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En noviembre de 1918 mi madre decidió huir con Sebastian y conmigo de los peligros de Rusia. La revolución estaba en pleno ímpetu, las fronteras estaban cerradas. Se puso en contacto con un hombre cuya profesión era pasar refugiados por la frontera y quedó concertado que por cierta suma —la mitad de la cual se pagó de antemano— nos llevaría a Finlandia. Dejaríamos el tren en la frontera misma, en un lugar al que podía llegarse legalmente, y después seguiríamos por senderos ocultos, tanto más escondidos a causa de las abundantes nevadas de aquella región silenciosa. En el punto de partida del tren mi madre y yo nos encontramos aguardando a Sebastian, que, con la heroica ayuda del capitán Belov, acarreaba el equipaje de casa a la estación. El tren debía partir a las 8.40 de la mañana. Eran ya las 8.30 y Sebastian no aparecía. Nuestro guía ya estaba en el tren, leyendo tranquilamente un diario; había advertido a mi madre que por ningún motivo le hablaría en público, y a medida que pasaba el tiempo y el tren estaba próximo a partir, una sensación de pánico empezó a invadirnos. Sabíamos que el hombre, de acuerdo con las tradiciones de su profesión, no volvería a intentar una operación fracasada en su principio mismo. Sabíamos, asimismo, que nunca más podríamos permitirnos los gastos de la huida. Pasaban los minutos y yo sentía que algo gorgoteaba desesperadamente en el hueco de mi estómago. La idea de que al cabo de uno o dos minutos el tren partiría y deberíamos volver al frío y oscuro desván (habían nacionalizado nuestra casa meses antes) era horrible. Durante el camino a la estación nos habíamos adelantado a Sebastian y a Belov, que empujaban el carricoche cargado sobre la nieve crujiente. Esa imagen permanecía inmóvil ante mis ojos (tenía entonces trece años y era muy imaginativo) como una visión encantada, inmóvil para siempre. Mi madre, con las manos metidas en las mangas y un mechón de pelo gris asomando bajo el pañuelo de lana, iba y venía, tratando de encontrar los ojos de nuestro guía cada vez que pasaba ante su ventanilla. Las 8.45, las 8.50… La partida del tren se demoraba, pero al fin sonó el silbato, una nubécula de cálido humo blanco dibujó su sombra sobre la nieve parda del andén y al mismo tiempo Sebastian apareció a la carrera, con las orejeras de su gorra de piel flameando en el viento. Los tres subimos al tren en movimiento. Pasó algún tiempo antes de que pudiera contarnos que el capitán Belov había sido arrestado en la calle, precisamente al pasar frente a la casa donde había vivido antes, y que, abandonando el equipaje a su destino, él, Sebastian, había emprendido una carrera desesperada hacia la estación. Pocos meses después supimos que nuestro pobre amigo había sido fusilado con otras personas, hombro con hombro junto a Palchin, que murió tan valientemente como Belov.

En su último libro, El extraño asfódelo (1936), Sebastian pinta un personaje secundario que acaba de escapar de un innominado país de terror y miseria. «¿Qué puedo deciros sobre mi pasado, caballeros? —escribe—. Nací en una tierra donde la idea de libertad, la noción de derecho, el hábito de la bondad humana eran cosas fríamente despreciadas y brutalmente descartadas. De cuando en cuando, en el curso de la historia, un gobierno hipócrita pintaba los muros de la prisión nacional con un matiz más vistoso de amarillo y proclamaba ruidosamente la garantía de los derechos, familiar en estados más felices; pero tales derechos eran el patrimonio exclusivo de los carceleros, o bien implicaban una degradación oculta que los hacía aún más amargos que las formas de la tiranía abierta… En esa tierra todo hombre era un esclavo o un matón. Puesto que el espíritu y cuanto le es afín estaba negado al hombre, la imposición del dolor corporal llegó a considerarse más que suficiente para gobernar la naturaleza humana… De cuando en cuando ocurría algo llamado revolución: los esclavos se hacían matones, y viceversa. Siniestro país, lugar infernal, caballeros; si de algo estoy seguro en la vida, es de que nunca cambiaré la libertad de mi exilio por la vil parodia de hogar…».

Como este personaje hace una referencia marginal a los «grandes bosques y las llanuras cubiertas de nieve», Goodman supone precipitadamente que el pasaje entero se relaciona con la actitud del propio Sebastian Knight hacia Rusia. Error absurdo: cualquier lector sin prejuicios advertirá fácilmente que las palabras citadas se refieren más bien a una amalgama antojadiza de iniquidades tiránicas que a una nación o realidad histórica determinadas. Y si traigo a colación esas palabras en la parte de mi relato que describe la huida de Sebastian desde la Rusia revolucionaria, es porque quiero introducir en seguida algunas frases tomadas de su libro más autobiográfico: «Siempre he pensado —escribe en El bien perdido— que una de las emociones más puras es la del hombre que recuerda su patria. Me habría gustado mostrarlo en un penoso esfuerzo de la memoria para mantener viva y resplandeciente la imagen de su pasado: las azules colinas recordadas, las alegres carreteras, el cerco con su rosa silvestre, el campo con sus conejos, la cúpula lejana, la campánula inmediata… Pero como el tema ya ha sido tratado por autores que me superan —y también porque siento un recelo innato por lo que me es fácil expresar—, he negado acceso a todo viajero sentimental en la roca de mi áspera prosa».

Sea cual fuere la interpretación de este pasaje, es evidente que sólo quien ha sabido qué es huir de un país amado se sentirá atraído por esa imagen de nostalgia. Me es imposible creer que Sebastian, por tétrico que fuera el aspecto de Rusia cuando huimos de ella, no sintiera el desgarramiento que todos experimentábamos. En suma: Rusia había sido su hogar, la sede de personas bondadosas, comprensivas, de buenas maneras, condenadas al exilio por el único crimen de existir. Y ese era el grupo al que también él pertenecía.

Después de haber penetrado silenciosamente en Finlandia, pasamos algún tiempo en Helsingfors. Luego nuestros caminos se bifurcaron. Mi madre cedió a la sugerencia de un viejo amigo y me llevó a París, donde seguí mi educación. Y Sebastian se marchó a Londres y Cambridge. Su madre le había dejado una renta nada despreciable: no serían monetarias las preocupaciones que lo estorbarían en el futuro. Antes de que partiera, los tres nos sentamos un minuto en silencio, según la tradición rusa. Recuerdo cómo estaba sentada mi madre, con las manos en el regazo, haciendo girar el anillo de bodas de mi padre (como solía hacerlo cuando estaba inactiva), que llevaba en el mismo dedo que el suyo, los había atado con un cordel negro porque el de mi padre le iba demasiado grande. También recuerdo la actitud de Sebastian; iba vestido con un traje azul oscuro, tenía las piernas cruzadas y mecía apenas el pie en el aire. Fui el primero en incorporarme; me siguieron Sebastian y después mi madre. Nos hizo prometerle que no iríamos a despedirlo al puerto, de modo que fue allí, en ese cuarto de paredes blanqueadas, donde nos dijimos adiós. Mi madre hizo una rápida señal de la cruz sobre la cara inclinada de Sebastian y un momento después lo vimos por la ventana, mientras subía a un taxi con su equipaje, en la actitud curvada y final de la partida.

No sabíamos de él con demasiada frecuencia ni eran sus cartas muy largas. Durante sus tres años en Cambridge, sólo nos visitó dos veces en París…, aunque en verdad no fue más que una visita, ya que la segunda vez asistió al entierro de mi madre.

Ella y yo hablábamos a menudo de él, sobre todo en los últimos años de su vida, cuando estaba segura de que su fin se acercaba. Fue ella quien me contó la extraña aventura de Sebastian en 1917, sobre la cual no sabía yo nada, ya que por entonces estaba de vacaciones en Crimea. Parece que Sebastian había trabado amistad con el poeta futurista Alexis Pan y con su mujer Larissa, una simpática pareja que alquilaba una cabaña vecina a nuestra casa de campo, cerca de Luga. Alexis Pan era un hombrecillo estrepitoso y fornido, que ocultaba en la intrincada oscuridad de sus versos una luz de genuino talento. Pero como hacía lo posible para alarmar a las gentes con su monstruosa promiscuidad de palabras ociosas (era el inventor del «gruñido submental», como lo llamaba), su esfuerzo parece hoy tan frívolo, falso y anticuado (las cosas demasiado modernas tienen la curiosa virtud de envejecer mucho antes que las demás) que su verdadero valor es recordado por unos pocos estudiosos que admiran sus maravillosas traducciones de poemas ingleses hechas al margen de su carrera literaria. Una de ellas es un verdadero milagro de transposición verbal: su versión rusa de La Belle Dame Sans Merci, de Keats.

Una mañana, pues, Sebastian, de diecisiete años, desapareció dejando a mi madre una nota en que le informaba que acompañaría a Pan y a su mujer en un viaje a Oriente. Al principio mi madre lo tomó por una broma (a pesar de su aire serio, Sebastian urdía a veces bromas feroces, como cuando en un tren atestado hizo que el guarda entregara a una muchacha situada en el extremo opuesto del vagón un mensaje que decía: «No soy más que un pobre guarda, pero la amo»). Pero cuando fue a casa de los Pan, comprobó que se habían marchado de veras. Algo después se supo que la idea de ese viaje a lo Marco Polo, sugerido por Pan, consistía en avanzar hacia Oriente, de una ciudad a otra, organizando en cada una, una «sorpresa lírica», es decir alquilando una sala (o un cobertizo, si no había sala disponible) para dar en ella un recital poético cuyo producto permitiría a los tres llegar hasta la próxima ciudad. Nunca se aclaró en qué consistían las funciones, deberes o auxilios de Sebastian, o si tan sólo le correspondía estar alerta para alcanzar cosas cuando eran necesarias y ser amable con Larissa, de genio vivo y difícil de calmar. Por lo común, Alexis Pan aparecía en escena vestido con traje de calle, perfectamente correcto, a no ser por las inmensas flores de loto que tenía bordadas. En su frente calva llevaba pintada una constelación (la Osa Mayor). Recitaba sus versos con vozarrón tonante que, en hombre tan pequeño, hacía pensar en un ratón pariendo montañas. A su lado, sobre la plataforma, estaba sentada Larissa, gorda y equina en su vestido malva: cosía botones o remendaba un par de pantalones viejos para demostrar que nunca hacía esos menesteres para su marido en la vida cotidiana. De cuando en cuando, entre dos poemas, Pan iniciaba una danza lenta, una mezcla de contorsiones javanesas y de sus propias invenciones rítmicas. Después de los recitales, se emborrachaba gloriosamente, y esta era su ruina. El viaje a Oriente terminó en Simbirsk, con Alexis borracho perdido, sin un céntimo, en una posada mugrienta, y con Larissa y su histerismo encerrada en un calabozo por haber abofeteado a un oficial poco gentil que había desaprobado el ruidoso genio de su marido. Sebastian volvió a casa con la misma indiferencia con que partiera. «Cualquier otro muchacho —agregó mi madre— se habría mostrado más bien turbado y avergonzado por toda esa tontería», pero Sebastian hablaba de su viaje como de un incidente curioso del que hubiera sido espectador desapasionado. ¿Por qué había tomado parte en ese espectáculo irrisorio?, ¿qué lo había llevado a sumarse a esa pareja grotesca? Todo eso es un misterio completo (mi madre pensaba que acaso lo había engatusado Larissa, pero la mujer era perfectamente fea y madura, y estaba loca de amor por su extravagante marido). Pronto desaparecieron ambos de la vida de Sebastian. Dos o tres años después Pan gozó de una breve y artificial boga en ambientes bolcheviques, debida según creo a la absurda idea (basada sobre todo en una confusión de términos) de que existe una relación natural entre la política extrema y el arte extremo. Después, en 1922 o 1923, Alexis Pan se suicidó con un par de ligas.

—Siempre he sentido —decía mi madre— que no conocí de veras a Sebastian. Sabía que obtenía buenas calificaciones en la escuela, que leía un número asombroso de libros, que era muy cuidadoso en el vestir, que insistía en bañarse con agua fría todas las mañanas, aunque sus pulmones no eran demasiado fuertes… Sabía todo eso y más aún, pero él mismo se me escapaba. Y ahora que vive en un país extraño y nos escribe en inglés, no puedo dejar de pensar que siempre habrá de ser un enigma…, aunque sabe Dios cuánto he tratado de ser buena con él.

Cuando Sebastian nos visitó en París, al finalizar su primer año universitario, me impresionó su aire extranjero. Llevaba un jersey amarillo canario bajo su abrigo de tweed. Sus pantalones de franela tenían rodilleras y llevaba caídos los calcetines, desprovistos de ligas. La corbata ostentaba rayas chillonas y por algún misterioso motivo guardaba el pañuelo en la manga. Fumaba su pipa por la calle, y después la golpeaba contra el tacón. Había adquirido el hábito de volver la espalda al fuego y de hundir las manos en los bolsillos. Hablaba ruso como a saltos y pasaba al inglés si la conversación se prolongaba más allá de un par de frases. Se quedó exactamente una semana.

Cuando regresó, mi madre ya no existía. Nos sentamos juntos un largo rato después del entierro. Me palmeó torpemente el hombro cuando los lentes de mi madre, olvidados sobre un estante, me provocaron un acceso de lágrimas que hasta entonces había logrado retener. Fue muy amable y servicial, con un aire distante, como pensando siempre en otra cosa. Discutimos mi situación y me sugirió que me marchara a la Riviera y después a Inglaterra. Yo acababa de terminar mis estudios. Dije que prefería quedarme en París, donde tenía bastantes amigos. No insistió. El problema monetario también fue mencionado y Sebastian observó, con su curioso aire ausente, que podía darme cuanto dinero necesitara. Creo que usó la palabra «pasta», pero no estoy seguro. Al día siguiente se marchó al sur de Francia. Por la mañana salimos a dar un paseo corto, y como solía ocurrir cuando estábamos a solas, me sentí curiosamente turbado. De cuando en cuando me sorprendía en el penoso esfuerzo de encontrar un tema de conversación. También él callaba. Justo antes de partir, dijo:

—Bueno… Si necesitas algo, escríbeme a mi dirección de Londres. Espero que tu Sorbona[1] te sirva como a mí Cambridge. Y a propósito, busca y encuentra algo que te guste, y entrégate a ello… hasta que te aburras.

Sus ojos oscuros brillaron un instante.

—Buena suerte —agregó—, hasta la vista.

Me sacudió la mano de la manera blanda y afectada que había adquirido en Inglaterra. De pronto, sin motivo explicable, le tuve una lástima infinita y quise decir algo real, algo con alas y corazón, pero los pájaros que deseaba se posaron en mis hombros y en mi cabeza sólo después, cuando estuve solo y no necesitaba palabras.