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En su apresurado y erróneo libro, Goodman presenta en unas cuantas frases poco logradas una imagen ridículamente falsa de la niñez de Sebastian Knight. Una cosa es ser el secretario de un autor, y otra escribir su biografía. Y si semejante tarea ha sido sugerida por el deseo de lanzar al mercado un libro mientras aún puede cambiarse con éxito el agua de las flores sobre una tumba recién abierta, no es asunto fácil combinar la prisa comercial con la investigación exhaustiva, la imparcialidad y la agudeza. No intento arruinar ninguna reputación. No estoy calumniando si afirmo que sólo el ímpetu de la máquina de escribir pudo persuadir a Goodman de que «la educación rusa había sido impuesta a la fuerza en un niño siempre consciente de la poderosa corriente inglesa de su sangre». Esa influencia foránea, prosigue Goodman, «produjo hondos sufrimientos en el niño, a tal punto que en sus años de madurez no podía sino recordar con un estremecimiento a los barbados muyiks, los iconos, el estrépito de las balalaikas y cuanto había desplazado su saludable educación inglesa».

Es de todo punto innecesario observar que el concepto de Goodman sobre el ambiente ruso no es más exacto que, por ejemplo, la noción de un calmuko sobre Inglaterra como un negro lugar donde maestros de bigotes rojos azotan a los niños hasta hacerles saltar la sangre. Lo que es imprescindible observar, en cambio, es que Sebastian se educó en una atmósfera de refinamiento intelectual, que fusionaba la espiritualidad de un hogar ruso con los tesoros de la cultura europea, y que sea cual fuere la reacción de Sebastian ante sus recuerdos rusos, su índole compleja y peculiar nunca se rebajó a la vulgaridad insinuada por su biógrafo.

Recuerdo a Sebastian de niño, seis años mayor que yo, embadurnando papeles con acuarelas en el aura doméstica de una majestuosa lámpara de kerosene cuya pantalla de seda rosa —ahora que brilla en mi recuerdo— parece pintada por el pincel demasiado mojado de mi hermano. Me veo a mí mismo, un niño de cuatro o cinco años, de puntillas, tenso y agitado por el esfuerzo de ver mejor la caja de pinturas tras el codo en movimiento de mi hermano: rojos y azules pegajosos, tan lamidos y gastados que brillaba la loza de sus cavidades. Se oye un ruido muy leve cada vez que Sebastian mezcla sus colores en el reverso de la fina tapa, y el agua del vaso que tiene ante sí se anubla con mágicos tintes. Su pelo negro, muy corto, hace visible sobre la oreja diáfana y rosada una pequeña marca de nacimiento —acabo de encaramarme sobre una silla—, pero sigue sin prestarme atención hasta que, con un gesto torpe, intento tocar el panecillo más azul de la caja: entonces, con un movimiento del hombro, me rechaza sin volverse, silencioso y distante como siempre es conmigo. Me recuerdo atisbando a través de los barrotes, mientras él subía las escaleras al regreso de la escuela, vestido con el uniforme negro reglamentario, con aquel cinturón de cuero que yo codiciaba en secreto. Subía lentamente, inclinando el cuerpo, arrastrando tras de sí la cartera de colegial, palmoteando el pasamanos y asiéndose, de cuando en cuando, para subir dos o tres escalones a la vez. Yo apretaba los labios y lanzaba un blanco hilo de saliva que caía y caía sin acertar jamás a Sebastian: no lo hacía para molestarlo, sino en un vano intento de hacerle reparar en mi existencia. Conservo también un vivido recuerdo: Sebastian anda en una bicicleta de manubrio muy bajo por un camino soleado en el parque de nuestra casa de campo; avanza lentamente, con los pedales inmóviles, y yo troto tras él. Me apresuro cuando sus pies, calzados con sandalias, hacen presión sobre los pedales. Hago lo posible para no alejarme de la zumbante rueda trasera, pero Sebastian no repara en mí y de pronto se aleja definitivamente, dejándome sin aliento y aún al trote.

Después, cuando Sebastian tenía dieciséis años y yo diez, solía ayudarme en mis tareas escolares, explicándome algunos puntos con tal apresuramiento e impaciencia que de nada me servía su auxilio: al rato de empezar se guardaba el lápiz en el bolsillo y se precipitaba fuera del cuarto. Por entonces era alto y pálido; sobre el labio superior tenía una sombra oscura. Llevaba el pelo brillante, partido en dos, y escribía en un cuaderno de notas negro versos que guardaba en el cajón de su escritorio.

Una vez descubrí dónde escondía la llave (en una grieta de la pared, junto a la blanca estufa holandesa de su cuarto) y abrí el cajón. Encontré el cuaderno negro; también encontré la fotografía de la hermana de un compañero de escuela, algunas monedas de oro y un saquito de muselina con pastillas azucaradas. Los poemas estaban en inglés. Habíamos recibido lecciones de inglés en nuestra casa, no mucho antes de la muerte de mi padre, y aunque yo no podía hablar con fluidez esa lengua, la escribía y leía con relativa facilidad. Recuerdo confusamente que los versos eran románticos, llenos de rosas oscuras y estrellas y llamadas del mar; pero un detalle se destaca nítido en mi memoria: al pie de cada poema, la firma era un caballo negro de ajedrez, dibujado con tinta china.

He procurado dar una imagen coherente de cuanto vi de mi hermanastro en aquellos días infantiles, entre 1910 (el año en que empecé a tener conciencia) y 1919 (el año en que partió para Inglaterra). Pero la tarea es superior a mis medios. La imagen de Sebastian no aparece como parte de mi adolescencia, un objeto de selección y desarrollo incesantes, ni se muestra como una serie de visiones familiares: llega hasta mí en unos pocos vislumbres brillantes, como si no hubiera sido un miembro constante de mi familia, sino algún visitante ocasional que atravesara un cuarto iluminado para sumirse durante un largo intervalo en la noche. Todo ello no puede explicarse por el hecho de que mis propios intereses infantiles impidieran cualquier relación consciente con alguien demasiado crecido para ser mi compañero, aunque no lo bastante para ser mi guía, sino por el constante retraimiento de Sebastian, que, aunque yo lo quería entrañablemente, nunca agradeció o alentó mi afecto. Quizá podría describir su modo de caminar, de reír, de estornudar; pero todo ello no formaría sino un abigarrado montón de fragmentos de película cinematográfica cortados, sin conexión con el drama esencial. Y allí había un drama. Sebastian nunca pudo olvidar a su madre, ni pudo olvidar que su padre había muerto por ella. Que su nombre no se pronunciara nunca en nuestra casa rodeaba de una morbosa fascinación el encanto recordado que impregnaba su alma impresionable. Yo no sé si recordaba con nitidez la época en que su madre era la mujer de su padre; acaso conservaba ese recuerdo como un suave resplandor en el fondo de su vida. Tampoco puedo decir qué sintió al volver a ver a su madre cuando tenía nueve años. Dice mi madre que a partir de entonces se mostró ausente y taciturno, y nunca mencionó esa entrevista fugaz y patéticamente incompleta. En El bien perdido Sebastian alude a un sentimiento amargo hacia su padre, que se mostraba feliz en su segundo matrimonio. Tal sentimiento se convirtió en culto extático cuando supo la razón del duelo fatal de su padre.

«Mi descubrimiento de Inglaterra —escribe Sebastian (El bien perdido)— insufló nueva vida a mis recuerdos más íntimos… Después de Cambridge, inicié un viaje por Europa y pasé dos semanas apacibles en Montecarlo. Creo que hay allí un casino de juego, pero lo ignoré, pues el trabajo de mi primera novela se llevaba casi todo mi tiempo: un intento harto presuntuoso que, me alegra decirlo, fue rechazado por tantos editores como lectores tuvo mi segundo libro. Un día salí a dar un paseo y encontré un lugar llamado Roquebrune. Era en Roquebrune donde había muerto mi madre, trece años antes. Recuerdo claramente el día en que mi padre me informó de su muerte y me dio el nombre de la pensión donde ocurrió. El nombre era “Les Violettes”. Pregunté a un chófer si conocía la casa, pero no pudo guiarme. Después me dirigí a un vendedor de fruta, que me indicó el camino. Al fin llegué a una villa rosada, con el techo cubierto de las típicas tejas provenzales; en el portal advertí un ramo de violetas pintado con torpeza. Conque aquella era la casa… Atravesé el jardín y hablé con la patrona. Me dijo que acababa de hacerse cargo de la pensión y no sabía nada del pasado. Le pedí permiso para sentarme un rato en el jardín. Un viejo —desnudo hasta donde yo podía verlo— me atisbo desde un balcón; salvo él, no había otra persona en el lugar. Me senté en un banco azul, bajo un gran eucalipto que tenía casi toda la corteza desprendida, como siempre parece ocurrir con esos árboles. Después procuré ver la casa rosada, el árbol, la escena toda con los ojos con que mi madre la habría visto. Lamenté no saber cuál era la ventana de su cuarto. A juzgar por el nombre de la villa, supuse que también ella habría tenido ante sus ojos el mismo macizo de pensamientos violetas. Poco a poco fui sumergiéndome en tal estado que durante un instante el rosa y el verde parecieron estremecerse y flotar, como vistos a través de un velo de bruma. Mi madre, una figura esbelta y borrosa, con un sombrero inmenso, subió lentamente los escalones que parecían diluirse en agua. Un tremendo topetazo me devolvió a la conciencia: había rodado una naranja del envoltorio que tenía en mi regazo. La recogí y salí del jardín. Unos meses después, en Londres, trabé conocimiento con un primo de mi madre. La conversación me llevó a mencionar mi visita al lugar donde ella había muerto. “Oh, pero fue en la otra Roquebrune —me dijo—, la que está en el Var…”».

Es curioso constatar que Goodman, al citar el mismo pasaje, se contenta con observar que «Sebastian Knight estaba prendado del lado cómico de las cosas y era tan incapaz de tomarlas por el lado serio, que se las compuso, sin ser de naturaleza cínica o insensible, para jugar con las emociones íntimas que el resto de la humanidad considera sagradas». No es de asombrarse que este solemne biógrafo no acierte nunca al interpretar cualquier rasgo de su héroe.

Por razones ya mencionadas no intentaré describir la niñez de Sebastian con la metódica continuidad que habría observado de haber sido Sebastian un personaje ficticio. En ese caso, habría informado y divertido al lector narrando el lento desarrollo de mi héroe, de la infancia a la juventud. Pero si lo hubiese hecho con Sebastian, el resultado habría sido una de esas «biographies romancees» que son con mucho la peor clase de literatura inventada hasta ahora. Dejemos cerrada, pues, la puerta, y que apenas se vea un tenue hilo de luz; que se apague la lámpara en el cuarto vecino donde Sebastian ha ido a acostarse; que la hermosa casa olivácea en la ribera del Neva se disuelva poco a poco en la helada noche gris y azulada, mientras los copos de nieve que caen suavemente fluctúan en el halo lunar del alto farol de la calle y espolvorean los poderosos miembros de las dos cariátides barbadas que sostienen, con esfuerzo de Atlante, el mirador de la habitación de mi padre. Mi padre ha muerto, Sebastian está dormido, o al menos inmóvil, en la habitación vecina, y yo estoy en la cama, despierto, con los ojos abiertos en la oscuridad.

Unos veinte años después emprendí un viaje a Lausanne para ver a la vieja señora suiza que había sido institutriz de Sebastian y después mía. Debía de tener casi cincuenta años al dejarnos en 1914; había cesado la correspondencia que nos unía, de modo que no estaba seguro de encontrarla viva en 1936. Pero la encontré. Había allí, como pude descubrir, una unión de viejas damas suizas que habían sido institutrices en Rusia, antes de la revolución. Vivían «en su pasado», como me explicó el amabilísimo caballero que me guio; aguardaban la muerte —y muchas de esas damas eran decrépitas o estaban chochas— comparando notas, riñendo entre sí y demostrando las condiciones de Suiza, que habían descubierto después de los muchos años vividos en Rusia. Su tragedia consistía en el hecho de que durante todos aquellos años pasados en un país extraño se habían mantenido totalmente inmunes a su influjo (hasta el punto de no aprender la más simple palabra rusa). Hostiles, en cierto modo, al mundo que las rodeaba —cuántas veces había oído a Mademoiselle lamentarse por su exilio, quejarse del abandono y la incomprensión en que se la tenía, anhelar su tierra natal—, cuando esos pobres seres errabundos regresaron a su patria se encontraron como extranjeros en un país cambiado, y un capricho de los sentimientos hizo que Rusia (que había sido para ellas un abismo arcano, un retumbar remoto, más allá del rincón iluminado de un cuarto apartado, con fotografías en marcos de madreperla y una acuarela con la vista del castillo de Chillón), la desconocida Rusia, adquiriera ahora el aspecto de un paraíso perdido, un lugar vasto e incierto, pero —retrospectivamente— acogedor, poblado de pensativas fantasías. Encontré muy gris a Mademoiselle, pero tan llena de energía como siempre, y después de los primeros y efusivos abrazos empezó a recordar menudencias de mi niñez, tan deformadas o tan ajenas a mi memoria que dudé de su pasada realidad. Ignoraba la muerte de mi madre; tampoco sabía que Sebastian había muerto tres meses antes. Entre paréntesis, tampoco había llegado a su conocimiento que había sido un gran escritor. No hacía más que lloriquear, y sus lágrimas eran sinceras; pero parecía incomodarla que no me uniera a su llanto.

—Siempre has sido muy dueño de ti —me dijo.

Le conté que estaba escribiendo un libro sobre Sebastian y le pedí que me hablara de su niñez. Ella había entrado en nuestra casa poco después del segundo matrimonio de mi padre, pero en su mente el pasado se confundía y desplazaba a tal punto que hablaba de la primera mujer de mi padre (cette horrible Anglaise) como si la hubiese conocido tan bien como a mi madre (cette femme admirable).

—Mi pobrecito Sebastian —gimoteó—, tan bueno conmigo, tan noble… Ah, cómo recuerdo aquel modo tan suyo de echarme los bracitos al cuello y decirme: «Odio a todos, menos a ti, Zelle, tú eres la única que comprendes mi alma». Y el día en que di una palmada en su mano, une toute petite tape, por haber sido descortés con tu madre… la expresión de sus ojos… casi me hizo llorar… y su voz cuando dijo: «Te lo agradezco, Zelle; no volverá a ocurrir».

Siguió en el mismo tono durante largo rato, haciéndome sentir cada vez más incómodo. Después de varios intentos infructuosos, me las compuse para desviar la conversación. Por entonces ya estaba completamente ronco, pues la dama había perdido quién sabe dónde su trompetilla. Después habló de su vecina, una gorda criatura aún más vieja que ella, con quien me había topado en el pasillo.

—La buena mujer está completamente sorda —se quejó—; es una mentirosa terrible. Sé muy bien que no hizo más que dar lecciones a los hijos de la princesa Demidov… pero nunca vivió en su casa.

Cuando me marché, gritó:

—Escribe ese libro, ese hermoso libro. Hazlo como un cuento de hadas, y que Sebastian sea el príncipe. El príncipe encantado… Muchas veces le dije yo: «Sebastian, ten cuidado, las mujeres te adorarán». Y él me respondía riendo: «Bueno, también yo las adoraré…».

Yo iba retrocediendo. Me dio un sonoro beso, me palmeó la mano, volvió a lloriquear. Miré sus ojos viejos y nublados, el brillo muerto de sus dientes falsos, el prendedor de granates —que recordaba tan bien— en su pecho… Nos despedimos. Llovía con violencia y me sentí avergonzado y molesto por haber interrumpido mi segundo capítulo para tan inútil peregrinación. Pero algo me había impresionado especialmente. No me había preguntado un solo detalle sobre la vida de Sebastian en todos esos años, no me había hecho una sola pregunta sobre su muerte: nada.