los fives (sea esto lo que fuere) o a cualquier otro juego parecido, y después tomaba el té con dos o tres amigos. La conversación se prolongaba entre pipas y bizcochos, evitando cuidadosamente cosas ya dichas por los demás. Acaso había una o dos conferencias antes de comer, y después otra vez el refectorio, un lugar muy interesante que no dejaron de enseñarme. En ese momento estaban barriéndolo y era como si hiciera cosquillas a las gordas y blancas pantorrillas de Enrique VIII.

—¿Dónde se sentaba Sebastian? —Allí, contra la pared.

—Pero ¿cómo conseguía llegar hasta ese lugar? La mesa parece medir kilómetros…

—Solía encaramarse al banco y pasar sobre la mesa. A veces se pisaba algún plato, pero esa era la costumbre.

Después, terminada la comida, volvía a sus habitaciones, o quizá iba con algún compañero silencioso al cine de la plaza del mercado, donde pasaban una película del Oeste o salía Charlie Chaplin huyendo del malo y desapareciendo por la esquina.

Dos o tres períodos transcurrieron de ese modo, hasta que ocurrió un cambio curioso en Sebastian. Dejó de entusiasmarse por lo que suponía que debía entusiasmarle y volvió serenamente a cuanto le preocupaba realmente. En lo exterior ese cambio redundó en un abandono del ritmo de vida universitario. No veía a nadie, salvo a mi informante, quizá el único hombre en su vida con el que se había mostrado franco y natural. Comprendo que los uniera una hermosa amistad, pues ese apacible estudioso me impresionó como el ser más dulce que pudiera imaginarse. A los dos les interesaba la literatura inglesa, y el amigo de Sebastian ya planeaba por entonces su primera obra, Las leyes de la imaginación literaria, que dos o tres años después le valió el premio Montgomery.

—Debo confesar —dijo mientras acariciaba a un suave gato azulino de ojos verdes, aparecido quién sabe de dónde y que se había acomodado en su regazo— que sentía lástima por Sebastian en ese primer período de nuestra amistad. Cuando no lo encontraba en la sala de conferencias, iba a sus habitaciones y lo encontraba en la cama, acurrucado como un niño dormido, pero fumando con aire sombrío, con la almohada cubierta de ceniza y las sábanas, que colgaban hasta el suelo, manchadas de tinta. Un gruñido respondía a mi enérgico saludo y no se dignaba siquiera cambiar de posición. Yo daba unas vueltas y, cerciorado de que no estaba enfermo, me marchaba a almorzar. Después volvía a visitarlo, sólo para comprobar que no había hecho más que cambiar de posición y utilizar una pantufla como cenicero. Le preguntaba si quería algún alimento, pues su despensa estaba siempre vacía, y cuando le llevaba unas bananas, se alegraba como un mono y empezaba a fastidiarme con una serie de afirmaciones oscuramente inmorales, relativas a la Vida, la Muerte o Dios. Lo hacía sencillamente porque sabía que me fastidiaba, aunque nunca supuse que creyera de veras cuanto decía. Al fin, a eso de las tres o cuatro de la tarde, se ponía la bata y se arrastraba al salón, donde, disgustado, lo dejaba hecho un ovillo junto al fuego y rascándose la cabeza. Al día siguiente, mientras yo trabajaba en mi agujero, oía un estrépito en la escalera y Sebastian irrumpía en el cuarto, limpio, fresco, excitado, con un poema que acababa de escribir.

Todo eso es muy verosímil, y un detalle del relato me pareció especialmente patético. Parece que el inglés de Sebastian, aunque fluido y correcto, era decididamente el de un extranjero. Arrastraba las erres iniciales y cometía curiosos errores, por ejemplo «he cazado un resfriado» o «es un tipo gracioso» (por «un tipo simpático»). Acentuaba mal palabras como «interesante» o «laboratorio». Pronunciaba equivocadamente palabras como «Sócrates» o «Desdémona». Una vez corregido, nunca repetía el error, pero el hecho mismo de su inseguridad con algunas palabras lo atormentaba y solía enrojecer vivamente cuando, a causa de una falta de pronunciación, algún interlocutor no muy despierto no entendía una expresión suya. En aquella época escribía mucho mejor de lo que hablaba, pero en sus poemas también había algo vagamente no inglés. Yo no conocía ninguno de ellos. Claro que su amigo pensaba que sólo uno o dos…

Dejó el gato sobre la alfombra y durante un rato escudriñó entre los papeles de un cajón, pero no encontró nada.

—Quizá en alguno de mis baúles, en casa de mi hermana —dijo vagamente—. Pero no estoy del todo seguro… Estas cosillas acaban siempre olvidadas, tanto más cuanto que el propio Sebastian se habría alegrado de su pérdida.

—A propósito —dije—, el pasado que usted recuerda es siempre sombrío, meteorológicamente hablando: tan sombrío como el día de hoy (era un lluvioso día de febrero). Dígame usted, ¿nunca había días tibios y soleados? ¿No habla Sebastian de «los rosados candeleros de los grandes nogales en las márgenes de un río hermoso»?

Sí, tenía razón, la primavera y el verano se presentaban en Cambridge casi todos los años (ese «casi» era singularmente delicioso). Sí, a Sebastian le encantaba pasear en bote por el Cam. Pero lo que más le gustaba era andar en bicicleta en la oscuridad por un determinado sendero, en la pradera. Después se sentaba en una valla para contemplar las nubes rosadas, que se volvían de un oscuro tono cobrizo en el pálido cielo crepuscular, y pensaba en cosas. ¿En qué cosas? ¿En aquella muchacha barriobajera, de pelo aún partido en trenzas, que había seguido una vez para hablarle y besarla, pero que nunca había vuelto a ver? ¿En la forma de una nube? ¿En algún brumoso ocaso más allá de un negro bosque de abetos en Rusia (ah, cuánto habría dado por que hubiese tenido ese recuerdo)? ¿En el significado recóndito de la hierba y las estrellas? ¿En el desconocido lenguaje del silencio? ¿En el peso terrible de una gota de rocío? ¿En la belleza desgarradora de un guijarro entre millones y millones de guijarros, cada uno con su propio sentido?, pero ¿qué sentido? ¿En el viejo interrogante «¿Quién eres?»? ¿En el propio yo, extrañamente evasivo en el crepúsculo, en el mundo de Dios a su alrededor, al que nadie ha tenido nunca acceso? O bien, acaso nos acerquemos más a la verdad si suponemos que Sebastian, sentado en esa valla, dejaba que su mente se perdiera en un tumulto de palabras e imaginaciones, imaginaciones incompletas y palabras insuficientes; tal vez supiera ya que esta y sólo esta era la realidad de su vida, y que su destino estaba más allá de ese campo de batalla fantasmal que atravesaría en el momento oportuno.

—¿Si me gustaban sus libros? Oh, muchísimo. No lo vi mucho después de Cambridge, y nunca me mandó uno solo de sus libros. Los escritores como usted sabe, son olvidadizos. Pero un día compré tres de ellos en una librería y pasé muchas noches leyéndolos. Siempre había estado seguro de que escribiría algo bueno, pero nunca llegué a suponerlo capaz de algo tan bueno. Durante su último año aquí… No sé qué le pasa a este gato, es como si fuera la primera vez que ve leche…

Durante su último año en Cambridge, Sebastian había trabajado intensamente; su tema, la literatura inglesa, era vasto y difícil. Pero ese mismo período se caracterizó por repentinos viajes a Londres, por lo común sin permiso de la superioridad. Su profesor, el difunto Mr. Jefferson, era un viejo señor tremendamente obtuso, según me informaron, pero a la vez un excelente lingüista que insistía en considerar ruso a Sebastian. En otras palabras, llevaba a Sebastian al límite de la exasperación diciéndole cuantos términos rusos conocía —un hermoso conjunto recogido durante un viaje a Moscú, años antes— y pidiéndole que le enseñara algunos más. Un día, por fin, Sebastian estalló y dijo que había un error: él no había nacido en Rusia, a decir verdad, sino en Sofía. Después de lo cual el anciano, encantado, empezó a hablar en búlgaro. Sebastian arguyó confusamente que no era ese su dialecto y, emplazado a suministrar un ejemplo, presentó un nuevo idioma que dejó perplejo al viejo lingüista, hasta que se le ocurrió que Sebastian…

—Bueno, creo que ha agotado usted mis reservas —dijo mi informante con una sonrisa—. Mis reminiscencias son cada vez más superficiales y baladíes… y apenas me parece necesario añadir que Sebastian obtuvo un primer premio y nos tomaron una fotografía para la posteridad… La buscaré y se la enviaré, si le interesa. ¿De veras tiene usted que marcharse ya? ¿No le gustaría ver la parte posterior? Acompáñeme, quiero mostrarle los azafranes, que Sebastian llamaba «los hongos del poeta», si entiende usted la alusión…

Pero llovía demasiado. Nos quedamos uno o dos minutos bajo el pórtico, y al fin dije que prefería marcharme.

—Ah, oiga —me llamó el amigo de Sebastian cuando ya me alejaba, evitando los charcos—. Había olvidado un detalle. El rector me dijo el otro día que alguien le había escrito para preguntarle si Sebastian Knight había pertenecido realmente al Trinity. ¿Cómo se llamaba el tipo?… Hmmm, qué lástima… Mi memoria está cada vez peor. Bueno, de todos modos la hemos exprimido, ¿eh? Lo cierto es que entiendo que alguien recoge materiales para escribir un libro sobre Sebastian Knight. Qué divertido, no me parece que tenga usted…

—¿Sebastian Knight? —dijo repentinamente una voz en la niebla—. ¿Quién habla de Sebastian Knight?