20

El compartimiento era oscuro, sofocante y lleno de piernas. Gotas de lluvia corrían por los cristales: no eran líneas rectas, sino inciertas, zigzagueantes, con algunas pausas. La luz de la noche violeta se reflejaba en el cristal negro. El tren se mecía y gemía mientras atravesaba la noche. ¿Cuál sería el nombre de ese sanatorio? Empezaba con «M». Empezaba con «M». Empezaba con… Las ruedas se confundían en su movimiento impetuoso y recobraban su ritmo. Desde luego, preguntaría la dirección al doctor Starov. Lo llamaría desde la estación en cuanto llegara. Durante el sueño, un par de pesados zapatos trató de deslizarse entre mis piernas, y se retiró lentamente. ¿Qué habría querido decir Sebastian con aquello del «hotel de siempre»? No podía recordar ningún lugar de París donde hubiera residido. Sí, Starov tenía que saber dónde era. Mar… Man… Mat… ¿Llegaría a tiempo? La cadera de mi vecino rozó la mía, y sus ronquidos cambiaron de tono, se hicieron más tristes. Llegaría a tiempo para verlo vivo, llegaría… llegaría… llegaría… Tenía algo que decirme, algo de infinita importancia. El oscuro, oscilante compartimiento, atestado de muñecos tendidos, parecía parte de mi sueño anterior. ¿Qué querría decirme antes de morir? La lluvia tamborileaba en los vidrios y un copo de nieve espectral quedó fijo en un rincón hasta disolverse. Alguien, frente a mí, volvió lentamente a la vida; oí que restregaban papeles y mascullaban en la oscuridad, después se encendió un cigarrillo y su redonda lumbre me miró como un ojo ciclópeo. Debo, debo llegar a tiempo… ¿Por qué no me había precipitado al aeródromo al recibir la carta? ¡Ya estaría con Sebastian! ¿De qué se moría? ¿De cáncer? ¿Angina de pecho… como su madre? Como suele ocurrir con muchas personas que no se preocupan por la religión en su vida habitual, inventé rápidamente un Dios suave, tierno, lacrimoso, y susurré una plegaria personal. Permíteme llegar a tiempo, permítele resistir hasta que llegue, permítele decirme su secreto. Ahora todo era nieve: el vidrio era una barba gris. El hombre que había mascullado y fumado dormía nuevamente. ¿Podría estirar las piernas y poner los pies sobre algo? Tanteé con los dedos de mis pies ardientes, pero la noche era todo huesos y carne. Anhelé un sostén de madera bajo mis pantorrillas. Mar… Matamar… Mar… ¿Cuánto faltaba para París? Doctor Starov. Alexander Alexandrovich Starov. El tren saltaba sobre sus ruedas. Alguna estación desconocida. Cuando el tren se detenía, llegaban voces del otro compartimiento. Alguien contaba un cuento interminable. También se oía nuestra puerta, algún triste viajero la abría para comprobar que era inútil. Inútil. Etat désesperé. Tenía que llegar a tiempo. ¡Cuánto se detenía aquel tren en las estaciones! La mano derecha de mi vecino suspiró y trató de aclarar el cristal de la ventanilla, pero el cristal siguió empañado con una débil lucecilla amarilla a través de él. El tren se movió de nuevo. Me dolía la espalda, sentía pesados los huesos. Traté de cerrar los ojos y dormitar, pero tenía los párpados llenos de imágenes flotantes, y una tenue luz, semejante a un infusorio, se deslizaba partiendo siempre del mismo rincón. Me parecía reconocer en ella la forma del farol de una estación que había dejado atrás. Después aparecían colores y una cara rosada, con grandes ojos de gacela, se volvía hacia mí y le seguían una canasta con flores y después la barbilla sin afeitar de Sebastian. Ya no podía soportar aquella caja de pinturas óptica. Con maniobras infinitas, cautelosas, semejantes a unos pasos de una bailarina a cámara lenta, salí al pasillo. Estaba brillantemente iluminado y hacía frío en él. Durante un rato fumé y después me deslicé hacia el final del vagón. Me incliné sobre un agujero sucio y rugiente en el suelo, regresé y fumé otro cigarrillo. Nunca había anhelado algo en la vida con tanta intensidad como anhelaba encontrar vivo a Sebastian e inclinarme sobre él y oír las palabras que diría. Su último libro, mi reciente sueño, el misterio de su carta…, todo me hacía creer firmemente que una revelación extraordinaria saldría de sus labios…, si los encontraba moviéndose. Si no llegaba demasiado tarde. Había un mapa entre las ventanas, pero nada tenía que ver con el trayecto de mi memoria. Il est dangereux… E pericoloso… Un soldado de ojos enrojecidos pasó rozándome y durante unos segundos me duró en la mano un horrible escozor, porque le había tocado la manga. Soñaba con un baño, soñaba con lavarme aquel mundo asqueroso y aparecer en una fría aura de pureza ante Sebastian. Sebastian se despedía de la vida mortal y no podía ofender su olfato con aquel hedor. Oh, lo encontraría vivo, Starov no habría escrito así su telegrama de haber sabido que era demasiado tarde. El telegrama había llegado al mediodía. ¡El telegrama, Dios mío, había llegado al mediodía! Habían pasado dieciséis horas, y cuando yo diera con Mar… Mat… Ram… Rat… No, no era «R», empezaba con «M». Por un momento vi borrosamente el nombre, pero desapareció antes de que pudiera atraparlo. Y podía haber otra dificultad: el dinero. Volaría desde la estación hasta mi oficina y pediría allí algún dinero. La oficina estaba muy cerca. El banco estaba más lejos. ¿Alguno de mis muchos amigos vivía cerca de la estación? No, todos vivían en Passy o en torno a la Porte St. Cloud, los dos barrios rusos de París. Encendí mi tercer cigarrillo y busqué un compartimiento menos atestado. Por fortuna ningún equipaje me retenía en el que acababa de abandonar. Pero el coche estaba repleto y no me quedaban fuerzas para seguir recorriendo el tren. Ni siquiera estaba seguro de si el compartimiento en que me había deslizado era otro o el anterior: estaba igualmente lleno de pies y rodillas y codos, aunque tal vez el aire era menos espeso. ¿Por qué no había visitado nunca a Sebastian en Londres? Él me había invitado una o dos veces. ¿Por qué me había mantenido alejado de él con tal obstinación, si era el hombre que más admiraba en el mundo? Todos aquellos asnos inmundos que desdeñaban su genio… Había especialmente un viejo tonto cuya nariz brillante deseaba retorcer… ferozmente. Ah, aquel monstruo voluminoso que se mecía a mi izquierda era una mujer; el agua de colonia y el sudor luchaban por obtener la primacía, y perdía la primera. En aquel vagón ni una sola persona sabía quién era Sebastian Knight. Aquel capítulo de El bien perdido, tan mal traducido en Cadran… ¿O fue en La Vie Littéraire? Quizá fuera demasiado tarde, demasiado tarde, quizá Sebastian ya estaría muerto mientras yo estaba sentado en aquel maldito banco, con una irrisoria almohadilla de cuero que no engañaba mis doloridas nalgas. Más rápido, por favor, más rápido. ¿Para qué demonios paran en esta estación? ¿Y por qué dura tanto la parada? Adelante, adelante, así, rápido…

Poco a poco la oscuridad se diluyó en una bruma gris y un mundo cubierto de nieve se hizo vagamente perceptible a través de las ventanillas. Yo tenía un frío terrible bajo mi delgado impermeable. Las caras de mis compañeros se hacían visibles, como si capas de telarañas y polvo desaparecieran. La mujer sentada a mi lado tenía un termo de café y lo manejaba con maternal amor. Yo me sentía pegajoso, con la barba larga. Sentía que si mi hirsuta mejilla se hubiera puesto en contacto con seda me habría desvanecido. Había una nube color carne entre las demás, tan sucias, y un rosa pálido animaba capas de nieve en la trágica soledad de los campos desnudos. Apareció un camino que acompañó el tren durante un minuto y, justo antes de que desapareciera, un hombre en bicicleta pedaleó entre la nieve y los charcos. ¿A dónde iba? ¿Quién era? Nadie lo sabría nunca.

Creo que dormité una o dos horas, o al menos conseguí mantener en las sombras mi visión interior. Cuando abrí los ojos, mis compañeros hablaban y comían y de pronto me sentí tan mal que salí y me senté en un escalón durante el resto del viaje, con el espíritu tan en blanco como aquella maldita mañana. El tren llevaba mucho retraso a causa de la nevisca nocturna o por otro motivo, de modo que no llegamos a París hasta las cuatro menos cuarto de la tarde. Me castañeteaban los dientes cuando caminaba por la plataforma, y durante un instante tuve la absurda idea de gastar dos o tres de los francos que tintineaban en mi bolsillo bebiendo algún licor fuerte. Pero me dirigí a la cabina telefónica y hojeé la grasienta guía buscando el número del doctor Starov y procurando no pensar si Sebastian estaría aún vivo. Starkaus, cueros, pieles; Starley, prestidigitador, humorista; Starov… ah, este era: Jasmin 61-93. Después de algunas torpes manipulaciones olvidé el número en la mitad, luché de nuevo con la guía, marqué y esperé un momento, oyendo un zumbido de mal agüero. Durante unos instantes esperé inmóvil: alguien abrió la puerta y se retiró con un murmullo. Marqué de nuevo, cinco, seis, siete veces, y de nuevo oí el ronquido nasal: trrr, trrr, trrr. ¿Por qué tendría tan mala suerte? «¿Ha terminado?», preguntó la misma persona, un maldito viejo con cara de bulldog. Tenía los nervios deshechos y reñí con el viejo grosero. Por suerte quedó libre otra cabina y se metió en ella. Lo intenté una vez más. Al fin tuve éxito. Una mujer me dijo que el doctor estaba ausente, pero podía dar con él a las cinco y media… y me dio el número. Cuando entré en mi oficina advertí que mi aparición suscitaba cierta sorpresa. Hablé del telegrama recibido pero el jefe no se mostró tan simpático como preveía. Me hizo extrañas preguntas sobre el negocio de Marsella. Al fin obtuve el dinero y pagué el taxi que esperaba a la puerta. Eran las cinco menos veinte, de modo que tenía una hora de tiempo.

Me afeité y comí un apresurado almuerzo. A las cinco y veinte llamé al número indicado y me dijeron que el doctor se había ido a su casa y regresaría al cabo de un cuarto de hora. Estaba demasiado impaciente para esperar y marqué el número de su casa. La voz femenina que ya conocía me informó que acababa de partir. Me apoyé contra la pared (el teléfono estaba en un café) y golpeé en ella con mi lápiz. ¿Llegaría alguna vez hasta Sebastian? ¿Quiénes serían los imbéciles que escriben en las paredes «Mueran los judíos» o «Vive le front populaire» o hacían dibujos obscenos? Algún artista anónimo había empezado a dibujar cuadrados…, un tablero de ajedrez, ein Schachbrett, un damier… Hubo un relámpago en mi cerebro y la palabra se formuló en mis labios: ¡St. Damier! Corrí afuera y llamé a un taxi. ¿Podía llevarme a St. Damier, sea donde fuere? Cogió pausadamente un mapa y lo estudió un momento. Después contestó que le llevaría por lo menos dos horas llegar hasta ese lugar, según las condiciones del camino… Le pregunté si era mejor ir en tren. No lo sabía.

—Bueno, inténtelo y vaya rápido —dije, y se me cayó el sombrero al subir al automóvil.

Tardamos un largo rato en salir de París. Encontramos en nuestro camino toda suerte de obstáculos y creo que nunca odié nada tanto como el brazo de un policía en una esquina. Al fin nos desembarazamos de la maraña del tráfico en una larga y oscura avenida. Pero no íbamos demasiado rápido. Corrí el cristal e imploré al chófer que aumentara la velocidad. Respondió que el pavimento estaba muy resbaladizo, y en verdad una o dos veces patinamos. Después de una hora de marcha se detuvo y preguntó por el camino a un policía que iba en bicicleta. Ambos discurrieron largamente sobre el mapa del policía, y el chófer cogió el suyo, y los compararon. Habíamos equivocado el rumbo en alguna parte y ahora debíamos rehacer por lo menos tres kilómetros. Volví a correr el cristal: el conductor andaba a paso de tortuga. Sacudió la cabeza sin tomarse el trabajo de volverse. Miré mi reloj, eran casi las siete. Nos detuvimos en una estación de servicio y el chófer tuvo una conversación confidencial con el empleado. Yo no tenía la menor idea de dónde estábamos, pero como el camino corría entre campos supuse que nos acercábamos a mi destino. La lluvia golpeaba contra las ventanillas y cuando pedí una vez más al conductor que apurara un poco la marcha, perdió la paciencia y respondió con rudeza. Aterido, desesperado, volví a reclinarme en mi asiento. Ventanas iluminadas pasaban más allá de los cristales. ¿Llegaría alguna vez hasta Sebastian? ¿Lo encontraría vivo si alguna vez llegaba a St. Damier? Una o dos veces nos pasaron otros automóviles e hice notar su velocidad a mi conductor. No contestó, pero de pronto se detuvo y con un ademán violento desplegó su ridículo mapa. Pregunté si se había perdido de nuevo. Siguió pálido, pero la expresión de su gordo cuello era de gran irritación. Seguimos la marcha. Advertí con satisfacción que ahora íbamos mucho más rápido. Pasamos bajo un puente y llegamos a una estación. El chófer bajó y abrió la portezuela.

—Bueno —pregunté—, ¿y ahora qué pasa?

—Siga usted en tren —dijo el chófer—. No quiero destrozar mi automóvil por usted. Esta es la línea St. Damier, y tiene usted suerte de haber llegado hasta aquí.

Tenía aún más suerte de lo que él pensaba, porque había un tren a los pocos minutos. El jefe de estación juró que estaría en St. Damier a las nueve. La última etapa de mi viaje fue la más oscura. Estaba solo en mi compartimiento y un curioso sopor se había apoderado de mí: a pesar de mi impaciencia, temía caer dormido y pasarme. El tren se detenía con frecuencia y era algo muy penoso descifrar el nombre de la estación. De pronto tuve la horrible sensación de que me había despertado una sacudida después de dormir pesadamente durante un lapso desconocido. Cuando miré el reloj eran las nueve y cuarto. ¿Me habría pasado? Ya estaba a punto de hacer funcionar la alarma, cuando el tren empezó a aminorar la marcha y al asomarme por la ventanilla vi un letrero que pasaba fluctuando y se detenía: St. Damier.

Después de un cuarto de hora de caminar por senderos oscuros entre lo que me pareció un pinar por su susurro, llegué al hospital de St. Damier. Oí un arrastrarse, un jadeo tras la puerta, y me abrió un hombre gordo, con un grueso jersey gris a modo de chaqueta y raídas zapatillas. Entré en una especie de oficina apenas iluminada por una débil lamparilla eléctrica, que parecía revestida de polvo por un lado. El hombre me miró pestañeando, con la cara hinchada brillante de sueño. Por algún motivo empecé a hablarle en un susurro.

—He venido para ver al señor Sebastian Knight, K-n-i-g-h-t, Knight.

Gruñó y se sentó pesadamente ante un escritorio, bajo la lamparilla.

—Demasiado tarde para las visitas —masculló como para sí.

—He recibido un telegrama, mi hermano está muy mal…

Mientras hablaba sentí que trataba de insinuar que apenas cabía duda de que Sebastian estuviese vivo.

—¿Cómo se llama? —preguntó con un suspiro.

—Knight —dije—. Empieza con «K». Es un nombre inglés.

—Los nombres extranjeros deberían ser reemplazados por números —murmuró el hombre—. Haría más sencillo todo… Había un paciente que murió anoche, y tenía un nombre…

Me hirió el horrible pensamiento de que se refiriera a Sebastian… ¿Habría llegado demasiado tarde, después de todo?

—Quiere usted decir… —empecé, pero sacudió la cabeza y volvió las páginas de un registro sobre el escritorio.

—No —masculló—. El señor inglés no ha muerto. K-K-K…

—K-n-i…

C'est bon, c'est bon —interrumpió—. K-n-i-g-h-t… No soy idiota. Número treinta y seis.

Apretó el timbre y se echó atrás en el sillón con un bostezo. Yo iba y venía por el cuarto con un temblor de incontenible impaciencia. Al fin entró una enfermera y el portero me señaló:

—Número treinta y seis —dijo a la enfermera.

La seguí por un pasillo blanco hasta una corta escalera.

—¿Cómo está? —no pude evitar preguntarle.

—No sé —dijo ella.

Me entregó a una segunda enfermera que estaba sentada en el extremo de otro pasillo blanco, copia exacta del primero, y leía un libro sobre una mesilla.

—Una visita para el treinta y seis —dijo mi guía, y desapareció.

—Pero el señor inglés está durmiendo —dijo la enfermera, de cara redonda y nariz muy pequeña y brillante.

—¿Está mejor? —pregunté—. Soy su hermano, y he recibido un telegrama…

—Creo que está un poco mejor —dijo la enfermera con una sonrisa que fue para mí la sonrisa más encantadora que he imaginado nunca—. Tuvo un ataque gravísimo ayer por la mañana. Ahora duerme.

—Escúcheme —dije, tendiéndole una moneda de diez o veinte francos—. Volveré mañana, pero ahora me gustaría entrar en su habitación y quedarme un minuto.

—Pero no debe despertarle —dijo ella, sonriendo de nuevo.

—No le despertaré. Sólo me sentaré junto a él durante un momento.

—Bueno, no sé… —dijo ella—. Desde luego, puede usted echar una mirada, pero debe tener mucho cuidado.

Me guio hasta la puerta con el número treinta y seis y entramos en un cuarto minúsculo o antecámara, con un diván. Empujó levemente una puerta semiabierta y atisbé un momento en un cuarto oscuro. Al principio sólo pude oír los latidos de mi corazón, pero después percibí una respiración corta y rápida. Alrededor de la cama había un biombo, pero de todos modos estaba demasiado oscuro para distinguir a Sebastian.

—Dejaré un poco abierta la puerta —susurró la enfermera— y podrá usted sentarse aquí, en el diván, un minuto.

Encendió una lamparilla de pantalla azul y me dejó solo.

Sentí el absurdo impulso de sacar la pitillera del bolsillo. Me temblaban las manos, pero me sentía feliz. Estaba vivo. Dormía tranquilamente. Conque era su corazón… ¿su corazón?… Lo mismo que su madre. Estaba mejor, había esperanzas. Acudiría a todos los cardiólogos del mundo para salvarlo. Su presencia en el cuarto vecino, el leve ruido de su respiración me producían una sensación de seguridad, de paz, de maravilloso descanso. Y mientras estaba allí, sentado, escuchando, y me retorcía las manos, pensé en todos los años que habían pasado, en nuestros breves encuentros. Y sabía que ahora, en cuanto pudiera escucharme, le diría que, de buen o mal grado, no me apartaría nunca de él. El extraño sueño que había tenido, la creencia en alguna verdad esencial que me diría antes de morir…, todo ello parecía vago, abstracto, como si se hubiera diluido en una cálida corriente humana de emoción más simple, más humana, en la oleada de amor que sentía por el hombre que dormía tras aquella puerta semiabierta. ¿Por qué nos habíamos apartado? ¿Por qué me había mostrado yo tan necio, tan torpe, tan tímido durante nuestros cortos encuentros en París? ¿Me marcharía ahora para pasar la noche en el hotel, o quizá me darían una habitación en el hospital, sólo hasta que pudiera verlo? Por un momento me pareció que el leve ritmo de la respiración se interrumpía, que Sebastian despertaba y hacia rechinar los dientes antes de hundirse de nuevo en el sueño: el ritmo continuó, tan bajo que apenas podía distinguirlo de mi propia respiración, mientras permanecía sentado, escuchando. Oh, le diría centenares de cosas, le hablaría de Caleidoscopio y Éxito, de La montaña cómica, Albinos de negro, La otra faz de la luna, El bien perdido, El extraño asfódelo…, todos aquellos libros que conocía tan bien como si los hubiera escrito yo mismo. Y también él hablaría. ¡Qué poco sabía yo de su vida! Pero ahora me enteraba de algo muy interesante. Aquella puerta semiabierta era el mejor vínculo imaginable. Aquella suave respiración me decía acerca de Sebastian cosas que nunca había sabido. Si hubiera podido fumar, mi felicidad habría sido perfecta. Un muelle sonó en el diván cuando cambié ligeramente de posición, y temí perturbar su sueño. Pero no: el leve sonido persistía, trazando una línea sutil que parecía la curva misma del tiempo: ya se hundía, ya reaparecía, viajando a través del paisaje formado por los símbolos del silencio: oscuridad, cortinas y un resplandor azul a mi lado.

Al fin me puse de pie y me dirigí de puntillas hacia el corredor.

—Espero que no lo haya molestado —dijo la enfermera—. Le hace bien dormir.

—Dígame, ¿cuándo vendrá el doctor Starov?

—¿Qué doctor? —dijo ella—. Oh, el doctor ruso. Non, c'est le docteur Guinet qui le soigne. Lo encontrará usted mañana por la mañana.

—Me gustaría pasar la noche aquí, en alguna parte. ¿No cree usted que quizá…?

—Y hasta podría ver al doctor Guinet ahora mismo —dijo la enfermera con su agradable voz apacible—. Vive al lado… ¿Conque es usted su hermano? Y mañana llegará su madre de Inglaterra, ¿verdad?

—Oh, no —dije—. Su madre murió hace años. Dígame usted, ¿cómo es durante el día? ¿Habla? ¿Sufre?

La enfermera frunció el ceño y me miró de manera extraña.

—Pero… no entiendo… ¿Cómo se llama usted, por favor?

—Ah… Debo explicarme —dije—. Somos hermanastros, en realidad. Mi nombre es… —dije mi apellido.

Oh-là-là! —exclamó, enrojeciendo vivamente—. Mon Dieu! El caballero ruso murió ayer, y ha estado usted velando a Monsieur Kegan…

No vi a Sebastian, después de todo, o al menos no lo vi vivo. Pero aquellos minutos que pasé escuchando lo que creí su respiración cambiaron tanto mi vida como la habrían cambiado las palabras de Sebastian antes de morir. Sea cual fuere su secreto, conocí otro secreto: el alma no es sino un modo de ser —no un estado constante— y cualquier alma puede ser nuestra, si encontramos y seguimos sus ondulaciones. La vida futura puede ser la capacidad de vivir conscientemente en el alma escogida, en cualquier número de almas, todas ellas inconscientes de su carga intercambiable. Así… soy Sebastian Knight. Me siento como si lo representara en un escenario iluminado, entre un ir y venir de gentes que él conocía —las borrosas figuras de los pocos amigos que tenía, el estudioso, el poeta, el pintor— que dulcemente, silenciosamente, le rinden homenaje. Y allí está Goodman, el payaso de pies planos, con su pechera postiza asomando del chaleco; y allí… el pálido relumbre de la cabeza inclinada de Clare, que se aleja llorando, apoyada en una amiga. Se mueven en torno a Sebastian —en torno a mí, que lo represento—, y el viejo prestidigitador espera entre bastidores con su conejo escondido; y Nina está sentada sobre una mesa, en el rincón más iluminado de la escena, con un vaso de agua fuscinada, bajo una palma pintada. Después termina la pantomima. El pequeño apuntador calvo cierra su libro y la luz se desvanece poco a poco. El fin, el fin. Todos se marchan a su vida cotidiana (y Clare a su tumba), pero queda el héroe, porque a pesar de mis esfuerzos no consigo abandonar mi papel: la máscara de Sebastian se adhiere a mi cara, el parecido no quiere esfumarse. Soy Sebastian o Sebastian es yo, o quizá ambos somos alguien que ninguno de los dos conoce.