—¿Por qué me sigue? —preguntó Yul-chun inclinándose sobre aquella pequeña y reacia imprenta que se manejaba a mano. Era demasiado vieja, había sido usada años atrás en la oficina de un periódico americano de una ciudad de Ohio. Sin ella, no obstante, no podría publicarse el «Noticiero independiente de Corea». Actualmente las hojas no aparecían regularmente, aunque después de la Demostración Mansei, sofocada al terminar la guerra mundial, pudo publicarlas semanalmente.
Era una suerte que la imprenta fuera pequeña porque tenía que llevarla de un sitio a otro, ahora que los revolucionarios se habían visto obligados a trabajar de nuevo clandestinamente. Sólo en América los coreanos continuaban en abierta rebelión contra sus invasores.
El amargo tónico de la cólera y la desilusión le habían vigorizado, a él y otros como él. Cuando dejó la casa de Yul-han aquella noche no fue a China como dijo haría. Había sido traicionado por alguien en alguna parte. Mientras caminaba por la calle unas manos ásperas le cogieron y ataron. No vio la cara de sus raptores, pero supo, por las palabras que les oyó murmurar, que eran japoneses, aunque hablaban coreano. Le golpearon con las culatas de sus fusiles hasta perder el conocimiento. Cuando volvió en sí, estaba otra vez en la celda de una vieja prisión, tumbado en un suelo de piedras desiguales clavadas en la tierra. No supo nunca cómo no había muerto ni por qué no le habían matado. No veía ni oía a nadie. No oía voces ni pasos más que cuando el carcelero le traía una vez al día un bol de mijo y una calabaza de agua. De este carcelero no veía más que las manos deslizándose en la abertura de la puerta de hierro. Lentamente se había recobrado hasta ser capaz de pensar en vivir otra vez y escapar. Sin embargo, no habría podido escapar nunca si no hubiese sido por la locura de la Demostración Mansei. No habría podido escapar si el carcelero, al llevarle la comida como de costumbre, no le hubiese entregado una lima de acero sin decir ni una palabra. ¿Una lima de acero? Supuso que sería un coreano traidor cuya conciencia le remordía por alguna razón. La cogió sin decir nada y se esforzó en comer la miserable comida a la que ya se había acostumbrado. Debía tener tiempo para pensar. ¿Era una trampa para inducirlo a escapar? ¿Estarían sus asesinos al otro lado de la ventana? Luego oyó como la resaca de un mar lejano. Un ruido de voces humanas. Esto le decidió. Intentaría la fuga.
Trabajaba todo el día en los gruesos barrotes de la ventana que servía para dar aire y luz, una abertura demasiado pequeña, se suponía, para un cuerpo humano, pero él era de huesos finos y esqueleto flexible, se dijo a sí mismo burlón, y una noche, desgarrando la carne de sus hombros y caderas salió por allí. Inmediatamente se perdió entre la multitud y se escondió en las ruinas de un templo fuera de las murallas de la ciudad, donde unos viejos y desdentados monjes le ayudaban haciéndole de vigías.
Desde allí mandaba sus hojitas impresas. Otro joven rebelde, disfrazado de acólito, le ayudaba en el templo, durmiendo de día y distribuyendo de noche las hojas por la ciudad y entregándolas a otros para que las distribuyesen en el campo. Los mismos monjes eran también sus mensajeros y recogían además toda clase de noticias. Aquel día estaba ya Yul-chun terminando y apresurándose en su tarea de avisar a sus compatriotas de que no se interesasen demasiado en las proposiciones de Woodrow Wilson sobre cómo debía ser una Liga de Naciones.
«Si no podemos confiar en un país, ¿cómo vamos a confiar en veinte?».
Estaba colocando los tipos de estas palabras cuando la muchacha apareció en la puerta. La había encontrado en una reunión secreta, una fuerte y esbelta figura con pantalones y chaqueta de hombre. Le había seguido desde entonces apareciendo en todas partes a donde él iba, obediente, hablando poco y persistiendo en ofrecerse a él. No se hubiese fijado en ella si no se hubiese movido tan rápidamente para obedecer sus órdenes.
Aquel día llegó con una falda azul en vez de los pantalones.
No habló cuando él levantó la cabeza. Simplemente estaba allí en la puerta y se acordó de que le había hecho una pregunta a la que no había contestado. Se enderezó y apartó un mechón de cabello dejando una mancha negra en su frente.
—¿Y bien? —dijo impacientemente.
Entró y se quedó apoyada contra la pared con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Dijo que necesitaría alguien para ayudarle.
—No a usted. A una mujer, no.
—Para nuestro trabajo da lo mismo ser hombre o mujer.
—Es diferente tratándose de usted.
—¿Acaso puedo evitar ser una mujer?
—Puede evitar perseguirme.
Abrió mucho los ojos, sus grandes ojos oscuros.
—Le he escogido a usted —dijo sencillamente.
—No deseo ser escogido —replicó—. ¡Tengo demasiado trabajo! ¡Ah, esta maldita máquina!
La imprenta se había parado. La tinta corría sobre el papel y lo emborronaba. Lo arrancó, lo tiró al suelo y volvió a colocar otra vez los tipos.
—Yo sé hacerlo —dijo ella.
No pareció oírla, absorto en su tarea y pensando en el futuro. Tendría que pensar mucho de ahora en adelante. La revolución no podía fracasar otra vez. No había que malgastar nada en mezquinos esfuerzos. Él y sus compañeros debían juntarse con rebeldes de otros países. Su fallo había sido creer que podían vencer ellos solos contra sus agresores. Ahora sabía que no era posible. Habría que hacer una revolución mundial. Juntos debían atacar país por país, empezando por donde hubiese más inmediata necesidad de liberación, hasta que todos los pueblos fuesen libres.
Dividida, la revolución sería siempre vencida por el enemigo más fuerte. Nada se podía hacer ahora en Corea.
—No golpeen nunca a un japonés ni para defenderse. Yul-chun había enviado esta orden a todas partes y vigilado que fuese obedecida. Ahora no era el momento de pegar, y había visto a sus compañeros torturados e incluso muertos, pero no había levantado ni un dedo para devolver el golpe. ¿Cuánto tiempo podía durar? No lo sabía. Enviaron del Japón seis mil soldados más. Sin embargo, todavía no habían pasado dos meses desde la Demostración Mansei, cuando por medio de sus hojas clandestinas citó a los representantes de cada provincia y habían organizado de nuevo un gobierno coreano secreto. Eligieron presidente a un joven apellidado Yi. Hubo reuniones en China y en Siberia para hablar de cómo apoyar a este gobierno. Yi había ido a América para visitar a los coreanos que vivían allí, pero Woodrow Wilson prohibió a su Departamento de Estado que le facilitara el pasaporte, diciendo que un pasaporte para según qué personas disgustaría a los japoneses, a quienes no quería molestar entonces, ya que planeaba cimentar la paz en Asia sobre el poderío japonés.
Cuando le llegaron estas noticias a Yul-chun, rio amargamente.
—¿Paz? ¿Con los japoneses? Guerra, seguro, una segunda guerra mundial. Empezará en Alemania como la otra, pero la próxima vez el Japón atacará a los americanos.
Entonces sintió la mano de ella en un hombro. Continuaba a su lado pero él siguió trabajando. Estaba a punto de terminar la hoja.
—¿Cuando vaya a China me llevará con usted?
—Iré a Rusia.
—Yo iré también.
—Quizá vaya a China.
—A China entonces.
Le apartó la mano y detuvo la imprenta.
—No puede seguirme a donde iré.
—¿A dónde irá realmente?
—A muchos sitios.
—¿Dónde primero?
—A Kirin, al este de Manchuria. ¿Cree que es el lugar adecuado para una mujer?
Ella conocía Kirin tan bien como él. Cuando los soldados coreanos fueron licenciados por los japoneses años atrás, miles de ellos fueron a Kirin. Allí formaron una escuela militar donde entrenaban soldados para guerrillas. Desde entonces iban volviendo uno a uno para luchar en las montañas de Corea y en la ciudad.
También habían ido a Manchuria más de un millón de campesinos coreanos, y estos proveían al ejército. Además estaban 105 que habían ido a China cuando la dinastía manchú se extinguió, unos trescientos mil.
En todos los países del mundo se suponía que había algunos coreanos exilados.
—Yo soy como mujer lo que usted es como hombre —estaba diciendo.
Él fingió no oírlo. Siempre estaba señalando esta diferencia, ella una mujer, él un hombre.
—Desde Kirin atravesaré China a pie hacia las provincias del Sur, la revolución está fraguándose allí ahora.
—Puedo andar —insistió.
—Puede que vaya a Rusia a ver sus nuevas técnicas para entrenar a los campesinos.
—Siempre deseé ir a Rusia.
Él se retorció las manos con desesperación.
—¡Hanya! —exclamó—, ya sabe que he jurado no casarme nunca. No puedo entregar mi vida a una mujer. Ni siquiera tengo casa.
—Yo no he pedido que se case conmigo.
—Bien, entonces amor, si es esto lo que quiere. Esta clase de amor siempre termina con peleas y odios. No tengo tiempo para las mujeres, ya se lo he dicho.
—Yo sólo soy una mujer —dijo imperturbable.
—No quiero dejarme debilitar y distraer por ninguna clase de emoción —estalló Yul-chun.
—Es un hombre. Siente el deseo.
—Soy un hombre, sí, pero no un animal. Puedo controlar mis deseos y lo hago. —La miró con ojos duros—. ¿Qué clase de mujer es, que quiere obligar a un hombre?
Le devolvió su mirada con ojos tan duros como los de él.
—Soy la clase de mujer que los hombres han hecho en nuestros tiempos. Decís que debemos participar en la lucha por la independencia. Decís que no podemos ser blandas ni pensar en tener hijos o vivir seguras en nuestras casas. Sin embargo soy aún una mujer.
—¿Necesita perseguirme?
—Si no lo hace usted debo hacerlo yo.
—Ya le he dicho que no puedo amar a ninguna mujer. Si un hombre ama a una mujer, se case o no con ella, pierde su libertad.
—Si no puede amarme, entonces …
—No estoy diciendo que no pueda, sino que no quiero.
Se volvió después de decir esto. Ella continuó en silencio mirándole.
—¿Cuándo se marchará? —preguntó al cabo de un rato.
Con el ruido de la máquina fingió no oírla, pero ella sabía que su silencio era intencionado, y se acercó más a él.
—Si se va, ¿cuándo será?
—Tan pronto como pueda.
—¿Mañana?
—Quizás.
Se quedó mirándolo otra vez en silencio. Sus ojos se detuvieron en su cuerpo, sus anchos hombros, sus brazos desnudos, su fuerte cuello, su corto y oscuro cabello, sus muslos, sus morenas piernas desnudas con los pantalones arrollados, sus pies calzados con sandalias. ¡Cuántas millas habían recorrido estos pies! Ella amaba hasta sus pies y los habría mecido en sus brazos. Ella cedía al extraño y dulce encanto de su cuerpo, la atracción de su carne, anhelaba saltar sobre él como había visto hacer en las montañas a una tigresa con su compañero, echándose bajo él, pero no se atrevía. Era capaz de encolerizarse tanto que podía echarla al suelo y pisotearla. Un profundo y desgarrador suspiro la sacudió, se volvió y salió. Él se dio cuenta de su salida pero continuó trabajando resueltamente. Cuando hubo terminado, ató las hojas en paquetes y las escondió en un rincón de la pared. Con ellas dejó un mensaje impreso, sin firma, diciendo que se iba. No necesitaba añadir nada más. Alguien ocuparía su sitio.
Cogió su mochila, la ató a su espalda y salió a la oscuridad, hacia Siberia.
No había estado nunca en Rusia, pero no se sentía extranjero allí. Cuando los japoneses ocuparon su país, muchos coreanos y sus familias que habitaban en el Norte cruzaron el límite entre Siberia y Corea, fueron bienvenidos y se habían instalado en tierras destinadas a ellos, o si eran intelectuales habían ido a Moscú y Leningrado. Los coreanos tomaron parte en la revolución rusa de octubre, en la guerra civil y en los desórdenes de la intervención extranjera. El mismo Lenin sacó provecho de la lucha de los coreanos contra los invasores japoneses declarando que en Corea el pueblo entendió mejor que los chinos la necesidad de aprender los métodos revolucionarios. Sin embargo, Yul-chun no había estado nunca en Siberia ni en Rusia. Su intención era ir allí primero y descubrir por sí mismo las más puras fuentes del nuevo comunismo y su resultado. Aprendería sus técnicas y dominaría la teoría. En su mochila llevaba «El capital», de Carlos Marx, y una copia del «Manifiesto Comunista» y el «Estado y Revolución», de Lenin, traducidos al coreano.
Esto no quería decir que amase a Rusia y a los rusos, sino sencillamente que siendo ahora el Japón su enemigo, era el momento adecuado para ser amigo de Rusia. Hacía tiempo Taiwah-gun hizo el mismo juego. Reflexionando sobre la historia en sus largos días de camino y en las noches solitarias, mientras dormía en una posada de pueblo o bajo una roca en la montaña, Yul-chun recordaba que desde que él nació, Rusia y Japón se encontraron secretamente dos veces para repartirse su país dividiéndolo de mutuo acuerdo por el paralelo 38°, y si no se habían atrevido a hacerlo era sólo por temor a los americanos e ingleses.
Andaba de noche y dormía de día hasta que alcanzó las altas montañas. Luego, cuando el peligro de encontrar soldados japoneses y espías fue menor, caminó al amanecer y después de la puesta de sol.
El suyo era un país montañoso. Cuatro quintos del área de su tierra eran regiones altas, y él amaba las alturas. Ascender cuando las primeras pálidas luces del amanecer inundaban las altas crestas de las montañas que se recortaban contra el cielo plateado, respirar las neblinas de las gargantas, oír el ruido de los saltos de agua y el eco de los cantos de los pájaros limpiaba su espíritu. Solo, deteniéndose únicamente en casas o pueblos para comprar alimento, no podía evitar recordar a Hanya, aunque de mala gana, y reflexionar sobre sus relaciones con ella. Que había alguna relación entre ellos, no podía negarlo, a pesar de que nunca había tocado más que su mano. Sin embargo, un hombre sabe que una mujer no declara su amor sin que se establezca una afinidad entre ellos. Pero no quería complacerse en este pensamiento, ni tampoco deseaba hacerlo. Tenía un fuerte y natural deseo de mujer y lo sabía, pero no cedería a él. Se había mantenido virgen a despecho de numerosas burlas y obscenidades de sus compañeros, quienes tomaban mujeres en todas partes y las abandonaban después.
Con Sejin, por ejemplo, que era como un hermano para él, había discutido a menudo de mujeres.
—Es peligroso que continúes virgen —declaraba Sejin.
Era un joven alto y delgado de un pueblo de la costa, que era capaz de nadar en toda clase de mares y zambullirse tan profundamente como un pez.
—Estás indefenso, tú, ¡un santo entre hombres! Temes al amor, pero la única defensa contra el amor es mujeres, mujeres, mujeres. Tener muchas hace imposible tener una. Una es tirana, con muchas, todas son esclavas y rivales y entonces desean gustar.
—No es así —replicó Yul-chun—, un solo amor puede ser una tragedia, pero no es una destrucción cotidiana y lenta.
—¡Inocente! —replicó Sejin—. Acepto que no debemos casarnos. Ninguno de nosotros puede casarse teniendo una revolución por hacer, pero no somos nosotros los destruidos, es el amor. Me atrevería a decir que soy capaz de amar una mujer, escribir poesías y vivir obsesionado, como lo vas a hacer tú si no tienes cuidado, pero mi salvación es que cuando pienso en muchas mujeres pierdo la posibilidad de pensar en una y de soñar. Así conservo mi libertad. Tú continúas soñando, y tu sueño te esclaviza.
Yul-chun le escuchaba pero no cambiaba de opinión pensando que fue Tolstoy quien influyó en su manera de pensar y le dio la fortaleza necesaria para rechazar a todas las mujeres, incluso a Hanya. Tolstoy influyó mucho en él y al descubrir que había creado sus mejores novelas cuando cesó de ocupar su tiempo y energías en las mujeres, determinó renunciar también a ellas desde un principio. ¿Por qué malgastar una parte de su vida? No obstante, era demasiado honesto para no reconocer que a pesar de su resolución sentía curiosidad por las mujeres y su función en la sociedad, aunque en su vida no hubiese sitio para ellas.
No sería lógico que en el futuro las mujeres pudieran dedicarse a los trabajos ligeros de la casa y a sus hijos. El trabajo y problemas de esta época eran inmensos. ¿Sería justo que sus resoluciones fuesen cargadas sólo sobre espaldas masculinas mientras las mujeres se ocupaban de las labores hogareñas? Pero ¿por qué pensaba en las mujeres? No pensaría en ninguna. Ya que había sacrificado tanto por su patria, también podía sacrificar el deseo. Se dirigía hacia el Norte atravesando las montañas, a Antung, una ciudad en la boca del río Yalú pero en suelo manchuriano.
Allí planeaba descansar algún tiempo e informarse de lo que estaba sucediendo en Rusia antes de emprender su largo viaje hacia el Noroeste; como en Antung se encontraban muchos viajeros oiría noticias. Llegó a Antung a principios de verano y encontró muchos coreanos, algunos con sus familias, ganándose el pan como pequeños vendedores y comerciantes, pero la mayoría eran hombres solitarios como él, inquietos y buscando el medio de libertar a su país. Todos le aconsejaron que no fuese a Rusia.
—Vaya a China —le dijeron—, la revolución acabó ya en Rusia. En China sólo empieza. El dirigente chino Sun-yat-sen ha solicitado ayuda a los rusos, ya que las potencias occidentales se la han negado. Verá sus tácticas. Nosotros, los coreanos, nos parecemos más a los chinos que a los rusos.
Siguió este consejo y después de permanecer en Antung lo suficiente para enterarse de lo que deseaba, ató su mochila y se adentró de nuevo en Manchuria.
En Manchuria estuvo con los soldados fugitivos y no los encontró desanimados por el fracaso de la Demostración Mansei. Se estaban entrenando para la próxima guerra mundial, que seguramente se declararía porque el Japón se disponía a conquistar China ahora que la confusión aumentaba en este país. Se estaba formando una nueva gran revolución, como una tormenta del Sur.
—Sun-yat-sen necesita un ejército —le dijeron—, y Rusia está entrenando soldados chinos. Cuando todo esté preparado harán un segundo ataque marchando a lo largo del río Yangtsé hacia la capital del Sur, Nanking, luego se apoderarán del país e impondrán un nuevo gobierno.
Yul-chun escuchaba estas cosas y muchas otras, luego, sin decir a nadie dónde iba, se dirigió hacia el Sur, a China otra vez. Ya había llegado el invierno casi cuando alcanzó Pekín. Lo detuvo una terrible tempestad, el viento soplaba desde el frío desierto y amontonaba la nieve en las carreteras rurales. Medio helado y sin dinero se vio obligado a quedarse algún tiempo en la ciudad y buscar a los compatriotas conocidos que habían huido allí.
Muchos de ellos habían muerto, algunos estaban en el Sur, otros estaban presos en Corea, pero encontró un monje del monasterio de Chung Dong, en la isla de Kanghwa, que más tarde fue como monje mendicante al monasterio de Yu-lin en las montañas Diamante.
Era también un Kim, pero no de Andong, y recordaba a Yul-chun de cuando trabajaron juntos en su país al principio. Ahora, al verle en la puerta de la pobre casita de la parte china de la ciudad, donde vivía con sus compañeros, gritó de alegría y Yul-chun también.
—Entra, entra. —Cerró la puerta rápidamente para detener los montones de nieve que entraban con él—. No me digas nada hasta quitarte esta ropa húmeda —continuó—. Me atrevería a decir que no has comido en todo el día.
—Estoy muerto de hambre —confesó Yul-chun—, y además no tengo un céntimo.
Mientras cambiaba sus vestidos por otros secos y comía la pasta caliente que Kim le preparó, hablaron cambiando noticias y deseos. En el año del Mansei, el joven monje se había convertido en un miembro del Movimiento de Independencia de los monjes y con sus compañeros, dos o trescientos, habían impreso también una declaración de independencia. Viajó por los pueblos vestido de monje pero llegó a la capital demasiado tarde para el día Mansei. Le detuvo la policía y le puso en la cárcel un año. Cuando le libertaron continuó con su trabajo. En la capital se encontró con jóvenes que leían libros rusos y así leyó a Carlos Marx. Hegel le había preparado para ello…
El pasado año fue a Pekín con siete compañeros para aprender más sobre la revolución, pero después de algunos meses, cinco o seis de ellos volvieron al monasterio donde dijeron que la vida era más pura y más sana que entre los revolucionarios.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Kim. Yul-chun, recordando su imprenta, contestó:
—Publicaremos un periódico.
—Hay uno llamado «La estepa salvaje».
—No hagamos poesía —dijo Yul-chun bruscamente.
—Llamaremos al nuestro «Revolución».
Hablaron largo rato por la noche, comieron y se fueron a la cama. Antes de dormirse, Yul-chun se propuso quedarse en Pekín, al menos por algún tiempo y volver a su más querido trabajo: crear literatura para la revolución. Su hogar sería este, se quedaría aquí con sus compañeros. Necesitaba sólo un jergón para dormir y tenía en la mochila su bol laqueado para el arroz, los palillos y la cuchara de plata que le regaló su abuelo cien días después de su nacimiento. Volvía a ser feliz a salvo entre sus amigos. Se dedicó al trabajo que había elegido.
—Se está estropeando la vista.
El sonido de la voz de Hanya le golpeó el cerebro, la mano que sostenía el cincel dejó de trabajar. No volvió la cabeza a pesar de que sabía que estaba atravesando el suelo de ladrillos, sus sandalias de paja no hacían ningún ruido. Llegó a su lado y le arrebató el cincel de la mano.
—Me dijeron que estaba haciendo esta cosa estúpida —gritó—. ¿Se cree un dios? ¿Puede hacer milagros?
—Démelo —dijo Yul-chun entre dientes.
Levantó la mano para cogerle el cincel pero ella se llevó las manos a la espalda.
—No quise creerlo cuando me lo dijeron —continuó con la misma pasión—. Me dijeron que se estaba destrozando la vista escribiendo el periódico con sus propias manos y grabando las letras en la piedra.
—No puedo hacer otra cosa, no se encuentra ninguna imprenta en toda la ciudad, al menos una que pueda comprar —replicó.
—Así se quedará ciego, porque no hay en Pekín ninguna imprenta que pueda comprar —se burló. Tiró el cincel en el suelo y cogió un periódico de la mesa de áspera madera sin pintar. Tenía treinta y dos páginas y salía dos veces al mes.
—¿Cuántas copias?
—Empezamos con ochocientas, pero ahora hacemos más de tres mil. Van a nuestro país, pero también a Manchuria, América, Hawai y Siberia.
Cogiendo el cincel fue a la puerta donde lo echó a la calle tan lejos como pudo.
Estaba demasiado sorprendido para moverse, no comprendía que pudiese hacer tal cosa. Luego se lanzó sobre ella y la apartó de su camino, pero Hanya se colgó de él y no lo dejó salir. No pudo desasirse de ella. Con los brazos alrededor de su cuello y las piernas alrededor de sus muslos, colgaba de él cogiéndole los brazos cuando la sacudía y dándole patadas cuando la empujaba. Lucharon en silencio respirando fuertemente con las caras contraídas en horribles muecas de cólera y los ojos furiosos.
Estaba asombrado de su fuerza. Pasivas habría dicho que eran las mujeres, pasivas y negativas, débiles y frágiles criaturas las mejores, pero tenía que luchar con esta mujer como si fuese un hombre. Descansó un momento para recobrar el aliento y ella aprovechó este instante para pasarle los brazos bajo los hombros, luego sintió que le mordía el cuello.
—Eres… eres un tigre —jadeó—. Te atreves… Te atreves…
—Tu sangre sabe dulce en mi lengua —murmuró contra su cuello.
Luego sintió sus labios suaves en el mismo sitio donde antes había sentido sus dientes. Se quedó quieto, consciente de pronto de que había dejado de luchar. Entonces el cuerpo de Hanya se relajó, se apoyaba contra él, su cara en la curva de su hombro. Estaba arrastrándolo al suelo suavemente y sintió que la cabeza le daba vueltas. Ella alargó la mano y apretó entre su pulgar y su índice el cabo de la vela a cuya luz él estuvo trabajando. Quedaron a oscuras. Ella le fue empujando hasta que estuvieron en el suelo. Su cuerpo entero era cálido y fluido, su voluntad desapareció, su ser entero se inflamó de deseo hacia ella…
Esta fue la historia de su amor. Se le rindió y luchó con ella.
Cuando insistió en que dejase de imprimir el periódico, declaró que era escritor por naturaleza y nunca tan feliz como cuando escribía. Era una suerte que la revolución necesitase escritores. Decía que nunca claudicaría, pero claudicaba diariamente, hasta que desesperado decidió dejar Pekín e irse al Sur otra vez.
Lo hizo porque un día ella le comunicó que iba a tener un niño. Le prohibió ir con él.
—Habrá guerra, sería peligroso para ti y yo no debo sentirme impedido por una mujer encinta. Pensaría en ti en lugar de pensar en la batalla.
Habían vivido juntos más de un año en Pekín y en los pueblos del norte de China y Manchuria por los que erraban de vez en cuando, pero nunca dejó de creer que sería mejor estar solo y de decírselo así a ella. Cuando le comunicó que iba a tener un hijo, con sus ojos negros, dulcemente alegres y su ser entero irradiando felicidad, sintió una extraña cólera contra ella, una oleada de amor mezclada con irrefrenable odio. Protestó de su alegría.
—Ya sabes que no deberíamos tener ningún hijo. Usas esta trampa para obligarme a pensar en ti, en ti y en el niño… me divides. Debo compadecerme de ti y de este hijo desvalido. Haces un triunfo de ello.
Le escuchó con los ojos muy abiertos, le miró como si nunca le hubiese visto.
—No eres un hombre —le dijo—. No quería creerlo, pero ahora lo sé. No eres un hombre y te he amado creyendo que lo eras y que en el fondo de tu corazón me amabas.
Estudió su cara colérica, escudriñando en sus facciones.
—¡Cómo te he amado! —exclamó aún interrogante.
Y con estas palabras se volvió y le dejó en la habitación que por aquel corto tiempo habían convertido en hogar.
Él esperó treinta y dos días no pudiendo creer que no volvería. Las noches sucedían a los días, y al final empezó a comprender que no volvería nunca. Entonces tuvo que luchar consigo mismo. Suspiraba por ella, anhelaba ir en su busca. Soñaba con llevarla a Corea a casa de sus padres y quedarse con ella al menos hasta que naciese el niño. Le había hablado de su casa y de su familia.
Por la noche, tendidos juntos, después de amarse, ella le había preguntado a menudo cosas de su familia. Le hacía preguntas sobre pequeñeces, como si ella misma hubiese vivido en aquella casa.
—¿Dormías en la habitación cercana a la cocina?, ¿o en una próxima a la de tu padre?
—Poníamos nuestras camas en la habitación que queríamos —explicó—, pero nunca en la de mi padre. Mi preceptor dormía con mi hermano y conmigo desde que no necesitamos a la nodriza. Mi hermano era un buen chico, pero yo no.
Ella se rio cuando le dijo esto.
—Todavía no eres bueno.
—Sin embargo soy yo quien vive —replicó— y mi pobre hermano está muerto.
Porque Yul-chun supo, como todos los coreanos, que su hermano e Induk encontraron la muerte y con ellos su hija, que no quería separarse de su madre y por esto Induk la llevó a la iglesia aquel día.
—Era prudente, cuidadoso y bueno, y lo mataron a él. —Yul-chun recordó entonces a Hanya—. Ves por qué digo que un hombre no debería tener mujer e hijos.
—Tranquilízate.
Era su respuesta habitual cuando decía algo que ella no quería oír. Era un aspecto de su amor. Lo que una vez dijo en serio terminó por decirlo en broma, porque creía que ella ya sabía que la amaba, aunque nunca se lo hubiese dicho. Parte del juego, o al menos él lo creía así, era su ruego de que se lo dijese y la negativa de él.
—Dime que me amas, dímelo aunque sólo sea una vez para que pueda recordarlo.
—No —contestaba siempre—, si te lo digo no tendré ninguna defensa contra ti. Te meterás tan profundamente en mi ser que ya no seré capaz de arrancarte de allí. Las palabras son como clavos de hierro en madera dura.
—¿Me amas? —le suplicaba mimosa.
—¿Qué crees tú? —le preguntaba rechazando las palabras que acudían a sus labios para decírselo.
—Creo que sí —le decía con la misma voz acariciadora—, y ya que me quieres, ¿por qué no decírmelo?
—¡Ah, ah! —exclamaba—, casi me cogiste, pero soy demasiado listo para ti.
Nunca le dijo que la amaba, ahora se había ido y ya no podría decírselo aunque lo desease. Esperó siete días más, desvelado por la añoranza, su cuerpo deseaba la presencia de Hanya pero no claudicó. Si iba tras ella ya no volvería a ser libre. Se levantó una noche antes del amanecer, desesperado por su cansancio y anhelo, arregló su mochila y se dirigió al Sur, a pie y solo.
Viajó tres mil millas, a pie o a caballo, durante varios meses antes de llegar a la ciudad de Cantón, al sur de China. Se detuvo algunos días en varios sitios para ver cómo vivía la gente y si tenían alguna razón para hacer una revolución. Era demasiado justo por naturaleza para creer que estaban obligados a hacerla, ni se permitiría usar al pueblo chino para fortalecer la causa de la libertad de su pueblo.
No podía animarse andando por aquellos senderos rurales, pasando por pueblos y durmiendo en las pequeñas posadas. Era un pueblo jovial y cruel que aceptaba las penalidades y procedía duramente con cualquiera que creyese un enemigo, demasiado alegres en su sufrimiento, aunque hablaban enérgicamente contra los tiempos presentes, quejándose de que no tenían gobierno en Pekín ahora que los revolucionarios habían derribado el trono imperial.
—¡Ojalá tuviéramos nuestro viejo Buda otra vez! —le dijeron—. Ella era nuestro padre y madre. Mientras vivió sabíamos que estábamos a salvo. ¿Ahora quién puede saber lo que sucederá?
Hablaban de la emperatriz Tzu-hsi. Había muerto hacía años pero fue tal la influencia que ejerció sobre sus mentes y corazones que al visitar pueblos que no sabían su muerte, se asustaron cuando se lo dijo.
Los chinos y su pueblo se diferenciaban en que los primeros eran todavía libres. Si no tenían gobierno, y no lo tenían porque Sun-yat-sen, con sus partidarios, no había sido capaz de implantar un gobierno en aquel vasto y antiguo país, al menos el pueblo era libre de gobernarse según la tradición familiar y sus costumbres. El país estaba en paz, a excepción de los señores de la guerra que batallaban entre ellos por la oportunidad de gobernar y los revolucionarios que eran jóvenes y tenían entre ellos muchos descontentos. A pesar de todo, los campesinos cultivaban sus campos, la gente de mar pescaba y los ribereños vivían en barcas, en canales, ríos y ciudades costeras.
Dudaba mucho de que un Continente tan vasto y sus incontables habitantes pudiesen revolucionarse, y si realmente debían ser impulsados a ello. Sus vidas eran estables, regidas por sus tradiciones. No estaban hambrientos y nadie les oprimía excepto algún codicioso terrateniente. Oyó risas y bromas en la casa de té donde se reunían los hombres, los niños estaban gordos, las mujeres ocupadas. ¿Contra quién podían rebelarse? Sólo pedían que los dejasen solos y más de una vez algún viejo le citó la antigua sentencia de Lao-tsé: Gobernar un pueblo es como guisar peces pequeños, debe hacerse ligeramente.
Cuanto más viajaba, más se maravillaba de que un país pudiese ser tan vasto y contener tanta variedad de paisajes y gentes. Desierto en el Norte, en el Noroeste extensas y ricas llanuras, aquí los grandes campos con los campesinos que cultivaban trigo y tenían cosechas de secano. Comían pan de trigo y panizo, eran altos y de piel clara y olían a ajo porque el plato favorito de los campesinos eran ajos tiernos enrollados en rebanadas finas de pan ázimo.
Las ciudades norteñas estaban llenas de tiendas de todas clases, los mercados llenos y las calles eran anchas. El pueblo usaba vestidos de algodón, en invierno forrados también de algodón, y si alguno llevaba seda la cubría con un vestido de algodón.
En la parte central, en el Yangtsé, un río tan ancho como un mar, mil millas por donde iban y venían barcos de muchos países, barcos de guerra extranjeros vigilaban los puertos convenidos en algún tratado. Era un país montañoso pero no tanto como el suyo. Aquí las montañas eran verdes y de pendientes suaves, y los valles se extendían entre ellas en fértiles llanuras. La gente era alta, pero no tanto como en el Norte, y había muchas ciudades llenas de ricas tiendas. La gente era menos sencilla que en el Norte. A menudo taimados y mundanos, incluso algo pillos, pero alegres, charlatanes y risueños. Las mujeres eran despiertas y vivas y andaban libremente de un lado para otro, excepto las esposas de hombres ricos, que permanecían dentro de los muros de sus casas.
Pasó un invierno entero en Shanghai, allí encontró unos tres mil coreanos y pronto se hizo lugar entre los que imprimían un periódico llamado «Joven Corea». Sin embargo encontró de nuevo a sus compatriotas divididos, ahora en dos grupos principales: los que estaban a favor de los americanos, que eran en su mayoría cristianos educados en los Estados Unidos y creían en las revoluciones pacíficas, y el segundo que se inclinaba par el método ruso, el método de ataque directo contra los japoneses que ahora gobernaban Corea. Ambos recibían secretamente dinero de los patriotas coreanos.
Yul-chun vivió al principio entre los que creían en los americanos y aprendió muchas cosas que no sabía sobre este pueblo que había hecho amistad con el suyo por medio de sus misioneros, y luego sus políticos les habían traicionado. Les odiaba por su traición, pero al aprender a conocerlos por medio de su jefe coreano que había pasado años en los Estados Unidos, no fue su historia ni su manera de ser lo que le hizo perder parte de su odio, sino sus canciones. Mientras estaba en la escuela en los Estados Unidos, su jefe había aprendido muchas canciones, especialmente de los negros que fueron esclavos allí. Al volver a Corea las enseñó a los niños de las escuelas. Ahora, exilado en la grande e inhumana ciudad de Shanghai, enseñaba las canciones a sus compañeros de exilio. Por las noches se reunían en la desaseada habitación que habían alquilado para reunirse y aquellos coreanos cantaban las canciones de los esclavos africanos en América.
Yul-chun, al principio rehusó cantar, en parte porque desconocía las canciones yen parte porque temía todo lo que podía ablandar su corazón y hacerle sufrir. Sin embargo, a pesar de su decisión, se enternecía al oír las voces de sus compañeros de destierro cantando las tristes canciones de los esclavos. Estaba obsesionado por la melodía de las canciones. Old Black Joe, Carry me back to Virginny, Massa’s in the Cold, Gold, Ground. Música melancólica, palabras trágicas que de alguna manera confortaban sus tristes corazones. Una noche, Yul-chun se dio cuenta de que lloraba al cantar. Este llanto lo asustó. No había llorado desde que era un niño, y creyó por mucho tiempo que no podría llorar nunca más, porque había conocido demasiadas torturas, peligros y muertes. Resolvió que debía alejarse de la música sabiendo cómo seducía a su pueblo. Con este fin dejó a los exilados y se juntó con los terroristas, un pequeño grupo secreto que se había dedicado a la muerte y destrucción.
No era la primera vez que Yul-chun estaba con ellos. El preceptor de su infancia, el más amable de los hombres, que le había introducido en las pacíficas enseñanzas de Confucio y la misericordiosa compasión de Buda, cuando se juntó con los Tonghak se convirtió en el más temerario de los terroristas. Parecía que este bondadoso y suave joven estaba obligado a sacrificarse él mismo; una y otra vez cometía los actos más despiadados. Emigró a Siberia y formó un grupo terrorista llamado La Bandera Roja, de allí fue a Manchuria para tomar parte en el asesinato del príncipe Ita, después del cual fue capturado y condenado a muerte.
Ahora, en Shanghai, se acercó a otro grupo terrorista, el Yi Nul-Tan o Sociedad Valerosa Justicia, sin embargo, no era uno de los suyos. No podía resignarse a la idea de que la muerte y la destrucción eran las únicas armas de la revolución, especialmente cuando entre estos jóvenes sencillos de corazón halló también divisiones. En aquel invierno del año cristiano 1924, la Sociedad Valerosa Justicia estaba dividida en tres grupos. Nacionalistas, anarquistas y comunistas. Veía estas divisiones con creciente escepticismo, y aún más porque los más violentos eran los más corrompidos también. Vestían a la europea, se untaban el cabello y hacían un culto de su apariencia. La mayoría eran jóvenes altos y guapos, las mujeres les buscaban y las más apasionadas eran las de descendencia ruso-coreana, las hijas de los patriotas desterrados en Siberia.
Una noche, a principios de primavera, Yul-chun paseaba por el parque en el barrio francés de Shanghai donde vivían los desterrados, y vio cómo estos miembros de la sociedad Valerosa Justicia se encontraban allá con mujeres y cuán atrevidamente ejecutaban los actos de amor físico, lo salvaje y promiscuo de estos contactos y cuán rápidamente los olvidaban.
El fuego de su carne era lo bastante fuerte para agitarle y comprendía que un hombre joven y desesperado, desafiando cada día la muerte, se sintiera impulsado a buscar alivio en estas breves y violentas pasiones. Pero este no era su estilo. Su ideal era la independencia de su país y un plan de vida sabio y sencillo. Ya era hora de que continuase su camino.
Dejó Shanghai antes de que la primavera terminase y fue avanzando hacia el Sur.
Llegó a Cantón en otoño, en la época de la recolección del arroz. Los campos estaban alegres con los joviales recolectores. La cosecha era buena y habría mucha comida para el invierno. Otra vez dudó de que pudiesen arrastrar al pueblo chino a una revolución a menos que estallase una guerra exterior, es decir si los militares japoneses volvían a soñar en un Imperio.
Luego recordó que estaba allí por una causa más grande que esta. Estaba allí para encontrar los que debían ayudarle a liberar Corea.
—¿Has venido al fin y solo?
Este fue el saludo y la pregunta de Kim. Cuando Yul-chun dejó el periódico por la insistencia de Hanya, después de estar enfermo con un fuerte resfriado, Kim dejó Pekín disgustado porque, según él, Hanya había estropeado a Yul-chun como revolucionario. Con otros siete fue a Cantón, alquilaron dos habitaciones en una casa de una estrecha y sinuosa calle donde vivían artesanos que trabajaban el marfil. Los colmillos de marfil llegaban de las selvas de Birmania y Malaya, y se vendían a los artífices que los cortaban y esculpían dioses, figuras de hombres, cajas, abanicos, joyas y toda clase de objetos útiles y para adorno.
Yul-chun frotaba su pie dolorido mientras hablaba y miraba la desnuda habitación.
—¿Podrías poner tablones sobre dos bancos para otra cama?
—Te estuve esperando —dijo Kim—. Te he guardado sitio aquí. Ninguna mujer puede satisfacerte para siempre. Lo sabía y sólo tenía que esperar.
—¿Cuántos coreanos hay en Cantón? —preguntó Yul-chun.
—Sólo unos sesenta —contestó Kim—, y pertenecen al Yi Nul Tan.
—¡Otra vez! Acabo de dejarlos en Shanghai.
—Los rusos están enseñándoles nuevos métodos y puede ser que los necesitemos en nuestro país cuando sea la hora.
—No tengo confianza en los terroristas —contestó Yul-chun—. Disfrutan demasiado con su tarea y dejan violencia tras ellos.
—Podemos utilizarlos —dijo Kim.
Estaba apartando su cama a un lado dejando sitio para la otra cama.
—¿Te juntaste a los comunistas? —preguntó Yul-chun.
—Sí, soy revolucionario, déjame serlo del todo. ¿Y tú?
—No. Primero quiero convencerme de que es el mejor medio para ganar la independencia.
—No puedes saberlo más que siendo comunista tú mismo. Primero fe, después convicción.
—Esta es la diferencia entre nosotros. Tú tienes fe… ¡Yo, no! No tengo fe en nadie ni en nada, y estoy convencido de que los japoneses no se contentarán con nuestro pequeño país. Lo han estado diciendo siempre desde el tiempo de Hideyoshi, y es verdad: para ellos Corea es sólo un trampolín. Y ahora que he visto China con mis propios ojos, la riqueza de su suelo, sus grandes ciudades, el ingenio de su pueblo, estoy convencido de que quien domine China dominará Asia, y quizás algún día el mundo.
Hablaba con elocuente energía y Kim le escuchaba encantado.
—¡Deberías hablar en vez de escribir!
Pero Yul-chun no había terminado aún y no le oyó. Continuó hablando con los ojos llameantes a causa de sus pensamientos:
—¿Quién puede evitar este sueño isleño? ¿Quién sino nosotros, una Corea independiente bloqueando al agresor? ¿Quién más ve el peligro? China no es más que un perro vigilante. ¿Qué ha hecho para prevenir el ataque del Japón? ¿Qué han hecho las demás potencias?
—Podrías ser un terrorista, amigo mío —dijo Kim—. Serías de los buenos.
Se levantó, fue hacia la puerta abierta y estuvo mirando la creciente oscuridad, Detrás suyo, Yul-chun estaba sentado en silencio, luego, vencido por un profundo y súbito cansancio, se echó en la cama.
—La verdadera guerra —se quejó Yul-chun a Kim— es la que tenemos dentro de nosotros mismos.
Yul-chun descubrió al cabo de unos meses que los coreanos revolucionarios continuaban aquí con las divisiones que trajeron de su país. Los que creían en el terrorismo estaban contra los que creían en los procedimientos pacíficos y los que vinieron del Norte estaban contra los del Sur. Algunos eran comunistas y creían que sólo un cambio total de la ideología podía salvar a su pueblo, otros estaban contra el comunismo, diciendo que una ideología era un obstáculo para la independencia. Los que vinieron de Manchuria se separaron de los que llegaron de Corea y ambos estaban contra los que llegaron de Siberia. Más allá de estas divisiones internas entre sus compatriotas, Yul-chun descubrió las enemistades entre sectas y clanes y los grupos chinos, especialmente los comunistas chinos sinceros que, aconsejados por los rusos, creían que controlarían a todos y eran crueles con los que no les seguían.
—Nos destruimos nosotros mismos —continuó impotente. Trabajaban todo el día escribiendo e imprimiendo de nuevo, pero por la noche él, Kim y otros se reunían en una gran casa de té que habían alquilado para sus reuniones.
El número de exilados aumentaba diariamente. Ahora venían a juntarse a los revolucionarios centenares de ellos. En pocos meses fueron ochocientos coreanos, cuatrocientos del ejército de la independencia en Manchuria, unos cien o más de Siberia y el resto de Corea. Todos eran jóvenes de menos de cuarenta años y algunos de catorce o quince. Entre ellos un muchacho llamado Yak-san se unió a Yul-chun y se hicieron amigos. Este muchacho dejó el nombre que su familia le había dado y escogió el de un famoso terrorista, Kim Yak-san, que había intentado matar al Gobernador general japonés Saito en Seul. Contaban que el terrorista pidió prestados los vestidos y la cartera de un partidario que era cartero. En ella escondió siete bombas, y un día en que supo que el Gobernador general iba a encontrarse en su despacho con otros altos oficiales japoneses, fue allí y echó las siete bombas en la habitación. Los oficiales se salvaron casi todos, pero las bombas destruyeron gran parte del edificio y mataron otros japoneses. Entretanto el terrorista se disfrazó de nuevo, esta vez de pescador, mientras la policía le buscaba por todo el país. Después logró huir a Antung y de allí adentrarse en Manchuria.
Cuando este muchacho, Yak-san, oyó el apellido de Yul-chun, se dirigió a él ansiosamente.
—Señor, ¿es usted un Kim de la familia de Kim Yak-san? —preguntó.
—No —contestó Yul-chun—. Soy un Kim de Andong y no soy terrorista.
La cara del muchacho demostró desilusión, pero no obstante se quedó con Yul-chun y fue para él como un hermano menor y para Yak-san, Yul-chun fue al mismo tiempo padre y hermano mayor.
El padre de Yak-san, le contó este a Yul-chun, había muerto a manos de la policía en una ciudad del norte de Corea. Él era sólo un niño, y como estaba solo se juntó a los que escaparon a Manchuria, donde oyó la historia de este terrorista y le conoció. Con él fue hasta Shanghai, allí lo perdió.
—No me quería —dijo el muchacho—. Me dijo que no le siguiera, y cuando le expliqué que no podía evitarlo, se fue a otra parte de la ciudad y no pude encontrarle, aunque lo busqué durante varios días.
—Seguramente no le era posible amar a nadie —dijo Yul-chun para animarle—. Es posible que temiese que si amaba a alguien ya no sería capaz de matar.
El muchacho le miró pensativo durante unos instantes. Luego habló:
—¿Puedo seguirle a usted?
—Claro que puedes.
Desde entonces en la casa de té se sentaba al lado de Yul-chun en un taburete y escuchaba lo que decían, le seguía siempre.
—Deberíamos lograr la unidad, al menos en el núcleo central de nuestro grupo —continuó Yul-chun.
—Lo que deberíamos hacer es juntarnos los que creemos en la unidad y crear otro grupo —replicó Kim.
—Ser un terrorista es más sencillo —dijo Yul-han, el actual jefe de los terroristas.
—Cuando hayáis matado a todos —discutió Yul-chun—, ¿qué nos quedará? Los terroristas empezarán a matarse unos a otros.
—Sin embargo —sostuvo el terrorista—, somos el grupo más unido de todos. Aceptamos todos que nuestros enemigos deben morir uno tras otro si es necesario. Las casas quemadas, los palacios destruidos, los gobiernos derrocados, los ejércitos disueltos.
Acostumbraban a hablar hasta altas horas de la madrugada. Yul-chun a veces creía realmente que su principal ocupación era hablar, sin embargo con aquel intercambio de ideas y argumentos, lentamente, como se cincela una estatua, la unidad se iba formando, o al menos así lo creía él. Al cabo de un año de discusiones y aún con dudas, Yul-chun aceptó a los terroristas como núcleo de su unidad, ya que eran los únicos que se apoyaban sobre un principio de acción, el de la destrucción, y quizás era verdad que debía destruirse antes de empezar a construir. Sin embargo, no los aceptó sin algunas concesiones por su parte. Les pidió que cambiasen el nombre de Yi Nul-Tan por el de Independencia Nacional Coreana.
A través de este grupo, Yul-chun se mantuvo en comunicación con otros grupos coreanos de independencia de otros países, preparándose para el día de la libertad. Al final fue aceptado que este día no sería hasta el fin de la guerra mundial que empezaba a apuntar en el horizonte de los tiempos.
Su corazón se habría endurecido durante todos aquellos años a no ser por Yak-san y otras dos personas, un matrimonio que trabajaba en su grupo. Yak-san le seguía como un joven y fiel servidor, escuchando lo que decía, obedeciendo sus menores deseos, vigilando que comiese y bebiese su té cuando hacía calor. Aunque Yul-chun se negaba a permitirse ninguna emoción, no podía menos que conmoverse ante la lealtad que le demostraba aquel solitario huérfano. Sus sentimientos familiares emergían en él otra vez y se preguntaba si su hijo habría sido un niño. Debía tener cuatro años ahora. ¿Le habría contado Hanya quiénes eran su padre y su abuelo? No había sabido nada de ella desde que le dejó en Pekín, no había recibido ninguna carta ni sabido dónde estaba.
No hubiese pensado en ella si entre los que trabajaban con él, un matrimonio llamado Choi no le hubiese demostrado inconscientemente con su devoción, lo que podía ser el amor entre hombre y mujer. Ambos eran coreanos, la mujer una joven viuda cuyo marido, un anciano mercader, murió el día Mansei. El hombre era hijo de un terrateniente, aquel día estaba por las calles tomando parte en la batalla cuando tropezó con la joven que trataba de levantar el cadáver de su marido. La había ayudado y entre los dos lo llevaron a su casa, luego ayudó a la joven a encontrar un sepulcro y comprar un ataúd. Cuando las ceremonias del entierro terminaron le preguntó a la joven viuda si había amado a su marido y ella le contestó sencillamente que no, pero que había tratado de cumplir sus deberes para con él. Le preguntó si este deber significaba que se quedaría siempre viuda y ella contestó que le gustaría amar a algún hombre. Además no tenía familia, ya que los padres de su marido murieron y ella había sido hija única. No tenía tampoco hijos y su familia se había marchado a Siberia. Ella rogó a su marido que fueran con ellos pero rehusó diciendo que era sólo un comerciante que tenía un buen negocio y no era fácil que le confundiesen con un rebelde. Sin embargo, el día de su muerte le habían confundido con uno de ellos, un soldado japonés le disparó un tiro en la cabeza porque estaba en la calle viendo a donde iba la gente.
Choi la escuchaba con interés y al terminar le preguntó si podría amarle. Ella miró pensativamente su alta figura, su hermosa cabeza, sus brillantes ojos oscuros y luego le dijo que sí. Se casaron y fueron muy felices desde entonces. Vivieron primero en Siberia y en Manchuria, luego fueron al Sur para ayudar a los chinos. Esta pareja, viéndoles siempre juntos, le hizo reflexionar sobre el matrimonio, recordar a Hanya y desear volver a verla.
Al querer conservarse libre, no le había preguntado nada sobre ella. Todo lo que le había contado salió de ella en las pocas veces que había paz entre amos. Una noche, después de hacerse el amor, se apretó contra él y de lo que dijo le venían ahora a la memoria varias cosas.
—Una paz como esta solía sentir cuando subía a la montaña que había detrás de la casa de mi padre —le dijo—. Subir, llegar a la cumbre y saber que ya no podía subir más, esto era la paz. Me echaba sobre una roca y miraba el cielo azul. La escuchaba sin oírla, adormecido por su propia paz.
«Mataron a mi padre» —le dijo un día.
Estaba haciendo Duk, un pan ahumado que no vendían en Pekín. Yul-chun se impacientaba cuando perdía tiempo guisando, pero ahora recordaba con ternura que compraba arroz gelatinoso, lo machacaba hasta hacer harina, luego lo cocía al vapor en una jarra, lo amasaba y cortaba a rodajas que rellenaba con habas dulces aplastadas y cubría cuidadosamente cada pastel con aceite de sésamo. Se quejaba cuando le servía los pasteles para celebrar una fiesta, pero ella se reía de él.
—¡Te los comes, te los comes! —gritaba alegremente.
—Mi estómago es más fuerte que mi voluntad, y esto te complace; pero a mí, no.
La acusaba en su corazón porque pensaba que era una de sus tretas para aprisionarle en una casa y un hogar. Sólo más tarde recordó que le había dicho que su padre murió e iba a preguntarle cómo fue, pero no lo hizo, temiendo que pudiese atarle a ella por compasión y su necesidad de consuelo.
Su padre había sido algún oficial de la corte del regente. Lo sabía porque tenía un sello que le perteneció, una pieza grabada con letras chinas, con su nombre y rango. Ella lo llevaba siempre encima atado en un pañuelo de seda.
Tenía dos hermanos, también lo sabía, porque a veces hablaba de sus juegos con ella en un gran jardín. Decía que ella era más fuerte que ellos y esto les enfurecía.
—Soy demasiado alta —suspiraba.
Como no contestaba, ella le miraba de reojo con sus bellos ojos suplicantes.
—¿Crees que soy demasiado alta?
No quería seguir su impulso de mentir.
—Nunca pensé en ello.
Ahora, con el tiempo y la distancia entre ellos, deseaba haberle dicho la verdad, que no era demasiado alta, ya que él lo era más.
Un día, consumido por su anhelo de ella, preguntó a su amigo Choi si el matrimonio no era un obstáculo para él, esperando que dijera que sí.
—No solamente por el tiempo que una mujer exige —añadió Yul-chun—, sino porque ocupa los pensamientos del hombre y olvide su devoción entre ella y su país.
—Pasas más tiempo pensando en mujeres tú que yo —se rio Choi—. Lo juraría. No, hermano, cuando tienes una mujer tuya, no piensas con deseo en las demás. Ni siquiera piensas en ella. Ella es sencillamente como tú mismo, está contigo y en ti. Te libera y comparte tu trabajo si es una buena mujer. Además también es agradable tener la ropa limpia y la comida preparada. Ella se ocupa de que tu dinero no se gaste tontamente. Estás siempre mejor cuando tienes una esposa.
Yul-chun recogió en su corazón estas palabras y fue cambiando de manera de pensar hasta que no resistió al recuerdo de Hanya.
Un día pensó soñando que podría ir al Norte otra vez y encontrarlos a ella y a su hijo. Aún no… aún no, a pesar de su deseo debía esperar a que triunfase la revolución y él Y sus amigos entrasen en la imperial Pekín. Entonces volvería a su país, porque los que él había ayudado le ayudarían a él a libertar a su pueblo.
Vio a Yak-san convertirse de niño en un joven duro, valeroso y cruel. Los jóvenes son siempre crueles y Yul-chun se veía a sí mismo en Yak-san. A los quince años, Yak-san tenía un nuevo héroe, el terrorista Wu Geng-nin, que dirigió el atentado contra el general japonés Tanaka, cuando fue a Shanghai para continuar sus planes imperiales, después de haber escrito un manifiesto de demandas sobre China. Los terroristas se arreglaron para atacar desde tres direcciones al descender Tanaka del barco en el que venía del Japón. Wu debía dispararle un pistoletazo. Si fallaba, Kim Yak-san le atacaría con una bomba de mano, si la bomba fallaba, un tercer terrorista le acuchillaría.
Una pasajera americana bajó por la pasarela delante de Tanaka, cuando Wu disparó se asustó y se agarró a Tanaka. Él, viendo lo que sucedía, fingió caer muerto, y Wu, creyendo que había matado a su enemigo, se volvió para escapar. Saltó a un taxi pero el chofer no quiso llevarlo. Wu lo echó del coche e intentó conducir él mismo, pero como no sabía, la policía inglesa lo arrestó al poco rato, lo entregó a los franceses, ya que él vivía en la concesión francesa, y ellos a su vez lo entregaron a los japoneses. Lo encerraron en una torre con varios japoneses, uno de los cuales era anarquista. Una sirvienta japonesa tuvo lástima de él y le llevó un cuchillo de acero, abrió la cerradura y junto con el anarquista escaparon a casa de un amigo americano que lo escondió hasta que pudo ir a Cantón y contar su historia.
El joven Yak-san se sentaba a sus pies, no sólo por admiración hacia él, sino porque su otro héroe, Kim Yak-san, había formado parte del complot. Wu era bueno con los jóvenes, y sin saberlo Yul-chun le hablaba de terrorismo a Yak-san, así que el corazón del joven estaba dividido entre aquellos dos hombres que eran sus amigos.
El año siguiente, el fundador de la revolución china, Sun-yat-sen, murió en Pekín y todos los revolucionarios estaban profundamente apenados. Pero ¿qué iban a hacer sino continuar sus planes? Con sus consejeros rusos formaron un ejército mano dado por Chiang Kai-sheck, un joven soldado chino entrenado militarmente en Rusia y el Japón. Pronto estaría preparada una segunda revolución. Sus ejércitos se entrenaban marchando a lo largo del Yangtsé, y bajaban por él hasta Nanking; donde se iba a instalar una nueva capital en el corazón de la vieja ciudad.
Yul-chun ahora hacía traducciones en japonés de libros marxistas, empezando a dudar más y más de si los revolucionarios chinos entendían del todo las penalidades que sufrirían si querían lograr el sueño de conquistar su vasto Continente.
El pueblo continuaba firme en sus antiguas costumbres. No estaba lo bastante descontento para rebelarse, y la familia y la tradición ocupaban el lugar del Gobierno. Eran pobres pero no lo sabían. Sus terratenientes los oprimían, pero no los hacían llegar a la desesperación y si lo hacían se levantaban y mataban a su opresor.
Yul-chun comprendía que sus compatriotas campesinos entendían mejor las reformas que los revolucionarios chinos, a causa de la larga opresión de los japoneses en su país que les forzaba a rebelarse y porque muchos jóvenes coreanos se educaron en el Japón, donde aprendieron la doctrina de Carlos Marx.
En la primavera la revolución avanzaba hacia el Norte y Kim, el exmonje, continuaba irremisiblemente lleno de optimismo y fe en la bondad de los hombres.
—Ayudaremos a nuestros hermanos chinos y luego ellos nos ayudarán —dijo a Yul-chun mientras arreglaban sus mochilas.
Yul-chun sonreía. Su fe en los chinos se había empañado y no creía mucho en las revoluciones. La última noche antes de dejar la ciudad no tomó parte en la reunión que celebraron. Visitó a tres extranjeros. Uno de ellos era un inglés llamado Thomas Mann, aunque no tenía nada que ver con el escritor alemán. Era viejo, alegre en la soledad de su edad y aficionado a toda clase de revolucionarios. Al ver a Yul-chun en su puerta, le cogió del brazo y lo condujo al interior de la pequeña habitación que era su hogar.
—Entre y tome una taza de té —dijo—, de buen té inglés con un poco de azúcar y leche. Tengo unos bizcochos Huntley que me han enviado de Inglaterra.
Yul-chun se sentó en una silla al lado de la pequeña estura de carbón. Bebió el té inglés que le recordó el tibetano que había tomado en Manchuria y escuchó durante una hora al anciano que hablaba de cómo los ingleses lograron la independencia aún bajo el gobierno de sus reyes.
—Sólo matamos un rey cuando fue absolutamente necesario —le dijo—. A nuestra manera nos gustaba bastante estar gobernados por reyes. Era nuestro propio gobierno, después de todo, y lo convertimos en una democracia. No fue fácil. ¡Tome un bizcocho!
Yul-chun, acostumbrado al inglés americano, estaba desorientado por su fuerte acento inglés, pero podía seguir la conversación, y se sintió impulsado a confiar en el bondadoso corazón del anciano, aunque no en su mente, tozudamente llena de esperanza.
No estaba tan seguro del americano, Earl Browder, a quien buscó después. Le había oído varios discursos contra el imperialismo americano. Aunque eran claros y fáciles de comprender y fueron muy aplaudidos, Yul-chun sentía instintiva desconfianza hacia un hombre que acusaba al gobierno de su país estando residiendo en un país extranjero y entre extranjeros de otros países.
Le miraba sentados juntos en la habitación de un hotel. Tenía la apariencia de un intelectual, pero intelectual o no, resolvió no volver a confiar en un americano.
En cuanto a Borodin, a quien visitó al final, era un ruso bajo y rechoncho de media edad, palabra lenta y práctico. Más que un ardiente revolucionario parecía un próspero hombre de negocios, tenía disposiciones para la organización y era un padre para los jóvenes entusiastas que él dirigía. Los jóvenes chinos confiaban en este ruso, pero para Yul-chun confiar en un ruso era imposible. Los rusos habían estado demasiado tiempo en tierra coreana, habían hecho demasiados planes para su posesión. Sí, el Zar había muerto, pero ¿acaso cambia el alma de un país al cambiar de gobernantes?
Volvió a la habitación que había compartido con Kim y encontró a Yak-san que ya había terminado de arreglar su mochila y se había ido a la cama.
¿Qué hubiese podido suceder, se preguntaba a veces Yul-chun, si no hubiese conservado la esperanza de encontrar a Hanya y volver con ella a su tierra? Soñaba y expresaba su sueño en palabras para Yak-san, a veces al acampar antes de una lucha. Cuando los demás dormían y él velaba por deber, le hablaba así.
—Cuando todas estas pesadas luchas terminen, cuando la causa esté ganada, entonces iremos a casa tú y yo. Por el camino encontraremos a mi mujer y a mi hijo en alguna parte e iremos todos juntos a casa. Primero descansaremos unos días, digamos un mes, y luego empezaremos la guerra pero para nosotros y en nuestro país.
Hogar era ahora la palabra que alimentaba sus sueños, pero no se permitía pensar en ella hasta la noche, después de la amarga lucha diaria. Porque aquel año fue sólo una larga guerra. Estaba orgulloso de sus compatriotas. Luchaban con arrojado valor e intrepidez por parte de los caudillos. Eran elocuentes persuadiendo a los campesinos y a los habitantes de las ciudades entre quienes andaban. Los generales chinos enviaban primero oradores coreanos para preparar el camino. El nuevo ejército revolucionario se dirigía hacia el Norte. Victoria tras victoria alcanzaron el Yangtsé en la China Central y marcharon sobre Nanking.
Luego fueron traicionados. Su jefe se alejó de la ciudad dejando las tropas a cargo de su segundo y fue a Shanghai donde organizó un gobierno contrarrevolucionario. Las noticias llegaron en una hora de triunfo, cuando las puertas de la ciudad eran demolidas después de tres días de asedio y se tomaba la ciudad.
Nadie lo creía. Se miraban unos a otros incrédulos. Se reunieron en los edificios ocupados para hablar. Era verdad, sin embargo, y cuando se vieron forzados a reconocerlo, el ejército remontó el Wuhan para formar un gobierno propio, con él iban todos los coreanos exilados, excepto los que murieron en la batalla.
Pero Yul-chun empezó a apartarse de la revolución. Sabía que tarde o temprano debería dejar a los chinos. Crueldad, crueldad, era lo que le repelía; aunque estaba endurecido no era cruel. Vio cómo los chinos mataban otros chinos, «purgas» lo llamaban, pero para él las «purgas» eran asesinatos, muchachas, muchachos acusados por los derechistas de ser izquierdistas, campesinos y comerciantes acusados por los izquierdistas de ser derechistas. En un día, en una hora, en el espacio de unos minutos tomó la decisión. El día era caluroso, el aire húmedo y pesado, los hombres se peleaban como osos coléricos en verano. Se estaba desarrollando una batalla importante porque Changsha, una gran ciudad, estaba a punto de ser tomada. Todos estaban ansiosos y desanimados, aunque los consejeros rusos habían dirigido todas las operaciones, el ejército revolucionario no había alcanzado ninguna victoria desde Nanking. Además, un joven revolucionario, Mao Tse-tung, rechazado por el Partido Comunista porque había declarado que las tácticas rusas no servían en China, donde la masa del pueblo eran campesinos y donde no había un verdadero proletariado, decía que no se podrían ganar batallas sin la ayuda de los campesinos. Intelectuales y campesinos, según la historia china, podían derribar una dinastía, pero separados nunca podrían ganar una batalla. Predijo un fracaso en Changsha y esto asustó a los revolucionarios y encolerizó a los rusos.
Desgraciadamente, la profecía se cumplió. Los hombres lucharon valerosamente, pero no pudieron vencer a los campesinos, que no venían a ayudar a los revolucionarios, que se decían sus salvadores, sino al viejo magistrado y su corte.
Muchos revolucionarios murieron, entre ellos muchos coreanos, pero esto solo no habría cambiado las ideas de Yul-chun. Lo que le obligó a hacerlo fue que en la retirada al noroeste, los revolucionarios, en su desesperada cólera, se volvían locos y caían sobre cualquier campesino desamparado. Yul-chun vio con sus propios ojos el monstruoso asesinato de una familia entera en su granja. Inocentes y prudentes, se quedaron en su casa y atrancaron la puerta. Los hombres en retirada se detuvieron a descansar, y viendo que aquella granja era más grande que la mayoría, llamaron a la puerta. La familia, dentro, dudó unos instantes preguntándose si debían quitar la barra. En este momento la fácil cólera de los revolucionarios estalló. Derribaron la puerta, irrumpieron en la casa y la destruyeron totalmente. Colgaron de una viga a los ancianos abuelos de aquella familia, mataron despiadadamente a los padres y sus hijas fueron violadas por muchos hombres y abandonadas ensangrentadas y muertas, sus hijos fueron despedazados con alegría salvaje, excepto un niñito a quien Yul-chun salvó.
Al principio trató de evitar la carnicería, pero los soldados no estaban en sus cabales y no oían nada. Impotente se quedó allí porque quería saber cómo eran estos hombres a quienes había unido su suerte. Así vio el horror de todo lo que hicieron, y cómo podían llegar a ser. La crueldad estaba en su sangre y su ser. El sufrimiento quizá les había hecho crueles, pero lo eran, no importaba la causa, y como lo vio, cambió de parecer. No podía confiar en ellos; toda su palabrería acerca de la salvación del pueblo no le hacía confiar en ellos. Un gobierno puede ser juzgado sólo por la calidad de los hombres que lo componen y estos hombres no podían ser gobernantes.
—Ven —le dijo a Yak-san, que estaba junto a él sin tomar parte en nada, abriendo mucho los ojos y mirando.
Iban a marcharse cuando un niño cayó a sus pies, un bebé, desnudo y sangrando, arrojado por la punta de la bayoneta de un soldado. Yul-chun se detuvo, lo cogió en brazos y huyó, Yak-san le siguió. Entre el ruido y la locura nadie se fijó en ellos.
—¿Qué hacemos con el niño? —exclamó Yul-chun.
—Podemos dejarlo con alguna familia aldeana… —sugirió Yaksan.
Lo hicieron aquella misma tarde. Llegaron a una pequeña y tranquila aldea, más allá de la línea de batalla, y Yul-chun pidió abrigo para aquella noche contando la historia del niño a los aldeanos sentados en sus bancos alrededor de las eras del pueblo al fresco del anochecer. Cuando preguntó si alguno de ellos aceptaría el niño, una joven campesina se adelantó.
—Míreme —dijo señalando su pecho—. Mis senos están llenos de leche, mi hijo ha muerto de fiebres hace dos días y nadie aprovecha mi leche.
Su chaqueta estaba húmeda por la leche que desbordaba de sus pechos hinchados, y cogió al niño y le dio de mamar.
Fueron años de un extraño encarcelamiento. Las montañas eran los muros de su prisión, y ellos, los vencidos, eran sus prisioneros. Al principio, Yul-chun cayó en una gran desesperación. ¿Qué podría hacer en esta salvaje región? Estaba separado de las principales corrientes de la revolución, de la vida misma, lejos de los mensajeros secretos con quienes hasta ahora había mantenido contacto aunque poco frecuente. No era sólo desesperanza. Los restos del ejército, después de su larga marcha hacia el Norte, se sumieron en un cansancio espiritual más profundo que el cansancio físico. Pasaron meses y semanas en aquel terrible frío invernal, no hacían más que errar de un lado para otro y pedir alimentos y combustible. Se cobijaron en un templo abandonado, construyeron cabañas con esteras, trozos de madera y hojalata, vivieron en sótanos, durmiendo de día y de noche para preservar sus débiles fuerzas. Así hasta la primavera, que les trajo nuevas energías. Empezaron a moverse, se miraban interrogantes, salían a buscar hierbas verdes para mezclarlas con el maíz, que era su principal alimento.
Yul-chun fue el primero en recobrarse. Por suerte había encontrado cobijo en la granja de una familia china muy pobre. La casa tenía dos habitaciones pequeñas que compartían con la vaca, los cerdos y unas gallinas. A pesar de su pobreza sentían vivo interés por Yul-chun porque venía de otro país y les ayudaba a pasar los largos y oscuros días cuando nevaba contándoles historias de su país y lo que había sucedido en el suyo propio, de cuyos acontecimientos no estaban enterados ya que no sabían leer, y aunque hubiesen sabido no habrían podido hacerlo por falta de periódicos.
Sin embargo, Yul-chun se asombraba de su agudeza e inteligencia y le parecía injusto que se viesen obligados a ser ignorantes. Se propuso enseñarles a leer. De esto surgió una escuela porque cuando empezó a enseñar a aquella familia muchos suplicaron que les enseñase también: hombres, mujeres y niños, hasta que se encontró convertido en maestro de escuela. Una escuela muy sencilla porque no tenía libros y escribía las lecciones en el polvo de las eras. Su afición era tan grande que muy pronto aprendieron a leer palabras sencillas. Luego se encontró con que no tenían nada que leer, y se vio obligado a escribir libritos de pocas páginas. Con ellos pudo enseñarles los medios para vivir mejor y gobernarse de acuerdo con la revolución. La alegría de la gente al ver que podían leer y hasta escribir un poco fue una fuente de inspiración para Yul-chun y sus compañeros.
Adoptaron nuevas formas y formaron nuevos planes basados en el pueblo y su cooperación con el ejército revolucionario. El pueblo estaba preparado y ansioso.
—Nos han abierto los ojos —decían—. Estábamos ciegos y ahora vemos. La sabiduría de los libros también nos pertenece ahora.
Se despertó un fuerte interés unificador en los aldeanos y los dirigentes revolucionarios aprendieron la manera de ganarse al pueblo que a cambio, les alimentaba.
—Les ayudaremos —gritó un entusiasta granjero—. Les ayudaremos porque son los únicos que nos han ayudado.
Luego maldijo y renegó contra los gobernantes que tenían ahora y escupió en el polvo para demostrar su desprecio hacia ellos.
Así pasó el tiempo rápidamente para Yul-chun. Pasaron los años hasta que un día se dijo que debía volver a su hogar.
—Viajaremos solos —le dijo a Yak-san aquel día.
Se marcharon del pueblo aquella noche y al día siguiente continuaron a pie y a caballo hasta el ferrocarril. Siguiendo las vías llegaron a una estación y desde allí fueron en tren hasta Pekín.
El perfume de los pinos calentados por el sol de agosto se mezclaba con el perfume de incienso en la pequeña habitación donde Yul-chun, sentado frente a una mesa, escribía. Una cigarra rompió a cantar su frenética y ronca canción veraniega.
Desde algún lejano rincón del templo el prodigioso canto de los sacerdotes budistas proporcionaba una atmósfera de paz en contraste con las estadísticas que Yul-chun estaba recopilando para archivarlas. Los coreanos desterrados cobijados por ellos vivían allí esperando el momento de volver a su tierra. Aquella era la habitación donde Yul-chun dormía y trabajaba. Yak-san compartía su cuarto con otros tres jóvenes, pero Yul-chun, considerado uno de los mayores, tenía su celda, un agradable lugar que daba a un estrecho patio en la cumbre de la montaña. Más allá de las copas de los pinos las montañas descendían hasta los llanos y en la distancia se divisaban las murallas de Pekín.
Volvió a su tarea de hacer un recuento de los muertos, sus nombres y el lugar de Corea de donde procedían. Contaba los que murieron en China y los que habían sido desterrados en la larga lucha por la independencia desde que los japoneses entraron en Corea. En el año 1907, setenta mil hombres del ejército coreano se diseminaron y se vieron forzados a exilarse. En 1910 más de un millón de coreanos atravesaron el Yalú errando luego por Siberia, China y Manchuria, sin contar los que fueron a Europa y América. En la misma Corea después deja Rebelión Mansei se contaron 50.000 prisioneros y 70.000 muertos. En el Japón después del gran terremoto del año 1923, 5000 coreanos, mil de los cuales eran estudiantes, fueron asesinados porque algunos dijeron que el terremoto era un castigo de los dioses al Japón por los crímenes cometidos en Corea. El año 1920, en Manchuria, más de 6000 exilados murieron a manos de las tropas japonesas y en Shanghai 300 terroristas coreanos murieron también a sus manos. De los ochocientos jóvenes coreanos que se juntaron a los revolucionarios en Cantón casi todos habían muerto; sólo en Cantón murieron doscientos. En Corea, en 1928, los japoneses mataron mil jóvenes acusándoles de ser comunistas, aunque menos de la mitad lo eran. Pero ¿quién podía contar cuántos coreanos desterrados murieron en Siberia con los zares, en China con los señores de la guerra, en el Japón, e incluso con los franceses y los ingleses de Shanghai? ¿Y quién sabía cuántos murieron en la cárcel torturados o se habían vuelto locos? ¿Quién sabía, quién podía saber las pérdidas sufridas por Corea entre su juventud más brillante que sólo pedía la libertad para su país?
Yul-chun dejó la pluma, Yak-san estaba en la puerta con su comida del mediodía, verduras y arroz. En los templos budistas no se comía carne.
—Tengo noticias —le dijo Yak-san, poniendo la bandeja sobre la mesa. Su voz se convirtió en un susurro—. Los japoneses se apoderarán de Manchuria dentro de diez días.
Yul-chun dejó los palillos.
—Debemos irnos de aquí mañana mismo —exclamó—, deberíamos estar fuera de Manchuria antes de que pertenezca al Japón. Quiero saber lo que pasará en nuestro país si…
Salió a la puerta y contempló las llanuras…
—Hermano mayor, tu comida se enfría —le recordó Yak-san. Yul-chun no se volvió.
—Llévatela —dijo— no tengo apetito. El mundo entero entrará en guerra dentro de poco tiempo si la noticia que traes es cierta.
Se marcharon tan pronto como Yul-chun pudo preparar a otros para ocupar su lugar. Kim, el exmonje, había sido su ayudante y a él le confió todo lo que estaba bajo su responsabilidad. Los pocos coreanos que aún quedaban se reunieron a su alrededor cuando se disponía a dejarlos. Todos sentían añoranza y anhelaban ir con él pero no podían.
—Sería ingratitud dejar ahora a nuestros camaradas chinos, antes que entrasen triunfantes en Pekín. Por desgracia hay que ganar la guerra mundial antes de poder esperar esta victoria.
—Iré a casa primero —dijo Yul-chun—, y os diré cuándo podréis seguirme. Me enteraré de cómo están las cosas en nuestro país y si hay guerra lo que debemos hacer.
Con estas palabras Yul-chun se despidió de ellos y tomando su mochila descendió por las montañas. Yak-san le seguía.
En su largo viaje hacia el Norte, que hicieron a pie y a caballo, ya que los japoneses se habían apoderado de los trenes, Yul-chun tuvo muchos días y noches para pensar en los años en que vivió entre los comunistas. Les había conocido bien y creído en su honradez de propósitos y su devoción a la causa. A muchos los consideraba sus amigos. No sentía haber dejado a los comunistas chinos, pero ahora deseaba distinguir entre chinos y comunistas. Los chinos podían ser muy crueles y por esta razón los dejó. Pero ¿necesitaban los comunistas ser crueles? En las próximas luchas de una guerra mundial, Rusia y el Japón serían peores enemigos que en el pasado. Si los japoneses perdían, los comunistas vencerían y se fortalecerían en su país. No confiaba en ninguno, pero ¿debía desconfiar de los comunistas? Había hombres corrompidos entre ellos aunque se les castigaba cuando se sabía. A algunos los mataron incluso. En Cantón formó parte de un tribunal más de una vez para juzgar a un compañero que les había traicionado por lucro o crueldad personal y conducta opresiva. Había levantado la mano más de una vez para dar su aprobación a una sentencia de muerte y aunque nunca había disparado había visto cómo cumplían la condena. No había rehusado tomar parte en el juicio de terratenientes codiciosos, magistrados corrompidos y sus cómplices, los recaudadores de impuestos. A estos también los había juzgado merecedores de la pena de muerte, y había visto cómo los mataban y guardado silencio. Hasta había gritado los slogans del partido: «Tierra para los campesinos, comida para los trabajadores y los pobres, paz para los soldados», y había ayudado a escribir los estatutos del sexto congreso del Komintern para establecer un gobierno llamado Democracia Dictatorial de Trabajadores y Campesinos.
Andaba con Yak-san a su lado y con los largos pasos a que estaba acostumbrado. Se respiraba paz en la atmósfera, era en otoño, las cosechas estaban recogidas en los campos, una estampa de orden sólo rota por los bajos techos de bálago de los puebIos donde los campesinos vivían y habían vivido miles de años. La inmensa tierra de China y Manchuria pertenecía a estos campesinos. Incluso los terratenientes reconocían en el fondo de sus corazones que la tierra no era realmente suya aunque la hubieran comprado y pagado. Los campesinos podían ser crueles; si el comunismo no los suavizaba podían ser muy crueles.
—Se respira paz en la atmósfera —le decía Yul-chun a Yaksan— pero no la hay. No estoy hablando de las batallas en China entre los señores de la guerra, sino de una lucha que ha durado siglos. ¿Recuerdas al joven que mataron en Hailofeng, el que intenté salvar?
—Lo recuerdo, éramos de la misma edad.
No dijeron nada más porque habían aprendido acallar en los años de peligro y se habían vuelto taciturnos por costumbre, pero Yul-chun recordaba. Los campesinos de la región aquel día llevaron al tribunal revolucionario a un joven de hermosa y franca presencia Iba vestido andrajosamente, pero le acusaban de ir disfrazado.
—No es uno de los nuestros —gritaban—. Miren su piel, es como la de una mujer, es tan blanca como la de un extranjero. Seguro que es uno de nuestros enemigos.
Yul-chun, que aquel día se sentaba en el jurado, tuvo lástima del joven. No era tan duro ver morir a hombres en cuyas caras se leía la historia de sus vidas perversas. Había aprendido a ver estas muestras impasible y silencioso, pero este hombre era joven e inteligente y quizás podía ser ganado para la causa. Los campesinos, sin embargo, eran implacables.
—Es nuestro enemigo —insistieron.
—¿Sabéis su nombre? —preguntó Yul-chun.
—Su nombre no tiene importancia —contestaron—, es nuestro enemigo de clase y pedían su muerte.
Cuando se perdió toda clase de esperanza, dos mujeres, una anciana y otra más joven, salieron de la multitud también vestidas con pobres vestidos. Era fácil darse cuenta de que tampoco eran campesinas. Tomaron las manos del joven, una a su izquierda y otra a su derecha, y con él fueron al muro de la ejecución; murieron los tres.
De los muchos que había visto morir, Yul-chun no podía olvidar las caras de estos tres, buenas, inteligentes y puras. Este recuerdo se presentaba ahora vívidamente a su imaginación y se preguntaba si los revolucionarios habían estado acertados aceptando el patrón comunista.
Desgraciadamente era demasiado tarde para opinar en China, pero en su propio país aún había tiempo, y recordaba lo que Kim le contó de su retirada al noroeste. Kim y los restantes coreanos fueron con los comunistas chinos hasta saber que Yul-chun estaba en Pekín, entonces dejaron a los chinos y fueron a reunirse con él. Hablaron día y noche contándole todo lo que les había sucedido.
El ejército rojo había combatido valerosamente, habían sufrido hambre y penalidades, pero las tropas nacionalistas aumentaban en un ciento por uno una y otra vez. Sólo cuando los campesinos empezaron a ayudarles con alimentos, ropa y sandalias de paja, pudieron evitar esta constante derrota. Su gran fallo había sido entablar batallas con el enemigo: cara a cara les vencía. Perdieron la cuenta de los días de peligro, sufrimientos y hambre, de las noches en que se detenían junto a los arroyos para lavar sus heridas y enterrar a sus muertos. Les habían prohibido que robasen comida a los campesinos como solían hacer sus enemigos y se morían de hambre si no lo hacían o bien se veían obligados a mendigar. Comían boniatos asados o hervidos con sopa, decían que nunca más los volverían a comer por gusto. ¡Y cuántos días andando entre la larga hierba con el calor y los mosquitos chupando su sangre, debilitándose meses después con los escalofríos y los sudores de la malaria para la que no tenían remedio! Se sacaban la ropa blanca de verano por miedo a ser vistos por el enemigo, se arrastraban de rodillas y no se atrevían a toser por miedo a que el ruido los denunciase al enemigo que rondaba por allí. Se arrastraban de día y caminaban de noche. Aprendieron a dormir andando.
Pasaron 105 días, sólo podían recordar que estuvieron escondidos en casa de un aldeano compasivo, en un pueblo cuyo nombre no supieron y luego emprendieron el camino de nuevo. A veces encontraban compañeros coreanos y luego se perdían otra vez entre los chinos. A muchos no volvieron a verles y creían que habían muerto.
—Yo creí que Kim había muerto —dijo uno— hasta que en la calle de una ciudad me cogieron de la mano, era Kim, pero no pude reconocer su cara.
—Me salvé echándome bajo el agua de unos arrozales —continuó Kim— y sacando sólo la nariz fuera del agua, así me escondí varios días.
Aquella larga marcha terminó, los comunistas chinos estaban en el lejano noroeste, los nacionalistas en Nanking, pero nada de esto importaba ahora a Yul-chun. Todo lo había dejado atrás. Se iba a casa. ¡Hogar! La palabra por tanto tiempo olvidada le recordaba a Hanya otra vez. Iba a buscarla y la llevaría con su hijo a casa. Sin embargo no podía evitar entretenerse en el camino para organizar escuelas. Escogía un hombre o muchacho que supiese leer un poco, y si no sabía, que fuese inteligente, y le enseñaba a enseñar. A los campesinos les decía:
—Este es vuestro maestro, pero debéis buscarle cobijo, darle ropa de verano e invierno y comida.
Lo hacían gustosamente y cuando se iba dejaba tras él esperanza e instrucción, pequeños claros, pero encendía una luz en la oscuridad de la ignorancia. Su viaje se fue retrasando años enteros desde que lo planeó y a menudo en las noches solitarias se reprochaba esta demora, pero no podía endurecer su corazón ante el ansia de los campesinos chinos a quienes nadie había dirigido ni ayudado durante siglos. Se entretenía poco, el anhelo de seguir su camino aumentaba.
Ya no era joven y en las noches solitarias pensaba en Hanya y su hijo. En todas partes preguntaba por ella. Pocos la recordaban. Ni en Pekín, donde vivieron juntos, pudo encontrar sus huellas. Sólo cuando llegaron a un polvoriento pueblo de Manchuria en el que habían vivido los dos oyó hablar de ella. Allí fueron él y Yak-san a casa de un coreano que había conocido a Kim cuando era monje. Después de lavarse y descansar, fue por las calles y mercados, a los sitios que él y Hanya frecuentaron. Las caras de la gente le eran desconocidas y después de seis días de búsqueda empezó a pensar involuntariamente que quizás había muerto. La noche anterior a su partida (pensaba levantarse temprano para seguir su camino), una vieja llamó a la puerta de su amigo.
—Una mendiga —le dijo este—, que pretende conocerte. Es un truco para pedir.
Yul-chun, sin embargo, se levantó, fue a la puerta y reconoció a la mujer a quien Hanya solía comprar coles para el kimchee. Los años la habían convertido de una rolliza campesina en una bruja marchita. Alargó la mano arrugada y agarró la manga de Yul-chun.
—Me han dicho que busca a su mujer —dijo con cascada voz. La saliva le caía de sus encías desnudas.
—¿Qué tiene que decirme? —preguntó Yul-chun apartándose.
—Estuvo conmigo cuando le dejó. Fue a mi casa camino de Siberia y se quedó durante media luna. Le vendía coles baratas y ella las revendía para ganar algo para su viaje.
—¿Cómo puedo saber que es verdad lo que me dice? —dijo Yul-chun sin creerla, pero deseando hacerlo.
—Me dio esto.
Buscó en su descarnado pecho y sacó un sucio cordel del que pendía un amuleto, un pequeño Buda de plata que pertenecía a Hanya y recordaba haberle visto guardar con otros pequeños tesoros de su madre: un par de pendientes de jade, un delgado brazalete de plata, un vaso y dos horquillas de cobre.
—¿Ahora me cree? —preguntó la bruja.
—Sí, dígame sólo a dónde fue.
—Dijo que iba a Siberia, a casa de su hermano.
—No tenía ningún hermano —dijo Yul-chun.
La bruja enseñó un horrible diente roto.
—Esta es su desgracia —cloqueó. No le soltó la mano y Yul-chun, a pesar de su pobreza, puso una moneda en su seca palma.
Se dirigió hacia el norte, deteniéndose en todos los lugares donde encontraba paisanos suyos y preguntaba si sabían el paradero de Hanya a todos los que la recordaban. Nadie sabía nada. Había ido sola, parecía, sin mezclarse con nadie. Era su carácter.
Antes de llegar a Mukden se pusieron vestidos chinos de algodón gris para parecer dos intelectuales que iban a visitar la ciudad, metieron las manos dentro de las mangas y encorvaron los hombros como suelen hacer los intelectuales. La policía japonesa los dejó pasar. Los coreanos eran arrestados porque sabían que en Manchuria había muchos exilados coreanos y que todos eran rebeldes, a menos que fueran traidores. Sin embargo, para Yul-chun era imposible pasar por Manchuria sin ser reconocido. Allí había más de un millón de campesinos coreanos que trabajaban coma colonos para adinerados terratenientes. Yul-chun se entretuvo con Yak-san hasta enterarse de su situación. Cuando supo que vivían duramente y eran pobres se entrevistó secretamente con campesinos chinos que dirigían a los demás y vivían escondidos en los campos de sorgo como bandidos. Los unió a los coreanos que no tenían ninguna dirección. El nuevo grupo se llamaba Asociación de Campesinos chino-coreanos. Los jóvenes intelectuales coreanos poseían su grupo secreto y su jefe era comunista. Los coreanos comunistas eran pobres, estaban hambrientos y muchos enfermos. No tenían casa y dormían bajo los árboles, en barrancos y en cuevas de la montaña, donde podían, tanto en invierno como en verano, y los inviernos eran terribles en aquel país del Norte.
Yul-chun estaba ahora en contra de los comunistas, temiendo que su país cambiase una tiranía por otra, y se apartó de ellos por mucho que les compadeciese y se enorgulleciese por su valor.
Se sorprendió cuando Yak-san le pidió que le dejase quedarse con ellos en Manchuria.
—¡Me abandonas! —exclamó Yul-chun.
—Deje que me quede con estos jóvenes —pidió.
—Te dije que te llevaría a mi casa.
—Soy huérfano, lo dispuso el destino, y mi deber es vengar a mis padres —contestó Yak-san.
—¿Cómo los vengarás? —preguntó Yul-chun.
Yak-san miró a otra parte e hizo dibujos con los dedos en el polvo del camino, porque se habían detenido bajo un árbol a descansar y comer pan duro.
—Ya sé que no le gustará, pero los comunistas me ayudarán.
Yul-chun trató de no enfadarse.
—¿Crees en ellos?
—Creo en su sistema —dijo Yak-san—. No me importa su fe en una u otra cosa, pero me gusta su sistema. Cuando encuentran un enemigo…
Puso el dedo bajo su cuello e hizo ademán de cortar.
—¿Crees que esto soluciona algo? —dijo Yul-chun.
—Tengo dos enemigos —continuó con la misma voz baja y firme—. Uno mató a mi padre, otro a mi madre. Mi padre murió aplastado por la culata de un fusil. Sé quien lo hizo. A mi madre le hundieron una bayoneta en el vientre. Estaba encinta. Mi hermano estaba a punto de nacer. Sé quien la mató a ella y a mi hermano. Los mataré.
¿Qué podía decir Yul-chun? Diez años antes habría saltado y gritado que iría con él. Ahora sabía que matar a un hombre no acaba con el mal que hizo o que otros como él harán. No basta matar a un hombre.
—¿Anhelas el consuelo de la venganza?
—Llámelo así si quiere.
Cuando encontraron otro grupo de coreanos cerca de la frontera, Yak-san le dejó. Entre ellos había una creciente frialdad, pero en los últimos instantes se miraron a los ojos y se abrazaron. Se separaron y, sin volverse, cada uno siguió su camino.
En Antung, Yul-chun estuvo tentado de ir a casa de su padre sin esperar más. Durante su juventud nunca sintió nostalgia de su hogar, pero ahora sí. Suspiraba por la seguridad de su vieja casa y esto le hizo pensar que no había seguridad ni allí. Suspiraba por su perdida niñez y hasta por los guisos de su madre. Recordaba a su preceptor, sus paseos por los caminos rurales, las historias que le contaba y leía, las poesías que le recitaba, aquellas antiguas y bellas poesías. Su preceptor tenía una voz cantarina no muy profunda ni muy aguda, pero que el amor hacia su país hacía cálida.
Él era un niño tormentoso, rebelde, pero cuando al atardecer refrescaba se sentaba a escuchar y sentía una breve y melancólica paz. ¡Quién hubiese podido creer en aquellos días que el joven poeta se juntaría a los terroristas! Entonces empezó a pensar que la muerte podía ser un arma, cuando vio a su amable profesor cambiar tanto y sustituir su laúd por un cuchillo. No era sólo el herido quien moría. Suspiró pensando en todo esto. No, iría a Siberia. Si Hanya vivía, la encontraría, y encontraría también a su hijo. Si dominaba su voluntad podría empezar otra vez.
Descansó en una posada tres días, pues se decía que pronto empezaría un largo y solitario viaje en las vastas llanuras y eternos bosques de Siberia. Bosques de pinos y abedules extendiéndose sin fin, más allá del horizonte. Pero ahora esperaba informándose entre los coreanos, como de costumbre, para saber si alguno sabía o había oído algo de Hanya. Algunos le contestaban con risas y bromas porque suspiraba por una mujer a la que no había visto desde hacía tantos años. Él contestaba sencillamente que tenía un hijo, y le respondían que cualquier bella joven le daría gustosamente uno. Sonreía sin alegría, sabiendo que nadie comprendería su necesidad de Hanya y de su hijo. ¿Y si después de tanto tiempo eran unos extraños para él? Estaba indeciso y se entretuvo en la posada sin saber si volver a casa de su padre o crear su propio hogar. Estaba enojado consigo mismo porque seguramente aquel no era el momento de satisfacer su anhelo de un hogar. El tiempo pasaba y él se daba cuenta de que cada año, cada mes y después cada día aumentaban las posibilidades de guerra. En Alemania, un antiguo y diabólico espíritu estaba combinando estas posibilidades con un presente descontento, una mezcla cuyo resultado era una concentrada violencia y poder que sólo esperaban ser expresados por la voz de un hombre. Cuando surgió este hombre, en Europa empezaron los antiguos disturbios, las pugnas, las protestas, las justificaciones, las conversaciones sobre una paz que se estaba haciendo imposible. Todo le decía que la guerra se acercaba, otra guerra mundial. No debía ir a Siberia porque era demasiado tarde y no podía entretenerse. Sin embargo, esperó con la excusa que tenía que organizar algunas escuelas cerca de Antung, en el campo.
Allí los campesinos eran más ignorantes y estaban más deseosos de aprender que los que conoció en China. Si no podía volver, quizás serían para siempre incapaces de aprender a leer. En varios pueblos creó escuelas.
Un día de primavera volvía de una de ellas. Algo de la suavidad de la primavera penetró en su sangre, la bella primavera de los climas nórdicos. El río Yalú despertaba con su crecida primaveral, los árboles frutales florecían y las hierbas verdeaban en los bordes de los caminos. Las mujeres y los niños salían de sus pueblos para recogerlas y convertirlas en comida. Vagabundeaba por el campo indeciso. Una vieja le miró dejando de cavar al fijarse en su buena apariencia.
—Aquí está el hombre que busco —cloqueó—, ni joven ni viejo. —Y sacó la punta de la lengua hasta tocar su chata nariz, Sus maliciosos ojos hicieron un guiño a sus compañeras y estas estallaron en risas.
—Aceptaría sus favores, madre —dijo Yul-chun sonriendo—, pero tengo esposa. ¡De veras! La perdí pero la busco y a mi hijo también.
Mujeres, al fin, estaban siempre dispuestas a charlar. Se sentaron sobre sus talones y empezaron a preguntar.
—¿Dónde la perdió? ¿Es joven? ¿Es bonita? ¿Cuánto tiempo hace? ¿Por qué la dejó marchar?
Contestó medio distraído, medio divertido, haciendo una historia romántica, en parte para complacerlas y en parte para satisfacer su propio corazón. No podía hablar de Hanya a sus compañeros más que para decir que la buscaba, pero con estas viejas que no vería más podía hablar.
—La perdí hace tiempo porque no sabía que la amaba. Creí que mi deber estaba en otra parte. Se fue y no la seguí. Creía que volvería si me amaba.
—¡Ah, ah! —dijo la vieja—, en eso se equivocó. Cuando una mujer ama con todo su corazón y no es amada, debe dejar al que ama o ver cómo su corazón se destroza día a día. Es mejor dejarlo y destrozárselo de una vez para siempre.
Entonces una mujer pequeñita y encorvada se enderezó. Antes había continuado cavando sin hablar.
—Hay muchos que buscan a los que han perdido, mujeres a sus maridos, hijos a sus padres, hijas a sus hermanos y a sus padres. En estos tiempos hay mucha gente perdida y muchos que buscan, especialmente en esta región, entre un país y otro.
—¿Sabe de alguna que busque a su marido? —preguntó Yul-chun.
—No a un hombre como usted.
Se sentó sobre sus talones y le miró agudamente.
—Hay un joven, muy joven, que viene en invierno y en verano se vuelve otra vez al Norte. Puede que ya haya vuelto.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Yul-chun.
Ella frunció sus labios viejos y secos.
—Dieciocho años quizás, o algo más.
No podía creer en tan buena suerte.
—Pero —preguntó—, ¿cree que ya habrá pasado hacia el Norte?
—No le he visto —dijo lentamente mirándole—. No le he visto desde el otoño, pero no se le parece.
Yul-chun sacó una moneda del bolsillo.
—Estoy en la posada de una esquina de la primera calle a la izquierda de la puerta de la ciudad. Tráigamelo si lo ve, le daré el doble.
Le dio el dinero aunque despreciándose por ello. El dinero no era suyo. Era la escasa y preciosa reserva que sus compañeros le mandaban de vez en cuando sabiendo que velaba por ellos, mientras vivía en Antung, entre Manchuria y Corea, un buen sitio para recoger noticias, y él las sabía interpretar.
—Toma esto —le decían al dárselo—. Úsalo para la causa.
Pagaría el doble por la causa algún día cuando se ganase la guerra.
Volvió a la posada aún avergonzado de sí mismo por el fantástico sueño de que aquel joven pudiese ser su hijo. Sin embargo, era verdad que muchos buscaban y Antung era un sitio de reunión. Muchos esperaban como él. No quería tener demasiadas esperanzas pero se quedó. Trató de quitarse las ilusiones, urgía que se marchase y se quedaba aferrado a su sueño de llevar a Hanya y a su hijo con él. Al mismo tiempo pensaba a menudo en el hijo de su hermano, aquel niño, aquel bebé, aquel niño sin igual que saltando a sus brazos le abrazó como si hubiese encontrado a alguien a quien hubiera estado buscando largo tiempo y les asombró a todos. Ahora sería un joven.
Su primera pregunta cuando supo por un espía la muerte de su hermano fue qué había sido del hijo de Yul-han.
—¿Qué le pasó al niño?
—Estaba a salvo con sus abuelos, está con ellos —dijo el espía.
Y allí seguiría, creciendo con gracia y fuerza como sólo aquel niño podía hacerlo. No, esperaría unos días más. Y los días se convirtieron en semanas. Un día, a mediados de verano, empezó la guerra en el mundo occidental. Ahora sí que debía volver a casa, y sin su hijo. Se preparó con prisa y enseñó a otros lo que debían hacer. Pensó en volver a encontrar a la vieja. La había visto cada mes al menos dos veces, pero ella negaba con la cabeza, entonces le daba una moneda y la dejaba.
No podía creer lo que veía cuando, unos días antes del fijado para su marcha, la vieja fue a su puerta llevando cogido por la manga a un alto y huesudo joven que necesitaba un corte de pelo. Negros mechones largos y lisos caían sobre su frente y mejillas. Iba vestido como un ruso, pantalones anchos, botas altas y una túnica ceñida estrechamente al talle por un cinturón.
—Aquí está —dijo la vieja resoplando a través de sus dientes rotos—. Pasó por nuestro pueblo más tarde este año. He malgastado mucho tiempo vigilando su paso, he perdido muchos días de trabajo, tuve que decir al guarda de la puerta del pueblo que me despertara si pasaba un joven, y pagarle.
Yul-chun estaba en cama cuando llegó, con las manos cruzadas bajo la cabeza, pensando que el tiempo que había perdido aquí podría haberlo empleado en ir a Siberia a buscar a Hanya. Muchas veces había estado a punto de ir y no lo hizo porque sus amigos le avisaron que, como no había querido hacerse comunista, era posible que le matasen si entraba en territorio regido por ellos.
—Muerto no encontrará a su mujer —le decían.
—Debe pensar primero en su país.
No fue, como decidió al salir de China, y ahora no iría nunca ya. Mientras estuvo allí, mantuvo a los refugiados por medio de las hojas que imprimía en todas partes a donde iba. Así explicó a los demás que los japoneses vencían en China, que hacía un mes, en Cantón, 7000 coreanos se rebelaron contra sus oficiales japoneses y los mataron.
—¿Busca a alguien? —preguntó al joven.
—Esta mujer me arrastró aquí diciendo que es usted mi padre —dijo con voz recia—, pero no veo ningún parecido con lo que me había contado mi madre.
Se miraron con mutua desconfianza.
—Tampoco yo tengo ninguna razón para pensar que pueda ser el hijo que busco —replicó Yul-chun.
—¿Dónde está mi dinero? —gritó la mujer y tendió su mano sucia delante de la cara de Yul-chun.
Estaba a punto de decir que no le debía nada, ya que no era su hijo, pero entonces recordó que se lo había prometido. Dijeron que le llevaría al joven cuando lo encontrase, aunque fuese larga la búsqueda, y él la había abandonado. Pero el joven estaba allí. No podía hacer más que darle las dos monedas prometidas, que puso en su sucia mano. La vieja miró el dinero fríamente.
—¡Cuántos días he dejado de trabajar, primavera y verano, vigilando las puertas de la ciudad para ver a este muchacho!, y este año pasó más tarde también en otoño.
Al fin el joven se cansó:
—¡Usted me ha traído aquí para nada! Me hizo volver atrás. Este no es mi padre. Mi padre es un joven más alto que yo, muy guapo, con la piel blanca como la leche, decía mi madre.
Cogió a la mujer por los hombros, le hizo dar dos vueltas y la hizo salir. Luego cerró la puerta y puso la barra.
—Estos campesinos son demasiado rapaces —se quejó. Necesitan una autoridad que les domine.
—Su madre decía que su padre era joven, guapo y tenía la piel blanca. ¿Cuántos años hace que decía esto?
—Muchos —dijo el joven—. Murió —añadió mordiéndose el labio inferior, y murmuró— asesinada.
—¿Asesinada? —los labios de Yul-chun se secaron. Se sentó en la cama—. ¿Cómo la mataron?
El joven se sentó también en la cama, a su lado.
—Vivíamos en Rusia, en la cabaña de un campesino. La tierra no era suya, pero le ayudábamos a cultivarla. El propietario era un noble. Hace mucho tiempo, ahora las cosas son diferentes, pero entonces los inviernos eran interminables y estábamos siempre hambrientos. Secábamos bayas, raíces y setas, pero siempre nos las comíamos demasiado pronto. Es decir, yo comía demasiado. Era muy joven y no veía que me lo daba todo a mí. Un día de primavera, penetró en los bosques del noble para buscar setas tempranas y hierbas verdes. Dijo que había un rincón donde el sol calentaba y no daba el viento. Fue allí y yo la seguí. Me mandó esconderme entre los árboles, lo hice sin perderla de vista. Era un sitio tranquilo y no había más que los pájaros. De pronto, oí pasos y un ruido de ramas rotas. Vi un hombre alto y grueso que llevaba buenos vestidos, altas botas de cuero, pantalones de piel y una chaqueta floja con cinturón, barba y un látigo en la mano. Le gritó a mi madre que era una ladrona, ella intentó huir, pero la alcanzó …
El joven tartamudeó, se mordió los labios y continuó:
—La golpeó, y cuando acabó con ella ya no se levantó. Cayó en un montón de nieve que no se había fundido todavía, bajo un enorme pino. No se movió cuando la llamé. No contestó. Sus ojos abiertos miraban sin ver. Me asusté y huí. La dejé allí y no volví nunca más, ni dije a nadie lo que había pasado. No sé por qué se lo cuento, ya que nadie puede remediarlo.
—¿Cuál era su nombre? —preguntó Yul-chun.
—No lo sé —dijo el joven frunciendo la frente—. Pensará que miento, pero sólo la llamaba mamá. No conocíamos a nadie aparte de los campesinos rusos. Ellos la llamaban mujer.
Yul-chun estaba a punto de preguntarle si le había dicho alguna vez el nombre de su padre, pero no lo hizo. En aquel momento el joven sacudió la cabeza y el pelo dejó de cubrirle las orejas. Yul-chun le miraba. El lóbulo de su oreja no era perfecto Era el mismo defecto que su hermano tenía al nacer.
—¿Cómo se llama? —murmuró Yul-chun.
La voz se le ahogaba en la garganta y su corazón latía fuertemente.
—Sacha —dijo el joven.
—¡Pero Sacha es un nombre ruso!
—Nací eh Rusia.
Yul-chun le miró indeciso. El joven se levantó.
—Debería ya estar en camino —dijo.
—¿Por qué tiene prisa? —le preguntó Yul-chun para entretenerle.
—Soy comerciante —dijo Sacha—. Traigo pieles y lanas a Antung, y me llevo cobre y objetos de plata. A veces algún rico me encarga platos verdeceladón y cofres laqueados de Corea.
Se iba ya y Yul-chun pensó que no podría retenerlo más que diciendo la verdad.
—Podría ser que… podría ser… que fueras mi hijo —tartamudeó.
Sacha se paró en la puerta.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó.
—Tienes una marca de familia —contestó Yul-chun—. Mi hermano tenía la misma. No puede ser casualidad que haya dos orejas así.
Se acercó a Sacha y levantó los mechones de cabello que cubrían su oreja.
—Es la misma —dijo.
Pero Sacha se apartó.
—Esta maldita oreja —murmuró.
—No es maldita, sino quizá afortunada.
—¿Afortunada? Infortunada. Me ha embromado demasiado gente con mi oreja. Me preguntan si me mordió un oso ruso, o qué mujer me ha amado demasiado. Cosas así, todas estúpidas.
Yul-chun, temeroso y esperanzado intentó reír, pero Sacha le miró gravemente. Por un instante se observaron especulativamente.
—¿Nos separamos? —preguntó Yul-chun al fin. Como Sacha no contestaba retrocedió.
—Quizá tengas razón. Un lóbulo no es una prueba. ¿Quién sabe cuánta gente tendrá el mismo defecto?
Entonces fue Sacha quien dudó.
—Mi madre tenía un objeto que apreciaba por encima de todo, aunque pasábamos hambre no lo vendió. ¿Qué era?
Yul-chun no podía apartar los ojos del joven y contestó al instante.
—Era un sello de jade rojo que había pertenecido a su padre antes de que lo mataran.
Sacha no pudo disimular su asombro. En silencio sacó el sello de jade de su túnica.
Yul-chun lo miró y movió la cabeza.
—Lo vi por última vez en sus manos. —De pronto no pudo retener sus lágrimas y abrazó a su hijo—. Ahora iremos a casa —dijo—, al fin… al fin…
Su hijo era un joven silencioso. Había que solicitarlo y mimarlo, parecía, porque pasaba muchas horas en silencio. Pero el corazón de Yul-chun se fundía en un constante y cálido fluir de palabras, tan conmovido estaba con su hijo. Los primeros días no calló nada. Introdujo a su hijo en su propia vida y en la de la familia Kim. Cuando vio la ignorancia de Sacha respecto a su pueblo y su país, le habló de la primitiva historia del pueblo coreano, y cómo fueron a vivir ahí en la larga y montañosa faja de tierra pendiente de Rusia como un racimo de la vid. Le contó las luchas de su pueblo para conservar la independencia y cómo se vieron obligados durante siglos a empujar una nación contra otra apoyándose a veces en una, a veces en otra.
—Te digo, Sacha —empezó seriamente un día mientras andaban de un lado a otro, pero se detuvo al llamarle por su nombre—. ¿Sacha? —repitió—. ¿Cómo puedo llevarte a tu abuelo con este nombre? Te daré otro. Sí, ya lo tengo. Serás otro Il-han. El nombre de tu abuelo te honrará a ti y tú puedes honrarlo a tu vez.
Su hijo no dijo ni sí ni no, pero al pasar los días Yul-chun vio que no aceptaba el nuevo nombre. Si no le llamaban Sacha no contestaba. Durante varios días, mientras viajaban, Yul-chun se preguntó si debía discutir con él y al final decidió que no lo haría. Era demasiado pronto. Los lazos normales entre padre e hijo debían anudarse ahora cuidadosamente como si su hijo hubiese acabado de nacer, y era así, en cierto sentido. Volvió, pues, al nombre ruso y tampoco Sacha dijo nada en contra ni a favor. Estudiando la hermosa cara hermética, su alta frente, sus anchos pómulos, sus pequeños ojos oscuros bajo las curvadas cejas castañas, su boca llena y firme, Yul-chun se preguntaba qué clase de hombre era su hijo, cerrado y reservado, a veces, de pronto impetuoso. ¿Cómo podría conocerle? Se lo había contado todo de él y Sacha nada.
—¿Por qué no me hablas de ti y de tu madre? —le pidió al fin un día.
Estaban ya dentro de Corea andando a través de sus altas montañas, caminando por estrechos senderos que serpenteaban entre las rocas.
—No tengo nada que decir. Todos los días eran iguales, trabajando la tierra. Por las noches íbamos a los mítines. Nada más.
Pero después de su muerte, ¿qué hiciste?
—Me pusieron en un orfanato ruso.
—¿Y luego?
—Nada.
—¿Te mandaron a la escuela?
—Claro, todos los niños van a la escuela.
—¿Eran buenos contigo?
—¿Buenos?… Tenía bastante comida y un lugar donde dormir.
—Pero, alguien era… alguien ocuparía el sitio de tu madre, ¿no?
—No era necesario.
—¡Perdiste a tu madre siendo tan joven!
—No me acuerdo.
—¿Estás enamorado? ¿O lo has estado alguna vez?
—¿Amor? No.
—¿Por qué eres comerciante?
Yul-chun le hizo esta pregunta inocentemente y se sorprendió al ver que Sacha le dirigía una mirada suspicaz.
—¿Por qué me lo preguntas?
—¿Por qué? Porque eres mi hijo.
Sacha esperó un instante y luego contestó:
—Me gusta vagabundear. Como soy coreano no estoy atado, soy libre. Además, mi madre me dijo que te buscase si podía, y especialmente en Antung. Si volvías a Coreas pasarías por Antung, decía.
—Te dijo que volvería…
—Sí.
—¿Esto es todo?
—Sí.
—Seguro que hay algo más —le apremió Yul-chun—. ¿Cuáles son tus sueños, tus esperanzas? Todos los jóvenes esperan.
—Yo no —dijo Sacha testarudamente mirando hacia adelante.
—¿Te ocurrió algo desagradable que te volviera silencioso? —le preguntó Yul-chun.
—Hay cosas que nunca te diré.
Yul-chun sentía una desesperada repugnancia de llegar a casa con su hijo antes de lograr que se abriese su corazón. Si Sacha no podía amarle a él, su padre, ¿cómo podría amar a sus abuelos y a su país? Además, no había prisa. Los japoneses dominaban en todas partes, no había llegado aún el momento de rebelarse. Entonces, se preguntaba Yul-chun, por qué no entretenerse allí en los pueblos como hizo en China, Manchuria y cerca de Antung. Sería difícil, porque la policía japonesa vigilaba, pero obraría astutamente. Enseñaría el japonés de día y de noche el coreano.
Le contó a Sacha sus planes, y le pidió ayuda. Sacha escuchaba impasible.
—El gobierno lo hará —dijo.
—No es nuestro gobierno —contestó Yul-chun.
Sacha se encogió de hombros y no dijo nada más.
Se sentaba mirando cómo su padre trabajaba seriamente con jóvenes y viejos intelectuales y luego jóvenes estudiantes, enseñándoles la manera de dar clases a campesinos analfabetos.
—Hijo, ¿por qué no me ayudas? —le preguntó un día.
—Sólo leo ruso —contestó distraído.
Se sorprendió. No se le había ocurrido que, aunque Sacha hablaba el coreano, no podía saber leer en su lengua ancestral.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó.
—No me gusta leer —dijo Sacha encogiéndose de hombros.
—Sin embargo, te enseñaré —dijo Yul-chun firmemente. Lo hizo desde aquel día. Cada noche. A veces de día también. Si estaban en algún sitio solitario se detenían y le daba una lección a Sacha.
Este aprendía bastante bien, de buena o mala gana e impasible como siempre. El corazón de su hijo no se conmovía fácilmente. Pasaban los días y meses, Yul-chun continuaba creando escuelas, y lentamente se dirigían al Sur. Esto duró casi dos años y Yul-chun, herido al principio, aprendió a aceptar a Sacha tal como era.
Era el hijo que encontró, un joven delgado, silencioso, severo, que se retraía incluso con su padre. Apremio y persuasión sólo lograban hacer más espeso el velo que le envolvía. Debía ganárselo de alguna manera, pero no a la fuerza. Yul-chun lo intentaba por todos los medios que su amor y orgullo imaginaban. Porque claro, él amaba a su hijo. Sus sentimientos humanos tanto tiempo reprimidos emergían poderosos de su fuerte naturaleza, y no encontrando otro objeto se centraban en Sacha.
A menudo, por la noche, sentados descansando de su viaje a pie o en algún vehículo que un campesino les ofrecía, anhelaba tocar la cálida carne morena de su hijo. No cedía a su anhelo. No cedió a su anhelo después de la primera vez. Sacha soportó el contacto un momento y luego se apartó. Yul-chun dejó caer la mano. No, no se conmovía, ni era posible que se conmoviese. Yul-chun, herido, sólo podía suspirar e intentar recordar su propia juventud. Él tampoco soportaba el contacto de la mano de su padre. Ahora que tenía a su hijo empezaba a comprender lo a menudo que ofendió a su padre y de esto, que le dolía, le habló un día al bajar por las montañas, hacia las colinas.
—Espero que mi anciano padre viva aún cuando lleguemos a casa. No le he visto desde hace muchos años, ni le he escrito temiendo que mi carta pudiese ponerle en peligro, pero ahora, al andar tú y yo juntos, pienso en mi padre y recuerdo cuántas veces con mi frialdad y mi brusca manera de hablar debí apenarle. No me lo dijo nunca y yo era demasiado joven para darme cuenta.
Sacha no contestó. La correa de su sandalia se rompió y se detuvo a arreglarla mientras Yul-chun esperaba.
Otro día dijo Yul-chun:
—Mi mente, por aquel entonces, cuando era joven, estaba muy ocupada con las penalidades de mi pueblo. Sólo pensaba en nuestra libertad, en nuestra independencia como nación y no quería ceder una parte de mi ser a mi familia o a cualquier llamada del pasado.
Esperó que Sacha dijese lo que pensaba, pero no fue así. Miró a su padre como si no supiese lo que había dicho, como si oyese un lenguaje extranjero, como si escuchase a un viejo chocho. Yul-chun aceptó su silencio. No hablaban más que de su comida, bebida o el sitio donde dormirían, pero cada día andaban uno junto a otro, o el uno detrás del otro, por los caminos estrechos, y cada día veían los mismos paisajes, la mágica e inalterable belleza del cielo y mar azules, grises rocas y verdes campos, y el magnífico desfile de gentes altas y bellas a cuyo pueblo pertenecían. Hasta los pobres y los mendigos poseían cierta belleza y el mismo Yul-chun los veía con nuevos ojos.
Había vivido largo tiempo entre las rechonchas y oscuras gentes del sur de China y había olvidado lo diferentes que eran sus compatriotas. Diferentes en la construcción de su esqueleto, en la hermosura de su piel, en sus ojos pardos, en el pelo suave y oscuro. Deseaba decir a su hijo lo orgullosos que podían estar de su pueblo, explicarle su alegría a pesar de sus penalidades, su agudeza en la conversación. Eran alegres, les gustaba cantar y al mismo tiempo eran duros trabajadores, austeros, valientes, pero se callaba sabiendo que debía descubrir esto por sí mismo.
Con gran alegría suya, Sacha habló un día sin que le preguntase nada.
—He tenido ante mi vista las lisas llanuras de Rusia y no podía figurarme lo hermosas que son las montañas y el mar. Lo que oí decir no es ni la mitad de lo que mis ojos ven ahora.
Nunca dejaban de ver las montañas y el mar. Andaban más cerca del Oeste que del Este, y cuando dejaban el mar volvían a encontrarlo de pronto en alguna bahía o ensenada de la costa. Porque la costa occidental estaba recortada formando bahías y ensenadas que se estrechaban entre riscos tan empinados que las mareas eran siempre altas.
Lo que dijo Sacha reveló a Yul-chun que el corazón de su hijo estaba vivo en las profundidades de su ser. Podía sentir la belleza y observar lo que veía. Si no podía ganar a Sacha por el sentimiento de cariño natural entre padre e hijo, quizá le ganaría por medio de la fuerte belleza de su país. Quizá a través del amor a su país despertaría a otros amores, pues la capacidad de amar, aunque fuese un don natural, podía haber estado sofocada en Sacha. ¿Qué había habido en la vida de Sacha que le enseñase a amar? Su madre murió cuando era un niño, creció como uno de los muchos de un orfanato, y hasta ahora su padre fue un extraño para él. En cuanto a las mujeres, tendría que conocer algo más que su impulso viril. No sabía amar ni necesitaba amar, su capacidad de amar a los seres humanos sólo podría desarrollarse al conocerlos.
Por la noche se detenían en alguna posada o en alguna casa de campo. Yul-chun no iba a dormir temprano, se sentaba con los otros y llevaba a Sacha con él. De esta manera aprendería algo más de sus compatriotas de lo que había conocido comerciando. Además Yul-chun podía enterarse de lo que sucedía bajo la superficie en Corea, y en otras partes. Supo que Kim-Yak-san estuvo en China y había reunido a los coreanos en el centro del país en un cuerpo de voluntarios contra los japoneses. Los nacionalistas chinos también tenían un grupo revolucionario y lo enviaban a enfrentarse contra los japoneses. Muchos coreanos movilizados desertaron del ejército japonés y ayudaron a los chinos. Supo que en el corazón de China, en Chungking, había dirigentes chinos nacionalistas. Los coreanos habían unido allí varias facciones en una sociedad independiente, y los coreanos exilados en otros países se juntaron a esta sociedad para luchar contra los japoneses. Los chinos nacionalistas los aceptaron al fin y se formó un ejército de independencia coreana.
En Corea oyó decir que los gobernantes japoneses estaban usando todos los medios para convertir a los coreanos en japoneses. Él mismo leyó en los periódicos que el nuevo gobernador general, un militar de alto rango, insistía en que japoneses y coreanos debían mezclarse y formar un conjunto armonioso.
—Es imposible —exclamó Yul-chun.
Tiró el periódico que leía, pero vio una rara mirada en los negros ojos de Sacha.
—¿Por qué imposible? —preguntó este.
—¡Pregúntatelo a ti mismo! —estalló Yul-chun—. Si fuera posible, ¿por qué los japoneses necesitarían tener aquí veinte mil policías y doscientos mil auxiliares? ¿Por qué a los trabajadores coreanos les pagan la mitad de lo que pagan a los japoneses? ¿Por qué los coreanos atraviesan el río Yalú como bandidos para atacar a los japoneses?
Sacha se encogió de hombros.
—Te exaltas demasiado —observó.
Su exaltación se extinguió y de repente sintió frío.
—¿Por qué no me llamas nunca padre? —murmuró. Como Sacha no contestó escondió su pena diciendo:
—No hagas caso. Es mejor que seas honrado. Ya vendrá. Puedo esperar.
Continuaron su viaje hacia el Sur, y ahora Yul-chun esperaba que su hijo abriese su corazón algún día si le guiaba por los lugares famosos por su belleza, las tumbas, los templos, los castillos y antiguas fortalezas.
Viajando a lo largo de la costa occidental Yul-chun se desviaba para ver antiguas tumbas y como estaban en el norte le enseñaba los dólmenes hechos con grandes piedras planas colocadas sobre toscos pilares, parecían mesas para gigantes. En realidad eran tumbas también y dentro de su vasta estructura había un recinto sepulcral. Mientras le enseñaba estos tesoros le hablaba de los grandes hombres que estaban enterrados allí. Le contaba sus grandes acciones, sus elevados sueños y cómo dedicaron sus vidas a luchar por la independencia de su país y apartarlo de los que trataban de esclavizarlo y apoderarse de sus riquezas.
Sacha no hacía gran caso de los templos y no daba más de un paso para atravesar sus umbrales. Los dioses que guardaban las entradas le hacían reír burlonamente.
—No hay seres como los dioses —declaraba.
Si un monje salía del templo le gritaba groseramente:
—¿Eres un hombre? ¿Qué son estos vestidos de mujer que llevas?
Después de esto, Yul-chun no se paraba en los templos y pronto vio que las fortalezas eran lo que llamaba su atención. Se entretenía en las fortalezas de piedra de aquellos tiempos primitivos en que las hordas de Manchuria invadieron su país y luego se retiraron.
Fortalezas dependientes de algún viejo castillo, fortalezas de antiguos palacios, esto lo contemplaba Sacha con vivo interés y le preguntaba muchas cosas de guerras y victorias y cuando le hablaba de derrotas ponía mala cara y juraba que una vez hubiesen echado a los actuales invasores nunca más se dejarían invadir.
—Pero ¿cómo? —preguntó una noche en una posada de pueblo—. ¿Cómo nos libraremos de estos invasores?
Ahora hablaba fácilmente con su padre, pero nunca de sí mismo y del pasado, siempre del presente y de su país.
El país le estaba conquistando, un bello país que estaba empezando a mirar como suyo. Era aún reservado con la gente, pero ardiente en su amor. Sí, quizá era amor por la tierra, el mar y el cielo. Yul-chun se alegraba, pero procuraba no excitarse.
—Cuando acabe esta guerra —contestaba—, los japoneses estarán vencidos, al menos durante una generación. Entonces aprovecharemos el momento. Cuando se rindan nos adelantaremos, ocuparemos el poder y reivindicaremos nuestros derechos. El mundo occidental lucha por nosotros, a excepción de los americanos que todavía no han intervenido y aunque no podemos tomar parte en la guerra, como nuestro enemigo es el enemigo común, tenemos derecho a nuestra parte en la victoria. No pedimos botín ni tierras de otros. Sólo queremos que nos devuelvan nuestro propio país y nuestra independencia.
Miraba la cara de Sacha mientras hablaba y por primera vez vio algo de lo que quería ver y oyó algo de lo que deseaba oír. La cara de su hijo se iluminó, le tendió la mano y habló con inusitado ardor.
—Estaré aquí en este momento, contigo.
Se detuvo y al fin dijo la palabra que tanto tiempo había esperado Yul-chun.
—Padre… —murmuró Sacha, en voz baja y aún indecisa. Yul-chun no pudo contestar. El corazón le latía en la garganta. Tendiendo su mano derecha, estrechó la de su hijo. En aquel momento se sentían unidos.
Tres días más tarde corrió como un rayo por Corea la noticia. El Japón había atacado a los Estados Unidos. Yul-chun y Sacha estaban a unas doce millas de la capital. Llegaron a una pequeña ciudad en diciembre, el último día de la semana, al anochecer. Yul-chun había decidido parar allí aquella noche. Sacha y él estaban cansados del viaje, sus vestidos estaban sucios, además había guardado algún dinero para que Sacha comprara ropa y dejase los vestidos rusos que llevaba. Quería que se presentase dignamente, como miembro del clan Kim.
Cuando entraron en la posada se enteraron de que aquel día, por la mañana, mientras los cristianos estaban reunidos en sus iglesias, una infinidad de aviones japoneses habían bombardeado los barcos americanos y el puerto de Honolulú.
El posadero se lo dijo, su voz era un susurro, sus ojos brillaban. Se cubría la boca con la mano.
—¿Lo sabía?
—No puedo creerlo —dijo Yul-chun a Sacha—. Ni el más arrogante de los oficiales japoneses puede soñar con una victoria sobre los Estados Unidos.
Sacha tenía la boca llena del buen pan coreano. Estaban sentados a la mesa de una pequeña habitación.
—Créelo, pues ya ha sucedido.
Yul-chun ni le oyó. Su mente volaba hacia una renovada esperanza. Ahora los americanos entrarían en la guerra con toda su fuerza. Sus poderosas industrias trabajarían contra el Japón y lo que iba contra el Japón era en favor de Corea.
Por primera vez después de muchos años se atrevía a esperar. Cuando los japoneses fueran vencidos su país sería libre. ¡Victoria! ¡Victoria!
Saltó como si fuese joven otra vez.
—¡Vamos, hijo! —gritó—. Ni un momento de espera ahora. Vamos a ir al instante a casa de mi padre. Debemos prepararnos para la independencia.
Sacha le miró con la boca llena.
—Pero dijiste que me comprarías ropa nueva mañana.
—Tu primo te prestará alguna —explicó Yul-chun impaciente—. ¡Vamos, vamos!
Pagó inmediatamente al posadero que, consternado, preguntaba por qué se iban tan pronto y qué era lo que no les gustaba de su posada, él lo arreglaría. Yul-chun le aseguró que su posada era muy buena y la comida también, pero que las noticias le habían dado prisa. Antes de una hora estaban en camino.
Era más de medianoche cuando al fin se detuvo delante de la tan recordada puerta de su casa, con Sacha a su lado.
No había luna y en la oscuridad buscó una piedra con el pie y golpeó con ella la puerta cerrada.
Al cabo de unos minutos oyó la voz soñolienta y cascada del portero.
—¿Quién llama a estas horas?
—El hijo mayor de tu amo —le dijo Yul-chun.
El portero aún no abría. Rezongaba mientras encendía la linterna y abrió la mirilla atisbando por ella. Yul-chun acercó la cara y sonrió.
—Soy yo —dijo—, he envejecido, pero soy el mismo.
El portero dio un grito y abrió la puerta. El mismo portero, joven cuando Yul-chun era un niño, ahora era un anciano.
—Entre, amo —gritó—. ¡Bienvenido a casa, joven amo! Despertaré lentamente a su padre para que no muera de alegría.
—No —dijo Yul-chun, entrando en el patio—, déjale dormir hasta mañana. ¿Están bien mis padres?
—Bien, aparte de los achaques de la vejez que todos tenemos, pero ¿quién está con usted, joven amo?
—Mi hijo —dijo Yul-chun orgullosamente.
—Su hijo —repitió el viejo. Y levantó la linterna alumbrando la morena y bella cara de Sacha. El anciano le miró un momento. Luego bajó la luz.
—Ahora serán dos en la casa.
—¿Cómo?, dos —preguntó Yul-chun.
Antes de que el portero pudiese contestar, una celosía se abrió y salió un joven alto y delgado, sólo cubierto con una toalla a pesar de la noche invernal y de que caían algunos copos de nieve.
—¿Quién está aquí? —preguntó.
—¡En nombre de los dioses! —gritó el portero—. Sale de su baño directamente a esta noche invernal.
—Un minuto —gritó el joven y un instante después salió envuelto en una bata forrada.
El portero les hizo seña con la mano izquierda para que le siguieran. Sostenía la linterna con la derecha. En el sendero iluminado, el joven se dirigió a ellos y el portero se volvió a Yul-chun.
—Es el hijo de su hermano —y dirigiéndose al joven…—. Es su tío al que creíamos perdido. Ha vuelto a casa con su hijo. Ahora serán ustedes dos.
Yul-chun no podía apartar los ojos del joven. Sí, era Liang, Yul-chun lo conoció. Aquel maravilloso niño se había convertido en un joven. ¿Maravilloso? Sí, sus ojos eran los mismos, luminosos, benignos, su boca sonriente, su cabeza alta y noblemente formada.
—¿Me reconoces como la otra vez? —preguntó Yul-chun.
Su corazón latía apresuradamente mientras Liang le miraba, fijamente.
—Le reconozco —dijo Liang, con voz profunda y amable.
—¿Es posible que me recuerdes? ¡Eras tan joven!
—No puedo recordarlo, pero le reconozco —dijo Liang.
Hablaba con tranquila confianza, en su grandeza de alma comprendía y esperaba ser comprendido. Yul-chun sentía la misma reverencia que sintió años atrás al tener aquel notable niño en sus brazos. Realmente ya eran dos, como dijo el portero, dos de la nueva generación, dos jóvenes para ocupar el lugar de los muertos y los ancianos, dos para la lucha cercana, dos para la victoria.
Cogió la mano derecha de su hijo y la de su sobrino y las juntó entre las suyas.
—Vosotros dos debéis ser algo más que primos. Debéis ser hermanos.
Los dejó y entró solo en la casa, siguiendo al portero que le alumbraba. En la puerta interior esperaba una vieja sirvienta y el portero le dijo quién era Yul-chun. Se arrodilló, le quitó sus usadas sandalias y le puso unas zapatillas.
—Señor, soy Ippun —le dijo al terminar—, servía a su honorable hermano y a su esposa. —Dudó un momento, luego añadió orgullosamente—. Yo fui quien cuidó de su hijo.
Yul-chun inclinó la cabeza.
—¿Cómo podré darle las gracias?
No dijo nada más, entró en la habitación donde dormía cuando niño. Ella cogió el colchón del armario, lo tendió en el suelo, preparó las ropas de la cama y se fue. Yul-chun se desvistió y se dispuso a descansar. Aunque estaba cansado se entretuvo en mirar por la ventana a la habitación principal de la casa. Allí vio a los dos jóvenes sentados a los lados de la mesa con una vela vacilante entre ellos. Hablaban, hablaban, habían olvidado la hora. Suspiró aliviado como si hubiese caído un gran peso de sus espaldas y se tendió a dormir …
Por la mañana, Ippun le despertó llevándole agua para lavarse y ropa limpia.
—Nuestro amo se lo manda y le ruega que no se apresure después de un viaje tan largo. Ha esperado tanto tiempo, dice, que no le importa esperar a que haya comido y se haya lavado.
Saludó y salió. Yul-chun se quedó un rato en cama tratando de despertarse y darse cuenta de que estaba en su antigua habitación. Nada había cambiado. ¡Sólo él! Se levantó al fin, se lavó y se vistió. Ippun volvió con una bandeja de té y pastelillos. Los puso sobre la mesa.
—Beba, coma un poco —le rogó.
Mientras él comía recogió el colchón y las colchas de seda en el armario empotrado. Cuando terminó le acercó un paño mojado con agua caliente para limpiarse las manos, saludó y sacó la bandeja.
Esperó un momento, preparando su espíritu, y luego fue a la habitación principal. Sus ancianos padres estaban en pie uno junto a otro esperándole, y detrás de ellos Liang y Sacha. Le tendieron los brazos al entrar y él cayó de rodillas a sus pies. Lo levantaron llorando y le abrazaron, él también les rodeó con sus brazos, primero a su padre y después a su madre. ¡Qué delgados y pequeños eran sus cuerpos! Estaban reducidos a los huesos.
—¿No tenéis bastante comida? —preguntó—. No, no debéis tener bastante. ¡Mientras estaba fuera habéis adelgazado tanto! Nunca más os dejaré.
Intentaron reír. Su madre sollozaba y su padre le cogió la mano.
—Sólo somos viejos —dijo Il-han—, muy viejos. Ha llegado nuestra hora, pero debíamos esperar a que volvieses a casa para morir. ¡Y nos has traído este nieto tan guapo!
Sunia sollozó señalando a Sacha:
—¡Gracias sean dadas a los dioses! Tenemos que celebrarlo. Haré algo especial. ¿Dónde está Ippun? Se lo diré a Ippun …
Se apresuró vacilando ligeramente al andar, pero los jóvenes se adelantaron.
—Abuelo —dijo Liang—. Sacha y yo debemos ir a la ciudad en seguida. Puede haber más noticias.
—¿Debéis ir? —preguntó Yul-chun meneando la cabeza—. La policía estará salvaje hoy, envanecida por lo que hicieron ayer. —Si saben que tu tío está aquí… ¿Crees que la Caña Viviente puede esconderse?
Sunia lo oyó y volvió tan de prisa como le permitieron sus viejas piernas.
—Los dos no —se lamentó—. Uno debe quedarse, si ocurriera algo, si perdemos a uno …
Il-han la excusó ante Yul-chun.
—Está tan acostumbrada a perder a uno y a otro de nuestra familia, la pobre.
Los dos jóvenes hablaron a la vez.
—No quiero quedarme.
—Ni yo.
—Es más seguro que vayamos los dos.
—Id —dijo Yul-chun—. Me quedaré. No penséis en mí. Cumplid con vuestro deber.
Mientras hablaba se dio cuenta que Sacha ya no llevaba sus viejos vestidos. Llevaba los vestidos que Liang, sin duda, le había prestado. Era raro, pero no le sentaban bien. Su cara sombría, sus ojos y cabello negro, su perfil audaz, y arrogante porte le hacían parecer extranjero con aquellas largas vestiduras blancas quizá algo grandes para él ya que Liang era más alto.
—Id —dijo otra vez—. Y si tenéis tiempo comprad ropa. No puedes llevar siempre esta. Aquí tienes dinero.
Los dos jóvenes se fueron. Entretanto Yul-chun se quedó con sus padres y les contó lo que le había sucedido. Les habló de Hanya y de cómo nació Sacha y escuchó la larga historia de sus vidas bajo su techo de bálago. Comieron los manjares que trajo Ippun en bandejas, pero Sunia no comió con ellos. No había comido nunca con hombres y no lo haría ahora, aunque las mujeres jóvenes lo hiciesen. Mandó a Ippun que le llevase la bandeja a un lado para dejar hablar a los hombres. Sin embargo, les escuchaba, y decía algo de vez en cuando mientras esperaban la vuelta de los jóvenes. Yul-chun fue descubriendo muchas cosas que no sabía y que habían sucedido y sucedían en la vida de su pueblo.
—Y ahora —dijo al fin Il-han—. Sólo nos queda esperar que los americanos ganen esta guerra. Entonces cabalgaremos sobre la ola de la victoria.
—Padre —exclamó Yul-chun— espero que no pienses lo que dices. No será fácil cabalgar sobre una ola. Debemos estar preparados para derrocar al gobierno y administrarlo de manera moderna y eficiente. Debemos estudiar sin demora los gobiernos occidentales y escoger entre ellos los elementos que mejor convengan a nuestro país. El presidente debe escoger su gabinete y una estructura completa para contrapesar la comunista.
Vio que su padre le escuchaba sin comprenderle, con los ojos fijos en su cara, inclinado para oírle.
—¿Por qué se preocupa por estas cosas, padre? —le dijo con cariño y compasión—. Usted ya aportó su parte. Cuénteme cosas de Liang.
Era una cuestión sobre la que sus padres hablaban y nunca terminaban. Su padre explicaba y su madre decía de vez en cuando alguna cosa que él olvidaba.
—Cuando se apagó el incendio del fuego de la iglesia —contaba Il-han—, todos los que tenían muertos allí acudieron para encontrar sus restos y enterrarlos. De Induk y la niña no encontramos nada porque lo que quedo de los huesos se había mezclado con las cenizas calientes.
Sunia lo interrumpió:
—Siempre dije que aquel trozo de tela azul era de la falda de Induk. Ippun dijo que llevaba una falda azul aquel día.
—El cuerpo de tu hermano no se quemó del todo —continuó Il-han—. Lo sé.
La barbilla de Il-han temblaba bajo su blanca barba, pero levantó la mano cuando Yul-chun levantó la suya para decirle que no contase nada más.
—No, no, debo contártelo. Tienes derecho a saberlo. La policía estaba allí mientras buscábamos, nos dejaron buscar y llevamos con nosotros un ataúd. El criado y yo reunimos sus restos. Le había caído una viga sobre la espalda, era él, no podía confundirle.
Sunia sollozaba suavemente.
—Lo enterramos junto a tu abuelo, un día en que llovía a cántaros, aunque el adivino dijo que era un día afortunado. Una rana amarilla saltó de su sepultura y recordé a tu antiguo preceptor y la historia de la Rana Dorada. ¿Te acuerdas, hijo mío?
—Lo recuerdo —dijo Yul-chun.
—¿Y qué fue de la mujer del preceptor de Yul-chun? —dijo Sunia distraída—. No era aún su mujer, porque él se fue un poco antes del día de la boda y nunca volvió. Mandaron a un primo lejano a preguntar dónde estaba, pero no lo sabíamos. La pobre joven entró en un convento porque no tenía marido y era demasiado virtuosa para casarse con otro.
Il-han esperó algo impaciente a que acabase y al final la interrumpió.
—Era de Liang de quien hablábamos, creo. Un dios velaba sobre él aquel día en que la policía incendió el templo. El…
—No un dios, sino su madre —dijo Sunia—. Sabía que el niño te quería a ti, su abuelo, y nos lo mandó.
—Bien, bien —dijo Il-han—, estaba aquí. Estaba aquí y se quedó aquí para siempre, era nuestra esperanza y consuelo porque creíamos que tú también habías muerto, hijo mío.
—Como si lo hubiese estado —dijo Yul-chun—, temía escribiros. Habían puesto precio a mi cabeza, ya lo sabéis, desde el día en que logré escapar de la cárcel después de la revolución Mansei.
—La revolución Mansei —interrumpió Sunia—. ¿Es verdad que brotó un tallo de bambú entre las piedras de la celda después que escapaste?
—¿También explican este cuento aquí? —preguntó Yul-chun sonriendo.
—No es un cuento —replicó su padre—. Muchos lo vieron y la policía al descubrir la razón por la que iban a la cárcel como en peregrinación arrancó el bambú con las raíces.
—¿Hicieron esto? —dijo Yul-chun meditabundo—. Así el bambú verde desapareció con raíces y todo.
—Pero —continuó Il-han triunfante—, no pudieron nunca arrancar todas las raíces y el bambú brotó en otra parte. Por fin, para terminar con la alegría del pueblo, la policía echó cemento en el suelo.
—Hay bambúes en todas partes —dijo Sunia. Yul-chun se volvió a su madre.
—Es verdad, madre. Hablemos de Liang.
Il-han se apoyaba en el respaldo de su cojín y se preparó para gozar de nuevo.
—Mi nieto a los tres años sabía todas las letras, a los cinco escribía bien, a los siete me sobrepasaba en saber, excepto en los antiguos clásicos, y lo mandé a una escuela americana aunque le enseñaba privadamente. Habla inglés y lee libros ingleses. Habla francés y alemán y ha estudiado latín para su medicina.
—¿Medicina?
—Está estudiando medicina extranjera y coreana. Es también cirujano porque dice que es necesario saber más de una cosa en estos tiempos.
—Pero ¿por qué médico? —preguntó Yul-chun.
—Al menos puede curar los cuerpos, dice, esto le consuela.
—¿Es cristiano? —preguntó Yul-chun.
—Sí y no —dijo Il-han.
—¿Cómo sí y no? —preguntó Sunia—. No es cristiano.
Había dejado su rincón y estaba sentada con ellos. Sus ojos aún brillaban en su cara arrugada.
Il-han cedió.
—No es cristiano, es verdad, pero se comporta como si lo fuese. No es budista, pero como si lo fuese. Y en cuanto a Confucio, Liang lee los clásicos y observa su corrección.
—Le has enseñado bien —dijo Yul-chun a su padre.
—No le he enseñado nada —insistió Il-han—. Aprendía solo.
—Me pregunto —dijo Yul-chun meditativamente—, me pregunto si le gustará Sacha.
—Sacha, Sacha, ¿qué nombre es este? —dijo Sunia.
—Su madre se lo puso.
Vio el cansancio en la cara de su padre y se levantó.
—Descansa ahora, padre. Te he cansado.
—Ha sido una bendición.
Y sus ojos siguieron a Yul-chun mientras este salía de la habitación.
—Es mejor que Moscú —dijo Sacha.
Estaban en una pequeña colina sobre la ciudad y miraban los palacios y parques, las anchas calles, las macizas construcciones de la Universidad y los nuevos barrios de tiendas. Liang lo había llevado allí para enseñarle la ciudad antes de entrar en ella.
—¿Has estado en Moscú? —le preguntó Liang.
—Una vez —dijo Sacha—. Nuestra escuela nos envió allá para nuestra graduación. Moscú es también bonito pero… —extendió su mano sobre el panorama—. Aún no sé si me quedo o me voy.
—Quédate, al menos hasta que nos conozcas bien —dijo Liang.
Un viento del Oeste había aclarado el cielo durante la noche y su cara abierta y bondadosa iluminada por la luz del sol expresaba intensa alegría. Sacha sintió una involuntaria admiración.
—¿Tienes mucho trabajo con tus estudios?
—Sí, tengo trabajo —dijo Liang—. Estoy interno en el hospital americano, termino el próximo verano. Pero cuando no estoy de servicio tengo tiempo.
—¿Es un hospital cristiano?
—Sí, un hospital misionero.
—¿Eres cristiano? —las preguntas de Sacha eran cortas.
—No —la voz de Liang era amistosa—. No soy cristiano.
—Todas las religiones son malas —declaró Sacha—. Son el opio del pueblo.
—Creo en Dios —dijo Liang tranquilamente—. Donde hay una ley, como la hay en la naturaleza, debe haber un legislador, pero no creo, como los cristianos, que podemos salvarnos por la aceptación pasiva de Dios. Debemos salvarnos nosotros mismos haciendo lo que es divino y nos volveremos como dioses.
—No veo el sentido de lo que dices —protestó Sacha—. ¿Cómo sabes lo que es bueno? ¿Cómo sabes que Dios existe? Yo creo que no hay ninguno.
Liang no contestó. Cuando lo hizo fue con amable autoridad.
—Al principio, Sacha, nuestro pueblo adoraba al Sol, la historia nos lo cuenta, y es lógico porque nuestros antepasados vinieron de las tierras ventosas y frías del Asia Central. Los inviernos eran largos y en los profundos valles el sol sólo brillaba unas horas al día. Es natural que nuestros antepasados amasen al sol y fuesen hacia el Este buscándolo. Por esto llegaron a nuestro país. Su anhelo de calor y brillantez, su deseo de ver el cielo, persistió. Soñaban con un amigo poderoso, un padre que viviese fuera de su alcance y como no podían alcanzarlo soñaron que él iba a ellos y les enviaba a su hijo hecho hombre. En todo el mundo existe este sueño. Los cristianos creen que nos lo trajeron, pero ya lo teníamos. Es verdad que su nacimiento varía. Los cristianos dicen que nació milagrosamente de una Virgen. Nuestra leyenda dice que nació de la unión de un oso y un tigre.
—¿Un oso y un tigre?
Sacha se había sentado sobre una roca apartando la nieve, pero de pronto se levantó.
—Sí —dijo Liang—. Por esto los coreanos han conservado el tigre de las montañas como símbolo nacional.
—El oso es el símbolo de Rusia —dijo Sacha.
—No llevemos los símbolos demasiado lejos —dijo Liang riendo—. Algunos de nuestros pacientes dicen que es nuestro símbolo nacional porque el mapa de nuestro país parece un tigre sentado y que no tiene nada que ver con los dioses. Otros dicen que es porque pedimos a los otros países que nos dejen en nuestro cubil y no les molestamos, como el tigre de la montaña que no ataca a menos que le ataquen.
Sacha no contestó. Estaba tumbado sobre la roca con las manos cruzadas bajo la cabeza mirando al cielo púrpura. Sucedían demasiadas cosas y demasiado a prisa. Era coreano y entre los rusos se había sentido extranjero. Ahora estaba aquí y se sentía más extranjero que nunca. Sin embargo, esta era su familia, su padre, sus abuelos, estos abuelos que parecían dos muñecas antiguas con sus vestidos pasados de moda, y su primo, este primo tan guapo que daba envidia mirarlo, con su aspecto de santo, poeta, intelectual. Todo era remoto, irreal en él, excepto que era médico cirujano y practicaba entre los pobres.
—Quisiera recordar mejor a mi madre —dijo de pronto.
—Háblame de ella —rogó Liang.
Sacha miró el cielo.
—Debería recordarla mejor, pero trabajaba de día y noche para nuestro sustento y nunca hablaba mucho. Yo era demasiado joven para pensar en preguntarle lo que ahora quisiera saber. Descendía de campesinos, creo, porque no sabía leer. Pero ¿por qué tendría un sello de jade? Aquí, en una familia de intelectuales, me siento desplazado.
—Di mejor que has estado desplazado hasta ahora —dijo Liang levantándose—. Ven, compraremos ropa. Yo me he tomado medio día de fiesta, pero debo volver al hospital, puedes ir conmigo después de cambiarte.
Y de pronto echó a correr montaña abajo, como un niño. Sacha le siguió.
—Doctor Blaine, este es mi primo Sacha.
El americano se detuvo en el corredor del grande y nuevo hospital.
—No sabía que tuviera un primo.
Le tendió la mano. Sacha le miró y Liang se rio.
—No ha conocido nunca a ningún americano. Sacha, tiende la mano. Por favor, así.
Sacha estrechó aquella fuerte y cálida mano extranjera. El americano se volvió hacia Liang.
—¿Tomó aquel cultivo de garganta ayer, Liang? La enferma no tiene fiebre esta mañana.
—El informe está en su despacho, señor.
—Bien.
Se fue apresuradamente y los jóvenes continuaron. Sacha no había estado nunca en un hospital, pero era demasiado orgulloso para decirlo. Lo miraba todo como si hubiese visto estas cosas otras veces, hasta que llegaron a la sala de hombres jóvenes.
—Esta es mi sala particular —dijo Liang—. Soy responsable de estos hombres. Todos han sido heridos en accidentes y luchas políticas.
—¡Luchas! —exclamó Sacha.
—Muchas luchas —dijo Liang—. Tenemos nuestra guerra clandestina. Este paciente por ejemplo …
Se detuvo al lado de la cama de un macilento joven de diecisiete o dieciocho años.
—¿Cómo le hirieron, Yu-sin?
—Soy estudiante, señor. Nuestra escuela fue a la huelga con los obreros que ganan la mitad de lo que cobran los obreros japoneses, desfilábamos, nos atacaron con bayonetas, sólo teníamos bastones que llevábamos en el hombro como símbolo de los fusiles que tenemos prohibidos.
—Tiene una fractura de cráneo, el brazo derecho roto, además de dos costillas y un trozo de carne desgarrada en la cadera derecha.
Fueron de cama en cama. Liang le contaba la historia de cada uno. En una cama un hombre estaba a punto de morir. Liang mandó llamar una enfermera y pidió una inyección, también llamó a su jefe.
Demasiado tarde, ya no respiraba. Liang lo cubrió con la sábana.
—Nadie sabe quién es —le dijo a Sacha al salir—. No dio ningún nombre.
—¿Cómo sabrán que murió? —preguntaba Sacha.
—Lo sabrán —dijo Liang—, y otro ocupará su lugar.
Yul-chun pareció vivir en la ociosidad durante varios meses después de su vuelta a casa de sus padres. Era en parte para despistar a la policía japonesa y en parte para tener tiempo de decidir lo que haría. Después de tantos peligros y penalidades se sentía cansado. Había estado aquejado de dolores en las articulaciones cuando iban hacia el Sur con Sacha, pero no había dicho nada. Sabía que le vigilaban y decidió volver a escribir mientras esperaba el fin de la guerra con el triunfo de los occidentales, un fin que no estaba lejos ahora que los americanos estaban poniendo su potente industria al servicio de la guerra. Era una decisión atrevida.
Años atrás, cuando el Japón venció a Rusia, prohibió ciertos periódicos coreanos que no le eran favorables. Cuando se anexionó Corea, en el año 1910, todos los periódicos coreanos fueron suspendidos. Pero los periódicos clandestinos en los que Yul-chun trabajó durante la rebelión Mansei, no pudieron evitar que se publicasen. Sin embargo, diez años después, se permitió la publicación de tres periódicos que no hablaban de política y que el año anterior al bombardeo de Pearl Harbour se suspendieron también. Ahora no había más que los periódicos japoneses. Se preparaba para publicar, tan pronto como fuese posible, una revista inteligente hábil y sutil que para los ignorantes japoneses no dijese nada subversivo, pero que contuviese información para un coreano inteligente, No sería una revista para comerciantes, campesinos, gente de mar. Sería para intelectuales, pensadores, proyectistas. Su preparación tomaría tiempo. Escogería cuidadosamente a sus asociados, ninguno debía ser de su familia.
Yul-chun llevaba la vida de un recluso y un intelectual, la vida de alguien que se ha retirado de la vida pública y política. Dejó sus vestidos occidentales y los chinos y llevó los de los caballeros coreanos. Compró un sombrero de crin, se dejó crecer la barba y raramente salía de casa de su padre.
Il-han estaba encantado. Destinó dos habitaciones para el uso de Yul-chun y dio órdenes de que no estorbasen a su hijo. Órdenes que Sunia desobedecía cuando creía que debía darle té…, comida. Eran pobres entonces y pasaban apuros para poder darle las exquisiteces que ella deseaba, pero Ippun era astuta, cuando iba al mercado traía más de lo que pagaba y Sunia no preguntaba. En aquellos tiempos se admitía el robo y las mentiras eran necesarias.
La casa se centró en los recién llegados y exteriormente todo iba bien. Procuraban aparentar que no se preocupaban del gobierno. Para Il-han era fácil. Se estaba haciendo viejo y vivía en paz. Era típicamente coreano, conciliador y pacífico, inclinado a la resignación. Citaba viejos proverbios cada vez más a menudo cuando no sabía cómo decir una cosa.
—«¿Puede uno escupir a una cara sonriente?» —decía— «La venganza no termina con una noche de sueño».
Su único reproche a un granjero ocioso o un criado perezoso eran unas cuantas palabras amables:
—«El hombre tumbado bajo un níspero con la boca abierta nunca tendrá comida, aunque tenga paciencia».
Dormía mucho, los cortos y súbitos sueños de los ancianos.
Sunia no podía dormir ni reposar, envejeció adelgazando, pero la bella línea de sus huesos daba firmeza a su cara y porte. Sólo su voz no había cambiado. Clara y fuerte, regañona o tierna, el que la oía sin verla creía que era la de una mujer joven.
Con ellos los jóvenes vivían sus vidas. La diferencia entre ellos, pensaba Yul-chun, era su manera de expresarse. Sacha no sabía expansionarse ni entender el sentido de las palabras que le dirigían, pero Liang vivía en una atmósfera de comprensión. Era un genio, iluminaba a los demás seres humanos con su luz interior. Casi no necesitaba hablar, parecía, por su entera comprensión de los sentimientos, pensamientos y manera de pensar de los demás que a cambio le daban confianza. Clarividencia, lo llamaban los budistas. Si Liang hubiese sido budista habría sido un encumbrado sacerdote, o si fuese tibetano una encarnación del Dalai Lama. El resultado de esta diferencia entre Liang y Sacha era que Liang vivía en paz, sin lucha aparente, como si al nacer ya hubiese ascendido a su montaña, mientras Sacha, prisionero de sí mismo, luchaba contra las ataduras de su propia manera de obrar y no podía ascender más allá de sí mismo.
Yul-chun estaba preocupado. La alegre acogida que Liang le hizo en su infancia no se renovó. Franco, siempre dispuesto a hablarle o ayudarle, Yul-chun no había encontrado el momento oportuno para expansionarse con él.
En una tranquila habitación de la casa de sus antepasados Yul-chun empezó a extender la red que debía cubrir su país y los otros. Su plan era doble, primero preparar a los coreanos para la victoria, para que cuando llegase el momento y los japoneses fueran expulsados, la nación tuviera un gobierno presto a entrar en acción, y segundo, planeó acelerar la victoria despertando a los coreanos de otros países, especialmente de los Estados Unidos. Durante siglos Rusia había deseado Corea por sus costas, tesoros en minerales escondidos en sus montañas, sus pesquerías, la fuerza de sus impetuosos ríos y altas mareas. No podía creer que el corazón de Rusia hubiese cambiado. Las ambiciones debían haberse aguzado e intensificado con un gobierno de hombres ambiciosos cuyos antepasados habían sido campesinos medio hambrientos. Ahora les había llegado el turno de engordar y enriquecerse.
¿Qué haría para llevar a cabo tan ambicioso plan? Reflexionó mucho. Era demasiado conocido y no dudaba de que los demás hombres de la lucha clandestina sabían que estaba en su casa y esperaban para entrar en contacto con él. Había muchas pequeñas señales de que así era. Sencillos dibujos de un joven bambú aparecían en paredes y puertas. Ciertos productos de uso diario eran llamados Bambú. Se distribuían poemas sobre la primavera y el florecimiento aunque ninguno mencionaba su nombre, pero algunos usaban las palabras «viviente» y «caña». Sin embargo, mantenía constante silencio ya que sabía que las autoridades japoneses comprendían estas señales, sabían dónde estaba y lo vigilaban.
Llegó a la conclusión de que necesitaba ayuda. Sería una locura arriesgar su vida y perder la esperanza de éxito de su plan. Después de mucho pensar y con mucha repugnancia decidió hablar a Liang. Dudó porque sabía que podía poner en peligro a su sobrino que sería, algún día, el cabeza de familia, y quizá pronto, ya que la suya estaba siempre en peligro. Liang no parecía interesarse en política. Parecía absorto en su hospital, sus pacientes, su pueblo. Iba y venía aceptando a los japoneses tan libremente como a sus compatriotas y hablando japonés sin acento. Tenía entre sus pacientes a numerosos japoneses que no confiaban en médicos coreanos, pero sí en él. Se había graduado con altos honores en una Universidad japonesa de la capital, aunque nunca fue al Japón diciendo, cuando le invitaron, que estaba demasiado ocupado y que algún día iría, cuando terminase su internado. Con el doctor americano se comportaba como un hijo, hablando inglés a la perfección y trabajando con cálido afecto.
Yul-chun observaba esta universalidad y dudó unas semanas antes de hablarle. ¿Era posible confiar en un hombre amado por todos? ¿Quién sabía lo que había en el fondo de su corazón? Durante la noche le acosaban las dudas, pero por la mañana cuando veía su cara fresca y oía su voz clara y confiada y especialmente su risa, confiaba en él otra vez. Al final, obligado por la necesidad, decidió hablarle. Esperó un momento oportuno, que llegó el día del segundo aniversario de la entrada de los americanos en la guerra.
Era por la noche. Sus ancianos padres se habían ido pronto a la cama porque tenían frío y Sacha había estado en la ciudad todo el día y no había vuelto. Quizá por estar desvelado salía a menudo. Liang no tenía servicio en el hospital aquella noche. Yul-chun quiso aprovechar la oportunidad y hablarle después de la cena.
—Necesito consejo —dijo a Liang cuando Ippun sacó los platos y llenó de nuevo la tetera.
—Me halagas, tío —replicó Liang sonriendo.
—No —replicó Yul-chun—, he estado demasiado tiempo fuera de casa y no puedo quedarme sin hacer nada.
Le describió su doble plan y continuó así:
—No tengo ninguna dificultad en comunicarme con nuestros compatriotas del extranjero. Conozco a todos sus jefes. Los más importantes están en los Estados Unidos y en China. Este primer grupo moldeará la opinión americana y persuadirá al gobierno americano para que reconozca nuestra independencia y se dé cuenta de que somos capaces de gobernarnos. Nuestro gobierno provisional existe, sus componentes están ahora en los Estados Unidos, por medio de ellos podemos trabajar e informarles de lo que aquí sucede. Ellos deben informarnos a cambio. Así, trabajando de acuerdo, estaremos preparados para liberar nuestro país en el momento en que los americanos lleguen victoriosos a nuestras playas.
Vio con sorpresa que Liang cambiaba del todo, volvía a ser como aquel niño que le reconoció años atrás. Su cara se iluminó, sus ojos brillaron, irradiaba una fuerza magnética. Tendió sus manos y estrechó las de Yul-chun.
—Estuve esperando desde que regresaste —exclamó—, creí que nunca hablarías, pero sabía que lo harías, sabía que debías hacerlo.
Yul-chun estaba asombrado, lleno de alegría y algo asustado.
Esto era lo que había esperado, esto lo que necesitaba.
Hablaron largamente. Liang asentía modestamente haciendo observaciones claras y rápidas. Escuchó la larga historia de Yul-chun, su vida en China, cómo luchó de todo corazón al lado de la revolución, aprendió su técnica y táctica, cómo continuó su trabajo de escribir e imprimir y cómo dejó a los chinos repelido por sus crueldades y empujados por el temor de que implantasen nuevas tiranías.
—No es una garantía de libertad el mero hecho de que haya un nuevo poder en un país —concluyó Yul-chun—. Debemos prepararnos contra este poder. Debemos desconfiar de los que fueron nuestros antiguos enemigos. Es verdad que confío en los americanos, son nuestros únicos posibles amigos. Nos traicionaron, pero fue por ignorancia, no por codicia. Quizás han aprendido ahora. Si no debemos enseñarles, esto es lo que nuestros compatriotas deben hacer, enseñarles para que cuando llegue la victoria sepan qué hacer. Olvidemos el pasado, recordemos sólo que los americanos no han intentado apoderarse de nuestro país ni gobernarlo. No olvido sus misioneros cristianos, no soy cristiano y dudo de la religión, pero han abierto hospitales y escuelas y se han hecho amigos nuestros. Estos misioneros han hablado a nuestro favor y no esculpa suya si no les han escuchado. Los gobiernos son ciegos y sordos, por esto acepto a los americanos. Son nuestra única esperanza. Una vez me enfadé con mi padre porque me dijo estas palabras, ahora he cambiado de opinión. Sé que en el mundo con que nos enfrentaremos después de la guerra habrá los mismos enemigos y la misma pasión para gobernar. Debemos tener amigos y nuestra sola esperanza son los americanos. Sobre todo debemos encontrar alguien que vaya a América y pronto.
Liang escuchó su discurso con atención y de nuevo Yul-chun sintió el consuelo de su total comprensión, tan completa que tenía la ilusión de no necesitar las palabras. Era un sentimiento raro, que no podía analizar o compararse a otro, pero que lo invadía.
—Conozco alguien que puede ayudarnos —dijo Liang—. Es una mujer.
Se calló, llenó la taza de su tío, luego la suya y después continuó:
—Hace unos meses no habría dudado en traértela. ¡Ahora dudo!
Yul-chun procedió con cautela.
—¿Es joven esta mujer?
—Muy joven.
—¿Y bella?
—Muy bella.
—¿Una amiga? ¿O algo más?
—Dejemos de hablar de lo que es para mí y hablemos de lo que es ella.
—Bueno, ¿qué es ella?
Yul-chun se apoyó contra el respaldo de su cojín y miró fijamente la cara de Liang. Le pareció ver en ella una nube.
—Es una bailarina famosa.
—¡Una bailarina! —exclamó Yul-chun.
Su voz delataba sus pensamientos. ¿Una bailarina? ¿Cómo confiar en ella? Sobre todo, ¿sería posible que Liang fuese como los demás hombres y la iluminada paz que reflejaba su cara fuese sólo una expresión?
—Sé lo que piensas y estoy de acuerdo contigo —dijo Liang sonriendo—, excepto en lo referente a esta persona. No es solamente una bailarina. Es… todo.
—¿Cómo la conociste? —preguntó Yul-chun.
—Acudió a nuestro hospital hace dos años, venía de Pekín. Como es en parte japonesa y en parte china la arrestaron como espía y la torturaron.
—¡En parte japonesa!
—Y en parte inglesa. Su abuelo era un diplomático inglés que se enamoró de una princesa manchú. Huyeron de China para salvar sus vidas. No fueron aceptados en Inglaterra y se marcharon a París. Allí nació la madre de Mariko.
—¿Cómo es japonesa? —preguntó Yul-chun.
—Su padre —contestó Liang—. Su padre era embajador japonés en Berlín y en unas vacaciones conoció a la madre de Mariko. Se casaron y volvieron al Japón donde Mariko creció hasta los doce años, cuando su padre fue destinado como enviado especial del emperador. Habla cinco idiomas perfectamente, pero ante todo es artista. Artista —dijo—, no mujer.
—¿Y ahora por qué está aquí? —preguntó Yul-chun.
—Baila en el teatro japonés.
—¿Cómo puede sernas útil?
—Va a ir a los Estados Unidos para unas representaciones.
—¿Y confías en ella?
—Como en mí mismo.
Yul-chun suspiró profundamente. No había conocido bailarinas, excepto las sencillas muchachas que bailaban en las obras de propaganda comunista en China y Manchuria. Se consideraba cínico. De mujeres nada sabía y una bailarina, creía él como todos los coreanos, sería una mujer de bajo nivel. No lo dijo para no ofender a Liang, pero Liang le contestó como si lo hubiese dicho.
—Tío, has estado tan concentrado en tu devoción a nuestra causa que no te has dado cuenta del cambio del mundo. Te aseguro que es una mujer tan digna como bella. Los hombres la persiguen, claro, pero insisto en que es digna de confianza.
—Creo en tu palabra —dijo Yul-chun.
—Muchos hombres confiaron en ella —contestó Liang—. Ha sido confidente de primeros ministros y reyes. Escucha, gana la confianza y no es partidaria de nadie.
—Me gustaría conocer esta perfección —dijo secamente. Por primera vez Liang dudó.
—Será fácil —dijo lentamente—. Ella desea conocerte. Ha oído hablar de ti, ¿quién no?, y me ha rogado varias veces que la traiga aquí, en secreto, porque en ella confía hasta el gobernador general.
Yul-chun sintió un escalofrío. ¿Cómo confiar en tal mujer?
—Sólo hay una dificultad —dijo Liang—. Sacha está enamorado de ella.
—¡Sacha! ¿Le corresponde ella? —exclamó Yul-chun.
—Dice que no, pero hay algo de afirmativo en su manera de decirlo —contestó Liang pensativamente—. Quizá siente algo por él. Quizá no es amor… Sacha es impulsivo… apremiante… muy guapo.
—Impetuoso… Apremiante…
—Ya veo que no conoces a tu hijo —dijo tranquilamente Liang.
Quedaron en silencio. Deseaba descubrir si Liang también amaba a esta mujer, pero no se atrevía a preguntárselo.
Era tan digno en su gracia y simpatía que Yul-chun no se sintió capaz de atravesar la barrera entre sus dos generaciones.
—Quizá debamos pensar en otra persona. Esta joven parece muy complicada.
—Nuestros tiempos son complicados, tío —exclamó Liang riendo—. No es sencilla, pero nada lo es. No es la única. Te la presentaré alguna vez.
El cambio sólo había sido momentáneo, volvía a estar como siempre. Saludó a su tío y salió de la habitación. En este momento oyó ruido en la puerta exterior y la voz de Ippun regañando a Sacha.
—¡Pequeño amo, pequeño amo! ¡Es demasiado tarde! Hay barro en su abrigo.
—Me caí —dijo Sacha con voz ronca.
—Ha estado bebiendo —le regañó Ippun.
—No es cuenta suya —gritó Sacha.
Liang fue a la puerta. Sacha se apoyaba en el hombro de Ippun, incapaz de andar.
—Yo cuidaré de él, Ippun —dijo Liang—. Mira si la puerta está cerrada. Haz la cama de mi tío y luego vete a dormir.
Pasó el brazo de Sacha por el cuello y le llevó a su cuarto.
Ippun lo había aseado, había hecho la cama, encendido la lámpara en la cabecera de la cama y puesto un termo con té y una taza. Liang puso a su primo en la cama y le dio una taza de té.
—Bebe, esto te hará bien.
Sacha obedeció sin protestar, y sin protestar se dejó quitar los vestidos. Luego se echó y se durmió mientras Liang le tapaba con la colcha.
Liang se sentó en su sitio habitual en el teatro, en el centro de la tercera fila. Algo más atrás, en las sombras, vio a Sacha mirando la representación. Le había visto en la taquilla al llegar, pero había mucha gente y Sacha no le vio, creía él. Miraba ahora fijamente la alargada figura que estaba en el escenario.
Sus largas mangas se movían como alas de pájaro y giraban al girar ella, el ritmo lento se aceleraba hasta llegar a su apogeo. Eran muy acertadas estas viejas danzas, parecían religiosas, reverentes y bajo su delicadeza y gracia escondían toda la pasión humana. Nadie entendía esto mejor que Mariko. La conocía desde hacía dos años, pero no a fondo todavía. Era un producto de muchas razas, el emblema de culturas mezcladas con los hostiles impulsos de su ancestral pasado: brillante y voluntariosa, desordenada y tierna, imprevisible en sus emociones, impulsos y decisiones. Sin embargo, era digna de confianza porque no podía ser partidaria de nadie. Así era Mariko. No haría nada por una causa, de esto estaba seguro, pero haría cualquier cosa por él.
Acababa el baile, lentamente, lentamente, las sedosas alas de sus anchas mangas descendieron con los lánguidos movimientos finales. Vio sus ojos resplandecientes y oscuros y comprendió que le decía que fuese a verla, pero no a su camerino.
—No vayas nunca a mi camerino —le había dicho al principio de su amistad—. Esto es para todo el mundo. No para ti.
No supo cómo interpretar su franqueza, su atrevimiento. Pensó que no era atrevida, sino exquisitamente tímida e ingenua.
—No tenemos tiempo tú y yo. Dentro de veinte días me marcharé y antes no te conocía. Sólo tenemos estos veinte días. Luego volaré a Nueva York, París, Londres. Puede que no vuelva nunca. ¿Quién sabe? Creí estar a salvo en Pekín porque tenía un padrino chino, pero cuando llegaron los japoneses los chinos me llamaron espía y en Tokio casi me encarcelaron porque hablaba bien el chino. Hablo el idioma de donde me encuentro, pero nunca fui espía. No me importa ningún país lo suficiente para ser espía. Soy una artista. Si hago algo es por un ser humano, no por un país. No pertenezco a ningún país y a todos.
Dijo todo esto con suave y rápida voz, sacándose el vestido mientras hablaba y dejando ver una ajustada malla interior que dejó deslizarse de sus hombros antes de ponerse un vestido occidental. No parecía que se diese cuenta de su presencia, lo mismo que si hubiese sido una mujer, sólo al encontrarse sus ojos… No se habían visto desde entonces. Nunca hizo un paso hacia ella ni ella hacia él, pero cuando estuvieron solos en casa de ella por primera vez, sin invitación ni duda alguna se abrazaron aunque sin hablar. Nunca hablaron de amor, pero estaban enamorados. Hablar de su sentimiento hubiese sido encerrarlo, empequeñecerlo, definirlo.
Una vez visitó el monasterio de la isla Kanghwa, preguntó por el abad y se enfrascaron en una profunda conversación. Escuchó mientras el abad explicaba los misterios del budismo que él no ignoraba, pues los había estudiado en los libros de la biblioteca de su abuelo. De todas las religiones la que más le atraía era el budismo, pero no deseaba ser budista. Pertenecer a una era negarse el privilegio de pertenecer a todas.
—Además —dijo cuando el abad terminó—, está la dificultad del Nirvana, para mí al menos. Dicen que el Nirvana es la última meta del espíritu humano o del alma, si prefiere. Nirvana es un no ser y yo no deseo no-existir, al contrario, deseo una completa existencia.
—No comprende el sentido del Nirvana —contestó el abad—. No es no existir. Es la ausencia del dolor, la ausencia del pecado y malas acciones, la ausencia de pasión, pero no, no existir. ¡Ni mucho menos! Al contrario, es esta la completa existencia de la que habla. Es la total sabiduría, entendimiento, comprensión y no se necesitan palabras para comunicarlo. Simplemente, sabemos. Sabemos porque somos. Nada está oculto a la mente y espíritu del que vive en Nirvana. La ausencia de sufrimiento, de dolor, de pasión, de tentación es el resultado de la comprensión y entendimiento de todo lo que existe en esta eternidad que llamamos tiempo.
Cuando el abad dijo esto Liang sintió un alivio, una paz completa que no venía sólo de su mente, sino de todo su cuerpo. Sus músculos, su corazón, sus órganos internos estaban en una armonía que era la paz. Esperó unos minutos hasta asimilarla. Luego estuvo listo para volver a la vida.
—Gracias, padre —le dijo al abad—. Lo que ha dicho es verdad. Lo siento en todo mi ser. Ahora entiendo lo que significa Nirvana, lo enseñaré a otros como me lo ha enseñado, pero y espero que lo que voy a decirle no le moleste, no deseo ser budista.
—¿Por qué serlo? —contestó el abad—. En el Nirvana no hay budistas ni ninguna otra división. Estas clasificaciones no se necesitan cuando se alcanza el estado de total sabiduría y total comprensión. Vaya en paz.
El abad le dio su bendición y Liang bajó de la montaña volviendo a su casa.
Las palabras del abad vinieron a su memoria cuando vio a Mariko por primera vez a solas. Era por la noche, después del bombardeo de Pearl Harbour. El teatro estaba vacío. La gente se había quedado en casa para hablar, comentar y hacer conjeturas sobre el futuro.
Se sentó en el centro de la primera fila, lo bastante cerca para notar el perfume de los vestidos de Mariko al bailar, lo bastante cerca para ver su bella cara. Era pequeña y pálida su cara oval, y sus grandes ojos brillaban con el placer de la danza. Era ligera como un pájaro, sus hombros se movían con movimientos graciosos y elegantes que venían también de su interior. Tenía un ritmo propio expresado con elegancia, y el director de orquesta seguía más que conducía. Parecía estar parada cuando se movía, y cuando se paraba parecía moverse con alegría interna. La representación de aquella noche fue la Danza de las Hadas. La historia de un hada que se estaba bañando en el lago cuando un leñador robó sus vestidos y se vio obligada a casarse con él y vivir en la tierra.
Liang no la había visto nunca representar con tal sentido artístico, y mirando su frágil vestido flotando a su alrededor, como una niebla, olvidó la tragedia de aquel día, y después hizo lo que nunca había hecho. Un espíritu parecía conducirle al camerino. Aunque de costumbre la puerta estaba llena de gente, no había nadie aquella noche y abrió ella misma la puerta aún vestida con su ropa de escena. Se quedaron mirándose.
—Entra —dijo—. Te he visto en primera fila. Bailé para ti al verte.
Entró y ella cerró la puerta.
—No estaba seguro de si me habías visto —dijo al fin.
—Lo sabía —dijo sencillamente ella.
—Ahora lo sé —contestó.
Y recordó lo que le dijo el abad. Total comprensión, total conocimiento. Esto era lo que él y Mariko tenían desde el primer momento en que se vieron.
Ahora salía del escenario. Él se levantó antes de que la gente llenase los pasillos y atravesó el vestíbulo. Allí vio a Sacha que iba hacia la puerta del escenario, pero él no le vio. Salió del teatro y se dirigió hacia el este pasando delante del hotel Bando, hasta llegar a la puerta de la casa de Mariko. El portero le dejó entrar y se sentó en el jardín a la luz de la luna. Hacía una noche fresca, pero no quería entrar hasta su llegada por miedo a que creyesen que tenía la pretensión de parecer su amante.
—¿Le traigo té aquí, amo? —preguntó el portero.
—Sí, gracias —contestó cortésmente Liang.
Lo que pensaban los criados de su presencia, no lo sabía ni le importaba. Era escrupuloso y se iba siempre al cabo de una hora. El ritual era el mismo. Ella se ponía un vestido japonés o chino, según su humor, preferentemente chino, y luego tomaba una cena ligera que él compartía si lo deseaba.
Nunca habían pasado una noche juntos a pesar de que sabían que esto sería inevitable. Lo discutieron una vez tranquilamente, como habían discutido sobre el matrimonio, sin llegar a una decisión. Suponía que en el pasado habría tenido amantes, pero estaba seguro de que ahora no los tenía. Oyó su coche en la puerta, un Rolls Royce, dejó la taza y se levantó cuando ella entraba, aún con sus vestidos de teatro, pero con un abrigo de cebellina encima. Cuando le vio se dirigió a él y le cogió las manos.
—Es tarde —dijo—. Sacha insistió en quedarse hasta que se fueron todos.
—¡Sacha! —exclamó.
Ella retiró sus manos y rio con incertidumbre, sin alegría.
—Hace frío en el jardín esta noche, ¿verdad?
Habló inesperadamente en inglés y Liang se dio cuenta de que estaba asustada.
—Sacha intentó seguirte —le dijo.
—Sí.
Cruzó sus dedos con los de él y fueron hacia la casa. En la puerta una sirvienta le sacó los zapatos.
—¿Le dijiste que no podía venir?
—Naturalmente, le dije que tenía un invitado.
—¿Te preguntó si era yo?
—Sí, pero le mentí. Le dije que era el barón Tsushima.
Mentía fácilmente, como un niño, y lo confesaba al instante.
Le confundía porque él no sabía mentir, pero comprendía la necesidad de hacerlo en la complicada vida de ella, porque era continuamente perseguida.
No contestó. Entraron en la sala, las persianas estaban cerradas, las cortinas corridas y en una mesa humeaba la comida en fuentes de plata.
Mariko salió del cuarto tan graciosamente que no parecía andar. Una sirvienta entró con un vestido japonés, cogió el abrigo de Liang y le ayudó a ponerse el vestido. Cuando ella entró un momento más tarde llevaba una suave negligée francesa de chiffon verde, con la ancha falda flotando a su alrededor.
—Eres demasiado cortés —dijo sonriendo—, levantándote cuando entro. Sólo tú persistes en estas cortesías.
—Déjame obrar a mi manera.
Se sentaron uno frente a otro en sus cojines, como de costumbre cuando estaban solos. El primer momento siempre era igual. Se miraban. Esto era, decía ella, para saber lo que sentían y lo que había pasado desde que no se habían visto. Luego tendía las manos, con las palmas hacia arriba y él las cogía. Oprimía sus labios sobre cada una de ellas y luego ella los ponía en el mismo sitio.
Apartó las manos y se rio suavemente.
—Ahora ya sé —dijo—, todo va bien. Comamos, tengo hambre. El baile fue difícil hoy. Había demasiada gente entre bastidores. Lo había prohibido, pero no se puede evitar. Me sentí aprisionada entre la muchedumbre.
—Te quieren —dijo él amablemente.
—Sí, me quieren, pero esto no significa nada —dijo rápidamente-Demasiado amor de personas desconocidas ninguna de las cuales conoceré nunca.
Una pequeña sopera de plata esperaba delante de ellos. Ella se sirvió en un tazón de plata y le sirvió luego a él.
—Es mejor que el odio.
—Oh, también he conocido el odio. En Pekín vi un teatro lleno de gente desatarse de repente en odio furioso. Tuve que escapar para salvar mi vida, mientras vociferaban contra mí que era japonesa. ¿No odias mi parte japonesa?
—No odio nada tuyo, lo adoro todo —dijo Liang gravemente. Hubo entre ellos una pausa luminosa y silenciosa. Liang rompió el encanto sin querer diciendo:
—Tómate la sopa mientras esté caliente, tengo que hablar contigo, es un deber. He prometido algo que te concierne, pero que no estás obligada a cumplir.
Mariko levantó sus delicadas cejas mirándolo de manera interrogante.
—Cuando vayas a los Estados Unidos, la semana próxima, te pediré que lleves algunos mensajes.
—¿Sí?
—De dos clases —continuó—. Mi abuelo tiene algunos amigos americanos y los misioneros que conocemos tienen también parientes y amigos. Nuestro gobierno en el destierro está allí. Les llevarás unos mensajes.
—¿Sí?
Sostenía la taza de plata con sus dos manos calentándoselas, con sus finas cejas levantadas sobre sus magníficos ojos y le miraba de una manera que se le cortó la respiración.
—Por favor, no me mires así hasta que termine —dijo en voz baja.
Se rio y cambió de expresión. Su cara era exquisita, tan móvil, palpitante y viva, que él tuvo que apartar la mirada, y continuó:
—El fin de estos mensajes es prepararlo todo en nuestro país para la llegada de los americanos, y prepararlos a ellos para cuando lleguen.
—¡Los americanos! —exclamó Mariko bajando la taza.
—Vendrán, te lo aseguro. Si crees que correrás algún peligro volviendo aquí, quédate en América o en Francia hasta la victoria, cuando hayamos recuperado nuestro país. Entonces arreglaré para ti un recibimiento digno de una reina. Mi abuelo amó a una reina, y mi abuela todavía está celosa. ¡Pero nadie sabe que yo tengo una reina!
Entonces la miró. Se inclinaron sobre la mesa y se besaron. Ella le había enseñado a besar.
—Besa mis labios —le dijo de pronto una noche en que estaban sentados igualmente a la mesa.
Se quedó quieto, mirándola.
—Así —insistió, y cogiéndole una mano, se la besó.
—Pero ¿cómo te beso los labios? —preguntó.
—Con los tuyos —murmuró.
Y entreabrió los labios como una flor. Él había visto besos en el cine, pero los miraba como una rara costumbre occidental. Sin embargo, ante su ruego, se inclinó hacia ella hasta que sus labios reposaron en los suyos y los dejó así un rato. Luego se apartó.
—¿Agradable? —le preguntó ella con picardía.
—Nuevo —dijo reflexionando—, muy nuevo.
—¿No estás seguro de que te guste? —le preguntó.
—No del todo —confesó algo embarazado.
—¿Probamos otra vez?
Ella hizo esta proposición con voz tan tranquila que lo intentó de nuevo, y concluyó:
—¡Muy agradable!
Se rio de él sin disimulo, y esta escena fue una frecuente causa de risa durante mucho tiempo. No quería permitirse muchos besos en una noche, y aquella noche ninguno hasta haber cumplido su deber. No deseaba usar de ella como de una prostituta. Podía ser que la hubiesen tratado como tal, pero no se lo preguntó nunca. Con su reserva y delicadeza de espíritu no deseaba saberlo. Nada cambiaría. La quería tal como era y tenía completa fe en ella. Su intuición le decía que en ella no había impureza.
—No siempre podré rechazar a Sacha —dijo Mariko de pronto.
Él esperó con súbita ansiedad. Ella se sirvió pollo con un par de palillos de plata, puso un trozo tierno en su bol y continuó al ver que no decía nada.
—¿Qué le diré a tu primo? Es un salvaje… no como tú —y se interrumpió.
Él habló con un temor que nunca había sentido:
—¿Cómo puedo contestar sin saber lo que sientes tú?
—Me da miedo —dijo en voz baja.
—¿Por qué?
—Hay cierto poder en él —dijo Mariko moviendo la cabeza.
—¿Sobre ti? —preguntó Liang.
Hizo una pausa mientras comía poco a poco, delicadamente, sin levantar los ojos. Luego dejó los palillos de plata.
—Sí —confesó—, tengo miedo.
—¿De él?
—De mí también.
Encontró sus ojos suplicantes, y gravemente dijo:
—No he terminado todavía con mi deber. ¿Hablamos ahora de Sacha o continúo con lo que decía?
—Por favor, continúa.
—Debes llevar ciertas cartas a ciertas personas cuyos nombres y direcciones te daré, no las confíes a nadie más, tú misma debes entregarlas a sus destinatarios.
—¿Son americanos o coreanos?
—La mayoría son coreanos, pero algunos americanos. Es esencial que personas importantes de Washington sepan que tenemos preparado un gobierno presto a cumplir sus deberes y que cuando llegue el ejército americano seamos nosotros quien recibamos de sus manos nuestro país y no los gobernantes japoneses.
Le escuchaba atentamente, sin coquetería ni movimientos graciosos, hasta que terminó.
—¿Es necesario que sepa todo esto? —preguntó.
—¿Prefieres no saberlo?
—Es mejor para mí no saberlo. Déjame ser la inocente portadora de estos mensajes.
Tenía que enfrentarse con la verdad. Ponía su vida en peligro. Bajo la más ligera sospecha de lo que le estaba pidiendo hacer, la arrestarían, o peor aún, le pegarían un tiro cuando saliera a escena, al salir del teatro, en su propio jardín o en cualquier parte del mundo.
Estaban acostumbrados a tales muertes. Un asesino desconocido, un asesino nunca hallado, imposibilitaba la justicia, y en este caso, ¿qué más razonable que el asesinato de una bella mujer a la que amaron muchos hombres?
—¿Qué hombre se vio obligado alguna vez —gruñó Liang a escoger entre su amor y su país?
Mariko sonrió y de pronto fue femenina otra vez.
—¿Sabes? —dijo suavemente, con las manos cruzadas bajo su barbilla—. Nunca te vi preocupado. Ahora lo estás y por mí. Así sé que me amas. Estaré a salvo. ¿Sabes por qué? Porque tendré mucho cuidado, mucho cuidado, mucho, mucho, para volver sana y salva a ti. No me arriesgaré. No tienes necesidad de escoger. Llevaré los mensajes y los entregaré, pero no quiero saber lo que contienen. No te lo pregunto, sólo me encargo de que lleguen a su destino. No será difícil. Tengo muchos amigos americanos. Algunos famosos y poderosos. Me ayudarán. ¡No digas nada más! Después de la función me darás las cartas. Déjame ir sola al aeródromo, y ahora basta.
Entonces miró a Liang de reojo.
—¿De verdad te vas ya?
Lo tentaba cruelmente, y con todo su corazón cada noche, pero cada noche se iba. Un día se quedaría, pero aún no. Confiaba en su clarividencia. En alguna parte de su ser había instintos que él consideraba viejos recuerdos, porque los sentía más que saberlos. No oía voces, pero sus sentimientos lo dirigían. Cuando era un niño, en casa de su abuelo, sabía que cuando no obraba de acuerdo con sus sentimientos estaba triste, y cuando lo hacía vivía en armonía consigo mismo. No pensaba en las cosas considerándolas como buenas o malas, sino como armoniosas.
Ahora, con toda su fuerte y apasionada naturaleza, ansiaba decirle que se quedaría, pero no lo hizo, porque sabía que no era el momento adecuado.
Se levantaron, fue a su lado dudoso, sin atreverse a besarle los labios. Le cogió la mano y oprimió sus labios contra la tibia y suave palma perfumada, como lo estaba siempre todo su cuerpo, con Kwei-hua, una pequeña flor china sin belleza pero de imborrable fragancia.
Se deslizó hacia la verja y salió a la calle. Era tarde y si encontraba un guardia le interrogaría. Siempre había peligro. Se afianzó sobre sus pies cuando al volver una esquina un hombre avanzó hacia él a la luz incierta de la luna entre nubes. Entonces vio que no era un guardia, sino Sacha, envuelto en una capa de paño. Se encontraron, vio que le miraba pálido y fijamente.
—¿Qué pasa, Sacha?
Su voz era tranquila como de costumbre.
—Te seguí —murmuró—. Te he esperado durante horas.
—¿Por qué esperaste? ¿Por qué no llamaste y entraste?
—Eras tú —dijo Sacha en un murmullo—. Por ti no me dejó ir. ¡Barón Tsushima! ¡El barón eras tú! Tú y ella… Tú y ella.
Liang le hizo callar.
—Sacha, lo que piensas no es verdad. No somos amantes.
—¿Entonces por qué estabas con ella esta noche? —preguntó.
Liang esperó un largo rato antes de contestar. Entonces vio claro lo que debía decir. Cogió el brazo de Sacha.
—¡Ven conmigo!
En silencio anduvieron por las dormidas calles, donde no había nadie, a excepción de los mendigos que buscaban cobijo. Encontraron bastantes, pero no se les acercaron por miedo, viéndoles bien vestidos y fuertes. La ley prohibía la mendicidad, y sólo podían merodear de noche, sabiendo que los japoneses dormían y los guardas eran coreanos.
Fueron hasta el hospital donde Liang tenía su habitación.
Muchas noches Sacha se había quedado allí con él, a veces durmiendo, a veces hablando. Eran primos, pero no siempre amigos. Algo nuevo, algo raro había en Sacha. Quizás era el origen nórdico de su madre, quizá la rudeza de su educación o la dureza del clima siberiano. Liang no lo sabía, pero con su genio peculiar entendió a Sacha.
—Siéntate —dijo cuando hubieron cerrado la puerta.
El edificio era moderno y su cuarto tenía suelo de madera, una mesa, dos sillas y dos camas.
Sacha se quitó el abrigo. Como otros coreanos, usaba vestidos europeos. Se sentó en la cama y empezó a desatarse los zapatos.
—Dime que has estado por la noche con una bailarina sin hacer nada más que hablar, y no te creeré.
Su voz era brusca, su cara hosca.
—Me creas o no me creas, es la verdad —dijo Liang tranquilamente—. Y no era sólo con una bailarina con quien hablé. Era con una artista famosa y una amiga mía.
—Una bailarina —insistió Sacha con su misma voz brusca— y si no has oído decir lo que es, además, es que eres un tonto y yo sé que no lo eres. Te puedo decir lo que me dijo esta noche, sí, hablamos ella y yo.
Se sentó y miró a Liang con ojos llameantes.
—La espero cada noche en la puerta de los artistas. A veces me deja ir a su casa con ella.
Miraba a Liang para ver el efecto que esto le haría. Liang estaba sentado en una silla junto a la mesa, y su cara no cambió.
—¿No preguntas lo que dijo?
—No.
Iba a decir algo más, pero no lo hizo. Ella le había dicho que tenía miedo de Sacha. El temor de una mujer puede ocultar admiración, y la admiración está cercana al amor. Se preguntó por qué no estaba enfadado con Sacha o con ella, pero no lo estaba. El don que había recibido era a veces difícil de soportar, la capacidad de comprender siempre cómo eran los demás. Podía sentirse dolido pero no enfadado, y a veces deseaba sentir cólera feroz. Ahora pensaba que podría golpear a Sacha, luchar con él, gritarle que Mariko no debía ser manchada por sus deseos y sospechas.
—Tiene miedo de ti —le dijo de pronto, y se asombró. No tenía intención de decirlo.
Una rara expresión se dibujó en la cara de Sacha. Sus ojos se empequeñecieron y sonrió.
—¿Te dijo esto?
—Sí.
—Ya es bastante para empezar.
Sacha se tumbó otra vez con las manos bajo la cabeza. Como si sus ojos pudiesen penetrar en el cráneo de Sacha, Liang sabía lo que pasaba allí dentro. Su cruel deseo se estaba convirtiendo en un plan. Una mujer que tiene miedo, pensaba Sacha, es una mujer que puede ser tomada a la fuerza. No más ruegos, no más esperas a las puertas de los vestuarios. Entraría en la casa. Cuando volviese ella estaría allí. Entraría a la fuerza.
Esto es lo que Liang veía tan claramente como si estuviese sucediendo. Sintió de pronto ascender una fuerza en él. ¿Era esto cólera al fin? ¿Era esto lo que sentía un hombre cuando quería pegar a otro? Saltó y apretó los puños. Vio a Sacha saltar para enfrentarse con él. Se quedaron mirándose fijamente, y tan rápidamente como había venido, su impulso murió.
—No puedes hacerlo —dijo—. Tiene guardas en su casa. Tendrás que buscar otro medio.
Se sentó otra vez. La soledad de Sacha, un niño cuya madre murió en el bosque bajo un árbol, cuyo hogar fue un frío orfanato ruso, un joven que vagabundeó tratando de ganarse la vida y que sólo encontró a su padre para saber que nunca podrían comprenderse, un hombre que nunca supo lo que era amor de padres, amigos o amantes. ¿De qué serviría pegar a un hombre como Sacha? Un golpe no lo cambiaría.
—La razón por la que fui a ver a Mariko Araki esta noche es un secreto, pero te lo diré. Eres coreano, Sacha; eres un Kim de Andong, eres ante todo un coreano del clan Kim. Tu sangre es sangre de patriotas. Ahora no debemos pensar en nosotros mismos, debemos pensar en nuestro pueblo, nuestro país… Nuestro abuelo ha dedicado su vida a nuestro país. Salvó a la reina cuando iban a matarla, y su eterno dolor es no haber podido salvarla al final. Mi padre murió porque era un patriota y mi madre también sufrió y murió. Tu padre ha estado desterrado desde su juventud, y ahora va a empezar la labor más peligrosa de su vida. Nosotros, los Kim, estamos jugándonos todo lo que tenemos y somos para alcanzar la independencia. Debemos estar preparados para este momento. No debemos estar divididos como siempre hemos estado, luchando unos contra otros, abiertamente en el pasado o en secreto como aún hacemos. Debemos estar preparados con un gobierno unido capaz de libertar nuestro país de los japoneses vencidos. Los americanos deben saber que estamos preparados. Es por esto que fui a ver a Mariko. Llevará unas cartas a América.
Sacha escuchaba con las manos pendientes y la boca entreabierta.
—¿Por qué los americanos? —preguntó—. ¿Qué han hecho los americanos por nosotros?
—Nunca se apoderaron de nuestras tierras —contestó Liang—, nunca soñaron en imperios. Sea lo que fuera lo que hiciesen, son el único pueblo que ha proclamado los ideales en que nosotros hemos soñado. No nos salvaron, pero un americano, Woodrow Wilson, dijo que los pueblos tenían derecho a gobernarse por sí mismos.
—Nunca oí su nombre —dijo Sacha.
—Murió —dijo Liang amablemente—, murió cuando comprendió la enormidad de su promesa y que no podría cumplirla, pero, aunque muerto, vive.
Sacha se volvió.
—Estás volviéndote religioso. Se echó en cama y bostezó.
Las naciones, como los individuos, sólo pueden conocerse por experiencia individual.
Yul-chun dejó de escribir. La nieve caía lentamente, pero espesa, en el jardín. Había empezado hacía unos minutos, pero si no se fundía habría un pie al amanecer. La casa estaba silenciosa y estaba solo. La casa de Yul-han era ahora la suya. Se había encontrado atado en casa de su padre y a merced de su madre, que demasiado a menudo iba a ver si tenía frío, hambre o fiebre, o para que no trabajase demasiado. Estaba también Sacha. Con sorpresa vio que, después de unos meses de ocio, había querido ir a la escuela cristiana para aprender inglés e ir a América. A veces volvía a casa por la noche, a veces no. La noche pasada volvió pronto a casa con sus libros, y después de comer fue a su cuarto. Yul-chun pensaba que en conjunto estaba mejorando, aunque últimamente había demostrado una repentina e inexplicable hostilidad hacia Liang, que este no parecía notar.
Yul-chun suspiró y apartó resueltamente estos pensamientos. Más profundo que su anterior anhelo por Hanya era la constante ansiedad que sentía por su hijo. Hanya había sido una extraña, pero Sacha era parte de él mismo, aunque a menudo se sentían extraños.
Tomó la pluma resueltamente.
«No podemos aprender a gobernarnos como una nación moderna mientras nos gobierna otra, pero debemos ser capaces de defendernos en el momento de la victoria. Indefensos invitamos a una nueva invasión. Debemos estar dispuestos a ser pobres para poder construir una armada que proteja nuestras costas. En el Norte construiremos bastiones y fortalezas, y mantendremos allí una fuerte defensa para prevenir la antigua amenaza de Rusia. Cuando venga el ejército americano, recomiendo el inmediato reconocimiento de nuestro gobierno provisional coreano. Deseábamos que nuestros valientes soldados coreanos, ahora en China, pudiesen haber ayudado a los americanos contra el Japón, nuestro común adversario. Habríamos podido salvar muchas vidas americanas. Muy amarga fue nuestra desilusión al ver que no se les permitía hacerlo».
Alguien llamó. Levantando la vista vio a Liang en la puerta y con él una pequeña y delgada mujer envuelta en un abrigo de cebellina. La nieve brillaba en sus oscuros cabellos. Saludaron.
—¿Le estorbamos, tío? —dijo Liang.
—No, no, estaba terminando un capítulo —contestó Yul-chun.
—Tío, esta es Mariko Araki —dijo Liang.
Mariko saludó profundamente varias veces. Luego permitió a Liang quitarle el abrigo. Debajo llevaba un vestido coreano, un cuerpo corto de satén color oro pálido, atado en el hombro con un lazo, y una falda ancha de satén púrpura. Bajo la falda vio la punta de sus pequeños zapatos. La miró francamente de pies a cabeza. ¡Esta era la bailarina!
—Entren —dijo—, siéntense. Tengo algunas sillas. A veces me siento en una silla para activar la circulación de mis piernas.
Mariko se rio.
—Yo lo hago bailando.
—¡Ah! —dijo Yul-chun—, es un recurso, pero no para mí.
Se sentó en una silla y Liang en otra. Después de dudar un momento, Yul-chun volvió a su asiento en el cojín, al lado del escritorio.
—Discúlpanos, tío, por sentarnos más altos que tú —dijo Liang con su habitual buen humor—, pero los vestidos occidentales me privan de libertad.
Llevaba un vestido europeo que le hacía parecer más alto y delgado.
—Nos sentaremos en sillas cuando vengan los americanos —contestó Yul-chun.
Liang y Mariko se miraron, y Liang empezó otra vez.
—Tío, Mariko se marcha esta noche a América. Prometí que la traería antes de marchar. Lo retrasé hasta hoy, supongo que temía por su seguridad, pero ella es valiente, nos ayudará.
—No soy valiente —interrumpió Mariko—. No quiero saber nada, no deseo preguntar nada, pero si ponen algo en mis manos lo llevaré a su destino. Esto es todo.
Yul-chun escuchaba evaluándola. Tenía experiencia en la apreciación de las personas. A menudo había buscado alguien a quien confiar un mensaje de vida o muerte. Ahora estaba satisfecho por lo que veía en la encantadora cara. Era una cara honrada, franca, maliciosa quizá, pero con una malicia infantil, nacida de la alegría y no del engaño.
—¿Por qué quiere hacer esto? —preguntó.
—Lo hago por alguien a quien amo y que es coreano —contestó sin dudar.
No miraba a Liang. ¿Era él?, se preguntó Yul-chun. ¿Era Sacha?, se preguntaba Liang.
—Sólo soy una mujer —decía Mariko—, y lo hago por un hombre, no por un país, a menos que sea el suyo.
Yul-chun esperaba deseando que dijese quién era el hombre, pero Mariko terminó así. Se quedó quieta cruzando las manos, sus pequeñas manos pálidas sobre su falda de satén.
Yul-chun abrió un cajón de su escritorio y cogió una llave de plata. Con aquella llave abrió un compartimiento escondido en el fondo del cajón, y sacó tres cartas.
—Ya las he escrito —dijo con voz baja y solemne—. Van dirigidas a …
Las levantó para que Liang las viese. Liang afirmó con la cabeza y Yul-chun continuó.
—Si la carta no llegase al Presidente, tengo un amigo —señaló la segunda carta—, que irá a Washington. Tiene acceso al Presidente. Esto es esencial, porque el Presidente no sabe nuestra historia, de otra manera, ¿cómo habría sugerido hace dos años que Corea podía ser colocada bajo la tutela de China, Estados Unidos y uno o dos países más? ¡Nosotros, que hemos sido una nación durante miles de años! ¿Qué pasaría si una de estas otras naciones fuese Rusia? En mi carta le explico el terrible peligro de Rusia.
Yul-chun se detuvo muy agitado. Apretó los labios, aclaró su garganta y un suspiro subió del fondo de su corazón. Luego continuó:
—Les repito a ustedes dos, que me sobrevivirán, que puede venir un día en que miremos estos años de dominación japonesa como algo bueno. Al menos los japoneses nos han preservado de los rusos, y lo digo yo que he sufrido la tortura en mi carne y la rotura de mis huesos a manos de los verdugos japoneses.
Le escuchaban en silencio, inmóviles, expresando su respeto y su temor. Le querían porque se había convertido para su país en un personaje de leyenda, «la caña viviente», y por lo que era ahora, heroico, generoso, un hombre alto, fuerte, gastado por los sufrimientos, de cara noble, atrevida pero arrugada demasiado pronto por el dolor, con el oscuro pelo casi gris.
De pronto, Liang habló:
—Tío, le dije a Sacha que Mariko llevaba unas cartas a los Estados Unidos. ¿Hice mal?
—Hiciste muy mal —exclamó Yul-chun.
Luego, dándose cuenta de lo que había dicho, se volvió hacia Mariko y añadió:
—Mi hijo no es malo. Estoy seguro de que no es malo. No ha vivido en nuestro país, y se encuentra algo desplazado aquí. Hay que conquistarlo para nuestra familia. Liang no puedo culparte, pero…
La puerta se abrió y, como si hubiese oído su nombre, Sacha entró. Iba vestido a la europea, con un sombrero en la mano y un abrigo en el brazo. Les miró a los tres sorprendido. ¿O era fingida su sorpresa? Liang no supo qué pensar.
Yul-chun habló al instante y demasiado rápidamente.
—Entra, hijo. Liang ya te lo dijo. Vamos a mandar estas cartas. Son breves pero firmes, muy firmes. Tengo la del Presidente, tengo esta copia, la guardo para nuestro archivo. Ahora que ya lo sabes, me alegro. Liang, he cambiado de idea, has hecho bien en decírselo. Deseo que Sacha también forme parte de nosotros.
Yul-chun buscaba entre sus papeles en el compartimiento secreto.
—Aquí está. ¡Sí!, al Presidente…
Yul-chun levantó el papel y leyó con su clara y alta voz:
En Corea hemos estado muy preocupados estos últimos dos años. Lo que usted convino con el primer ministro inglés y el jefe nacionalista chino Chiang nos obsesiona día y noche. Repito sus palabras por si usted ha olvidado lo que nosotros no podemos olvidar:
—Las potencias antes mencionadas, conscientes de la esclavitud de Corea, están decididas a que, a su debido tiempo, Corea sea declarada independiente.
Estas palabras, señor, están grabadas en nuestros corazones.
«A su debido tiempo». Señor, con estas tres pequeñas palabras, Corea está condenada.
Al oír esto, Liang tuvo uno de sus momentos de clarividencia.
No podía explicárselo. Intentó escapar a su influjo. Se levantó, se paseó por la habitación pero no podía escapar. ¡Condenada! Aquellas terribles palabras resonaban en sus oídos, como si hubiera oído cerca de él el pesado golpe de un gran tambor y los ecos resonasen en el futuro. Detrás de él oyó la voz de Sacha.
—Vaya la ciudad, Mariko. El carruaje está en la puerta. Venga conmigo.
Liang se volvió. Mariko se levantó de mala gana y los miró aturdida, interrogando con los ojos a Liang, que asintió como si ella le hubiese hablado. Saludó a Yul-chun y siguió a Sacha fuera de la habitación.
—Pero ¿y las cartas? —dijo Yul-chun.
—Se las llevaré esta noche —dijo Liang—, es mejor que no las tenga aún.
Estaba en su casa dirigiendo el embalaje de sus vestidos para la tournée, cuando él fue a verla. Había quimonos japoneses, estrechos trajes chinos atrevidamente abiertos hasta el muslo, trajes de noche franceses, tweeds ingleses y pieles rusas sobre el suelo alfombrado. Tres sirvientas trabajaban en silencio y sin descanso bajo sus órdenes. Estaba recostada en un sillón, con el ceño fruncido, decidiendo rápidamente y sin discutir. Al ver a Liang, se levantó, fue a la otra habitación y cerró las puertas correderas.
—Al fin —exclamó cuando estuvieron solos—. ¿Dónde has estado? Creí que iba a marcharme sin verte.
—Vine a caballo —dijo—. Hay mucha nieve. Me informé en el aeropuerto de si habían interrumpido los vuelos, pero dicen que no.
—¿Irás al teatro esta noche?
—Sí, pero no a tu camerino, ni al aeropuerto. No nos veremos hasta que regreses.
Mariko se quedó inmóvil, como un ciervo inquieto, asustada de pronto.
—¿Cómo tiene Sacha tanto dinero? Estos vestidos nuevos.
—No lo sé.
—¿Tienes también miedo de Sacha?
—No, no tengo miedo de nadie.
—¿Por qué, por qué le dejaste que me acompañase?
—No era el momento de pelearme con él, no debes tener miedo. Eres una artista. Nadie puede destruirte a menos que lo hagas tú por tus propios temores.
—No hablemos de Sacha —dijo ella resueltamente—. ¿Tienes las cartas?
—Sí.
Las sacó de su bolsillo, se las dio y ella se las puso en el pecho, dentro de su quimono japonés.
—Dile a Sacha que no vaya al teatro.
—Si le veo.
Se quedaron mirándose, súbitamente silenciosos, con el abismo de la separación entre ellos.
—Cuando vuelvas… —dijo él.
—Cuando vuelva —repitió ella—. ¡Oh, cuando vuelva! Sí…
Si… sí.
—La guerra habrá terminado y nosotros…
—¡Sí!
La palabra fue un anhelante suspiro. Tendió las manos y ella las cogió entre las suyas, luego las soltó y se apretó contra él. Él inclinó la cabeza y la besó apasionadamente. Se quedaron así un largo rato, hasta que la doncella la llamó.
—Señora, ¿pongo el vestido dorado en la maleta de París o va a llevarlo en Nueva York?
Se apartó con una mirada suplicante y él comprendió que ya no la vería a solas.
Liang no supo si Sacha había ido al aeropuerto. No vio a su primo en el teatro y volvió al hospital. Al día siguiente hizo una nueva y difícil operación por primera vez, con el doctor americano a su lado, pero sin que interviniera. La necesidad de concentrarse ayudaba a pasar el tiempo. Liang terminó su tarea al mediodía, su paciente vivía aún y parecía que iba a seguir viviendo.
—Buen trabajo —exclamó el doctor americano—, por un momento creí que la arteria se le escaparía de la mano, pero es un cirujano nato. Nunca vi mejores manos.
El paciente era un joven que había sido herido, tenía el pulmón atravesado y el corazón dañado. Liang sabía cómo había sucedido. Era uno de los jefes de los nuevos terroristas. Ahora viviría para matar a otros.
Liang se sacó los guantes de goma.
—Gracias, señor —dijo al americano—. Me ha enseñado todo lo que sé.
—Me gustaría mandarle al John Hopkins —dijo el americano calurosamente—. Un gran hospital. Las técnicas de la cirugía del corazón mejoran cada día. Pero nunca vi anudar una arteria así.
—Un sistema coreano —dijo Liang—. Es un nudo fuerte pero que puede aflojarse fácilmente, si se sabe cómo.
—Seguro que usted lo sabe.
El americano le dio una palmada en el hombro, sonrió y se fue a su despacho.
Ahora Mariko ya estaría a medio camino de Nueva York. La primera carta estaría pronto segura fuera de sus manos. Aquellas pequeñas manos, tan flexibles, tan graciosas en la danza. Su programa de despedida fueron antiguas danzas coreanas. La danza de la espada fue la culminación de la noche. Todos sabían que no era por casualidad que había escogido representar la historia de un famoso bailarín del antiguo reino Silla que bailaba sosteniendo una espada en cada mano. Su fama se extendió por toda la península y le llamaron para bailar ante el rey de Pakche, enemigo de Silla. Allí, ante el trono, bailó tan bien que los asistentes le aclamaron entusiasmados. El rey se levantó de su trono, en aquel momento el bailarín, saltando, hundió su espada en el corazón del rey. Le mataron, claro, pero su valor inspiró a su pueblo y en su memoria conservaron la danza de la espada.
Mariko la representó al estilo clásico, llevando la máscara de una cara de muchacho, con las espadas golpeando al ritmo de sus alados pies. Cuando terminó, el público se levantó gritando. Se había quitado la máscara dejando ver su bella cara. Saludó una y otra vez con los ojos fijos en Liang. Luego se fue corriendo con las puntas de su ancha faja dorada revoloteando tras ella, y ya no la vio más.
¡Qué interminables se le harían los días hasta que la viese de nuevo! Por primera vez en su vida se sintió triste. El afecto, decía Buda, es la causa de las penas. Pensó en ello escribiendo la sentencia, y luego compuso un poema:
Buda tenía razón
y no la tenía.
El afecto, con todos sus dolores,
Es ahora mi más profundo bien,
Mi canción interior,
Toda mi vida.
Lo copió cuidadosamente y, sin escribir su nombre, lo puso en un sobre y se lo envió a Mariko.
Habían acordado que sería demasiado peligroso escribirse, pero ¿qué podía hacer la censura japonesa con su poema?
El presidente americano murió un día de primavera. La noticia se extendió por todo el mundo, por todas las ciudades y pueblos de Corea. Liang se enteró en el hospital y se apresuró a ir a su casa para decírselo a su abuelo y a su tío.
Yul-chun le llevó aparte.
—¿Sabes si entregó la carta?
—No sé nada —contestó.
—No sabemos si el que le sustituirá la verá —dijo Yul-chun—. No podemos hacer nada, sólo esperar.
Pasó el verano y empezó el otoño. Liang trabajaba día y noche en el hospital, y vio poco a Sacha hasta que terminó el año escolar.
El silencio cubría la tierra, una tensión de espera. El fin de la guerra estaba cercano, el mundo lo sabía, pero el mecanismo que tenía que forzar este fin aún no se había hallado.
En Seúl, la policía cada día era más opresiva y los controles más estrechos. Las prisiones estaban llenas y las escuelas vigiladas. Los alemanes se rindieron y la tensión aumentó. Todos los coreanos sabían que el Japón iba a ser derrotado y sus corazones estaban impacientes porque aún no se rendían.
—Un pueblo ciego y testarudo, los japoneses —declaró Yul-chun.
—El pueblo no sabe nada de lo que pasa detrás de la pantalla militar —decía Liang.
Era a mediados de otoño y estaban en el jardín para escapar del calor. Sacha estaba atormentando un cachorro sumergiéndolo en el estanque de los peces dorados, y Liang no podía soportar ver sufrir al pobre bicho. Se adelantó bruscamente y cogió al tembloroso perrillo en sus brazos. Entonces, Sacha tiró piedras para asustar a los peces.
—Me iré a París —anunció.
Le oyeron en silencio. Luego Il-han habló.
—Estuve en París una vez, para ver a Woodrow Wilson. Había gentes de muchos países. Se sorprendió de vernos a su alrededor pidiendo ayuda. Ahora sé que estaba asustado.
—¿De ustedes? —preguntó Sacha indolentemente.
—No, de él mismo.
El ruido de un trueno retumbó en las lejanas montañas del Norte, y un rayo centelleó en el crepúsculo.
—Entrad en casa —gritó Sunia desde la puerta.
Entraron lentamente, reacios a dejar el fresco. Sacha se entretuvo en la puerta. De pronto vio el cachorro bajo un arbusto, lo cogió y lo echó al estanque.
Los días de otoño pasaron largos y calurosos, Liang no sabía nada de Mariko y no se hablaba de rendición, aunque los japoneses perdían en todos los frentes. La gente estaba cansada de esperar, pero no podían hacer otra cosa. Una noche llevaron al dispensario un hombre con un balazo en la pierna. Liang le atendió. Cuando estuvo curado y vendado le puso un papel doblado en la mano. Liang no dijo nada, se volvió, desdobló el papel. Iba dirigido al pueblo japonés, pero firmado por los americanos. Dictaba las condiciones de rendición, avisándoles que si el Japón no se rendía en el plazo señalado, bombardearían once ciudades.
Se volvió hacia el hombre, que ahora estaba en cama, e inclinándose sobre él, fingió arreglar sus almohadas.
—¿Dónde bombardearon?
—Seis ciudades.
—¿No se sabe nada aquí?
—Acabo de llegar del Japón.
—¿No se rinden?
—No. El gobierno japonés está dividido. Los partidarios de la paz han pedido a Rusia que haga de mediadora. Ignoran el aviso de América con desprecio.
—¿Y las otras ciudades?
—Serán destruidas, lo han anunciado con millones de proclamas.
—¿Y el pueblo?
—Confuso, inmóvil, expectante.
—¿Qué más?
—Los americanos tienen un arma terrible. La usarán a menos que Rusia entre en acción.
—¿Lo hará Rusia?
—No.
Una enfermera se acercó y Liang se marchó. Se apresuró a ir a su cuarto, se quitó el traje europeo y se puso ropa coreana. Así vestido dejó el hospital, la ciudad y fue a casa de su abuelo.
En la casa estaban confusos. Yul-chun había recibido un mensaje secreto que le trajo un vendedor de fruta del Norte. Entre sus manzanas y melocotones había escondido objetos rusos, y Yul-chun lo vio en el jardín mientras el hombre regateaba. Movió la cabeza cuando Yul-chun le preguntó y dijo en un susurro:
—Los rusos se están infiltrando en el Norte.
Al oír estas terribles palabras, Yul-chun se apresuró a repetirlas a su padre.
Il-han estaba tendido en una chaise-longue de rotén fumando su larga pipa de bambú y escuchando. Sacudió la ceniza de la pipa y la llenó con el fuerte y dulce tabaco que le gustaba en su vejez.
—¡Padre! —exclamó Yul-chun—. ¿No dices nada?
—¿Qué voy a decir? —replicó.
Se tumbó y espiró fuertemente, y dos hilos de humo salieron por las ventanas de su nariz.
—Entonces tengo que ir a la ciudad —exclamó Yul-chun más que enfadado con su anciano padre—. Debo ponerme en contacto con el partido clandestino.
—Cálmate —dijo Il-han—. ¿Quieres que te maten? ¿Crees que los japoneses no te vigilan? Estarán esperando ver qué haces.
—¿Por qué dices esto?
—Porque lo saben todo, y nada de lo que hagas nos salvará. Finge estar enfermo. Vete a la cama. Di que tienes fiebre. Diré que no creemos que te salves. Esperemos. Luego, cuando los japoneses se rindan nos prepararemos para apoderarnos del gobierno.
—Pero si las tropas rusas…
—Habrá un intervalo entre la rendición y la llegada… Unas breves horas…
Fueron interrumpidos por Sacha, que irrumpió en la puerta con los ojos muy abiertos y muy excitado por lo que iba a decir, un saludo demasiado impetuoso según el gusto de sus mayores.
—¡Han echado una nueva bomba, una nueva bomba! El cielo entero se iluminó en el Japón. Una ciudad está en llamas. Esta mañana, al abrir los colegios y cuando los hombres iban al trabajo.
En aquel momento, Liang llegó a su casa y completó lo que decía Sacha con los rumores que corrían.
—Los militares no se rendirán aunque el emperador lo desee —exclamó.
Sacha rio estrepitosamente.
—Entonces verán otra bomba. Caerá otra bomba.
Su risa les sobresaltó, le miraron y se miraron sin hablar. Nadie, ni su padre, conocía lo bastante a Sacha para reprocharle esta risa, pero les dio miedo.
—Rusia ahora declarará la guerra al Japón —observó Il-han.
—Deje que la declaren —dijo alegremente Sacha—, lo que los americanos empezaron lo terminarán los rusos.
Rio otra vez con aquella risa ruidosa y cruel. Los demás no dijeron nada y entraron en casa.
—¿Cómo supo Sacha lo de las bombas antes que nosotros? —preguntó Il-han.
Nadie supo contestar.
Dos días más tarde, Rusia declaró la guerra al Japón. Las noticias se filtraban. Todos sabían cosas pero nadie hablaba. El Japón aún no se rendía. Al tercer día la segunda bomba cayó sobre Nagasaki. ¿Cuántas bombas tendrían los americanos? Al cuarto día el Japón se rindió, pidiendo sólo que el emperador continuase en el trono.
Estas noticias cayeron como golpes. Los Kim, Il-han, su hijo y sus nietos se preparaban. Las órdenes del gobierno secreto era que debían esperar la llegada de los americanos, hasta entonces no se podía hacer nada ni tomar represalias contra los japoneses. Tenían que esperar quietos en sus casas. Su esperanza estaba puesta en los americanos.
—¿Cuándo vendrán? —gruñó Yul-chun.
Era el más impaciente. Il-han estaba muy tranquilo, con la profunda filosofía y calma de la vejez. Miraba las idas y venidas de Yul-chun con cierta diversión. Iba del jardín a la casa y de la casa al jardín, incapaz de sentarse o leer o hacer algo útil. Sunia sugirió que reparase el tejado, algunas tejas habían caído durante un vendaval unos días antes.
—Deberías escribir un libro —dijo Il-han sentándose a un lado de un banco del jardín para aprovechar el sol del mediodía.
—¿Un libro? —repitió Yul-chun. Il-han sacudió la ceniza de su pipa.
—Yo escribí un libro.
Yul-chun se detuvo ante él.
—¿Cuándo?
—Hace años, cuando estaba impaciente como tú. Los japoneses habían llegado y yo estaba prisionero aquí, como tú ahora. Escribí un libro en el que referí todas las bárbaras acciones de los invasores. Hice historia y descargué mi furia.
Yul-chun estaba asombrado y divertido.
—Déjame ver este libro, padre.
—Sígueme.
Se levantó y entró en la casa. Yul-chun lo siguió. Abrió un cofre de madera pulida, adornado con cobre, y sacó un manuscrito muy grueso envuelto en una tela de seda.
Yul-chun lo cogió con ambas manos.
—¡Cuánto trabajo! —dijo—. ¿Puedo leerlo?
—Si quieres —contestó Il-han—. Tiene trozos buenos. —Continuó—. Te encontrarás en él. Describí fielmente tu proceso, hasta el último detalle de tu aspecto.
—Me avergüenzas —murmuró Yul-chun.
Se sentó y su padre volvió al jardín llenando su pipa de nuevo. Olvidó su impaciencia leyendo las frases pulidas cuidadosamente con que su padre había descrito las maldades, los asesinatos, muertes, carnicerías, violaciones, saqueos, incendios, trampas y engaños de los japoneses. Leyó día y noche hasta terminar el libro y lo devolvió a su padre.
Entonces se sintió doblemente impaciente porque sabía que lo que su padre había escrito era verdad. ¿Cuándo sería liberado su país? Empezó a dudar de los americanos. Il-han continuó tranquilo y los dos jóvenes también. Liang, porque creía en los americanos, Sacha… ¿Quién sabía lo que pensaba Sacha?
Yul-chun era el único que no podía tener calma y confianza.
A veces temía, a veces esperaba. Estaba impaciente día y noche mientras los gobiernos, el vencido y el vencedor, seguían con sus lentos trámites y acuerdos. Entretanto, los soldados rusos estaban extendiéndose por el Norte. Ya no era el secreto del vendedor de fruta. Seis días antes de la rendición final llegaron a pie a través de Siberia y por mar desde Manchuria. La gente estaba demasiado aturdida para protestar o hacer algo. Sólo los menos sabían que Rusia tomaba parte en el botín de guerra. Estaban asombrados, silenciosos, como liebres entre zorros, mientras los rudos soldados rusos llenaban las carreteras y pueblos y pululaban por las ciudades.
—¿Cómo acabará todo esto? —preguntaba Yul-chun—. ¿Ocuparán todo el país antes de que lleguen los americanos?
Pero no lo ocuparon. Alguien, un oficial americano, quién sabe dónde, marcó una línea sobre el mapa. Los rusos debían detenerse en el paralelo 38°. Algunos recordaban que los rusos y los japoneses habían hablado ya de dividir Corea por allí.
Con angustiado presentimiento, hombres y mujeres estudiaban los mapas en los viejos libros escolares de sus hijos para ver si sus hogares iban a estar bajo el régimen comunista. Si la respuesta era afirmativa, se entregaban a la desesperación y hubo muchos suicidios. Si la respuesta era negativa rogaban que los americanos llegasen pronto. ¿Dónde estaban los americanos?
—Durmiendo —declaró Sacha riendo.
—Vendrán —dijo Liang firmemente.
Pero no llegaban.
Pasaban los días en una espera angustiosa y los americanos no llegaban. ¿Qué pasaría si los salvajes soldados soviéticos cruzaban el límite que se les había señalado? Ya se contaban historias de pillaje, robos y violaciones. En la casa de Il-han, Liang limpió y cargó dos viejos rifles que había comprado en la ciudad. No había allí mujeres jóvenes, ¡gracias a Dios!, pero debían estar prevenidos. ¡Qué suerte que Mariko estuviera a salvo en París! Había seguido en los periódicos su recorrido lleno de éxitos.
«Su arte es enteramente nuevo, asiático, pero algunos podemos entender el toque de su ascendencia europea…», decían los periódicos.
Sólo Sacha estaba tranquilo.
—Conozco a los soldados rusos. La mayoría son atrevidos y jóvenes como yo, pero no son peores que los otros soldados. Si vienen les hablaré en ruso y no nos harán nada.
Y empezaba a hablar fuertemente en ruso para demostrarles lo que diría. Los demás le escuchaban y entonces Sunia le decía secamente que se callase.
—En esta casa sólo hablamos coreano —dijo, sin hacer caso de las furiosas y hoscas miradas de Sacha.
Pero todos se impacientaban fácilmente en aquellos días amargos, una dolorosa ansiedad los consumía como fiebre.
Luego, de pronto, el día nueve del mismo mes, en septiembre, se les anunció que los americanos llegaban al fin. Iban a entrar en el puerto de Inchon. El pueblo preparaba en todas partes estandartes y banderas coreanas, flores, regalos. Sin embargo, nadie se atrevía a salir de casa porque el Gobernador general japonés había pedido a los americanos que le dejasen el control de la policía para que los coreanos no pudiesen tomar represalias sobre los 600.000 japoneses que vivían en el sur de Corea. Le fue concedido el permiso. Los coreanos se quedaron en sus casas sin tomar represalias. Aquel pueblo era demasiado orgulloso para una venganza tan ínfima.
Luego, el Gobernador general dio otra orden prohibiéndoles ir a recibir a los americanos.
—Esto no podemos cumplirlo —declaró Yul-chun.
En el día señalado, Il-han, su hijo y sus nietos fueron a los muelles de Inchon vistiendo ropas coreanas. Sunia había cortado flores del jardín e Il-han llevaba en su mano derecha un ramo, pero Yul-chun llevaba una bandera coreana, escondida durante todos aquellos años, y Liang una americana. Sólo Sacha iba con las manos vacías.
Cuando llegaron a los muelles encontraron unos quinientos coreanos cuidadosamente escogidos en secreto para representar al pueblo y recibir a los americanos. Todos llevaban flores y regalos de los que no podían ir. Agitaban estandartes de bienvenida.
El sol brillaba sobre la tierra y el agua haciendo el verde más vivo y el mar tan azul como el cielo. El gran barco americano con las banderas ondeando al viento estaba anclado en el puerto, todos permanecían silenciosos y quietos, esperando que bajasen la pasarela. A la derecha, los oficiales japoneses con uniformes de gala y el Gobernador general al frente con la espada en el cinto. A la izquierda la policía japonesa contenía a los coreanos, unas quinientas personas.
No pudieron contenerlos. Cuando el general americano apareció en la pasarela, los coreanos se adelantaron agitando sus banderas para saludarlo. En aquel momento la policía levantó los fusiles e hizo fuego. Cinco coreanos cayeron al suelo heridos, su sangre manchó los regalos y banderas.
Lo que Il-han, Yul-chun y los dos jóvenes vieron era increíble, pero no tenían más remedio que creer lo que veían con sus propios ojos. El general americano, bajando de su barco, no reprobó ni impidió la acción de la policía japonesa. En lugar de ello mandó que «controlasen al populacho». Los coreanos que habían ido a recibirle fueron dispersados por la policía y los oficiales japoneses que esperaban se convirtieron en sus anfitriones. Con sus propios ojos, Il-han, Yul-chun y los dos jóvenes vieron y oyeron que el general americano decía a los oficiales japoneses que continuasen en sus puestos hasta que él formase un gobierno militar. No habló a los coreanos ni pareció verlos. Il-han, Yul-chun, Sacha y Liang estaban juntos en la puerta de una casa. Estaba cerrada pero se habían refugiado allí cuando la policía dispersó a los coreanos. Se miraron unos a otros con las banderas y flores colgando de sus manos.
—¿Qué hacemos ahora, abuelo? —preguntó Liang.
—Iremos a casa otra vez —contestó Il-han echando las flores a una zanja—. Dobla tu bandera —dijo a Yul-chun—. La guardaremos para otro día.
Iban a hacer esto, cuando Yul-chun se volvió, indeciso, y vio al americano aceptar la espada del Gobernador general. Le oyó hablar afablemente a los japoneses ignorando a los coreanos. Vio las banderas caídas en el polvo y las flores aplastadas, y enloqueció. Echó a correr agitando la bandera coreana y gritando ¡Mansei!… ¡Mansei! …
No pudo gritar más. Los fusiles se levantaron, sonaron unos disparos y cayó al suelo muerto. Liang corrió hacia él y quién sabe lo que podía haberle pasado si su jefe del hospital no le hubiera salvado. Entre los coreanos, pero algo aparte de ellos, había varios americanos, misioneros, profesores y doctores, y entre ellos el doctor que corrió a detener a Liang.
—¡Váyase! —le dijo el americano—, váyase antes de que disparen otra vez. Déjele. Lo llevaré al hospital, pero aprisa, aprisa, estoy en malas relaciones con ellos, no podría salvarle.
Liang tuvo que obedecer porque además Il-han había caído al suelo y Sacha no podía levantarlo. Los dos jóvenes lo llevaron al hospital y esperaron que trajesen el cadáver de Yul-chun.
Liang consolaba a su abuelo diciéndole:
—Mi tío escogió morir así.
Pero Il-han rechazaba su consuelo.
—¿Crees acaso que necesito que me consuelen? ¡Cállate! Pero no hubo silencio, porque detrás de ellos vinieron los que habían quedado llorando y protestando por la muerte de la «Caña Viviente».
—¿Quién ocupará su lugar? —preguntó Il-han.
Era el día del entierro y estaban de vuelta a casa. Yul-chun reposaba ahora en la colina aliado de su abuelo. Habían ido gentes de todas partes para dar el pésame a su padre y asistir al entierro.
—Ninguno, ninguno —sollozó Sunia—. Hemos perdido a nuestros hijos.
Estaban en la habitación principal de la casa esperando que Ippun les sirviese té caliente. De pronto oyeron voces coléricas en el jardín.
—¿Cómo te atreves a ir al Norte?
—¿Es posible que sea nuestro Liang? —susurró Sunia.
—¡Chist! —dijo Il-han.
Estaban sentados juntos y alargó la mano para coger la de Sunia mientras escuchaban.
Los jóvenes se peleaban en el jardín y, en la oscuridad, los dos ancianos los oyeron jadear y gritar de rabia.
—Sacha matará a nuestro Liang —murmuró Sunia.
Se levantó haciendo un esfuerzo y con paso vacilante fue a la puerta.
—¡Eh! —gritó con su alta y temblorosa voz. No la oyeron e Il-han fue a su lado.
—¿Por qué se pelearán ahora? —preguntó Il-han.
—¡Quién sabe!
Sunia intentó verlos haciendo pantalla con las manos. Estaban en el suelo, luchando. Empezó a llorar.
—Matará a nuestro Liang.
Pero Liang estaba a horcajadas sobre Sacha, le agarraba por los hombros golpeándole la cabeza contra el duro suelo.
—¡Tú! —gruñía Sacha entre dientes—, no tienes orgullo, tú… tú… vives aquí… los americanos… te insultan… no tienes vergüenza… Saca… tus manos… tus manos de… mi garganta.
Il-han apartó a Sunia. Fue hacia los jóvenes y trató de separarlos con toda su fuerza.
—¿Tendré que veros luchar en mi propia casa? ¿Vamos a estar luchando siempre los unos contra los otros?
Con el sonido de su voz, Liang volvió en sí. Se levantó respirando entrecortadamente.
—Abuelo —empezó, pero no pudo continuar.
Sacha también se levantó y se colocó su vieja mochila sobre los hombros. Il-han vio que llevaba de nuevo la ropa con la que vino, pantalones anchos, botas altas y túnica con cinturón.
—Traidor —le gritaba Sacha a Liang—. Blanco, tonto, estás lleno de amor, de estúpido amor. Perro inmundo. ¡Escupo en ti! Escupo en todos vosotros.
Escupió en el polvo a sus pies y cogiendo su mochila corrió hacia la puerta abierta.
Liang recogió del suelo una pequeña hoja de papel.
—Fue esto lo que le volvió loco, fue esto, después del entierro de su padre. Era demasiado, lo sé, y, ¿por qué lo hice yo? ¿Cómo pude? Yo mismo no puedo entenderlo.
Il-han tomó el papel de sus manos y lo leyó a la luz de la linterna. Era un cablegrama de París que decía: «¿Estás vivo?». Sacudió la cabeza.
—No puedo hacer nada. Y se lo devolvió a Liang.
—Entremos —dijo Sunia.
Pero Liang no le hizo caso. Se sentó en un banco de piedra y apoyó la cabeza entre las manos, tampoco le hizo caso Il-han. Fue hasta la verja y miró en la oscuridad, la oscuridad en que Sacha se había sumergido.
—¿Qué es la independencia? —se preguntó. Hizo una pausa y se contestó a sí mismo—: ¿Independencia? ¡Un pensamiento feliz!
—Entrad —repitió Sunia, y cogiendo de la mano a Il-han, lo hizo entrar en la casa—. Ven, viejecito mío —le dijo arrastrándole—. Ven, mi querido viejecito.
Le ayudó a sentarse. Ippun entró con la tetera y encendió una vela. Fuera, en el jardín, Liang estaba reanimándose. Sintió el frío viento nocturno y oyó el primer canto de un grillo.
Sacha no volvería, habían perdido a Sacha. Lo temió al ver su cara cuando bajaron el féretro al sepulcro. Lo comprendió cuando Sacha, sollozando, se abrió paso entre la respetuosa multitud. Le siguió tan aprisa como pudo, pero Sacha llegó antes que él a casa y recibió el cablegrama de Mariko de manos del portero. Lo esperaba en la puerta para saltar sobre él, furioso por los celos, acusándole, y de pronto se encontraron intentando matarse.
El arrugado papel había caído de sus manos. Lo vio en el suelo, lo recogió, lo alisó y leyó de nuevo.
«Estás vivo». Estas eran las palabras. Las había mandado en broma quizás, o quizá por amor. Eran bastante seguras. Las escogió por azar, por alegría o por soledad. De pronto comprendió, como si se lo dijese una voz.
¿Estás vivo? ¿Vivo? Su tío fue «La Caña Viviente». Incluso ahora, cuando yacía en la sepultura, la gente murmuraba aquellas palabras, alguien contó la leyenda del bambú que había brotado entre las piedras de la cárcel de la que se escapó años atrás. De su féretro no podía escapar y el pueblo estaba de luto. Pero sólo unos días antes, Liang lo recordaba ahora, su tío le recordó, aunque tímidamente, su vuelta una noche, cuando en secreto fue a ver a su hermano y cómo él, Liang, entonces un bebé, pareció recordarle, aunque nunca le había visto.
—Te echaste en mis brazos, pusiste tus manos en mis mejillas, me conocías de otra vida.
Él también lo recordaba. Otras veces, Yul-chun hablaba de la herencia de los coreanos patriotas.
—En primavera —le parecía aún oír a su tío—, en primavera las viejas raíces de bambú hacen brotar un nuevo tallo verde. Ha sido así y así será mientras haya hombres sobre la tierra. Entra en casa —le decía su abuela—. Entra, Liang, y cierra la puerta.
Se levantó pero se detuvo en la puerta. Ya se había recobrado.
—Vaya la ciudad. Pediré a mi amigo… mi amigo americano que envíe un mensaje por mí.
—¿Qué mensaje? —preguntó Il-han.
—Que estoy vivo.
—Es demasiado tarde —se quejó Sunia.
—No será demasiado tarde mientras viva.
Y diciéndoles adiós marchó solo y les dejó con Ippun.
En el cielo brillaba la luna llena y detrás de la luna una estrella, la misma estrella de siempre, inmóvil.