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Lo cierto es que Sheldon no le arrancó nada. Todo cuanto supo provino de la propia Clare, y fue muy poco. Desde su regreso a Londres Sebastian recibía cartas en ruso de una mujer que había conocido en Blauberg. Habían vivido en el mismo hotel. Y eso era todo.

Seis semanas después (en septiembre de 1929), Sebastian salió otra vez de Inglaterra y estuvo ausente hasta enero del año siguiente. Nadie supo dónde había estado. Sheldon sugiere que debió de estar en Italia, «que es donde suelen ir los amantes». Pero nada autoriza esa suposición.

Ignoramos si hubo alguna explicación entre Sebastian y Clare o si él le dejó una carta al partir. Clare se marchó apaciblemente, como había llegado. Se mudó de casa: vivía demasiado cerca de Sebastian. Cierta triste tarde de noviembre, Miss Pratt la encontró en medio de la niebla, mientras regresaba de una compañía de seguros, donde había encontrado trabajo. A partir de entonces, ambas muchachas se vieron a menudo, pero el nombre de Sebastian se pronunció muy pocas veces en sus conversaciones. Cinco años después, Clare se casó.

El bien perdido, que Sebastian había empezado por entonces, aparece como una especie de alto en su viaje literario de descubrimiento: es un resumen, un recuerdo de las cosas y almas perdidas en la travesía, una actualización de las posiciones, el ruido de los cascos de los caballos que pastan en la oscuridad, los fuegos de un campamento, estrellas en lo alto. Hay en el libro un breve capítulo que se refiere a la caída de un avión (mueren el piloto y todos los pasajeros, menos uno). El superviviente, un anciano inglés, es descubierto por un granjero a cierta distancia del accidente. Está sentado en una piedra, acurrucado, la imagen misma del dolor y la desgracia. «¿Está muy herido?», pregunta el granjero. «No —responde el inglés—; dolor de muelas. Lo he tenido durante todo el viaje». En un campo se encuentran media docena de cartas: restos del correo aéreo. Dos de ellas son cartas de negocios, muy importantes; la tercera está dirigida a una mujer, pero empieza: «Estimado Mr. Mortimer: En respuesta a su atenta del 6 del corriente…»; la cuarta es un saludo de cumpleaños; la quinta es la carta de un espía, con su terrible secreto escondido en un montón de vana cháchara; la última es un sobre dirigido a una compañía mercantil y lleva dentro una carta equivocada, una carta de amor: «Esto te dolerá, pobre amor mío. Nuestro paseo ha terminado; el oscuro camino está lleno de baches y en el coche el niño más pequeño está a punto de caer enfermo. Un tonto del montón te diría: sé valiente. Pero cuanto pueda decirte yo para consolarte o sostenerte no puede ser sino un flan…, ya sabes qué quiero decir. Siempre has sabido qué quiero decir yo. La vida contigo ha sido tan encantadora… y cuando digo encantadora, quiero decir palomas y lirios, y terciopelo, y esa suave “r” rosada en el medio, y el modo con que tu lengua se ahuecaba para pronunciar la larga, lenta “l”. Nuestra vida en común estaba hecha de aliteraciones, y cuando pienso en todas las cosas menudas que morirán, ahora que no podemos compartirlas, siento como si también nosotros estuviéramos muertos. Y quizá lo estemos. Cuanto mayor era nuestra felicidad, tanto más brumosos eran sus bordes, como si su silueta se diluyera. Ahora se ha diluido por completo. No he dejado de quererte; pero algo ha muerto en mí, y no puedo verte en la bruma… Esto es pura poesía. Estoy mintiéndote. Cándidamente. No hay nada más cobarde que un poeta que se anda por las ramas. Supongo que habrás adivinado la verdad: la maldita fórmula de “otra mujer”. Soy muy desgraciado con ella… y esto es verdad. Y creo que no hay más que decir desde este punto de vista. Siento que hay algo esencialmente equivocado en el amor. Los amigos pueden enfadarse o apartarse, y esto ocurre en las amistades más firmes, pero no con este dolor, este pathos, esta fatalidad que es propia del amor. La amistad nunca tiene este aire de condena. ¿Por qué?, ¿qué pasa? No he dejado de quererte, pero como no puedo seguir besando tu amado rostro en sombras debemos separarnos, debemos separarnos. ¿Por qué ha de ser así? ¿Qué es esta misteriosa exclusividad? Podemos tener centenares de amigos, pero sólo un amante. Los harenes nada tienen que ver con el amor: hablo de la danza, no de la gimnasia. ¿O es imaginable un turco que ama a cada una de sus cuatrocientas mujeres como yo te amo a ti? Porque si digo “dos” habré empezado a contar y ya no habrá fin para la cuenta. No hay sino un número: uno. Y el amor parece el mejor exponente de tal singularidad. Adiós, pobre amor mío. Nunca te olvidaré ni te reemplazaré. Sería absurdo por mi parte intentar convencerte de que tú eras el amor más puro y de que esta otra pasión no es sino una comedia de la carne. Todo es carne y todo es pureza. Pero algo es indudable: he sido feliz contigo y ahora soy desgraciado con otra. Así ha de seguir la vida… Bromearé con mis compañeros en la oficina y disfrutaré de mis comidas (hasta que tenga dispepsia), y leeré novelas, y escribiré versos, vigilaré las acciones y en general me portaré como me he portado siempre. Pero esto no significa que seré feliz sin ti… Cada objeto que me recuerde tu presencia —la mirada de desaprobación a la habitación donde has esponjado los almohadones y hablado al atizador, todas las cosas pequeñas que hemos descubierto juntos— me parecerá siempre la mitad de un caparazón, la mitad de una novela; y eres tú quien tiene la otra mitad. Adiós. Vete, vete. No escribas. Cásate con Charlie o con un buen hombre con una pipa entre los dientes. Olvídame ahora, pero recuérdame después, cuando haya pasado la parte amarga. Esta mancha no se debe a una lágrima. Se me ha roto la estilográfica y uso una pluma inmunda en esta inmunda habitación de hotel. Hace un calor terrible y no he sido capaz de pescar el negocio que, se suponía, “habría de llegar a un término feliz”, como dice el asno de Mortimer. Creo que te habrán llegado un par de libros míos. Pero eso tiene poca importancia. Por favor, no escribas. L.»

Si quitamos a esta carta ficticia todo cuanto se relaciona con su presunto autor, creo que Sebastian pudo sentir mucho de lo que se dice en ella y aun escribírselo a Clare. Tenía el curioso hábito de atribuir a sus personajes, incluso los más grotescos, tal o cual idea o impresión o deseo que hubieran podido ser suyos. La carta de su héroe quizá sea un código en que expresó unas cuantas verdades sobre sus relaciones con Clare. No sé de otro escritor que haya empleado su arte de manera tan misteriosa (misteriosa para mí, que deseo ver al hombre real detrás del autor). La luz de la verdad personal es difícil de percibir en el centelleo de una naturaleza imaginativa, pero es todavía más difícil de entender el hecho asombroso de que un hombre que escribe cosas que siente realmente en el momento de escribir pueda tener el poder de crear simultáneamente —y a partir de las cosas mismas que lo angustian— un personaje ficticio y ligeramente absurdo.

Sebastian volvió a Londres a comienzos de 1930 y se metió en cama después de un grave ataque al corazón. De algún modo se las ingenió para seguir trabajando en El bien perdido, que me parece su libro más fácil. Es necesario tener presente, para leer las líneas que siguen, que Clare había tenido a su cargo exclusivo la dirección de los negocios literarios de Sebastian. Con su partida, las cosas se convirtieron en una maraña. En muchos casos Sebastian no tenía la menor idea del estado de sus asuntos e ignoraba cuáles eran sus relaciones con tal o cual editor. Estaba confundido, era tan ineficaz, tan absolutamente incapaz de recordar un solo nombre o una dirección o lugar donde había dejado algo, que se encontró en las dificultades más absurdas. Cosa curiosa, la distracción infantil de Clare había sido reemplazada por una claridad perfecta y una firmeza inquebrantable en cuanto se refería a los asuntos de Sebastian. Ahora todo cayó en desorden. Sebastian no había aprendido a escribir a máquina y estaba ahora demasiado nervioso para intentarlo. La montaña cómica se publicó simultáneamente en dos revistas norteamericanas y Sebastian era incapaz de explicar cómo había vendido el libro a dos personas diferentes. Después hubo una confusión con un hombre que deseaba filmar Éxito y que había pagado de antemano a Sebastian (sin que este reparara en ello, tal era la distracción con que leía sus cartas) una versión reducida e «intensificada» que nunca había pensado hacer. Caleidoscopio se puso nuevamente a la venta, pero Sebastian lo ignoraba. Las invitaciones no encontraban respuestas. Los números telefónicos eran fuente de dudas y la busca de tal o cual sobre donde había garabateado un número era más agotadora que la elaboración de un capítulo. Y además… su mente estaba en otra parte, tras las huellas de una amante lejana, aguardando su visita y la visita se habría producido y él no habría sido capaz de esperar y habría ocurrido lo mismo que aquella vez en que Roy Carswell lo vio: un hombre escuálido envuelto en un gran abrigo, en pantuflas y subiendo a un coche-cama.

Fue a principios de este período cuando apareció Goodman. Poco a poco, Sebastian lo dejó encargarse de todos sus negocios literarios, y se sintió muy aliviado de encontrar un secretario tan eficaz. «Solía encontrarlo —escribe Goodman— tendido en la cama como un leopardo sombrío» (esto me recuerda de algún modo el lobo con cofia de Caperucita roja)… «Nunca en mi vida había visto —sigue en otro párrafo— un ser de aire tan abandonado… Me dicen que Marcel Proust, al que Knight imitaba consciente o inconscientemente, también mostraba gran inclinación hacia ciertas actitudes “interesantes” y descuidadas…». Más adelante: «Knight era muy delgado, pálido y de manos muy sensibles, que le gustaba exhibir con femenina coquetería. Una vez me confesó que le gustaba echar media botella de perfume francés en su baño matinal, pero a pesar de todo ello tenía un aspecto muy descuidado. Knight era extraordinariamente vanidoso, como muchos de los autores de vanguardia. Una o dos veces lo sorprendí pegando recortes, que sin duda eran reseñas de sus libros, en un álbum muy lujoso que guardaba bajo llave en su escritorio, quizá un poco avergonzado de que mi mirada crítica atestiguara el fruto de su humana flaqueza… Solía viajar al extranjero, dos veces al año, por lo menos, quizá a divertirse… Pero hacía de ello gran misterio y exhibía una languidez byroniana. No puedo sino presumir que sus viajes al Continente formaban parte de su programa artístico… Era el perfecto poseur».

Pero Goodman se vuelve realmente elocuente cuando empieza a discurrir sobre cosas más profundas. Su idea es mostrar y explicar el «abismo fatal entre el artista Knight y el mundo fragoroso que lo rodea» (una fisura circular, evidentemente). «El inconformismo de Knight era su ruina», exclama Goodman, y se demora en tres puntos suspensivos. «El aislamiento es un pecado capital en una era en que una humanidad perpleja se vuelve ávida a sus escritores y pensadores y les exige atención —si no remedio— para sus lamentos y heridas… La “torre de marfil” es inaceptable, a menos que se transforme en un faro o en una radioemisora… En tal época… agitada por problemas acuciantes… la crisis económica… mudo… hostigado… el hombre de la calle… el auge del capitalismo… el desemplo… la inmediata guerra supermundial… nuevos aspectos de la vida de familia… el sexo… la estructura del universo…». Los intereses de Goodman, como vemos, son vastos. «Knight se negó a interesarse de cualquier modo por los problemas contemporáneos…».

Cuando se le pedía que se uniera a tal o cual movimiento, que tomara parte en alguna asamblea momentánea o simplemente que pusiera su firma, entre nombres más famosos, al pie de algún manifiesto de verdad imperecedera o que denunciara una gran iniquidad… se negaba de lleno a pesar de todos mis consejos y hasta ruegos… En verdad, en su último (y más oscuro) libro, contempla el mundo, pero el ángulo que elige y los aspectos que advierte son completamente diferentes de lo que un lector serio esperaría de un autor serio… Es como si a un investigador consciente de la vida y de los sistemas de una gran empresa se le mostrara, con elaborados circunloquios, una abeja muerta en el alféizar de una ventana… Cuando le llamaba la atención acerca de tal o cual libro que me había fascinado porque era de interés vital o general, respondía puerilmente que era un engañabobos o hacía cualquier otra observación inoportuna… Confundía soledad con altitud y el sol con el latín. No comprendía que era tan sólo un rincón oscuro. Sin embargo, como era hipersensible (recuerdo cómo se estremecía cuando me estiraba los dedos para que crujieran las articulaciones, mala costumbre que tengo cuando medito) no podía sino sentir que algo andaba mal…, que se apartaba cada vez más de la vida… y que el interruptor no funcionaba en su solario. El sufrimiento que había empezado como la reacción de un joven honrado contra el mundo violento en que su juventud temperamental había sido arrojada, y que después siguió exhibiéndose como una máscara elegante en los días de éxito, adquirió una realidad nueva y horrible. La banda que ornaba su pecho no decía ya: “Soy el artista solitario”. Manos invisibles la habían reemplazado por otra que decía: “Estoy ciego”».

Sería un insulto para la agudeza del lector comentar la amenidad de Goodman. Si Sebastian estaba ciego, su secretario, en todo caso, no hace figura muy brillante en su papel de lazarillo. Roy Carswell, que pintó en 1933 el retrato de Sebastian, me dijo que se reía a carcajadas al oír contar a Sebastián sus relaciones con Goodman. Es posible que no hubiera tenido nunca bastante energía para librarse de ese pomposo personaje de no haberse mostrado este demasiado emprendedor. En 1934, Sebastian escribió a Roy Carswell desde Cannes comentándole que había descubierto por casualidad (muy pocas veces releía sus propios libros) que Goodman había cambiado un epíteto en la edición Swan de La montaña cómica. «Lo he despedido», agregó. Goodman se abstiene modestamente de mencionar el detalle. Después de agotar su acopio de impresiones, y concluyendo que la causa real de la muerte de Sebastian fue la conciencia final de haber sido «un fracaso humano y, por ende, también artístico», explica alegremente que su trabajo como secretario terminó porque se dedicó a otra clase de negocios. No volveré a referirme al libro de Goodman. Descartémoslo.

Pero cuando miro el retrato que pintó Roy Carswell me parece ver un guiño imperceptible en los ojos de Sebastian, a pesar de toda la tristeza de su expresión. El pintor ha reproducido maravillosamente el oscuro gris verdoso y húmedo de sus pupilas, con un halo aún más oscuro y una insinuación de polvo dorado como una constelación en torno al iris. Los párpados son pesados y quizá un poco inflamados, y una o dos venas parecen haber estallado en el esplendor del blanco. Esos ojos, el rostro mismo, están pintados de tal modo que parecen reflejarse como Narciso en el agua clara: hay en la mejilla hundida un leve ondular debido a la presencia de una araña de agua que se ha posado sobre la frente reflejada, arrugada como la de quien mira intensamente. Sobre ella, el pelo rizado parece esfumado por otro ondular, pero un mechón sobre la sien refleja un húmedo destello de sol. Hay una honda arruga entre las cejas rectas, y otra desde la nariz hasta los labios herméticamente cerrados. No hay mucho más en esa cabeza. Una oscura sombra opalescente nubla el cuello, como si la parte superior del cuerpo se retirara. El fondo es de un azul misterioso, con una delicada trama de ramas en un ángulo. Sebastian se mira, pues, en un estanque.

—Quería insinuar a una mujer, tras él o sobre él, quizá la sombra de una mano…, algo… Pero temí narrar en vez de pintar.

—Bueno, nadie parece saber nada sobre la mujer. Ni siquiera Sheldon.

—Fue la ruina de su vida, y eso la resume, ¿no es así?

—No, yo quiero saber más. Quiero saberlo todo. De lo contrario, será para mí tan incompleto como su retrato. Oh, es muy bueno, el parecido es excelente, me encanta esa araña que flota. Sobre todo la sombra de sus patas en el fondo. Pero la cara es sólo un reflejo fortuito. Cualquier hombre puede reflejarse en el agua.

—Pero ¿no cree que él lo hizo particularmente bien?

—Sí, sé a que se refiere. Pero a pesar de todo tengo que encontrar a esa mujer. Es el eslabón que falta en su evolución, y tengo que conseguirlo… Es una necesidad científica.

—Le apuesto este retrato a que no la encontrará —dijo Roy Carswell.