Me acerco rápidamente al punto culminante de la vida sentimental de Sebastian y al examinar lo ya hecho a la pálida luz de la tarea que aún tengo por delante me siento muy desazonado. ¿He dado hasta ahora una idea de la vida de Sebastian tan exacta como esperaba, como aún espero, hacer con relación al período final? La oscura lucha con un idioma extranjero y la falta total de experiencia literaria no favorecen la fe en uno mismo. Pero por mal que haya desempeñado mi labor en los capítulos precedentes, estoy resuelto a perseverar y en esto me alienta el secreto conocimiento de que de algún modo la sombra de Sebastian trata de ayudarme.
Además he recibido una ayuda menos abstracta. P. G. Sheldon, el poeta, que vio con mucha frecuencia a Clare y a Sebastian entre 1927 y 1930, tuvo la amabilidad de referirme cuanto sabía, cuando lo visité poco después de mi frustrado encuentro con Clare. Y fue él quien, un par de meses más tarde (cuando yo había iniciado ya este libro), me informó sobre el destino de la pobre Clare. Parecía una mujer tan normal y saludable… ¿Cómo es posible que se desangrara hasta morir junto a una cuna vacía? Sheldon me contó la alegría de Clare cuando Éxito resultó fiel a su título. Porque esta vez fue todo un éxito. Es imposible explicar por qué un libro excelente cayó en la indiferencia y por qué otro libro, tan excelente como aquel, recibió lo que se merecía. Como en el caso de su primera novela, Sebastian no movió un dedo ni hizo la menor gestión para que Éxito gozara de una publicidad detonante o fuera cálidamente recibido. Cuando una agencia empezó a acosarlo con recortes encomiásticos de los diarios, Sebastian se negó a abonarse al servicio de recortes y a dar las gracias a los autores de las notas. Expresar agradecimiento a alguien que al decir lo que piensa de un libro no hace más que cumplir con su deber, parecía a Sebastian impropio y hasta insultante, como si ello implicara cierta simpatía humana en la gélida serenidad del juicio desapasionado. Además, una vez lanzado al agradecimiento se habría visto obligado a seguir agradeciendo y agradeciendo cada juicio amable, so pena de ofender a alguien con un súbito silencio: y por fin, esa exagerada cordialidad habría ocasionado que, a pesar de la renombrada honestidad de tal o cual crítico, el autor agradecido nunca estuviera totalmente seguro de que su simpatía personal no hubiese influido aquí o allá.
En nuestros días la fama se confunde con demasiada frecuencia con la aureola perdurable que rodea un buen libro. Pero sea como fuere, Clare era feliz con eso. Quería ver a las personas que deseaban conocer a Sebastian, quien, por su parte, alardeaba de no querer verlas. Quería oír hablar a los extraños sobre Éxito, pero Sebastian decía que ese libro ya no le interesaba. Quería que Sebastian se asociara a un club literario y se relacionara con otros autores. Y una o dos veces Sebastian se puso una camisa almidonada y se la quitó sin haber pronunciado palabra en el almuerzo dado en su honor. No se sentía demasiado bien. Dormía mal. Tenía terribles estallidos de ira…, cosa nueva para Clare. Una tarde, mientras trabajaba en La montaña cómica y procuraba seguir por un sendero resbaladizo, entre los negros meandros de la neuralgia, Clare entró en el estudio y preguntó con su voz más suave si deseaba recibir a un visitante.
—No —respondió Sebastian, mostrando los dientes mientras escribía una última palabra.
—Pero tú lo has citado para las cinco y…
—¡Ya lo has conseguido! —exclamó Sebastian. Arrojó su estilográfica contra la espantada pared blanca.
—¡No puedes dejarme trabajar en paz! —gritó en tal crescendo que P. G. Sheldon, que había estado jugando al ajedrez con Clare en el cuarto vecino, se puso de pie y fue a cerrar la puerta que daba al vestíbulo, donde esperaba un hombrecillo de aire manso.
De cuando en cuando lo asaltaban imperiosos deseos de bromear. Una noche, con Clare y un par de amigos, inventó una broma estupenda que gastaría a alguien con quien debían encontrarse después de cenar. Es curioso, pero Sheldon no recordaba exactamente en qué consistía la broma. Sebastian reía y giraba sobre sus talones, batiendo palmas, como siempre que estaba realmente divertido. Ya estaban todos a punto de partir, y Clare había llamado un taxi, y sus zapatos plateados centelleaban, y había encontrado su bolso, cuando de pronto Sebastian pareció perder todo interés en el asunto. Parecía harto, bostezaba casi sin abrir la boca, de un modo que producía a los demás no poca desazón. Al fin anunció que sacaría a pasear al perro y después se metería en la cama. En aquella época tenía un pequeño bulldog negro que después enfermó y hubo de ser sacrificado.
La montaña cómica vio la luz, y después Albinos de negro, y después su tercer y último relato, La otra faz de la luna. Recordarán ustedes ese delicioso personaje que aparece en él, el hombrecillo de aire manso que espera un tren que lleva a tres míseros viajeros en tres direcciones diferentes. Ese Mr. Siller es, acaso, la más viviente de las criaturas de Sebastian y el representante más cabal del «tema de la indagación» que he esbozado con respecto a Caleidoscopio y Éxito. Es como si una idea que hubiese ido desarrollándose a través de dos libros adquiriera de pronto existencia física real en Mr. Siller, que se presenta con todos los pormenores de sus hábitos y sus maneras, palpable, único: las cejas hirsutas, el bigote modesto, el cuello blando y la nuez de Adán «moviéndose como la figura encorvada de alguien que está escuchando a hurtadillas», los ojos pardos, las venillas rojas en la gran nariz, «cuya forma hacía preguntarse dónde habría perdido la jiba», la corbatilla negra y el viejo paraguas («un pato de luto riguroso»), la negra vegetación de la nariz, la hermosa sorpresa del esplendor perfecto cuando se quita el sombrero. Pero Sebastian empeoraba a medida que su trabajo mejoraba. Los intervalos le eran especialmente penosos. Sheldon cree que el mundo del último libro, que habría de escribir varios años después (El extraño asfódelo), ya arrojaba su sombra sobre cuanto rodeaba a Sebastian y que sus novelas y relatos no eran sino máscaras brillantes, hábiles tentadores bajo el pretexto de la aventura artística que debían conducirlo a una meta inminente. Sin duda quería a Clare como la había querido siempre, pero la aguda sensación de mortalidad que había empezado a obsesionarlo hizo que sus relaciones con ella parecieran más frágiles de lo que en realidad eran. En cuanto a Clare, casi inadvertidamente en su inocencia, se había aislado en un rincón agradable y soleado de la vida de Sebastian en que el propio Sebastian no se había detenido nunca. Ahora se sentía rezagada y no sabía si apresurar el paso hasta alcanzarlo o llamarlo para que retrocediera. Se mantenía alegremente atareada, cuidando de los intereses literarios de Sebastian y ordenando su vida en general, y aunque sin duda comprendía que algo no andaba bien, que era peligroso perder contacto con la existencia imaginativa de Sebastian, quizá se consolara pensando que aquella era una inquietud pasajera y que «todo se arreglaría poco a poco». Desde luego, no puedo llegar al fondo íntimo de esa relación, ante todo porque sería ridículo discutir lo que nadie puede afirmar resueltamente, y después porque el sonido mismo de la palabra «sexo», con su sibilante vulgaridad y el maullido de la equis, me parece tan vacuo que no puedo sino preguntarme si hay en verdad una idea real tras la palabra. Dar al «sexo» una posición importante cuando nos referimos a un problema humano o, peor aún, permitir que la «idea sexual», si existe semejante cosa, se extienda y «explique» todo lo demás es un grave error de razonamiento. «La ruptura de una ola no puede explicar el mar entero, desde su luna a su serpiente; pero un estanque, en un hoyo abierto en la roca, y el camino de centelleo diamantino hacia Catai son, ambos, agua» (La otra faz de la luna).
«El amor físico no es sino otro modo de decir la misma cosa y no una nota especial de saxofón que, una vez oída, tiene eco en todas las demás regiones del alma» (El bien perdido, página 82). «Todo pertenece al mismo orden de cosas, pues tal es la unicidad de la percepción humana, la unicidad de la individualidad, la unicidad de la materia, sea lo que fuere la materia. El único número verdadero es el uno: los demás son mera repetición» (ibid., pág. 83). Aun de haber sabido yo por alguna fuente digna de crédito que Clare no se ajustaba a los requisitos amatorios de Sebastian, no se me habría ocurrido escoger esa insatisfacción como motivo para su nerviosismo y excitación generales. Pero así como todo lo dejaba insatisfecho, el tono de sus amores también pudo decepcionarlo. Advierto que uso la palabra insatisfacción muy genéricamente, pues el estado de ánimo de Sebastian en ese período era algo mucho más complicado que un simple Weltschmerz. Sólo podemos reconstruirlo a través de su último libro, El extraño asfódelo. Ese libro era por entonces sólo una bruma distante. Al fin se volvió el perfil de una costa. En 1929 un famoso cardiólogo, el doctor Oates, aconsejó a Sebastian que pasara un mes en Blauberg, Alsacia, donde cierto tratamiento había resultado eficaz en muchos casos similares. El viaje quedó tácitamente concertado. Antes de marcharse, Miss Pratt, Sheldon, Clare y Sebastian tomaron el té juntos. Sebastian se mostró alegre y locuaz y bromeó con Clare, que había olvidado su pañuelo arrugado entre las cosas que le había metido en la maleta. Después echó una mirada al reloj de pulsera de Sheldon (objeto que él no usaba) y empezó a moverse nerviosamente, aunque faltaba casi una hora para la partida. Clare no sugirió que podía acompañarlo al tren: sabía que eso le disgustaría. Sebastian la besó en la sien y Sheldon lo ayudó a llevar su equipaje (¿he dicho ya que, aparte una mujer que iba a limpiar periódicamente la casa y el mozo de un restaurante vecino que le llevaba las comidas, Sebastian no tenía criados?). Cuando se marchó, los tres permanecieron unos minutos sentados, en silencio.
De pronto Clare depositó sobre la mesa la tetera y dijo:
—Es como si ese pañuelo hubiese querido marcharse con él… Debí tomarlo como un aviso…
—No sea tonta —dijo Sheldon.
—¿Por qué no? —preguntó Clare.
—Si quieres decir que procurarás tomar el mismo tren… —empezó Miss Pratt.
—¿Por qué no? —repitió Clare—. Tengo cuarenta minutos. Correré a mi casa, tomaré un par de cosas, cogeré un taxi…
Y lo hizo. Lo que ocurrió en la estación Victoria no se sabe, pero una hora después Clare telefoneó a Sheldon, que se había marchado a su casa, y con una risilla más bien patética le dijo que Sebastian no le había permitido siquiera quedarse en la estación hasta la partida del tren. La veo muy claramente llegar a ese lugar, con su maleta, los labios a punto de abrirse en una sonrisa alegre, sus ojos miopes escudriñando a través de las ventanillas del tren, buscándolo, encontrándolo. O acaso fue él quien la vio primero… «Hola, aquí estoy», debió de decir ella jubilosa, quizá con demasiado júbilo…
Sebastian le escribió, pocos días después, para decirle que el lugar era muy agradable y que se encontraba muy bien. Después hubo un silencio y sólo cuando Clare envió un ansioso telegrama llegó una postal con la información de que acortaría su descanso en Blauberg y pasaría una semana en París antes de regresar.
Hacia finales de aquella semana Sebastian fue a visitarme. Almorzamos juntos en un restaurante ruso. No lo había visto desde 1924 y corría el año 1929. Parecía enfermo, consumido; salía de la peluquería pero su palidez destacaba la sombra de la barba. En la nuca tenía un forúnculo cubierto de pomada rosa.
Después de hacerme varias preguntas sobre mí mismo, nos costó seguir la conversación. Le pregunté por la agradable muchacha con quien lo había visto la última vez.
—¿Qué muchacha? —preguntó—. Ah, Clare… Sí, está bien. Estamos algo así como casados.
—Pareces desmejorado…
—Lo cual me trae absolutamente sin cuidado. ¿Tomarás pelmenies?
—Es curioso que todavía recuerdes qué sabor tienen.
—¿Y por qué no había de recordarlo? —dijo secamente. Comimos en silencio unos minutos. Después tomamos café.
—¿Cómo has dicho que se llamaba el lugar? ¿Blauberg?
—Sí, Blauberg.
—¿Es agradable?
—Depende de lo que llames agradable. —Los músculos de las mejillas se le pusieron tensos, como si contuviera un bostezo—. Perdona —dijo—. Espero dormir en el tren.
Echó una mirada a mi muñeca.
—Las ocho y media —dije.
—Tengo que telefonear —murmuró, y se deslizó a través del restaurante con la servilleta en la mano.
Cinco minutos después regresaba con la servilleta medio metida en el bolsillo de la chaqueta. Se la saqué.
—Mira —dijo—, lo siento mucho, pero tengo que irme. He olvidado que tenía una cita.
«Siempre me ha angustiado —escribe Sebastian Knight en El bien perdido— que en los restaurantes la gente no advierte nunca los misterios animados que les llevan la comida y les retiran los abrigos y les abren las puertas. Una vez recordé a un hombre de negocios con quien había almorzado pocas semanas antes, que la mujer que nos había alcanzado los sombreros tenía algodones en las orejas. El hombre pareció sorprendido y dijo que no había visto a ninguna mujer… Una persona que no ve el labio leporino de un conductor de taxi porque tiene prisa por llegar a alguna parte es para mí un monomaniaco. Muchas veces me he sentido como sentado entre ciegos y locos, al pensar que era el único en la multitud que se daba cuenta de que la chocolatera era ligeramente coja».
Al salir del restaurante, mientras nos dirigíamos hacia la fila de taxis, un viejo de ojos legañosos se humedeció el pulgar y ofreció a Sebastian o a mí o a ambos, uno de los anuncios impresos que distribuía. Ninguno de los dos lo tomó; seguimos mirando adelante: tétricos soñadores ignorantes de la oferta.
—Bueno, adiós —dije a Sebastian, que llamaba un automóvil.
—Ven a visitarme algún día a Londres —dijo él, mirando por encima de su hombro—. Un momento —agregó—. No está bien… He ignorado a un mendigo…
Me dejó y luego volvió con una hoja de papel en la mano. La leyó cuidadosamente antes de tirarla.
—¿Quieres que te acerque? —preguntó.
Sentí que estaba ansioso por librarse de mí.
—No, gracias —dije. No retuve la dirección que dio al chófer, pero recuerdo que le pidió que marchara con rapidez.
Cuando volvió a Londres… No, el hilo de la narración se rompe y debo acudir a otros para que lo reanuden.
¿Advirtió Clare que algo había ocurrido? ¿Sospechó qué era ese algo? ¿Debemos conjeturar qué preguntó a Sebastian y qué respondió él y qué dijo ella entonces? Creo que no debemos hacerlo… Sheldon los vio poco después del regreso de Sebastian y encontró extraño a Sebastian. Pero ya antes lo había encontrado extraño…
—Al fin empezó a preocuparme —dijo Sheldon. Se entrevistó a solas con Clare y le preguntó si ella pensaba que Sebastian estaba bien.
—¿Sebastian? —dijo Clare con una sonrisa lenta y terrible—. Sebastian está loco. Completamente loco —repitió, abriendo desmesuradamente sus ojos pálidos—. Ha dejado de hablarme —agregó con voz muy tenue.
Entonces Sheldon fue a ver a Sebastian y le preguntó qué le pasaba.
—¡Qué te importa! —dijo Sebastian con una especie de perversa frialdad.
—Quiero a Clare —dijo Sheldon—, y quiero saber por qué anda como un alma en pena.
(Clare iba todos los días a casa de Sebastian y se sentaba en rincones donde nunca se había sentado. A veces le llevaba dulces o una corbata. Los dulces permanecían intactos y la corbata colgaba sin vida del respaldo de una silla. Parecía pasar a través de Sebastian como una sombra. Después se desvanecía tan silenciosamente como había llegado).
—Bueno, suéltalo ya —le apremió Sheldon—. ¿Qué le has hecho?