El verdadero valor de Caleidoscopio sólo fue dignamente apreciado cuando el primer éxito de Sebastian hizo que lo reimprimiera otra editorial (Bronson). Pero ni siquiera entonces se vendió tanto como Éxito o El bien perdido. Aunque es una novela primeriza, revela una fuerza notable de voluntad artística y de autodominio literario. Como es muy frecuente en él, Sebastian Knight emplea la parodia como una especie de trampolín para llegar a las zonas más altas de la emoción seria. J. L. Coleman lo llamó «un clown que desarrolla alas, un ángel que remeda a un saltimbanqui», y la metáfora me parece muy adecuada. Basado hábilmente en una parodia de ciertos ardides del tráfico literario, Caleidoscopio se eleva muy alto. Con algo muy semejante al odio fanático, Sebastian Knight acechaba siempre las cosas que habían gastado hasta la urdimbre: cosas muertas entre las vivas; cosas muertas que imitaban la vida, pintadas y repintadas, reaceptadas por espíritus perezosos serenamente inconscientes de la trampa. El decadentismo puede ser en sí muy inocente y hasta puede argüirse que no es pecado demasiado grave el seguir explotando tal o cual tema o estilo gastado, si aún gusta y divierte. Pero para Sebastian Knight, la cosa más baladí, como por ejemplo el método consabido de un relato policiaco, se convertía en un cadáver hinchado y hediondo. No pensaba en «los novelones de un penique» porque la moral común no le interesaba; lo que invariablemente le fastidiaba era la primera imitación, no la segunda ni las demás, porque en la etapa aún legible empezaba la vergonzosa y eso era, en un sentido artístico, inmoral. Pero Caleidoscopio no es sólo una brillante parodia de una novela policiaca. Es también una pérfida imitación de muchas otras cosas: por ejemplo cierto hábito literario que Sebastian Knight, con su aguda percepción del decadentismo secreto, advirtió en la novela moderna: el habitual ardid de agrupar una mezcolanza de personas en un espacio limitado (un hotel, una isla, una calle). También diferentes especies de estilos están satirizados en el libro, así como el problema de fundir el discurso directo con la narración y la descripción, que una pluma elegante resuelve utilizando cuantas variaciones de «él dijo» pueden encontrarse en el diccionario entre «accedió» y «voceó».
Pero todo esa oscura diversión es, lo repito, sólo un trampolín para el autor.
Doce personas viven en una pensión; la casa está cuidadosamente descrita, pero sólo para destacar su carácter de «ínsula»: el resto de la ciudad se muestra incidentalmente durante un cruce secundario a través de la niebla natural y durante un cruce primario entre ambientes teatrales y la pesadilla de un agente inmobiliario. Como observa el autor (indirectamente), este método se relaciona de algún modo con la práctica cinematográfica de mostrar a la protagonista, en sus imposibles años de colegiala, maravillosamente distinta de una multitud de compañeras poco agraciadas y violentamente realistas. Uno de los inquilinos, un tal G. Abeson, comerciante de objetos de arte, aparece asesinado en su cuarto. El comisario local, descrito únicamente por sus zapatos, llama a un detective de Londres y le pide que acuda de inmediato. Debido a una combinación de equívocos (su automóvil atropella a una anciana y después toma un tren que va a otra parte), tarda mucho en llegar. Mientras tanto, los habitantes de la pensión, más un visitante ocasional, el viejo Nosebag —que estaba en el vestíbulo cuando se descubrió el crimen—, son cuidadosamente examinados. Todos ellos, salvo el último, un anciano y suave caballero de barba amarillenta en torno a la boca y una inocente pasión por las cajas de rapé, son más o menos susceptibles de sospecha. Y uno de ellos, un estudiante pisciforme, parece especialmente sospechoso: bajo su cama han aparecido media docena de pañuelos manchados de sangre. Hay que observar que para simplificar y «concentrar las cosas» no se menciona un solo criado o empleado de la pensión, y nadie se preocupa por su inexistencia. De pronto, con un rápido viraje, algo empieza a complicarse en el relato (el detective, recordémoslo, todavía está en camino y el cuerpo tieso de G. Abeson yace sobre la alfombra). Poco a poco va deduciéndose que los huéspedes están de diversa manera relacionados entre sí. La anciana de la N° 3 resulta la madre del violinista de la N° 11. El novelista que ocupa el dormitorio del frente es en realidad el marido de la joven del tercer piso, al fondo. El estudiante pisciforme es nada menos que el hermano de esta señora. El solemne personaje con cara de luna llena que se muestra tan cortés con todos es mayordomo del coronel, padre a su vez del violinista. El proceso de interfusión continúa con el compromiso del estudiante pisciforme con la gorda mujercilla de la N° 5, hija de un matrimonio anterior de la anciana. Y cuando el campeón de tenis aficionado de la N° 6 se revela como hermano del violinista, y el novelista como tío de ambos, y la dama de la N° 3 como la mujer del viejo coronel, es como si los números en las puertas desaparecieran y el tema de la pensión se reemplaza tranquilamente, sin esfuerzo, por el tema de una casa de campo, con todas sus implicaciones naturales. Y aquí el cuento adquiere una belleza extraña. La idea del tiempo, que bordeaba lo ridículo (el detective se pierde…, encallado en algún lugar en medio de la noche), se reabsorbe y desaparece. Ahora la vida de los personajes brilla con significación humana y real, y la puerta sellada de G. Abeson no es sino la de un desván olvidado. Una nueva trama, un nuevo drama profundamente desvinculado con el principio de la historia, que ha sido rechazado a la región de los sueños, parece luchar por adquirir vida y conocer la luz. Pero en el momento mismo en que el lector se siente a salvo en una atmósfera de realidad placentera y la gracia y la gloria de la prosa del autor parecen indicar alguna intención especialísima, se oye un grotesco golpe en la puerta y aparece el detective. Nos hundimos nuevamente en el pantano de la parodia. El detective, un hombre astuto, pronuncia mal las erres: detalle que procura mostrarlo como un tipo del común, ya que no se trata de un remedo del auge de Sherlock Holmes, sino de la moderna reacción contra él. Los inquilinos son examinados por segunda vez. Se elaboran nuevas hipótesis. El suave y anciano Nosebag va y viene, con aire ausente e inocuo. Explica que había pasado por allí en busca de un cuarto desocupado. El detective se interesa de pronto por las cajas de rapé. «¿Dónde está Hart?», pregunta. Súbitamente entra un policía de cara llameante: el cadáver ha desaparecido, informa. El detective: «¿Qué quiegue usted decig pog desapaguecido?». «Desaparecido, señor: el cuarto está vacío». Un momento de ridículo suspenso. «Yo creo —dice tranquilamente Nosebag— que puedo explicarlo todo». Lenta, cuidadosamente, se quita la barba, la peluca gris, las gafas negras, y aparece la cara de G. Abeson. «¿Comprenden ustedes? —dice con una sonrisa de excusa—. A nadie le gusta que lo asesinen».
He hecho lo posible por mostrar los procedimientos del libro, o por lo menos algunos de sus procedimientos. Su encanto, su humorismo, su patetismo sólo pueden apreciarse en la lectura directa. Pero con el objeto de iluminar a quienes se sienten burlados por las continuas metamorfosis o se disgustan al encontrar algo incompatible con la idea de «un buen libro» al encarar un libro como este, absolutamente nuevo, me gustaría destacar que Caleidoscopio sólo puede dar placer cuando se ha entendido que los héroes de la obra son lo que puede llamarse de modo general «métodos de composición». Es como si un pintor dijera: aquí estoy yo para mostrarles no la imagen de un paisaje, sino la imagen de los diferentes modos de pintar un paisaje determinado, y confío en que su fusión armoniosa revelará el paisaje como procuro que lo vean ustedes. En el primer libro Sebastian llevó ese experimento hasta una conclusión lógica y satisfactoria. Probando ad absurdum tal o cual estilo literario y descartando uno tras otro, dedujo su estilo y lo explotó plenamente en su novela siguiente, Éxito. En ella parece haber pasado de un plano a otro, situado un poco más alto, pues si su primera novela se basa en los métodos de la composición literaria, la segunda se relaciona principalmente con los métodos del destino del hombre. Con precisión científica en la sistematización, el examen y el descarte de una cantidad inmensa de datos (cuya acumulación se hace posible mediante la premisa esencial de que un autor puede descubrir cuanto necesite saber acerca de sus personajes y de que tal capacidad sólo está limitada por el estilo y el propósito de su selección, en el sentido de que no se trata de un fárrago arbitrario de pormenores triviales sino de una indagación precisa y metódica), Sebastian Knight consagra las trescientas páginas de Éxito a uno de los estudios más complicados que haya intentado nunca un escritor. Se nos informa así de que cierto viajante de comercio, Percival Q., conoce en determinada época de su vida y en determinadas circunstancias a una muchacha, ayudante de un prestidigitador, con la cual inicia una feliz relación. El encuentro es o parece accidental: ambos utilizan el automóvil de un amable desconocido un día en que hay huelga de transportes. Esta es la fórmula: totalmente desprovista de interés si la consideramos como un suceso real, pero fuente de intenso placer y excitación mental si la examinamos desde un ángulo especial. La tarea del autor consiste en descubrir cómo se ha llegado a esa fórmula, y toda la magia y la fuerza de su arte procura revelar el modo exacto en que dos líneas de vida se ponen en contacto: el libro entero no es, en verdad, sino una exultante partida de casualidades o, si preferimos, la demostración del secreto etiológico de los acontecimientos fortuitos. Las probabilidades parecen ilimitadas. Se siguen con éxito diversas líneas de indagación. En su camino de retroceso, el autor descubre por qué la huelga había sido fijada para ese día determinado y la inveterada predilección de un político por el número nueve se presenta como la raíz misma de todo el asunto. Lo cual no nos lleva a ninguna parte y la pista es abandonada (no sin ofrecernos la oportunidad de presenciar un animado debate político). Otra falsa huella es el automóvil del extraño. Procuramos descubrir quién era y qué lo hizo pasar en un momento dado por una calle dada; pero cuando sabemos que ha pasado por ella, camino de su oficina, todos los días a la misma hora durante diez años, volvemos al punto de partida. Así, debemos suponer que las circunstancias exteriores del encuentro no son manifestaciones de la actividad del destino con relación a los dos sujetos, sino una entidad dada, un punto fijo, sin significado causal. Y de este modo, con nítida conciencia, llegamos a plantearnos el problema de por qué Q. y Anne, entre todas las demás personas, estuvieron durante un instante detenidos el uno junto al otro en ese lugar preciso. Trazamos, pues, la línea del destino de la muchacha, después la del hombre, comparamos las notas y finalmente rastreamos de nuevo ambas vidas.
Nos enteramos de muchas cosas curiosas. Las dos líneas que se han reunido no son líneas rectas de un triángulo que se apartan hacia una base desconocida, sino líneas onduladas que ya se apartan, ya están a punto de cruzarse. En otras palabras, ha habido por lo menos dos ocasiones en las vidas de esos dos seres en que pudo producirse el encuentro. En cada caso, el destino pareció preparar dicho encuentro con el máximo cuidado: rozando tal o cual posibilidad; ocultando salidas y repintando letreros indicadores; estrechando la prisión de malla donde ambas mariposas revoloteaban; cuidando el detalle más ínfimo y no abandonando nada al azar. La revelación de esos apercibimientos secretos es fascinante y el autor parece tener cien ojos al registrar todos los matices de lugar y circunstancia. Pero cada vez un yerro infinitesimal (la sombra de un defecto, el agujero obstruido de una posibilidad no prevista, un capricho del libre albedrío) arruina el placer de las almas gemelas y ambas vidas vuelven a alejarse con renovada rapidez. Así, Percival Q. no puede asistir a una reunión —en la cual el destino, con infinitas dificultades, había incluido a Anne— porque una abeja le pica en un labio; así, Anne, por un ataque de histeria, no consigue un empleo en la oficina de objetos perdidos donde trabaja el hermano de Q. Pero el destino es demasiado perseverante para arredrarse ante el fracaso. Y si al fin alcanza el éxito, sus maquinaciones habrán sido tan delicadas que no se oirá ni el más tenue rumor cuando los dos se pongan en contacto.
No daré más detalles sobre esta novela deliciosa y sutil. Es la más conocida de las obras de Sebastian Knight, aunque los otros tres libros posteriores la superen en muchos sentidos. Como al hablar de Caleidoscopio, mi único fin ha sido mostrar el sistema, quizá en detrimento de la impresión de belleza que deja el libro, aparte sus artificios. Permítaseme agregar que contiene un pasaje tan extrañamente relacionado con la vida anterior de Sebastian por la época en que completaba los últimos capítulos que merece citarse en contraste con una serie de observaciones más relacionadas con los meandros de la mente del autor que con el lado emocional del arte.
«William (primer novio de Anne, un afeminado que al final la plantaría) la acompañó a su casa como de costumbre y la besó en la oscuridad del pasillo. De pronto, Anne sintió que él tenía la cara mojada. William se la cubrió con la mano y buscó el pañuelo. “Está lloviendo en el paraíso”, dijo… “La cebolla de la felicidad… el pobre Willy es, quiéralo o no, un sauce llorón[5]”».
La besó en el ángulo de la boca y después se sonó la nariz con un débil soplido acuoso. “Los hombres no lloran”, dijo Anne. “Pero yo no soy un hombre”, lloriqueó él. “Esta luna es infantil y esta calle mojada es infantil y el amor es un niño que chupa miel”… “Basta, por favor”, dijo ella. “Sabes que no puedo soportar que hables así. Es tan tonto, tan…, tan Willy”, suspiró. Él volvió a besarla y ambos permanecieron como suaves estatuas oscuras, de cabezas borrosas. Pasó un policía guiando la noche con una correa y después se detuvo para dejarla olfatear un buzón. “Me siento tan feliz como tú”, dijo ella, “pero no quiero llorar ni decir tonterías”. “Pero ¿no comprendes”, susurró él, “que lo mejor de la felicidad no es sino el bufón de su propia caducidad?”. “Buenas noches”, dijo Anne. “Mañana a las ocho”, gritó él, mientras Anne se escabullía. William acarició suavemente la puerta y al fin se alejó por la calle. Es tierna, es bella, la quiero, musitó, y todo es inútil, porque estamos muriéndonos. No soy capaz de sobrellevar esa mirada retrospectiva en el tiempo. El último beso ha muerto ya y La dama de blanco (una película que habían visto aquella noche) está muerta y sepultada, y el policía que acaba de pasar también está muerto, y hasta la puerta ha dejado de ser. Y este último pensamiento es ya cosa muerta. Coates (el doctor) tiene razón cuando dice que mi corazón es demasiado pequeño para mi tamaño. Siguió caminando, sin dejar de hablar consigo mismo. Su sombra proyectaba a veces una larga nariz o bien se inclinaba en una reverencia al pasar William frente a una luz. Cuando llegó a su triste albergue tardó mucho tiempo en subir la oscura escalera. Antes de acostarse llamó a la puerta del prestidigitador y encontró al viejo en paños menores, revisando un par de pantalones negros. “¿Y bien?”, preguntó William. “No les ha gustado mi voz”, respondió, “pero espero que a pesar de eso no perderé la oportunidad”. William se sentó en la cama y dijo: “Deberías teñirte el pelo”. “Soy más calvo que canoso”, dijo el prestidigitador. “A veces me pregunto”, dijo William, “dónde están las cosas que perdemos…, porque tienen que ir a parar a alguna parte, ¿no es cierto? El pelo, las uñas…”. “¿Has vuelto a beber?”, preguntó el prestidigitador sin mucha curiosidad. Dobló los pantalones con cuidado y pidió a William que se pusiera de pie: tenía que depositar los pantalones bajo el colchón. William se sentó en una silla y el prestidigitador siguió consagrado a sus menesteres. Se le erizaban los pelos en las pantorrillas, tenía los labios apretados, movía delicadamente las manos suaves. “Soy feliz”, dijo William. “No lo pareces”, dijo el solemne viejo. “¿Puedo comprarte un conejo?”, preguntó William. “Lo alquilaré cuando sea necesario”, respondió el prestidigitador arrastrando el “necesario” como si hubiera sido una cinta infinita. “Una profesión ridícula”, dijo William, “un carterista enloquecido, una cuestión de práctica. Los céntimos en la gorra del mendigo y la omelette en tu sombrero de copa. Igualmente absurdo”. “Estamos habituados a los insultos”, dijo el prestidigitador. Apagó tranquilamente la luz y William buscó a tientas la salida. En su cuarto, los libros sobre la cama parecían no querer moverse. Mientras se desvestía, imaginó la felicidad prohibida de un lavadero al sol: agua azul y manos escarlata. ¿Le pediría a Anne que lavara su camisa? ¿Había vuelto a disgustarla? ¿Pensaría ella de veras que algún día se casarían? Las pálidas, minúsculas pecas en la piel brillante bajo sus ojos inocentes. Los dientes delanteros, muy regulares, ligeramente prominentes. Su cuello suave, tibio. Sintió de nuevo la presión de las lágrimas. ¿Pasaría con ella lo mismo que con May, Judy, Juliette, Augusta y todos sus otros amores encendidos? Oyó que en el cuarto vecino la bailarina cerraba la puerta, se lavaba, se aclaraba concienzudamente la garganta. Algo cayó tintineando. El prestidigitador empezó a roncar».