Como habrá advertido el lector, he tratado de no poner en este libro nada de mí mismo. He tratado de no aludir (aunque de cuando en cuando una alusión habría aclarado un poco el fondo de mi busca) a las circunstancias de mi vida. Llegado a este punto de mi historia, no me demoraré en ciertas dificultades que me aguardaban a mi llegada a París, donde tenía yo mi residencia más o menos permanente. Las dificultades no se relacionaban en modo alguno con mi labor, y si las menciono al pasar es sólo para destacar el hecho de que estaba tan consagrado a descubrir el último amor de Sebastian que olvidé por completo toda precaución personal, con los riesgos que semejantes vacaciones podrían acarrear.
No lamentaba haber empezado por la pista de Berlín. Por lo menos me había ofrecido una visión inesperada de otro capítulo del pasado de Sebastian. Y ahora, borrado un nombre, tenía ante mí otras tres oportunidades. La guía telefónica de París arrojó la información de que Graun (von). Hélène y Rechnoy, Paul —advertí que el «de» estaba ausente— correspondía a las direcciones en mi poder. La perspectiva de dar con un marido era desagradable, pero inevitable. La tercera dama, Lydia Bohemsky, no aparecía en ninguna de las dos guías, ni en la telefónica ni en la obra maestra de Bottin, donde las direcciones se disponían según las calles. De todos modos, las direcciones que tenía podían ayudarme a encontrarla. Conocía muy bien mi París, de modo que calculé en seguida cómo disponer las visitas para acabar con todo en una sola jornada. Permítaseme agregar, por si el lector se sorprende ante mi infatigable actividad, que tengo tanta aversión al teléfono como al hábito de escribir cartas.
La puerta a que llamé fue abierta por un hombre alto y flaco, de cabeza temblorosa, en mangas de camisa y con un botón de metal en la camisa sin cuello. Tenía en la mano una pieza de ajedrez: un caballo negro. Lo saludé en ruso.
—Entre, entre usted —dijo alegremente, como si hubiera estado aguardándome.
—Me llamo Fulano —dije.
—Y yo Pahl Pahlich Rechnoy —exclamó, riendo como de un buen chiste—. Por favor… —agregó, señalando una puerta abierta con el caballo.
Me introdujo en un cuarto modesto: una máquina de coser en un rincón y un vago olor a ropa flotando en el aire. Un hombre fornido estaba sentado de lado a una mesa, sobre la cual se veía tendido un tablero de ajedrez de hule, con piezas demasiado grandes para los cuadrados. Lo examinaba de sesgo, mientras en sus labios la boquilla vacía miraba a otro lado. Un hermoso niño de cuatro o cinco años estaba arrodillado en el suelo, rodeado de minúsculos automóviles. Pahl Pahlich depositó el caballo negro sobre una mesa, donde se le cayó la cabeza. El Negro volvió a enroscarla cuidadosamente.
—Siéntese —dijo Pahl Pahlich—. Este es mi primo —agregó.
El Negro saludó. Me senté en la tercera y última silla. El niño se me acercó y me mostró en silencio un lápiz nuevo, rojo y azul.
—Podría comerte la torre, si quisiera —dijo el Negro sombríamente—, pero haré una jugada mucho mejor.
Levantó su reina y delicadamente la introdujo entre un montón de peones amarillentos, uno de los cuales estaba representado por un dedal.
Pahl Pahlich dio un rápido salto y comió la reina con su alfil. Después estalló de risa.
—Y ahora —dijo el Negro tranquilamente cuando el Blanco hubo dejado de reír—, ahora estás frito. Jaque mate, palomo mío.
Mientras discutían sobre sus posiciones y el Blanco trataba de anular su jugada, miré en torno al cuarto. Advertí el retrato de lo que había sido en el pasado una familia imperial. Y el bigote de un famoso general, moscovizado pocos años antes. Advertí, asimismo, los muelles prominentes del sofá, que serviría de triple cama —para el marido, la mujer y el niño—. Durante un minuto, el objeto de mi llegada me pareció insensato. De algún modo, me sentí Chichikov en Las almas muertas, de Gogol. El niño estaba dibujándome un camión.
—Estoy a su disposición —dijo Pahl Pahlich (había perdido y el Negro volvía a guardar todas las piezas, salvo el dedal, en una vieja caja de cartón).
Dije lo que tenía cuidadosamente preparado: que deseaba ver a su mujer porque había sido amiga de unos… amigos alemanes míos. Temía mencionar a Sebastian en seguida.
—Tendrá que esperar un poco, entonces —dijo Pahl Pahlich—. Está ocupada en la ciudad. No creo que tarde mucho.
Decidí esperar, aunque imaginaba que ese día no podría ver a solas a la mujer. Pero esperaba que un hábil interrogatorio establecería de inmediato si había conocido a Sebastian; después, poco a poco, la haría hablar.
—Mientras tanto —dijo Pahl Pahlich—, tomaremos un trago… cognachkoo.
El niño juzgó que yo había demostrado suficiente interés en sus dibujos y se dirigió a su tío, que lo subió de rodillas y empezó a dibujar un coche de carreras con increíble rapidez y muy buen resultado.
—Es usted un artista —dije, por decir algo.
Pahl Pahlich, que lavaba vasos en la minúscula cocina, rio y gritó sobre su hombro:
—Oh, es un genio total. Puede tocar el violín parado sobre la cabeza y puede multiplicar un número de teléfono por otro en tres segundos y puede escribir su nombre al revés sin alterar la caligrafía.
—Y sabe conducir un taxi —dijo el niño, agitando las piernas delgadas y sucias.
—No, no beberé con ustedes —dijo el tío Negro, cuando Pahl Pahlich puso tres vasos sobre la mesa—. Creo que daré un paseo con el niño. ¿Dónde están sus cosas?
Encontraron el abrigo del niño, y el Negro se lo llevó. Pahl Pahlich sirvió el coñac y dijo:
—Debe disculparme por estos vasos. Era rico en Rusia y volví a serlo en Bélgica, hace diez años, pero me arruiné. Sírvase.
—¿Su mujer cose? —pregunté, como para echar a rodar la bola.
—Oh, sí, es modista —dijo con una risa feliz—. Yo soy tipógrafo, pero acabo de perder mi empleo. Mi mujer volverá dentro de un momento. No sabía que tuviera amigos alemanes —agregó.
—Creo que la conocieron en Alemania. ¿O fue en Alsacia?…
Pahl Pahlich volvía a llenar los vasos con energía, pero se detuvo de pronto y me miró con la boca abierta.
—Me temo que hay algún error… —exclamó—. Debió de ser mi primera mujer. Varvara Mitrofanna nunca ha estado fuera de París, salvo en Rusia, desde luego. Llegó aquí desde Sebastopol, vía Marsella.
Apuró el vaso y empezó a reír.
—Qué gracioso… —dijo, observándome con curiosidad—. ¿Lo he visto antes? ¿Me conocía usted personalmente?
Sacudí la cabeza.
—Pues tiene usted suerte —exclamó—. Una suerte fenomenal. Y sus amigos le han jugado una mala pasada, porque nunca la encontrará.
—¿Por qué?
—Porque no tardarnos en separarnos, y hace de ello bastantes años. La perdí por completo de vista. Alguien la vio en Roma, y alguien la vio en Suecia, pero ni siquiera estoy seguro de ello. Quizá esté aquí, quizá esté en el infierno. A mí no me importa.
—¿No podía sugerirme un medio de encontrarla? —Ninguno.
—¿Amigos comunes?
—Eran amigos de ella, no míos —respondió, encogiéndose de hombros.
—¿No conserva usted una fotografía o alguna otra cosa?
—Mire —dijo—, ¿adonde va a parar? ¿La busca la policía?
Porque no me sorprendería que fuera una espía internacional. ¡Mata Hari! Era su tipo. Oh, absolutamente… Y además… Bueno, no es una muchacha que pueda olvidarse fácilmente una vez que la ha metido uno en su vida. Acabó conmigo, en más de un sentido. Dinero y alma, por ejemplo. La habría matado… de no mediar Anatole.
—¿Quién es? —pregunté.
—¿Anatole? Oh, el verdugo. El hombre de la guillotina, que trabaja aquí. Conque no es usted de la policía… ¿No? Bueno, es cosa suya. Pero la verdad es que me volvió loco. La conocí en Ostende, debió de ser, déjeme pensar…, en 1927… Tendría entonces veinte, no, ni siquiera veinte años. Sabía que era la amante de otro tipo y todo lo demás, pero no me importó. Su idea de la vida consistía en beber cócteles, tomarse una buena cena a las cuatro de la mañana y bailar el charlestón o como se llame, visitar burdeles porque eso era elegante entre los parisinos snobs, comprar vestidos caros, armar camorras en hoteles cuando creía que la criada le había robado monedas que después encontraba en el cuarto de baño… Oh, y todo lo demás… Puede encontrarla en cualquier novela barata, da perfectamente el tipo. Y le encantaba inventar alguna rara enfermedad y meterse en algún sanatorio famoso y…
—Espere un momento —dije—. Eso me interesa. En junio de 1929 estaba sola en Blauberg.
—Exactamente, pero eso fue cuando nuestro matrimonio terminaba. Vivíamos en París, y poco después nos separamos. Trabajé un año en una fábrica de Lyon. Estaba arruinado, ¿comprende?
—¿Insinúa usted que conoció a algún hombre en Blauberg? —No, no sé. No creo que llegara a engañarme, no del todo…, al menos traté de pensarlo, porque siempre había montones de hombres a su alrededor y a ella no le importaba que la besaran, supongo, pero me habría enloquecido si hubiera pensado en eso. Una vez, recuerdo…
—Perdóneme, pero ¿está usted seguro de no haber conocido a un inglés amigo de ella?
—¿Inglés? Creí que había dicho alemán. No, no sé. Había un joven norteamericano en St. Máxime en 1928, creo, que casi se desmayaba cada vez que Ninka bailaba con él y… bueno, debió de haber ingleses en Ostende y en otras partes, pero nunca me preocupaba por la nacionalidad de sus admiradores.
—¿De modo que está usted seguro, bien seguro, de que no sabe nada de Blauberg y… bueno, sobre lo que ocurrió después?
—No. No creo que nadie le interesara allí. Tenía entonces una de sus manías de enfermedad… y solía comer sólo helado de limón y pepinos. Hablaba de la muerte y el Nirvana o algo así… Tenía debilidad por Lhassa…
—¿Cómo se llamaba?
—Cuando la conocí se llamaba Nina Toorovetz, pero si… No, creo que no la encontrará. En realidad, a veces me sorprendo pensando que nunca existió. Le he contado cosas de ella a Varvara Mitrofanna y me dijo que era una pesadilla después de una mala película. Oh, no se marcha usted, ¿verdad? Volverá dentro de un minuto…
Me miró y rio (creo que había tomado demasiado coñac).
—Olvidé que no es a mi mujer a quien busca. Y a propósito —agregó—, mis papeles están en perfecto orden. Puedo mostrarle mi carte de travail. Y si la encuentra, me gustaría verla antes de que la encierren. O quizá no…
—Bueno, gracias por la conversación —dije mientras nos dábamos la mano con demasiado entusiasmo, acaso, primero en el cuarto, después en el pasillo, por fin en el vano de la puerta.
—Gracias a usted —exclamó Pahl Pahlich—. Me gusta hablar de ella y lamento no conservar fotografías.
Me quedé un momento reflexionando. ¿Lo habría exprimido bastante…? Bueno, siempre podía verlo una vez más. Quizá hubiera una fotografía en uno de esos diarios ilustrados con automóviles, pieles, perros, modas de la Riviera. Se lo pregunté:
—Tal vez —respondió—. Una vez ganó un premio en un baile de disfraces, pero no recuerdo dónde ocurrió. Todas las ciudades me parecían restaurantes y salones de baile.
Sacudió la cabeza riendo estrepitosamente, y cerró la puerta. El tío Negro y el niño subían lentamente la escalera mientras yo bajaba.
—Una vez —decía el tío Negro— había un corredor de carreras que tenía una ardillita, y un día…