La pregunta que hubiera querido hacer a Nina quedó sin formular. Hubiera querido preguntarle si nunca había advertido que el hombre de cara exangüe, cuya presencia encontraba tan tediosa, era uno de los escritores más notables de su época. Pero ¿habría valido la pena? Los libros no significan nada para una mujer de su clase: su propia vida le parece contener los estremecimientos de cien novelas. Si la hubieran condenado a permanecer todo un día encerrada en una biblioteca la habrían encontrado muerta por la noche. Estoy seguro de que Sebastian nunca le hablaba de su trabajo: habría sido como hablar de meridianos con un murciélago. Dejemos, pues, que el murciélago vuele y ruede en la creciente oscuridad, con la mímica astuta de una golondrina.
En los últimos y tristes días de su vida Sebastian escribió El extraño asfódelo, sin duda su obra maestra. ¿Dónde y cómo lo escribió? En la sala de lectura del British Museum (lejos de la mirada vigilante de Goodman). En la humilde mesa de un bistro parisiense (no de la clase preferida por su amante). En una silla plegable, bajo una sombrilla anaranjada, en Cannes o Juan, cuando ella y su pandilla lo abandonaban para retozar en otra parte. En la sala de espera de una estación anónima, entre dos ataques al corazón. En un hotel, entre el ruido de los platos que lavaban en un patio. En muchos otros lugares que sólo puedo conjeturar vagamente. El tema del libro es simple: un hombre se muere. Lo sentimos hundirse a lo largo de la obra. Sus pensamientos y sus recuerdos lo invaden todo con más o menos claridad (como las aspiraciones y espiraciones de un jadeo irregular), ya precisando esta imagen, ya aquella, dejándola galopar al viento o arrojándola sobre la playa, donde parece mecerse y vivir un instante por sí sola, hasta que la arrebata el mar gris, donde se hunde o se transfigura extrañamente. Un hombre se muere, y él es el héroe del relato: pero mientras las vidas de otras personas en el libro parecen perfectamente reales (o al menos reales en un sentido knightiano), el lector ignora quién es el hombre moribundo, si su lecho de muerte está fijo o fluctúa, si es de veras un lecho. El hombre es el libro; el libro mismo está muñéndose como un fantasma. Una imagen-pensamiento, después otra, rompe en la playa de la conciencia y seguimos el ser o la cosa que son evocados: restos dispersos de una vida destrozada, inertes fantasmas que sacuden y despliegan alas con ojos. Esas vidas no son sino comentarios sobre el mismo tema. Seguimos al viejo y dulce Schwarz, jugador de ajedrez, que se sienta en una silla en una habitación en una casa para enseñar a un niño huérfano a mover el caballo; nos encontramos a la gorda gitana con esa franja gris en el pelo que traiciona su tinte barato; escuchamos a la pálida desdichada que denuncia ruidosamente el sistema de opresión a un hombre atento, bien vestido, en una casa pública de pésima fama. La alta y encantadora prima donna pone el pie en un charco y sus zapatos plateados se estropean. Un anciano solloza, consolado por una afectuosa muchacha de luto. El profesor Nussbaum, un estudioso suizo, mata a su amante y se suicida en una habitación de hotel a las tres y media de la mañana. Pasan y pasan, esas y otras personas, abriendo y cerrando puertas, viviendo mientras está iluminado el camino que siguen, tragadas sucesivamente por las oleadas del tema dominante: un hombre agoniza. El hombre parece mover un brazo o girar la cabeza sobre lo que puede ser una almohada, y mientras se mueve, tal o cual vida que acabamos de vislumbrar se desvanece o cambia. A veces su personalidad adquiere conciencia de sí, y entonces sentimos que atravesamos la arteria principal del libro. «Ahora, cuando era demasiado tarde y las tiendas de la Vida estaban cerradas, lamentaba no haber adquirido cierto libro que siempre había deseado, no haber presenciado ningún terremoto, ningún incendio, ningún accidente de tren, no haber visto Tatsienlu en el Tibet, no haber oído las urracas azules discurriendo en los sauces chinos, no haber hablado a aquella escolar errabunda, de ojos desvergonzados, que encontró un día en un páramo, no haberse reído del mal chiste de una mujer tímida y horrible, cuando nadie había reído en la habitación, haber perdido trenes, alusiones y oportunidades, no haber tendido la moneda que llevaba en el bolsillo a aquel viejo violinista que tocaba para sí, trémulo, en cierto triste día, en una ciudad olvidada».
A Sebastian Knight siempre le había gustado hacer malabarismos con los temas, estrechándolos o armonizándolos diestramente, haciéndoles expresar ese oculto sentido que sólo podía expresarse en una sucesión de olas, como la música de una boya china sólo puede producirse por ondulación. En El extraño asfódelo, su método ha llegado a la perfección. No son las partes las que importan, sino su combinación.
Parece haber un método, asimismo, en el modo con que el autor expresa el proceso físico de la muerte: los pasos que llevan a la oscuridad; la acción que sucesivamente desarrollan el cerebro, la carne, los pulmones. Primero el cerebro sigue cierta jerarquía de ideas, ideas sobre la muerte: pensamientos de falsa profundidad escritos al margen de un libro prestado (el episodio del filósofo): «Atracción de la muerte: el crecimiento físico considerado al revés, como el afinarse de una gota suspendida; al fin el precipitarse en la nada». Pensamientos poéticos, religiosos: «… el pantano del pútrido materialismo y el dorado paraíso de los que Dean Park llama optimistas…». «Pero el moribundo sabe que no eran ideas verdaderas; que sólo puede decirse que existe una mitad de la noción de la muerte: este lado de la cuestión; el arranque, la partida, el muelle de la vida alejándose con los pañuelos; ah, él estaba ya del otro lado, ya que podía ver alejarse la orilla. No, no del todo, si aún pensaba». (Así alguien que acude a despedir a un amigo, puede quedarse demasiado tiempo en la cubierta sin convertirse en viajero…).
Después, poco a poco, los demonios de la enfermedad física sofocan bajo montañas de dolor toda suerte de pensamientos, filosofía, conjetura, recuerdos, esperanza, nostalgia. Tropezamos y nos arrastramos por horribles paisajes y no reparamos adonde vamos… porque todo es angustia y sólo angustia. El método se invierte. En vez de esas ideas-pensamientos que se atenuaban cada vez más, mientras las seguíamos por ciegos pasajes, es ahora el asalto de horribles visiones que nos cercan por todos lados: la historia de un niño torturado; el relato de un exiliado sobre su vida en un despiadado país de donde ha escapado; un pobre demente con un ojo en blanco; un campesino que da puntapiés a sus perros… divirtiéndose cruelmente. Después también el dolor desaparece. «Quedó tan exhausto que casi no se interesaba en la muerte. Como “un hombre sudando ronca en un vagón de tercera; como un escolar cae dormido sobre sus deberes incompletos”. Estoy cansado, cansado… un neumático que rueda y rueda por sí solo, unas veces bamboleándose, otras aminorando la marcha, otras…».
Es el momento en que una oleada de luz súbitamente inunda el libro: «… como si alguien hubiese abierto la puerta y las personas de la habitación hubieran saltado sobre sus pies, recogiendo nerviosamente sus paquetes». Sentimos que estamos al borde de una verdad absoluta, deslumbrados por su esplendor y al mismo tiempo sosegados por su sencillez perfecta. Por su increíble ardid de palabras sugestivas, el autor nos hace creer que conoce la verdad sobre la muerte y que va a contárnosla. Dentro de un instante, al fin de esa oración, en medio de la siguiente, o acaso un poco más adelante, hemos de saber algo que cambiará nuestros conceptos, como si descubriéramos que moviendo nuestros brazos de un modo simple, pero nunca ensayado, podemos volar. «El nudo más difícil no es sino un cordel que resiste a nuestras uñas, un poco por inercia, otro poco por sus graciosas revueltas. Los ojos lo disciernen, mientras los dedos inexpertos sangran. El (el moribundo) era ese nudo, y habría sido desatado de inmediato si hubieran podido ver y seguir el cordel. Y no sólo él mismo: todo habría sido resuelto, todo lo que pudiera imaginar en nuestros infantiles términos de espacio y tiempo, ambos acertijos inventados por el hombre como acertijos, y así vueltos a nosotros: los boomerangs del disparate… Ahora había aprehendido algo real, que nada tenía que ver con ninguno de los pensamientos o sentimientos o experiencias que pudiera haber tenido en el jardín de infantes de la vida».
La respuesta a todas las cuestiones de la vida y la muerte, «la solución absoluta», estaba escrita en el mundo todo que él había conocido: era como un viajero que advierte que la salvaje región por donde caminó no es un conjunto accidental de fenómenos naturales, sino la página de un libro donde esas montañas y selvas, y campos, y ríos, están dispuestos de tal modo que forman una frase coherente: la vocal de un lago se funde con la consonante de una pendiente sibilante; las vueltas de un camino escriben su mensaje en una caligrafía redondeada, nítida como de su propio padre; árboles que conversan en su muda pantomima, que impresiona a quien ha aprendido los gestos de su lenguaje… Así el viajero deletrea el paisaje y su sentido es manifiesto. Asimismo, el intrincado dibujo de la vida humana se revela monogramático, luminoso para los ojos interiores que desentrañan las letras enlazadas. Y la palabra, el sentido que surge, es asombroso por su sencillez: la sorpresa es tanto mayor, quizá, porque en el curso de una existencia terrena con el cerebro oprimido por un anillo de hierro, por el ceñido sueño de nuestra propia personalidad, no hemos hecho el menor esfuerzo mental, que habría liberado el pensamiento prisionero y le habría otorgado infinita comprensión. Ahora el enigma estaba resuelto. «Y como el sentido de todas las cosas brillaba a través de sus formas, muchas ideas y acontecimientos que parecían de gran importancia degeneraron no convirtiéndose en cosas insignificantes, porque nada podía ser insignificante ahora, sino colocándose en el mismo nivel al que otras ideas y acontecimientos, antes desprovistos de toda importancia, han llegado ahora». Así, estos maravillosos gigantes de nuestros pensamientos, la ciencia, el arte o la religión, cayeron del esquema familiar de su clasificación y, dándose la mano, se mezclaron gozosamente en el mismo nivel. Así, un hueso de cereza y su minúscula sombra proyectada sobre la madera pintada de un banco, o un pedazo de papel roto o cualquier otra fruslería entre millones y millones de fruslerías alcanzaba proporciones maravillosas. Remodelado, recreado, el mundo comunicaba su sentido al alma naturalmente, como ambos respiraban.
Y ahora sabemos qué es exactamente; la palabra será formulada… y ustedes, y yo, y cada ser en el mundo se dará una palmada en la frente: ¡Qué tontos hemos sido! Al final de su libro el autor parece detenerse un instante, como diciéndose si es sensato revelar la verdad. Parece levantar la cabeza, olvidar al hombre agonizante cuyos pensamientos seguía y volverse para pensar: ¿Lo seguiremos hasta el fin? ¿Susurraremos la palabra que sacudirá el silencio espeso de nuestras mentes? Lo haremos, hemos llegado demasiado lejos, la palabra ya está forjándose y surgirá. Y nos volvemos una vez más, y nos inclinamos sobre un lecho oscuro, sobre una forma gris y flotante… cada vez más abajo, más abajo… Pero ese minuto de duda ha sido fatal: el hombre ha muerto.
El hombre ha muerto y nosotros lo ignoramos. El asfódelo en la otra orilla es tan incierto como siempre. Tenemos en nuestras manos un libro muerto. ¿O estamos equivocados? A veces, cuando vuelvo las páginas de la obra maestra de Sebastian, siento que la «solución absoluta» está allí, en alguna parte, oculta en algún párrafo. Lo he leído con demasiada prisa, o está entrelazada con otras palabras cuya acepción familiar me ha despistado. No sé de otro libro que dé esa peculiar sensación y quizá ese fue el intento principal del autor.
Recuerdo vividamente el día en que vi El extraño asfódelo anunciado en un periódico inglés. Había dado con un ejemplar del periódico en un hotel de París, mientras esperaba a un hombre que la compañía para la cual trabajo necesitaba comprometer en un negocio. Mientras estaba sentado a solas en el vestíbulo de lúgubre comodidad y leía los anuncios editoriales y el hermoso nombre de Sebastian en letras capitales, envidié su suerte como nunca la había envidiado antes. No sabía dónde estaba Sebastian en esos momentos, no lo había visto en los últimos seis años, ignoraba que estuviera tan enfermo y fuera tan desgraciado. Por el contrario, el anuncio de su libro me pareció un índice de felicidad, y lo imaginé en una habitación cálida y alegre de algún club, con las manos en los bolsillos, las orejas relucientes, los ojos húmedos y brillantes, una sonrisa notándole en los labios… y todas las demás personas de la habitación de pie alrededor de él, con vasos de oporto, festejando sus bromas. Era un cuadro trivial, pero seguía brillando con los toques de las blancas pecheras de las camisas y las negras chaquetas de etiqueta y el vino color de miel y los rostros bien delineados, como una de esas fotografías iluminadas que vemos en las portadas de las revistas. Decidí comprar el libro no bien se publicara —siempre compraba sus libros en cuanto aparecían—, pero de algún modo estaba particularmente impaciente por leer este último. Al fin apareció la persona que esperaba. Era un inglés, muy instruido. Antes de abordar el negocio conversamos unos instantes sobre otros temas, y observé por casualidad que acababa de leer el anuncio en el diario y hasta le pregunté si había leído alguno de los libros de Sebastian Knight. Dijo que había leído uno o dos, Caleidoscopio «o algo así» y El bien perdido. Le pregunté si le gustaban. Dijo que sí, en cierto modo, pero que el autor le parecía terriblemente snob, al menos en el sentido intelectual. Le pedí que se explicara. Agregó que Knight le parecía constantemente embarcado en un juego de su propia invención cuyas reglas no comunicaba a sus compañeros. Dijo que prefería los libros que le hacían pensar a uno; los libros de Knight no hacían pensar: dejaban a sus lectores perplejos e irritados. Después habló de otro autor contemporáneo que juzgaba mucho mejor que Sebastian Knight. Aproveché una pausa para iniciar nuestra conversación mercantil. La conversación no resultó tan fructífera como esperaba mi compañía.
El extraño asfódelo fue objeto de muchas reseñas y la mayoría de ellas resultaron muy halagüeñas. Pero aquí y allá se reiteraba la insinuación de que el autor era un autor cansado, lo cual parecía otro modo de decir que era aburrido. Y hasta percibí como un asomo de conmiseración…, como si ellos supieran ciertos tristes detalles sobre el autor que no estaban en el libro, pero que influían en la actitud con que lo consideraban. Un crítico llegó a decir que lo había leído con «sentimientos dispares, porque era una experiencia más bien desagradable para el lector sentarse junto a un lecho de muerte sin tener la certeza de si el autor es el paciente o el médico». Casi todas las reseñas dieron a entender que el libro era quizá demasiado largo y que muchos pasajes eran oscuros y oscuramente pesados. Todos elogiaban la «sinceridad» de Sebastian Knight…, sea lo que fuere tal «sinceridad». Me pregunto qué pensó Sebastian de todas esas reseñas.
Presté mi ejemplar a un amigo que pasó varias semanas sin leerlo y al final lo perdió en un tren. Compré otro y no lo presté a nadie. Sí, creo que entre todos sus libros ese era mi favorito. Ignoro si le hace «pensar» a uno y poco me importa si lo consigue o no… Me gusta por lo que es. Me gusta su estilo. Y a veces me digo que no sería demasiado difícil traducirlo al ruso.