Abrió las puertas y miró fuera. Caía una ligera lluvia y la oscuridad era densa. Encendió la linterna de piedra de la puerta y esperó hasta ver a los que esperaba. Un hombre salió de las tinieblas conduciendo unos veinte niños de diferentes edades, todos chicos. Andaban en silencio. Aquel hombre miró a derecha e izquierda y luego habló en voz baja:
—Hemos visto una luz lejana.
—¿En qué dirección? —preguntó Il-han, también en voz baja.
—Al norte.
—¿Una luz movediza?
—Sí, pero una sola, aunque un espía basta.
—Me quedaré con los niños aquí hasta el amanecer, luego los sacaré separadamente —dijo Il-han.
El hombre movió la cabeza y desapareció otra vez. Il-han condujo a los niños dentro de la casa mirándolos uno a uno. Acostumbrados al silencio, pasaron gravemente a su lado y entraron en la habitación. Los siguió, apagando primero la luz de la linterna. Luego cerró aprisa las puertas. Los niños estaban ya sentados en el suelo. Se sentó frente a ellos en un cojín y abrió el libro empezando a hablar en voz baja.
—Anoche os hablé del rey Sejong, de su grandeza y de cómo fortaleció el país bajo un beneficioso gobierno.
Continuó hablando de historia durante una hora. Luego cerró el libro y recitó poesías. Aquella noche había escogido un famoso poema de finales de la época Koryo, escrito en estilo Sijo.
—Es un estilo singular —explicó a sus alumnos—, porque aquellos tiempos eran como los nuestros, tiempos agitados en que los poetas no podían escribir largos poemas en el antiguo estilo Kyouggi y expresaron sus sentimientos de una manera corta e intensa. Existen solamente unos diez poemas en Sijo, y entre ellos he escogido uno escrito por Chong Mung-ju, ministro de Koryo y leal a su rey. Escuchadme, niños, os recitaré el poema y luego, línea por línea, lo repetiréis.
Cerró los ojos, cruzó las manos y empezó a recitar:
Aunque esta forma muera y muera.
Aunque yo muera cien muertes.
Mi alma esté muerta o viva.
Nada puede hacer que este corazón mío.
Se divida contra su rey.
Abrió los ojos y recitó de nuevo línea por línea, en tanto las frescas voces de los niños lo repetían después y se dio cuenta de que eran bajas por el miedo, porque lo que estaban haciendo estaba prohibido.
Los gobernantes extranjeros habían reformado las escuelas.
No se hablaría coreano, sino japonés y los libros eran japoneses. Si intelectuales como Il-han no enseñaban a los niños en secreto, en la oscuridad de la noche, crecerían en la ignorancia de su propia lengua, su propio pasado y al fin dejarían de ser coreanos.
Cuando hubieron aprendido el poema, y lo aprendieron pronto porque a los niños les gusta aprender lo que está prohibido, les expuso su significado y como todos ellos, al igual que aquel ministro, deberían ser leales al rey aunque ahora viviese coaccionado y lo fuese sólo de nombre.
—El corazón de nuestro rey está con nosotros —les dijo—. La prueba está en el licenciamiento de nuestras tropas. El general del ejército imperial mandó que nuestro ejército fuera desarmado de una manera ruda y deshonrosa, como ya sabéis. Nuestro rey se vio forzado a firmar la orden del desarme. Sin embargo, sólo algunos días después apareció en su coronación japonesa llevando el uniforme del ejército licenciado. Entretanto, nuestros soldados van errantes contando su deshonor al pueblo, una mancha que algún día tendremos que borrar. Recordadlo, niños, aunque no conste por escrito. Hace dos años nuestro ejército, setenta mil hombres, fue licenciado por los invasores. Cada uno recibió diez yens y se le envió a su casa. La mayoría marchó a otros países a esperar que llegase la hora de nuestra libertad y muchos miles se fueron a Manchuria donde hay tierra.
De esta manera, Il-han y muchos como él informaban a los jóvenes de la grandeza de sus antepasados y de la desgracia del presente. Ellos, los jóvenes, no debían cesar de rebelarse contra los invasores que se habían apoderado del país.
—Estamos muy por encima de estos ínfimos gobernantes extranjeros —continuó Il-han—. Aunque nos traten como siervos y esclavos, no somos lo que ellos quieren que seamos. No sería justo creer que todos los japoneses son de tan poca categoría como los que nos gobiernan. No tienen bastantes hombres para gobernar su país con grandeza y no pueden dejarnos los mejores. Aquí están los más bajos, los ignorantes, los codiciosos y tenemos que soportarlos, pero vendrá el día en que los echaremos.
—¿Cómo? —preguntó uno de los muchachos.
—Esto lo decidiréis vosotros —contestó Il-han.
—¿Por qué se apoderaron de nuestro país? —preguntó otro.
Era un rebelde nato, pero Il-han era demasiado justo para no enseñarle la otra cara de la verdad.
—¡Ay! —dijo—, todas las cosas tienen dos caras. Imaginad que fuerais japoneses. Entonces os habrían enseñado que era esencial para el Japón controlar a Corea, porque nuestro país es una daga apuntada a su corazón. Rusia también desea Corea, siempre la deseó, recordadlo, pero imaginad que sois un japonés y vuestro profesor os está diciendo: «Nosotros los japoneses no podemos tolerar que los rusos estén tan cerca, en Corea, por esto luchamos con Rusia, ganamos y el mundo nos aclamó. Fue necesario mandar a nuestras tropas a través de Corea».
—Podían haberlas retirado cuando ganaron la guerra —interrumpió un muchacho.
Il-han levantó la mano.
—Recordad que de momento ahora somos japoneses. El profesor diría. «Si hubiésemos sacado nuestras tropas de Corea, Rusia habría vuelto. No, Corea debe continuar siendo nuestro bastión, además necesitamos más tierra para nuestra población que está siempre aumentando y precisamos nuevos mercados».
Se interrumpió y suspiró profundamente.
—No puedo continuar imaginando. ¡Somos patriotas coreanos!
—¿Por qué no luchamos contra los japoneses? —preguntó otro atrevido muchacho.
—Nuestro pecado fueron las disensiones. Disentíamos sobre la manera de vencer a nuestros enemigos y conservar la libertad. La lucha de un clan familiar contra otro ha dividido a nuestra nación durante siglos. Divididos, sucumbimos. Nuestro propio pueblo se levantó contra la corrupción yangban. Bien, todo ha terminado. Ya no existen aquellas grandes familias, los Yi, los Min, los Pak, los Kim, los Choi, y con ellos los Silhak, los Tonghak y todas las demás facciones. Nos une a todos el mismo anhelo de independencia y odiamos a los japoneses en lugar de odiarnos unos a otros. Quizá será más fácil así.
Pasaron las horas. Escuchando siempre por si oían pasos desconocidos y vigilando la puerta. Il-han les enseñaba el coreano y su escritura hangul hasta que amanecía. Había pensado dejarles dormir un rato, pero amaneció muy pronto. Sunia estaba en la cocina y uno de los viejos criados que les quedaban sacó la cabeza por la puerta para avisar a Il-han de que salía el sol. Il-han miró hacia arriba sorprendido.
—Os he retenido toda la noche, niños —dijo—, y no haréis nada en la escuela hoy. Esta noche no vengáis. Dormid y nos veremos mañana. Ahora iros uno a uno para no llamar la atención.
Los miró marchar en distintas direcciones para que nadie sospechase que les enseñaba en secreto. Cuando el sol estuvo lo bastante alto para brillar sobre las montañas ya se había marchado el último alumno. Se sintió repentinamente cansado y fue Sunia quien le hizo darse cuenta. Llegó limpiamente vestida, con aspecto muy activo.
—¿Cuánto tiempo continuarás con las clases? —exclamó—. Pareces un viejo.
—Me siento viejo —dijo— muy viejo.
—Sólo tienes cincuenta y cuatro años —replicó—. Y te ruego que no lo digas porque entonces me haces vieja a mí. Tómate esta sopa de ginseng. ¿Por qué retuviste a los alumnos toda la noche?
Cogió el bol de sopa, sopló y bebió.
—Vimos una luz que se movía. No pudimos averiguar lo que era.
—Si me hubieses llamado —dijo algo enfadada—, podría haberte dicho que nuestro hijo menor está aquí. Vino por la puerta trasera con una linterna.
—¿Yul-han? ¿Por qué no le hiciste entrar?
—Me lo prohibió.
Estaba limpiando la habitación mientras hablaba, recogiendo trozos de papel que los niños habían dejado, arreglando los cojines y sacando el polvo de la mesa.
—¿Prohibido?
—Estás tomando la costumbre de repetir lo que digo. Sí, me lo prohibió.
La miró dulcemente. La tensión, el vivir en constante temor de una llamada a la puerta, el secreto, la pobreza, habían convertido a su Sunia en una mujer cansada e irritable. Sintió un renovado amor por ella, tierno y piadoso. No tenía sus íntimos recursos, el refugio en la calma de la poesía y la música. Alzó la mano y la cogió de la falda.
—Mi fiel esposa —murmuró.
Las lágrimas acudieron a sus ojos, pero no quiso dejarlas correr.
—No has comido, estoy olvidando mi deber —se dirigió rápidamente hacia la puerta, pero se detuvo de pronto—. ¿Le digo a Yul-han que entre ahora?
—Sí, hazlo.
Antes de que volviese entró su hijo menor. Yul-han era el nombre que se le dio cuando empezó a ir a la escuela, y le sentaba bien de sonido y de significado, «Paz primaveral».
Entonces, a los veintinueve años no era ni alto ni bajo, delgado, fuerte, de cara redonda y agradable sin ser hermosa. Usaba vestidos occidentales como hacían muchos jóvenes en aquellos tiempos bajo el gobierno japonés. Un traje de paño gris, pantalón y chaqueta, una camisa azul de cuello bajo y zapatos de cuero. Tenía un aspecto raro, el aspecto de alguien sin nacionalidad. A Il-han, aunque no lo decía, le desagradaba verle tales vestidos. ¿Significaba que evitaba declararse coreano? ¿Era su hijo tan prudente que evitaba molestias vistiendo de esta manera tan vaga? No quiso contestarse a esta pregunta de índole tan privada.
—Padre —dijo Yul-han y saludó.
—Siéntate, hijo —contestó Il-han e inclinó la cabeza—. ¿Has comido?
—Aún no. Vine pronto porque debo volver a mi escuela.
Il-han no contestó. Su hijo era profesor en una escuela donde, como en todas, se daban las clases en japonés y el plan de estudios lo hacía el Ministerio de Educación japonés. Cuando Yul-han le dijo por primera vez que había aceptado este cargo, Il-han se enfureció terriblemente. Nunca había estado tan furioso.
—¿Te vendes a los invasores? —exclamó.
—Te ruego que consideres mi herencia, la herencia de toda mi generación. ¿Qué nos dejasteis vosotros? Un gobierno podrido por la corrupción y un pueblo oprimido por los yangban. Impuestos sobre todo, pero el dinero obtenido nunca se gastaba para el pueblo. ¿Es raro que el pueblo esté siempre amotinándose y levantándose? ¿Es que hay paz en provincias? ¿Es raro que hayamos estado divididos durante generaciones enteras por una controversia de partidos? ¿Qué significaba sino que estábamos desesperados? Sí, escogí el Il Chon Hui porque de todos nuestros enemigos prefiero a los japoneses. Al menos tratan de ordenar nuestro antiguo caos. El mayor desorden está en nuestras finanzas nacionales. Doscientos japoneses están diseminados por el país buscando nuevas cifras. ¿Por qué digo nuevas? No hay cifras. Nadie sabe cuánto dinero se recoge en impuestos o cuanto se gasta. En cuanto a la propiedad, obtuvimos nuestras tierras porque éramos yangban y tú tuviste especial influencia en la corte.
Allí Il-han le interrumpió:
—Si insinúas que yo, tu padre, estoy corrompido…
—La corrupción es anterior a tu generación y a la de mi abuelo —dijo Yul-han—. Ya no se hacía ninguna distinción entre corte y propiedad gubernamental, Estado y propiedades privadas, o Estado y propiedades imperiales. Pero no sé por qué te cuento esto, tú ya sabes que los magistrados recogían los impuestos como querían y los gastaban a su gusto. Impuestos sobre la tierra, impuestos sobre las casas, pero nosotros, ¿hemos pagado alguna vez impuestos?
—Repites las quejas de tu hermano —contestó Il-han.
Padre e hijo quedaron silenciosos. Todos en la casa estaban apenados porque nadie sabía dónde estaba Yul-chun. No se sabía si había muerto como tantos otros jóvenes al entrar los invasores. Si estaba vivo tendría que continuar en el exilio porque los invasores sabían el nombre de todos los que se habían opuesto a ellos. Durante la guerra con China, los japoneses pasaron por Corea y cuando vencieron, Rusia temerosa de que el Japón se apoderase del país, envió sus tropas a combatirle. El Japón había triplicado sus fuerzas para declarar la guerra a Rusia y venció ganándose la admiración de los poderes occidentales, especialmente de los Estados Unidos, cuyos ciudadanos aplaudieron a la valerosa pequeña nación que se atrevió a combatir al gigante ruso. En su admiración los americanos olvidaron su tratado de protección que prometía la libertad a Corea. Habían prometido que si cualquier país se conducía injusta u opresivamente con Corea, su gobierno intentaría lograr un arreglo amistoso.
Estas palabras tan vagas no significaban nada, le dijo Il-han al rey por aquel entonces y el resultado le dio la razón porque el rey, desesperado cuando llegaron los invasores, llamó a los americanos, a un americano, Homer Hubbert, jefe de la escuela del Gobierno en Seul. Homer Hubbert fue a Washington para hablar en favor de los coreanos que él, aunque extranjero, había aprendido a amar. El presidente Theodore Roosevelt no le recibió y su secretario de Estado sólo dijo que los Estados Unidos no intervendrían en Corea. Más tarde este mismo presidente hizo abiertamente la siguiente declaración: «Corea es enteramente japonesa». Sin embargo, por el tratado había sido solemnemente convenido que Corea sería independiente. Nadie ayudó a Corea y el Japón sostenía que tenía el deber para con sus hijos y los hijos de sus hijos de anular el tratado; así se anexionó el país. El primer gobernador japonés que llegó a Corea rompió el tratado y dejó volar los trocitos de papel. «Somos civilizados», dijo, y para probarlo no hizo decapitar al rey ni a su infeliz hijo. Les concedió una anualidad y los dos vivían en palacio.
Hoy, recordando aquella pregunta no contestada, Il-han miró a su hijo algo burlonamente.
—Quizá te gustará saber que ayer los recaudadores de impuestos japoneses vinieron a recoger los míos.
La cara del joven reflejó preocupación.
—¿Tenías dinero?
—No —dijo Il-han calmosamente—. No tengo dinero.
—¿Entonces?
—Les di una hipoteca sobre el campo grande al norte del pueblo.
Yul-han parecía serio.
—Debes contar regularmente con los impuestos. Con tierra o sin tierra, hay que admitir que el dinero se usa bien. Las calles han mejorado mucho, no conocerías la ciudad ahora. No estamos sumergidos en barro cuando llueve, las calles no son alcantarillas ni vertederos y están construyendo carreteras. Hasta han mejorado los caminos y plantan árboles.
—No tengo la intención de viajar —contestó Il-han—. ¿Por qué tengo que pagar carreteras? Te digo que no tengo dinero.
—Aumentará el valor de la moneda con la reforma.
—Te ruego que no me hables de reformas —dijo fríamente Il-han—. He vivido mejor con carreteras fangosas, impuestos mal empleados y los viejos males de siempre que ahora aplastados por la opresión del invasor que está robando las tierras de nuestro pueblo.
—No exactamente robando —dijo Yul-han.
—Yo lo llamo robar cuando entrego mi tierra bajo presión.
—¿No podías pedir un préstamo? —sugirió Yul-han.
—No —dijo Il-han duramente—. No quiero caer en el abismo. Ya sabes cómo es nuestro pueblo, siempre está dispuesto a pedir dinero prestado, incluso cuando no lo necesita, acepta y ofrece préstamos sin pensar en cómo pagará. Luego cuando tiene que pagar pierde la tierra.
—Sin embargo, este era el viejo sistema de los yangban —replicó Yul-han—. No puedes negar que nuestros antepasados se procuraron así nuestras tierras. ¿Cómo podríamos de otro modo tener tantas?
Como no podía negarlo se enfadó.
—Al fin y al cabo nuestros antepasados eran nuestros propios nobles yangban y no enanos de islas extranjeras.
—Cállate.
Yul-han miró a su alrededor antes de hablar. Se inclinó hacia adelante.
—Padre, me crees un traidor. No lo soy, yo… nosotros… mis amigos, cuando los actuales gobernantes hayan hecho las reformas que necesitamos, recobraremos nuestro país. Debemos servirnos de ellos para aprender a dirigir una nación moderna y cuando hayamos aprendido…
Padre e hijo se miraron a los ojos, pero antes de que pudiesen hablar entró Sunia llevando una bandeja con dos bols de humeante arroz.
—¿Se lo has dicho ya a tu padre? —preguntó Sunia.
—No, hemos hablado de otras cosas.
—¿De qué otras cosas tenías que hablar? —preguntó. Estaba de pie secándose las manos en el delantal—. Il-han, este hijo nuestro quiere casarse. Al fin quiere casarse.
Era la preocupación de Sunia últimamente. El gobernador japonés había ordenado que los casamientos prematuros entre coreanos fuesen suprimidos.
—Los casamientos prematuros engendran niños débiles —declaró.
Por esto Yul-han se había negado a casarse demasiado pronto.
—¿Es que no vamos a tener nietos? —dijo Sunia cuando rehusó por primera vez—. ¿No voy a tener una nuera que me ayude en el trabajo de la casa? ¿Y quién cuidará de ti cuando seas viejo?
—Madre —contestó Yul-han con su paciencia habitual—, tus nietos serán más fuertes y mejores si sus padres no son demasiado jóvenes.
—Ahora los jóvenes tenéis respuesta para todo —dijo Sunia amargamente.
Sunia repitió:
—Quiere casarse al fin. ¿Aunque quién le querrá a esta edad? Veintinueve años. Podríamos tener nietos de diez años. Ya es hora de pensar en los nietos.
Ninguno de los hombres habló. Cambiaron miradas de mutua y masculina comprensión. ¿Por qué las mujeres sólo pensarían en traer niños y más niños al mundo? Su única preocupación era la función creadora, ¡hasta Sunia!
Se calló un momento para acercar un cojín:
—Comed, entretanto hablaré. ¿A quién buscaremos para nuestro hijo? Tengo una idea…
Yul-han había cogido los palillos, pero los dejó de nuevo.
—Madre, no necesitas buscar, ya he encontrado la mujer que quiero.
Sunia se quedó con la boca abierta.
—¿Tú? ¿Cómo has podido?
—He podido, madre —dijo Yul-han bromeando— y te gustará. Es también profesora, pero en la escuela de niñas.
—No me gustará —dijo Sunia—. Una profesora. Lo que deseo es una buena nuera aquí en casa. ¿Cómo podré cuidara tus hijos si vives en la ciudad?
—¡Cuánta prisa! —exclamó Yul-han riendo—. Aún no me he casado. Y quizá no me quiera. Aún no le he hablado.
Esto indignó a Sunia. ¿Cómo se atrevería a no querer a su hijo?
—¿Dónde vive? ¿Cuál es su nombre? La visitaré.
—Vive en la capital —dijo Yul-han—. El nombre de su familia es Choi. Su nombre es…
—No me digas su nombre, aún no —mandó Sunia—. Ya habrá tiempo cuando sea mi nuera.
Yul-han cedió, sonrió y cogió los palillos otra vez.
—Llegaré tarde a la escuela —observó. Comió su arroz y su kimchee y se despidió.
Andaba hacia la ciudad aprisa y alegremente. A pesar de los malos tiempos se sentía aliviado. Había dicho la verdad. Sus padres sabían que había escogido su propia mujer. Hasta que lo supieron no se sintió capaz de romper las tradiciones y acercarse a Induk él mismo. No habían estado nunca solos, pero en las reuniones de profesores habían hablado y luego, cuando supo que su familia era cristiana, fue varios domingos al templo cristiano, en la calle principal de la ciudad. Hombres y mujeres se sentaban separados. Descubrió que las señoras Choi se sentaban en la segunda fila y fue temprano para estar tan cerca de Induk como fuese posible. Veía sólo su suave nuca y la trenza de su negro cabello, cuando cantaba los himnos. A veces veía su perfil, su pequeña y recta nariz, sus labios entreabiertos y la redonda barbilla de un blanco crema. Era alta para ser mujer, pero esbelta y usaba siempre vestido coreano. El último domingo se entretuvo en la puerta de la iglesia para verla y lo detuvo el misionero americano. Este hombre, un rudo sacerdote de cabellos, cejas y barba rojas le tomó de la mano y le habló con voz retumbante.
—Amigo, ha venido varias veces. Bienvenido sea. ¿Desea conocer a Jesús?
Yul-han se turbó y sólo pudo sonreír. En este momento salió Induk. Viendo lo que pasaba se acercó y le presentó.
—Doctor Maclane, este es Yul-han, profesor en la escuela de niños.
—¿Desea ser cristiano? —repitió el misionero.
—Déjeme descubrirlo —dijo Induk riendo. Sus ojos oscuros y vivos cambiaron una mirada con los de Yul-han.
—Bueno, bueno —dijo el misionero cordialmente. Sus ojillos azules ya seguían a otras personas, soltó a Yul-han y se alejó rápidamente.
Se habían comprendido y se arreglaron rápidamente para encontrarse una tarde en una clase desierta. Por casualidad, Induk andaba por un corredor dirigiéndose a su casa y viéndola a distancia Yu-han la siguió.
—¡Señorita Choi!
Ella se volvió y esperó.
—¿No empezará a hacer de mí un cristiano? —preguntó con travesura.
Disfrutó de su risa fresca y libre.
—¿Desea serlo? —preguntó.
—¿Cree que me haría mejor?
—No sé cómo es —replicó burlona.
Le gustó su franqueza y su humor y pasearon juntos, conscientes los dos de su decisión de ser modernos. No era fácil romper el muro de la tradición entre hombre y mujer. Induk lo impresionaba demasiado como mujer, lo deslumbraba. La blancura de su piel, el brillo de su negro cabello, la delicadeza de sus pequeñas orejas, su pequeño cuerpo moviéndose graciosamente al andar, su perfume, la dulzura de su aliento. Todo en ella era femenino, cálido, fuerte. Se pararon involuntariamente ante la puerta de una clase vacía, movidos por un mismo impulso entraron y se sentaron en el fondo. La puerta estaba abierta, pero los que pasaban no podían verles. Era peligroso, pero no podían separarse en este su primer embeleso. Lo que dijeron en estos minutos en que estuvieron solos era sencillo, sin consecuencias, pero él recordó todas sus palabras.
—¿Le gusta dar clase a las niñas?
Una pregunta estúpida se dijo en cuanto la hubo hecho, porque ¿a quién iba a enseñar sino a niñas?
—Me gusta enseñar —dijo ella.
—A mí también.
Se callaron y luego fue ella quien empezó.
—No se haga cristiano a menos que lo desee. Debe seguir su corazón.
—¿Qué ventajas tiene ser cristiano? —preguntó.
—Es difícil decirlo. Mi familia es cristiana y he crecido entre cristianos. Creemos en Dios y esto nos conforta. En la iglesia nos reunimos con otros que también creen en Él.
—¿Cuáles son sus doctrinas?
—No puedo explicárselas en unos minutos. ¿Ha leído el Nuevo Testamento?
—No he leído nada de la religión cristiana. Para mí el cristianismo es una religión extranjera.
—Nada que nos hable de Dios puede ser extranjero. Traeré mañana mi Nuevo Testamento y podrá leerlo. Ahora debemos irnos.
Se levantó y no tuvo más remedio que seguirla. Cuando se separaron en la puerta se marchó hechizado y estuvo soñando con ella hasta el día siguiente, pero aquel día no la vio. Sobre su pupitre había un pequeño paquete dirigido a él. Lo abrió y encontró el libro. No había ninguna carta.
Empezó a leer aquella misma tarde y estaba casi terminando, una noche más y al, día siguiente la encontraría y le diría:
—He leído el libro. Ahora hablemos.
Cuando su hijo se marchó, Sunia se volvió a Il-han y dijo:
—Ve a la ciudad y entérate de qué clase de familia son los Choi, cómo viven, cómo es su casa, qué dicen de ellos los vecinos y cómo son. Choi es un nombre del Norte. Nosotros somos del Sur. ¿Es que vamos a aceptar una nuera del Norte?
Il-han estaba muy trastornado por todo lo que Yul-han le había dicho antes de que Sunia entrase. No podía olvidar las acusaciones que su apacible hijo hizo contra la generación de su padre y anhelaba hacer algunas reparaciones al menos.
—Sunia —dijo—. Iré, iré a ver la casa y consultaré con los vecinos, pero ya es hora que olvides quién es del Norte y quién es del Sur. Recordemos sólo que todos somos coreanos.
Como Sunia no le dejaba en paz cuando se le había metido algo en la cabeza, tres días después fue a la ciudad. No había estado allí desde hacía mucho tiempo. Estaba tal como Yul-han había dicho. Las calles nuevas y limpias. Había muchos cambios. En todas partes vio tiendas nuevas donde comerciantes japoneses vendían sus mercancías y lo mismo ocurría en todo el país. Lo primero que notó fue que, de todas las partes de la ciudad, el barrio donde vivían los japoneses era el más próspero: de un grupo de casas pasó a convertirse en una ciudad dentro de la ciudad. Preguntó a un transeúnte que le contó que el gobernador general vivía en la legación japonesa. Mirando por las verjas abiertas, aunque guardadas por soldados japoneses, vio que habían agrandado y embellecido los jardines.
—Siga, viejo, siga, no está permitido detenerse aquí —le gritaron los soldados.
Continuó su camino. Enfrente de este palacio, en una colina, había otras construcciones. Se volvió a detener.
—¿Qué son estos nuevos edificios? —preguntó.
—Las oficinas y cuarteles del gobernador general, el noble conde Terauchi —contestó el guardia—. ¿No conoces el Yokanfu? Debes ser un campesino.
Il-han no contestó. Lo que el ignorante guardia no sabía era que en este lugar, centro de un gobierno extranjero establecido por invasores, ya hubo una vez un castillo perteneciente a los mismos invasores en tiempo de Hideyoshi, durante la invasión de Taiko Sama. Su lugarteniente más capacitado, Kato Kyomasu, había construido allí un castillo. El castillo fue destruido al ser rechazados los invasores, pero habían vuelto y habían instalado un gobierno en el mismo lugar. Su pueblo era orgulloso, pero había sido dominado. ¿Era casualidad o era el destino?
—¿Cómo has podido enterarte de tan pocas cosas? —le preguntó Sunia cuando volvió. Sus ojos brillaban de indignación.
—Vas a la ciudad, estás fuera durante horas y luego vuelves para decirme que la casa es como otras y que aunque los vecinos hablan bien de los Choi, olvidaste preguntar de dónde provienen.
—Ya te dije que han vivido en la misma casa durante seis generaciones —contestó Il-han. Estaba muy cansado, pero sabía que no podría descansar hasta haber contestado a las preguntas de Sunia.
—¿No viste a ninguno de ellos? —preguntó esta.
—Me dijiste que no entrara.
—Podías haber mirado por la cancela.
—Ya miré. Vi dos criados y una joven cortando flores.
—Puede que fuera ella —exclamó Sunia.
—Puede ser —convino.
—¿Era bonita?
—Mira, Sunia, no sé qué contestarte. Si digo que sí, no estarás contenta de mi aguda vista. Si digo que no, me culparás de no haber visto nada. Sólo sé que parecía alegre y saludable.
—¿Tenía la cara redonda o larga?
—No sabría decirlo. Era una cara con las facciones necesarias.
—¡Oh! —dijo Sunia—. ¿Tendré que admitir una nuera que tenga sólo una cara con las facciones necesarias?
Se rio y luego, como estaba tan cansado y preocupado por cosas que no le podía explicar, continuó riendo hasta que Sunia se alarmó.
—¿Has bebido? —preguntó.
—No, no —dijo secándose las lágrimas— sólo me río.
—De mí, me temo.
—De las mujeres —dijo—. Los hombres siempre se ríen de las mujeres. Esto es todo.
—A pesar de haber vivido tanto tiempo contigo —suspiró Sunia—, no te entiendo.
Le miró seriamente un momento, luego burlonamente, como si le estuviese juzgando y también empezó a reír.
—¿Y de qué te ríes tú ahora? —preguntó sorprendido.
—De ti, ¿no puedo reírme?
—Sí —dijo él—. ¿Por qué no?
No estaba contento, aunque no sabía por qué. Cogió su libro dándole a entender que la despedía y ella obedeció aún sonriente. Sus vivos ojos brillaban alegres y traviesos.
La primavera maduró. Los ciruelos florecieron, cayeron sus pétalos, luego florecieron los cerezos, melocotoneros, manzanos y granados. Las flores dieron frutos. Yul-han soñaba. No fingía ya que era casualidad cuando encontraba a Induk y ella tampoco. Se encontraban sus ojos cuando estaban en compañía de otros, pero cuando estaban solos dejaban hablar sus corazones. Nunca hablaban de amor porque no era necesario. Los dos sabían que no pensaban más que en el matrimonio. En el Este era costumbre que el hombre se ofreciese él mismo a la mujer, pero era una costumbre demasiado moderna. Si el acercamiento era tan atrevido, ella, en su modestia, podía sentirse repelida por él. Pensaba día y noche en qué podría hacer para expresarle su amor y su deseo. La nueva manera era demasiado moderna, pero la vieja demasiado pública. Una casamentera profesional era sólo una vieja ordinaria. No deseaba que sus padres se acercasen a la familia de Induk. El bullicio de las madres y la formalidad de los padres pertenecían al pasado. Induk era cristiana y desearía una ceremonia cristiana. Era un grave peligro casarse con una cristiana. A los japoneses no les gustaban los misioneros ni su religión. Los misioneros simpatizaban con los coreanos y su religión era revolucionaria en sí misma. Un día encontró la solución para pedir a Induk si quería ser su mujer.
Era un domingo por la tarde. Se habían citado en uno de los nuevos parques de la ciudad. Pasearon hasta un tranquilo estanque bordeado de sauces llorones. Extendió su abrigo sobre un banco para que se sentase encima y juntos miraron los peces que nadaban entre los lotos. Era el momento adecuado. Empezó tímidamente, preguntándose si se atrevería a cogerle la mano.
—Induk. Tengo algo que decirle.
—¿Qué es? —preguntó ella sin volver la cabeza.
Al otro lado del estanque un florido membrillero crecía a la sombra de los sauces. Contemplaban sus pétalos rojos cayendo en el agua. Los peces se precipitaban sobre ellos y después huían. Continuó lentamente sintiendo que sus mejillas ardían.
—¿Iría conmigo al adivino?
Su voz era tan baja que temió que se perdiese en el rumor del pequeño surtidor del estanque, pero lo oyó.
—¿Usted cree en adivinos? —preguntó incrédula.
—Para descubrir si nuestros años de nacimiento concuerdan —dijo.
Ella comprendió. Se dio cuenta por su súbita inmovilidad.
No se movió ni habló. La miró de reojo y vio cómo se ruborizaba hasta las orejas. ¡Era tímida! Ella que parecía siempre tan calmosa, tan competente, tan segura de sí misma, era tímida ante él. Entonces se desvaneció su propia timidez. Se puso en pie y le tendió la mano.
—Vamos —mandó—. Iremos ahora.
Le miró dudosa:
—¿Solos? ¿Los dos? ¿No le parecerá raro al adivino?
—¡Qué importa! —dijo atrevido.
Sonrió mirándola a los ojos e infundiéndole su propio valor.
Ella le cogió la mano y se puso en pie ligeramente. Cogidos así avanzaron en la naciente oscuridad a través del solitario parque y llegaron a una estrecha callecita. Allí en la esquina, un viejo adivino sentado bajo la mortecina luz de una linterna de papel que se balanceaba sobre su cabeza, esperaba clientes. Ante él había una mesita y sobre ella los utensilios de su negocio. Miró a través de sus anteojos de concha a Yul-han e Induk.
—¿Qué quieren saber? —preguntó con su voz ronca y cascada a causa de las inclemencias del tiempo.
—Quisiera saber si nuestros, años de nacimiento están de acuerdo para el matrimonio.
Y dijo los años en que Induk y él habían nacido. El adivino murmuró extrañas palabras entre dientes, hizo unos signos extraños y manoseó libros antiguos y muy usados. Ellos esperaban cogidos de la mano, escondidos detrás de la mesa. Al fin les miró y se sacó los lentes.
—Tierra —declaró—. Los dos pertenecen a la tierra.
—Es decir, ¿a qué animal?
Entonces frunció sus mustios labios y reflexionó en voz alta mientras estudiaba de nuevo sus libros.
—Solamente viéndoles casi puedo adivinar cuál es su signo. Ustedes no son ni cerdo, ni culebra, ni rata…
Se calló mientras su larga y sucia uña trazaba rayas en las hojas de sus libros.
—¡Ah! —dijo—. Están a salvo los dos., Usted, el hombre, es dragón, usted la hembra, es tigre. El dragón es más fuerte que el tigre, pero el tigre es fuerte y luchará a veces con usted aunque nunca le vencerá porque el dragón se sienta más alto, siempre en las nubes.
Aunque se declaraban incrédulos se sintieron aliviados. La tradición siempre es poderosa y un hombre no debe casarse con una mujer cuyo animal es más fuerte que el suyo o ella le gobernará sin remordimiento ni ternura. Los dos se avergonzaban de sentir alivio.
—Lucharé con usted, parece —dijo Induk.
—Y perderá siempre, recuérdelo —contestó Yul-han.
Induk suspiró con pretendida desesperación y Yul-han se rio.
—¿No está usted escandalizado de que estemos informándonos nosotros mismos? —preguntó.
El anciano acarició sus grises y escasas patillas.
—Ni mucho menos —dijo—. Los jóvenes de ahora se informan por sí mismos.
Estaban demasiado sorprendidos para contestar y se fueron en silencio. Su alegría había aumentado. Cuando se separaron, Yul-han estrechó sus dos manos largo rato a la sombra de una puerta.
—Así hay muchos como nosotros —murmuró antes de dejarla ir.
Il-han no tomó gran interés por la boda. Después de todo era cosa de mujeres. En realidad la boda sólo podía traer discordias en la casa, porque la joven con quien se quería casar Yul-han rompía todas las tradiciones viniendo ella misma a ver a Sunia, su futura madre política. Ante la sorpresa de Il-han, cuando llegó sola con una vieja sirvienta pidió ver la casa y a su futuro suegro. Le interrumpió Sunia que llegó sin aliento a la biblioteca para darle estas raras noticias.
—Ella está aquí —exclamó Sunia.
—¿Ella? —repitió Il-han.
—La mujer… la joven de Yul-han —se paró sin saber qué decir. Prometidos no estaban aún y si usaba la palabra «amiga» podía interpretarse mal—. Su nombre es Induk —acabó diciendo.
—¿Y bien? —preguntó Il-han.
—¿Qué hacemos? Quiere vernos a los dos.
—Dile que estoy ocupado —dijo Il-han con prontitud.
—¿No creerá que es un desprecio? —dudó Sunia.
—Pero ¿qué dirán los vecinos si la recibes?
Yul-han llegó por otro lado a tiempo de oír estas palabras. Entró y cerró la puerta tras él. Había corrido y respiraba aceleradamente.
—Recordad que todo es diferente hoy en día. Ella da clases a las niñas y yo a los niños, pero nos vemos en los corredores de los patios de recreo. Le he pedido yo mismo que fuese mi esposa y me ha dicho que sí. Quiere que nuestra boda sea moderna.
—¿Qué es exactamente lo moderno? —preguntó Sunia con algún desdén.
—Pues no desea que le regaléis los habituales vestidos rojos y verdes. Dice que una sortija en su dedo el día de la boda es suficiente.
—¿Qué quiere decir suficiente? —preguntó Sunia—. Los vestidos rojos significan la pasión necesaria para la felicidad del matrimonio y el verde significa que envejeceréis juntos. ¿Cómo vais a decir estas cosas si no es por medio de los regalos?
Yul-han se encogió de hombros. No podía decirles ciertas cosas a sus padres. Los agudos ojos de Sunia lo advirtieron e inmediatamente continuó:
—Seguro que esta joven no es seria. Además no sabemos si el matrimonio será propicio. Hay que llamar a los adivinos. No sabemos ni vuestros años de nacimiento. ¿Cómo vamos a saber la combinación de vuestras vidas?
Yul-han sonrió. Fue hasta la puerta del jardín y permaneció allí. Las peonías estaban en flor y los colores de sus flores rojas y blancas resaltaban sobre la hierba verde. En el estanque croaba una rana.
—En broma —dijo—, ella y yo fuimos a consultar un adivino. Hemos nacido los dos en un año de la Tierra y aunque ella es tigre yo soy dragón.
Sunia no tenía más remedio que sentirse complacida.
—¿Es verdad? ¿Tierra? Así, al igual como las ramas de los árboles estallan en flores, vuestros hijos crecerán y serán felices —se volvió a Il-han radiante—. Tendremos ocupación para nuestra vejez.
—Si creemos en estas cosas —dijo Il-han secamente.
Sunia no quiso desanimarse.
—Hay algo en estos símbolos. No olvides que nuestros antepasados vivieron en su creencia. ¿Somos nosotros mejores que ellos?
Los dos hombres callaron, cada uno con sus pensamientos. Yul-han pensaba que la única felicidad de su madre vendría de él e Induk e Il-han que en esta época de su vida no quería turbar la fe y esperanza de Sunia. Se quedaron silenciosos mientras Sunia continuaba charlando.
—Es estupendo que no tengamos que pagar adivinos. Aunque hay que hacer una buena boda. Prepararemos tu sombrero de boda y tu cinturón y repararemos el viejo palanquín para ir a buscar la novia después de los tres días de ceremonias. Las cortinas están hechas trizas.
—Recuerda que pertenece a una familia de la ciudad y yo también —advirtió Yul-han—. No deseamos una boda anticuada. ¿Crees que vaya aguantar estas payasadas?
Habló con energía no corriente en él. Il-han se sorprendió de que su apacible hijo pudiese parecerse, aunque fuese sólo unos instantes, a su hermano mayor. Pero Sunia se impacientaba.
—¿No vamos a hacer una boda decente? —preguntó—. Claro que somos pobres ahora, como todo el mundo, pero no tanto para no poder casar a nuestros hijos debidamente. ¿Hijos? Tu hermano mayor no quiso casarse. ¿Dónde habrá estado todos estos años y sin ninguna mujer que lo cuidase? No sabemos dónde está. Al menos que tu boda sea celebrada según la ley y la tradición.
—Madre —le rogó Yul-han—. Te suplico que nos dejes hacerlo a nuestro gusto.
Ya era hora de que Il-han interviniese.
—Sunia, pensémoslo. Cierto que los tiempos han cambiado y no estoy seguro de que el cambio no sea beneficioso. Recuerdo el día de nuestra boda sin gran placer. Todas aquellas locuras de echarme cenizas encima al salir de casa para acudir a la tuya, mis parientes siguiéndome, el portador del arca nupcial con la cara pintada de negro para hacer reír a la gente, tú cubierta con una capa de polvos blancos y una chaqueta amarilla y azul con la falda roja, tu familia saludando cuando llegué. Mientras duró la fiesta de la boda nos molestaron hasta el punto que temí que llorases y estropeases tu maquillaje. Luego me ataron las piernas y me colgaron de las vigas de la casa para hacer que les prometiese otra fiesta. Aquellas tres noches de luna de miel que pasé en casa de tu padre no fueron alegres, puedo asegurártelo, con amigos y vecinos bromistas escuchando en nuestra puerta.
Sunia abría mucho los ojos.
—¿Y todos estos años te guardaste esto dentro?
—Hasta ahora que lo digo para defender a mi hijo —rio Il-han.
No cedieron, y Sunia no tuvo más remedio que rendirse. Los miró sin decir nada, Il-han hizo un signo a Yul-han. Este salió y volvió con una alta y bella joven cuya fresca piel, oscuros y vivos ojos proclamaban a gritos su salud. No era atrevida a pesar de sus maneras tranquilas, porque saludó a Il-han y no habló hasta que lo hizo él. Il-han se puso sus lentes de concha y la miró en silencio, luego inclinó la cabeza.
—Bienvenida a mi casa —dijo—. Rompemos las tradiciones pero los tiempos son distintos. —Luego se quitó los lentes—. Perdóname —dijo—. No es descortesía, mis ojos no son los que eran.
Era verdad, las clases nocturnas a la luz temblorosa de una vela habían debilitado su vista.
—La necesidad no es descortesía, señor —dijo ella.
No había más que decir. En seguida se fue tan graciosamente como vino.
—Por favor, madre —dijo dulcemente—, venga conmigo. Tendió la mano y Sunia no pudo resistir su cariñosa voz y ojos suplicantes. Cogidas de la mano, las dos mujeres salieron de la habitación.
Yul-han, solo con su padre, pensó que había llegado el momento de confesarle que Induk era cristiana. No sabía si aceptaría la boda cuando lo supiese, y el día antes había intentado preparar a Induk.
—¿Cómo voy a decirle a mi madre que nuestra boda será celebrada según el rito cristiano? Ya sabes que las mujeres se complacen en estas bodas a la antigua.
—Déjamela a mí —replicó Induk—. Díselo sólo a tu padre. Si les hablamos acertadamente los ganaremos por separado, y el uno nos ayudará con el otro.
Tenía una tranquila seguridad esta joven hembra que iba a ser su mujer, y a veces Yul-han sentía cierto temor. ¿De dónde sacaba tanta sabiduría? Era posible que su extraña religión le comunicase un poder desconocido. Nunca le hablaba de religión, ni para preguntarle si había leído el libro que le prestó o si quería ser cristiano también. Sabía que rezaba a aquel Dios desconocido e iba cada siete días al templo cristiano. Alguna vez, sin embargo, hablaba del misionero, a veces riendo, porque era muy extraño, pero siempre con respeto.
—Es bueno —le decía a Yul-han— e incorruptible. Además está de parte de nuestro pueblo. Se arriesga por nuestra causa.
Una vez le dijo que sus padres deseaban que la ceremonia de la boda fuese cristiana, ella también lo deseaba, pero hablaban muy poco, era difícil verse porque las viejas costumbres les ataban. Si les hubieran visto solos, habrían tenido que dejar sus puestos en la escuela, porque una conducta así podría conducir a sus alumnos a una libertad nunca vista. Por esta razón a Yul-han le urgía casarse. Después de todo, como marido y mujer ya podrían descubrirse mutuamente.
—Padre, necesito tu consejo.
Il-han sonrió secamente.
—No es corriente en nuestros tiempos oír tales palabras. Intentaré serte útil, sin embargo.
Yul-han fingió no darse cuenta de esta ironía natural a su edad.
—Lo que tengo que decirte no te escandalizará, porque ya conoces estos tiempos, pero me temo que mi madre sí lo hará.
Aquí hizo una pausa tan larga que Il-han se impacientó.
—¿Y bien? —preguntó.
—Su familia es cristiana —dijo Yul-han haciendo un esfuerzo— y ella desea casarse por la Iglesia Cristiana.
Ya lo había dicho, y tal como exigía la costumbre, no había nombrado a Induk por su nombre. Sentado inmóvil sobre el cojín, intentó cobrar ánimos para levantar la cabeza y mirar a su padre sentado al otro lado de la mesa. Lo que vio no era muy alentador. Sus cejas estaban fruncidas y sus ojos eran estrechas aberturas bajo los párpados medio cerrados. Su larga y delgada mano se movía tirando de su rala barba gris.
—¿Por qué esperaste para decírmelo? —preguntó.
—¿Habría sido distinto si te lo hubiese dicho antes?
Dejó caer la larga y fina mano.
—¿Quieres decir que te habrías casado con ella de todas maneras?
—Sí.
Padre e hijo se miraron a los ojos.
—Los dos —dijo Il-han al fin— sois iguales. Me refiero a tu hermano y a ti. Testarudos y voluntariosos, él con sus estallidos, su carácter y sus palabras salvajes, tú confuciano, siempre suave y aparentemente de buen carácter, pero eres el peor de los dos, siempre me decepcionas.
—Lo siento, padre —dijo Yul-han.
—¡Sentirlo! ¿Quiere decir esto que cambiarás?
—No, padre.
—Supongo que te harás cristiano también.
—No lo sé.
Il-han cerró los ojos, cogió un abanico de papel negro y se abanicó durante un rato.
—¡Americanos! —dijo al fin con los ojos entrecerrados y abanicándose—. ¿Sabes que nos traicionaron? ¿Has olvidado que rompieron su tratado con nosotros? Cuando nos invadieron favorecieron al invasor. ¿Hablan ahora contra él? No, no lo hacen. Predican su religión, dicen que debemos someternos. Dicen que no son antijaponeses. Hasta nos animan a hacer justicia a nuestros opresores. Nos piden que recordemos que Corea es la parte más expuesta del Imperio japonés. Imperio japonés, piénsalo, no nuestro país. La base rusa de Vladivostok está muy cerca, nos dicen. Manchuria está sólo a unas horas del puerto chino de Chefú, por eso los japoneses deben gobernar Corea.
—Ganaron la guerra con Rusia y… —le interrumpió Yul-han. Il-han le interrumpió a su vez:
—Las causas de la guerra existen todavía. Rusia no tiene ningún puerto libre de hielos en el Pacífico.
—Padre —rogó Il-han—, estábamos hablando sólo de mi boda. ¿Por qué discutimos de política?
—Nada es privado en nuestros días —replicó Il-han—. Si entras en una familia cristiana cargarás con sus culpas. ¡No olvides que de los veintiún coreanos que intentaron matar al primer ministro japonés, dieciocho eran cristianos! —Il-han hizo una pausa y apuntó a su hijo con su largo índice—. ¿Cuál fue el resultado? Mandaron al conde Terauchi que gobernase sin ninguna clase de indulgencia porque creyeron que algunos desesperados se escondían entre los cristianos. Se rodea de oficiales y soldados cuando viaja por nuestros pacíficos campos, lo vi con mis propios ojos, sólo hace unos días pasó por nuestro pueblo con un ejército a su alrededor. Tu madre estaba temblando. Creía que me buscaban. Yo no soy tan importante, le dije.
—No quiero discutir contigo. Sólo te pido que contestes una pregunta. ¿Irás a mi boda?
Las cejas de Il-han se arquearon.
—¿Insistes en esta boda?
—Sí —dijo Yul-han fríamente.
—No iré ni dejaré que vaya tu madre.
Padre e hijo cambiaron una larga mirada.
—Lo siento, padre —dijo Yul-han. Hizo un profundo saludo y se fue.
Se encontró con Induk al día siguiente, era fiesta, el día decimoséptimo del cuarto mes lunar y sexto del sexto mes solar. Por tradición, este día se trasplantaban los planteles de arroz de la tierra seca a los campos de agua, y aunque lo hacían los campesinos, lo celebraban también las gentes de la ciudad, porque el arroz es el alimento de la vida.
Aquella pareja había aprendido a conocer la ciudad y los sitios donde podían encontrarse. Aquel día habían planeado pasear fuera de las murallas por algún sendero rural. Sus encuentros habían sido breves hasta ahora, siempre habían procurado que no les viesen. Aquel día, sin embargo, no tenían prisa, porque estaban lejos de los que podían conocerles. Se encontraron en la puerta oeste. Yul-han se detuvo a comprar dos panecillos para el almuerzo. Se dirigieron hacia las montañas apartándose del bullicio de la ciudad. El sol calentaba ya bastante cuando empezaron a trepar por las laderas de las desnudas montañas.
—Aquí hay un abrigo —dijo Yul-han.
Dejó el estrecho sendero y se detuvo bajo una roca saliente.
Allí podían escapar del ardiente sol. Apartó unas pequeñas piedras y cogió musgo de una cueva poco profunda y lo esparció como un cojín para que ella se sentase. Se sentaron uno junto a otro, pero no demasiado cerca, algo intimidados en su nueva soledad. A su alrededor la noble inmovilidad de la montaña, sobre ellos el profundo y apasionado azul del cielo. En silencio, Induk sacó de una cesta una botella con té, ofreció una taza a Yul-han, luego ella también tomó una. Estaba frío, bebieron y contemplaron la ciudad. El paisaje era espléndido. Las altas y rocosas montañas guardaban una joya, la ciudad, situada en el profundo y verde círculo del valle. El sol hacía brillar los tejados y ocultaba la pobreza de las cabañas y las calles llenas de gente.
—Tengo hambre —dijo Yul-han.
Cogió el pan, partió un panecillo para ella y comieron. Sentía una paz que nunca había sentido. Ella estaba tan cerca que podría haberle cogido la mano, pero no necesitaba hacerlo. Estaban juntos, tenían una larga vida por delante, siempre juntos. Nada sería precipitado ni transitorio. Estaban construyendo los cimientos de su futuro, incluso en este silencio. Comió cuanto quiso y se apoyó en el banco que formaba la roca profundamente satisfecho.
Fue Induk quien habló primero.
—No te he contado lo que tu madre me dijo cuando le expliqué que mi familia era cristiana.
—Cuéntamelo —exclamó Yul-han con ansiedad, mirando su cara tranquila.
—Al principio —continuó Induk—, no podía creerme. Luego estaba confundida, me preguntó qué significaba ser cristiano. ¿Significaba que no le dejaríamos ver a nuestros hijos? Le prometí que los vería. Le dije que sería lo mismo, excepto que nuestros hijos no irían al templo a adorar a los dioses budistas, sino que irían a la iglesia cristiana y aprenderían las enseñanzas de Jesús. «¿Quién es Jesús?», me preguntó. Cuando se lo dije pareció apenada. «Es un extranjero», exclamó.
¿Sus hijos cristianos? La idea era nueva. Yul-han no estaba seguro de que le gustase.
—No he pensado en los niños —dijo lentamente.
A lo lejos, contra el cielo azul y púrpura, un águila se remontaba hacia el sol.
—¿No quieres que sean cristianos? —preguntó Induk.
—¿Cómo puedo saberlo? No sé nada de esta religión.
—Pero es la mía.
—¿Ha de ser la mía?
Lo miró pensativamente reflexionando antes de contestar:
—¿Leíste el libro que te di?
—En parte.
—¿Qué te pareció?
—Es un libro raro —dijo con la misma voz lenta, como alguien que está soñando—. Cuando uno lo lee… bien, hay una historia corta en la última parte, una revelación. Alguien, no sé quién, comió un pequeño libro. Se lo ordenó un espíritu del Cielo o quizá del Infierno. No pude averiguarlo, ya que es todo una especie de poesía, pero aquel hombre se lo comió. Lo encontró dulce, pero cuando lo hubo tragado fue perdiendo su dulzura y su sabor se volvió amargo. Lo mismo me pasó a mí. Cuando leí tu libro me sentí invadido de dulzura, pero al pensar en él sentí amargura.
—¡Oh! ¿Por qué? —preguntó suavemente.
—No lo sé —respondió—. Sólo lo intuyo. Es peligroso adoptar una nueva religión en un viejo país. Es una decisión explosiva.
No deseaba explicarle las razones de su padre, al menos la primera vez que estaban solos de verdad.
—¿Quisieras que no fuese cristiana? —preguntó después de un rato de silencio.
—Quiero que seas tú misma —contestó—. Sea lo que sea, esto es lo que quiero.
—Si no eres cristiano tú, no deseo serlo yo; no quiero estar separada de ti.
Su corazón se inundó de ternura. ¿Abandonaría tantas cosas por él? No lo permitiría, pero sintió que la sangre corría cálidamente por sus venas.
—Nada puede separarnos —dijo—. ¡Nada, nada! Y te prometo que hablaré con el misionero. Aprenderé algo más acerca de este Dios en el que tú crees. Si puedo llegar a creer en Él, no me volveré atrás.
—Pero ¿nos casaremos por mi religión?
—¡Sí! Yo no tengo ninguna. Nos quitaron nuestras viejas creencias y nada nos han dado en su lugar. ¿Por qué digo que nos las quitaron? Quizá murieron a causa de su propia vejez e inutilidad. El tiempo será nuestro mejor guía porque nos amamos.
Entonces se atrevió a cogerle la mano, se aproximaron uno al otro intimidados y, sin embargo, anhelando algo más. Pero las viejas tradiciones los ataban. La palma de la mano de un hombre, decían, no debe tocar la de la mujer porque es un lugar de comunicación donde un corazón late cerca de otro. Es el primer contacto amoroso entre un hombre y una mujer, y para ellos una experiencia virgen. A este primer contacto seguía la consumación del amor.
Mantuvo su palma contra la de ella hasta que se asustó de su creciente pasión, a la que no debía ceder.
—Vamos —dijo resueltamente—, ya es hora de que volvamos a la ciudad.
El día de su boda fue fijado para el solsticio de verano, el tercer día del mes lunar y el veintiuno del mes solar. Yul-han avisó a su padre y a su madre y les dio el nombre de la iglesia en que se celebraría la ceremonia. Él no sabía si asistirían, no llegó ninguna carta de ellos ni por el viejo criado ni por el sistema postal que los japoneses habían reformado y puesto en funcionamiento otra vez. Ni Induk ni él hablaron de sus padres, pero los dos esperaban durante los días de vacaciones. Los últimos días antes de la boda no volvió a visitar a su padre por miedo a que su madre insistiera en que debía llevar a Induk a vivir allí. Induk deseaba una casita propia y él había planeado pedir a su padre una parte de la tierra que heredaría. Había ahorrado dinero para su construcción, pero no podía comprar la tierra, porque su precio había subido desde que los japoneses estaban comprando en todas partes. Ningún coreano podía comprar a menos que tuviera influencia.
El día de la boda amaneció brumoso. La estación llamada Pequeño Calor era más calurosa que de costumbre, y el sol lucía en el cielo como un disco de plata.
—¿Llevaré mis vestidos coreanos? —preguntó a Induk.
—Solamente te he visto con estos vestidos occidentales —respondió ella dudosa—, pero me gustaría casarme con un coreano vestido de coreano.
Su mejor amigo le ayudó a vestirse. Era un profesor de matemáticas apellidado Yi, su nombre de pila era Sung-man, un secreto revolucionario pero un hombre alegre. Sung-man no se había casado y bromeaba ayudándole a ponerse los vestidos blancos, los zapatos en forma de barca de goma japonesa y el sombrero de intelectual de crin, copa alta y ala estrecha.
Sung-man miró a su alto amigo. Él no era guapo, era bajo, robusto y desmañado.
—¿Eres tú? —exclamó.
—Me encuentro raro —reconoció Yul-han—, como si fuese mi abuelo.
A pesar de sus vestidos, fueron andando a la iglesia. Sung-man daba dos pasos por cada uno de los de su amigo. Llegaron a la iglesia y entraron. Los bancos estaban llenos de gente, hombres a un lado y mujeres en otro. En el altar el misionero esperaba vestido de negro. Se oía una música extranjera, una clase de música que Yul-han no había oído nunca. Avanzó por el pasillo central sin mirar a ninguna parte. Sung-man iba detrás de él. El misionero les hizo colocar a su derecha, en el altar. Mientras esperaban, aquella música suave se trocó en una más ruidosa y clara, muy alegre. Yul-han vio a Induk avanzando por el pasillo al lado de su padre. Delante de ella andaban dos niños, sus hermanos, echando flores a su paso, y detrás su madre y su hermana mayor. Pero era a Induk a quien miraba. Llevaba una amplia falda de satén rosa bordada y una chaqueta corta que hacía juego con ella. Se ocultaba a medias bajo un velo de fina seda blanca. Avanzó firmemente hacia él y subió los dos escalones mientras él esperaba tratando de no mirarla, pero viéndola siempre, hasta que llegó a su lado. De la rara ceremonia no recordaba nada, sólo que cuando el misionero le preguntó si quería a Induk por esposa contestó en alta voz que sí quería, y que para esto había ido allí. Se sorprendió de las risitas ahogadas de algunas mujeres y se preguntó si había dicho alguna cosa que no debía. El misionero continuó, y antes de que se recobrase oyó que les declaraba marido y mujer. Dudó, sin saber qué tenían que hacer, pero Induk le guio amablemente cogiéndose de su brazo, y se encontró caminando por el pasillo con ella.
Había olvidado a sus padres con la agitación de la ceremonia, pero al llegar a la puerta vio a su padre en pie, al final del último banco, y pasó lo bastante cerca de él para tocar su hombro. Padre e hijo se miraron, el uno con gravedad, el otro con asombrada gratitud. Ahora, Induk y él estaban en la puerta y salían del templo. Ya estaba hecho, Yul-han era un hombre casado.
—¿Por qué queréis construir una casa? —preguntó Sunia. Nuestra casa está vacía de niños. Cuando muramos será vuestra.
Yul-han e Induk se miraron. ¿Cómo le explicarían que esta generación era diferente? Sunia había ido a casa de su marido cuando se casó, al hogar de sus antepasados. ¿A qué otro sitio podría haber ido o dónde hubiese querido ir si no?
Ella continuó dirigiéndose a Induk.
—¿Es que crees que no quiero tener una cristiana en casa?
—Seguro que no, madre —dijo rápidamente Yul-han.
—Madre tiene razón y no la tiene —intervino Induk—. El ser cristiana me hace diferente a otras jóvenes. Usted es buena pero encontraría molesto tenerme en casa.
—¿En qué eres diferente? —preguntó Sunia dudosa pero determinada a realizar su deseo.
Induk se volvió hacia Yul-han.
—¿En qué soy diferente?
Él movió la cabeza pensándolo.
—No he tenido tiempo de saberlo, pero eres diferente.
Sunia cedió pero se quejó en privado a Il-han.
—Ella desea cuidar sola a su marido. ¿Es esto propio de una buena nuera? ¿Quién trajo al mundo a su precioso marido? ¿Quién sino yo?
—Me olvidas a mí —empezó Il-han, pero Sunia le hizo callar.
—¡Hombres! —dijo—. Vosotros no pensáis si lo que hacéis engendra un hijo. Sí, sí, sois necesarios, si no, ¿por qué una mujer pasaría su vida cuidando de vosotros? Pero somos nosotras las que creamos a los hijos, vosotros sólo contribuís con algo semejante a unas gotas de agua sobre una flor abierta.
—Cálmate —dijo él con dignidad—. Dime lo que quieres y veré si es posible, pero no me hagas prometer que vivirán bajo nuestro techo. Ahora todo es distinto. Además, aún no sé si deseo que una cristiana viva bajo mi mismo techo.
Se decidió que Yul-han construiría una casa junto a la de su padre pero con entrada distinta. Durante los meses de verano, los meses de su gran felicidad con Induk, empezaron a construir su propia casa. Con la ayuda de un criado trajo de las montañas piedras grises y cedros del bosque para el tejado, pero para cubrirlo empleó una compañía japonesa que construía tejados con tejas. Su padre se disgustó. Un día al dar su habitual paseo por el jardín para ver la nueva casa, exclamó:
—¿Compras tejas al enemigo en lugar de usar el bálago de nuestros campos?
—Padre —contestó Yul-han sin parar de trabajar. Estaba haciendo una ventana—. Hay que cambiar el bálago cada tres o cuatro años mientras las tejas rojas duran un siglo.
—Eres demasiado optimista —dijo—, ya basta con pensar en tres o cuatro años. ¿Quién sabe si alguno de nosotros morirá antes?
—Tú eres demasiado pesimista —contestó Yul-han alegremente.
La construcción de la casa duró hasta que abrieron las escuelas después de la cosecha. Él debía continuar en la escuela y también Induk, ella al menos hasta que tuviera un hijo. Aquel verano vivieron con sus padres y fue entonces cuando empezaron a comprender los sufrimientos de su pueblo.
En la aldea vecina, Yul-han una noche oyó un lamento de mujer, chillando y pidiendo ayuda. Estaba trabajando solo, era tarde y estaba a punto de dejar su tarea porque los mosquitos zumbaban en sus oídos cuando la voz llegó a él en oleadas de agonía, traída por el viento de la noche. Dejó su paleta y escuchó aquellas sollozantes palabras repetidas una y otra vez. Alguien, una niña, llamaba a su madre. Fue a buscar a Induk; estaba en el pequeño porche de la cocina golpeando sus vestidos limpios para suavizarlos sobre la pulida piedra de planchar, a su lado había una jarra de ardiente carbón vegetal sobre el que reposaba su pequeña plancha de largo mango. Se detuvo para gozar del cuadro que presentaba arrodillada en el suelo de madera a la luz de una linterna de papel, el viento agitaba sus cabellos al golpear con dos mazas de madera la ropa extendida, su camisa. Su mujer, cuando se ocupaba de las labores de su casa, podía parecer la más sencilla de las mujeres. Aquel sonido era típico del campo. Sin verle, Induk levantó la plancha de las calientes cenizas.
—Una mujer está lamentándose en el pueblo —le dijo Yul-han—. Algo malo pasa.
Induk dejó a un lado los mazos de madera y la plancha.
—Vamos —exclamó.
Allí estaba la diferencia. Una mujer corriente hubiese dicho que podía ser peligroso mezclarse en las complicaciones de los demás. Podía causarles molestias. Ella sólo pensaba en ir a ayudar. Andaban por la carretera silenciosos pero rápidos. A los gritos habían seguido gemidos que venían de una de las tabernas del pueblo. Aunque era pequeño había tres tabernas. Antes de la llegada de los invasores no había ninguna. A estas tabernas iban los hombres a beber y a buscar mujeres. A causa de la gran pobreza de los campesinos era fácil comprar muchachas y pocas se atrevían a rebelarse porque este era el único empleo que salvaba a sus familias de la miseria.
—Déjame entrar sola —dijo Induk cuando llegaron a la puerta de la casa de placer.
—No te dejaré entrar sola en un sitio así —declaró Yul-han. Entraron juntos. Una vieja desaliñada fue hacia ellos.
—Somos vecinos —explicó Induk—, hemos oído gemidos y pensamos que podían necesitar ayuda.
La vieja les miró con sus ojos medio ciegos y no contestó.
Pero antes de que Induk pudiese continuar, una jovencita salió corriendo de la casa con las ropas medio arrancadas del cuerpo, su pelo en desorden y la cara arañada y sangrando. Un hombre corría tras ella. Induk extendió los brazos y la detuvo. Yul-han se interpuso entre el hombre y ella. El hombre no reconoció a Yul-han porque este había vivido en la ciudad los últimos años. Se arremangó e hizo ademán de atacar.
—Cuidado —dijo— soy su marido.
El hombre retrocedió y los miró a los dos.
—¿Entonces por qué están aquí? —preguntó. Induk dio un paso adelante y contestó:
—Oímos gritos de socorro.
El hombre la miró insolentemente.
—¡Debe ser cristiana!
—Lo soy —dijo Induk muy tranquila.
El hombre la miró despreciativamente.
—Vosotros, los cristianos, siempre estáis donde no debéis estar. Un día de estos os pasará algo.
—¿Es coreano? —preguntó Yul-han—, porque habla como un japonés.
El hombre le miró hoscamente.
—He pagado dinero por esta chica. Me pertenece.
—No pertenezco a nadie —contestó la muchacha—. Me engañó. Me dijo que tendría que trabajar en la cocina, no esto y le escupió en plena cara.
El hombre la insultó e intentó abalanzarse sobre ella, pero Yul-han de un empujón lo echó al suelo.
—No olvide que soy el hijo de mi padre —dijo duramente.
El hombre se levantó y retrocedió rezongando.
—Uno de estos días… Uno de estos días…
Sacudió sus ropas y les volvió la espalda. Yul-han, en silencio, emprendió el camino de su casa. Era demasiado prudente para preguntar qué harían con la muchacha, la hija de un granjero, suponía, quizás uno de sus propias tierras. Este incidente podría traerle complicaciones en la capital. La familia Kim era demasiado conocida para que sus actos pasasen inadvertidos. Únicamente la larga ausencia de su padre, alejado de la capital y del rey, los había salvado. Ahora, él, Yul-han, se había casado con una cristiana y sabía que las autoridades no podían ignorarlo, porque se enteraban de todo, hasta de lo que sucedía en el último rincón de un pequeño pueblo. Aquel hombre de la taberna podía ser un espía, había muchos espías entre los coreanos, hombres que harían cualquier bajeza por dinero.
Cuando llegaron a su casa, Induk acompañó a la muchacha a lavarse y peinarse.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó la chica.
—Espérame en la cocina —le dijo Induk.
Induk y Yul-han fueron a su cuarto para hablar de lo que habían hecho. Ninguno de los dos sabía cómo empezar. Yul-han habló primero.
—Ha llegado el momento —dijo pensativamente—. Debo decidir si estoy de un lado o de otro. Si soy cristiano o no lo soy. Si te acompaño en las complicaciones a que conduzca tu religión, la compartiré también. Cuando nos citen, y alguna vez lo harán, no podré decir que tú eres cristiana y yo no. Me preguntarán por qué permito que intervengas en la vida de los demás, porque continuarás haciéndolo, lo sé.
Las lágrimas acudieron a los ojos de Induk.
—¡Pero uno de los mandamientos de Cristo es llevar la carga de los débiles!
—La llevaremos —dijo Yul-han resueltamente—. Si no estaríamos separados, tú dirigida por tu conciencia. ¿Y yo qué? ¡Quedándome prudentemente en casa, supongo! Tarde o temprano me odiarías y quizás yo también llegaría a odiarte. Si tú eres cristiana, nuestro matrimonio también lo es.
—No tienes que convertirte simplemente porque yo soy cristiana —insistió ella.
—Sí, de lo contrario nuestros caminos se separarían y esto no puedo aceptarlo.
Ella dejó brotar sus lágrimas.
—Haces de mí un monstruo —sollozó.
—Un monstruo, no; sólo una cristiana.
La atrajo tirando de su mano.
—No entraré ciegamente en tu religión. La estudiaré e intentaré comprenderla. Quiero estar convencido para convertirme. Ahora deja de llorar. Deberías ser feliz.
—Quiero ser buena esposa —murmuró abrazada a él—. Preferiría morir antes que ponerte en peligro.
Yul-han no contestó y acarició su oscuro cabello. Los dos sabían lo que quería decir. Los últimos días habían tenido noticias de la creciente dureza de los gobernantes hacia los cristianos. Cuando intentaban reparar algún mal el gobierno declaraba que se rebelaban contra las autoridades. En todo el país eran apresados y acusados de rebelión, cuando lo que hacían era oponerse al mal según sus doctrinas.
—Es mejor enfrentarse con el peligro —dijo Yul-han.
En este momento se oyó una voz desde la puerta. Era la muchacha, que se había cansado de esperar. Estaba allí con los brazos y piernas desnudos colgando a lo largo de su cuerpo, el cabello aseado y la cara roja por los restregones.
—¿Qué quiere que haga ahora, señora? —preguntó.
Yul-han e Induk se separaron y Yul-han se volvió correctamente de espaldas a la muchacha.
—¿Qué haremos contigo? —dijo Induk—. ¿Enviarte a tu casa?
—Si me mandan a casa —dijo la muchacha con su acento campesino—, el tabernero me cogerá otra vez, ya que pagó por mí. Tiene una licencia de la policía japonesa. ¿Cómo podemos escapar de él? Me quedaré aquí con ustedes y haré el trabajo si me dan comida.
Induk estaba perpleja. Había salvado a la chica y ahora era responsable de ella.
—Me llamo Ippun —dijo, y se quedó esperando con sus ojos, empequeñecidos por unos pómulos prominentes, implorantes y desvalidos y la boca abierta.
¿Qué podían hacer sino quedarse con ella? Desde entonces dormía en un rincón de la cocina por la noche y durante el día trabajaba sin descanso, fiel como un perro a sus amos. No sabiendo qué hacer la aceptaron como un miembro de la familia.
—Aunque ustedes lo llaman un evangelio de amor, es una doctrina dura —decía Yul-han una mañana.
Estaba sentado en una silla junto a una mesa alta en la sacristía de la iglesia cristiana. El misionero se sentaba frente a él con el libro abierto. Yul-han pensaba en su interior que nunca había visto una cara tan fea y grosera de facciones y, sin embargo, de espíritu tan noble. Ojos azules hundidos bajo unas hirsutas cejas rojas, áspera piel blanca, nariz larga, que parecía rota en el puente, y ancha boca con dientes enormes. En conjunto era formidable. Además sus enormes manos y su fuerte cuello estaban cubiertos de vello. ¿Lo estaría también su cuerpo?
—Así piensa que el cristianismo es duro —dijo el misionero.
—Lo es —contestó Yul-han—. ¿Hay algo más cruel que mandar presentar la mejilla derecha cuando nuestro enemigo ha golpeado la izquierda?
—¿Qué hay de duro en esto? —preguntó el misionero. Este y Oeste se enfrentaban a través de la mesa.
—Imagínelo usted mismo —dijo Yul-han—. Si me golpean en esta mejilla —puso su aristocrática mano en su mejilla derecha— y presento la otra, ¿qué le estoy haciendo al hombre que me ha golpeado? Le estoy diciendo sin palabras que soy su superior, que estoy muy por encima de él en espíritu. Le obligo a examinarse. Se ha dejado llevar de su mal genio, yo le empujo a que lo haga otra vez y pruebe su maldad. ¿Qué hará? Avergonzarse de sí mismo. Irse condenado por su conciencia. ¿No es esto duro? Yo creo que sí.
—Me hace ver cosas que no había visto nunca —dijo el misionero meneando la cabeza.
Guardó silencio un rato, luego cogió el libro y leyó los relatos de San Pablo. Yul-han escuchaba. Luego le pidió que dejase de leer y repitió las últimas líneas:
—«Si alguno de vosotros tiene algo contra su vecino, ¿se atreverá a acudir a la ley antes que a los santos?». ¿No ve que es una carga para los pobres coreanos que son cristianos?
—¿Carga? —repitió el misionero.
—Corren peligro de muerte.
—¿Muerte?
—¿Cree que las autoridades estarán contentas cuando nuestro pueblo vaya a usted en lugar de acudir a ellos?
—Hay muchos cristianos en el Japón.
—Pero allí la Iglesia está dirigida por cristianos japoneses, algunos de ellos de alto rango. Aquí está compuesta por coreanos. ¿Cuántos dice usted? Doscientos cincuenta mil, un buen número, pero los japoneses no la dirigen. Mis compatriotas cristianos son seguidores fervientes de Jesucristo, tenemos pocas cosas para llenar nuestras vidas. Yo mismo siento la necesidad de embellecimiento, fe y alguna clase de inspiración. Parecen no esperar nada del futuro. Algunos como mi padre encuentran refugio en la poesía y estudiando literatura antigua. Pero ¿y los que no tienen la instrucción y talento necesarios? Concentran su interés en la iglesia cristiana y en hombres como usted, que son un lazo con el mundo exterior, una corriente de cultura nueva y moderna de la que estamos separados por los invasores.
El misionero, con sus ojos azules fijos en Yul-han, estaba escuchando intensa y atentamente.
—Continúe —le dijo cuando Yul-han calló.
—Fíjese en mi ciudad —continuó Yul-han—. Se dice que hay aquí unos ocho o nueve mil. Otro ejemplo, la ciudad de Suncheon. La mitad son cristianos. La iglesia y la escuela de la misión son las mejores y más grandes. Mil, dos mil personas van a la iglesia y a las otras reuniones. En los pueblos cercanos también hay muchos cristianos. ¿Qué piensan las autoridades japonesas cuando ven la gran cantidad de gente que acude a estas reuniones, en las que ellos no toman parte? Huelen la rebelión y envían sus espías a las reuniones para escuchar e informarlos. Estos espías oyen sus canciones: «Avanzad, soldados cristianos»… ¿Qué canción les mandó cantar esta mañana en la iglesia?
—«Levantaos, levantaos por Jesús, soldados de la cruz».
—¿Y qué predicó usted, soldado americano de la cruz? Nos contó la historia de un joven llamado David que con una pequeña honda y algunos guijarros mató a Goliat, un poderoso y perverso gigante. ¿Cómo pudo David matar al gigante? ¿De dónde le vino la fuerza, si era débil y joven? Su corazón era puro, su causa justa y con la ayuda de Dios venció. Nosotros desamparados, oprimidos, perdidos, nuestro pasado inútil, nuestro futuro sin esperanzas, ¿en qué vamos a creer si no creemos en usted?
Yul-han calló y bajó la cabeza conmovido por sus propias palabras, reprimió las lágrimas. Cuando logró dominarse levantó la cabeza otra vez, vio al misionero que le miraba al otro lado de la mesa. En sus extraños ojos había una ardiente súplica.
—¿Será uno de los nuestros?
—Sí —dijo Yul-han—, seré cristiano.
Sunia se despertó durante la noche. En el porche había alguien intentando abrir las puertas correderas. No se movió y escuchó. Sí, había alguien. Despertaría a Il-han. Luego dudó. Necesitaba dormir, no lo había hecho durante varias noches, temeroso de que los policías japoneses apareciesen en la puerta preguntando por qué reunía niños de la escuela en su casa después de medianoche.
Ippun les había avisado que se hablaba de esto en el pueblo.
—Es el tabernero —murmuró—. Está furioso porque su hijo me defendió. Ayer, cuando fui al mercado, me gritó que pronto volvería a la taberna y la familia Kim iría a la cárcel.
Il-han no quiso demostrar que tenía miedo y continuó sus clases hasta dos días después en que los gendarmes japoneses fueron de verdad al pueblo para emborracharse en la taberna y divertirse con las muchachas. Avisó a los padres de sus alumnos que los niños no fuesen a su casa hasta que les llamase. Pero continuó intranquilo sin interesarse por los libros y desvelado por las noches.
Mirándole a la luz de la luna, Sunia se dio cuenta de lo pálido que estaba y de que tenía las mejillas hundidas. No, no, le dejaría dormir. Iría ella a ver quién era el intruso. Quizá sólo fuese el perro de un vecino. Saltó de la cama y se deslizó por la habitación con los pies desnudos, sin hacer ruido. Abrió un poco la celosía y atisbó por la rendija. Había un hombre, una figura alta y delgada vestida pobremente. Abrió la celosía unas pulgadas más y gritó súbitamente:
—¡Ladrón! ¿Qué está haciendo aquí?
El hombre se volvió hacia ella y oyó su voz baja y profunda:
—¡Madre!
Desde que sus hijos eran niños no se había oído llamar madre así.
—Tú, tú. —Abrió la celosía del todo pero no pudo pasar por aquel estrecho espacio, y empezó a sollozar-Hijo, hijo mío, Yul-chun.
—¡Chist! —susurró este.
Quitó la celosía de sus guías, pasó y la abrazó. Ella se cogió a él.
—Tan alto —murmuró aturdida—. Estás mucho más alto y muy delgado… Vas vestido con harapos.
Tiró de él hacia adentro llorando y hablando sin aliento.
—¿Dónde estuviste? No, espera, no digas nada. Llamaré a tu padre, bebe un poco de té, aún está caliente, no está frío, calentaré algo de comida.
La cogió por los hombros y la sacudió.
—Madre, escúchame. No tengo tiempo. Debo partir antes del alba, me arriesgo, es peligroso para vosotros y para mí. Me han mandado a nuestro país. No puedo decirte por qué, ni dónde estaré. Quizá no podré volver nunca más. Nadie sabe lo que sucederá.
Sunia se calmó inmediatamente.
—¿Por qué no nos escribiste?
—No me atreví.
—¿Dónde estuviste todos estos años?
—En China.
—China —susurró el nombre de aquel infeliz país. Solamente había oído hablar de China después del asesinato de la reina—. Debes hablar con tu padre —dijo ella resueltamente.
Conduciéndole de la mano le hizo entrar en la habitación donde Il-han dormía aún. Le dolía despertarlo, pero si no lo hacía no se lo perdonaría jamás. Acarició suavemente su frente, sus mejillas, sus manos. Él se agitó y abrió los ojos. Le habló al oído.
—Nuestro hijo está aquí, ¡nuestro hijo mayor!
Su cara asombrada cobró una expresión consciente. Se sentó en la cama.
—¡Qué! ¿Dónde?
—Estoy aquí, padre —dijo Yul-han, y se arrodilló a su lado.
Il-han le miró cara a cara.
—¿Dónde has estado? —le preguntó igual que Sunia.
—En China con los revolucionarios.
Il-han se pasó las manos por la cara y miró de nuevo a su hijo.
—Tú —dijo al fin—. ¿Tuviste algo que ver en la muerte de la vieja emperatriz? La asesinaron como hicieron aquí con la reina.
—No, padre. Era demasiado anciana y murió. Los revolucionarios derribaron el trono del Dragón. Tuvieron que hacerlo, la dinastía estaba muerta, los gobernantes corrompidos. Sólo la vieja emperatriz mantenía con su energía el Imperio.
—¿Quién manda ahora?
—Los revolucionarios han impuesto una república como la americana. El pueblo elegirá su gobierno.
Il-han de pronto se sintió completamente despierto y colérico.
—Tonterías. ¿Cómo puede el pueblo elegir su gobierno si ignora todo lo referente a estas cosas? Yo he estado en América, y tú no. Su pueblo sabe lo que escoge, vota… ellos… ellos.
—No os habéis visto durante años —interrumpió Sunia—, y aún discutís de política. Il-han, nuestro hijo sólo puede estar con nosotros un rato. Tiene que marcharse.
—¿A dónde? —preguntó Il-han.
—No puedo decírtelo.
—¿Eres un espía?
—Tengo una misión.
—Entonces eres un espía.
—Llámame como quieras —dijo Yul-chun—. Trabajo por Corea.
Il-han se levantó, se abrochó el vestido y se trenzó el cabello mientras hablaba.
—Te cogerán y te matarán. ¿Crees que eres más listo que estos bribones, que tienen espías en todas las tabernas? Date por muerto.
—He vivido todos estos años.
—No sé cómo —dijo Sunia—. Pareces hambriento.
Salió apresuradamente hacia la cocina para calentar la comida.
—Ven a la otra habitación —dijo Il-han.
Fue a la biblioteca y se sentó en su sitio de costumbre.
—Ahora dime todo lo que quieras.
Yul-chun se arrodilló en un cojín, las rodillas le salían por sus desgarradas ropas.
—Padre —dijo en un bajo y apresurado murmullo que ahora parecía ser su manera de hablar—. No puedo contártelo todo. Es mejor que no sepas nada. Si algún día te preguntan si soy hijo tuyo di que no me has visto nunca.
Los ojos de Il-han se agrandaron.
—¡Esto no lo haré nunca!
La descompuesta cara de Yul-chun se suavizó y pareció tan joven como era en realidad. Se olvidó de hablar bajo.
—¿Recuerdas cuando acostumbrábamos a pasear por el bosquecillo de bambúes? ¿Cuando era tan pequeño que me llevabas de la mano?
—Sí —contestó Il-han, y su garganta se contrajo por el dolor. ¿Cómo era posible que aquella suave cara de niño se hubiese convertido en la de un hombre? Il-han trató de aclarar su garganta-Esto está muy lejos, casi no puedes recordarlo.
—Lo recuerdo. El día que nació mi hermano yo rompí los tallos de bambú y tú me dijiste que no volverían a brotar. Tenías razón, naturalmente, aquellos tallos de bambú no volvieron a crecer. Cañas huecas los llamaste. Se me rompía el corazón por lo que había hecho. Pero me dijiste que otros vendrían a reemplazarlos y cada primavera iba al bosquecillo para ver si lo que me habías dicho era verdad. ¡Siempre era verdad!
Yul-chun se levantó e Il-han también. Cara a cara a la misma altura se miraron a los ojos.
—¿Qué quieres decirme? —preguntó Il-han.
—Quiero decirte que si me ves alguna vez, u oyes mi nombre, recuérdalo, sólo soy una caña hueca. Si me rompen, centenares ocuparán mi lugar. ¡Cañas vivientes!
Dudó mirando a su padre como si tuviese algo que añadir.
De pronto habló muy bajito, inclinándose.
—No podré volver pronto, quizá nunca, pero a veces por la mañana encontrarás bajo la puerta una hoja impresa, léela y quémala. —Miró a su alrededor e, indeciso, murmuró—. Está saliendo el sol. Debo irme.
Un momento más tarde entró Sunia sollozando.
—Tenía la comida caliente para él, pero se fue sin comer. ¡Oh, Buda! ¿Por qué nací en estos tiempos?
¿Quién sabría contestar a esta pregunta?
Il-han sólo pudo decirle que se sentase a su lado. Un hombre y una mujer envejecidos. Sus hijos habían sido separados de ellos.
Estaban solos en un mundo que no conocían.
El seco y caluroso verano después de la estación de las lluvias desembocaba en el otoño. La hierba se secaba en las montañas y los campesinos la cortaban con hoces y la ataban en gavillas para combustible. Los altos y esbeltos álamos brillaban como velas doradas contra las empinadas y peladas laderas de las montañas.
Bajo su techo de bálago, Il-han y Sunia vivían una sucesión de días todos iguales y cada noche Il-han daba clase a sus alumnos. Rara vez veía a su hijo menor, porque Yul-han e Induk volvieron a la ciudad durante el curso escolar.
—¿No le diremos a Yul-han que su hermano mayor vino a vernos? —preguntó Sunia.
Il-han también se lo había preguntado y tenía preparada su contestación.
—No conocemos a la mujer con quien se ha casado. Una cristiana. Es como una extranjera. Es mejor que nadie sepa que nuestro hijo mayor vive. Deja que lo olviden todos a excepción de sus padres, con nosotros está a salvo.
En silencio, pues, Il-han y Sunia vivían sus vidas, y cuando Yul-han fue a visitarles estuvieron muy corteses, se informaron de cómo estaba, si le gustaba su trabajo en la nueva escuela, y cuando él les preguntó por su salud, dijeron que estaban bien. En cuanto a la felicidad, ¿quién podía ser feliz en semejantes tiempos?
En el octavo mes del año lunar y décimo del solar, una nueva desgracia cayó sobre el pueblo coreano. El gobernador general, conde Terauchi, en un viaje hacia el Norte, escapó por milagro a la muerte a manos de un coreano en la estación de la ciudad de Syun-chun. La noticia se extendió por todas partes y el silencio cayó sobre el pueblo, silencio de temor y de miedo. Todos recordaban el asesinato del primer Residente, general príncipe Ita, antes de que Corea fuese formalmente anexionada al Imperio japonés.
Aunque el príncipe era un buen hombre que intentaba gobernar amablemente y con justicia, había sido asesinado por un coreano desterrado a la ciudad de Harbin, en Manchuria. Como represalia los japoneses instauraron un gobierno militar. Ahora el Gobernador general estaba siempre rodeado de una guardia de corps que velaba por su vida.
A pesar de todo, parecía que los conspiradores coreanos continuaban con sus intentos. Había una gran cantidad de gente reunida para recibir al Gobernador general a su llegada a Syun-chun. Colegiales de escuelas cristianas y públicas estaban alineados en el andén entre coreanos y algunos japoneses. Todos los coreanos habían sido registrados por la policía por si llevaban armas escondidas. A pesar de todas las precauciones, un hombre pudo esconder un revólver en algún sitio u otro se lo dio después de ser registrado. ¡Quién sabe! El Gobernador recorría las filas de estudiantes, estrechaba las manos de los profesores principales, entre los que había dos o tres misioneros de las escuelas cristianas, uno de ellos americano. Cuando se volvió para entrar en el tren especial blindado en el que viajaba, un hombre esbelto apareció de pronto entre los cristianos con un revólver en la mano derecha. Sonó un disparo, pero la bala pasó demasiado alta para alcanzar su objetivo.
Los soldados se lanzaron sobre los estudiantes empujándolos de un lado a otro, pero no pudieron descubrir al asesino o si iba vestido como un estudiante. Con la esperanza de que alguno confesara su hazaña, todos los que estaban cerca fueron arrestados, los estudiantes y los demás también. Fueron encarcelados, culpables o no, y esperaban el proceso.
Estas eran las noticias. Il-han se enteró de ellas por una hoja que encontró bajo la puerta. Desde que Yul-chun estuvo allí se levantaba antes del alba para ver si había alguna hoja de papel bajo la puerta. Una mañana encontró una, un trozo de papel barato impreso borrosamente. ¿Quién era el asesino? ¿Yul-chun? ¿Fue con este propósito que volvió a su tierra? Il-han se hizo esta terrible pregunta y no supo qué pensar. Resolvió no compartir su carga con Sunia. Era mejor dejarla tranquila haciendo su kimchee y reparando los vestidos de invierno. Si encerraban a Yul-chun en alguna prisión durante el invierno, al menos estaría sano y salvo. ¿Sano y salvo? ¡Qué tonterías decía! Su hijo sería golpeado y torturado si no confesaba. Ahora comprendía lo que le dijo de la caña hueca. Cuando uno moría otro ocupaba su puesto.
Durante todo el invierno Il-han calló. La carne parecía fundírsele sobre los huesos. Sunia se apuraba porque no quería comer y de noche no podía dormir. Empezó a esconderse de ella cuando se lavaba o cambiaba de ropa porque ella protestaba cuando lo veía.
—¡Tus pobres huesos desnudos! ¡Cuando recuerdo cómo eras la noche de nuestra boda!
—No te preocupes, mujer. —Cuando vio su cara trató de bromear—. Si no te gusto, mira a otra parte.
Era una broma amarga. Eran ya un hombre y una mujer envejecidos, desterrados en su propio país, con el pelo gris, cara arrugada y solos en su casa. Continuó sin contar nada a Sunia ni a su hijo menor. El invierno avanzaba lentamente y aún con hielo y nieve sus alumnos continuaban acudiendo a su clase en la oscuridad de la noche, pero no tan a menudo. El atentado contra el Gobernador general había enfurecido a los gobernantes y había más espías que nunca en todas partes. Ningún pueblo se vio libre de ellos, ningún camino de campo lo bastante solitario para escapar de ellos. Incluso las mujeres eran detenidas, interrogadas y castigadas simplemente por ser cristianas. En ello había alguna razón, porque las muchachas de las escuelas cristianas eran más atrevidas que las otras. Il-han se enteró por las hojas que le enviaban. En un día de clase en otra ciudad las muchachas decidieron abandonar la escuela. La directora americana estaba muy apenada, pero sus alumnas, riendo, le dijeron que no querían que ella, a quien tanto amaban, fuese castigada por lo que ellas pudiesen hacer. La misma tarde fue citada por el jefe de policía. Acudió a toda prisa y él la condujo a la calle principal, donde estaban sus alumnas agitando banderas y pidiendo la libertad de los prisioneros que estaban acusados de haber conspirado contra el conde Terauchi. Las muchachas habían excitado a los ciudadanos, algunos hombres se unieron a ellas y empezaron a gritar contra el jefe de policía. No todos los japoneses eran crueles, y aquel estaba apurado.
—No puedo arrestarlos a todos —exclamó—. La prisión está llena.
La misionera habló con sus alumnas para que se fueran a casa, pero la abrazaron, la saludaron con vítores y no quisieron escuchar nada.
—Arrésteme a mí —le dijo al jefe de policía—. Ocuparé su lugar.
Era un hombre de buen corazón, y rehusó porque la misionera era ya una anciana de cabello blanco, cara arrugada y pálida y ojos muy azules y valerosos.
—Les diré que me arrestarán a mí si no se van a casa. Le ruego lo haga si no obedecen.
¿Qué podían hacer sus alumnas cuando en pie ante ellas se lo dijo? Se miraron unas a otras, y la que las dirigía dijo a los hombres que las habían seguido:
—Vosotros luchad, al menos os hemos empujado a la batalla.
Y luego las muchachas se retiraron.
Esta historia la leyó Il-han de madrugada. Olvidó cerrar la puerta mientras leía, y el frío viento invernal penetraba a través de sus vestidos hasta el tuétano de sus huesos. Dejó la hoja en la cocina, la encendió con una cerilla y se calentó las manos en la llama que moría rápidamente. Pensó en la esposa de Yul-han y se ablandó al recordar que aquellas valientes estudiantes eran cristianas. No todas las mujeres eran tratadas tan amablemente por la policía. En muchas ciudades los estudiantes continuaban rebelándose y la policía pegaba a las chicas y las golpeaba con sus pesadas botas. Ahora, Il-han encontraba hojas casi diariamente.
—Me interrogaron tres veces —decía una chica—. Un oficial me acusó de llevar zapatos de paja. Le expliqué que como mi padre estaba encarcelado, para mí era lo mismo que si estuviese muerto, por esto llevaba luto. «Mientes», dijo el oficial, y me abrió la boca con las manos tirando hasta hacerme sangrar. Me forzó a abrirme la chaqueta y enseñarle el pecho, se burló de mí diciendo: «Te felicito». Me abofeteó, me golpeó la cabeza con un palo hasta que desfallecí, y entonces dijo: «¿Te enseñaron a rebelarte los extranjeros?». Yo expliqué que no conocía extranjeros, sólo la directora de la escuela, y me gritó que si estaba encinta. Cuando le contesté que no, que no estaba casada, me ordenó desnudarme. Dijo que había leído la Biblia, encontró que los que están sin pecado pueden ir desnudos, como Adán y Eva en el Jardín del Paraíso. Sólo cuando pecaron se escondieron. Intentó desnudarme pero me rebelé. El intérprete coreano se había negado a traducir aquellas vilezas y el oficial tuvo que usar su bastón coreano. Se enfadó y ordenó al intérprete que me golpeara, pero no quiso. «Antes me dejaría cortar la mano que pegar a una mujer», dijo. Entonces me golpeó con sus propios puños.
Il-han leía en silencio y se daba cuenta de la tormenta que se estaba levantando en su pueblo. La tormenta de la desesperación. Durante todo aquel año de pesadilla encarcelaron a muchos coreanos y se sospechaba de todos los cristianos. Si había mujeres entre ellos las trataban obscenamente y abusaban de las más jóvenes. Il-han continuó sin contar nada a Yul-han y Sunia.
El cuarto mes de aquel año, en primavera, anunciaron el juicio de los acusados del atentado al Gobernador general para el veintiocho del sexto mes. Il-han se preparó para ir al juicio. El día fijado amaneció caluroso y Sunia le riñó.
—¿Por qué quieres ir a la ciudad precisamente hoy? Gente, polvo, ruido. Ya estás demasiado viejo para estas cosas. ¿Y si te reconocen? Claro que no sé quién va a reconocer al hombre guapo de antaño en este saco de huesos…
Siguió riñéndole sin palabras, derramaba lágrimas de ternura y él no dijo nada mientras le ayudaba a ponerse las ropas que había lavado hasta dejarlas blancas como la nieve y planchado sin una arruga. Le ató el sombrero en la barbilla y dio al viejo criado un paquete con arroz frío, judías y la tetera. Les contempló mientras descendían por la calle del pueblo. Il-han andaba como un intelectual, poniendo un pie delante de otro y hacia fuera. Sintió un agudo dolor en el pecho y empezó a llorar. No sabía la razón, pero la vida se había convertido en una carga insoportable. Sin embargo tenía que seguir, porque, ¿qué haría Il-han sin ella? Se impacientaba en seguida y a menudo con él, no sabía porqué, le decía cosas desagradables aunque le amaba.
—Soy una pecadora —murmuró mirando cómo se desvanecía en la distancia su alta figura—, pero hay un pecado que no cometeré. No moriré antes que tú, esposo mío. Lo prometo…
El sol estaba ya alto cuando Il-han llegó al lugar del juicio.
Era un edificio especial detrás del palacio de justicia construido especialmente para esta clase de juicios, una ancha sala de ochenta y cuatro u ochenta y cinco pies de largo por treinta de ancho. La puerta estaba abierta, pero guardada por varios soldados.
—¿Dónde está su permiso, señor? —le preguntó un soldado-Sin el permiso no podría entrar ni el Gobernador general. Il-han no lo sabía pero se irguió y lo miró fijamente.
—Soy un Kim —dijo muy alto—, me llamo Il-han.
El soldado dudó, pero ante un hombre de tan alto rango se decidió y lo dejó entrar. En medio de la sala vio a los prisioneros. Estaban sentados en dos grupos, divididos a su vez en otros más pequeños de diez hombres maniatados unos a otros. A los lados había asientos para abogados y periodistas, al fondo para los jueces y en la otra punta para la gente. Los prisioneros estaban separados de los jueces y de la gente por una barrera. Il-han se colocó lo más cerca que pudo para ver la cara de los prisioneros; los miraba uno a uno, maldecía su escasa vista, que no le permitía ver los del centro. ¿Estaría Yul-chun allí? No tuvo más remedio que esperar la vista de la causa. Durante toda la mañana no se hicieron más que preparativos. Il-han esperaba impaciente que los jueces ocuparan sus sitios con los respectivos intérpretes, uno japonés y otro coreano. Su impaciencia aumentó al oír los nombres de los prisioneros. No oyó el de su hijo, pero esto podía significar que usaba un nombre supuesto. La acusación duró una hora y una más su traducción del japonés al coreano. Los jueces estaban hambrientos y la vista de la causa se aplazó por una hora. Entretanto, Il-han comió, bebió su té y volvió rápidamente para poder volver a colocarse cerca de la barrera, pero esta vez al otro lado. Los prisioneros esperaban sin comer y sedientos. Uno de ellos, tan cerca de la barrera, que lo tenía al alcance de la mano, estaba sentado de espaldas a él con la cabeza inclinada. Llevaba el pelo corto como los demás y se podía ver su huesudo cuello, delgado como una caña de bambú. A través de los harapos que llevaba le salían los omoplatos como alas, harapos sucios y sudados porque el calor impregnaba la atmósfera de una especie de niebla caliente, un miasma de malos olores y aire estancado. Il-han se dio cuenta de que su cuerpo se contraía en grandes espasmos y con instintiva piedad le tendió la tetera medio vacía que guardaba su criado acurrucado a sus pies. Una mano que parecía una garra la cogió y fue entonces cuando reconoció aquella mano, la mano de su hijo. La mano de Yul-chun.
Se desplomó en su asiento, sumido en un repentino desvanecimiento. La cabeza le daba vueltas, veía una masa confusa de colores y sombras. ¿Qué debería hacer? ¿Qué podría hacer? Sintió ganas de gritar en voz alta que aquel era su hijo y debía ser puesto en libertad, pero dominó su impulso. Su hijo no sabía quién le había dado la tetera. Contempló a Yul-chun mientras bebía el té a grandes sorbos. Antes de terminar, un guardia le vio bebiendo, se acercó y le arranco la botella de las manos.
—¿Quién te ha dado esta botella? —gritó.
—Me la he encontrado en la mano.
El guardia se volvió y miró a los que estaban cerca de la barrera, y preguntó a Il-han:
—¿Se la dio usted?
Il-han estaba demasiado confuso para hablar. Antes de que pudiera recobrarse, su criado habló por él:
—Este anciano es sordo, no puede oírle.
Como la gente, atemorizada, no contestaba, se contentó con dar a Yul-chun un golpe tan fuerte en el hombro derecho que la sangre empezó a brotar de su carne herida y a mezclarse con el sudor, pero Yul-chun ni siquiera levantó la cabeza.
Los jueces ya habían vuelto e Il-han intentó concentrarse para comprender lo que decían. Primero llamaron a un profesor de una escuela cristiana, un joven alto y delgado que, según parecía, el día antes había confesado que el misionero americano, director de la escuela, le había obligado a ir al lugar del atentado. Ahora negaba lo que confesó. Negó también que fuese miembro de la sociedad «Gente Nueva». El juez estaba indignado.
—¿Cómo se atreve a negar ante el tribunal lo que ayer confesó al procurador?
El acusado, un excabo del ejército coreano que ahora era profesor de gimnasia en la escuela cristiana, replicó:
—Ayer hice falsas confesiones porque las autoridades me torturaron.
—¿Qué? —exclamó el juez aún más furioso—. Usted, un profesor, ¿reconoce que ha hecho confesiones falsas porque le han torturado?
El acusado sostuvo obstinadamente que había mentido porque no podía aguantar más. Negó todo lo demás. No, no le había visitado el cabecilla de la conspiración; no, no sabía de qué se trataba; no, nunca le habló de ella el misionero; no, no sabía que hubiese un grupo de conspiradores armados con revólveres en la estación de Suncheon el día del atentado; no, ni siquiera sabía que el Gobernador general iba a pasar por allí; no, no sabía si los estudiantes habían tenido contacto con el cabecilla de la conspiración; no, tampoco sabía si sus alumnos tenían revólveres. ¿Cómo querían que los tuviesen si los habían registrado antes de entrar en el andén? Continuaron igual las preguntas y respuestas, el acusado contestaba con obstinada paciencia y el fiscal gritaba más y más. Señaló una gran caja.
—¿Sabía que en la escuela cristiana usaban esta caja para esconder revólveres?
—Yo sólo iba allí a enseñar gimnasia. No sé nada más.
El juez perdió la paciencia y gritó:
—El siguiente.
Era un tipo fuerte y rechoncho. Dijo que tenía treinta y ocho años y era granjero, contestó a todas las preguntas de la misma manera que el anterior. No sabía nada de la sociedad «Gente Nueva» y tampoco de las reuniones en la escuela cristiana, no sabía nada de la compra de revólveres o del asesinato. Nunca había dado dinero para revólveres ni oído los discursos contra el Gobernador general. No sabía si el misionero había explicado la historia de David y Goliat, no sabía nada de ella ni de David y Goliat; no, no sabía cuál de los dos era el valiente; sí, había confesado que lo sabía pero su confesión era falsa, obligada por la atroz tortura.
El juez empezó a enojarse de verdad. Despidió al acusado y llamó al siguiente. Il-han había recobrado el sentido del todo y escuchaba atentamente. Empezaba a verse claramente que todas las declaraciones eran iguales. Instruidos por Yul-chun, porque, ¿quién si no él podía concebir este plan? Negaban todas las imputaciones diciendo que habían confesado obligados por la tortura. Los jueces también se habían dado cuenta y el juicio continuó en una siniestra calma hasta la tarde. Luego el tribunal aplazó la causa hasta la mañana siguiente.
—No volveré a casa —dijo Il-han a su criado—. Búscame una habitación en alguna posada y di a la madre de mis hijos que no volveré hasta que termine el juicio.
Il-han tomó una apetitosa cena en la posada y durmió en una habitación con tres viajantes de comercio. En cama recordaba lo que había sucedido y, maravillado de nuevo por la inteligencia de su hijo, se reía para sus adentros. Durmió como hacía tiempo que no dormía.
El segundo día fue igual al primero, sólo que Il-han se durmió y llegó demasiado tarde para encontrar asiento cerca de la barrera. No sabía dónde estaba Yul-chun, no podía hacer más que estirar el cuello para intentar descubrirlo en el banquillo de los acusados. Esperó todo el día escuchando cómo todos negaban sus confesiones. La mayoría eran jóvenes, profesores o alumnos de escuelas cristianas. Cada vez estaba más alarmado por Yul-han, ¡ojalá no se convirtiera! Interrogaron a catorce. Se habló otra vez de David y Goliat pero todos negaron el conocimiento de estos personajes, sólo uno de ellos dijo que le parecía que David era considerado el más valiente de los dos. Así terminó este segundo día.
Il-han volvió de buen humor a la posada donde le esperaba un criado con un plato de kimchee de Sunia, que dudaba que el de la posada fuese comestible.
El tercer día fue igual a los anteriores. Sólo añadieron algunas preguntas.
_ ¿Se había dirigido el misionero americano a los estudiantes conminándoles a ser atrevidos y a tomar una gran carga sobre sus hombros? ¿Fue a la estación vestido como un estudiante cristiano?
—¿No vio al misionero americano dar una señal a sus alumnos mientras el Gobernador general recorría el andén?
—¿Les enseñó a sus alumnos de la escuela cristiana Taiyong a inspirarse en las ideas del asesinato del príncipe Ita?
—¿Recuerda los nombres de los que recibieron revólveres?
—¿Sabe que un hombre fue de Pyongyang a Suncheon para avisar a los miembros de «Gente Nueva» de que el Gobernador general iba a ir allí?
A todas contestaron que no, si habían confesado antes alegaban que se les había torturado.
Así pasaron ocho días. Ahora sólo quedaban estudiantes, algunos eran pastores cristianos, otros comerciantes, pero todos negaron haber tomado parte en el atentado.
El octavo día por la tarde compareció Yul-chun en el banquillo de los acusados. Llevaba los mismos harapos, pero alrededor de la cabeza se había anudado una toalla para esconder que estaba pelada. Il-han no se perdía ni una palabra. Se había levantado al amanecer para poder sentarse lo más cerca posible del banquillo. Sabía que sería el día que había esperado tanto. El corazón le latía fuertemente; al oír la primera pregunta se desconcertó un poco.
—¿Cómo se llama?
—La Caña Viviente.
—Hace dos años fue a Kwaksan para informar a los miembros de «Gente Nueva» de la llegada del Gobernador general que al principio se decidió sería asesinado en Chanyon-Kwan. ¿Es verdad?
—Lo admití sólo porque se me torturó.
—Compró revólveres en Manchuria con el dinero que le entregó el comerciante Oh Hwei-wen. ¿Es verdad?
—No, lo admití bajo tortura.
—¿Fue con otros a Wiju para asesinarlo allí?
—Lo admití pero no puede ser cierto. El andén de Wiju es demasiado pequeño, nos habrían visto.
—En la primavera de 1909, el príncipe Ita acompañó al rey de Corea en un viaje de inspección. ¿No decidió a atacar al príncipe en Chanyon-Kwan? Como el tren imperial no se detuvo allí tomó el tren siguiente y siguió al príncipe a otra estación. ¿No es verdad?
—Me torturaron y lo admití pero no es verdad.
—¿Sabe que el objeto de la sociedad «Gente Nueva» es constituir una secta militar, asesinar altos oficiales y luchar para lograr la independencia de Corea si estalla la guerra con China o América?
—No lo sé. Lo admití porque me torturaron.
Entonces el juez, un general japonés de alto rango, perdió la paciencia y golpeó la mesa con los puños cerrados.
—Tortura… Tortura… ¿Qué clase de tortura?
Yul-chun, con la misma voz imperturbable con que había respondido a las preguntas, replicó:
—Me ataron los brazos a la espalda con cuerdas de seda que me cortaban la carne. Me colocaron dos palos entre las piernas, los ataron a mis rodillas y muslos y dos policías empezaron a retorcerlos. Me ataron a los dedos astillas de bambú tan fuertemente que me desgarraron la carne. Cada día me echaban al suelo y me daban latigazos con una caña de bambú partida en dos hasta dejarme la espalda en carne viva. Cada noche me encerraban en un calabozo enlodado y húmedo. Cada mañana me sacaban de allí para torturarme. No sé cuántos días. No siempre estaba consciente.
Se oía claramente su voz imperturbable, aquellas palabras que relataban horrores peores que la muerte. Cuando Yul-chun hubo terminado, volvió la cabeza y miró a su padre. Su cara no se inmutó, no dio señales de haberlo reconocido, pero padre e hijo se comprendieron.
—El siguiente —gritó el juez.
Cuando Yul-chun se hubo retirado, Il-han se levantó y dejó la sala. Había visto lo que quería ver y había oído lo que debía oír.
Se dirigió a su casa. Su criado le seguía en silencio. Avanzaban lenta y pesadamente en el crepúsculo. El aire era aún caliente, quedaban muchas millas para recorrer y parecían más largas de lo que eran en realidad. Il-han llegó a su casa al fin. Sunia salió a la puerta y gritó con horror.
—¡Pareces un fantasma! ¿Qué ha pasado?
—No me preguntes nada. Es mejor que no lo sepas.
Y aunque se lo suplicó, se enfadó y discutió con él, no quiso decírselo.
—Es mejor que no lo sepas.
Terminó el juicio. A unos los condenaron a muchos años de prisión, incluso a prisión perpetua, y a los demás los decapitaron. Il-han no sabía si Yul-chun estaba entre estos últimos, no lo sabría a menos que Yul-han le ayudase, pero no se lo pediría porque casándose con una cristiana se había puesto en peligro.
Sobrellevaría la carga de su secreto él solo.
Pasó el verano y Yul-han casi había terminado la casa. Ippun trabajaba como un hombre trasladando piedras, mezclando cemento y cavando en el suelo.
Abrirían la escuela y Yul-han volvería a sus clases. Induk no volvería. Estaba encinta y Yul-han quería que se quedase en su hogar, la casita que habían construido. Iría a la ciudad los días de clase y volvería a casa los de fiesta. Ella se quedaría con Ippun, cerca de sus padres pero sola.
Sólo quedaba dar las nuevas a sus padres, la espera de un nieto y que Induk se quedaría cerca de ellos con Ippun, pero ante todo que se había convertido, que sería bautizado y que había aceptado la dirección de la escuela cristiana de la ciudad. Se lo pidió Induk cuando le dijo que deseaba ser cristiano.
—Te ruego que dejes la escuela japonesa. Entre los cristianos estarás a salvo, pero siendo un cristiano entre japoneses, te vigilarían y te interrogarían.
Habló con el misionero, que le ofreció el puesto a Yul-han muy contento. El director actual estaba enfermo de los pulmones y debería permanecer en cama muchos meses. Yul-han envió su dimisión a la escuela japonesa y cuando le llamaron a la oficina del Ministerio de Educación dio la verdadera razón de su cambio de trabajo. El jefe de esta oficina era un joven que había sido profesor ayudante de la Universidad de Tokio y había aceptado este empleo porque el sueldo era tres veces mayor que el que recibía allí, y tenía que mantener a sus ancianos padres. No pudo rehusar.
La habitación no estaba decorada pero el escritorio y las sillas eran de estilo occidental. Iba vestido al estilo occidental también, pelo corto y lentes dorados con un cristal muy grueso. Estuvo muy cortés, le rogó que se sentara y abrió un pliego de papel.
—Ha dimitido de su puesto en la escuela de enseñanza media. ¿Tiene alguna queja?
—No —replicó Yul-han. Dudó y luego dijo sonriendo ligeramente—. He cambiado de trabajo porque yo mismo estoy cambiando. Me he convertido al cristianismo.
El joven continuó estudiando el documento.
—¿Le han bautizado?
—No, me bautizarán el día uno del mes que viene.
—¿Por inmersión o por aspersión? —preguntó el joven japonés aún sin levantar los ojos.
—¿No es lo mismo?
—No, es distinto.
Yul-han se infundió valor y preguntó:
—¿Es posible que usted también sea cristiano?
—Fui a una escuela cristiana antes de ir a la Universidad, ¿comprende?
Dejó el documento a un lado y levantó la cabeza para mirar a Yul-han.
—Ya sabe que no nos oponemos al cristianismo por principio.
Sólo cuando los rebeldes se esconden entre cristianos somos severos.
—Lo comprendo.
—Parece un hombre inteligente y sensible. Le permitiré el traslado.
Volvió a coger los papeles y escribió algo en su encabezamiento.
—Naturalmente —continuó doblando los papeles y poniéndolos en un sobre—, cuento con usted para descubrir los rebeldes entre los cristianos. Puede venir a decírmelo aquí en secreto.
Yul-han no sabía qué contestar a esto. Decidió no contestar nada. Aunque no había asistido al juicio sabía que los cristianos habían sufrido las mayores condenas. Cogió el sombrero y se fue saludando.
Le bautizaron el domingo siguiente. El día estaba nublado y frío, el viento de otoño arrancaba las hojas de los árboles y los nísperos. Chiquillos harapientos corrían a recogerlos y se ponían debajo del árbol para beber el jugo que caía de sus frutos. El aroma de kimchee fresco se extendía por toda la ciudad y todo el país.
Aquella mañana lo veía todo con una nueva intensidad, como si todo lo que iba a ser le separase de lo que había sido. Las calles polvorientas, las caras entristecidas de la gente, los niños alegres a pesar del frío, la pobreza y la fastidiosa policía que los reñía hiciesen lo que hiciesen y detrás de la poblada e industriosa ciudad, las montañas se recortaban aún más grises sobre un cielo gris. Todo esto le oprimió el corazón.
Al entrar en la iglesia supo que cuando saliera por aquella misma puerta sería un hombre distinto porque ocuparía un lugar entre los que estaban separados de los demás. Ya no sería sólo un coreano. Sería un coreano cristiano y no sabía qué parte predominaría. O quizás estas partes no existían y habría un todo, un coreano creyendo en la nueva religión.
No quería hablar, en silencio fue al lado de los hombres, Induk al de las mujeres. Se sentía extraño a sí mismo. Se estaba dando a un Dios al que nunca había visto y por el que sentía una dedicación que nunca había conocido. Un hombre tocaba el órgano, tocaba bien. Yul-han amaba la música como todos sus compatriotas y se conmovía fácilmente. Llevaban la música en el fondo de sus almas y parte de la atracción que sentían por esta nueva religión estaba en la música del órgano y las canciones. Yul-han ya conocía sus himnos, reconoció el que estaban tocando ahora:
«Tal como soy, sin pretextos
como Tú derramaste
tu sangre por mí, ¡oh Cordero
de Dios!, voy a Ti».
Palabras místicas que simbolizaban lo que iba a hacer él.
El misionero entró en la iglesia, su rojo cabello llameante como una corona de fuego resaltaba sobre sus blancas vestiduras. Rezó en silencio ante la cruz dorada bajo la ventana. Rezar… esto Yul-han no lo había conseguido. Lo había intentado varias veces cuando estaba solo pero no sabía cómo. Nadie contestaba.
—No espere oír ninguna voz —le dijo el misionero cuando le preguntó si había rezado bien—. Simplemente cultive el arte de rezar y al cabo de un rato encontrará la respuesta en lo que hace sentir a su corazón y pensar a su cabeza. Confíe en el Señor.
—Estas son enseñanzas de Buda también —dijo, recordando lo que su padre le había contado de los monjes de las montañas Diamante.
Le sorprendió que el misionero se enfadase y le corrigiera.
—No es lo mismo. Hay un solo Dios y no es Buda, es Jehová.
A Yul-han le parecía que si había un solo Dios lo mismo daba que se llamase Buda o Jehová, pero era pacífico por naturaleza y se guardó la pregunta y la respuesta.
El misionero se volvía ahora hacia la gente, la iglesia estaba muy llena. Algunos hombres estaban en pie apoyándose en las paredes y las mujeres se apretujaban en los bancos, muchas de ellas con niños en brazos. ¿Qué hacían allí sino intentar confortarse y encontrar ánimos para poder seguir sus tristes vidas?
El misionero les miró y su basto rostro se iluminó con una tosca ternura.
—Cantemos —dijo—, cantemos al Señor.
La iglesia se llenó de cantos. ¡Su pueblo aún podía cantar!, se dijo escuchando las potentes voces del coro. Las lágrimas acudieron a sus ojos. Su pueblo, estos hombres y estas mujeres maltratados por la pobreza, oprimidos, ¡cantaban! Estaban cantando con todo su corazón, armoniosa y rítmicamente, cantores natos y amantes de la canción, cantaban como niños en la oscuridad a un Dios desconocido. De su corazón salió un grito espontáneo.
—¡Oh Dios, sea cual sea tu nombre, ayúdame, ayuda a mi pueblo, al pueblo que amo…!
No oyó ninguna voz, pero unas palabras acudieron claramente a su memoria.
—«Porque Dios amaba tanto al mundo…».
Empezó a cantar inmediatamente, su voz poderosa dirigía la melodía sintiendo profundamente lo que decía.
El misionero habló en su sencillo coreano de costumbre luchando por traducir grandes pensamientos en sencillas palabras. La gente escuchaba arrobada, el intenso silencio sólo era roto de vez en cuando por el llanto de algún niño impaciente. ¿Qué era aquella sensación de calma y seguridad? Por primera vez estuvo seguro de que había hecho bien al convertirse. No estaba seguro de lo que significaba pero ahora podría aprender y progresar. Se sentía humilde como nunca se había sentido.
En la iglesia había mucha gente pobre e ignorante que no era yangban. Al principio se había resistido a mezclarse con esta gente y llamarlos sus hermanos, él, perteneciente a un clan tan antiguo y orgulloso. Ahora estaba libre de este orgullo. No existía, había sido barrido en un momento, no sabía cómo, sólo sabía que no estaba allí. Pertenecía a la Iglesia Cristiana, ellos eran sus hermanos.
Pasó una hora y oyó llamar a los que tenían que ser bautizados, algo confuso se levantó y avanzó con unos diez o doce más. Inclinó la cabeza mientras el misionero rezaba, el corazón le latía aprisa. En este momento se estaba lanzando a un futuro desconocido.
—Quizá sufrirán persecuciones —decía el misionero—. Pueden morir en la cruz como Cristo.
Era verdad. Los gendarmes japoneses habían crucificado algunos cristianos. En un pueblo del Norte crucificaron a tres.
—Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Le cayeron unas gotas de agua en la cabeza, le resbalaron por las mejillas y cayeron en su abrigo, pero no se las quitó.
—Y Jesús cogió un trozo de pan, lo bendijo y lo dio a sus discípulos diciendo: «Coged y comed, Este es mi Cuerpo». Y luego tomó una copa, la bendijo y se la dio diciendo: «Bebed, Esta es mi Sangre».
Yul-han notó el pan sin levadura sobre su lengua y probó el ácido vino rojo. Ya estaba hecho. Por una extraña ceremonia había nacido un nuevo cristiano, igual como años atrás nació un miembro de la familia Kim.
Yul-han no había asistido al juicio de los conspiradores contra el Gobernador General. Induk se lo había suplicado. Había accedido porque insistió en que sus padres y hermanos correrían peligro si alguien lo reconocía como cristiano. Su esposa, tan valiente cuando se trataba de hacer una buena acción, se asustaba como un niño de la policía, los soldados o cualquiera que llevase un uniforme. Ante la vista de un arma se empequeñecía y daba grandes rodeos para evitarla.
Sin embargo, Yul-han cada día leía las noticias en los periódicos y paredes. En las paredes había algo más que noticias. A pesar de la vigilancia de la policía, durante la noche los rebeldes escribían en las paredes mensajes secretos. Si salía temprano podía leerlos antes de que la policía los borrara. Así se enteró de cómo iba el juicio y de que todos negaban lo que habían confesado el día anterior. Un día al salir de la iglesia leyó algo referente a un hombre llamado «Caña viviente».
—«¡Cuidado…, cuidado con la Caña viviente!» —decía el mensaje.
En los periódicos controlados por el gobierno leyó lo que había ocurrido en el duodécimo día del juicio.
El barón Yun, un coreano yangban de alto rango, había confesado ante el juez que era el cabecilla de «Gente Nueva».
Yul-han conocía muy bien a este anciano, había sido amigo de su padre, los dos iban a menudo a las mejores casas de té de la capital. Yul-han recordaba cuando su padre le llevaba a él, un muchacho de diez o doce años, a las casas de té a reunirse con otros intelectuales yangban. Se acordaba especialmente del barón Yun porque su padre no se sentaba en su presencia si el barón no insistía en que lo hiciese. El barón era un hombre bajo, de cara pálida. Se movía y hablaba con serena dignidad. Ahora a su edad lo condenaban a cadena perpetua. Hizo su defensa en japonés, lo había estudiado en su juventud. También había estudiado el chino en Shanghai e inglés en América. Había estado en Rusia y a su vuelta ocupó altos cargos como el de ministro de Asuntos Exteriores durante la guerra ruso-japonesa. Cuando penetraron los invasores en su país se convirtió al cristianismo, fue depuesto y pasó a ocupar un cargo en la escuela cristiana. Una mañana, mientras desayunaba, Yul-han leyó sus declaraciones y enfrascado en la lectura olvidó sus clases.
—¿Cuáles fueron sus sentimientos cuando se le obligó a retirarse de su cargo?
—Me sentí afligido.
—¿Es el cabecilla de la sociedad «Gente Nueva»?
—Sí, pero comuniqué a sus componentes que no llevaría a cabo actos violentos.
—¡Pero le debió indignar la anexión de su país!
—No estaría aquí si hubiese poseído el poder suficiente para evitar que el Japón Se adueñase de mi país.
—¿No sería razonable, sin embargo, que hubiese formado un plan para cambiar la situación?
—Era demasiado viejo para hacer más de lo que hice pero es verdad que me sentí amargamente indignado por la situación de mi país.
Yul-han, leyendo estas osadas declaraciones, veía ante sus ojos aquel valiente anciano vestido de blanco con una larga barba blanca, un bastón en la mano, cara arrugada y resuelta expresión. Sintió una nueva fe, esperanza y ánimo. Jóvenes y viejos eran valientes. ¿Iba a asustarse él?
Entonces entró Induk.
—¿Has olvidado tus clases?
—No, pero me llama otro deber. Primero he de ver a mi padre.
Induk le acarició las mejillas.
—¿Qué pasa? ¿Ha sucedido algo?
—Ayer juzgaron al barón Yun. Está en la cárcel. Es un viejo amigo de mi padre. Tengo que decirle… Tengo que decirle que soy cristiano. Confío en que no serán demasiadas noticias a la vez.
Lo encontró regando un joven manzano en el jardín. Su madre removía la tierra con una azada para que pudiese empaparse. Les saludó y dijo:
—¿Pensáis recoger algún fruto de este arbolito?
—Tú lo recogerás —dijo Il-han—. Tú y tus hijos. Me alegro de que hayas venido. Tengo que hablar contigo.
Dejó la regadera y se dirigió a su casa. Se sentó en su sitio y esperó como si no supiera por dónde empezar.
—Dime, padre.
—Empieza tú. Lo que tengo que decirte se relaciona contigo.
—Soy cristiano —dijo Yul-han tomando aliento.
Empezaba a llover, la lluvia otoñal caía sin fuerza y formaba regueros entre las piedras del sendero del jardín. Sunia corría hacia la cocina cubriéndose la cabeza con un delantal. Entretanto Yul-han esperaba el estallido de furia de su padre con tanto temor que casi se asustó al oírle expresarse con desacostumbrada suavidad.
—Si me lo hubieses dicho tiempo atrás te habría reprochado que hubieses puesto nuestra familia en peligro, pero ahora he visto y oído cosas…
Y le contó el juicio de los cristianos, su inteligencia e intrepidez. Los describió a todos, jóvenes y viejos, hasta que Yul-han le interrumpió.
—Añade un nombre a la lista, el del barón Yun.
Il-han abrió la boca.
—¡No!
—Sí, incluso él.
Il-han no sabía si contarle lo de su hermano mayor.
—Este hombre al que llaman la Caña Viviente —dijo Yul-han como si leyera el pensamiento de su padre.
Il-han no se movió ni levantó los ojos.
—¿Qué?
—¿Adivinas quién es?
—¿Y tú?
—No estaba allí. No vi su cara.
¡Yul-han no lo sabía! Lo dejaría en la ignorancia.
—¿Por qué he de saberlo yo, si tú no lo sabes? Además —añadió con pretendida impaciencia—, si quieres convertirte al cristianismo, pues conviértete.
Eso era todo lo que quedaba de su anterior enojo hacia su hijo menor.
Pasó el invierno, un invierno espantosamente frío. Era normal que hiciese frío, pero aquel frío eran estremecimientos de la muerte. Cada mañana los gendarmes recogían cuerpos helados de mujeres, hombres y niños, los amontonaban en carretillas y se los llevaban. La tierra era demasiado dura para enterrarlos, los almacenaban en barracas o los amontonaban y cubrían con esterillas hasta que llegase la primavera. Los que vivían no estaban mejor que los muertos. En otoño una larga sequía había dejado sin hierba las laderas de las montañas y los gobernantes no dejaban cortar árboles. Decían que harían una repoblación forestal, habría bosques como en otros tiempos y si cogían a alguien cortando un árbol le darían latigazos y lo encarcelarían.
Los pavimentos ondul de las casas estaban fríos excepto en dos breves espacios de tiempo, cuando cocían la comida y la cena. Nunca habían pasado frío como ahora, porque su vida giraba alrededor del pavimento ondul, sobre él extendían sus colchones y no necesitaban edredones. Aquel largo invierno pasó y llegó la primavera. Se acercaba para Induk el momento de dar a luz. Su madre pidió a Yul-han que la dejase ir a su casa para el alumbramiento.
Yul-han no sabía qué responder. Si le decía que no, se molestaría, si consentía sería su madre quien se sentiría ofendida. En realidad ya lo estaba, se había enterado de la petición de la madre de Induk y una mañana, cuando se marchaba a la escuela, le dijo:
—¿Es que crees que no sabré ayudar a nacer a mi nieto? ¿Qué sólo sabrá hacerlo una cristiana?
—Por favor, madre. Soy yo quien tiene que decirlo. Hagamos lo que desea Induk.
Induk los oyó por una ventana abierta y acudió corriendo.
—Madre —dijo intentando convencerla—. Celebraremos su primer cumpleaños con usted y el abuelo. El nacimiento no es tan importante como el primer cumpleaños.
Sunia ya había protestado y ahora como deseaba que la convenciesen la convencieron.
Llegó la primavera. En una noche tormentosa Induk se preparaba para dar a luz rodeada por su madre y hermanas.
Yul-han esperaba ansiosa y dulcemente divertido porque Induk le había dicho que deseaba que el primogénito fuese una niña.
—Rezo porque sea niña —le dijo una noche charlando echados en cama.
—Aquí hay una confusión —dijo lanzando una carcajada—. Yo estoy rezando para que sea niño.
Induk no supo qué decir. Iba a darle una contestación brusca, pero lo pensó mejor y sonrió.
—Debemos de rezar y aceptemos lo que Él nos envíe.
No fue un alumbramiento fácil. Pasaban las horas y Yul-han empezaba a asustarse. Al amanecer su cuñada apareció en la puerta y le hizo una seña con el índice mirándole socarronamente. Induk le había contado que las plegarias de ambos no concordaban.
—Has ganado —le dijo—. El Señor te ha dado un hijo.
Fue a ver a Induk y se arrodilló a su lado. En su brazo descansaba un robusto niño con los ojos abiertos ya. ¡Su hijo!
Un sentimiento de orgullo, de éxito, un resurgimiento de vida y de esperanza se apoderó de él. La miró.
—La próxima vez, ya que mis plegarias tienen tanta fuerza, pediré una hija para ti.
Aunque estaba tan cansada, se rio.
Al principio Yul-han pensaba en el niño como en una parte de Induk y de sí mismo, pero con el tiempo concibió un extraño presentimiento.
Aunque era muy pequeño se conducía como un anciano.
Se dio cuenta de que sus razonamientos, paciencia y carácter razonable no eran infantiles.
No lloraba como otros niños cuando su comida se retrasaba. Con sus ojos tranquilos y contemplativos parecía comprender y dar a entender que podía esperar.
Estos ojos iban de la cara de Yul-han a la de Induk cuando hablaban, como si supiera de lo que estaban hablando. Era un niño alto, fuerte y lleno de salud, tenía muy buena presencia. Yul-han sentía cierto temor de llamarlo «hijo mío», como si fuera presunción esta pretensión.
—Si yo fuera budista —le decía un día a Induk—, diría que este niño es la encarnación de un alma superior.
Un atardecer estaban juntos. Induk hacía preparativos para el cumpleaños del niño que iba a celebrarse al día siguiente. Hacía unos pastelillos y mientras estaban en el horno colocaba sobre una mesa baja los objetos que el pequeño tendría que escoger. Según la tradición, su futuro estaría de acuerdo con el objeto que escogiese. Cuando Yul-han habló, ella le respondió dejando sus tareas.
—Yo siento lo mismo. No sé qué quiere decir. Sólo sé que este niño dirigirá y nosotros le seguiremos. No tratemos de formarle aunque seamos sus padres. Él sabrá lo que es y debemos esperar a que nos lo diga.
Fue al lado de Yul-han y se arrodillaron juntos delante del niño que estaba sentado en el pavimento ondul sobre un almohadón. Había estado moviendo las manos y los pies como suelen hacerlo los niños y dando cortos balbuceos al descubrir su voz. Ahora volvía la cabeza para mirar a sus padres con una mirada tan inteligente y consciente que era como si hubiese dicho sus nombres, no papá y mamá, sino los de unas personas a las que reconociese.
—¡Oh!, pero… —murmuró sorprendida Induk. Les pareció que el niño sonreía con íntimo gozo.
Apoyado en su cojín estaba contento, sonreía cuando le hablaban.
—Que nadie hable —repitió Il-han.
Induk había colocado a su alrededor los objetos que debía escoger, una pluma, una pequeña daga, una moneda y un carrete de hilo.
El niño miró interrogante a Induk, ella le sonrió y asintió.
Cuando hubo comprendido lo que tenía que hacer examinó cuidadosamente los objetos, después alargó la mano derecha y cogió el carrete de hilo.
Todos estallaron en gozosas exclamaciones y gritos. El niño había escogido el símbolo de larga vida.
Después comieron los pasteles que había preparado Induk, tomaron té y hablaron alegremente. Luego presentaron sus regalos al niño, sedas de alegres colores, dinero y tazones llenos de arroz que significaba riqueza.
Sus abuelos le regalaron carretes de hilo, un bol de fina laca con una capa de bronce y un juego de cuchara y palillos. El niño recibía los regalos con tanta calma e inteligencia que todos los invitados se marcharon asombrados.
Cuando todos se hubieron marchado, Sunia le cogió en brazos.
—Me alegro de que cogiera el carrete. Yo estaba algo asustada, este niño es demasiado inteligente.
—Es lo que necesitamos en estos tiempos —contestó Yul-han.
—Se me ocurre un nombre para él —dijo Il-han—. Un nombre chino, Liang, Más tarde él mismo podrá añadirle otro si quiere, pero nosotros le llamaremos Liang que significa luz, la luz del día y la luz de la inteligencia.
—Está bien —dijo Yul-han.
—Un nombre lo bastante importante para él —asintió Sunia.
Induk le arrebató el niño.
—Es sólo un niño, ¡un bebé! Le hacéis hombre demasiado pronto.
Entonces empezó a mecerlo en sus brazos.
—Que nadie hable —ordenó Il-han.
Las dos familias se habían reunido para la fiesta en casa de Il-han. Sunia e Il-han conocieron por primera vez a unos cristianos. No habría sido posible si Il-han no hubiese visto con sus propios ojos su resuelta valentía en el juicio.
Sin embargo, hoy saludaba con cortesía a los padres de Induk y les hacía ocupar los asientos de honor, su padre vestido de blanco, su madre de gris. En otros asientos estaban las hermanas y el hermano menor de Induk y las hermanas de Sunia. Desde el funeral del padre de Il-han no se había reunido toda la familia. Todos estaban con el niño que llevaba los nuevos vestidos de seda roja que Induk había hecho para aquella ocasión.
El Oeste también empezaba a agitarse. Habían vivido en paz mucho tiempo, pero estalló la guerra. Al principio nadie comprendía lo que sucedía. En un país asesinaron un noble del que nadie sabía el nombre en Corea y esta muerte se extendió a miles de personas. Europa estaba dividida por la guerra y Alemania, una nación que el Japón admiraba tanto y a la que había enviado muchos japoneses a educarse militarmente, fue la primera en entablar batalla. A las órdenes de su gobernante, un hombre orgulloso de brazos delgados y nerviosos, el ejército alemán avanzaba rápidamente.
—¿Qué nos sucederá? —preguntó Induk asustada.
—No podemos hacer nada —replicó Yul-han.
—Pero ¿a quién apoyarán los japoneses?
—A quien les convenga más.
Deseaba quedarse y animarla, pero su trabajo le esperaba y se fue como todos los días. En su clase apenas pudo emprender las tareas habituales. Sus alumnos estaban inquietos, asustados, excitados, preguntándose, intentando adivinar si sus vidas cambiarían con la guerra o si su país podría conseguir la independencia de nuevo en medio de esta agitación.
—No hay esperanza —les dijo Yul-han.
—¿Cómo puede un cristiano decirnos que no hay esperanza? —preguntó un joven.
No pudo contestar. Se sentía censurado.
—Atienda a sus lecciones —le dijo secamente.
Pero los estudiantes no podían. Estaban distraídos, rebeldes, indisciplinados y plantaban cara a sus profesores.
Cuando el Japón se declaró contrario a Alemania, muchos se sintieron sorprendidos, pero Yul-han comprendió lo que significaba aquella declaración. Para esta pequeña isla, Corea era sólo un trampolín que le permitiría alcanzar el Asia entera. Alemania se había apoderado de algunos territorios chinos y el Japón los reclamaría como botín de guerra.
Un domingo, al salir de la iglesia, Yul-han pidió a Induk que le esperara en el cementerio porque necesitaba el consejo del misionero.
Fue a la sacristía. El misionero se estaba sacando las ropas de oficiar. Hacía un fresco día otoñal, pero aquel santo pelirrojo tenía siempre calor, al quitarse la ropa negra el sudor resbalaba por sus mejillas hasta su barba, ahora algo blanca.
—Entre, hermano —exclamó al verlo—. ¿Cómo está? Yul-han entró pálido, silencioso, cortés.
—Necesito su consejo.
Y le explicó sus temores:
—Nadie se engaña. Los japoneses no lucharán en Europa, pero se apoderarán de los territorios que los alemanes tienen en China y echarán los cimientos de su imperio. Cuando se instalaron aquí con el pretexto de la guerra… ¡Ah! Sólo necesitaban un lugar donde sus soldados pudieran acampar para la lucha contra China y luego contra Rusia, no contra nosotros. ¡Nunca, nunca contra nosotros! ¿Cuándo comprenderá su presidente Wilson lo que está haciendo el Japón?
—Confíe en Dios.
—¿Sabe Dios lo que pasa? —replicó sonriendo sardónicamente.
—Lo sabe.
Yul-han se marchó sin una respuesta a sus preguntas. Deseaba hablar y discutir con alguien que le aclarase las cosas. Buscó a su viejo amigo y colega Yi Sung-man. No se habían visto desde que dejó la escuela japonesa. Él no deseaba volver allí. Recordó que acostumbraba a tomar su almuerzo en un restaurante barato de una estrecha calle y allí fue. Lo encontró sentado delante de un humeante bol de sopa bebiendo a grandes sorbos. Sung-man siempre había sido desordenado, llevaba el pelo demasiado largo, el traje sin planchar y sucio.
Yul-han se sentó a la misma mesa; Sung-man levantó la vista.
—¡Tú! ¿Cuánto tiempo hace que no te he visto? Estás más delgado. Me contaron que te habías convertido al cristianismo. Estuve pensando que podría hacer lo mismo…, pero no, perdería mi empleo. Tienes suerte.
Llamó a la anciana camarera chasqueando los dedos, y esta trajo un humeante bol de sopa sobre un pequeño brasero para Yul-han. Hablaron de cosas sin importancia mientras el restaurante iba vaciándose.
—¿Tienes alguna clase? —le preguntó Yul-han.
Sung-man sacudió la cabeza y ladeó su bol para terminar la sopa. Dejó el bol, se limpió su grasienta boca con la manga, cruzó los brazos y se echó hacia atrás.
—¿Sabes algo de Woodrow Wilson? —le preguntó en voz baja.
—¿Quién no? Es nuestra única esperanza. Un hombre de paz, el único que tiene poder. Nos salvará a todos si puede evitar la guerra.
—¿Tienes algún libro sobre Wilson?
—Ven a mi habitación.
Yul-han fue con él a la escuela y Sung-man le dio un libro pequeño, pero grueso, impreso en papel barato. El título era sólo una palabra Wilson.
—Léelo —le dijo Sung-man—, pero en secreto. Luego conviértete en uno de los nuestros.
¿Uno de los nuestros? No le preguntó lo que quería decir. Se puso el libro bajo el brazo, fue a su casa y leyó toda la noche.
Con aquellas palabras confusas y emborronadas empezó a conocer cara a cara la figura de un hombre, un hombre solitario y valiente, demasiado seguro de sí mismo a veces, pero que trataba siempre de obrar bien. ¿Era posible que existiese un hombre así en tiempos como aquellos? Él era uno.
Il-han, bajo su techo de bálago, también aprendía a conocer a Wilson. Las hojas impresas continuaban deslizándose bajo su puerta; a veces no las encontraba, como si hubiesen encarcelado o matado al que las ponía allí, pero no tardaban mucho tiempo en volver a aparecer.
Ahora hablaban de Woodrow Wilson y la guerra, W. Wilson y su pueblo, W. Wilson y los pueblos sometidos del mundo.
Il-han leía una y otra vez considerando su significado. Sus recuerdos de América, antes tan claros y cálidos, se enfriaron al indignarse con Roosevelt que no había comprendido la importancia de Corea en la historia del mundo. Corea, un país, una joya de roca y tierra, una llama humana introducida en el mar, no cabía duda que era uno de los tesoros del globo terráqueo. Había pocos lugares que pudiesen convertirse en vértices de la humanidad a causa de su posición estratégica, lugares pequeños, pero ejes alrededor de los cuales giran las demás naciones. Theodore Roosevelt no supo comprender la importancia de este pequeño país, admiró la valentía del Japón, un país pequeño que había derrotado a la vasta Rusia, sin ver los medios utilizados para su victoria, estos medios eran Corea.
¿Era más inteligente Woodrow Wilson? Poco a poco, juzgando cada línea y observando una confusa fotografía, Il-han se había formado una idea de Wilson. Era un intelectual, esto le llegó al corazón. Los intelectuales podían comprenderse en cualquier parte del mundo.
Roosevelt gustaba de la equitación y la caza de animales salvajes. Era un amante de la violencia. Incluso Sunia había exclamado, cuando concluyó su mandato y se marchó al Africa a cazar animales salvajes:
—¡Pobre esposa suya! No le ha visto apenas durante los años de su presidencia y ahora vuelve a perderlo por las fieras. Tú al menos te retiraste cuando la reina murió. Así empezó mi verdadera vida.
Entonces no había hecho caso. ¡Cosas de mujeres!, pero ahora lo recordaba.
Wilson era algo más que un intelectual. Amaba a su esposa y a sus hijos. Era cabeza de familia al igual que de la nación. ¿No dijo Confucio que la responsabilidad de un hombre empieza en su propia casa? En muchos aspectos Wilson era confuciano y podía comprenderlo. Era un hombre de ideales y convicciones, un hombre de paz. Llegó a estas conclusiones por algunas impresiones de las hojas clandestinas. El impresor había transcripto con dificultad frases de Wilson.
Cuando decretó un día de plegarias para la paz, declaró: «Yo, Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos de América, señalo un domingo, el día 4 de octubre, para que todas las personas temerosas de Dios acudan a sus iglesias y aúnen sus peticiones a Dios omnipotente para que conceda la paz a sus criaturas y restablezca la concordia entre hombres y naciones. El ejemplo de América debe ser un ejemplo especial. No debe ser meramente un ejemplo de paz porque la paz ejerce una influencia edificante en el mundo y la lucha no. Hay naciones que obran tan rectamente que no necesitan convencer a la fuerza de su rectitud. Hay hombres que son demasiado orgullosos para luchar».
Il-han subrayó estas palabras tan interesantes. No las comprendió del todo y pensó en ellas toda la noche. ¿Qué clase de hombre era Wilson que podía convertir sus palabras en armas para la paz? Agudas como un puñal, atrevidas, claras, le impresionaron acostumbrado a las enseñanzas de Confucio que decían que un hombre superior no gobierna por la violencia o vulgares actos físicos, sino por su inteligencia de hombre sabio.
La hija de Yul-han nació en primavera, antes de que el sol calentara la tierra, cuando florecieron los ciruelos.
Aquel tenía que ser un año feliz, pero… aquel gran americano, Woodrow Wilson, a pesar de todo lo que había dicho, llevó su país a la guerra en el cuarto mes del año solar 1917. Los japoneses habían prohibido el uso del año lunar, no importaba su significación en la historia coreana, todos usarían el año solar, sistema moderno que se había impuesto. El año era, pues, 1917. Los periódicos habían hablado mucho de Wilson y los coreanos le creyeron un santo, un salvador, un hombre que no llegaría nunca a entrar en guerra.
Durante meses, Yul-han leyó todo lo que pudo encontrar sobre los americanos y se reunió a menudo con su padre para discutir lo que se decía y si después de todo los americanos se verían obligados a luchar. Poco a poco y contrariamente a sus ideas e inclinaciones, Il-han había llegado a pensar que aunque era mejor vivir en paz, podría ser necesario que los americanos entrasen en la guerra temiendo que en Europa un tirano colérico y enfermizo no tardara, ayudado por otros como los que ahora gobernaban en Corea, en encender un fuego que sumiría al mundo entero en la oscuridad.
Il-han se daba cuenta de esta necesidad, pero Yul-han…
—¿Cómo persuadirá Wilson a su pueblo de que es necesaria la guerra cuando ha hablado siempre en favor de la paz?
Il-han meneó la cabeza y tiró de su barba grisácea.
—¿No te das cuenta de que los alemanes confunden las palabras de paz con las de temor? ¿Cuál es su respuesta mientras Wilson habla de paz? Declarar una guerra marítima sin cuartel. ¿Tendrán que soportarlo?
Yul-han miró curiosamente a, su padre.
—¿Por qué te interesas en lo que pasa en el mundo viviendo tan apartado de todo bajo tu techo de bálago?
—He aprendido que ningún techo de bálago puede esconderme ni a mí ni a ninguno de nosotros. No somos como los cangrejos. No tenemos caparazón para escondernos. Nuestros antecesores lo intentaron en una frenética y desesperada busca. ¡Todo fue en vano! El enemigo nos buscó y nos encontró. No habrá esperanza ni refugio para nosotros a menos que lleguemos a formar parte del mundo. Sólo estaremos a salvo, en un mundo seguro. ¿Quién nos librará de nuestros gobernantes extranjeros? Nosotros no, nuestros amigos o sus enemigos, tampoco. No hay que esperar nada de nadie, sino de todos. Wilson es el único que comprende que esto es cierto también para su país, nosotros debemos seguir sus pasos. Cuando ganen la guerra se nos dará la independencia y tendremos la libertad tanto tiempo deseada.
Su padre hablaba como un profeta, realmente parecía un profeta de otros tiempos, como los de la Biblia. Le escuchaba silenciosa y reverentemente. Ellos no eran los únicos, en todo el país la gente se reunía a escuchar a los que podían leerles algo sobre Wilson y ponían en él sus esperanzas de salvación. Los demás hablaban de sus propios países, pero él hablaba de todos los países y la gente creía en él.
En todas partes la gente llenaba las iglesias cristianas con esperanza y ansiedad creyendo que el Dios al que Wilson rezaba les traería la victoria y con su victoria lograrían la libertad. Muchos se convirtieron esperando lograr así la salvación.
Wilson declaró que hablaría a su pueblo el 16 de mayo y lo hizo con tanta energía que, en realidad, se dirigía a todos los hombres. Sin embargo, antes de este día su enemigo hundió tres de sus barcos más grandes.
Yul-han se dirigió apresuradamente a casa de su padre al enterarse de las noticias. Il-han se sentía triunfante. Sus ojos aún negros y vivaces brillaban excitados.
—Ahora —le dijo, dando un golpe en el periódico con la mano izquierda—, ahora Wilson declarará la guerra.
—¡Padre! —exclamó Yul-han—. ¿Tú eres un hombre de paz? ¿O es que has bebido?
—No he bebido. ¡Oye esto!
Le cogió por el brazo mientras leía en voz alta las palabras de Wilson, interrumpiéndose de vez en cuando para lanzar exclamaciones aprobatorias.
—Habla al pueblo alemán, le pide que se rebele contra sus tiranos. Es como si nos hablase a nosotros, a nuestro pueblo. Dice…, dice… y buscó sus palabras con el índice. Dice:
«No tenemos nada contra el pueblo alemán, no nos mueve otro sentimiento que el de simpatía y amistad. No fue el pueblo quien entró en guerra. Esta guerra fue provocada por el interés de una dinastía acostumbrada a usar de sus súbditos como armas e instrumentos».
Aquí hizo una pausa.
—¿No sucede lo mismo con nuestro pueblo? ¿No somos instrumentos? Nos está hablando a nosotros. Te lo aseguro. No, espera, aún hay más. Dice aquí:
«No queremos ninguna indemnización, no nos mueve ningún interés material ni fines egoístas, no queremos conquistar ni dominar». ¿Crees que existe alguien como él? No, juraría que no. Y sigue diciendo: «Deberíamos tener una Liga de Naciones a la que perteneciesen todas las naciones del mundo y pudiesen presentar sus quejas delante de todos». Allí debes ir. Yo iré contigo. Cuando ganen la guerra iremos a la Liga de Naciones. Presentaremos nuestra causa.
Yul-han estaba alarmado. Había intentado interrumpirle varias veces y no lo había conseguido. Las lágrimas rodaban por sus mejillas, temblaba, reía y lloraba.
—Padre, la guerra está lejos de estar ganada. Los alemanes están en el poder. Los americanos son la última esperanza. No sabemos…
—Yo sé —gritó Il-han—. Sé que Wilson ganará la guerra. Cuando leí su discurso creí que el corazón me iba a estallar. Me crecí, me sentí joven. Aún puedo luchar.
—Estoy de acuerdo con que sus palabras son enérgicas y acertadas, pero sólo con palabras no se gana una guerra.
Il-han estaba como un niño desilusionado.
—Eres frío —le dijo apasionadamente—, muy frío. Si Wilson no te basta, ¿te bastará tu Dios, tu Dios cristiano? ¿No es el mismo de Wilson?
Las palabras de su padre le llegaron al corazón.
—Sí, es el mismo Dios.
Luego se marchó a su casa. Ippun le esperaba en la puerta con expresión alegre en su redonda cara helada de frío.
—Amo. Tiene una hija.
Induk había concebido de nuevo, pero nadie se había alegrado. Los tiempos eran demasiado duros, tenían bastante con Liang. Su hijo empezó a andar a los ocho meses y a hablar antes del año. Yul-han olvidaba a menudo que era un niño y le hablaba como a una persona mayor. El niño le adoraba y era feliz en su presencia, aunque cuando estaba fuera se divertía fácilmente con cualquier cosa. Sin embargo, por encima de todo, quería a su abuelo e Il-han se sentía tan feliz con ello como nunca había esperado serlo.
—Liang nos compensa de todas las pérdidas que hemos sufrido. Liang, mi nieto, no debe ser castigado nunca —decía con voz solemne—. Su intención es siempre buena y demasiado profunda para que nosotros la comprendamos.
Es natural, pues, que Yul-han e Induk tuviesen bastante con este único hijo. A menudo dudaban si serían lo bastante buenos, inteligentes e instruidos para educarlo mientras iba creciendo. Yul-han no deseaba otro hijo ni al ver a Induk encinta lo deseó, pero cambió de opinión ante la arrugada cara de la recién nacida.
En silencio se arrodilló al lado de Induk. Ella le miró con un delicado aire de tristeza y súplica en su cara tan pálida como el marfil y sus ojos oscuros y oblicuos.
Su cara tenía la combinación justa para ser bella, frente suave y despejada y boca delicada.
—¿Cómo nos hemos atrevido a tener dos hijos? —dijo con voz baja y apenada.
Entendió lo que quería decir. En tiempos como estos de hambre y frío, tristeza y libertad perdida, ¿cómo protegerían a una hija? Su propia herencia era ya bastante desgraciada, un país dividido por luchas y guerras, pero que al menos les pertenecía. Ahora no eran más que siervos. Los que no lo eran, eran traidores vendidos a los invasores. Sólo los cristianos estaban unidos por la esperanza de que algún día el Dios en quien confiaban les libraría de las manos de su enemigo.
—Hagamos su infancia tan feliz como podamos. Dejémosle al menos algo para recordar.
Induk no contestó. Yul-han le cogió la mano para calentarla entre las suyas y se dio cuenta por primera vez de lo distintas que eran. Las suyas cuadradas y fuertes, pero bien formadas como las de sus compatriotas, las de Induk largas, estrechas y estropeadas por el trabajo. Luego la dejó reposar sobre el colchón y cogió el puñito cerrado de su hija.
—Quizá cuando ya sea una mujer el mundo habrá mejorado y nuestro país sea independiente.
—Conservemos la esperanza porque sin ella moriríamos.
Llegó el verano. Todos sabían que los americanos jóvenes eran llamados para alistarse. Los periódicos japoneses matinales daban la noticia.
Atención.
Noticia para el jueves, 15 de junio.
El jueves, 15 de junio, todos los varones de edad entre veintiuno y treinta y un años, sean o no ciudadanos de los Estados Unidos, deben inscribirse en el local más cercano destinado a las elecciones de su barrio. La inscripción no significa que estén obligados al servicio militar a menos que sean ciudadanos de los Estados Unidos o hayan solicitado la ciudadanía.
¡Príncipes alemanes ocupan los tronos de los estados balcánicos, se proponen someter a todos los pueblos eslavos y a las naciones ambiciosas y libres de la península báltica, fomentando la sedición y la rebelión!
El mismo presidente había lanzado una proclama que también salió en los periódicos japoneses.
Llamamiento a las armas.
La gente volvió a exclamar:
—Nosotros…, nosotros estamos sometidos a la voluntad de otros.
Yul-han levantó la cabeza esperanzado y alzó la voz peligrosamente.
—¡Escuchad lo que dice después!
Yo, Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos, anuncio y decreto que desde ahora todos los varones de la edad señalada se inscriban en estas listas de honor.
Aquellas rimbombantes y sonoras palabras dieron la vuelta al mundo y anunciaron a los siervos y a los esclavos, a todos los que no eran libres y al mismo Yul-han, que los varones inscritos en aquellas listas de honor no sólo salvarían a un pueblo del peligro de los invasores sino que también salvarían a los que ya habían sido invadidos.
En la iglesia, el misionero elevaba sus brazos al cielo pidiendo las bendiciones del Señor sobre América y su presidente. De las gargantas de los miles de congregantes coreanos brotó un estruendoso amén.
Era de noche, con las luces de la ciudad apagadas y sus gobernantes dormidos. Los cristianos se deslizaban furtivamente a la iglesia y sentados en la oscuridad escuchaban a Yul-han que leía en voz alta, a la luz de una vela, oculto por un púlpito de madera. Leía las noticias de la guerra que estaba transcurriendo en la otra parte del mundo. El Japón se había apoderado de territorios chinos, jóvenes que morían a miles y luego a millones. Sólo en Inglaterra murieron cinco millones, pero Wilson volvía a hablar a los habitantes de todo el mundo:
Esperamos asegurar la salvación de la península báltica y al imperio turco la oportunidad y derecho de organizar su vida libre de la dominación extranjera.
Los dirigentes alemanes que probaron ser también dirigentes del Imperio Austro-Húngaro, consideran a los estados más pequeños como sus naturales instrumentos de dominación.
—¡Woodrow Wilson! —exclamaron—, sálvanos de la dominación extranjera.
Estas palabras dieron la vuelta al mundo por medio del telégrafo. Enviaban todo lo que decía Wilson y entre las noticias de la lucha diaria venían los mensajes. Se transmitían y al cabo de veinticuatro horas se habían oído en todas partes, desde las montañas de América del Sur hasta las de Corea. Los trescientos periódicos de la vasta China recibían las noticias y las comunicaban a los países circundantes, hasta que las palabras de Wilson fueron conocidas en todas partes del mundo y creídas por todos.
Hacia mediados de invierno, mientras la lucha continuaba y la nieve en las calles, con sus dos pies de altura, enterraba los cuerpos helados bajo su manto blanco, Yul-han llegó a su casa por la tarde. Su madre le estaba esperando.
—Ven a ver a tu padre, está llorando como un niño, no puedo hacerle parar, no me hace caso ni consigo que me diga por qué llora.
Yul-han atravesó el patio y se dirigió a la biblioteca de su padre. Allí encontró al anciano paseando y sollozando fuertemente mientras apretaba contra su pecho un arrugado periódico. Lo cogió por los brazos.
—¿Por qué lloras?
Il-han se desahogó. Arrojó el periódico.
—¡Mira esto! Los catorce puntos de Wilson.
Yul-han continuó leyendo: Las aspiraciones nacionales deben ser respetadas. Actualmente los pueblos sólo pueden ser regidos y gobernados bajo su propio consentimiento. La propia determinación no es meramente una frase sino un principio imperativo de acción.
Cogió el periódico doblado con sus manos temblorosas y luego lo arrojó.
—No puedo leer. Léelo tú… no… déjame leer este… el tercero:
—Hijo mío.
Il-han dobló el periódico en varios dobleces y lo introdujo en su vestido, sobre el pecho. Señaló con su dedo para dar mayor énfasis a su frase.
—Hijo mío, es de nuestro pueblo de quien habla. ¡El sabe…, él sabe!
Las lágrimas acudían a sus ojos tan fácilmente como las de un niño. Yul-han vio que su padre lloraba de alivio y esperanza largo tiempo reprimida. Bajo su aparente confianza había escondido el profundo temor de que no pudiera confiarse en el presidente americano.
—Siéntate, padre. Deja descansar tu corazón.
Il-han no era el único en estar invadido de alegría. Todo el mundo se alegraba secretamente y los cristianos daban gracias a Dios en sus iglesias.
El domingo siguiente se hizo en la iglesia de Yul-han. Fue solo porque Induk se quedó en casa para atender a la pequeña que era muy inquieta y estaba enferma a menudo. Hacía un día hermoso, las montañas se recortaban claramente en el profundo azul del cielo y Yul-han sintió una nueva alegría al salir de la iglesia. Como de costumbre los mendigos esperaban en las escaleras de salida. Habían aprendido que los corazones de los cristianos eran más fáciles de conmover en domingo.
Al salir, un mendigo bajó las escaleras tras él y le cogió por el abrigo. Sin mirarle, Yul-han se llevó la mano al bolsillo y dejó caer una moneda en su mano. Siguió andando. Unos minutos después oyó pasos y al volver la cabeza lo vio otra vez. Esperó a que se acercara para preguntarle por qué le seguía, pero cuando estuvo a su lado le miró sin decir nada. ¿Dónde había visto aquellos ojos?
—¿No me conoces?
—No —pero repentinamente se le ocurrió que aquella voz no era la lloriqueante del mendigo que había oído en la iglesia.
—Continúa andando —le dijo el mendigo—. Te seguiré con la mano tendida como si estuviera mendigando.
Yul-han obedeció sorprendido, y el mendigo continuó hablándole en voz baja, pero enérgica.
—¿Cuántos años han pasado? No puedo culparte si no me reconoces. Soy tu hermano.
Yul-han se volvió involuntariamente y estuvo a punto de gritar el nombre de Yul-chun, pero oyó otra vez el lloriqueo del mendigo.
—Un penique, será una buena acción, señor…, misericordia, señor, irá al cielo. Dame dinero —murmuró Yul-chun.
Yul-han obedeció de nuevo.
—Señor, me ha dado una moneda falsa…
Se inclinó para mirar la moneda y oyó estas palabras:
—Deja la verja abierta esta noche y no te duermas.
Se separaron, el mendigo dando gracias efusivamente y Yul-han tan tieso como si la cabeza no le estuviera dando vueltas.
¡Yul-chun! Naturalmente, que era Yul-chun. Caminó rápidamente hacia su casa y se lo contó a Induk hablando atropelladamente en su prisa y luego miró a su hijo. El niño estaba escuchando como si comprendiera lo que decían y Yul-chun se calló.
Entre medianoche y el amanecer Yul-han oyó que la verja se abría lentamente, pero sólo lo suficiente para admitir el cuerpo de un hombre. Permaneció en la oscuridad, alargó la mano y encontró el hombro de su hermano, deslizándola por el brazo fue a encontrar la de Yul-chun. Silenciosamente, sin hacer ruido con los pies, atravesaron el jardín y Yul-han le condujo a una pequeña habitación interior, un almacén sin ventanas con sacos de cereal apoyados en las paredes. Induk trajo cojines y una linterna, y los dos hermanos se sentaron hablando en un murmullo.
—Huí de la cárcel hace dos días —dijo Yul-chun.
La luz de la vela oscilaba delante de sus altos pómulos y sombreaba las profundas cuencas de sus ojos.
—¿No supiste que estaba en la cárcel? —preguntó.
—¡La caña viviente! —exclamó Yul-han comprendiendo de repente—. Tú eras la caña viviente.
—Lo soy.
Continuó contándole rápidamente lo que le había sucedido desde la última vez que estuvieron juntos.
—Es increíble mi huida. Un japonés vino a mi celda aquella noche. Creí que me habían condenado a muerte y empecé a hablar temerariamente de mis sueños de independencia para mi pueblo. Él escuchó sin decir nada y se fue, entonces vi la puerta de mi celda entreabierta.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Yul-han.
Cuando se lo dijo recordó que era el nombre del jefe del Departamento de Educación que le había dado permiso para aceptar el puesto de director de la escuela cristiana y que él mismo había asistido a una de ellas en Tokio.
¿No era un milagro esto? ¿Un milagro del Cristianismo? Yul-chun le estaba apremiando para que contestara a sus preguntas.
—¿Cómo está nuestro padre? Cuéntame lo que ha sucedido en la familia… ¡Pero de prisa, hermano! No tardará en amanecer.
Tan rápidamente como pudo le habló de su padre, de su boda y del nacimiento de sus hijos.
Una vacilante ternura apareció en la áspera cara de Yul-chun.
—Me gustaría ver a tu hijo. Yo estoy destinado a llevar una vida distinta a la de los demás hombres, pero es posible que sólo tu hijo lleve a cabo la guerra por nuestra independencia.
Entonces Induk, aún sin decir nada, se levantó y fue a la habitación donde dormía Liang. Levantándolo de la cama lo llevó ante su tío. El niño estaba medio dormido, pero cariñoso y afable por naturaleza, se despertó y sonrió, al principio inconscientemente. Sin embargo, de repente cambió inexplicablemente, dejó de sonreír, se inclinó hacia Yul-chun desde los brazos de su madre y le miró seriamente a los ojos, luego gritó alegremente y le tendió los brazos inclinándose tanto que Yul-chun tuvo que cogerle para que no cayera al suelo. El niño se apretó contra él, le rodeó el cuello con los brazos, apoyó la mejilla contra la suya, levantó la cabeza para mirarle de nuevo y empezó a reír. Lo hizo una y otra vez mientras Yul-han e Induk permanecían suspensos y sorprendidos.
—¿Pero cómo puede ser? —exclamó Induk—. ¡El niño te conoce! Nunca estuvo así, ni siquiera con nosotros.
—Se diría que te ha reconocido de una vida anterior —dijo Yul-han preocupado.
Una extraña excitación se había apoderado de Liang. Lloraba y reía, luchaba por hablar y no podía, Yul-chun sólo pudo calmarle asintiendo y abrazándolo estrechamente unos instantes. Luego se lo entregó a Induk y salió de la habitación.
En el oscuro jardín los dos hermanos se estrecharon las manos y se dijeron el último adiós.
—¿Cuándo nos volveremos a ver? —preguntó Yul-han.
—Quizá nunca más. Quizá antes de lo que pensamos. Vuelvo a China.
—¡China! ¿Por qué precisamente allí?
—Se está fraguando allí una de las mayores revoluciones registradas en la historia. Tengo mucho que aprender aún y algún día volveré a casa para utilizar lo que habré aprendido. ¿Tienes dinero?
—Sí, pensé que lo necesitarías.
Yul-han había preparado un paquete con monedas de plata, todos sus ahorros, y ahora se lo dio a su hermano. Entonces se separaron, pero Yul-chun volvió sobre sus pasos repentinamente.
—No sé el porqué del comportamiento de Liang, pero hay algo que sí sé. Al nacer, un alma grande entró en él. No soy budista, no tengo ninguna clase de religión, pero sé que este no es un niño corriente. Respétalo. Está predestinado.
Con estas palabras desapareció en la oscuridad y Yul-han volvió a casa preocupado por las palabras de su hermano. Cuando entró en el dormitorio vio a Liang durmiendo pacíficamente mientras Induk, en camisón, trenzaba su largo cabello.
—¿Se ha calmado? —preguntó.
—Sí. Pero para mí no volverá a ser el mismo. Ahora sé lo que sintió María, la Madre de Jesús. Algún día mi hijo me repetirá aquellas mismas palabras: «Mujer, ¿qué vaya hacer contigo?».
—Bueno, bueno —dijo Yul-han animándola—. Estamos sobreexcitados y le contagiamos nuestra excitación al niño.
Pero Induk no se animó.
—Vislumbro un futuro horrible —insistió sombríamente.
—No tenemos que correr a su encuentro —replicó Yul-han sin atreverse a repetirle las palabras de Yul-chun.
Yul-han era de naturaleza pacífica, prudente y pacientemente perseverante. Si las cosas hubiesen continuado igual que antes de la invasión japonesa, él habría vivido como un intelectual y un caballero campesino, con arrendatarios para cultivar la tierra, sus hijos educados por preceptores y su esposa preocupándose sólo de la casa. Todo su ser deseaba la paz. Ya fue bastante revolución para él convertirse al cristianismo, y le atrajo esta religión porque predicaba la paz y buena voluntad entre hombres y pueblos en aquellos tiempos de violencia y crueldad. A pesar de haberse convertido al cristianismo era posible que nunca hubiese hecho nada a no ser por lo que le sucedió a Induk en un día de primavera.
Su hijita tenía más de un año, una niña amable e inteligente de temperamento mimoso. No la podían separar de su madre. Donde iba Induk allí estaba ella agarrada a su falda o al índice de su madre. Cuando Induk se sentaba a descansar en la casa o el jardín, estaba sobre sus rodillas negándose incluso a sentarse en las de su padre. De esta manera Yul-han apenas conocía a su hija y estaba más con su hijo. Por la diferencia entre sus hijos ellos se distanciaron en parte sin darse cuenta, excepto en algunos pequeños detalles.
En los atardeceres Yul-han se apartaba del mimo de su hija y la constante preocupación de Induk por ella y se iba a su estudio con Liang, mientras Induk y la niña se quedaban en la habitación central.
Tampoco la niña quería irse a la cama sin su madre. Induk se sentaba a su lado hasta que se dormía, entonces ella también a menudo estaba cansada y se iba a la cama.
Yul-han intentó convertir a su hijo en compañero tratándole como a un adulto. Le hablaba de sus pensamientos, él compartía sus conocimientos y hablaban de lo que sucedía cada día en la nación. El niño hablaba de Wilson como si fuese su abuelo y empezó a amar apasionadamente al distante país que nunca había visto. Guardaba en una caja recortes de periódicos con fotografías de cualquier cosa que fuera americana y empezó a visitar asiduamente a su abuelo porque sabía que estuvo una vez en aquel país.
—Cuéntame cómo es América —le rogaba.
Lo convencía e Il-han buceaba en su memoria y le hablaba de gente amable, altos edificios, enormes granjas y grandes ciudades. Todo lo que podía recordar de América pasaba a la fácil memoria retentiva de su nieto y Liang, con aquel amor por la verdad y su natural inclinación hacia los nacidos independientes, absorbía en su ser estas cualidades y estaba iluminado interiormente.
Fácilmente llegó al convencimiento de la grandeza de Wilson y se lo imaginó como un Dios cristiano de aspecto impresionante y agradable del que oía decir a su madre y al misionero que vivía en una atmósfera de música, rectitud, brillantez, entera esperanza y bondad. Wilson, así lo creía su espíritu de poeta, saldría un día de aquellas nubes celestiales y libertaría y haría feliz a todo el mundo. Soñaba cómo se acercaría a Wilson con flores y frutas en las manos. Empezó a ahorrar para Wilson lo mejor que tenía. Si en otoño veía un níspero más grande que los otros, una naranja más dorada, una manzana más dulce o una granada más roja, la separaba para Wilson aún sintiendo la tentación de comérsela él. A veces Induk encontraba la fruta estropeada y la tiraba riñéndole por haberla echado a perder, pero Liang nunca le contó por qué lo hacía.
Se impacientaba fácilmente con su hijo porque era el compañero de su padre e incluso, aun sin saberlo, porque estaba tan alto y fuerte para su edad sin pasar por las enfermedades infantiles, alimentándose con cualquier cosa y siempre dispuesto a aprender, a entender, en contraste con su enfermiza hermana.
En justicia sabía que no podía culpar al niño porque su propia indulgencia con la niña era lo que la separaba de Yul-han. Se alegró al concebir de nuevo en otoño, un tercer hijo la libraría de la pequeña y la acercaría otra vez a él. Casi hacía tres meses que estaba encinta cuando un día fue al mercado a comprar pescado fresco para la comida del mediodía, mientras Ippun lavaba la ropa en un arroyo donde se reunían las mujeres para este menester. La niña fue con ella como siempre, agarrándose a un pliegue de su falda y fueron paseando lentamente hasta el pueblo. La niña se cansó antes de llegar e Induk la dejó subir a su espalda y la llevó hasta el mercado.
El día antes había ocurrido algo en la ciudad, pero ocurrían cosas tan a menudo que no hizo caso de lo que le contó Yul-han. Algunos estudiantes de la escuela cristiana habían sido arrestados unos días antes por gritar Mansei cuando el gobernador general pasó delante de la verja de su escuela cuando se dirigía a palacio. Era un grito de la vieja Corea. Sus guardaespaldas cayeron sobre los estudiantes y los encarcelaron acusándolos de conspiración.
Era una noticia corriente en todo el país, sólo añadía a la creciente revolución un rescoldo de llama que podía arder si la esperanza se convertía en oportunidad.
Cuando Induk llegó al pueblo vio que estaba lleno de soldados, algo poco corriente en un lugar tan tranquilo. Estuvo pensando si no sería mejor regresar directamente a casa, pero recordó que Yul-han había pedido especialmente un pescado que le gustaba, y que pronto dejaría de encontrarse. Continuó andando y al pasar por la taberna en la que había ayudado a Ippun a escapar salió el tabernero entre los soldados. Tenía la cara enrojecida por la bebida, aunque no era aún mediodía, reía y hablaba con los soldados, que también habían estado bebiendo. Algunos podían beber sin excitarse, pero la peculiaridad de los invasores era que la bebida les hacía más obscenos y atrevidos que cuando estaban sobrios. El tabernero vio la ocasión para vengarse y la señaló con el índice gritando:
—¡Ahí va una cristiana, la esposa de un profesor de la escuela cristiana cuyos estudiantes gritaron Mansei al noble gobernador general! ¡Yo mismo oí cómo gritaba Mansei!
Los soldados llamaron a la policía del pueblo, que acudió corriendo. Como la policía era siempre japonesa, soldados y policías la rodearon en medio de la calle. La gente entraba en las casas y cerraba las puertas para que no pudieran decir que habían tomado parte en lo sucedido. Induk estaba sola con la niña que, viéndose rodeada por caras enojadas, empezó a llorar, por lo que un policía se la arrebató y la arrojó a un lado de la calle pavimentada. Otro cogió a Induk y le sujetó las manos a la espalda.
—¿Ha gritado alguna vez Mansei? —le preguntó un oficial subalterno de marina que estaba entre los soldados.
Tenía la cara roja y sus ojos llameaban. Llevaba el pelo negro cortado al cepillo. Levantó el fusil como si fuera a golpearla con su culata. Induk estaba desesperada y asustada, los chillidos de la pequeña arañaban sus oídos y no sabía qué hacer. No dijo nada, mirándolos uno a uno hasta que vio al tabernero.
—Usted —balbuceó—. Le suplico… Somos coreanos usted y yo…
Él se rio estruendosamente.
—Ahora me suplica —dijo riendo entre dientes—. Ahora es una mendiga.
—Llévenla a la comisaría —ordenó el oficial—. Interróguenla y averigüen si gritó o no Mansei.
Induk se quedó paralizada. Si iba allí nadie vería lo que podía pasarle y estaría perdida. Se apresuró a confesar cualquier cosa que pudiese ayudarla.
—Es posible… —balbuceó con la boca tan seca que apenas podía articular las palabras—, es posible que alguna vez, hace mucho tiempo, antes de tener uso de razón… puede que gritara Mansei, pero le prometo …
Esto bastaba. Los soldados aullaron y batieron palmas, el policía la cogió, la empujó hacia la comisaría, ella luchó, les golpeó y les arañó la cara.
—Mi hija. No puedo dejarla sola.
La niña había corrido tras ella chillando y sollozando, un soldado la levantó, la arrojó al suelo y la amenazó con la bayoneta. Induk no podía aguantar más, cuando repentinamente se abrió una puerta, una mujer salió corriendo, cogió a la niña y volvió con ella a la casa.
Induk dejó de forcejear. Se secó la cara con el borde de la falda, pero antes de que pudiera hablar el policía la cogió de nuevo. Le ataron las manos a la espalda con un trozo de tela y la obligaron a caminar. En pocos minutos llegaron a la comisaría. Estaba rodeada de hombres, aterrorizada. La sangre corría lentamente por sus venas, los ojos se le nublaban y estaba sin aliento.
Al entrar en el bajo edificio de ladrillo, un hombre, no supo si era policía o soldado, alargó una pierna y le dio un fuerte puntapié que la hizo caer hacia adelante en la habitación. Luchó por librar sus muñecas de las ataduras, pero no pudo hacer más que levantarla cabeza, un policía le puso un pie en el cuello y empezó a golpearla con una porra. Después la puso en pie y le desató las manos. Aún no había tenido tiempo de recuperar el aliento y alisarse el pelo cuando el jefe de la policía que había entrado en la habitación entretanto, le ordenó que se desnudase, Le miró fijamente sin poderlo creer casi. Sabía que habían detenido muchas veces a mujeres y las habían obligado a desnudarse, pero ahora que se trataba de ella ni siquiera podía moverse. Sólo le miraba como si no hubiese oído nada.
—¡Quítese los vestidos! —rugió.
Recuperó la voz:
—Señor —tartamudeó—. Señor, soy la esposa de un hombre respetable… soy madre… por decencia… no lo hagan… no lo hagan.
Con extraño aullido los hombres se abalanzaron sobre ella y le desgarraron los vestidos. Intentó proteger su ropa interior, pero se la arrebataron también. Intentó sentarse y esconderse, pero se lo impidieron. Se volvió de cara a la pared ocultándose de las miradas de los numerosos hombres que había en la habitación, pero la obligaron a volverse otra vez. Intentó cubrirse con los brazos, pero uno de ellos se los retorció y se los sujetó a la espalda, los demás le dieron puntapiés y la golpearon. Magullada y sangrando había caído al suelo, pero la sostuvieron para continuar golpeándola hasta que perdió el sentido.
En el pueblo la noticia corrió de boca en boca. Algunos quedaron presos de un horrible temor, pero otros se reunieron en la calle, furiosos y ultrajados. Algunos de sangre más ardiente declararon que había que atacar la comisaría y rescatar a Induk, otros dijeron que con esto sólo lograrían que ellos y sus familiares fuesen atacados. Decidieron que dos de ellos, cristianos, irían a protestar que se desnudase a las mujeres.
Pasaron algunas horas antes de tomar esta decisión y cuando fueron a la comisaría los dos, dos ancianos que de todos modos no tardarían en morir, no encontraron a ninguna mujer. Si estaba Induk no la vieron. El jefe de policía los recibió cortésmente en su despacho. Cuando alegaron que desnudar a las mujeres era ilegal el jefe de policía les habló fríamente.
—Están equivocados —dijo—, no va contra nuestras leyes. Tenemos que desnudar a nuestros prisioneros para ver si llevan documentos ilegales.
El más viejo replicó valientemente:
—¿Entonces por qué sólo desnudan a las mujeres jóvenes? ¿Por qué no desnudan también a los hombres?
El jefe de policía no respondió. Contempló a los dos ancianos vestidos de blanco, con altos sombreros negros y bastones en la mano para sostenerse. Ellos le miraron pensativos, sin temor. Entonces se volvió a un soldado en pie en la habitación con la bayoneta calada.
—Acompáñalos afuera.
El soldado bajó su fusil y cogiéndolos por los hombros los condujo a la puerta. Al abrirla vio una multitud enojada y desafiante.
—¿Dónde está ella, la mujer? —preguntó uno.
—Pónganla en libertad —vociferó otro.
—Encarcélennos a todos o libértenla a ella —gritaron otros.
Los gritos llegaron al jefe de policía que se levantó de su asiento y salió a la puerta muy serio y erguido, esperando asustarlos y que se callaran, pero aún gritaron más.
Dudó un momento y luego les gritó también, pero aumentaron sus gritos sin dejar oír sus palabras. Dudó de nuevo y luego volvió a la habitación.
—Déjenla salir —murmuró—. No hay que tomarse tantas molestias por una mujer.
La multitud esperaba con los dos ancianos al frente, uno junto a otro. Al cabo de pocos minutos salieron dos soldados con Induk colgando entre ellos. Estaba consciente, pero no podía hablar. La sangre se había secado en su cara y cuerpo medio desnudo, pero bajo la costra seca brotaba lentamente su sangre rojo púrpura. La multitud lanzó un fuerte gemido. Un forzudo joven la subió a sus espaldas y se la llevó. La gente les seguía, los hombres se lamentaban, las mujeres lloraban. Vino la mujer que había cobijado a la pequeña y las llevaron a Induk y a ella a su casa otra vez.
Cuando Yul-han llegó a su casa como de costumbre, al atardecer, con su hijo, Ippun salió a su encuentro rogándole que no hiciera ruido.
—¿Dónde está la madre de mi hijo? —preguntó.
Induk acudía siempre a la puerta para recibirle y quitarle los zapatos.
Ippun le condujo a la cocina.
—Mi señora fue golpeada —dijo en un fuerte murmullo. Su aliento oliendo a ajo llegaba a la nariz de Yul-han.
—¿Golpeada? —preguntó retrocediendo.
Empezó la historia, él la escuchaba casi sin creerlo aún, sabiendo que era verdad lo que oía. No esperó a que terminara.
—¿Qué podemos hacer cuando una mujer decente no está a salvo fuera de la casa de su marido? —murmuró.
Acudió rápidamente al lado de Induk. Ippun le había vendado la cabeza y lavado sus numerosas heridas. Ahora yacía rígida, con los labios y ojos cerrados e hinchados. Se arrodilló a su lado.
—Esposa mía, corazón. ¿Qué te han hecho?
Las lágrimas brotaron debajo de sus párpados ensangrentados, espesas lágrimas como de pus.
—No se lo digas a nadie —murmuró.
—Déjame ir a buscar a mi madre.
—No, a nadie y sobre todo no quiero que me vea ninguna mujer, ni siquiera mi propia madre.
—Entonces iré a buscar al doctor americano.
Y se fue otra vez a la ciudad sin detenerse más que para decir a Ippun que no contase nada a sus padres.
—Se lo diré yo más tarde.
Y se fue a toda prisa.
Ni él ni Ippun se habían dado cuenta de que Liang lo había oído todo, porque Ippun estaba en la cocina dando de comer a la niña que se colgaba a ella ahora que su madre no podía cuidarla. Cuando Liang vio que su padre se había marchado fue a la habitación de su madre y contempló su horrible aspecto. ¡Aquello era su madre! Se cubrió la boca con las manos para ahogar los sollozos, corrió al bosquecillo de bambúes y se arrojó al suelo.
Primero Yul-han fue a ver al misionero y le contó lo sucedido, juntos fueron a ver al doctor y Yul-han le explicó cómo estaba Induk, herida, hinchada por los golpes. Los dos americanos se miraron.
—¿Cuánto tiempo callaremos? —murmuró el doctor entre dientes—. ¿No vamos a defender a esta gente a quienes vinimos a ayudar?
Cogió sus instrumentos y sin decir nada más fue a casa de Yul-han. Lavó hábilmente todas las heridas de Induk, la anestesió con una droga y cogiendo aguja e hilo cosió la carne desgarrada.
Entretanto Liang estaba en la puerta y miraba. Al principio se asustó y tuvo que taparse la boca para no gritar, luego vio a su madre durmiendo pacíficamente, entró de puntillas en la habitación y se puso al lado de su padre en silencio.
Cuando el doctor hubo terminado vio al niño y le sonrió.
Liang se atrevió entonces a hacerle una pregunta. Se le acercó más y le miró con ojos graves.
—¿Le dirá a Woodrow Wilson que ayude a mi madre?
Yul-han se apresuró a explicarle que Liang había hecho un ídolo del presidente americano. El doctor escuchó mientras reunía de nuevo sus instrumentos. Inclinado sobre Induk que aún dormía dijo:
—Su esposa estará bien dentro de unos días, pero debe reposar. Es una suerte que no haya perdido lo que lleva dentro.
Se detuvo un momento delante de Liang que estaba en pie muy erguido mirando todo lo que hacía.
—Es mejor no tener ídolos —dijo sonriendo tristemente al marcharse.
Yul-han fue a ver a su padre más tarde. Induk estaba aún bajo los efectos de la droga e Ippun estaba dando de comer a los niños y metiéndolos en cama.
Il-han estaba a punto de ir a la cama, y al abrir la puerta con una vela en la mano, su ondulante luz esparció sombras inciertas y Yul-han se dio cuenta por primera vez de cómo había estropeado la edad a su padre. Toda su vida se había apoyado en él, incluso cuando alguna discusión les distanciaba era sólo por algún tiempo, pronto volvía… Ahora permanecía allí indeciso. ¿Descargaría también en él sus penas?
—Entra —dijo Il-han—. La vela se apaga con el viento.
—Es demasiado tarde —objetó Yul-han.
—No, no —insistió Il-han.
Tenía tantas ganas que no resistió más. Entró. Su padre le condujo a la biblioteca y puso la vela sobre la mesa.
—Siéntate —le dijo.
Yul-han estaba demasiado inquieto para sentarse. Se quedó en pie mirando a su padre, pensando en cómo empezaría para no alarmarle. Repentinamente un sollozo le subió a la garganta impidiéndole hablar. Aunque intentó dominarse, temblaba, su faz se contraía. Il-han ciertamente estaba alarmado. ¡Este hijo suyo tan imperturbable!
—Habla —le ordenó—, o si no estallarás.
La firme voz de su padre ejerció el mismo poder sobre Yul-han que cuando era niño, y haciendo pausas y hablando entrecortadamente le expuso la historia de lo que le había sucedido a Induk.
Il-han le escuchó con los ojos muy abiertos y con los labios apretados, sin interrumpirle. Estuvo pronto explicado. El nudo se deshizo en la garganta de Yul-han y pudo respirar. Se sentó y se secó las lágrimas con un pañuelo de seda.
—Padre —dijo—. Me uniré al pueblo. No puedo estar aparte más tiempo.
—Los dos debemos hacer cosas que no hemos hecho nunca —replicó Il-han.
Estuvo dudando sin saber si contarle lo de su hermano y entonces se dijo que debía hacerlo.
—Hijo, tú me hablaste de un hombre que se esconde detrás de un nombre, la caña viviente. Este hombre es tu hermano.
—Lo sé.
Y le contó que Yul-chun había ido a verle una noche. Il-han le contó los detalles del juicio que había visto con sus propios ojos. Le contó que no le había comunicado la noticia entonces, ni a Sunia tampoco, porque ella habría encontrado la manera de llevarle comida y vestidos a su celda poniendo en peligro la vida de todos ellos.
Continuaron hablando toda la noche hasta el amanecer. Por suerte Sunia se había ido a dormir pronto, si no habría ido de vez en cuando a preguntarles por qué no se iban a la cama y si querían comer o beber algo. Ella dormía profundamente y ellos hablaban. No era una charla inútil; lentamente llegaron a una grave resolución. Il-han repentinamente dio un golpe en la mesa con las dos manos.
—Iré a América. Iré a ver a Woodrow Wilson yo mismo. Cara a cara le contaré los sufrimientos de nuestro pueblo. Acabará con ello. Tiene los medios. Es el hombre más poderoso de la tierra.
Incluso esto no asombró demasiado a Yul-han en las circunstancias actuales. Lo pensó un instante y luego se le ocurrió algo de repente.
—¡No hablas inglés! Has olvidado el que sabías después de todos estos años.
Il-han no se desanimó.
—Digamos que Wilson no habla coreano. No, no será difícil encontrar un joven coreano que me acompañe y hable los dos idiomas. Nada más fácil que aprender un idioma, sólo que no tengo tiempo de aprenderlo de nuevo. Tengo que ir en seguida. No es sólo por los que están ahora en nuestro país. En todas partes hay exilados que esperan la libertad… ¡Más de dos millones en el extranjero esperando el momento de regresar a casa! Un millón en Manchuria, ochocientos mil en Siberia, trescientos mil en el Japón y quién sabe cuántos habrá en China, Méjico. Hawai y América. América. Iré allí como anciano, como padre. Woodrow Wilson respetará mis canas.
—Iré contigo.
—No —replicó Il-han.
—¡Pero mi madre no querrá ni oír hablar de que te vayas de casa tan lejos a tu edad!
—Le doy mucha libertad a tu madre —dijo Il-han con dignidad—, pero no la de decidir cuál es mi deber. Si algo malo me ocurre y muero en tierra extranjera, entonces con mayor razón tú, mi hijo, deberás estar aquí para ocupar mi puesto en la familia y en la nación. ¡No te opongas! No está lejos el fin de la guerra. Hay que preparar la paz para el futuro y yo tengo que participar en ella… si no ¿para qué vivo?
Se pusieron de acuerdo y Yul-han se marchó antes de que el sol llegara a la biblioteca. El cielo estaba ya teñido de un rosa opalino cuando se despidió de su padre. Si podían llevar a cabo sus planes, Yul-han encontrar un joven para acompañar a su padre e Il-han prepararse para el viaje, estarían en camino al cabo de siete días.
—Mañana se lo diré a tu madre —le dijo cuando se separaron-Me dejará exhausto, pero no permitiré que me haga cambiar de opinión.
Yul-han se dio cuenta de que su madre se había enterado de lo sucedido cuando fue al día siguiente, muy grave y tranquila, como no la había visto nunca.
—¿Cómo está la criatura? —preguntó.
Yul-han supuso que hablaba de la pequeña.
—Parece que no ha sufrido ningún daño, está con Ippun.
—¡No, no! —le gritó Sunia—. ¡Me refiero a la que todavía no ha nacido!
—Está bien —dijo guiándola hasta la habitación de Induk. Sunia nunca había querido mucho a la esposa de su hijo, pero ahora arrodillada en el suelo la miraba tiernamente y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Cogió la hinchada mano de Induk.
—¿Cómo está? —preguntó suavemente cuando pudo hablar, poniendo la mano sobre el vientre de Induk.
—Intenté protegerme de los golpes —dijo. Induk con voz apenas perceptible—, me doblé a un lado y otro cuando me golpearon.
—¡Pensar que nosotras, las mujeres, continuamos soportando tiempos como estos! —suspiró Sunia.
Casi no dijeron nada más, pero en este silencio se sintieron más juntas de lo que habían estado nunca. Sunia al poco rato dijo que había estado preparando una sopa especial de ginseng con caldo de pollo; cuando estuviese preparada se la traería.
—Duerme, hija mía —le dijo al salir.
E Induk durmió porque no podía evitarlo. Su somnolencia se debía en parte a la droga del doctor y la propia necesidad de su cuerpo de escapar.
—¿Te ha contado mi padre lo que va a hacer?
—Sí.
—¿Podrás soportarlo?
—No, pero es mi deber.
Yul-han la contempló mientras se marchaba. Últimamente su cuerpo se doblaba como si llevase una pesada carga, con los hombros hacia adelante y la cabeza sobre el pecho. La recordaba de figura esbelta y erguida, llevando la cabeza siempre muy alta.
Cuando se hubo marchado continuó pensando. ¿A quién enviaría con su padre? Pensó en gente conocida y reflexionando sobre uno y otro se encontró pensando en Sung-man. Le envió una nota con un criado de su padre invitándole a la casa de té donde solían encontrarse anteriormente. No sabía si este era el lugar más seguro para discutir una cosa tan peligrosa, pero no se atrevía a hacerlo en ningún lugar escondido. La policía vigilaba siempre estrechamente a todo el mundo, si se encontraba a escondidas con Sung-man podía descubrirle algún espía, un japonés o un coreano traidor.
El criado le trajo el recado de que Sung-man le esperaría al día siguiente por la tarde. En medio de la casa de té llena de hombres atareados y ruidosos yendo y viniendo, criados apresurándose en todas partes sirviendo té y comida, Yul-han le expuso su plan. ¿Iría con su padre a América? Sung-man, que no parecía ocuparse más que de su comida, le escuchaba engullendo un bol de tallarines. Sin cambiar aquella mirada indiferente de su cara ni la indiferente mueca que era su disfraz, se llenó la boca de comida, se la tragó y luego como si contara un chiste dijo que iría adonde él deseara.
Además pagaría él, aunque no tenía dinero sabía dónde encontrarlo.
—¿Eres un miembro de…?
No quería decir el nombre entero de la sociedad Gente Nueva. Sung-man asintió.
—También los hay en este país que has nombrado —añadió. ¡Los que luchaban por la independencia de Corea también estaban en América! Yul-han recibió esta noticia con sorpresa y alivio. Su padre estaría entre compatriotas, habría alguien para recibirle y cuidar de él. Miró la estúpida cara de Sung-man. ¡Cuántas cosas escondía tras esta grotesca máscara!
—Sólo queda resolver cómo salir de un país y entrar en otro.
—Tú eres cristiano —le respondió Sung-man rápidamente—. Los misioneros te pueden ayudar.
Y riendo como si contara un chiste, alzó su bol vacío, golpeó la mesa y gritó a un camarero que se lo llenase otra vez.
—No pueden ir directamente a América —dijo el misionero al doctor.
Estaban sentados con Yul-han en la sacristía de la iglesia.
Temió que no le quisieran ayudar porque tenían órdenes de sus superiores de no mezclarse en asuntos de gobierno. Sin embargo, estos dos americanos estaban sentados allí como en su casa, hablando con tanta calma como si estuvieran tratando de negocios.
Mirando sus caras vulgares, oyendo sus voces enérgicas, dándose cuenta de su buen sentido natural supo que eran sus amigos y los de su pueblo, fuera cual fuese su raza, o nación.
Escuchaba mientras planeaban el viaje de su padre y Sung-man a Europa y luego a América, cómo tratarían que al llegar fuesen recibidos por cristianos y alojados en casas particulares. En todas partes les recibirían cristianos que les pondrían en contacto con otros. Lo planearon todo para ser llevado a cabo inmediatamente.
—¿Cómo podré agradecérselo? —dijo Yul-han al levantarse para salir.
El misionero le dio una amistosa palmada en la espalda que le hizo dar un respingo. Nunca podría acostumbrarse a esta clase de golpes amistosos. Entre sus compatriotas no era correcto poner la mano encima de los demás.
—Todos los cristianos somos hermanos —le contestó con su recia voz.
Yul-han volvió a casa muy emocionado por lo que había sucedido y encontró que Induk ya podía levantarse aunque no podía moverse de los cojines en que estaba apoyada, ¡tan lastimado estaba su cuerpo! Se arrodilló a su lado, despidió a Ippun y se lo contó todo. Ella le escuchó y luego le alargó su mano vendada.
—Por esto he estado sometida a estos sufrimientos. De algo malo ha venido algo bueno.
Sabía que hablaba de su fe cristiana, pero él era todavía un cristiano demasiado reciente para creer en la necesidad de que alguien sufriese para salvar a los demás, sin embargo, no quiso afligirla con sus dudas, le dejaría el consuelo de su fe, y se sentó a su lado asiendo su vendada mano.
—El presidente americano está aquí —le dijo Sung-man—, estamos de suerte. Mañana se marcha a Bastan.
Il-han suspiró aliviado. Toda la mañana había estado sentado en la reducida habitación de un hotel barato de París, adonde había llegado desde la India hacía dos días. Había oído noticias contradictorias: Wilson se había ido ya, no se había ido… Estaba hablando en la conferencia de paz no estaba hablando… Los aliados estaban cambiando sus catorce puntos aunque él luchaba enérgicamente… no luchaba enérgicamente, estaba permitiendo que le dominasen.
Nadie sabía lo que pasaba. Los exilados coreanos que estaban en Francia habían acudido a París ansiando averiguar la verdad. Il-han había escuchado la noche anterior en la reunión que tuvieron en su habitación. No dijo nada hasta que hubo escuchado a todos. Entonces habló tranquila y firmemente.
—Iré yo mismo a ver al presidente americano, donde esté, cara a cara…
Media docena de voces le interrumpieron.
—¡Cree que somos el único país! ¡Todas las pequeñas naciones del mundo han enviado gente para hablar con Woodrow Wilson! ¿Qué le va a decir que no le hayan dicho ya?
Il-han no se inmutó. Estaba algo aturdido por la distancia de su hogar, echaba de menos a Sunia, le dolía la separación. Echaba de menos su casa y se sentía avergonzado de ello, pero a pesar de todo no cejaría en su propósito. Iría a ver a Wilson cara a cara y le diría… le diría… ¿Qué podría decirle? Insomne en una cama extraña en la que no se atrevía a moverse por miedo a caer al suelo había intentado meditar lo que diría.
—Cuando le vea cara a cara ya sabré qué decirle. Las palabras tanto tiempo contenidas me saldrán del corazón por ellas mismas.
Tan arrogante parecía aquel noble yangban, que aquellos hombres no pudieron decir nada. Sung-man siempre le apoyaba.
—Sé que nuestro anciano amigo dice la verdad. Es de la misma generación que Wilson, por cortesía le oirá, a nosotros nos haría exponer nuestro problema demasiado aprisa.
Se pusieron de acuerdo y a la mañana siguiente esperaron a Wilson en el vestíbulo del hotel Crillon, donde se alojaba. Il-han no descansó en toda la noche hasta que al fin Sung-man se levantó, puso los colchones de sus dos altas camas en el suelo y en lugar de almohadas deslizó dos libros bajo las sábanas. De esta manera consiguió dormir un rato, aunque fuese ya al amanecer.
Se levantó temprano y con impaciencia, dando prisa a Sung-man para que se levantara. Demasiado temprano, pues, estuvieron ya esperando en el vestíbulo del hotel Crillon. A pesar de sus prisas algunos habían llegado antes que ellos. Un grupo de campesinos polacos con vestidos de lana bordada y altos sombreros de piel negra. Habían traído con ellos un sacerdote que sabía hablar francés. Explicaron que, según los nuevos límites, sus tierras quedaban incluidas en Checoslovaquia; ellos querían pertenecer a Polonia y no a Checoslovaquia. Aunque apartados del mundo se enteraron de que el presidente americano estaba en París. Él había dicho que los pueblos debían tener libertad de escoger su propio gobierno. Se perdieron y pidieron a un pastor que sabía orientarse por las estrellas que les indicara el camino, este, cuando supo su propósito, dejó sus ovejas y fue con ellos, también deseaba ser libre. Al llegar a Varsovia unos patriotas polacos les dieron dinero y les enviaron a París. Habían venido directamente por los anchos bulevares parisienses al hotel donde se alojaba Woodrow Wilson.
Il-han y sus compatriotas esperaron con ellos, pronto se les juntaron muchos otros, vestidos todos con la indumentaria de su país. Refugiados de Armenia, campesinos de Ucrania, judíos de Besarabia y Dobrudja, suecos que deseaban recuperar las perdidas Islas Åland, jefes de clanes caucásicos y montañas cárpatas muy distantes, árabes del Irak, hombres de tribus albanesas y del Hedjaz. Todos los que habían perdido sus países, sus gobiernos, su idioma, acudían a Wilson impulsados por la necesidad de poner fin a sus múltiples sufrimientos.
Apareció finalmente. Un hombre alto y delgado con expresión terriblemente cansada. Fue lo primero que vio Il-han cuando entró Wilson, su expresión de terrible cansancio. Se detuvo indeciso y habló en voz baja a los que estaban con él, parecía que ponían objeciones a lo que decía, pero él se volvió y salió por donde había venido. Un joven les habló en inglés y Sung-man se lo tradujo a Il-han.
—Se nos ha citado en las habitaciones privadas del presidente.
—Yo subiré a pie. No quiero entrar en esta caja que sube a los pisos.
Subieron por la escalera alfombrada y entraron en una habitación muy grande. Wilson estaba en pie junto a una larga mesa esperándoles. Il-han empujó a los demás intentando colocarse en primera fila y vio que su mano izquierda temblaba. Estaba muy blanco, un abrigo negro largo hasta las rodillas y pantalones gris oscuro acentuaban esta palidez. Tenía el pelo casi blanco también, y la cara arrugada, pero todos se apretujaban delante de él, los campesinos besaban el borde de su abrigo y se arrodillaban hasta tocar el suelo con la frente.
Wilson al principio no dijo nada, alguien habló por él, dijo que hablarían los representantes de cada grupo por orden alfabético y les explicó que lo hicieran lo más rápidamente posible porque en la Conferencia de la Paz esperaban al presidente.
Intentaron hacer lo que deseaba. Cuando le llegó el turno a Il-han puso en su mano un referéndum que él había escrito y Sung-man traducido al inglés. Luego habló en su propio idioma.
—Honorable señor, venimos de Corea. Nuestro pueblo sufre y muere dominado por los invasores. Señor, nuestro país tiene una historia escrita de cuatro mil años y hemos sido un centro de civilización para las naciones circundantes logrando evitar todas las invasiones hasta ahora. Usted… Usted… es nuestra única esperanza en los tiempos venideros.
Mientras Sung-man iba traduciendo, él miró los tristes ojos azules de un hombre envejecido, vio su firme boca temblar y sonreír, sus labios apretados firmemente de nuevo.
Antes de poder responder, Wilson vaciló como si fuera a caer y dos jóvenes de su Estado Mayor se adelantaron para sostenerle. Uno de ellos le dijo en voz baja:
—Espero que no les hablará otra vez de independencia. Es peligroso poner estas ideas en las cabezas de según qué razas, se lo aseguro. Le harán demandas imposibles, a usted y a la Conferencia de la Paz. Es una frase cargada de dinamita. Es una pena que la dijera, señor presidente. Causará muchas desilusiones.
Sung-man llevó aparte a Il-han y se lo tradujo. Il-han se sintió terriblemente desgraciado. Se volvió para ver lo que diría Wilson. Su cara había tomado un matiz verdoso y estaba tartamudeando roncamente.
—Estoy enfermo… lo siento mucho… deben excusarme.
Cuando se hubo marchado se sintieron turbados. Al principio eran extraños los unos a los otros, luego por unos instantes fueron camaradas en una causa común, ahora volvían a ser unos extraños.
—Vámonos a casa… —dijo Il-han—. Vámonos a casa.
Yul-han escuchaba mirándole en silencio la larga explicación de su padre. Ni su madre ni él se atrevían a decir lo que estaban pensando. Il-han les había dejado aparentando los años que tenía, estaba delgado como todos los que no eran traidores en aquellos tiempos, pero sano, y había vuelto convertido en un anciano. Él no quería que se culpase a Wilson.
—Es inteligente, pero no conoce el mundo, os lo garantizo. No sabe cómo gobiernan los tiranos ni cuántos ansían ser libres. Sin embargo, su sueño moldeará el mundo… no para nosotros, pero sí para tus hijos… quizá para tus hijos. No me arrepiento de nada. Yo vi su cara. Vi un hombre agobiado por su compasión hacia nosotros, dolorido por no poder cumplir sus promesas.
Sunia e Induk también estaban allí. Induk dijo suavemente:
—Es un hombre crucificado.
Estaba bien, pero había perdido su tranquila placidez. Su cara y cuello estaban atravesados por una gran cicatriz carmesí. Il-han la miró con una nueva ternura.
—Ha sido una buena lección para mí. Ahora sé que sólo podemos confiar en nosotros mismos. Nadie nos ayudará.
Induk lo miró valientemente.
—¡Confiemos en Dios!
—Yo conozco a tu Dios —replicó Il-han.
Pensando que era una respuesta demasiado breve añadió cortésmente:
—Pídele ayuda si esto puede confortarte.
Durante la ausencia de su padre, Yul-han había llevado a cabo resueltamente su decisión de convertirse en miembro de «Gente Nueva», pero no se lo había dicho a Induk. Era de naturaleza tímida y delicada, la tortura a que había estado sometida había aumentado estas características. Se volvió mucho más devota, pasaba mucho tiempo rezando y empezó a visitar su antiguo hogar. No era corriente que una hija se inclinase más hacia su propia familia, pero Induk lo hizo porque eran cristianos y encontraba en su presencia una fuerza y un sostén que no encontraba en ninguna otra parte. Su padre se ocupaba de la iglesia y al mismo tiempo se ganaba la vida en una pequeña tienda de sedas. Su madre era una dama de buena familia, pero que no aprendió a leer hasta que se convirtió al cristianismo, entonces hizo grandes esfuerzos para poder comprender las Sagradas Escrituras. Desde la tortura de Induk, su familia había doblado sus rezos. En su desesperación y temor de lo que podía suceder se volvieron más devotos que nunca, rogándole a Dios constantemente que los salvase a ellos y a su pueblo. Si sabían que era miembro de Gente Nueva se sentirían alarmados, no se lo diría.
Esta sociedad estaba extendida en muchos países, había varios grupos para luchar por la independencia de Corea. En América se estaba formando un gobierno coreano en el exilio dispuesto para el día en que podrían declararse libres. Noticias de este tipo corrían por todas partes, impresas, escritas, habladas. En Filadelfia…
—¿Dónde está Filadelfia? —le preguntó Yul-han a su padre un día de febrero del año 1919.
Cuatro días antes se deshizo la nieve y los capullos de los ciruelos empezaron a hincharse. Al día siguiente podría hacer frío otra vez, pero aquel atardecer era sumamente cálido. Il-han, al volver del extranjero, había tomado la costumbre de fumar en una pipa de bambú y se detuvo para darle unas chupadas mientras hacía memoria.
—Filadelfia es una ciudad al este de los Estados Unidos, cerca del mar, pero no a su orilla. Una ciudad muy grande en verdad, pero lo que yo recuerdo de ella es una gran campana. La llaman la Campana de la Independencia. Sonó declarando la independencia americana. Está en un edificio público llamado Independencia. Nos llevaron a verlo.
—Nuestros compatriotas planean allí una gran reunión —dijo Yul-han—. Están escribiendo unos estatutos que leerán en presencia de esta gran campana. Aquí tenemos nuestra declaración de independencia. Me han ordenado que me la aprenda de memoria y destruya el papel. Todos la sabemos de memoria.
Cerró los ojos y empezó a recitar conteniendo el aliento:
—Nosotros, los aquí presentes, proclamamos la independencia de Corea y la libertad del pueblo coreano. Lo declaramos ante todo el mundo como testimonio de la igualdad entre todas las naciones y lo pasamos a la posteridad como un derecho inherente.
»Lo declaramos con cuatro mil años de historia detrás nuestro y veinte millones de habitantes unidos. Y leales. Tomamos esta decisión, para procurar la libertad de nuestros hijos, de acuerdo con la conciencia que está despertando en esta nueva era. ¡Es un mandamiento muy claro de Dios, el principio fundamental de la época presente, la justa petición de toda la raza humana! Es algo que no puede ser quebrantado, ocultado, sofocado o suprimido de ninguna manera.
»Víctimas de una época en que reinaba la fuerza bruta y el espíritu de pillaje, después de todos estos miles de años hemos venido a experimentar la agonía de diez años de opresión extranjera con la pérdida del derecho a vivir y la libertad de pensamiento, en detrimento de nuestra dignidad y con las oportunidades de participar en el inteligente avance de nuestra época perdidas.
»Con toda seguridad, si vamos a rectificar los errores del pasado, si nos libramos de la agonía del presente, si evitamos una futura opresión, si vamos a tener libertad de pensamiento y derecho a actuar, si logramos progresar, si libramos a nuestros hijos de una herencia vergonzosa, si dejamos la prosperidad y libertad intactas para los que nos sucederán, afirmamos que lo más necesario es dejar sentada bien clara la independencia de nuestro pueblo.
»¿Qué no podrán hacer nuestros veinte millones de habitantes con un puñal apuntándoles al corazón?
»Ahora que la conciencia y naturaleza humana están haciendo un pedestal para la verdad y la justicia. ¿Qué barrera no romperán? ¿Qué resolución no podrán llevar a cabo?».
Il-han escuchaba, asintiendo. Una gran paz le inundaba. La decisión de su pueblo había sido expuesta clara y llanamente en majestuosas palabras.
Los días iban pasando y Yul-han estaba raramente en casa al anochecer. Dijo a Induk que tenía un trabajo, pero no le explicó lo que era. Ella tenía miedo de saber y no le preguntó nada. Se quedaba sola leyendo las Sagradas Escrituras y a menudo rezando. Sus hijos dormían cerca y ella esperaba al que había de nacer. Dejaba la vela encendida para la vuelta de Yul-han, pero si a medianoche no había llegado obedecía sus órdenes y se iba a la cama dejando la casa a oscuras.
No le hubiese podido contar a dónde iba porque no iba nunca dos veces al mismo sitio. Se encontraba con sus compañeros en campo abierto, debajo de la protectora oscuridad de un árbol, en cuevas de las montañas, en barrancos escondidos y detrás de las rocas. Aprendió a andar en la oscuridad de la noche guiándose por una estrella al este, sobre la puesta de sol. Aprendió a notar la presencia de un ser humano aunque no hiciera ninguna clase de ruido. Sabía lo que significaba el crujido de una caña de bambú y aprendió a no demostrar sorpresa cuando alguien le deslizaba un papelito doblado en la palma de la mano. Aprendió a no levantar la mirada ni hablar cuando un camarero de alguna casa de té le traía un mensaje junto con la tetera o un estudiante de su clase escribía algo entre las líneas de un ensayo. Tampoco pensaba nada cuando recibía noticias de alguno de los países donde sus compatriotas aunaban sus esfuerzos para realizar su gran sueño.
Sus corazones unidos por el deseo de lograr la independencia no estaban de acuerdo en otras cosas. Un jefe se declaraba partidario de la violencia, un levantamiento de armas en el país, y otro protestaba diciendo que un levantamiento así no tendría éxito porque los invasores eran mucho más fuertes y harían de ello una excusa para usar su fuerza en aplastar a los rebeldes.
No, decía este, la nación debe resistir sin violencias, protestar sin armas y esta protesta tendrá lugar en la ocasión de una fiesta nacional. Su opinión prevaleció y Yul-han estaba con él. Era prudente y mucho más listo de lo corriente a su edad. Él también creía que un ataque con armas contra los gobernantes sólo conduciría a la derrota.
¿Pero cuál sería esta ocasión? El Gobernador general prohibía toda clase de reuniones en los lugares públicos. Hasta en las iglesias había espías y Yul-han había sido llamado muchas veces por el oficial que le permitió el traslado a la escuela cristiana para contestar a sus preguntas de quién era cristiano y quién no lo era y si alguno de ellos pertenecía a la sociedad de «Gente Nueva». Aprendió fácilmente a mentir sin remordimientos de conciencia, si con esto podía salvar la vida de alguien.
Fue el anciano rey quien inadvertidamente les ayudó. Después de la guerra, los japoneses, previendo que Corea les pediría la independencia, habían escrito una petición que debía ser firmada por los coreanos diciendo que agradecían al emperador japonés su bienhechor y benigno gobierno y pedían voluntariamente ser incorporados a la nación japonesa. Esta petición había sido presentada al anciano rey, ahora depuesto, para que la firmase. Durante todos aquellos años no había demostrado ninguna clase de valor y su pueblo le olvidó, pero enfrentado con aquel nefasto documento hizo acopio de valor y se negó a firmar.
El pueblo se sorprendió y por primera vez le aclamaron. En su consecuente agitación tuvo un ataque de apoplejía y murió. Como todos sabían que estaba delgado y anémico y que había muerto dos días antes de que anunciaran su defunción, corrieron dos rumores: uno, que había sido envenenado, y otro que se había suicidado antes que permitir el matrimonio de su hijo con la princesa japonesa Nashimoto.
Sea cual fuere la causa, estaba muerto. Yul-han y sus compañeros aprovecharon la ocasión para proclamar la libertad de Corea. Discutieron agriamente sobre si sería un levantamiento sangriento o una demostración pacífica de lo que ahora llamaban Revolución Mansei. Los cristianos preferían lo segundo. No eran sólo los cristianos los que declararon su preferencia por una demostración pacífica. La secta de Chutokyo, que creía en un Dios, la Inteligencia Suprema, y la Secta Hananim, que combinaba la doctrina de fraternidad de los cristianos con la ética confuciana y la filosofía budista, se unieron a los cristianos. Juntos habían escrito la Declaración de Independencia. Yul-han había pasado muchas noches en el sótano de un templo, con los monjes, imprimiendo esta declaración con sus compañeros en bloques de madera con los tipos grabados a mano. Habían impreso miles de hojas que fueron enviadas a todo el país, a todas las ciudades, pueblos y aldeas, a todas las granjas y fábricas y a los coreanos exiliados residentes en todo el mundo. Los amantes de la libertad las recogían y las guardaban como tesoros.
Mientras se hacía este trabajo, treinta y tres hombres, quince de los cuales eran cristianos, estaban preparando secretamente el día de la Declaración de Independencia. En cada ciudad crearon un comité local en comunicación con el comité vecino y a pesar de los espías, ya que los había en todas partes.
Entretanto, sus cabecillas pidieron, en nombre del pueblo, a los gobernantes que se les concediera un día de luto por el rey. Finalmente, aunque de mala gana, se lo concedieron. El día designado era el primero de marzo y todos trabajaron juntos para este día. El plan era este: la gente se agruparía en todas partes, la señal para comunicarse serían hogueras ardiendo en todas las montanas como antorchas hasta que todo el mundo estuviera dispuesto para reunirse a la misma hora y oír la Declaración de Independencia. Entonces desfilarían por las calles de todas las ciudades y pueblos ondeando su bandera y gritando ¡Mansei! ¡Mansei!
Se guardaba el secreto, se llevaban las instrucciones dentro de hogazas de pan, en el pelo de los hombres, en sus sombreros, en las largas mangas de las mujeres, hasta que todos supieron que el día señalado era el primero de marzo, el séptimo día de la semana. Dos horas después del mediodía tenían que reunirse en las calles.
Los japoneses no se habían dado cuenta de nada; sin embargo, temiendo lo que podía suceder, habían puesto un policía por cada cien ciudadanos coreanos y habían aumentado el número de espías.
Al mediodía del día señalado, los treinta y tres firmantes de la Declaración de Independencia se reunieron para comer en un restaurante de la capital, la Luna Brillante. A las dos fueron a entregarse a la policía sin violencia, sin resistencia. Yul-han iba delante andando mesuradamente, sereno. Los policías dudaron asombrados ante aquellos hombres. No sabían si arrestarlos. Los aceptaron dejándolos en la comisaría con dos soldados mientras iban a buscar órdenes superiores.
—No son necesarios estos guardias —les dijo Yul-han cuando salían—. No pensamos escaparnos. Queremos ir a la cárcel.
Estas palabras aún les contundieron más. Se fueron meneando la cabeza y temiendo que fuera algún truco. Entretanto, toda la nación estaba obedeciendo instrucciones. Las calles estaban llenas de gente cantando, chillando, ondeando banderas y gritando ¡Mansei!, pero aquellos treinta y tres hombres esperaron con los guardias muchas horas. La policía aún no había vuelto y Yul-han, yendo hacia la ventana, vio una extraña agitación. La ventana estaba tan sucia de polvo que no se podía ver a través de ella, pero mirando (había aprendido a ver toda clase de señales) se dio cuenta de que alguien estaba limpiando un trozo de cristal. Este alguien era Ippun, humedeciéndose el índice en la boca y frotando el cristal. Aplicó un ojo al trozo de cristal limpio y al ver a Yul-han le indicó violentamente que saliera. Habían pasado tantas horas que los guardias no les vigilaban ya, estaban medio dormidos. Fue silenciosamente hacia la puerta, no la encontró cerrada y salió. Era la hora del crepúsculo y al este vio una luz rosada que iluminaba el cielo. ¿Al este? Entonces no podía ser la puesta de sol.
—¡Fuego! —le dijo roncamente Ippun—. Han incendiado la iglesia. Su hija está allí, con su madre…
No esperó más, pasó corriendo entre la multitud que llenaba las calles, la policía vociferando y los soldados pegando y reprendiendo a la gente, avanzó aplastado entre las gentes, apartando cuerpos de su camino. Ahora comprendía por qué los habían dejado tanto tiempo solos con los guardias. Habían atacado a la ciudad entera. Cientos de mujeres, niños y hombres yacían en las calles, sangrando por los golpes de las porras o la vida segada por una bala de fusil. No se quedó ni a mirar ni a preguntar. Corrió hacia la iglesia, la encontró en llamas. Subió las escaleras e intentó abrir las puertas. Estaban cerradas. De dentro venían gritos y gemidos, pero sobre todo oía voces humanas sufriendo el dolor de las quemaduras pero cantando un himno cristiano: «Estoy más cerca de Ti, Señor».
—¡Induk! —gritó—. ¡Induk! ¡Induk!
Recordó la puertecita de la sacristía que conducía al interior de la iglesia. ¡Podían haber olvidado cerrarla! Sólo ardía el techo de la iglesia. Puede que aún estuviese viva, podría arrancarla del fuego. Corrió a través de la chispeante luz de las llamas, las sombras negras y las nubes de humo que rodeaban a la iglesia. ¡No estaba cerrada! Se estaba asfixiando y tosiendo intentando encontrar la puerta. Asió el picaporte. La puerta se abrió y se lanzó a las sombras iluminadas de vez en cuando por una llama salvaje y lívida, en este mismo instante oyó el estruendo que hacían las vigas de la iglesia al caer, un ruido atronador acompañado por los gritos de agonía de las voces humanas. El techo se había derrumbado. Después ya no se dio cuenta de nada más.
Ippun esperaba fuera. Al ver lo que pasaba se cubrió las orejas con las manos, cerró los ojos y corrió a través de la oscuridad. Corrió sin parar con los brazos flotando como alas para ir más aprisa. Atravesó la puerta de la ciudad, que no estaba guardada, y corrió hasta la casa de Il-han. Sin parar, medio loca de miedo y horror, entró en la casa donde estaban sentados Il-han y Sunia. Liang, sentado delante de ellos sobre el pavimento ondul, jugaba con el vehículo que había hecho con una caja de papel. Le había puesto ruedas y ahora estaba reparando una rota.
Ippun irrumpió en la habitación con el pelo suelto, la boca desencajada, los ojos se le salían de las órbitas y toda su cara era una mueca de dolor.
—Este… este… —tartamudeó con un extraño lloriqueo—, este…, es todo lo que les queda ahora… —y cayó al suelo inconsciente.
Todo, todo estaba perdido. Il-han supo antes del amanecer que miles de personas estaban muriendo en las calles. En todas las ciudades, pueblos y aldeas morían. Pocos días después supo que ardían pueblos enteros. Las llamas se recortaban contra la oscuridad de la noche. Quemaron otras iglesias cristianas, muchas de ellas con los fieles dentro. El hedor de carne humana abrasada apestaba la capital.
Entretanto continuaban pegando a los que habían cogido prisioneros. El misionero rondaba por la ciudad como un fantasma para evitar lo que podía. Un americano contratado para aconsejar a los japoneses no pudo reprimir su horror, aunque no se atrevió a dar su nombre. Lo que escribió a América y fue impreso allí, fue también impreso en las hojas que aún encontraba bajo su puerta.
«A unos pocos cientos de yardas de donde yo estoy sentado, los apaleamientos continúan día tras día. Atan a las víctimas y las golpean hasta que se desmayan. Entonces les echan agua fría hasta que se reaniman. El proceso lo repiten muchas veces. Matan a los hombres, mujeres y niños de un tiro o con las bayonetas. La iglesia cristiana es el principal objeto de su furia y los cristianos son tratados con una severidad especial».
Il-han leyó esto como todo lo que le traía su criado o los que pasaban por su casa. Su corazón estaba tan frío como si estuviese muerto. Pensaba, pero no sentía. Sunia tampoco hablaba ni lloraba. Se movía lentamente por la casa como si fuese una vieja y no pudiera oír ni sentir nada. Sólo pensaba en Liang. Estaba con él noche y día, nunca le perdía de vista. Ippun, sin permiso y sin que se lo hubiesen pedido, se quedó a vivir con ellos; hacía el trabajo de la casa y el jardín.
Tendrían que dar una explicación al pequeño, se decía Il-han. ¿Pero qué podía decirle? Al principio no le contó nada, pero luego consultó a Sunia.
—¿Qué le diremos al niño?
Ella lo miró con sus ojos sin brillo.
—Yo lo alimentaré y lo vestiré, pero no me pidas que haga nada más.
Liang empezaba a hacer preguntas:
—¿Dónde está mi padre?
Olvidó su comida y se puso a hablar con los palillos en la mano.
—Cuando vaya a casa —empezó de nuevo, y luego hizo una pausa—. ¿Cuándo podré ir a casa?
Il-han no sabía qué contestar hasta que recordó que los cristianos creían que las almas subían al cielo y se aferró a este pensamiento.
—Tu padre, tu madre y tu hermanita están en el Cielo —le dijo.
Liang había oído hablar muchas veces del Cielo y escuchó con cara grave.
—¿Está lejos el Cielo?
—No, a un minuto de camino.
—Entonces ¿por qué no vamos?
—No podemos ir sin invitación —dijo Il-han—. Cuando nos llamen iremos.
—¿Podré ir contigo, con mi abuela y con Ippun? —preguntó Liang.
—Sí, iremos juntos.
Todo esto lo consideraba una mentira, pero cuanto más lo pensaba menos seguro estaba de ello. ¿Quién sabía lo que había más allá de la muerte?
—Entretanto viviremos juntos —le dijo al niño.
Todavía tenía un gran consuelo, un secreto que ahora empezaba a ser conocido por los revolucionarios: que la Caña Viviente había huido. La celda en que vivó tanto tiempo, se decía, era pequeña, sólo un poco más grande que un ataúd. Habían superpuesto varios suelos de piedra. Un día sus carceleros la encontraron vacía. ¿Vacía? ¡No, un brote de bambú se había abierto camino a través de las piedras!
La noticia se extendió, y como un rayo de sol matinal iluminó los corazones sumidos en la oscuridad de la noche.
En el corazón de Il-han esta luz era la más brillante de todas.
Todavía tenía un hijo vivo.