Lo primero era averiguar su identidad. ¿Cómo empezaría mi indagación? ¿Qué datos poseía? En junio de 1929, Sebastian había vivido en el Hotel Beaumont, en Blauberg, y allí la había conocido. Era rusa. No tenía otra pista.
Comparto la aversión de Sebastian por los fenómenos postales. Me parece más fácil viajar mil kilómetros que escribir la carta más breve, encontrar un sobre, la dirección exacta, comprar el sello, enviar la carta y romperme la cabeza pensando si la he firmado. Además, en el delicado asunto que estaba a punto de emprender, la correspondencia estaba fuera de cuestión. En marzo de 1936, después de pasar un mes en Inglaterra, consulté una oficina de turismo y partí hacia Blauberg.
Por aquí pasó Sebastian, reflexionaba mientras miraba los campos húmedos, con largas colas de niebla blanca donde flotaban enhiestos álamos. Una aldea de tejados rojos se acurrucaba al pie de una suave montaña gris. Dejé mi equipaje en la mísera estación donde un ganado invisible mugía tristemente en algún vagón y me dirigí por una suave pendiente hacia un grupo de hoteles y sanatorios, más allá de un parque oloroso y húmedo. Había pocas personas, no era «temporada alta», y súbitamente me dije con angustia que quizá encontraría cerrado el hotel.
Pero no fue así: la suerte me acompañaba.
La casa parecía muy agradable, con su jardín bien cuidado y los castaños llenos de brotes. Parecía no dar cabida a más de cincuenta personas, y eso me alivió: mi investigación sería reducida. El gerente del hotel era un hombre de pelo gris y barba ornamental y aterciopelados ojos negros. Me conduje con suma cautela.
Empecé por decir que mi difunto hermano, Sebastian Knight, un celebrado escritor inglés, gustaba mucho de ese lugar y que yo pensaba pasar el verano en el hotel. Acaso debí tomar una habitación, meterme en ella, congraciarme con el gerente, por así decirlo, y posponer mi indagación hasta un momento más favorable. Pero pensé que debía acabar con el asunto de inmediato. Dijo que sí, que recordaba al inglés que había vivido allí en 1929 y se bañaba todas las mañanas.
—No era muy inclinado a hacer amigos, ¿verdad? —pregunté como por casualidad—. ¿Estaba siempre solo?
—Oh, creo que estaba aquí con su padre —dijo vagamente el hotelero.
Durante algún tiempo luchamos por distinguir entre los cuatro o cinco ingleses que habían pasado por el Hotel Beaumont en los últimos diez años. Comprendí que apenas recordaba a Sebastian.
—Seamos francos —dije al fin—. Trato de encontrar la dirección de una dama, amiga de mi hermano, que vivió aquí por la misma época que él.
El hotelero levantó ligeramente las cejas y tuve la sensación de que había cometido una torpeza.
—¿Para qué? —dijo.
«¿Tendré que sobornarlo?», pensé rápidamente. —Bueno, estoy dispuesto a pagarle por su información…
—¿Qué información? —preguntó.
Era un viejo estúpido y receloso… que ojalá no lea nunca estas líneas.
—Me pregunto —seguí pacientemente— si será usted lo bastante amable para ayudarme a encontrar la dirección de una dama que vivió aquí en la misma época que Mr. Knight, es decir en junio de 1929.
—¿Qué dama? —preguntó el viejo con el tono de la oruga de Lewis Caroll.
—No estoy seguro de su nombre —dije nerviosamente.
—Entonces, ¿cómo espera que la encuentre? —dijo el hombre, encogiéndose de hombros.
—Era rusa —dije—. Quizá recuerde usted una dama rusa, una mujer joven y, bueno…, atractiva.
—Nous avons eu beaucoup de jolies dames —respondió, cada vez más distante—. ¿Cómo puedo acordarme?
—Bueno, lo más simple de todo sería revisar sus libros y buscar los nombres rusos por junio de 1929.
—Habrá muchos —dijo—. ¿Cómo encontraremos el que necesita, si no lo sabe?
—Déme usted los nombres y las direcciones —dije desesperadamente— y déjeme hacer el resto.
Suspiró hondamente y sacudió la cabeza:
—No.
—¿Quiere decir que no lleva libros? —pregunté, tratando de hablar con calma.
—Oh, los llevo muy bien. Mi negocio requiere gran orden en esas cosas. Oh, sí, he anotado todos los nombres.
Se alejó al fondo del cuarto y tomó un gran volumen negro.
—Aquí…, primera semana de julio de 1935…, profesor Ott con su mujer, coronel Samain…
—Óigame —dije—, no me interesa el mes de julio de 1935, lo que quiero…
Cerró su libro y se lo llevó.
—Sólo quería mostrarle —dijo, volviéndome la espalda (se oyó una cerradura)— que llevo en orden mis libros.
Volvió al escritorio y dobló una carta que yacía sobre el secante.
—Verano de 1929 —supliqué—. ¿Por qué no quiere usted mostrarme las páginas que necesito?
—Bueno, es algo que no debe hacerse. Primero, no quiero que un desconocido moleste a personas que han sido y serán mis clientes. Segundo, porque no entiendo por qué se muestra usted tan ansioso por encontrar a una mujer que no puede nombrar. Y tercero…, no quiero meterme en líos. Ya los he tenido bastante… En el hotel de la esquina una pareja suiza se suicidó en 1929 —agregó, de manera un tanto inconexa.
—¿Es su última palabra? —pregunté.
Asintió y miró su reloj. Giré sobre mis talones y golpeé la puerta detrás de mí, o al menos traté de golpearla: era una de esas malditas puertas automáticas que se resisten al empujón.
Lentamente, regresé a la estación. El parque. Quizá Sebastian recordara aquel banco de piedra, bajo aquel cedro, en el momento de morir. El perfil de aquella montaña pudo ser el fondo de una noche inolvidable. El lugar entero me parecía un inmenso montón de desperdicios donde se hubiera perdido una alhaja. Mi fracaso era absurdo, horrible, doloroso. La gravosa apatía de un sueño agotado. Desesperados manoteos en medio de cosas que se esfuman. ¿Por qué era el pasado tan rebelde?
«¿Qué haré ahora?». La corriente de la biografía que tanto deseaba seguir se hundía en la pálida niebla después de un recodo, como el valle que contemplaba ahora. ¿Podía prescindir del dato y escribir el libro? Un libro con un pasaje en blanco. Una imagen inacabada…, miembros incoloros del mártir con los dardos en el flanco.
Me sentía perdido, no tenía adonde ir. Había calculado bastante los medios de descubrir el último amor de Sebastian y sabía que no había otra manera de dar con el nombre. ¡Su nombre! Estaba seguro de poder reconocerlo de inmediato con sólo echar una mirada a aquellos folios grasientos. ¿Debería abandonar la búsqueda y ponerme a recoger otros detalles menudos acerca de Sebastian que, lo sabía, me sería fácil obtener?
Me encontraba en medio de semejante confusión cuando tomé el pequeño tren de cercanías que me llevaría a Estrasburgo. Después seguiría hasta Suiza, y quizá… Pero no, era incapaz de sobrellevar el dolor agudo de mi fracaso; hice lo posible por sumergirme en un diario inglés que llevaba conmigo (me adiestraba, por así decirlo, leyendo exclusivamente el idioma inglés, como preparación para la obra que emprendería… Pero ¿quién puede emprender nada en tal estado de ánimo?).
Estaba solo en mi compartimiento (como suele ocurrir en la segunda clase de ese tipo de trenes), pero en la siguiente estación un hombrecillo de cejas pobladas subió al vagón, me saludó con aire europeo, en espeso francés gutural, y se sentó frente a mí. El tren siguió la marcha, derecho hacia el poniente. Súbitamente, advertí que el pasajero me observaba fijamente.
—Tiempo maravilloso —dijo, quitándose el sombrero y exhibiendo una calva rosada—. ¿Es usted inglés? —preguntó sonriendo y con una leve inclinación.
—Pues… sí, por el momento.
—Lo veo, lee usted diario inglés —dijo, señalando con el dedo.
Después se quitó precipitadamente el guante de cabritilla y volvió a señalar (quizá le habían enseñado que es grosero señalar con el guante puesto). Murmuré algo y miré a otro lado: no me gusta conversar en los trenes y en aquel momento me sentía peculiarmente poco inclinado a hacerlo. Siguió mi mirada. El sol bajo inflamaba las muchas ventanas de un vasto edificio que giró lentamente, mostrando una inmensa chimenea, después otra, mientras el tren avanzaba.
—Es Flambaum y Roth —dijo el hombrecillo—. Gran fábrica. Papel.
Hubo una breve pausa. Después se rascó la gran nariz lustrosa y se inclinó hacia mí.
—He estado en Londres, Manchester, Sheffield, Newcastle —dijo.
Se quedó mirándose el pulgar, que no había intervenido en la cuenta.
—Sí —dijo—. Comerciante de juguetes. Antes de la guerra. Y jugaba un poco al fútbol —agregó, quizá porque advirtió que miré un campo escabroso con dos porterías en los extremos: una de ellas había perdido un travesano.
Hizo un guiño; el bigotillo se le erizó.
—Una vez —empezó a decir, sacudiéndose con risa silenciosa—, una vez, sabe usted, corrí y chuté la pelota desde «fuera»…
—Oh —dije con tono exánime—. ¿Metió usted un gol? —El viento lo metió. Fue una buena robinsonada.
—¿Una qué?
—Una robinsonada…, una buena jugarreta. Sí… ¿Viaja usted lejos? —preguntó con una vocecilla melosa.
—Bueno —dije—, este tren no va más allá de Estrasburgo.
—No, quiero decir en general. ¿Es usted viajante?
Dije que sí.
—¿De qué? —preguntó, ladeando la cabeza.
—Oh, de pasados, supongo… —respondí.
Asintió como si hubiera entendido. Después, inclinándose otra vez hacia mí, me tocó en la rodilla y dijo:
—Ahora vendo cuero…, pelotas de cuero, sabe…, para fútbol. Y bozales para perros y cinturones como este.
Volvió a palmearme ligeramente la rodilla.
—Pero antes…, el año pasado, los cuatro años pasados, estaba en la policía… No, no; no del todo… con traje de civil… ¿Comprende?
Lo miré con súbito interés.
—Espere… Me da usted una idea —dije.
—Sí —dijo—. Si quiere una ayuda…, buen cuero, cigarette-étui, guantes de boxeo…
—Nada de eso —dije.
Cogió el sombrero que tenía junto a sí, en el asiento, se lo puso cuidadosamente (la nuez de Adán subía y bajaba) y después, con una brillante sonrisa, se lo quitó para saludarme.
—Me llamo Silbermann —dijo, tendiéndome la mano.
Nos dimos un apretón de manos y me presenté.
—Pero ese nombre no es inglés —exclamó, dándose una palmada en la rodilla—. ¡Es ruso! Gavrit parussky? También sé otras palabras… Espere… Ah, sí. Cookolkah…, la muñequita.
Calló un instante. Ya maduraba la idea que me había dado. ¿Consultaría a un detective privado? ¿Me resultaría útil aquel hombrecillo?
—¡Rebah! —exclamó—. Otra… Pez, ¿no? Y… Sí. Braht, millee braht…, querido hermano.
—Estaba pensando —dije— que quizá, si le cuento el mal momento por el que paso…
—Pero eso es todo —dijo con un suspiro—. Hablo (de nuevo contaron sus dedos) lituano, alemán, inglés, francés (y otra vez quedó libre el pulgar). Olvidé el ruso. ¡Es una época!…
—¿Quizá podría usted?… —empecé.
—Lo que usted quiera —dijo—. Cinturones de cuero, bolsos, blocs de notas, sugerencias…
—Sugerencias —dije—. Estoy tratando de encontrar a una persona…, una dama rusa a quien nunca conocí y cuyo nombre ignoro. Todo cuanto sé es que vivió en cierta época en un hotel de Blauberg.
—Ah, buen lugar —dijo Silbermann—. Muy bueno… —Y torció la boca en signo de grave aprobación—. Buena agua, caminatas, casino. ¿Qué desea usted que haga?
—Bueno, ante todo me gustaría saber qué se hace en tales casos.
—Lo mejor es que se olvide usted de ella —dijo Silbermann prontamente.
Después adelantó la cabeza y sus cejas hirsutas se movieron:
—Olvídela. Quítesela de la cabeza. Es peligroso e inútil.
Me quitó algo del pantalón y volvió a apoyarse en su respaldo.
—Eso no es posible —dije—. La cuestión es cómo, no por qué.
—Cada cómo tiene su por qué —dijo Silbermann—. ¿Usted encuentra, ha encontrado su casa, su fotografía, y ahora quiere encontrarla a ella misma? Eso no es amor. ¡Puaf!… ¡Superficie!
—Oh, no… —exclamé—. No es eso. No tengo la menor idea de cómo es. Pero mi querido difunto hermano la amó, y quiero oírla hablar de él. Es muy simple.
—¡Triste! —dijo Silbermann, y sacudió la cabeza.
—Quiero escribir un libro sobre él —continué—, y cada detalle de su vida me interesa.
—¿De qué padecía? —preguntó Silbermann, ásperamente.
—El corazón —dije.
—El corazón…, eso es malo. Demasiadas alarmas, demasiado…
—Demasiados ensayos generales de muerte. Eso es cierto.
—Sí. ¿Cuántos años?
—Treinta y seis. Escribía libros, con el nombre de su madre. Knight. Sebastian Knight.
—Escríbalo aquí —dijo Silbermann, tendiéndome un bloc de notas flamante y lujosísimo, que incluía una deliciosa pluma de plata.
Con un trac trac trac, arrancó la página, se la puso en el bolsillo y me volvió a entregar el bloc.
—Le gusta, ¿no? —dijo con una sonrisa ansiosa—. Permítame que le haga este pequeño presente…
—Bueno… —dije—, me parece demasiada bondad…
—Nada, nada —dijo, agitando la mano—. Dígame ahora qué desea.
—Deseo una lista completa de las personas que vivieron en el hotel Beaumont durante junio de 1929. También deseo algunos detalles sobre esas personas, por lo menos las mujeres. Quiero estar seguro de que un nombre extranjero no oculte a una mujer rusa. Después elegiré el más probable, o los más probables, y después…
—Y tratará de dar con esas personas —dijo Silbermann, saludando—. ¡Bien, muy bien! Tengo aquí a todos los hoteleros (me mostró la palma de la mano). Su dirección, por favor.
Tomó otro libro de notas, esta vez muy gastado, algunas de cuyas páginas colgaban como hojas otoñales. Agregué que no me movería de Estrasburgo esperando su llamada.
—El viernes —dijo—. A las seis en punto.
Después el extraordinario hombrecillo se repantigó en el asiento, cruzó los brazos y cerró los ojos, como si el negocio concertado hubiera agotado la conversación. Una mosca inspeccionó su calvicie, pero no se movió. Durmió hasta Estrasburgo. Allí nos despedimos.
—Oiga —dije mientras nos despedíamos—. Debe decirme cuáles son sus honorarios… Estoy dispuesto a pagarle cuanto me pida… Quizá desee usted algún adelanto…
—Me mandará usted su libro —dijo, levantando un dedo regordete—. Y me compensará por gastos posibles —agregó con un suspiro—. ¡Sin duda!