17

Es curioso, pensé: parecía haber cierta semejanza familiar entre Nina Rechnoy y Hélène von Graun…, o al menos entre las dos imágenes que el marido de una y la amiga de otra me habían pintado. Entre las dos no había mucho que elegir. Nina era superficial y mundana, Hélène astuta y tenaz, pero ambas eran volubles. Ninguna era de mi gusto… ni pensaba que lo fuera de Sebastian. Me pregunté si ambas mujeres se habrían conocido en Blauberg: lo habrían pasado muy bien juntas… teóricamente. En realidad, se habrían mostrado las uñas mutuamente. Por otro lado, ya podía abandonar por completo la pista Rechnoy, cosa que me aliviaba mucho. Lo que aquella muchacha francesa me había dicho acerca del amante de su amiga no podía ser una mera coincidencia. A pesar de los sentimientos que me asaltaban al enterarme de cómo había sido tratado Sebastian, no podía sino alegrarme al ver que mi búsqueda se acercaba a su fin y que se me ahorraba la imposible tarea de desenterrar a la primera mujer de Pahl Pahlich, que debía de estar en la cárcel o en Los Angeles.

Sabía que era mi última oportunidad, y como estaba ansioso por asegurarme de su presencia, hice un esfuerzo tremendo y le envié una carta a su dirección de París, de modo que pudiera encontrarla a su llegada. Fui muy lacónico: le informé sucintamente que era huésped de su amiga en Lescaux y que había aceptado esa invitación con el solo objeto de encontrarme con ella. Agregué que había importantes cuestiones de índole literaria que deseaba consultarle. Esa última afirmación no era muy sincera, pero pensé que sonaba de manera atractiva. No había entendido si su amiga le había dicho algo sobre mi deseo de verla cuando telefoneó desde Dijon. Tenía un miedo espantoso de que el domingo Madame Lecerf me informara tranquilamente que Hélène se había marchado a Niza. Después de echar la carta en el buzón me dije que haría todo lo posible por concertar nuestra entrevista.

Partí a las nueve de la mañana, para llegar a Lescaux al mediodía según lo dispuesto. Ya subía al tren cuando advertí con una conmoción que pasaría por St. Damier, donde había muerto y estaba enterrado Sebastian. Había viajado allí en una noche inolvidable. Pero esta vez no reconocí nada: cuando el tren se detuvo un minuto en la pequeña plataforma de St. Damier, su inscripción fue lo único que me dijo que ya había estado allí. El lugar parecía tan simple y definido y preciso comparado con el informe recuerdo de pesadilla que fluctuaba en mi memoria… ¿O se había deformado ahora?

Me sentí extrañamente aliviado cuando el tren reanudó la marcha: ya no iba tras las huellas espectrales que había seguido durante dos meses. El tiempo era excelente y cada vez que el tren se detenía creía oír el respiro ligeramente irregular de la primavera, aún invisible pero indiscutiblemente presente: «Niñas bailarinas de miembros helados que esperan entre bastidores», escribió alguna vez Sebastian.

La casa de Madame Lecerf era grande y descuidada. Un montón de viejos árboles enfermos representaba el parque. A un lado había campos y al otro una colina con una fábrica. Todo el conjunto tenía un curioso aspecto mísero, polvoriento, abandonado; cuando después supe que había sido construido apenas treinta años antes, me sentí aún más sorprendido por su decrepitud. Cuando me dirigía a la entrada principal encontré a un hombre que bajaba precipitadamente por el sendero de grava. Se detuvo y me tendió la mano.

Enchanté de vous connaître —dijo, envolviéndome en una mirada melancólica—. Mi mujer le espera. Je suis navré… pero estoy obligado a viajar a París este domingo.

Era un francés de aspecto corriente, de edad mediana, ojos cansados y sonrisa estereotipada. Nos dimos la mano nuevamente.

Mon ami, perderás el tren…

La voz cristalina de Madame Lecerf llegó desde el balcón, y él se marchó obediente.

Aquel día Madame Lecerf llevaba un vestido beige; tenía muy pintada la boca, pero no había alterado su piel diáfana. El sol daba un tinte azulado a su pelo y pensé que era muy joven y bella. Cruzamos por dos o tres habitaciones que producían la impresión de que se hubiera dividido entre ellas la idea de una sala. Me parecía como si estuviéramos totalmente solos en una casa desagradablemente llena de callejones. Tomó un chal de un canapé de seda verde y se lo echó sobre los hombros.

—¿No tiene frío? —dijo—. Es una de las cosas que odio en la vida, el frío. Toque mis manos…, siempre están así, salvo en verano. El almuerzo estará listo dentro de un minuto. Siéntese.

—¿Cuándo llegará ella?

Ecoutez —dijo Madame Lecerf—, ¿no puede olvidarla un minuto mientras hablamos de otras cosas? Ce n'est pas très poli, vous savez. Dígame algo sobre usted mismo. ¿Dónde vive, qué hace?

—¿Vendrá ella esta tarde?

—Sí, sí, qué hombre tan obstinado… Monsieur l'entêté. No dejará de venir. No sea tan impaciente. Las mujeres no se preocupan por los hombres con una idée fixe. ¿Qué le ha parecido mi marido?

Dije que debía de ser mucho mayor que ella.

—Es muy bueno, pero terriblemente aburrido —siguió ella, riendo—. Lo despaché adrede. Sólo hace un año que estamos casados, pero ya me siento como a punto de cumplir las bodas de diamante… Y odio esta casa. ¿Y usted?

Dije que me parecía más bien anticuada.

—Oh, ese no es el término exacto. Parecía nueva cuando la vi por primera vez. Pero desde entonces se ha ajado… Una vez le dije a un médico que todas las flores, salvo los claveles y los asfódelos, se marchitaban si los tocaba…, ¿no es curioso?

—¿Y qué dijo él?

—Que no era botánico. Había una princesa persa como yo. Hizo que se marchitara todo el jardín del palacio.

Una criada anciana y de aspecto deprimente se asomó e hizo una seña a su ama.

—Vamos —dijo Madame Lecerf—. Vous devez mourir de faim, a juzgar por su cara.

Chocamos en el umbral de la puerta, porque ella se volvió de improviso mientras la seguía. Me cogió por el hombro y su pelo me rozó la mejilla.

—Joven torpe… —dijo—. He olvidado mis píldoras.

Las encontró y recorrimos la casa en busca del comedor. Al fin lo encontramos. Era un lugar horrible, con un mirador que parecía haber cambiado de idea en el último momento y haber hecho un débil esfuerzo por volver a su estado más simple. Dos personas entraron silenciosamente, por diferentes puertas. Una de ellas era una anciana que, supuse, era prima de Monsieur Lecerf. Su conversación se limitaba a gruñidos de aprobación frente a la comida. La otra persona era un hombre apuesto, de cara solemne y con una extraña franja gris en el ralo pelo rubio. Tampoco él pronunció una sola palabra durante el almuerzo. La presentación de Madame Lecerf consistió en un ademán precipitado y no dijo nombres. Advertí que ignoraba la presencia del hombre a la mesa… En verdad, el individuo parecía estar sentado aparte. El almuerzo estaba bien preparado, pero como al azar. El vino era excelente.

Después del primer plato, el caballero rubio encendió un cigarrillo y se marchó. Volvió un minuto después, con un cenicero. Madame Lecerf, que había estado consagrada a su comida, se volvió hacia mí y dijo:

—¿De modo que ha viajado usted mucho últimamente? Yo nunca he estado en Inglaterra… No se me ha presentado la ocasión. Debe de ser un lugar aburrido. On doit s'y ennuyer follement, n'est ce pas? Y la niebla… Y sin música, sin arte de ninguna especie… Esta es una receta especial para preparar el conejo… Espero que le guste.

—A propósito —dije—, olvidé decirle que escribí una carta a su amiga avisándola de que vendría aquí… y recordándole que viniera.

Madame Lecerf dejó el cuchillo y el tenedor. Pareció sorprendida y fastidiada.

—¡No es posible! —exclamó.

—Espero no haber hecho mal…

Terminamos el conejo en silencio. Siguió crema de chocolate. El caballero rubio dobló cuidadosamente su servilleta, la metió en un aro, se puso de pie, se inclinó ligeramente ante nuestra anfitriona y desapareció.

—Tomaremos café en la habitación verde —dijo Madame Lecerf a la criada.

—Estoy furiosa con usted —dijo cuando nos sentamos—. Creo que lo ha echado todo a perder.

—¿Por qué, qué he hecho? —pregunté.

Miró a otro lado. El pecho duro y pequeño subía y bajaba (Sebastian escribió una vez que eso ocurría sólo en los libros, pero ahí estaba la prueba de que se equivocaba). La venilla azul de su pálido cuello infantil pareció latir (pero no estoy seguro de eso). Las pestañas se agitaron. Sí, era decididamente una mujer hermosa. Sin duda era oriunda del Mediodía. De Arles, quizá. Pero no, su acento era parisiense.

—¿Nació usted en París? —pregunté.

—Gracias —dijo sin mirarme—. Es la primera pregunta que me hace sobre mí misma. Pero eso no repara su error. Es lo más tonto que pudo hacer. Quizá si yo hubiera tratado… Perdón, volveré dentro de un minuto.

Volví a sentarme y fumé. El polvo giraba en un rayo de sol inclinado; volutas de humo de tabaco se le unían y rotaban insistentes, como a punto de formar una imagen. Permítaseme repetir que odio perturbar estas páginas con observaciones de índole personal, pero creo que quizá divertirá al lector (y acaso también al espectro de Sebastian) si digo que por un momento pensé hacer el amor a esa mujer. Era muy extraño…, al mismo tiempo me irritaban las cosas que decía. En cierto sentido estaba perdiendo mi dominio. Me recobré mentalmente mientras volvía.

—Ya está hecho —dijo—. Hélène no está en su casa.

Tant mieux —respondí—. Probablemente venga hacia aquí, y debería usted comprender la impaciencia que tengo por verla.

—Pero ¿por qué demonios le escribió? —exclamó Madame Lecerf—. Ni siquiera la conoce. Yo le había prometido que estaría aquí hoy. Si no me creyó y quiso cerciorarse… alors vous etes ridicule, cher Monsieur.

—Oh, eso nunca se me ocurrió —dije sinceramente—. Sólo pensé…, bueno, la mantequilla puede arruinar el pastel, como decimos los rusos.

—Creo que la mantequilla y los rusos me importan un bledo.

¿Qué podía hacer? Miré la mano de Madame Lecerf, que yacía cerca de la mía. Temblaba ligeramente, su vestido era leve y vaporoso… Un extraño estremecimiento que no era de frío me recorrió la espalda. ¿Debía besar esa mano? ¿Podía mostrarme cortés sin sentirme tonto?

Ella suspiró y se puso de pie.

—Bueno, no hay nada que hacer. Me temo que la haya ahuyentado y si viene…, bueno, no importa. Ya veremos. ¿Le gustaría ver nuestra finca? Creo que hace más calor fuera que en esta miserable casa, que dans cette triste demeure.

La «finca» consistía en el jardín y el bosquecillo que ya había advertido. Todo estaba muy tranquilo. Las ramas negras, matizadas aquí y allá de verde, parecían atentas a su propia vida. Algo lúgubre pesaba sobre el lugar. Contra un muro había tierra excavada y amontonada por un misterioso jardinero que se había marchado olvidando su herrumbrosa pala. Por algún extraño motivo recordé un asesinato ocurrido hacía poco, en un jardín como aquel.

Madame Lecerf estaba silenciosa; después dijo:

—Debió de querer mucho a su hermanastro, para consagrarse de tal modo a su pasado. ¿Cómo murió? ¿Se suicidó?

—Oh, no —dije—. Padecía una enfermedad cardíaca.

—Creí oírle decir que se había matado. Habría sido mucho más romántico. Su libro me decepcionará si todo termina en la cama. Aquí hay rosas durante el verano… aquí, en este fango… pero es difícil que el verano vuelva a pescarme aquí.

—Nunca se me ocurrirá falsificar su vida —dije.

—Oh, muy bien. Conocí a un hombre que publicó las cartas de su difunta mujer y las distribuyó entre sus amigos. ¿Por qué supone que la biografía de su hermano interesará a la gente?

—¿Nunca leyó usted?… —empecé, cuando súbitamente un automóvil elegante pero cubierto de barro se detuvo ante el portal.

—Oh, demonios —dijo Madame Lecerf.

—Quizá sea ella —exclamé.

Una mujer bajó del automóvil en un charco.

—Sí, es ella —dijo Madame Lecerf—. Quédese usted donde está.

Bajó corriendo el sendero y cuando estuvo junto a la recién llegada, la besó y la guio a la izquierda, donde ambas desaparecieron tras unas matas. Las espié un momento después, cuando, fuera ya del jardín, subieron los escalones y desaparecieron en la casa. Nada distinguí de Hélène von Graun, salvo el abrigo de piel abierto y el pañuelo de vivos colores.

Encontré un banco de piedra y me senté. Estaba excitado y bastante satisfecho de mí mismo por haber capturado por fin a mi presa. Había un bastón sobre el banco y con él hurgué la rica tierra marrón. ¡Había triunfado! Aquella misma noche, después de hablar con ella, volvería a París y… Un pensamiento distinto del resto, fluctuante e insensato, se insinuó en el fárrago de mi mente… ¿Tendría que marcharme aquella noche? ¿Cómo era aquella frase en el mediocre relato de Maupassant: «He olvidado un libro»? Yo también estaba olvidando el mío.

—Conque está usted aquí —dijo la voz de Madame Lecerf—. Pensé que quizá se habría marchado.

—¿Todo anda bien?

—Lejos de eso —respondió tranquilamente—. No sé qué le habrá escrito usted, pero Hélène creyó que se trata de un negocio sobre una película que está procurando arreglar… Dice que le ha tendido una trampa. Ahora haga usted lo que le digo. No hable con ella hoy ni mañana ni pasado mañana. Pero quédese aquí y muéstrese amable con ella. Después, tal vez pueda hablarle. ¿Me ha entendido?

—Es usted muy buena… Todo este trabajo que se toma…

Se sentó junto a mí, y como el banco era muy pequeño y yo…, bueno, no soy endeble, nuestros hombros se rozaron. Me humedecí los labios con la lengua y tracé líneas en el suelo con el bastón.

—¿Qué trata de dibujar? —preguntó aclarándose la garganta.

—Las ondas de mi pensamiento —respondí burlonamente.

—Una vez besé a un hombre porque sabía escribir su nombre al revés.

El bastón se me cayó de las manos. Miré a Madame Lecerf. Miré su suave frente blanca, los oscuros párpados violetas —que había bajado, equivocando quizá el sentido de mi mirada—, el minúsculo lunar en la pálida mejilla, las delicadas aletas de la nariz, el dibujo de su labio superior, mientras inclinaba la oscura cabeza, la blancura opaca de la garganta, las uñas pintadas de rojo de sus finos dedos. Levantó la cara y sus ojos, con las pupilas extrañamente aterciopeladas y situadas un poco más alto de lo habitual, miraron mis labios. Me levanté.

—¿Qué pasa? —dijo—. ¿En qué piensa usted?

Sacudí la cabeza. Pero ella tenía razón. Estaba pensando en algo, ahora, en algo que debía resolver inmediatamente…

—¿Cómo, quiere usted que regresemos? —preguntó mientras avanzábamos por el sendero.

Asentí.

—Pero ella no bajará todavía. ¿Por qué frunce usted el ceño?

Creo que me detuve, la miré nuevamente, esta vez deteniéndome en su esbelta figura envuelta en el ajustado vestido color canela.

Seguí caminando, sin dejar de reflexionar, y el sendero manchado de sol parecía mirarme con hostilidad.

Vous n'êtes guère amiable —dijo Madame Lecerf.

Había una mesa y varias sillas en la terraza. El silencioso caballero rubio que había visto durante el almuerzo estaba sentado allí, examinando el mecanismo de su reloj. Cuando me senté le rocé torpemente el codo y él dejó caer una ruedecilla.

Boga radi —dijo (no tiene importancia) cuando le pedí disculpas.

(Oh, conque era ruso. Bueno, eso podía serme útil).

La dama nos dio la espalda canturreando ligeramente, golpeando el pie contra las lajas de piedra. Fue entonces cuando me volví hacia mi silencioso compatriota, que seguía escudriñando su reloj descompuesto.

Ah-oo-neigh na-sheiky pah-ook —dije quedamente.

La mano de la dama subió hasta la nuca y ella giró sobre sus talones.

Shto? (¿Qué?) —preguntó mi lento compatriota, mirándome.

Después miró a la dama, gruñó incómodamente y se irguió hurgando en su reloj.

J'ai quelque chose dans le cou…, lo noto —dijo Madame Lecerf.

—En verdad —dije—, acabo de decirle a este caballero ruso que creía ver una araña en su cuello. Pero me equivoqué. Era un efecto de luz.

—¿Ponemos el gramófono? —preguntó ella alegremente.

—Lo siento muchísimo —dije—, pero creo que debo regresar. ¿Me perdona usted?

Mais vous êtes fou —exclamó—. ¿No quiere ver a mi amiga?

—Otro día, quizá —dije suavemente—, otro día…

—Dígame —dijo, siguiéndome por el jardín—. ¿Qué es lo que pasa?

—Fue muy hábil por su parte —dije, en nuestra generosa lengua rusa— hacerme creer que hablaba de su amiga cuando no hacía sino hablar de usted misma. La burla pudo seguir mucho tiempo si el destino no le hubiera movido el codo: ahora se ha derramado la leche. Porque resulta que he conocido al primo de su primer marido, el único que podía escribir su nombre al revés. De modo que hice una pequeña prueba. Y cuando inconscientemente escuchó las palabras en ruso que murmuré para mí mismo…

No, no dije una sola palabra de eso. Me limité a inclinarme, llegado al portal. Le mandaré un ejemplar de este libro, y entenderá.