EPÍLOGO

Era mediodía en Pusán, un hermoso día de otoño hará dos años. Había estado viajando en coche por el sur de Corea para poder detenerme cuando quisiera. Las carreteras eran con frecuencia estrechas y malas, los puentes sobre los pequeños ríos bombardeados durante la guerra no habían sido reconstruidos todavía. Saltábamos sobre las piedras y chapoteábamos en el agua escasa porque era la estación seca. Me gustaba todo, maravillada de nuevo por la noble belleza del paisaje, y disfrutaba de la cálida y amable acogida de las gentes. Estaba entonces en Pusán, en la punta sur de Corea. Es un puerto famoso en la Historia, pero no había ido allí por esto. Iba a visitar el lugar donde estaban enterrados los hombres de las Naciones Unidas que murieron en la guerra de Corea. Cada nacionalidad estaba enterrada bajo su propia bandera. El fresco viento otoñal hacía ondear las banderas.

Puse la corona que había traído al pie del monumento conmemorativo y me quedé un momento en silencio. El lugar era incomparable. Un mar tan azul como el Mediterráneo lo rodeaba por los tres lados. Detrás tenía las severas laderas grises de las montañas y la ciudad acurrucada a sus pies.

El cementerio era un bello jardín cuidado meticulosamente por devotos coreanos. A mi lado había dos soldados coreanos que contemplaban la escena. Mis ojos se posaron sobre la bandera americana.

—Me gustaría pasear entre los sepulcros de los americanos —dije—. Conocí algunos de ellos.

El guardia que estaba a mi derecha contestó:

—Señora, lo sentimos, no hay americanos aquí. Todos volvieron a su país. Sólo quedan las banderas.

Me sorprendió. ¿No había americanos allí? ¡Cómo debió herir esto a los coreanos! Antes de que pudiese expresar mi pesar, un alto coreano, vestido como un hombre de negocios occidental, se acercó a mí. El sol hacía brillar sus cabellos plateados y su hermosa e inteligente cara. Habló en inglés.

—No se entristezca, por favor. Comprendemos lo que sienten las familias de los valientes americanos. Es natural que deseen, tener a sus hijos en casa otra vez. Nuestro país debe parecerles un lugar muy remoto para morir.

—Gracias —contesté—. Es lo mismo. Creo que si mis compatriotas supiesen, hubiesen comprendido, se habrían sentido honrados de dejar a sus hijos aquí, entre sus camaradas.

—¡Oh, sí! —interrumpió una suave voz—. He estado en su país, sé lo amables que son sus compatriotas.

—Mi esposa —dijo el coreano.

Me volví y vi una exquisita mujer con un traje coreano. Fue el principio de una amistad, y de ellos creé los caracteres de Liang y Mariko. Por ellos también, supe lo que sucedió al final de mi libro. Yo había leído, claro, los acontecimientos, lo que el Gobierno americano hizo para enmendar los primeros errores, pero por medio de ellos comprendí lo que había sucedido.

—Nosotros nos equivocamos también —dijo Liang una noche, de sobremesa en su casa de Seúl—. Los coreanos estaban furiosos y desilusionados cuando llegaron los americanos. Estoy seguro de que sus soldados, durante los días de la ocupación, en aquellos años entre 1945 y 1948, debieron pasar por situaciones desagradables. No estábamos en nuestro mejor momento después de medio siglo de despiadado control japonés.

—Hasta los japoneses hicieron algunas cosas buenas. No olvides tu hospital.

Estábamos sentados sobre el caliente suelo ondul, alrededor de una mesa baja. Era una habitación agradable y una casa deliciosa, coreana pero moderna. A su lado estaba el hospital donde trabajaba Liang. Se había graduado en el John Hopkins y era un experto cirujano.

—Recuerdo lo bueno y lo malo —contestó—. Pero los coreanos estaban decididos a ser una nación libre e independiente. Nunca abandonaríamos la lucha. Estaba en el latido de nuestros corazones yen nuestra sangre. Al mirar hacia atrás nos maravillamos de lo diferentes que podían haber sido nuestras vidas si aquel tratado entre nuestros dos países se hubiese cumplido, Aquel tratado de amistad, ratificado por su país en1883, que nos prometía asistencia si éramos invadidos. A cambio les habríamos concedido la exclusiva de nuestro comercio, pero Theodore Roosevelt fue prudente, no quería verse envuelto en las rivalidades entre el Japón y Rusia por la posesión de Corea. William Howard Taft, que era entonces su ministro de la Guerra, fue a Tokio el 29 de julio de 1905, y firmó un acuerdo secreto entregando Corea al Japón si prometía mantenerse apartado de Manchuria y no atacar Filipinas.

Mariko se levantó de la mesa.

—Liang, ¿por qué hablas de cosas pasadas? Hablemos de los americanos que enviaron a sus hijos a morir por nuestra libertad.

Liang respondió instantáneamente:

—Sí, tienes razón.

Los dos se levantaron y Mariko se sentó al piano. Ella y Liang cantaron canciones coreanas antiguas y hermosas, y canciones americanas modernas. Recuerdo que cantaron un dúo musical de Getting to know you, de los Rodger y Hammerstein.

Creo que Liang y Mariko tenían razón, los errores de la Historia traen consigo implacables consecuencias. Hay una conexión directa entre el acuerdo secreto firmado en Tokio por Taft y Katsura y los jóvenes de varias naciones que murieron en tierra coreana.

Corea está dividida hoy en día por el paralelo 38° y por los coreanos nacidos en Rusia, cuando sus padres huyeron de su país al ser ocupado por el Japón. Estos niños crecieron en el comunismo como Sacha, y creían que estaban liberando su país cuando fueron a Corea. Los muchachos americanos murieron a sus manos.

Pero, como dijo Mariko, ¿por qué hablar de cosas pasadas?

Es mejor acordarse de que un lazo une nuestros pueblos.

Valientes muchachos americanos treparon por las ásperas laderas de las montañas coreanas y lucharon con nostalgia y desesperado cansancio por la causa de un país extranjero y por razones que casi no comprendían, a pesar de que perdieron allí sus vidas. Con este noble impulso y sacrificio final olvidemos el pasado, excepto en lo que pueda enseñarnos para el futuro.

F I N