Pasaron seis días y seis noches de impaciencia y, al sexto, la esposa del poeta entró en el cuarto donde bordaba.
—Majestad —dijo—, el palanquín la espera en la puerta —y diciendo esto se arrodilló con la frente inclinada sobre sus manos cruzadas.
La reina la levantó, luego se dejó vestir y conducir a la puerta. Los que llevaban el palanquín y su guardia habían llegado al atardecer atravesando caminos apartados y senderos rurales. Era la hora adecuada porque los habitantes del pueblo estaban ocupados con sus colaciones; además, como nevaba ligeramente, permanecían encerrados en sus casas.
Sin embargo, al salir la reina, el jefe de la guardia, después de hacerle una reverencia, la apremió:
—Majestad, me han ordenado rogaros que os deis prisa. Viajaremos de noche, hay enemigos en las montañas, en los valles y detrás de las rocas.
La reina lo aprobó con un gesto de asentimiento. Se volvió hacia el poeta y su mujer, luego permaneció de pie un rato, por puro placer. Sí, era su propio palanquín, su medio de transporte privado, un regalo del rey cuando se casaron. Era de madera fina, con los paneles laqueados de oro. En cada panel había un círculo incrustado de piedras preciosas de colores y las ventanillas eran de cristal chino pintado a mano. Había sido deseo suyo que en cada esquina hubiese una cruz confuciana de oro.
«Así, —le dijo al rey—, estaré a salvo dondequiera que me halle, en cualquier lugar de la tierra».
Era, pues, cierto que estaba a salvo. Hizo un signo para que levantasen la cortina delantera del palanquín y entró en él, se sentó en los gruesos cojines de brocado dorado y olió la fragancia de unas rosas; era su perfume favorito. Esta era la atmósfera de su hogar y la aspiró profundamente. Bajaron la cortina, y se dio cuenta de que levantaban el palanquín y emprendían la marcha. Era ya de noche. Cuando días más tarde llegaron a la capital anochecía también. En las calles no había nadie excepto los ciegos. Según la ley, sólo los ciegos tenían permiso para salir de noche y andaban en silencio, golpeando los guijarros del camino con sus bastones. Cambió de humor, se sintió sola otra vez y también sintió frío. Volvía a su palacio, pero ¿sería lo mismo que antes? ¿Qué habría sido de su doncella, la que cambió sus vestidos con ella, ocultando a la reina con sus ropas de algodón y poniéndose las vestiduras reales? La habrían matado sin duda, y su alma cariñosa erraría por el palacio para siempre.
—¿Ha vuelto la reina sana y salva? —fue la pregunta de Sunia al despertarse.
—Sí —contestó Il-han.
Sunia estaba esperando la llegada de los primeros capullos de flor de ciruelo que le mandaban del invernadero de la casa de campo, Los capullos eran blancos y frescos, pero no tenían perfume. Antes de hacerle aquella pregunta había despedido a los dos criados que estaban con ellos.
—¿No querías decírmelo? —le preguntó atareada con el arreglo de una rama.
Ciruelos en invierno, en primavera capullos de cerezo, en verano enredaderas de wisteria púrpura, en otoño dorados álamos; estas eran las estaciones con nombres de flores y árboles.
—Estabas durmiendo como un niño —dijo— y sabes que no me gusta despertar nunca a los niños. ¿Quién sabe dónde está el alma cuando dormimos? Una vez vi a alguien despertar loco, porque su alma había abandonado su cuerpo y no volvió lo bastante aprisa.
Sunia se rio.
—¡Y te burlas de mí porque creo en los espíritus!
Entonces entraron los niños huyendo del preceptor y de la nodriza. La nodriza llegó sofocada tras el pequeño, lo alcanzó y lo cogió por la chaqueta. Il-han los miraba.
—Ya es hora de que el pequeño tenga un preceptor —observó.
—Espera hasta el próximo verano, te lo ruego —dijo Sunia. El mayor se acercó y se apoyó en ella. En aquellos últimos meses había crecido mucho, pero su cara redonda no había cambiado. Sus ojos negros y vivos eran aún atrevidos. Viendo que su hermano estaba con su madre, el pequeño se acercó a su padre. La nodriza esperaba en silencio. Il-han cogió al niño en brazos. Era esbelto y gentil como una niña, obediente y alegre. Acariciaba la mejilla de su padre con su cálida manita.
—¿Te irás otra vez? —preguntó.
—Sólo a palacio —contestó Il-han.
—¿Por qué?
—La reina ha vuelto.
El mayor corrió hacia él.
—¿Llevarás el traje de corte, padre?
—Sí, por esto vine a buscar a tu madre, quiero que me ayude.
—Yo te ayudaré —dijo el niño—, yo y mi madre.
El traje de corte era difícil de llevar. Sunia aconsejaba al criado y a las dos mujeres que vestían a Il-han que, de pie como una estatua, gruñía con impaciencia. Sobre su ropa interior de seda blanca, le pusieron una larga túnica de satén azul que le llegaba a los tobillos, cruzada sobre el pecho y atada con una tira de seda. El cuello era de algodón blanco. Un cinturón de forma rectangular sobresalía por delante y por detrás, asegurado por un fuerte cordón de seda. Entre el cinturón y el pecho llevaba una pechera finamente tejida, de satén bordado con sólido hilo de oro. En el satén estaban bordadas con hilo de plata dos cigüeñas volando. Eran el símbolo de su alto rango. Los inferiores a él llevaban una sola cigüeña. Llevaba calcetines blancos de algodón y botas cortas de terciopelo negro. Después de trenzarle el pelo le pusieron un alto sombrero negro en forma de cono, con visera por delante y por detrás. A los lados había dos pendientes en forma de alas, símbolo de la prontitud con que seguía las órdenes reales.
Cuando estuvo vestido y dispuesto para la audiencia, sus dos hijos le miraron asustados. Permanecían delante de él como dos acólitos delante de Buda.
—¿Es vuestro padre, o no? —preguntó Sunia riendo.
—Es mi padre —dijo el mayor orgullosamente, pero el menor escondió la cara en las faldas de su nodriza sollozando.
Entretanto, el preceptor había entrado en busca de su alumno. Il-han los despidió a todos excepto a Sunia.
—Dejadme —les dijo—. Tengo que aclarar mi mente y preparar mi espíritu.
Cuándo se fueron tomó a Sunia de la mano y la condujo hasta el ciruelo más alto, ahora lleno de níveos capullos.
—Sunia —le dijo—. ¿Me das permiso para acudir a la audiencia de la reina?
Ella le miró asombrada.
—¿Es una broma?
—No, estoy haciéndote una pregunta —le dijo.
—¿Y si rehusase? Irías de todas maneras.
—No iría.
De repente le dio un ataque de risa.
—No hay en toda Corea un hombre como tú —le dijo.
—¿Por qué dices esto? —le preguntó, asombrado a su vez.
—Porque es verdad —contestó—, y ahora ve, di a la reina que te ordeno acudas a su audiencia, que te echo de casa, así… —intentaba empujarlo y lo despidió riendo.
Reía, pero había algo que la atormentaba, porque sabía que la reina tenía sobre él un poder que no alcanzaba a comprender.
En su palanquín, Il-han pensaba en las dos mujeres que conocía mejor: su esposa y su reina. En su juventud había conocido algunas cortesanas, personas cumplidas se las llamaba, acostumbradas a cantar, bailar y hablar con hombres. No eran mujeres en realidad, eran un intermedio entre hombre y mujer, pero diferentes a los unos y a las otras. Aparte de ellas raramente había conocido alguna otra mujer antes de tomar a Sunia por esposa.
Las damas de alta alcurnia salían ocultas en palanquines cubiertos y en cuanto a las mujeres que iban por la calle y el campo con la cara descubierta, ningún hombre las miraba si no quería ser atacado. Estas, mujeres corrientes eran terriblemente orgullosas y femeninas, sus hombres estaban junto a ellas. Sólo un muchacho o un loco, se hubiese atrevido a acercárseles.
Suspiró ante tales pensamientos. Hubiese preferido ir al palacio del rey antes que al de la reina, pero la reina lo había citado, y esta real pareja estaba tan distanciada como la emperatriz de la China del emperador del Japón.
En cuanto vio a la reina comprendió que había cambiado.
Había adelgazado, y ni la amplitud de su falda ni su chaqueta podían disimular su delgadez. Su cara no era tan redonda ni tan infantil como antes. Se sintió conmovido de nuevo por su belleza, por la amable tristeza de sus ojos antes tan alegres, por la palidez de su piel. Cuando entró estaba inmóvil y algo distante, sentada en el trono. Por primera vez no le ordenó que se sentase o arrodillase. Le dejó permanecer en pie, manteniéndolo a distancia. Tenía razones íntimas para ello. Sin embargo, Il-han hizo la reverencia de costumbre, y esperó a que le dijera de qué quería hablar.
—Todo sigue igual en palacio, pero todo es distinto —dijo la reina.
—¿Puedo preguntar si vuestra majestad ha hablado con el rey? —preguntó Il-han.
—No nos hemos visto, pero me ha avisado que me mandará a buscar hoy. Por esto he querido verte antes, para que me expliques el estado del país, tal como tú lo ves. Sé que me dirás la verdad. Por desgracia, no puedo decirlo de nadie, más. También sé que no puedo confiar ni en mí misma. No soy lo bastante inteligente. ¿Quién hubiese dicho que me vería forzada a huir de mi propio palacio? He vivido en un país lejano…, muy lejano…, muy lejano…
Miró el salón del trono como si lo viese por primera vez.
—Majestad, no lamento del todo que hayáis visto cómo vive vuestro pueblo, en cabañas de techo de bálago y mal alimentado.
—Y más felices de lo que yo soy aquí —le interrumpió—. La esposa del poeta, ¡qué suerte la suya de no tener otro deber que el trabajo diario para arreglar su casita, y atender al hombre que ama!
—Es afortunada porque su vida se acomoda a su carácter —respondió Il-han—. Ya sabéis, majestad, que no podríais vivir siempre en una casita. Sois una truebone y vuestro lugar está aquí, porque sois responsable de vuestro pueblo. Esto es lo que se acomoda a vuestro carácter.
Suspiró, sonrió y volvió a suspirar.
—Ni siquiera me permites envidiar a nadie, o tener lástima de mí misma. ¡Adelante, pues!, ¡ínstrúyeme! ¿Qué deba saber?
Aún no le había invitado a sentarse, y él continuó de pie con la cabeza inclinada, viendo sólo el dobladillo de su ancha falda y, asomando bajo ella, la punta curvada hacia arriba de su zapatilla de satén dorado.
—El regente —dijo— está prisionero en una ciudad china, no demasiado cerca de Pekín. Vive confortablemente, pero está vigilado y no puede escapar. Estoy en comunicación con el gran político chino.
—Li Hungchang —gritó la reina con cierta cólera—. ¡Entre todos los chinos es el único en quien no confío!
Il-han replicó firmemente:
—Es lo bastante inteligente para ver que si bien China no perderá su independencia, nosotros podemos perder la nuestra, porque no puede protegernos. Por ello y aconsejados por él, debemos aceptar un país occidental como aliado nuestro. Tenemos que ratificar el tratado con los Estados Unidos, que estuvimos entreteniendo; así los americanos podrán enviar su representante a la corte.
—¿Y te atreves a decírmelo? …
—Os lo digo porque es mi deber. Tenemos que aliarnos con alguien que ocupe el lugar de China. Si no lo hacemos, el Japón nos invadirá y dominará.
—¿El Japón? ¡Nunca! Recuerda como echamos a Hideyoshi hace trescientos años.
—¿No olvidaréis nunca a Hideyoshi? Los japoneses son más fuertes que nosotros.
—Ya lo eran entonces, pero nuestro almirante Yi usó su cerebro y sus barcos tortuga.
—¿Cuándo olvidaréis estos barcos tortuga? Los japoneses tienen barcos de acero y armas occidentales. Su país no es una nación aislada como la nuestra. Han visitado los países occidentales y aprendido de ellos. Se preparan para atacar a China. Os lo profetizo.
—No puedo creer que un puñado de islas pueda soñar con tal locura. ¡Atacar a un vasto continente!
Él la interrumpió.
—Majestad, no soy cristiano, pero los cristianos tienen una curiosa historia acerca de un gigante a quien nadie se atrevía a matar hasta que un joven pastor le tiró una piedra con una honda, con tan buena puntería que acertó la frente del gigante y lo mató. Hoy en día no es el tamaño lo que da la fuerza. Algún día las naciones descubrirán un arma no más grande que una pelota de niño, y este arma destruirá un continente.
—No me hables de los cristianos —contestó la reina—. Son vagabundos y causan desórdenes dondequiera que van. Deberíamos condenarlos a muerte.
—Son demasiados ahora, es verdad —aceptó—. Lo invaden todo y traen el fermento de la revolución, pero no podemos seguir matándolos, majestad. Hay que aceptarlos, no por su religión, sino porque vienen del Oeste y traen las enseñanzas occidentales. Debemos aprenderlo todo de ellos, todo, menos la religión. No podemos ir a su país, y hay que dejarlos venir aquí por nuestro propio interés.
—Si vienen —declaró ella— no los recibiré y procuraré que el rey no los reciba; tendrán que vivir como desterrados.
Il-han la miró fijamente y ella le devolvió la mirada. Luego se levantó.
—Soy más paciente de lo que creía —le dijo—. Vete.
Dio una palmada y acudieron sus damas para acompañarla. Se quedó allí sin saber qué hacer. La había disgustado, se desanimó al pensarlo, pero había cumplido con su deber. Ahora quedaba el rey. ¿Qué hacer? ¿Pedir audiencia? ¿Era posible que le hubiesen concedido una audiencia a su padre? Decidió que iría a verlo antes de pedir audiencia al rey. Quería saber en qué diferían sus opiniones.
Cuando llegó a casa de su padre, una hora más tarde, se asustó al enterarse de que el anciano estaba enfermo. Se lo anunciaron en la puerta, el mayordomo abrió y se inclinó ante él.
—Señor —dijo—, le buscábamos. Su padre se estaba preparando esta mañana para ir a ver al rey, que le había ordenado que se presentase en palacio, pero después de comer cayó de pronto desmayado y no hemos podido reanimarle. El doctor está aquí.
Il-han lo apartó a un lado, atravesó la puerta a grandes pasos e irrumpió en el cuarto de su padre. Todo desapareció de su pensamiento excepto el temor de lo que iba a ver. Su padre era anciano ya, pero a pesar de ello nunca había pensado en su muerte porque era fuerte de espíritu, bravo, tenaz y de carácter difícil, aunque se hacía querer. Entró en la habitación y vio a los criados llorando cerca de la cama. El doctor estaba arrodillado al lado de su padre tomándole el pulso. Il-han no le interrumpió. Esperó que el doctor se levantase.
—Señor —dijo el doctor—, vuestro padre sufre las fatigas de su avanzada edad, la sangre se le seca. Necesita un estimulante. Le receto un brebaje de sangwatung. No lo desprecie aunque sea barato. No hay mejor remedio para los resfriados y la fatiga. Vuestro padre se levantó al amanecer a prepararse para la real audiencia. No es raro que a su edad pierda el conocimiento.
Como ya conocía desde hacía tiempo la eficacia de esta medicina, Il-han aceptó la decisión del doctor. Envió un recado a Sunia diciéndole que se quedaba con su padre hasta que recobrase el conocimiento y el alma hubiese vuelto a su cuerpo. Transcurrió todo el día sin que el anciano volviera en sí. La parte izquierda de su cuerpo se había quedado rígida y paralizada, y su respiración era dificultosa y jadeante. Aunque lo trasladaron de habitación para ver si mejoraba, no experimentó ningún cambio.
Il-han estaba cada vez más alarmado, y al fin apeló al último recurso. Llamó a su criado, que esperaba en la puerta de la casa.
—Me parece —dijo— que mi padre empeora en vez de mejorar. No puede tragar, ni siquiera puede beber el sangwatung. Ve en busca del doctor occidental, el americano que vive cerca de la puerta Este. Invítale a que venga y nos dé su opinión.
El criado se horrorizó.
—Pero amo, ¿no se atreverá usted? …
—Me atrevo a cualquier cosa que pueda salvar a mi padre. Ve y no repliques —le mandó Il-han.
El criado se fue. No había transcurrido una hora en el reloj de agua cuando el médico extranjero entró en la habitación. Era alto, llevaba abrigo y pantalones negros, y su barba era de un color arenoso. Tenía un aspecto terrorífico, por el raro color de su barba, sus extraños ojos azules y su corto cabello. Las cejas eran hirsutas y a la luz de la vela un espeso vello brillaba hasta en sus manos. Por un instante, Il-han lamentó su decisión. ¿Cómo confiar en un hombre de apariencia tan salvaje como la de este? Hasta su olor era salvaje, un fuerte olor a carne ahumada, como el de los lobos.
El doctor estaba tranquilo. Se inclinó ligeramente saludando con torpeza a Il-han y luego se sentó al lado del paciente.
—¿Qué le ha pasado a este anciano? —preguntó.
Hizo la pregunta en un coreano sencillo, como el que usa el pueblo ignorante, pero Il-han se sorprendió de que hablase cualquier lengua capaz de ser comprendida.
Se volvió al criado.
—Explícale a este extranjero lo que pasó —le ordenó.
Mientras el criado obedecía, Il-han observaba al médico. Aunque sabía que había personas así en la ciudad, no había visto nunca ninguna de cerca. Entonces, ¿este era un americano? ¿Tendrían sus compatriotas que aliarse con gente de esta raza? ¿Era posible la amistad entre un tigre y un ciervo?
Cuando el criado terminó, el doctor se levantó y se dirigió a Il-han.
—Su padre tiene un coágulo de sangre en el cerebro.
Il-han se sorprendió de que el doctor le hablase directamente y no por medio del criado.
—¿Cómo puede saberlo? ¿Ha visto su cráneo por dentro?
—Conozco esta enfermedad, los síntomas son claros —dijo el hombre—. Le recetaré algo, pero será lo mismo, su padre morirá antes de que amanezca. Está casi muerto ahora.
Il-han estaba horrorizado por este discurso. Mencionar la muerte, decir que vendría era casi como traerla a la fuerza. Se volvió al criado con fría cólera.
—Acompaña a este extranjero. Págale lo que le debemos, acompáñale fuera, y cierra la puerta.
—No quiero dinero —dijo el extranjero orgullosamente y cogiendo el maletín negro que llevaba consigo, extrajo una botellita, la puso sobre la mesa y salió dando unos pasos tan largos que el criado tuvo que correr para alcanzarle. En cuanto a la botella de medicina, Il-han la echó por la ventana al estanque del jardín.
Por la noche, dos horas antes del amanecer, su padre murió sin recobrar el conocimiento. Supieron la hora exacta de su muerte porque Il-han había colocado un, pedacito de algodón sobre la boca de su padre y arrodillado junto al lecho miraba cómo temblaba ligeramente al compás de la respiración. El temblor cesó de pronto e Il-han hizo que el criado escribiese en una hoja de papel ya preparada la hora que marcaba el reloj de agua.
Il-han se levantó y cubrió el cuerpo de su padre con una colcha. Luego llamó por señas al criado.
—Díselo a todos —le mandó—. Que sigan la costumbre, que no se lamenten durante una hora para que el espíritu de mi padre no sea estorbado en su vuelo. Entretanto, vuelve a mi casa y trae a mis hijos, a su madre, y a los que se necesite para cuidar de ellos. Nos quedaremos aquí hasta el funeral de mi padre.
—Señor —dijo el criado—. Antes de obedecer ¿puedo solicitar el honor de invitar a la ilustre alma de su padre a que vuelva? El traje de algodón que preparamos cuando su padre cumplió los sesenta años está dispuesto.
Il-han consideró esta petición. Era costumbre que fuera un miembro de la casa o un pariente lejano que no hubiese visto nunca la muerte el que ejecutase el rito, y hubiera tenido que rehusar su petición, pero como el criado había crecido en la casa, había cuidado de Il-han cuando era niño y le había servido en su juventud, hasta que Il-han tuvo casa propia, le dio su permiso.
—Puedes hacerlo —le dijo.
El criado trepó al tejado de la casa, sobre la habitación donde yacía su anciano amo y se preparó para el solemne rito. Amanecía, los rayos del sol naciente se deslizaban entre las montañas como largas y brillantes flechas. Soplaba aún el fresco viento nocturno. Era un hermoso día para morir. Pensando en esto cogió el abrigo por el cuello con la mano izquierda, y con la derecha la otra punta, se colocó de cara al sur y lo agitó tres veces. La primera anunció en voz alta el nombre del noble señor fallecido, la segunda su alto rango, la tercera vez anunció su muerte. Luego habló muy alto para invitar al alma ausente a que volviera. Una vez hecho esto, bajó del tejado, colocó el abrigo sobre el cuerpo del difunto y empezó a gemir sin cesar. Luego, con la ayuda de los demás, puso el cuerpo en un lecho especial orientado al sur, y colocó a su alrededor un biombo de papel.
Anunciada la muerte del anciano, la casa entera se preparó para las ceremonias del funeral.
El padre de Il-han había vivido solo muchos años después de la muerte de su esposa. A pesar de su soledad no había vuelto a casarse, no tuvo deseos de hacerlo, ni siquiera con una mujer joven. Sus criados le habían cuidado, y ahora llevaban a cabo su triste tarea. Las mujeres se quitaban todas las joyas, hombres y mujeres soltaron su largo cabello. El cocinero hacía sopa de arroz porque no se podía cocer arroz seco durante los días de luto. Lavaron el cuerpo del muerto con papel blanco y blando y agua caliente perfumada. Lo peinaron trenzándole el pelo y le añadieron los mechones caídos durante toda su vida. Todo lo que se había separado de su cuerpo durante su larga vida, y había sido conservado, lo iban a enterrar con él: uñas, cabellos, cuatro dientes que le extrajeron porque le dolían. Lo pusieron todo dentro de dos bolsas y lo colocaron a ambos lados del cuerpo. En la otra vida su cuerpo estaría completo como cuando nació. Le abrieron la boca con una cuchara de madera de sauce en la que habían colocado una perla sostenida por tres cucharadas de almidón de arroz. Esta perla era la perla de la muerte, se criaba sólo en las ostras gigantes que se pescan en el río Naktong, una perla rara, pura pero sin ninguna clase de brillo, sin defectos, de las que sólo se encuentran una entre diez mil porque crece por sí sola dentro de la concha. Era tan difícil encontrar una así, que la retiraban de la boca del muerto antes del entierro y la guardaban de generación en generación. La perla del padre de Il-han había pertenecido a cinco generaciones Kim. Algún día sería colocada en su boca y luego en la de su hijo mayor. Cuando terminó la ceremonia, Il-han salió de la habitación. El criado ya terminaba, estaba poniendo tapones de algodón en los oídos del difunto y cubriendo su cara tranquila con una tela de lino tejida a mano.
La casa entera estaba atareada, se confeccionaban vestidos nuevos para el difunto, un colchón para su ataúd, una manta y una almohada. Había que avisar a los que lo habían servido, al geomántico, cuyo deber era decidir el lugar adecuado para enterrarlo. El ataúd tenía que ser de madera de pino, porque el pino es siempre verde y símbolo de virilidad, sus hojas no se secan ni pierden el color hasta que muere; las serpientes, las tortugas, lagartos y otros reptiles no hacen nunca su nido cerca de un pino. No se pudre por dentro dejando el tronco vacío; muere por entero, rápidamente, y empieza otra vida. Es mucho mejor porque así la vieja planta no se adhiere a la nueva e impide su crecimiento. Lo que se acaba está terminado. Si hay que terminar convirtiéndose en polvo, lo mejor es que el fin llegue lo más de prisa posible. Las tablas del ataúd se unen con clavos y las rendijas se llenan con miel y resina, las paredes y el fondo se forran con algodón blanco y sobre este fondo se coloca un colchón. Dentro de la tapa se escribe Cielo, y en las esquinas la palabra Mar.
Il-han presidía el duelo y ayudaba a colocar a su padre en el ataúd, que fue izado al sitio de honor, en la plataforma.
Los vecinos, amigos y parientes ya sabían la triste nueva, y venían a dar el pésame. Ante cada invitado se lamentaba el número de veces que indicaba la costumbre y luego hacía que se sirviera comida y vino a los invitados.
Al amanecer del día siguiente, Il-han se lamentó de nuevo en señal de duelo y quemó incienso. Se le llevó comida al muerto, como si viviese. Se volvió a repetir lo mismo por la tarde hasta que fueron ejecutadas todas las ceremonias de ritual. Luego Il-han se sentó solo en la habitación donde de niño había estudiado los libros confucianos con su anciano preceptor, y mientras esperaba a Sunia, se percató de su nueva soledad.
Su madre había muerto siendo él niño, y la herida no fue profunda porque era su único hijo y había estado enferma y débil desde su nacimiento. Por aquel entonces su padre era su única familia y su amigo más íntimo. No hubo roces entre ellos porque su padre rechazó cargos políticos y al pasar los años se iba recluyendo más y más, dedicándose sólo a sus libros.
Le decía a menudo que no quería participar en las disputas de unos y otros por el poder, en las falsedades de la vida de la corte y las enemistades entre las naciones vecinas. Estaba contento de conservar su espíritu puro, y creía que no podía hacer nada mejor para sus compatriotas que permanecer apartado de la falsedad y la ambición. No obstante no acusaba a los demás de estas faltas, ni quería cambiar las tradiciones. No quería compartir, por ejemplo, las tierras de los Kim con los campesinos que las cultivaban. Cuando Il-han, joven e impetuoso, declaró que debían reparar estos pecados del pasado, ya que el clan Kim, como otros clanes yangban, poseía grandes extensiones de tierra, su padre le dijo que cada generación tenía que preocuparse de sus propios pecados, y creía que él personalmente no había pecado.
Al día siguiente era ya más de mediodía cuando Sunia llegó con los niños y criados. Il-han la esperó en la puerta de la entrada y vio que estaba pálida pero que no lloraba. En lugar de llorar hizo que los niños abrazasen a su padre y los puso en sus brazos, primero al mayor y luego al menor. Sus ojos reflejaban miedo e Il-han los animó diciéndoles que estaba contento de tenerlos allí, su abuelo no podía hablarles ahora, pero podían correr por el jardín y jugar con el pequeño mono atado allí a un árbol, luego iría a reunirse con ellos. Después se dirigió a su cuarto y Sunia le siguió.
—Sunia —le dijo en cuanto estuvieron solos—, ve a ver a la reina y anúnciale la muerte de mi padre. Dile que iré a verla tan pronto como terminen las ceremonias del funeral.
Sunia le estaba mirando con ojos tiernos y apenados, pero al oír estas palabras su ternura se desvaneció.
—Incluso ahora piensas en ella primero —dijo.
—Porque es mi deber —le contestó.
—Ve tú a verla entonces —replicó Sunia y se dirigió a un rincón de la habitación que se abría sobre un pequeño jardín privado. Allí en el agua clara de un pequeño estanque nadaban algunos peces dorados y sus aletas brillaban bajo los rayos del sol.
Il-han sintió de pronto que le invadía la cólera contra todas las mujeres. Todas eran iguales, reinas o mujeres corrientes, pensaban primero en ellas y en si eran arriadas por los hombres. Su razón le decía que era injusto porque seguramente las mujeres tenían que pensar en el amor. Si no, ¿cómo nacerían los niños? Desean tener hijos, por esto buscan el amor del hombre. Sin embargo, Sunia no tenía motivo para quejarse de él por falta de amor o de niños. Su indignado corazón hablaba así, luego la razón le recordaba que había estado muchos meses fuera de casa y muy preocupado, desde su vuelta. Sunia se daba cuenta en seguida cuando su espíritu estaba alejado de ella. No le había explicado la responsabilidad que caía sobre él, ahora que había visto su país y su gente pendiente de la tierra, arañando su superficie para lograr alimento, porque temía sus celos, inexplicables para él. No comprendía cómo podía tener celos de una reina.
Le volvió la espalda también él y permanecieron así unos instantes hasta que Il-han logró dominar de nuevo sus sentimientos y su razón. Que se encontrasen las dos en palacio, su mujer y la reina y se estudiasen recíprocamente. Seguramente Sunia volvería a casa dándose cuenta de la profundidad de su locura. Él era más fuerte que Sunia, el hombre es más fuerte que la mujer, y tiene que ser el primero en hacer las paces.
Razonando así, se acercó a ella, la cogió por los hombros y la volvió de cara a él. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y sus labios temblaban al mirarle.
—Haz lo que te pido —le dijo—, ve y verás, es tu reina tanto como la mía.
Su amabilidad la calmó como siempre, Il-han continuó:
—Discutí con ella en mi última audiencia, Sunia. Hasta estuve a punto de pedir audiencia al rey. Luego pensé que sería mejor ver primero a mi padre, ya que era él quien tenía acceso al rey. Cuando vine aquí le encontré muerto. No puedo presentarme ante ella confuso y apenado. Hazlo por mí, esposa mía.
Sunia le acarició las mejillas y él comprendió que le obedecería. Mientras Sunia se preparaba, ordenó a su criado que la precediese y pidiese audiencia a la reina alegando la urgencia de aquella. Mandó que preparasen el palanquín y colocasen en él las cintas de algodón blanco que indicaban que la familia estaba de luto.
Cuando Sunia se fue la acompañó a la puerta. La dejó instalada en el palanquín con las cortinas bajas que la ocultaban a la vista de la gente, volvió a entrar en casa de su padre y reunió a los criados principales. Cuando estuvieron todos alineados delante suyo les dio las siguientes órdenes:
—He decidido, por razones de Estado, apresurar el entierro de mi honorable antecesor. No quiero poner la nación en peligro a causa de su muerte, nuestros asuntos nacionales no están solucionados aunque la reina haya vuelto. Aunque sea costumbre tardar tres meses en enterrar a los muertos, nosotros no tardaremos más que siete días. Si tardásemos tres meses, es posible que hubiese estallado ya una guerra, así que arreglad el funeral para el séptimo día después de su muerte.
Los criados se miraron unos a otros impresionados. Eran ancianos ya, y hacía mucho tiempo que estaban al servicio de su amo. Muerto este, temían desobedecer a su hijo y heredero, pero deseaban rendir los máximos honores a su difunto amo y no querían prisas indebidas.
—Joven señor —dijo el más viejo—, esta prisa es desmerecedora para vuestro honrado antecesor, nuestro amo. En las familias corrientes bastan tres días para hacer unos pocos y miserables trajes de luto, pero en esta casa parecería indecoroso. Cuanto más largo es el plazo entre la muerte y el entierro, más realza a la familia. Fue sólo ayer que nos dejó. Hoy está aquí el sacerdote del difunto, en este mismo instante está atando el cuerpo con las siete cuerdas ceremoniales.
—Confío en que este sacerdote conozca su oficio —inquirió Il-han.
—Lo conoce, joven señor —contestó el criado—. Estuve a su lado mientras ataba las cuerdas alrededor de sus hombros, codos, muñecas, pulgares, caderas, rodillas y tobillos en el debido orden, aunque tuve que recordarle que los malos espíritus entran en una casa como esta cuando muere el dueño. Entonces mientras yo lo observaba colocó la cuerda en la cintura con la forma del signo sin que …
—Ya sé, ya sé —dijo Il-han impacientemente.
El criado, a causa de la edad, continuó inexorablemente lento. Recordaba a Il-han como un niño vivaz, un impetuoso joven y aunque en apariencia era cortés, continuaba siendo obstinado.
—Joven señor, pienso en todo lo que debe hacerse para el luto. Hay que comprar tela y coser ropa para toda la familia, hasta para los ocho primos que han venido y luego para los criados de la casa. He anotado todo esto.
—Léemelo —pidió Il-han.
El mayordomo hizo un signo con la cabeza a otro criado inferior a él en rango que sacó un rollo de papel de su pecho, lo desenrolló y leyó despacio en alta voz.
—Para los que presiden el luto; usted mismo, joven señor, y sus dos hijos, ropa interior de algodón ordinario, polainas de lino ordinario y zapatos de paja, un abrigo largo de algodón, un cinturón de cáñamo, un sombrero de bambú, una banda para la cabeza de lino ordinario y una pantalla para la cara de lino ordinario de un pie de largo por medio de ancho y sostenida por dos bastones de bambú. Confío joven señor, en que sus dos hijos serán capaces de sostener las pantallas delante de sus caras, pero si no…
—Sigue —dijo Il-han con brevedad. Estos viejos convertían en una fiesta el funeral de su padre. El viejo obedeció.
—Las señoras de la primera generación llevarán lino ordinario y zapatos de paja, tendrán que quitarse sus valiosas agujas, y se les darán agujas de madera. Para las parientas cercanas el luto será el mismo. No necesitan usar sombreros de bambú, ni zapatos de paja, ni bandas en la cabeza y pueden llevar cinturones blancos. Los parientes lejanos sólo usarán las polainas y la cuerda de cáñamo trenzado, pero todos irán de blanco. Nada de colores, ni siquiera los niños.
Il-han no pudo aguantar más.
—¡En nombre de Buda! —exclamó—. ¿En cuánto tiempo puede hacerse esto?
Los cuatro hombres se sintieron heridos. Fijaron sus ojos en la pared, y esperaron con afectada calma la contestación del mayordomo.
—Señor —dijo este con dignidad—, todo puede estar dispuesto para el cuarto día después de la muerte, el día en que hay que ponerse de luto.
—Entonces el entierro será el séptimo día —ordenó Il-han y dio una palmada, despidiéndolos.
Entretanto Sunia estaba con la reina. Cuando llegó fue introducida en la antecámara, y allí esperó largo rato, demasiado pensó con indignación. Supuso que estaría entreteniéndose mucho con su vestimenta, joyas, peinado. Si era así no podía culparla porque cuando compareció al fin, al cabo de una hora o más, estaba verdaderamente bella.
Sunia había rogado más de una vez a Il-han que le contase qué aspecto tenía con sus vestidos reales, pero Il-han siempre había rehusado.
—¿Cómo quieres que sepa qué aspecto tiene —explicaba—, si siempre trato de no mirar más arriba de sus rodillas y no levanto la mirada del borde de su falda?
—Pero a veces no puedes evitarlo —insistió Sunia burlona y seria al mismo tiempo.
—No miro si puedo evitarlo.
—Pero a veces no puedes.
Entonces se enfadaba o fingía hacerlo.
—Sea lo que sea lo que quieras hacerme decir, no lo diré —declaraba él.
Ahora Sunia veía a la reina en todo su esplendor; era como si la viese por primera vez, tan cambiada estaba con sus vestidos reales y en palacio. Entró apoyada en dos damas, aunque no necesitaba apoyarse en nadie. No era más alta que las demás mujeres, sus facciones eran de proporciones perfectas: la nariz recta, los pómulos altos, la boca delicada y, sin embargo, llena, la barbilla redonda, el cuello esbelto, los ojos grandes y negros, la mirada firme y valiente. Su piel era de un color blanco cremoso, sus mejillas rosadas como las de una niña y sus labios rojos. Su belleza era excesiva hasta para una reina y Sunia se sintió más animada porque era una belleza altanera y orgullosa, voluntariosa y apasionada, exigía la servidumbre del hombre más que conquistar su corazón. Algo aliviada de sus celos, miró a la reina con vivo interés, y de pronto no fueron más que dos mujeres.
—Solía imaginarme tu aspecto antes de verte, pero me equivocaba —dijo la reina sonriendo.
—¿Qué imaginabais majestad? —preguntó Sunia.
—Creía que eras bajita —dijo la reina mirándola—, bajita, suave e infantil, pero resulta que nos parecemos como dos hermanas, casi podríamos serlo.
¡Oh! ¡Qué mujer tan hábil!, se dijo Sunia. ¡Qué hábil destruyendo las distancias entre ella y yo! ¡Qué manera tan sutil de intentar ganar mi corazón! Aunque estaba prevenida y su lema era que nunca se debía confiar en una reina, la reina la conquistó. A pesar de sus prejuicios se sintió atraída hacia ella. ¡Qué poco afectada era! Aunque, ¿quién sino una reina podía permitirse el lujo de ser tan franca?
—Majestad —le dijo—. He venido cumpliendo órdenes del padre de mis hijos. Me ha enviado para comunicaros la muerte de su padre.
La reina alejó a sus dos damas con un gesto imperioso y se acercó a Sunia.
—¡Oh! ¡No! —musitó—. Oí el rumor pero no lo creía. Supuse que, de ser cierto, habría venido a decirme algo.
—Tiene que cumplir sus deberes de hijo único —dijo Sunia—. Os pide perdón por enviarme eh su lugar.
La reina bajó los dos escalones de la sala de espera y se sentó al lado de la mesa. Era una mesa de la época Koryo cubierta con un tapete de seda bordada y de sus esquinas pendían borlas de seda también.
—Siéntate a mi lado y cuéntamelo todo —ordenó a Sunia.
Pero ¿qué quería decir con esto de que se lo contase todo?
—Murió ayer de repente —dijo Sunia—. Afortunadamente el padre de mis hijos acababa de llegar y se quedó junto al lecho de su padre; Hizo llamar a un médico occidental y a uno de los nuestros.
—No sería americano… —exclamó la reina—, no puedo creer que mi fiel cortesano hiciese tal cosa.
—Quiso probarlo todo, majestad, y el extranjero, aunque no pudo evitar la muerte, la predijo.
—Tuvo que hacerlo, tuvo que hacerlo —exclamó la reina y cogiendo un pañuelo de seda de su manga se secó los ojos—. ¿Y cómo está él? —preguntó finalmente.
—¿Él? —dijo Sunia inocentemente.
—Mi cortesano.
—El padre de mis hijos está de luto, pero conoce sus deberes para con vuestra majestad.
Sunia habló con cierta frialdad e hizo ademán de levantarse y terminar la audiencia, pero la reina le tomó las manos y la obligó a sentarse otra vez.
—No te vayas aún —le pidió—. Seamos amigas, seamos hermanas. ¿Sabes que estoy muy sola en palacio? No tengo amigos, sólo la reina madre pero es muy anciana y vive no más para el pasado. Yo también vivo sola por mi propio deseo, pero no me dejan en paz. Me dijo él… tu… tu señor… que todo ha cambiado, que tengo que recibir a un nuevo embajador, un americano. ¿Te cuenta él estas cosas?
—No, majestad —dijo Sunia.
La reina apoyó suavemente las mejillas en las palmas de las manos.
—Ojalá te las contase —murmuró—. Quisiera no tener que soportar todos estos cambios yo sola.
Sunia se aventuró a decir:
—¿No podría el rey…?
—¡Oh! ¡Ni hablar del rey! —dijo la reina impaciente y dejó caer las manos—. ¿Cuándo crees que lo veré? Si me llama no será para conferenciar, puedes estar segura. —Miró largo rato a Sunia y luego dijo—: ¿Sabes que viví durante muchos días en la pobre casa de un poeta?; él y su esposa me hospedaron y ocultaron. Vi cómo vivían. Eran amigos los dos. Los oía hablar y reír desde la pequeña habitación donde me escondía. Hablaban de nimiedades, de dónde había escondido la gata sus gatitos, de algún pájaro salvaje que había regresado de los mares del Sur, de si podrían comer carne el día siguiente. Luego él le leía el poema que había escrito aquel día, ella escuchaba y decía que era el más bello de los que había escrito. Por la noche dormían en la misma cama.
Volvió la cabeza a un lado y apretó las manos de Sunia entre las suyas.
—No sé por qué te cuento estas cosas. Dile que no se apresure. Esperaré pacientemente hasta que haya cumplido sus deberes filiales. Dile que no haré nada entretanto.
Se levantó, sonrió a Sunia y le soltó las manos. Luego se acercaron sus damas y, apoyada de nuevo en ellas, salió de la sala de audiencias.
—¿Y bien? —le preguntó Il-han al regresar.
Estaba en el jardín con sus dos hijos, aunque hasta hacía un momento estuvo en la habitación mortuoria donde yacía su padre. Examinó la labor del sacerdote y luego permaneció un rato sentado junto al difunto. Era costumbre llevar comida al muerto al servir la comida a los demás. Cuando entró el mayordomo con los tazones de arroz sobre una bandeja salió de la habitación y fue al encuentro de sus hijos. Estaban en el jardín con el preceptor y la nodriza, habían trabado amistad con el mono, se reían de sus ridículas muecas y le daban cacahuetes que la nodriza mondaba tan aprisa como podía. Il-han acababa de decirle al preceptor que ya era hora de que su hijo menor estuviese también a su cargo, a lo cual el preceptor contestó que creía que el pequeño precisaba otro preceptor.
—El mayor tiene un carácter tan fuerte y brillante —dijo— que exige todo mi esfuerzo. Su hijo menor es distinto. Temo no ser capaz de enseñar y educar a dos niños tan diferentes.
En este momento llegó Sunia a la puerta de la casa. Il-han dejó al preceptor con la palabra en la boca y acudió a su encuentro. Entraron juntos en la casa y cerró las puertas correderas para poder hablar a solas.
—Bien —le dijo—, he visto a la reina.
—¿Pero le diste mi mensaje?
—Claro que sí —contestó—. Dice que no te apresures y cumplas tus deberes filiales, ella esperará pacientemente tu regreso.
—¿Es eso todo?
Le miró pensativamente. ¿Qué diría? No era todo. Podía decirle que la reina era más hermosa de lo que creía, que la trató como si fuese su hermana, podía decirle… No, no, podía decirle nada.
—Esto es todo —dijo. Hizo una pausa y le miró con los párpados semicerrados.
—¿Por qué me miras así? —preguntó él.
—¿Cómo? —preguntó ella sonriendo.
—Como si fueses a decirme algo —dijo bruscamente.
Como ella continuaba sonriendo le dijo, impaciente:
—Es imposible que las mujeres dejen de hacer comedia, o de imaginar cosas. Te diviertes confundiéndome —y salió de la habitación dando grandes zancadas.
El día del entierro acudió al lugar destinado al sepulcro de su padre. Era su deber estar presente cuando cavasen la fosa. Estaba fuera de las murallas, porque la ley prohibía enterrar a nadie dentro del recinto de la capital. Hacía un cálido día primaveral, un día para vivir más que para morir. Il-han cabalgaba delante de su criado, que iba montado en un caballo más pequeño. Los cerezos estaban en flor, el delicado color de sus blancos y rosados capullos contrastaba con el gris de las montañas. Los niños corrían de un lado para otro con las mangas de sus vestidos invernales arremangadas. Los viejos fumaban sus pipas sentados al sol y las viejecitas se inclinaban sobre la tierra buscando brotes tiernos para cocer con trozos de carne o ave, o para comer con el arroz cotidiano. El geomántico más hábil de la ciudad había escogido ya el lugar para la tumba y lo estaba esperando. Il-han cabalgó por el valle y subió a una baja colina. Lo encontró allí, en una cueva orientada de cara al sol. Con él estaban los sepultureros. Il-han desmontó y, después de saludarlo, examinó detenidamente su trabajo y luego les dio permiso para que cavasen la fosa. Entretanto contemplaba la ciudad, una gran ciudad. Junto a pobres cabañas se levantaban los palacios de la familia real y los clanes nobles, en medio de parques de pinos y floridos cerezos. En la capital se daban los mayores extremos. ¿Cuánto duraría esta división mientras los pueblos vecinos los amenazaban? ¿Cómo podría hacer que su pueblo se diese cuenta de su locura? Sólo podrían rechazar el ataque extranjero si el país estaba unido. Su mente preocupada buscaba otra vez respuesta a esta eterna pregunta, eterna y peligrosa, y revivía de nuevo los peligros que corrían. Suspiró profundamente y se alegró de que su padre estuviese muerto. Sin embargo, ¿de qué servía la muerte? Sus dos hijos vivían y encontrarían el futuro que él temía. ¿Cómo ayudarles mejor que haciendo algo para conservar el país entero e independiente?
—Señor —dijo el geomántico—. ¿Lo encuentra a su gusto?
Se volvió y fue hasta el sepulcro. Había poca tierra, habían sacado las rocas para hacer un hoyo y las amontonaron rodeando la sepultura con ellas. A un lado estaban las dos losas sepulcrales sobre las que habían grabado las grandes cualidades de su padre como poeta y patriota. Una para ponerla al pie del sepulcro, y la otra levantada para conservar su memoria eterna.
—Muy bien —le dijo Il-han.
Sólo hacía falta esperar a los parientes y criados que traían ofrendas de comida a los espíritus de la montaña que estarían recibiendo a esta hora el cuerpo de su padre. Il-han esperó hasta que vio venir el cortejo. Colocaron debidamente las ofrendas y los ritos terminaron. Quedaba únicamente una cosa, comunicar a su difunto padre que su sepulcro estaba preparado para recibir su cuerpo. Lo hizo tan pronto como volvió a la casa de su padre.
La mañana del séptimo día, su criado le comunicó que ya habían construido los abrigos para pasar la noche junto al sepulcro. También habían preparado el féretro, porque la familia era demasiado encumbrada para usar un féretro alquilado. Los estandartes estaban dispuestos y todo estaba a punto para el funeral. Il-han no hizo más que inclinar la cabeza asintiendo.
Estos días había estado alejado de su familia, siempre solo en la biblioteca de su padre. Vestía de luto y comía cosas sencillas mientras estudiaba las escrituras budistas y los clásicos confucianos para purificar su mente y su alma. Estuvo así hasta la hora de formar el cortejo del entierro.
Al atardecer estaban todos reunidos y dispuestos para ir a la montaña. Se acercaba la hora del crepúsculo, momento adecuado entre el día y la noche para que el espíritu de su padre no fuese molestado. Il-han, que presidía el duelo, veía cómo se iba formando el cortejo. Estaba satisfecho de lo que se había hecho. El cortejo se puso en marcha; a la cabeza iban hombres con antorchas encendidas que iban colocando a lo largo del camino a medida que avanzaban, formando un sendero de llamas chispeantes. Las levantaban sobre sus cabezas y las hacían voltear, luego las dejaban otra vez en el suelo. Otros, colocados en dos filas, llevaban linternas de hierro cubiertas con fina seda azul y roja. Luego venían los que llevaban las banderas de seda con el nombre del ilustre difunto y de los numerosos honores que le habían sido concedidos durante toda su vida. En el centro del cortejo iba la urna de fina madera y en ella la tablilla del espíritu del muerto. A ambos lados y siguiendo la urna iban las plañideras y después otros hombres con linternas que iluminaban el catafalco, sostenido por una multitud de portadores que salmodiaban una tonada fúnebre para marcar el paso. Como el muerto había sido rico e importante, iba delante un campanero tocando la campana, y alrededor del catafalco portadores de banderas enviadas por los que querían honrar al difunto. Detrás del catafalco iba Il-han en una silla de manos y luego Sunia, sus hijos y otros parientes lejanos, también en sillas de mano. El largo cortejo avanzaba por las calles, la gente se paraba a mirar y seguía. Llegaron a la puerta de la Boca de Agua, la puerta de los muertos. Oscurecía ya cuando llegaron a la montaña y se dispusieron a pasar la noche en los abrigos construidos para este fin. Durmieron en camas incómodas. Il-han no pudo conciliar el sueño. Se levantó muchas veces y al fin salió a pasear y respirar el fresco aire nocturno. La luna era tan clara y brillante que el mundo entero parecía extenderse ante él, tan muerto como el difunto mismo.
Aunque es natural que un hijo viva más que su padre le invadió una profunda y solemne sensación al pensar que desde este instante hasta el de su muerte, era el responsable de los asuntos familiares y, más allá de los muros familiares, ante la nación y el mundo entero.
La muerte de su padre cerraba una época, una época en la que su país había decidido vivir en paz, aislado, separado de las naciones vecinas. No podía haber paz ahora que navegaban hacia ellos barcos extranjeros y se suscitaban luchas entre un país joven, el Japón, y la vieja y moribunda dinastía china. ¿Y Rusia? Se volvió hacia el Norte. Sobre los agudos picos de las montañas y su sólida roca, vio la estrella del Norte, en aquel momento roja como la sangre.
Al llegar la mañana, Il-han despertó al cortejo y continuaron hasta la tumba. Todo estaba a punto. El ataúd fue colocado sobre unas varas transversales y cubierto con un gran lienzo blanco, con los ritos de costumbre. Entretanto el geomántico marcó la posición exacta con un compás. Si el difunto hubiese tenido más hijos, ellos habrían bajado el ataúd, pero como Il-han era su único hijo, tuvieron que ayudarle otros. La sepultura vacía, libre de malos vapores y espíritus molestos, recibía ahora a su dueño. Al mismo tiempo quemaban incienso. Las mujeres miraban al Este, y las plañideras proferían sus lamentos de pena. Luego Il-han, con la ayuda de los hombres, llenó el sepulcro de tierra.
Había sentido profundamente la muerte de su padre pero este era el peor momento. Las paletadas caían amortiguadas sobre el féretro con tristes golpes y oía a sus hijos llorar atemorizados. Sin embargo, no volvió la cabeza, ni los consoló hasta que terminó su tarea.
Luego, de cara al sepulcro, anunció con voz clara a los espíritus de la montaña que el muerto estaba enterrado ahora en su suelo y en sus rocas. Se detuvo unos instantes para grabar en su memoria esta escena. La sepultura estaba situada en la ladera sur de la montaña, en un lugar nivelado. La tierra formaba una especie de banco, el sepulcro quedaba en un hoyo en forma de media luna, a sus pies la tierra formaba terraplenes escalonados en la ladera de la montaña. Allí permaneció diciendo un largo adiós a su padre. Aún quedaba algo más, contratar a alguien para que cuidase la tumba. Llamó al mayordomo quien aceptó el encargo con una profunda reverencia y las manos cruzadas.
Así terminó el día e Il-han volvió a su casa con su familia y su séquito.
Cuando terminaron los días de luto, Il-han pidió audiencia al rey en lugar de la reina. Durante las largas y tranquilas horas de aislamiento que el respeto a su padre exigía, meditó cuidadosamente su deber. Siendo rico, no deseaba un título o alto cargo que le hiciese perder su independencia y aceptar unas obligaciones, pero tenía derecho a acercarse a los gobernantes cuando tenía un consejo que darles. Mientras su padre vivió, no pretendió acercarse al rey y sólo mantuvo contacto con la reina. No obstante, ahora, muerto su padre, tenía que ocupar su sitio. Le hizo saber su deseo por un correo, y el rey le concedió una audiencia privada. Era en verano. El séptimo día del séptimo mes del año lunar. Amanecía. A la hora fijada, Il-han subió a su palanquín y fue conducido al palacio. Su criado le precedió a caballo para anunciar su llegada.
El rey Kojong, el monarca número veintiséis de la dinastía Yi, estaba en la plenitud de su virilidad. Su madre, la reina Cho, y su padre, el regente Tae-wen-gun, pronto se distanciaron espiritualmente y él creció en medio del vacío que existía entre ellos. Ambos eran fuertes, su padre con una agresiva voluntad, y su madre con una profunda y femenina estabilidad. Zarandeado entre los dos llegó lentamente a la madurez. A veces se sentía oprimido entre estas dos influencias contrarias, a las que había que añadir una tercera, su matrimonio con una bella muchacha de la poderosa familia Min. Le gustaban las mujeres pequeñas, suaves y dóciles, y estaba atado a una mujer fuerte y voluntariosa que parecía no haber sido nunca niña. Sin embargo, fascinaba su parte infantil, fascinaba al niño que trataba constantemente de ignorar, destruir y eliminar de sí mismo, al que temía aunque era su esencial manera de ser. No tenía a nadie con quien poder hablar. A pesar de sus conflictos, de estas secretas influencias que lo perturbaban y confundían, comprendía muy bien que también estaba a merced de conflictos ajenos a él. No era ignorante. Cuando niño había sido instruido en el confucianismo, budismo e historia de su país. Del Oeste sabía pocas cosas porque su padre, el regente, tenía un solo propósito, hacer de su país una nación aislada. Él, su hijo y actual rey, sabía que ya no era posible. Aunque pareciese mentira, el arma constante del Oeste había sido la religión, una religión basada, según su padre, en la superstición, proclamada primero por un grupo de personas que se llamaban a sí mismas judíos que mataron a un revolucionario llamado Jesús. La raza humana siempre había estado agitada por esta clase de revolucionarios, mantenía su padre, y los coreanos no necesitaban importar disturbios extranjeros porque ya tenían bastante con los suyos. Con esta excusa aprobó la muerte de todos los sacerdotes extranjeros que continuaban entrando en el país a pesar de las persecuciones. Ahora su padre, el regente, estaba prisionero en China, y él, el rey, podía decidir por sí mismo lo que debía hacerse. Habría que llegar a un cierto acuerdo con la reina, porque ella continuaba fiel a China, rehusando comprender que el Japón estaba en auge. La noche anterior se habían vuelto a pelear. La había mandado llamar, aunque no lo hacía a menudo, porque habían estado separados mucho tiempo. Cuando la vio al volver de su exilio, pensó que había mejorado. Fue a verla oficialmente al llegar y la encontró más amable de lo que acostumbraba a ser desde que supo que su hijo era anormal. Era aún muy bella, y pensó que podría aún sentir algún anhelo, o quizás el deseo de una mujer que sabe que su juventud se acabará pronto. La noche anterior la invitó a cenar, pensando que si su encanto persistía podrían renovar el pasado y concebir un hijo, ahora que aún era posible. La había conquistado más de una vez en tiempos anteriores. Sin embargo, la noche se estropeó. Recayeron en las viejas discusiones y se separaron con fríos saludos y mutua impaciencia. Cuando la reina se marchó mandó llamar a una cortesana.
A la mañana siguiente le anunciaron que el hijo de su viejo amigo y consejero recientemente fallecido le pedía audiencia y estaba dispuesto a ocupar el lugar de su padre. Sabía que Il-han era consejero de la reina y no se apresuró. Sólo dos horas después envió a su chambelán para decirle que le concedía audiencia. La espera habría hecho desvanecer la posible arrogancia de su súbdito, se dijo. Luego, para calmar su enojo o simplemente confundirlo, se mostraría sencillo y amistoso.
Al mediodía entró en la sala de audiencias y se sentó en el trono, que no era más que un sillón colocado en el suelo para que pudiese doblar los pies a la moda japonesa. Pero no los doblaba, se sentaba y cruzaba las rodillas a la manera occidental. No había visto nunca un hombre blanco, pero había oído decir que se sentaban en sillas y dejaban colgar las piernas o cruzaban las rodillas.
Sabía que sus súbditos observaban cualquier detalle de la conducta del monarca que les permitiese saber lo que pensaba. Il-han entró y se arrodilló ante el rey. Puso las manos en el suelo, pulgar contra pulgar, luego inclinó la cabeza hasta tocar su frente con las manos y esperó.
—Puedes levantarte —dijo el rey amablemente.
Il-han se levantó con los ojos bajos y continuó esperando.
—Puedes hablar —le dijo el rey con la misma amabilidad. Sin levantar los ojos, Il-han habló:
—Majestad, he venido como hijo de mi difunto padre y como ciudadano privado, responsable junto con otros de nuestro pueblo, y dispuesto a serviros como mi padre solía hacerlo.
El rey le escuchó, y luego le indicó con un gesto que podía sentarse en un cojín frente al trono.
—Confío en ti porque eres su hijo, él era inteligente. Me dijo una vez que las tres naciones que nos rodean son como las pelotas que un malabarista mantiene en movimiento en el aire, y que nosotros teníamos que ser el malabarista. ¿Eres de la misma opinión?
—Majestad, yo añadiría otras pelotas —contestó Il-han—. Las naciones occidentales están observándonos. ¿Cuántas pelotas tendremos que manejar? No podría decirlo, pero serán más de tres y algunas tendrán que ser dejadas de lado.
El rey descruzó las piernas impacientemente y volvió a cruzarlas. No llevaba los vestidos de corte aquel día pero lucía un collar de jade con un emblema que representaba una grulla debajo de un pino. Su mano derecha jugaba con este emblema.
Tenía el labio inferior lleno, signo de su naturaleza apasionada, y se lo pellizcaba pensativamente entre el índice y el pulgar.
—¿Aceptarías un cargo? —le preguntó al fin—. Podrías ser déjame pensar, ¿primer ministro?, ¿canciller?, lo que quieras.
Il-han levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los del rey. Le asombró la decisión que reflejaban. Eran pequeños, agudos, de pupilas muy negras, con anchas y cortas cejas negras. No eran los ojos de un poeta ni un pensador sino de un hombre acostumbrado a la acción. La mano que pellizcaba el labio era oscura y fuerte.
—Majestad —dijo Il-han, mientras sus ojos volvían a pasarse en la grulla y el pino del pecho del rey—, perdonadme si declino el cargo. Esperaré vuestras órdenes noche y día. Soy vuestro súbdito, pero si fuese algo más no podría hablaros libremente, moverme de un lado para otro, recoger informaciones, observar, pedir audiencia, seros útil igual que vuestra mano es útil y obediente a vuestro cerebro y corazón.
—Eso quiere decir que prefieres no deberme nada —observó el rey riendo—. Bien, es bastante raro.
Dio una palmada y entraron unos criados.
—Traednos comida y bebida, —ordenó. Mientras los criados obedecían continuó:
—Ahora discutamos la posición de esta joya, como tú llamas a nuestro país. No me dejo engañar por los deseos de Li-Hung-chang de recibir un enviado de los Estados Unidos. Es su arma contra el Japón, que lo amenaza con la guerra. En esta guerra seríamos su punto de partida contra China. Dime cómo son los Estados Unidos.
Hizo la pregunta súbitamente. Il-han quedó desconcertado. No sabía qué contestar.
—Majestad, tengo que informarme. Recuerdo que los marineros desembarcados en nuestras playas hará unos quince años eran americanos. Oí decir que eran unos salvajes, molestaban a nuestras mujeres y nuestro pueblo, ofendido, los mató.
—No inmediatamente —dijo el rey—. Al principio fueron arrestados. Luego vinieron otros a rescatarlos y se apoderaron de algunos de nuestros hombres como rehenes. Sólo entonces nuestro pueblo atacó el barco, mató ocho americanos, capturó a los demás y quemó el barco. Se lo tenían bien merecido, según creo yo.
Aquí el rey hizo una pausa. A Il-han le asombraron estos detalles.
—Quizá la verdad no tenga importancia —dijo el rey—, pero puedo decírtela. Fue mi padre quien ordenó el ataque al buque, temía hubiesen en él sacerdotes católicos que viniesen a vengar la muerte de los que ordenó matar hacía años. Mi padre creía, como siempre creyó, que las religiones occidentales perturbaban la paz, dondequiera que fuesen. Lo vio en China y en el Japón y mientras gobernó prohibió a los sacerdotes extranjeros que desembarcasen en nuestras playas. Si lo hacían, los mandaba matar. Incluso convencieron a algunos de nuestros compatriotas que se convirtieron al cristianismo. No quiero hablar de esto.
Hizo una pausa e Il-han pensó que el rey estaba recordando a un Kim, antepasado suyo, que fue condenado a muerte por ser católico.
—He seguido el ejemplo de mi padre —continuó el rey—. Una vez, siendo muy joven, rehusé ver a un americano llamado Low que llegó a nuestro puerto con una flota de barcos, pero ahora ya no sé…
Los criados trajeron la comida, la colocaron en la mesa y esperaron para servir, pero el rey los despidió.
—Se quedan aquí como estatuas —se quejó a Il-han cuando salieron—, pero no lo son. Sus ojos ven, sus oídos oyen, y sus lenguas cuentan. ¡Sigue!
—Majestad, me honráis diciéndome lo que pensáis, pero sólo soy vuestro súbdito. Debo escuchar, no hablar.
—Habla —le ordenó el rey—. Estoy rodeado de hombres que no hablan. A veces creo que, con excepción de la reina, todos en palacio se han cortado la lengua. Ella no tiene miedo. Me temo que si el mismo Buda reencarnado viniese aquí le diría cómo debe conducirse y cómo debe pensar.
Dijo estas cosas sabiendo que no era correcto hablar así con un súbdito, pero precisamente por esto gozaba más con la conversación.
Il-han sonrió ligeramente pero en lugar de contestar dijo:
—Majestad, vuestro padre el regente hizo lo que creyó justo. Por ejemplo, resistió a los japoneses tan enérgicamente como a todos los demás, a veces hasta parecía inventar insultos contra ellos esperando que se alejasen de nuestras costas. No se fueron. Yo ruego a vuestra majestad que no sigáis el ejemplo de vuestro padre. Os ruego que penséis y decidáis vos mismo lo que se debe hacer para proteger a nuestro país y a nuestro pueblo. De todas las naciones occidentales los americanos parecen los menos corrompidos. Son jóvenes, no tienen experiencia, y saben lo que es luchar por la independencia. He oído decir que hará unos cien años lucharon contra el país que los gobernaba y ganaron.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó el rey.
—Estoy diciendo que debemos aceptar a los americanos como Li-Hung-chang aconseja —replicó Il-han.
El rey apretó los puños y golpeó la mesa tan fuerte que saltaron los platos.
—¿Por un tratado que nos quitará algo más? —preguntó.
—Por un tratado —convino Il-han.
Los dos hombres se miraron a los ojos. Fue el rey quien cedió. Se levantó.
—No puedo comer nada —dijo, volvió la espalda a Il-han y salió de la habitación. Tampoco podía comer Il-han. Se levantó y, poniéndose el abrigo, se marchó.
Los criados entraron en la habitación cuando le vieron salir.
Los platos de exquisitos manjares no habían sido ni siquiera destapados. Los llevaron a la cocina donde, con gran fruición y risas, comieron los alimentos preparados para el rey.
Por la noche, cuando Il-han volvió de su larga conferencia con el rey, explicó a Sunia que le había ofrecido un alto puesto en el gobierno y que lo había rechazado. No sentía su negativa pero se preguntaba si ella, siendo de carácter más sencillo que él (o al menos así lo creía), envidiaría secretamente a otras mujeres cuyos maridos eran públicamente conocidos. Él tenía una cierta fama como intelectual y pensador, no temía hacer lo que le placía o rechazar lo que le desagradaba, pero ¿bastaba esto? Cuando Sunia respondió se dio cuenta de que estaba equivocado y se maravilló de nuevo de que fuese posible vivir con una mujer, tener hijos y saber tan poco de ella. Porque Sunia cuando terminó su explicación le dijo:
—Hiciste muy bien rechazando el cargo.
Era de noche y estaban en cama. La habitación estaba iluminada por una sola vela, se veía la noche oscura a través de las ventanas. Habló durante largo rato, Sunia le escuchaba.
—¿Qué dices de todo esto? —le preguntó.
—No sé, porque siempre olvidas las cosas pequeñas. Eres un gran hombre, pero sólo en las cosas grandes. Hablas a reyes y reinas como si fueses su hermano, pero no distingues en casa a un sirviente de otro, con excepción de tu criado. Me pregunto a veces si conocerías a tus hijos si les vieses entre otros niños. Ahora tendrás tiempo de conocer a tus hijos y también a mí, me temo.
Se echó a reír pero a él le sorprendió lo que había dicho.
—Describes a un hombre muy loco —se quejó— y me parece que soy algo mejor.
Sunia se volvió, apoyó la cara sobre un codo y le miró.
—Sólo eres tonto en pequeñeces. Si no fuese así lo serías en las cosas grandes. A mí me gustas como eres y es más, sé que soy una mujer afortunada, una esposa dichosa y una madre feliz.
—Bueno, bueno —dijo Il-han riendo—. Te reprochas demasiadas cosas. Las mujeres consiguen lo que se merecen.
Esta broma se convirtió en súbita pasión entre ellos. Il-han se entusiasmó al ver su hermosa cara tan próxima a él, sus ojos oscuros y brillantes a la luz de la vela. La conocía muy bien en este sentido porque, cuando estaba dispuesta, de su cuerpo emanaba una peculiar fragancia. Tuvo que aprender, aunque no fue fácil, que cuando no despedía esta fragancia podía someterse a él pero sin corresponderle y así perdía la mitad del placer.
De recién casado no había sido capaz de dominar su pasión o acomodar su timidez a la de ella, aunque después se maldecía porque esto los separaba. Pero con la plenitud de su virilidad aprendió y fue recompensado. Era mejor poseerla por entero, a su debido tiempo que en parte cuando ella no lo deseaba. Ahora despedía aquella fragancia dulce, y fuerte, y la abrazó larga y apretadamente. Cuando se separaron estaban más unidos que nunca, yacían en paz y silencio, ella pensando y él durmiendo. Se despertó sediento una hora después, más o menos. Sunia le sirvió una taza de té y le dijo lo que había estado pensando.
—Estamos de luto, no puedes salir de casa. Tienes que prometerme que me explicarás porqué son tan diferentes nuestros hijos. Sé que uno es diferente del otro, ninguno de los dos es un niño corriente, pero no tengo la agudeza suficiente para ver la diferencia que hay entre ambos. Es lo primero que tengo que decirte.
Il-han bebió el té y tendió la taza para que le sirviese más.
—Entonces es que hay otra cosa y luego otra sin duda. Cuando un hombre está ocioso, puedes estar segura de que su mujer encontrará algo para llenar sus horas libres.
Sunia hizo un gesto como si fuese a arrebatarle la taza de las manos.
—¡Atrévete a pensar que soy como las demás esposas!
—Afortunadamente no lo eres.
De pronto se sintió completamente despierto, descansado y divertido. Si la volvía a acariciar ¿fluiría su fragancia de nuevo?, pensó.
Se había cambiado, olía a limpieza y frescura.
—¿Quieres terminar de una vez de pensar en tus asuntos privados? —dijo—. Escúchame, por favor, Il-han. Tienes que averiguar algo de estos americanos antes de aconsejar al rey. Estás en una posición elevada y de responsabilidad. Aconsejas a los gobernantes. ¿Cómo sabes si los americanos son buenos o malos? ¿Qué pasará si induces al rey a obrar equivocadamente y nuestro pueblo sufre porque tú no tenías una base suficiente para tus consejos?
Sunia era una mujer sorprendente. Él habría jurado que no sabía nada aparte del gobierno de la casa, y ahora le salía con esta sencilla y sabia conclusión. No era nada agradable tener que considerar una alianza con el extranjero; lo que decía ella era verdad. Conocía a los chinos, a los japoneses y algún ruso, pero no a los americanos. Dejó de pensar en hacerle el amor otra vez.
—Vete a dormir, Sunia —le dijo—. Has dicho lo bastante para tenerme despierto toda la noche y muchas más —y apagó la llama de la vela.
En aquellos días de luto, Il-han se dedicó a vivir. Cada mañana se sentaba cerca del preceptor y de su hijo mayor durante la clase. Le complacía ver la rapidez de comprensión del niño cuando se interesaba por lo que le explicaban, pero le desagradaba que cuando algo no le interesase holgazaneara. No obstante, no intervenía y se iba dando cuenta de que el preceptor entendía muy bien al niño. Cuando no quería estudiar no lo reprendía, le ordenaba correr por el jardín o le daba un pincel. Una vez le dijo a Il-han:
—He descubierto que pintando expresa sus sentimientos ocultos.
—¿Qué pinta? —preguntó Il-han.
El preceptor estaba confuso.
—Violencia —dijo—. Vive en una casa tranquila pero pinta un gato con un pájaro entre los dientes, un diablo surgiendo del bosquecillo de bambúes, o un halcón con un ratón sangrando entre las garras.
Il-han lo escuchaba con sorpresa.
—Nadie lo ha tratado duramente. ¿Por qué expresa tales sentimientos?
—Me figuro que será por los tiempos en que vivimos —contestó el preceptor—. Ha oído decir que hay ladrones en la ciudad y bandidos en las montañas. Me ha preguntado por qué intentaron matar a la reina y está enterado de las disputas entre los clanes nobles. Le gusta pasar el verano en casa de vuestro honorable padre, allí traba amistad con, los hijos de los granjeros que cultivan vuestras tierras, son chiquillos salvajes. Trato de apartarle de ellos pero se escapa y le encuentro siempre en el pueblo con la ropa rota y polvorienta, y la cara y las manos sucias. Es a menudo grosero conmigo, entonces usa el lenguaje ordinario que ha aprendido de ellos. Me ha dicho más de una vez que le gustaría ser hijo de un campesino para poder correr por las calles, llevar vestidos sucios y hacer lo que le viniera en gana.
Eran noticias graves, a Il-han le remordía la conciencia.
Mientras él estaba con la reina y el rey, su hijo trababa amistad con los pobres y los ignorantes. Aquel día, después de comer, lo cogió de la mano y lo condujo al bosquecillo de bambúes.
—A ver si los brotes tiernos han vuelto a crecer —le dijo. Temía que aún fuese demasiado pronto, pero cuando llegaron vieron que los brotes de bambú ya estaban creciendo. Se veían por doquier los puntiagudos tallos de un verde pálido. Los bambúes eran tan espesos que apenas dejaban pasar el sol, el bosque era una sombra con algunas manchas de luz.
—¿Te acuerdas —le preguntó Il-han— de que una vez rompiste los tallos y estropeaste los árboles?
—Dijiste que eran cañas, no árboles —exclamó tozudamente, pero Il-han se dio cuenta de que se acordaba. Le volvió a explicar lo mismo que aquel día.
—Eras demasiado pequeño para entender lo que te dije, aunque eran sólo cañas huecas, vivían y han brotado de nuevo de las viejas raíces. En nuestro país el tallo de bambú es el símbolo del espíritu fuerte e invisible de un hombre, de un gran poeta, un artista, un gobernante, o un revolucionario. Es fácil romper estos tallos de bambú. Aunque eras muy pequeño pudiste hacerlo, es fácil destruir, crear es difícil. Recuérdalo cuando quieras destruir algo.
El niño intentaba liberar su mano pero Il-han no lo soltó hasta terminar de decirle lo que quería. En cuanto se sintió libre, escapó rápidamente. Il-han se sentía profundamente preocupado. Desde entonces, vigiló estrechamente a su hijo. Cuando le veía empujar a su hermano, o destruir lo que el pequeño construía con piedras o pedacitos de madera, le cogía las manos, se las ponía en la espalda y le recordaba una y otra vez: «Crear es difícil. No destruyas lo que tu hermano ha creado».
Sunia lo oyó un día y dijo:
—No es suficiente que no destruya. ¿Por qué no le ayudas a crear algo?
Una vez más, Sunia dijo algo que le perturbó. Pensaba en un antepasado suyo, Chong-ho un Kim, el cartógrafo más importante del país. Cuando niño vivía en la provincia de Kuang. Hwang-hai, también era un niño inquieto. Paseando por ríos y montañas empezó a preguntarse dónde nacerían los ríos y dónde estarían situadas las montañas, qué forma tenían las costas y cuántas islas habría más allá de ellas. Il-han contó un día esta historia a su hijo mayor.
—Chong-ho preguntaba a todo el mundo dónde conseguiría encontrar un mapa detallado de nuestro país. No existía tal mapa. Al hacerse mayor estudió todos los mapas que pudo encontrar y viajó por todas partes para ver si los mapas eran exactos. No lo eran. No se detallaban claramente ríos y montañas, donde las costas se curvaban en bahías y ensenadas las dibujaban rectas y los nacimientos de los ríos eran imaginarios. Se trasladó a Seul y pidió a los gobernantes que le ayudasen, pero a nadie le importaban los mapas ni sabían su utilidad. Se desanimó pero no renunció. Viajó por todas partes, midiendo y dibujando y describiendo lo que encontraba, hasta que logró el primer mapa completo de Corea. Había que imprimirlo y tampoco le ayudó nadie. Entonces él trabajó, ahorró, compró bloques de madera, grabó la forma del mapa, los llenó de tinta y los imprimió en papel. ¡Allí estaba el mapa! El rey creyó que nuestro antepasado estaba ayudando a algún enemigo y mandó quemar sus mapas, pero nuestro antepasado los sabía de memoria y el rey decidió que debía morir.
El niño, al oír esto, palideció.
—¿Cómo lo mataron?
—¿Es esto lo que te importa?
—Quiero saberlo —insistió el niño.
—Le cortaron la cabeza —contestó Il-han secamente.
El niño pensó unos instantes, luego dijo con voz indiferente, como si no le interesase:
—Debió brotar mucha sangre.
—Sin duda —contestó Il-han—, pero esto no es importante. Te cuento la historia porque quiero que sepas lo que hizo nuestro antepasado, lo valeroso que fue al crear algo tan bueno y útil como un mapa, y qué estúpido fue destruirlo. El rey era un ignorante.
No supo si su hijo le oía. Creyó que no porque sintió la mano del niño en su nuca.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Il-han y apartó la mano del niño de su cuello.
—El hueso —dijo, sus ojos oscuros brillaban—. Debieron usar una sierra para cortar el huero.
Entonces Il-han lo soltó y salió.
Durante la noche se despertó de pronto y oyó claramente en la lejanía al vigilante encargado de evitar incendios. En las cabañas de los pobres las brasas de los fuegos que se encendían en medio de la habitación podían provocar fácilmente un incendio. En las casas de los ricos una chimenea defectuosa, o las cenizas echadas de cualquier modo en el suelo por un criado descuidado, podían destruir la ciudad. El guardián estaba toda la noche por las calles golpeando con dos bastones de bambú para que la gente supiera que velaba por su seguridad. No fue este ruido lo que le despertó, nunca le había impedido dormir. Le despertó una profunda preocupación. Il-han oyó acercarse el clac-clac, se oía fuerte y claro y luego se perdió en la lejanía. Era una preocupación que intentó desechar durante todo el día, pero ahora en la oscuridad de la noche volvía a resurgir. Se juró a sí mismo que de ahora en adelante pasaría una parte del día con su hijo mayor. ¡Aquella manecita fría palpando el hueso de su cuello!
El menor era distinto, no le gustaba matar a una mosca ni tirarle de la cola a un gato. Il-han no acostumbraba a ocuparse de sus hijos hasta que la nodriza los dejaba. Después del disgusto de su oreja defectuosa no volvió a ocuparse de él hasta el día de su primer cumpleaños, una de las fechas importantes de la vida de un hombre, la segunda en importancia era el día de su boda y la tercera el día en que cumplía los sesenta años.
No podía olvidar lo lindo que estaba aquel día, tan lindo como una niña. Sunia había ordenado a su doncella que le hiciesen vestidos especiales, pantalones de seda azul pálido, una chaqueta corta rosa melocotón que tenía en las mangas franjas de color rojo, azul y verde, y un chaleco azul con botones de jade. Le pusieron un gorro puntiagudo y escritos en él caracteres chinos que significaban larga vida y prosperidad. Il-han se dio cuenta que Sunia había hecho cortar las alas del sombrero lo bastante largas para que cubriesen las orejas. No podía olvidar que su hijo no era perfecto, era algo que recordaba constantemente. Le dijeron que los doctores occidentales curaban esta clase de defectos pero no quería recordarlo para no añadir una nota de tristeza al brillante día.
Vinieron varios invitados que trajeron regalos al niño. Prepararon un gran banquete para sus parientes y amigos, y otro con manjares no tan delicados para los criados de aquellos y para los suyos propios.
Recordaba a su hijito sentado en el suelo y los regalos delante de él para que escogiera; una espada corta y de hoja cuadrada, un libro, una pluma, un laúd, etc… El niño los miraba y parecía demasiado pequeño para saber lo que eran, luego cogió la espada pero no pudo levantarla y lloró. Lo intentó otra vez, no pudo y volvió a llorar; lo seguía intentando y como no lo lograba seguía llorando también. Sunia quiso distraerlo con otros juguetes pero rehusó y escondió la cara en su pecho, sollozando.
Il-han lo observaba. Tenía los huesos finos, la carne suave y formas delicadas. Nadie sabía de qué antepasado habría heredada el mayor sus hombros cuadrados y su estatura poco corriente, pero el menor era igual que el padre de Il-han. Tenía los mismos grandes ojos poéticos, finas cejas y ancha frente. A veces decía a Sunia que creía que el espíritu del anciano se había encarnado en el niño, tan tranquilo y sosegado era y tan graciosos sus movimientos. Le gustaba jugar con animales pequeños, pájaros, mariposas y peces dorados. Especialmente le gustaban las linternas encendidas, las cometas y la música. Sunia tocaba el arpa de la Cigüeña Negra, llamada así porque en tiempo de Koguryo, un músico inventó un nuevo instrumento derivado de la antigua arpa china y mientras tocaba bajó del cielo una cigüeña y empezó a bailar. Cuando el pequeño estaba enfermo, se caía, estaba triste o cogía alguna rabieta, los sones del arpa lo apaciguaban.
Eran las cualidades que Il-han había observado en su hijo menor, pero aún era demasiado pequeño para revelar su carácter. Cuando lo llevaba al jardín cogido de la mano y lo sentaba en sus rodillas veía la deformidad de su oreja. Decidió que un día pediría a un doctor extranjero que corrigiese este defecto. Examinó cuidadosamente el lóbulo y llegó a la conclusión de que tenía la carne y piel necesaria, simplemente estaba torcido por alguna posición que habría tomado el niño en el vientre de su madre. Este lóbulo defectuoso se convirtió en una razón que incitaba a Il-han, acabado el período de luto, a trabar conocimiento con hombres occidentales entre los que pudiese encontrar un cirujano.
Pronto consiguió su propósito. El rey reclamó su presencia en palacio. Como el período de luto había terminado no pudo rehusar. Se vistió con la ropa de gala y acudió al palacio donde fue recibido por el rey.
—No nos entretengamos con ceremonias —le dijo el rey cuando Il-han se disponía a saludarle—. Tienes que prepararte para ir a los Estados Unidos.
Il-han estaba arrodillado delante del rey con la cabeza inclinada sobre las manos y al oír esto se quedó paralizado. ¡Tenía que atravesar mares salvajes e ir a un país de cuyo idioma no sabía nada más que unas pocas palabras!
—Majestad —murmuró—. ¿Cuándo deberé marchar?
—Si tenemos que firmar un tratado con los americanos —dijo el rey—, quiero saber cómo es su país y sus gentes. He nombrado a tres jóvenes para esta misión pero tú tienes que acompañarles, ver cómo se conducen y observarlo todo. Puedes levantarte.
Il-han’ se levantó permaneciendo con los brazos cruzados y la cabeza inclinada.
—Majestad, ¿hay que hacerlo de prisa?
—Sí, un poco de prisa —contestó el rey—, porque queremos actuar rápidamente. Ratificaremos el tratado con los Estados Unidos antes de que partáis para este país. Me he enterado de que la vieja emperatriz de Pekín está disgustada con Li-Hung-chang y ha declarado que todos los tratados tienen que hacerse a través de China, pero nosotros nos entenderemos directamente con los americanos y estableceremos nuestro derecho de nación libre.
—¿A quién enviaréis, majestad? —preguntó Il-han.
—A mi sobrino, el príncipe Min Yong-ik, probable heredero del trono.
A este príncipe lo conocía Il-han muy bien. Era sobrino de la reina por adopción y aliado suyo. Durante la revuelta, el regente había mandado matarlo, pero escapó de sus asesinos vestido con las ropas de un monje budista y escondiéndose en las montañas. El rey continuó:
—Luego a Hong-Yong-sik, el hijo de mi primer ministro. Ha sido embajador en el Japón y conoce otros países además del nuestro. El tercero está siempre junto a mí porque confío en él. Es So Kwang-pan.
A este también lo conocía Il-han. Era de una antigua familia cuyos miembros habían tenido fama de sabios y justos durante centurias. So Kwang-pan creía entusiásticamente que Corea debía ser independiente de China y dirigía un grupo de políticos que eran de su misma opinión. Una vez hasta fue secretamente al Japón y volvió a contar al rey, sin ningún temor, que el Japón había cambiado adoptando nuevos sistemas, nuevas armas, y que soñaba incluso con declarar la guerra a China. Este joven era barón por herencia y esto le daba acceso al rey. Los tres eran jóvenes y tenían alrededor de los treinta años. El tercero era el más moderno y audaz, mientras Min Yong-ik era el jefe de los Min y favorito de la reina.
—Además de ti he escogido a Chai Kyung-soh, experto en asuntos militares, y a Yu Kil-chun, que ha vivido mucho tiempo en el Japón.
Il-han inclinó la cabeza:
—¿Cómo puedo negarme a cumplir órdenes reales?
El rey aceptó su decisión y con una breve inclinación salió de la habitación.
Il-han volvió a su casa confundido por la súbita decisión del rey.
Dieciséis días después de que el rey le comunicara que debía ir a los Estados Unidos, fue llamado otra vez a palacio.
Usaba sus ropas de corte, sobre el pecho el peto de las cigüeñas que representaban su alto rango. Hacía un hermoso día. Ordenó que quitasen la cortina delantera del palanquín para poder gozar de la agradable temperatura y la luz del sol. El rey lo había convocado para la solemne, ceremonia de la ratificación del tratado con los Estados Unidos. Esta ratificación había sido aplazada mucho tiempo, pero su preparación empezó antes de la revuelta del regente y todos los tristes sucesos que tuvieron lugar antes de su destierro. Se dieron los primeros pasos importantes cuando Shufeldt, un comodoro americano, negoció el 3tratado con la aprobación del político chino Li-Hung-chang que, no deseando entonces abandonar su país, había enviado a su representante Yuan Shih-kái a vivir en Seul y defender la soberanía de China sobre Corea, aunque el tratado aseguraba que Corea era una nación independiente y no necesitaba conferenciar con China antes de ratificarlo. Estas negociaciones duraron hasta que el regente echó a la reina de palacio y perturbó la paz de la nación. Al volver el rey al poder ordenó se ratificase este día que para Il-han era el principio de su largo viaje al extranjero. Aún no se lo había dicho a Sunia sabiendo que protestaría alegando que no le convenía, que tendría que comer alimentos raros, beber aguas extrañas, respirar vientos salvajes, todo sería diferente a su tierra natal. Sin embargo, hoy, después de la ratificación del tratado, tendría que decírselo, porque ya no podía aplazarse más el viaje. Il-han esperaba en el vestíbulo del despacho real de Asuntos Exteriores. Con él estaba Min Yon-wok, presidente de dicho despacho, y los jefes de cuatro departamentos reales, cada uno con su séquito. Il-han estaba presente por orden real como representante especial. Hacía un día agradable, se acercaba el verano, por las ventanas abiertas se veían los jardines que lucían a la luz del sol.
A la hora concertada entraron los americanos en el vestíbulo. Il-han no los había visto nunca de cerca y no pudo evitar mirarlos. Eran altos y llevaban el uniforme de marinos, chaqueta de color rojo y dorado con pantalones negros. Uno de ellos llevaba en cada hombro unas alas de oro, signo del más alto rango. Entraron y se anunció en alta voz el nombre de su jefe.
—General Lucius H. Foote, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de los Estados Unidos de América, al reino de Corea.
El apellido Foote[3], traducido, asombró a los coreanos. Hasta Il-han estaba confuso. ¿Acaso era un perverso engaño del que lo anunciaba con el propósito de desconcertar a los extranjeros? ¿Pie? ¿Puede un hombre de tan alto rango tener un nombre tan absurdo? Encontró los ojos de Min Yong-wok, y cambiaron una mirada interrogante. Pero los americanos no estaban enfadados, ya que no entendían el coreano, y presentaban el tratado en inglés al presidente Min y el presidente les presentaba a su vez la copia coreana.
Así se tendió un puente entre dos países situados en dos lugares del océano completamente opuestos.
La ceremonia no duró más que unos minutos. Los americanos se fueron e Il-han volvió a su casa maravillado de que en tan corto tiempo dos naciones pudiesen trabar amistad y sus millones de ciudadanos estuvieran atados por un trozo de, papel y unas palabras escritas.
—Me moriré cuando estés fuera —dijo Sunia.
—No te morirás —dijo Il-han.
Era por la noche. Estaban en su cuarto, la casa estaba silenciosa. Fuera, en el jardín, las ranas jóvenes cantaban sus canciones de amor y verano. Le había dicho a Sunia que se iba a América por orden del rey. Lo escuchó sin decir una palabra, pero ahora decía que se moriría. Sunia yacía a su lado con las manos cruzadas bajo la cabeza. Contempló su cara pálida a la luz de la luna.
—No tendrás tiempo de morir —continuó—. Mientras esté fuera deberás ocupar mi lugar junto a la reina, visitarla, oír sus quejas, velar por ella, quererla.
—No lo haré —dijo Sunia.
—Lo harás porque yo te lo mando —contestó Il-han—. Además tendrás que tomar contacto con la esposa del embajador americano, trabar amistad con ella y presentarla a la reina como amiga tuya.
—No sé siquiera su nombre —dijo Sunia sin moverse.
—Se llama señora Foote —dijo Il-han.
Sunia se rio repentinamente.
—¿Estás bromeando? ¿Pie? No, no…
La dejó reír, contento por su cambio de humor. Ella se sentó en la cama y empezó a anudar su largo cabello alrededor de la cabeza.
—No puedo llamarla señora Pie. Me reiría cada vez que la viese. La hembra Pie. ¿Qué aspecto tiene su marido?
—Como cualquier otro hombre —dijo Il-han—, sólo que lleva una barba corta y roja, las cejas y los cabellos son también rojos y los ojos azules.
Se alegraba de que Sunia se divirtiese y continuó describiendo a los americanos, su altura, sus largas narices, sus manos enormes y largos pies, sus piernas enfundadas en pantalones, y su pelo corto.
—¿Son salvajes? —preguntó Sunia.
—No —dijo Il-han—, sólo raros, pero entienden nuestra cortesía y parecen civilizados a su manera.
Así la fue acostumbrando a la idea de que iba a cruzar los mares y entrar en un país extranjero. No era tarea fácil, sin embargo. Durante los meses de verano estuvo atareada preparando vestidos ligeros y de abrigo, paquetes de alimentos secos, raíces de ginseng y otras hierbas medicinales, pero por la noche sollozaba abrazada a él. Insistió en que escogiese su ataúd antes de marchar por miedo de que si moría en el extranjero su cuerpo no tuviese dónde descansar cuando lo enviasen a Corea. Para complacerla escogió un buen féretro de pino y lo colocaron en la portería. Il-han se reía de ella y le decía que en lugar de muerto volvería gordo y lleno de salud. El día de la marcha se acercaba a pesar de todo, e Il-han hizo su última visita a palacio, primero a la reina y luego al rey. A la reina le encomendó a Sunia, su mujer.
—Dejad que mi humilde esposa ocupe mi lugar, majestad —dijo—. Aceptad sus servicios. Decidle lo que a mí me diríais. Os será fiel y leal. En cuanto a mí, sólo tengo que haceros una petición.
—No sé si vaya concedértela —dijo la reina.
No estaba de buen humor, no le gustaba la alianza con los americanos y se había opuesto fuertemente al viaje.
Il-han fingió ignorar su desabrimiento. Continuó como si no hubiese dicho nada.
—Os ruego, majestad, que invitéis a la esposa del embajador americano a que os haga una visita en palacio.
La reina se levantó del trono.
—¿Qué? —gritó—. ¿Yo? ¿Qué te has figurado?
—Habrá que hacerlo un día u otro —le dijo Il-han pacientemente—, es mejor hacerlo ahora, voluntariamente, que más tarde por obligación.
La reina empezó a andar de un lado a otro, arrastrando su amplia falda. Una de las veces en que llegó cerca de la puerta de la sala de audiencia que conducía a sus habitaciones privadas desapareció sin mirarle ni despedirse.
Il-han esperó largo rato, luego una dama de palacio entró saludándole y dijo como un lorito:
—Su majestad le envía su despedida y le desea un feliz viaje.
Saludó de nuevo y se marchó por donde había venido.
Il-han salió del palacio asombrado al sentir el dolor que causa la herida inesperada de una persona a la que amamos. Escondió sus sentimientos y no quiso examinar su propio corazón. No tenía tiempo para atormentarse por los actos de una mujer, aunque fuese una reina. Ya llevaba consigo la monstruosa carga de su pueblo.
Se despidió de su familia agradeciendo sus ansiosos deseos de un retorno feliz. Para confortar a Sunia los últimos momentos que pasaron juntos estuvieron quemando incienso delante de las tablillas ancestrales. Sunia rezaba, su voz era un murmullo anhelante.
—Proteged su camino —pidió a los difuntos— conservadle sano y salvo, traedle a casa otra vez vivo y triunfante.
El hijo menor empezó a llorar, pero el mayor estaba más tieso que un soldado y no dijo nada.
No podía concederles ni un minuto más, apretó a Sunia contra él un largo rato y se marchó. Subió a su palanquín, una gran muchedumbre le estaba mirando y diciendo adiós. Se dio cuenta de que levantaban el palanquín y lo llevaban rápidamente a su destino.
Il-han y sus compañeros llegaron a la capital de los Estados Unidos el décimo quinto día del noveno mes del año solar. Durante el largo viaje había estudiado la lengua de la nueva nación. Fue el único en aprenderla porque los demás no veían la necesidad de saber una lengua que no volverían a usar. Pero Il-han, con la ayuda de un joven intérprete católico, acostumbró sus labios a aquellas sílabas extrañas. Cuando llegaron a Washington, llamada así porque este era el nombre del primer presidente, era capaz de leer los grandes titulares de los periódicos y hasta de entender algunas palabras.
En seguida comprendió que su pueblo tenía mucho que aprender de los americanos. El barco en que viajaron le dejó deslumbrado con sus maravillas. Trabó amistad con el capitán, un hombre barbudo cuya vida había transcurrido en los mares. Con él subió al puente, vigiló el timón y bajó a las entrañas del barco para ver aquellos grandes hornos donde unos hombres desnudos echaban carbón para hacer el vapor que movía el barco.
El tren en el que cruzaron el continente les maravilló; su máquina estaba movida por la misma clase de vapor y avanzaba tan rápidamente que incluso él estaba aturdido, aunque no mareado como sus compañeros. Cinco días estuvieron atravesando montañas y llanuras. Estaba abrumado por la inmensidad del país y atónito ante la pequeñez del suyo.
Fue allí, en la capital americana, donde encontró las mayores maravillas, especialmente el agua caliente y fría que salía de la pared y las lámparas que alumbraba un gas invisible. También encontró incomodidades. No podía dormir en camas tan altas, se cayó dos veces y se magulló los hombros. Después de estas desgracias puso el colchón en el suelo. La comida era desagradable e insípida, echaba de menos el kimchee de Sunia y las especies y riqueza de la comida coreana. Los cubiertos representaban otra dificultad: tenedor, cuchillo. Le costaba cortar aquellos trozos de carne tan poco hecha que rezumaban sangre. Usaba la cuchara y escogía los manjares que se comían como sopa.
Pero todo esto no tenía importancia. Pronto aprendió a andar por la ciudad con la ayuda de un joven oficial de la Armada nombrado para acompañar a la delegación coreana, un subteniente llamado George C. Foulk. Il-han, que lo había visto escrito, lo llamaba con el nombre completo, él se reía.
—Llámeme George —le dijo.
George Foulk había vivido cuatro años en China y en el Japón y una vez estuvo unos meses en Corea, así que hablaba chino, japonés y algo de coreano. Como, afortunadamente, Il-han no tenía ningún nombramiento oficial, podía dejar de ir a las reuniones. Mientras los demás estaban en ellas, paseaba por la ciudad con George y escuchaba con vivo interés lo que le explicaba de historia, ciencia y arte, en las calles, museos y edificios. Todo lo que veía y oía lo retenía en la memoria para utilizarlo en su país a su debido tiempo. No obstante, tuvo que asistir a la reunión oficial con el presidente como enviado especial del rey de Corea. El presidente se llamaba Chester A. Arthur. La reunión no tuvo lugar en la capital, sino en Nueva York, en un gran hotel donde el presidente estaba pasando unos días. ¿Por qué razón? Il-han no lo sabía. Les instalaron en lujosas habitaciones.
Llegó el día de la reunión. Il-han se preparó. Se puso sus mejores galas de corte. Un abrigo suelto de seda floreada color ciruela sobre una túnica blanca de seda. Luego su cinturón de anchas placas de oro, y sobre su pecho un peto de satén púrpura con cigüeñas bordadas con hilo de seda blanca. En la cabeza llevaba el tradicional sombrero de los Yangban. Sólo Min Yong-ik, el jefe de la delegación, vestía como él: los otros dos llevaban petos con una sola cigüeña. Los demás no usaban petos sino chaquetas de seda color ciruela, túnicas blancas adornadas de azul y verde y los altos sombreros.
Un poco antes del mediodía les avisaron que el presidente iba a recibirlos. Estaba en el centro del salón de su suite. Il-han entró el primero y vio un hombre grueso que llevaba pantalones grises estrechos y una chaqueta oscura que por delante le llegaba sólo a la cintura. A su derecha estaba el secretario de Estado, un hombre llamado Frelinghuysen, que estaba un poco aparte y no se movía. A su izquierda el segundo secretario llamado Davis y otros, entre ellos George Foulk. Il-han y sus compañeros entraron en fila y se alinearon delante del presidente. Luego, a una señal de Min Yong-ik, se arrodillaron todos a la vez y levantando las manos sobre sus cabezas se doblaron lentamente hasta tocar con la frente el suelo alfombrado. Permanecieron así unos instantes, luego se levantaron y avanzaron hacia el presidente quien, con su séquito, se había inclinado profundamente cuando entraron y así se quedaron hasta que los coreanos se levantaron.
Frelinghuysen fue hacia el príncipe Min, le condujo hasta el presidente y le presentó. Se estrecharon las manos y se miraron a los ojos murmurando cumplidos cada uno en su lengua. Uno tras otro, los coreanos fueron presentados a los americanos, y luego el príncipe y el presidente cambiaron los saludos oficiales que iban siendo traducidos por turno. Después de la ceremonia los coreanos se retiraron y el mismo día embarcaron. Con los oficiales delegados para acompañarles fueron a Boston para visitar edificios y fábricas.
«No tengo tiempo —le escribía Il-han a Sunia— para contarte lo que veo. Tengo la cabeza llena de imágenes nuevas y he aprendido muchas cosas. Necesitaré el resto de mi vida para contártelo todo. He visto granjas enormes donde las máquinas reemplazan a los hombres y a los animales. Esto último lo he observado detenidamente, ya sabes el interés que me tomo por nuestros campesinos. ¡Estamos siglos atrasados! He visto las fábricas textiles, especialmente en una ciudad llamada Lowell, también allí me di cuenta de lo atrasados que están nuestros telares. No puedo negar que nuestras telas son más finas, especialmente las sedas, pero no podemos competir con las máquinas. He visto hospitales, centrales telegráficas, embarcaderos y enormes tiendas de joyas y mercancías de toda clase. Tiffany, en Nueva York, es un nombre muy conocido en el ramo de la joyería, y me alegré de que no estuvieses a mi lado cuando lo visité, porque no habría podido contenerte, ni me habría contenido yo, porque me gusta comprarte todo lo que deseas. El correo, ¡qué rapidez y exactitud! Una carta que se echa hoy al correo, mañana está a cientos de millas. No a pie sino en tren. He visto refinerías de azúcar, donde se hace todo en máquinas, coches de bomberos con los que se apagan los incendios en las grandes ciudades antes de que destruyan centenares de casas, grandes periódicos, y sobre todo la Academia Militar a la orilla de un gran río donde se entrenan los jóvenes para ser oficiales del ejército nacional. He visto todo esto y mucho más. Cuando seamos viejos y nos sentemos juntos aún tendré cosas nuevas que contarte porque toda una vida no es suficiente para explicar lo que he visto».
Cuando terminaron su misión, los coreanos fueron a despedirse del presidente que estaba de nuevo en Washington. El último día se separaron, algunos fueron a Europa y volvieron a casa por el canal de Suez, otros volvieron directamente a casa por donde habían venido, pero tres de ellos, por invitación del presidente, volvieron en un barco de guerra americano. Entre ellos se encontraba Il-han. George Foulk les acompañaba, Il-han deseaba tenerlo cerca para informarse con su ayuda de la historia y la política de los pueblos occidentales. Il-han podía leer en inglés, y cuando no comprendía algo George Foulk estaba allí para ayudarle. Hasta tradujo algunas cosas por si interesaban a la reina o al rey.
El príncipe Min no quería saber nada de todo esto. Decía que Corea nunca podría competir con los países occidentales y que, desde luego, su fuerza estaría en continuar con las antiguas costumbres. Se retiró a su camarote y volvió a los libros confucianos que había traído con él.
El barco de guerra los llevó a Europa, desembarcaron en Marsella y durante diecisiete días viajaron por otros países, y vieron más cosas. Il-han, temiendo que lo que veía se confundiese en su mente, escribía cada noche lo que había visto durante el día.
El último día del quinto mes del año solar 1884 anclaron en el puerto de Chemulpo. Desde allí los acompañaron a la capital en sillas de mano o a caballo. Il-han fue a caballo y lo mismo hizo George Foulk. Cabalgaron juntos por el soleado paisaje sin ver las bellezas que les rodeaban. Hablaron larga y tranquilamente. Su mayor preocupación era el temor que el príncipe Min tratara de obstaculizar las reformas.
—Queremos dejar el pasado de lado y vivir para el presente —decía Il-han—. Estoy esperanzado porque ahora comprendo que un país pequeño puede ser fuerte por medio de su ciencia y sus máquinas. Habrá que seleccionar a nuestros mejores jóvenes para enviarlos a vuestro país a estudiar para que luego vuelvan y nos instruyan. Abriremos colegios para nuestros jóvenes. Pero ¿cómo persuadir al rey si el príncipe Min es tan poderoso? Desde luego no soy capaz de persuadir a la reina, de quien es pariente. Es de temer, ¡y ojalá me equivoque!, que el príncipe Min hará ver que está interesado por lo que ha visto, pero no será verdad. Sugerirá reformas, pero luego hará todo lo posible para que no se hagan. Es lo que temo y me entristece.
Miraba a lo lejos mientras hablaba. Era la época del arroz y en los valles las familias de los granjeros estaban plantando las jóvenes plantitas en las aguas poco profundas de los campos de arroz. En los bosquecillos de bambúes los nuevos tallos llegaban ya a la altura de la cintura. ¡Qué hermoso país!
Il-han desmontó a la entrada de su casa y llamó a la puerta con el mango del látigo. Estaba solo porque George Foulk se había separado de él en la puerta de la ciudad para ir a la embajada americana y los otros se detuvieron en sus casas. La casa de Il-han era la que estaba más lejos. Se abrió un poco la puerta y vio a su criado atisbando por ella, luego la abrió del todo y cayó de rodillas bajando la frente hasta el suelo.
—Amo, amo, no ha avisado su llegada. No sabíamos cuándo llegaba ni el día ni la hora en que llegaría.
Lo levantó del suelo y entró en los jardines de la casa. Todo estaba silencioso y preguntó a los criados que acudían corriendo dónde estaba su ama y los niños.
—Amo, los niños están jugando con cometas en las murallas de la ciudad —dijo el criado—, y nuestra ama ha ido a visitar a la reina.
—¿Va con frecuencia a verla? —preguntó Il-han.
—Es la favorita de la reina —dijo la sirvienta.
Il-han se fue a su habitación a esperar la vuelta de Sunia. Entretanto pidió el baño, ropas limpias y que avisasen al barbero. Mientras se lavaba se alegraba de su vuelta a casa. Todo parecía mejor de lo que recordaba. Cuando terminó con el barbero y el baño, salió a pasear por los jardines y vio cómo habían crecido los árboles y florecido las plantas. Los capullos de los nísperos estaban amarillos, en plena floración, los peces dorados felices en el estanque, y los pájaros cantaban en el bosquecillo de bambúes. Allí esperó a Sunia. De pronto la vio con su amplia falda de satén verde manzana abriéndose tras ella con la rapidez de la marcha. Abrió los brazos porque nadie los miraba. Los criados se habían retirado discretamente. Ella corrió hacia él. ¡Oh, qué felicidad tenerla en sus brazos con el cálido cuerpo contra el suyo, y su suave mejilla junto a la suya!
—Debiste avisarme —suspiró—, me he perdido la alegría de la espera. ¿Cómo puedo creer que estás aquí?
Se apartó para mirarlo, sentir sus brazos, apretar sus manos y volver a abrazarlo.
—Estás más viejo —exclamó—. Creo que más delgado —calló y lo miró horrorizada—. ¡Te has cortado el pelo!
No se lo había dicho.
—Me lo corté —empezó a decir, pero se calló al ver su mirada asombrada.
—¿Quieres decir que no estás… que no deseas estar… casado conmigo?
¿Qué podía decirle? Cuando un hombre se casaba era una antigua costumbre que llevase recogida en la coronilla la coleta de su largo cabello.
—Los tiempos han cambiado —dijo algo débilmente.
Sunia lo miró dudosamente y luego sonrió.
—¡Quieres ser distinto a los demás, quieres provocar su asombro y admiración! ¡Oh!, con cabello o sin no has cambiado.
Se abrazaron de nuevo con pasión y entraron en la casa cogidos de la mano.
—Antes de que vengan los niños, déjame explicarte por qué llegué tan tarde —dijo Sunia.
Entonces empezó su explicación. Il-han estaba maravillado de lo cambiada que estaba, ya no era tímida y aniñada.
Le contó que mientras él estuvo en el extranjero el general Foote había intentado presentarse ante el rey y la reina, pero la reina rehusó recibirlo y prohibió al rey que lo hiciese.
—¿Es que ahora —exclamó ante Sunia— quiere dejar que sepan lo desunidos que estamos? Que lo reciba el ministro de Asuntos Exteriores. Nosotros, los truebone, somos de una categoría demasiado superior a la suya. ¿Es que es un yangban en su país?
Cuando le dijeron que no, todavía se mostró más testaruda.
—Con más razón —declaró— no lo recibiré en mi palacio. Entonces Sunia, con sus explicaciones, reveló claramente su carácter. Se había hecho amiga de la reina con sus propios medios, y se dio cuenta que a esta le gustaban las novedades. Un día fue a ver a la señora Foote acompañada por una criada. En la mansión donde los Foote vivían todo era muy raro. Las mesas y las sillas eran altas, el suelo cubierto con gruesas alfombras, las paredes decoradas con dibujos extraños y retratos de personas desconocidas. La señora Foote la recibió amablemente, sin embarazo, dándole la bienvenida con las manos extendidas y conduciéndola hasta una silla alta de la que pendían sus pies. Era tan alta que tenía miedo de caerse, hasta que la señora Foote vio su apuro y mandó que un criado le pusiera un taburete bajo los pies.
Esta señora hablaba un poco el coreano con gran sorpresa de Sunia, aunque con un extraño acento. Era desenvuelta, alegre y le preguntó muchas cosas hasta que se encontró conversando con ella como dos amigas. La señora Foote le preguntó si le gustaría ver la casa, y cuando Sunia le respondió afirmativamente, pues sentía demasiada curiosidad para no aceptar, la llevó por toda la casa. Lo malo fue cuando tuvo que bajar las escaleras, no podía bajar si no se sentaba y deslizaba escalón por escalón; nunca se había visto a tanta altura, temía caerse. Vio muchas cosas, una máquina de coser, otra para escribir cartas, camas con patas y con mosquiteras, una cocina de hierro, etc…
Se lo contó todo a la reina. Cuando esta preguntó cómo iba vestida la señora Foote, le dijo Sunia:
—Lleva una amplia falda que se mantiene tiesa por medio de un aro y la parte superior de su cuerpo está colocada encima como Buda en una montaña.
La reina se rio ruidosamente. Luego pareció pensativa. Al fin habló.
—Quizá la invite para verla.
—Majestad, os ruego que lo hagáis —dijo Sunia—. Es muy divertido verla andar. Lleva los pies escondidos y parece que ande sobre ruedas. Además tiene la cintura así, majestad, es pequeña así.
Y formó un pequeño círculo con sus manos. La reina se maravilló.
—¿Cómo puede ser? ¿Está partida en dos?
Sunia se había preguntado muchas veces cómo podía ser, y se informó privadamente con una sirvienta de la casa que le dijo que la señora Foote metía su cintura en una caja reforzada con acero. Se lo contó a la reina.
—Se aprisiona el talle para empequeñecerlo.
La reina no pudo reprimir su curiosidad y la señora Foote fue invitada. La reina envió su propio palanquín a buscarla. Los portadores del palanquín contaron en todas partes que la señora no podía entrar en él a causa de sus anchas faldas.
—Aunque lo abrimos por delante no podía meterse dentro —decían, riéndose a cada palabra—. Hasta su marido estaba allí riéndose, todos nos reíamos, pero no se apuró. Se rio con nosotros, entró de espaldas como una mula entre varas, las faldas quedaron fuera y no pudimos bajar las cortinas delanteras. La llevamos así por las calles. Nos miraban montones de curiosos porque la cosa corrió de boca en boca y en todas partes salía gente de sus casas a mirar. Algunos hasta nos seguían y los golpeábamos con bastones de bambú.
Así llevaron a la extranjera a palacio. Allí de nuevo empezaron las dificultades para bajar del palanquín. Tuvieron que sacarla y ponerla de pie, sus faldas se extendieron en un amplio círculo.
—Un bonito cuadro —dijo Sunia—. Su vestido era por detrás largo como una cola y por delante adornado con encajes. Las mangas también estaban adornadas con encajes. Sólo una parte de ella era indecorosa, sus pechos, que sobresalían como una colina bajo la seda. Esta es la desgracia de las mujeres occidentales, que tienen los pechos demasiado grandes. —Sunia hizo una pausa y miró a Il-han de reojo—. ¿Todas las mujeres americanas tienen los pechos tan abultados?
Il-han la miró también de reojo y contestó:
—No las miré.
Ella continuó su explicación. Cuando el rey oyó que la señora Foote iba a ir a palacio declaró que quería verla si la reina lo permitía. Se lo permitió. Sunia se encontró con ella en el vestíbulo y la condujo al salón del trono donde estaba el rey y la reina con un príncipe sobrino suyo. Sunia le había explicado cómo tenía que saludar a la real pareja, truebone y aunque era extranjera hizo muy bien los saludos y luego esperó; mientras el rey y la reina se levantaban. El rey llevaba un vestido de seda rojo oscuro, la reina una falda de seda azul y una chaqueta de seda amarilla exquisitamente bordada con flores multicolores y abrochada con botones de ámbar y perlas. Lucía en la nuca una trenza de cabellos negros sostenida por agujas de filigrana de oro y pedrería. Sobre su noble cabeza llevaba un adorno, también de pedrería y de su cintura colgaban piedras preciosas anudadas a brillantes borlas de seda.
El rey y la reina conversaron con su invitada, y les contestó con tanta desenvoltura y gracia en su sencillo lenguaje, que pronto estuvieron riéndose juntos. La real pareja se sentó de nuevo y a la americana le trajeron un alto taburete de ebonita ya que no podía sentarse en un cojín a causa de sus anchas faldas.
—A la reina —le decía Sunia a Il-han— le gustó tanto la sencillez y desenvoltura de la señora Foote que dijo que harían una fiesta campestre en su honor en los jardines de palacio, y la invitó aquel mismo día a que volviera para la fiesta.
—¿Y volvió? —preguntó Il-han, maravillado de la facilidad con que Sunia obtuvo tal victoria sobre la reina.
—No se había celebrado nunca una fiesta igual —exclamó Sunia.
Se la describió agitando las manos que se movían como pájaros volando mientras hablaba.
—Sobrepasó a todas las fiestas celebradas hasta entonces en la capital. Doscientos eunucos con espléndidos uniformes escoltaban a la reina y sus invitados por los jardines. Hicieron que los árboles florecieran el día necesario, albaricoqueros, ciruelos y cerezos. Aunque no era la estación de los crisantemos, enormes ramos lucían en los pabellones y pagodas laqueadas de oro. La reina mandó construir casitas de té y templos en miniatura. La música sonaba entre los bosquecillos de bambúes, los árboles floridos y los sauces llorones que colgaban sobre los estanques. Mandó traer de las islas del Sur pájaros de brillantes colores para que adornasen la fiesta cantando y volando. Criados brillantemente ataviados revoloteaban de un lado a otro como mariposas. La invitada llevaba otro vestido —dijo Sunia—, con las faldas más anchas que las de la otra vez, los brazos desnudos, pero enfundados en guantes de blanda piel blanca, tan largos que se los cubrían como mangas. Las damas de la corte querían probárselos, pero dentro de aquellos guantes sus manos parecían de niña. Las damas jugaron con los diamantes de la invitada, le tocaron su ceñida cintura y le preguntaron dónde compraba las cremas para tener aquella piel tan blanca y fina. Así pasó el día, porque se necesitó todo el día para ver lo que la reina había encargado para asombrar a su invitada. Los músicos sentados dentro de las pagodas tocaban sus laúdes y violines y hacían sonar los gongs. Cerca de uno de los lagos donde florecían los lotos se abría un capullo mostrando un niño desnudo que esperaba que su madre le sacase de aquella florida cama. En otro lago una barca llevaba unas muchachas que bailaban leyendas antiguas sobre los puentes. De las ramas de los árboles colgaban acróbatas. En todos los jardines había actores representando comedietas para divertir a la reina y a su invitada. Todos estábamos locos de tanta diversión —dijo riendo Sunia al recordarlo—. Cuando la señora Foote se marchó, la reina la abrazó como si fuesen hermanas, no sabía dejarla marchar. Fue una suerte que celebrase la fiesta primero…
Se puso seria e hizo una pausa.
—¿Qué pasó después? —preguntó Il-han.
—Ya sabes lo aprisa que cambia la reina —dijo Sunia—. Puede pasar rápidamente de la bondad y alegría a la más terrible crueldad.
Il-han asintió.
—¿Qué hizo? —preguntó.
—Ya sabes cuántos parientes de la reina asesinó el regente. —Il-han volvió a asentir.
—Bien —continuó Sunia—. Ya antes de la fiesta, la reina había concebido la idea de mandar matar a todos los que tomaron parte en el complot del regente.
—No —gritó Il-han horrorizado.
—Sí —dijo Sunia—. Tan pronto como te fuiste ordenó que los matasen. Algunos pudieron escapar antes de que los cogiesen y entonces mandó que matasen a sus esposas e hijos.
Il-han se cubrió la cara con las manos, pero Sunia continuó con voz firme:
—Sí, lo ordenó y se hubiese llevado a cabo si no la hubiese ido a ver la señora Foote después de la fiesta. Cuando me enteré de la noticia le rogué que tratase de conmover el corazón de la reina.
Il-han levantó las manos de la cara.
—¿Quién te lo dijo?
—Tu criado lo oyó decir a un eunuco de palacio cuya hermana estaba entre los condenados por la reina. La señora Foote fue a verla a toda prisa, sin estar invitada ni anunciada. Se enfrentó con ella, sólo dos días después de la fiesta.
Sunia hizo una pausa para suspirar y sacudir la cabeza, mordiéndose el labio inferior.
—Me pidió que la acompañase, lo vi y lo oí todo. ¡Oh, qué reina! Su expresión era dura como mármol blanco y su corazón no se conmovió por las palabras de la señora Foote. «¿Por qué ha venido? ¿Quién la mandó venir? ¡Váyase de palacio!» —le ordenó, y luego gritó—. «¡No quiero verla más!». Pero la señora Foote no se amilanó y aumentó su gentileza. Se arrodilló delante de la reina, cogió su mano y habló de Buda que nos prohíbe quitar la vida incluso a un gusano. Habló del noble Confucio que nos ha enseñado que los grandes son siempre misericordiosos con los humildes y que en su misericordia está su grandeza.
Il-han la interrumpió:
—¿La escuchó la reina? —Tenía la garganta seca y su voz era un murmullo.
—Al fin la escuchó —dijo Sunia—, pero sólo cuando le habló de nuestros propios dioses. Sus ojos se suavizaron y después dijo que las vidas de todos serían perdonadas. Entonces la señora Foote lloró y la reina también. Se estrecharon las manos, la reina le rogó que no se marchara nunca de Corea, la mandó acompañar en su propio palanquín y se lo regaló. Él mismo en que mandaste a buscarla a casa del poeta en su exilio.
Sunia habló tanto rato que ya se ponía el sol sobre las murallas y se oían las voces de los niños en las puertas.
Il-han la miró con ojos tiernos y orgullosos.
—Has obrado bien, esposa mía, mejor de lo que yo habría hecho. Desde ahora en adelante compartiré contigo toda mi vida. Hombre y mujer seremos iguales, compañeros en todo. No tendré más secretos para ti en toda mi vida.
Dio unas palmadas. Sunia tenía los ojos enturbiados por las lágrimas. Eran mucho mejores sus frases de aprobación y alabanza que las de amor.
—¡Ay!, mi profecía se cumplirá —exclamó Il-han.
Se encontró con Foulk para renovar su amistad. Estuvieron en una casa de té al lado de un pequeño lago donde florecían los lotos. Sentados allí, al lado de una mesa baja y mientras una cantante tocaba el arpa de bambú, George Foulk le contó en voz baja que el príncipe Min Yong-ik se había entrevistado privadamente el día antes con el ministro americano Foote.
—El príncipe acudió —dijo George Foulk— con pocos acompañantes y los hizo esperar fuera de la habitación donde lo recibió el americano.
Foulk actuaba como intérprete y así supo lo que pasó.
—El príncipe —dijo— parecía de mal humor. Estaba pálido, con los ojos hundidos, como si no hubiese dormido. Cuando el americano le preguntó si había gozado con su viaje al Oeste, el príncipe le contestó que había vuelto confuso y triste.
—¿Por qué triste? —preguntó el americano—. Espero que mis compatriotas no se habrán conducido descortésmente con usted.
—No —dijo el príncipe—. En todas partes nos rindieron toda clase de honores. Estoy triste porque mi país no podrá igualar nunca al suyo. Estamos oprimidos y divididos, sin esperanza. ¿Cómo podremos sobrevivir como pueblo libre rodeados por pueblos tan grandes? Más o menos tarde nos dividirán en tres partes o uno de ellos, triunfante, nos avasallará por entero. Estamos condenados por el destino, yo y mi pueblo. Nací en la oscuridad, fui a la luz y he vuelto a la oscuridad otra vez. No puedo ver claramente mi camino. Espero, pero hasta mi esperanza es débil.
Cuando Il-han oyó esto le confirmó lo que temía.
—Ya verá —le dijo a George Foulk—. El rey anunciará muchas reformas, pero ninguna se realizará. El príncipe no lo permitirá.
Los temores de Il-han se convirtieron en realidad. Primero el rey parecía tener mucha prisa en hacer reformas. Mandó llamar a Il-han una y otra vez, preguntándole con todo detalle lo que había visto en América. Cuando supo cómo vivían los americanos y cómo se gobernaban, les envió peticiones casi a diario de oficiales que les enseñasen a dirigir un ejército moderno, profesores de maquinaria, de política y muchas cosas más. Hasta que Foulk le dijo a Ullhan privadamente que los americanos estaban confusos por tales demandas y comprometidos delante de las otras potencias occidentales.
—Las otras naciones nos miran con recelo —dijo Foulk—. Se imaginan que estamos intentando instalarnos en su país y apoderarnos de él, cuando nosotros no tenemos tal intención.
Cada vez se separaban tristes y sombríos, pero se volvían a encontrar, coreano y americano, una y otra vez, para aprender el uno del otro.
Il-han no dijo lo que sabía a nadie excepto a Sunia, y los dos creyeron que era pronto para hablar al rey y peligroso hablar a la reina. Dejarían que el rey echase sus redes lejos, y cuando viesen qué peces cogía, actuarían. Aunque a Il-han lo llamaban el rey y la reina, no hablaba demasiado, no daba consejos, ni cuando se los pedían. Sabía que mientras el rey trabajaba febrilmente para hacer reformas y crear un nuevo país, antes de que el Japón se reforzase y estallase la guerra entre China y Japón, o Rusia y Japón, porque el Japón estaba preparándose para la guerra y la conquista, la reina trabajaba contra él con el príncipe Min para impedir que se realizaran las reformas. El rey no quería creer que la reina trabajase contra él y continuaba con ellas. Era amable con él, acudía dócilmente a sus llamadas y la creyó tan cambiada como él mismo. Una noche, en la intimidad de la cámara regia, le explicó lo que había hecho y lo que le gustaría hacer. Lo escuchó admirada, aprobando y dándole ánimos, pero luego volvió a su propio palacio a conspirar con el príncipe Min. No lo hacía con mala intención, porque ellos también amaban a su país, pero a su manera. Lo que hacían lo hacían con la convicción de que China debía continuar siendo su protectora y soberana como en otros tiempos.
Hasta Il-han se dejó engañar hasta tal punto, que le asombró enormemente la revelación que tuvo lugar en una gran comida dada por Hong Yong-sik para celebrar el nuevo sistema postal que el rey había ordenado establecer en todo el país. Como Hong Yong-sik había sido uno de los que fueron al extranjero, y a la vuelta había alentado este proyecto, el rey le nombró jefe del Correo Nacional. Hong Yong-sik no aceptó el cargo, pero se convirtió en dirigente de los que se oponían al antiguo régimen y sobre todo al príncipe Min. ¿Quién hubiera creído que Hong Yong-sik llegaría tan lejos? El día de la cena los invitados estaban reunidos en el gran salón, todo era diversión y música. El invitado de honor era el embajador americano Foote junto con el príncipe Min, Il-han y George Foulk. Fueron también invitados varios americanos, entre ellos un médico llamado Allen y otros yangban coreanos.
En medio de la fiesta alguien gritó:
—¡Fuego!
La palabra corrió de boca en boca por el salón. «¡Fuego, fuego!».
Todos se levantaron, el príncipe Min el primero, porque había una ley que obligaba a los altos oficiales militares a tomar el mando de las operaciones para apagar los incendios y evitar que se propagaran. Il-han sospechó que el grito era sólo una señal y corrió detrás del príncipe Min para avisarle, pero era demasiado tarde porque algunos de los invitados sentados en lugares inferiores ya corrían tras él. Se quitaron los brillantes vestidos y se quedaron con los de algodón común. Persiguieron al príncipe hasta la puerta y hundieron sus puñales en su cuerpo una y otra vez, luego huyeron trepando por los muros y saltando al otro lado.
El príncipe Min quedó tendido en el vestíbulo. Tenía siete cuchilladas en la cabeza. Le habían hecho una herida tan profunda en la mejilla que se veía el hueso maxilar. Le cortaron varias arterias, la sangre manaba abundantemente. Il-han alcanzó al príncipe cuando caía, pero fue más rápido el embajador americano, quien levantó al príncipe Min. Entre los dos le tendieron sobre unos cojines. Los criados gemían y corrían de un lado a otro inútilmente, pero el general Foote llamó al doctor Allen y este en poco tiempo cortó la hemorragia con torniquetes de tela de los vestidos, sostenidos con los mismos palillos que habían servido para comer las exquisiteces que les sirvieron. El príncipe estaba sin sentido, aún no se podía decir si viviría o moriría, pero más tarde el médico dijo que había esperanza, mandó a buscar instrumentos y medicinas para coser sus heridas e intentar salvar su vida. Il-han no se separó de su lado, y cuando se enteró de que el príncipe tenía cierta posibilidad de vivir, rogó al embajador americano que volviese a su embajada.
—Su esposa estará asustada —le dijo—. Si me lo permite le acompañaré yo mismo.
El embajador aceptó y fueron a pie porque no se encontraba ninguna clase de transporte. George Foulk les siguió. Había una confusión total, e Il-han no dijo al embajador que temía que este atentado fuese sólo el principio de una nueva revuelta contra la reina. Anduvieron juntos por las calles llenas de gente, abriéndose paso entre ella. La nieve crujía bajo sus pies. Cuando llegaron a la embajada, Il-han vio por primera vez a la señora Foote. Estaba en la puerta de la casa y sus anchas faldas de seda roja flotaban a su alrededor. La vio claramente a la luz de la linterna que un criado sostenía detrás de ella. Cuando vio a su marido gritó, porque estaba cubierto de sangre.
—Estás herido —gritó.
—No es sangre mía —contestó—, es del príncipe Min. Han intentado asesinarlo, pero no lo han conseguido.
Il-han entendió una gran parte de lo que decían y se preparó a dejarles, pero cuando les miró otra vez le impresionó la inteligencia que se leía en sus caras y se acordó de lo buena que la señora había sido al lograr disuadir a la reina de su locura. Dudó un momento.
—Excelencia —le dijo al embajador y George Foulk lo iba traduciendo—. Tengo que avisarle que esto es el principio de un fuego que no somos capaces de apagar. Déjeme pedirle al rey que mande su guardia real para escoltarle hasta palacio, allí podremos protegerles.
Aunque estaba manchado de sangre el embajador no había perdido su dignidad. Se enderezó y apoyó la mano de su esposa en su brazo derecho.
—Muchas gracias, amigo mío, pero mi esposa y yo no debemos abandonar nuestro puesto. Sean cuales fueren las circunstancias debo insistir en la inviolabilidad de la embajada de mi Gobierno. Este debe ser un centro de paz, aunque el populacho se amotine fuera de nuestras paredes.
Cuando George Foulk le repitió esto en su lengua, Il-han no pudo hacer más que saludar y salir. Se volvió a mirarlos, estaban el uno junto al otro en la puerta. La cara de la embajadora estaba tan tranquila y decidida como la de su marido y les envidió su fe en sí mismos y en su Gobierno.
Cuando llegó a su casa, se encontró con que Sunia estaba fuera. Su criado le esperaba gimiendo aturdido.
—Le rogué que no saliese, amo —gimió el hombre—. Le dije que usted ya volvería a casa.
—¿No habrá ido a buscarme? —exclamó Il-han.
—Fue a ver a la reina —gimió el criado—, pensó que podría haber ido usted a salvar a la reina.
El preceptor salió corriendo.
—Señor —dijo—, es el rey el que está en peligro.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Il-han.
—Me lo han dicho, me lo han dicho —dijo rápidamente—, no importa cómo lo he sabido, pero se dice que el rey pidió ayuda al ministro japonés y los soldados japoneses han rodeado el palacio. Se está librando una batalla.
Il-han se marchó otra vez.
—Cuide de mis hijos —ordenó al preceptor y corrió a la calle seguido de su criado. Se abrió camino a pie entre la multitud que gritaba y chillaba, unos por el rey y otros por la reina. La mayoría sólo estaban allí para hacer tonterías y ruido. Se abrió paso decidido, todos estaban demasiado enloquecidos para verle o preocuparse de quién era el que les empujaba dirigiéndose a palacio.
En las puertas de palacio habló con el jefe de la guardia y le dio su nombre. Todos sabían que era leal al rey y le dejaron pasar. Entró y vio en los jardines los cuerpos de los muertos: algunos yacían ensangrentados sobre la nieve cerca de un pino, otros yacían sobre el agua helada del estanque de lotos, otros estaban diseminados por el jardín, retorcidos, encogidos. Los miraba al pasar y reconoció algunos. Eran partidarios de la reina que sostenían su determinación de permanecer con los chinos y mostrarse contrarios a las reformas. Había sangre en todos los huecos, sobre las piedras y la tierra helada. Se dirigía hacia palacio temiendo ver a la misma reina atada y conducida a la muerte. Entonces levantó los ojos por casualidad y a lo lejos vio la bandera americana flotando agitada por el viento invernal. A su vista se animó, y se preguntó si la reina, escondida en algún sitio de palacio, vería la bandera también y se animaría como él. De pronto, antes de poder alcanzar la entrada de palacio oyó un tumulto en las calles y el ruido de un cañón. Se paró, escuchó y oyó voces chinas lanzando sus gritos de guerra. Entonces comprendió lo que había sucedido. Yuan Shih-kái, el general chino enviado por la emperatriz Tzu-hsi para mantener su soberanía sobre Corea, había ordenado a sus soldados que protegiesen el palacio y la real pareja truebone. Todo esto no podía significar otra cosa que se estaba librando una batalla entre chinos y japoneses. Il-han entró corriendo en el palacio del rey y se dirigió al salón del trono. Allí estaba el rey sentado en el trono y la reina a su lado, los dos con sus reales vestiduras, rodeados por un puñado de soldados japoneses.
—¡En nombre de Buda! —gritó la reina—. ¿Qué haces aquí?
—Majestad —dijo entrecortadamente Il-han y corrió hacia ellos—, vine a ver si estabais heridos.
—Tu mujer estuvo aquí —dijo la reina— y la envié a casa custodiada. Si debo morir moriré sola.
—No moriréis sola —dijo el rey.
Antes de que pudiese añadir una palabra más se abrieron las puertas con violencia e irrumpieron en el salón gran cantidad de soldados chinos con fusiles extranjeros y espadas chinas. Los japoneses, ante su superioridad numérica, huyeron saltando por las ventanas y destrozando las puertas. Centenares de chinos los siguieron. Los japoneses luchaban para alcanzar el barco de guerra que tenían en el puerto, pero los chinos les cortaron el camino y fueron pocos los que pudieron alcanzar el refugio del barco. Luego su furia cayó sobre las esposas e hijos de los japoneses que estaban en la ciudad, los despedazaron también y echaron sus restos al agua, al lado del barco.
Tan violenta fue la batalla que hasta los ingleses dejaron sus residencias y corrieron a reunirse con los americanos para más seguridad. En toda la ciudad sólo ondeaba la bandera americana. Los americanos se reunieron para decidir lo que debían hacer si el populacho, en su insensato furor, los atacaba. Convinieron en que si irrumpían en la embajada y arriaban la bandera, sólo la señora Foote podría salvarles. El pueblo la amaba porque todos sabían que había convencido a la reina de que no matase a las familias de los que se habían rebelado contra ella, y que lo logró recordándole sus dioses. Si el populacho entraba allí, habían acordado que la señora Foote se sentaría en una silla en medio de una sala vacía con todos los documentos valiosos y les pediría que la perdonasen, y junto con ella a todos sus compatriotas. Il-han lo supo después por boca de George Foulk, porque al fin el populacho no entró en la embajada americana y la bandera continuó ondeando sobre sus muros. Entretanto Il-han permanecía con la real pareja, ahora rodeada por los chinos. Se quedó con ellos hasta que la ciudad estuvo tranquila. Cuando la reina se levantó para volver a su palacio se arrodilló ante ella sin decir nada hasta que ella habló.
—Levanta la cabeza —le mandó—. Ponte en pie —dijo mirándole larga y fijamente—. Habrá una segunda vez. Espérala atento y ven en seguida a salvarme.
—Sí, majestad —dijo Il-han.
Esperó a que se fuese y se volvió hacia el rey disponiéndose a arrodillarse, pero el rey le detuvo levantando la mano.
—Qué pena —dijo— que un reino esté dividido entre marido y mujer.
Bajó la mano e inclinó la cabeza e Il-han comprendió que le despedía.
Cuando Il-han volvió a su casa encontró la puerta cerrada como para resistir un asedio. Llamó y esperó, pero nadie contestaba.
—Llama otra vez conmigo —dijo al criado.
Llamaron con las cuatro manos armando tal estrépito, que se abrieron varias puertas y los vecinos sacaron la cabeza. Cuando vieron de qué se trataba cerraron las puertas a toda prisa. En ciertos momentos cualquier pequeño signo tiene un significado. Il-han empezó a sentirse inquieto. Quizá algún enemigo ignorado habría aprovechado la ocasión para vengarse en su familia. Tenía enemigos, lo sabía. Había sido amigo de la reina primero y luego del rey, y en su doble deber se había creado enemigos en ambos lados. Estaba pensando en qué podría hacer cuando la puerta se abrió un poco y el portero asomó la cabeza. Al verles les hizo seña de que entrasen, pero abrió la puerta sólo lo justo para que pudiesen entrar y volvió a cerrar en seguida.
—¿Qué pasa? —preguntó Il-han. Miró a su alrededor. Había silencio en todas partes. No se oía el usual bullicio de la servidumbre, los gritos y risas de los niños y la voz de Sunia dándole la bienvenida.
—Amo —susurró el portero-Nos avisaron justo antes de la puesta del sol que la casa sería atacada esta noche.
—¿Avisaron? —exclamó Il-han—. ¿Cómo fue?
—El preceptor se lo dijo a nuestra ama —contestó—. Después que usted hubo marchado salió él también y no volvió hasta el mediodía. Entonces lo dijo.
—¿Pero, por qué?
—No sé nada —dijo el portero moviendo la cabeza—, sólo que el ama nos mandó marchar a toda prisa, pusimos comida y vestidos en cajas y cestos. Tan pronto como cayó la noche todos se fueron al campo. Me mandó que le esperase y que le ensillase un caballo. Ensillé otro porque yo también me marcho.
Il-han estaba asombrado y algo contrariado.
—¿Cómo voy a irme de la ciudad ahora? Todo está confuso, me pueden llamar de la corte en cualquier momento.
El criado le interrumpió:
—Amo, todo esto puede dejarse para cuando haya visto al ama. Ahora tenemos que irnos porque, ¿quién sabe lo que se nos, viene encima? Debe ir a su casa de campo. De otro modo perderá la vida, y si la reina está disgustada con usted su familia también morirá. ¿Quién sabe si escucharía por segunda vez a la señora americana?
Como Il-han dudaba, el criado empezó a llorar silenciosamente, pero Il-han no estaba para llantos.
—No me aturdas con lágrimas —le dijo secamente—. En estos momentos tengo que pensar en algo más importante que mi vida o la de mis hijos.
—¿De qué servirá si usted está muerto? —dijo el criado sollozando ruidosamente—. A su padre le ocurrió lo mismo. Yo era sólo un niño y permanecí a su lado, pero él era sabio, escogió retirarse bajo su techo de bálago, vivir y protestar, antes que dejar que su voz fuese silenciada por la muerte.
—¿Mi padre? —exclamó Il-han.
—Vaya a su casa —dijo el criado… Busque sus libros y verá cómo era. Nunca le conoció.
El motivo de que esto lo decidiera ni él mismo sabría decirlo, pero inclinó la cabeza afirmativamente. El criado fue al establo y sacó los caballos ensillados. Il-han dominó su impaciente caballo hasta que oyó la puerta cerrarse tras él y luego galopó en la oscuridad.
Era un poco más de medianoche cuando detuvo el caballo delante de la puerta de madera del muro de barro que rodeaba la granja donde vivió su padre tantos años solo con algunos criados viejos que todavía vivirían allí hasta su muerte. El antiguo portero, sentado fuera sobre un pilón de piedra, atisbaba en la oscuridad arrebujado en su vieja chaqueta. Soplaba un viento helado y no había luna cuando Il-han bajó del caballo. El viejo se despertó, encendió la linterna de papel y la levantó.
—Es tu amo —le dijo el criado.
—Lo estamos esperando —dijo el viejo tosiendo a causa del helado viento nocturno. Abrió la puerta e Il-han entró en el patio.
Por el ruido de los cascos de los caballos se dio cuenta Sunia de que Il-han había llegado y abrió la puerta de la casa. En el vestíbulo había velas encendidas. Entró y cerró la puerta.
—Creía que no llegarías nunca —dijo Sunia.
—El camino era interminable —contestó Il-han—. Dime qué ha pasado.
Antes de que pudiese contestar oyeron llamar a la puerta más cercana y entró el preceptor con el permiso de Sunia. Entonces Il-han se dio cuenta de que ya no era joven. Entró sin timidez ni dudas y le miró cara a cara.
—Señor —dijo—, ¿puedo hablarle ahora o espero que se bañe, coma y descanse?
—¿Cómo podría comer, bañarme o descansar sin saber lo que ha pasado? —contestó Il-han.
—¿Puede oírnos alguien? —preguntó Sunia en voz baja.
—Tengo a mis hombres de guardia —dijo el preceptor.
—¿Sus hombres? —exclamó Il-han—. ¿Quién es usted?
El preceptor le indicó que se sentase y así lo hizo Il-han.
De pronto se sintió muy cansado y se preparó para cualquier noticia. Cuando se sentó Sunia, indicó al preceptor que también se sentase. Si hubiese sido sólo un preceptor no se habría atrevido, pero ahora lo hizo y habló a Il-han, que había sido su amo hasta entonces, cara a cara.
—No sé si ha oído decir que se está extendiendo una nueva revolución en todas partes, como fuego en la hierba, pero es así. Los campesinos están preparados para levantarse en todos los pueblos. No pueden sufrir ni aguantar más aunque luego tengan que pagar sus actos con sus vidas.
Il-han tuvo un oscuro presentimiento.
—Supongo que habla de los Tonghak.
—Es sólo un nombre para los desesperados, señor —dijo el preceptor—. Fui yo quien protegió su casa. Le estoy agradecido por haberme cobijado todos estos años, como su padre lo hizo con el mío. Ahora la revuelta ha empezado. Los campesinos han perdido la esperanza, se han puesto bajo la bandera de los Tonghak y nadie sabe lo que pasará.
—¡Tonghak! —gritó Il-han—. ¿Es usted un Tonghak?
—Sí —dijo el joven. Retrocedió, cruzó los brazos y le miró fijamente a los ojos.
—No puedo comprenderlo —exclamó Il-han—. En mi casa se le trató bien y cortésmente. Nadie le oprimió ni le vejó. ¿Por qué se unió a estos rebeldes Tonghak?
—Señor —dijo el preceptor—. Soy un patriota y me he puesto al lado del pueblo. Los campesinos son los únicos que pagan por todo. Son los únicos que pagan impuestos, porque no tenemos industrias como dice que las tienen las naciones occidentales. Aquí los impuestos recaen sobre la tierra. Cuando el rey desea dinero para sus aventuras, el nuevo ejército, el correo, los viajes al extranjero, como el que hizo usted, y no hablo de los diplomáticos y delegaciones, las nuevas máquinas que quiere comprar. ¿Dónde obtiene el dinero? Impuestos a los campesinos. Y si esto no basta, ¿quién paga la corrupción de la corte? Cada pequeño magistrado tiene su pequeña corte, la reina tiene sus parientes y sus favoritos. ¿Y quién paga, quién paga? Los campesinos que labran la tierra, la tierra que no pueden poseer, que no pueden comprar ni vender, porque pertenece a un gran terrateniente que no paga ningún impuesto. ¡Oh! Es el campesino que tiene en arriendo la tierra el que paga impuestos. Señor, ¿nunca le ha remordido la conciencia?
Il-han miró al preceptor como si estuviese viendo a un loco.
—¿Es que soy culpable? —preguntó.
—Lo es —dijo el preceptor con cara y voz serias—. Es usted culpable de no saber. No se permite saber. Usted viajó por el país durante varios meses, ¿verdad?, y no vio nada excepto valles y montañas, mares y gente moviéndose como muñecos. ¿Ha oído hablar de un ruso llamado Tolstoy?
—No conozco ningún ruso —dijo Il-han.
—Tolstoy era un hombre como usted, un terrateniente —continuó—, pero su conciencia despertó. Vio a su pueblo, el pueblo que él poseía porque pertenecía a su tierra, comprendió que eran seres humanos y empezó a sufrir. ¡Señor, usted debe sufrir! Es por esto por lo que le he salvado.
Il-han no podía asimilar este lenguaje. Ya era bastante asombroso que aquel humilde joven al que creyó un intelectual, empleado para enseñar a su hijo mayor, se convirtiese en un extraño.
—¿Cómo me ha salvado? —preguntó.
—Le he salvado como mi padre salvó al suyo —contestó el preceptor-Cuando el pueblo furioso quiso matarlo, mi padre los persuadió de que le dejasen retirarse a su casa de campo.
—Mi padre era un buen hombre —dijo Il-han.
—Un buen hombre —replicó el preceptor implacable—, pero no levantó la voz cuando los demás eran malos. Usted también es un buen hombre, pero no alza la voz. Tiene acceso al rey y a la reina y no alza la voz a favor de su pueblo.
Il-han devolvió mirada por mirada:
—¿Qué podría haber dicho?
Por primera vez los ojos del joven vacilaron.
—No lo sé —dijo. Esperó un momento mordiéndose los labios, luego levantó los ojos otra vez y miró a Il-han—. Por esto también lo culpo. Es usted quien debe saberlo. Por esto he salvado su vida y la de su familia. Hoy en el congreso de Tonghak me levanté y declaré que usted no debía estar entre los que iban a morir. Usted no morirá, pero juré por mi vida que era usted lo bastante valiente para hablar contra la corrupción del Gobierno, contra los impuestos tan pesados como la muerte y contra los emprendedores japoneses que están trayendo sus baratas mercancías para que nuestro pueblo las compre porque no tiene otras. Sobre todo debe hablar contra los embaucadores japoneses que por un medio u otro están comprando tierra a los propietarios porque los campesinos ya no pueden ni pagar los impuestos sobre sus cosechas.
Estas palabras cayeron sobre Il-han como golpes de hacha. No pudo contestar. Su silencio duró tanto que el preceptor no pudo soportarlo y gritó otra vez:
—Le digo que es sólo por esto que le salvé a usted y a sus hijos.
A lo cual Il-han, después de un largo silencio, sólo pudo contestar con profundos suspiros y pocas palabras.
—Esta noche necesito descansar —dijo.
—¿Pero mañana? —insistió el preceptor.
—Mañana lo pensaré —prometió Il-han.
El preceptor se levantó y luego saludó y se fue.
De pronto, Il-han se sintió tan cansado que sólo pudo mirar a Sunia suplicando ayuda.
—No necesitas decir nada —dijo ella— tu baño está caliente, la cena espera y luego debes dormir.
—Tú sí que me entiendes —dijo Il-han.
Sintió su mano deslizarse en la de él, y cogidos de la mano fueron hacia las habitaciones que Sunia había preparado.
—¿Cómo tengo que llamarle? —preguntó al preceptor.
Al mediodía siguiente le llamó a solas en sus habitaciones para que hablasen.
No había visto aún a sus hijos y le dijo a Sunia que no lo haría hasta que hubiese hablado de nuevo con el preceptor. Su hijo mayor era lo bastante crecido para haberse formado según las ideas del preceptor y quería saber no sólo lo que este tenía que decirle, sino cómo era. Después de aquella noche de insomnio le parecía que todos aquellos años pasados habían sido insensatos. Había vivido a las órdenes de la reina y del rey creyendo que era su deber. Incluso sus largos viajes por el país y luego al extranjero habían sido al servicio de la real casa más que por el pueblo. ¿Era, pues, verdad que el pueblo y los gobernantes estaban separados? ¿Cuando se sirve a uno significa que no se sirve al otro?
—Ya no puedo pensar en usted como en el preceptor de mi hijo —dijo Il-han cuando estuvo en su presencia—. Es usted alguien a quien no conozco. Su apellido es Choi, ¿pero cuál es su nombre?
—Sung-ho —contestó y sonrió algo tristemente—. Desearía poder llamarme como se llamó el gran Ta-san, pero no soy digno de ello y debo continuar usando simplemente el nombre que mi padre escogió cuando fui a la escuela.
—¡Quizá haga de él un gran nombre! —dijo Il-han. Sung-ho sonrió otra vez.
—Primero tengo que hacerle una pregunta —continuó diciendo Il-han.
—Pregunte lo que quiera —contestó Sung-ho.
Il-han vio lo resuelto que era, su brillante madurez y su erguida postura. Se sentó en un cojín, sin cortedad, ansioso y dispuesto.
—¿Es usted el que ha formado el carácter de mi hijo mayor de manera que prefiere vivir en el campo, bajo un techo de bálago, antes que en la ciudad?
—Indudablemente lo he formado —contestó Sung-ho—. Al principio era sólo porque la ciudad es calurosa en verano y aquí hace fresco. Al formarle a él me formaba yo. Sino hubiese pasado los veranos aquí con su padre, bajo este techo, nunca hubiese conocido a los campesinos.
—¿Son Tonghak las gentes de mis tierras? —preguntó Il-han.
—Sí —contestó Sung-ho—, al menos los jóvenes.
Il-han sonrió burlonamente:
—¿Significa esto que una noche se levantarán y me cortarán la cabeza?
—No —dijo Sung-ho firmemente—, significa que deseamos que hable por nosotros.
Il-han estaba algo confuso. ¿Iban a coaccionarle? Sirvió dos tazas de té para tener tiempo de pensar y dio una a Sung-ho, pero no con ambas manos como hubiese hecho con un igual. Sorprendido vio que Sung-ho la cogía con una sola mano y no con las dos como debía hacerlo con un superior.
—El Tonghak es un vertedero para toda clase, de pillos, rebeldes, deudores que no quieren pagar sus deudas, ladrones que no quieren pagar impuestos —continuó Il-han.
Sung-ho no cedió lo más mínimo:
—Sabe muy bien que el pueblo cree y admira a los que cree que le protegen. ¿Es justo pedir a los Tonghak que estén libres de corrupción cuando los mismos yangban están corrompidos?
—No puedo negarlo —accedió Il-han.
Sung-ho suavizó su voz:
—Usted es una excepción, sé que es un hombre honrado y lo juré para salvarle la vida.
—¿No me permitirá olvidar que le debo la vida? —rio Il-han.
—No se lo permitiré —dijo muy serio Sung-ho.
Antes de que pudiese continuar, Il-han oyó las voces de sus hijos. Una gritando colérica y la otra gimiendo dolorida. Il-han y Sung-ho saltaron sobre sus pies, pero la puerta se abría ya violentamente e Il-han vio a su hijo mayor andando hacia él y arrastrando algo. Este algo era nada menos que su sollozante hijo menor atado de pies y manos con cuerdas. El mayor llevaba en la mano derecha un bastón de bambú en forma de daga.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Il-han y lo agarró mientras Sung-ho levantaba al menor y le quitaba la cuerda.
Sin pararse a preguntar por qué había sido tan cruel, Il-han levantó la mano y le pegó, primero en una mejilla y después en la otra, tan fuerte que la cabeza del niño giró a derecha e izquierda. Entonces fue él quien empezó a llorar ruidosamente.
—Eres —dijo Il-han entre dientes— eres… un salvaje.
—No —sollozó el niño— soy Tonghak y él es un yangban que roba dinero.
El más pequeño estaba ya desatado e Il-han lo cogió y lo levantó en brazos. Los dos hombres se miraron.
—Ha convertido a mi hijo mayor en un criminal —declaró Il-han.
Sung-ho le devolvió su dura mirada.
—Perdóneme —dijo—, no permaneceré en esta casa.
Con estas palabras desapareció y desde entonces Il-han ya no le vio más ni supo dónde fue ni si volvería.
Il-han se quedó solo con los dos niños que lloraban y un criado fue corriendo a buscar a Sunia, que llegó al momento. El niño a quien consoló primero fue el mayor. Il-han protestó.
—No lo consueles —exclamó—. Habría matado a su hermano si hubiese podido.
—¿Cómo puedes decir esto? —exclamó ella—. Es sólo un niño.
Lo cogió en brazos y le habló en voz baja cariñosamente. Il-han, que seguía teniendo al pequeño en brazos, se impacientó un poco.
—Ven, ven Sunia —dijo—. Pongamos orden en esta familia nuestra. Llévate a los niños, dales de comer y ponlos en la cama. Déjame un rato.
Obedeció, lanzándole miradas hostiles al marcharse, de las cuales él no hizo caso. Tenía que aclarar su confusión antes de convertirse de nuevo en esposo y padre. Impaciente por estar solo cerró la puerta, se sentó de cara al jardín y se sumergió en profunda meditación.
El desorden de su familia era el que había en el país. ¡Qué elementos tan diversos! El espíritu del pasado volvía bajo el techo de bálago donde transcurrió la larga vida de su padre como un recluso, como un intelectual. ¿Se repetiría su vida en él? Había intentado evitar el desorden, desgracia nacional. Había mantenido un prudente término medio con la reina y con el rey, conservando su antigua lealtad, presto a renovarla. Vivió de una manera insegura nadando a favor de la corriente, nunca en contra, dispuesto a todos los cambios si eran para bien del país y, sin embargo, había llegado al mismo punto donde llegó su padre en los años anteriores a su nacimiento, aunque por un camino totalmente diferente.
Su padre nunca vaciló en su fidelidad al pasado y por este motivo fue odiado por los que soñaban en el futuro.
Ahora él, su hijo, era, odiado por los partidarios de la reina y los del rey. No había sitio para él en su país. Si era así, ¿qué podría enseñar a sus hijos? Allí en su propia casa se iba tramando la rebelión Tonghak mientras él, ignorante de ello, seguía en su término medio. Se sentía perdido, confundido, los días pasaban sin que se aclarara su mente ni se levantara su espíritu.
—Todo lo que sé de mí mismo —le dijo a Sunia en una noche de insomnio— es que soy coreano, he nacido en esta tierra, me he criado con sus frutos y sus aguas. La sangre de mis antepasados es mi sangre y mis huesos. Por ello debo conocerme a mí mismo.
Sunia le dejó hablar con la cabeza apoyada en su pecho. Il-han continuó:
—Nunca he tenido tiempo para conocerme, siempre he estado a las órdenes de los demás. De ahora en adelante no contestaré a ninguna llamada, me encerraré en mi propia casa y me quedaré solo.
Ella le escuchaba atentamente y contestaba que sí, que hiciera lo que creyese mejor. Por las mañanas se afanaba en aquella antigua casa hilando seda y preparando kimchee. Vivir en una casa de campo después de haber permanecido tantos años en la ciudad era ya en sí una tarea, porque allí no había comodidades. Las cocinas eran viejas y los calderos estaban gastados, las ratas corrían por todas partes, los lagartos salían de las paredes y las ennegrecidas vigas estaban llenas de telarañas. Los colchones estaban enmohecidos en los armarios empotrados. Los cojines descoloridos y sus fundas rotas.
Encontrar un preceptor para sus hijos era también un problema.
—Dales clase —le dijo un día a Il-han— o bien encuéntrales, un preceptor.
¿Quién se atrevería ahora a venir a su casa a enseñar a sus hijos? Al final se vio obligado a enseñarles él mismo para que no creciesen tontos e ignorantes, pero encontró la tarea pesada y sólo les daba clase dos horas por la mañana, dejándolos libres el resto del día. Sunia se quejaba de que después de la clase eran dos veces más traviesos que antes. El mayor dirigía siempre sus diabluras. Al fin mandó que los vigilase el criado de Il-han y que procurase que no se cayeran en el estanque de los peces, o se ahogasen en las albercas de los arrozales o salieran a la carretera y se perdieran.
Como Il-han no sabía qué enseñar a sus hijos, les enseñaba lo mismo que él estaba tratando de aprender. Como estudiaba la historia de su país, cada día preparaba una lección sencilla sobre lo que había aprendido el día anterior. Los libros de su padre eran su manantial y su tesoro, su biblioteca era mayor de lo que había creído. Se componía de cuatro habitaciones llenas de estantes que contenían manuscritos y libros. Una habitación para cada rama del saber; en una la literatura, en otra la historia, en otra la filosofía y en la cuarta las matemáticas, la economía y el calendario. Junto con la filosofía estaba la política: estas dos ramas del saber son inseparables en el presente y en el pasado, no puede deslindarse la una de la otra.
Supo que su pueblo estaba dividido por la geografía. Los del abrupto Norte, donde las escarpadas montañas se elevaban al cielo, eran más rudos, menos cultivados, menos instruidos que los del Sur. Perturbadores, los llamaban, revolucionarios por naturaleza, en parte porque allí los campesinos poseían sus propias tierras. Además no plantaban arroz sino trigo de secano. Despreciaban a los del Sur, decían que eran débiles y perezosos, intrigantes, pillos sin ambición que trabajaban las tierras ajenas. Esta división era tan profunda que hasta en la capital las familias nobles oriundas del Sur vivían en la parte sur de la ciudad, como hizo la familia de Il-han durante generaciones, y las oriundas del Norte vivían en la parte norte. A veces estaban en el poder los Noron o facción del Norte y a veces eran los Namin o facción del Sur los que gobernaban. Las luchas en la capital eran el símbolo de la lucha general de su pueblo. Él mismo era símbolo de esta lucha. Él y sus compañeros habían vivido siempre en el círculo Namin y la familia de Sunia también era Namin. De lo contrario ninguna de las dos familias habría pensado en una boda entre ellos. Un Namin no se casaría nunca con una Noron. Sin embargo, le parecía a veces, al continuar estudiando los libros de la biblioteca y al explicárselo a sus hijos, aún siendo tan jóvenes, que esta división tenía sus ventajas. Mientras un partido estaba en el poder, la oposición en retirada lo atacaba con vigor e ingenio, su rebelión se expresaba en apasionada música y poesía, hasta tal punto que la mejor literatura de su país provenía de estas fuentes de discusión.
Esta idea le pareció tan veraz, tan correcta, que pensó en explicarla a sus hijos en un lenguaje que pudiesen entender. Había vuelto el otoño. Sunia y sus sirvientas hacían el kimchee; el olor de berzas frescas, largos rábanos blancos, pimientos rojos, ajos, cebollas, jengibre y buey cocido, perfumaba el aire. Entró corriendo en la habitación, él levantó la mirada de su libro y la vio envuelta en un gran delantal azul de algodón con las manos húmedas de sal y su bella cara impaciente.
—¿Podrías tener a los niños contigo, hoy? —pidió—. Nos estorban con sus diabluras. El mayor juega con las coles como si fueran pelotas y el pequeño le sigue. No puedo vigilarles y meter el kimchee en las cubas al mismo tiempo. El mayor se escondió metiéndose en una y pudimos fácilmente ahogarlo sin darnos cuenta.
—Hazlos venir aquí —dijo, poniendo a prueba su propia paciencia.
Entraron cogidos de la mano, con ropa limpia y recién peinados. Al verlos, su corazón se dulcificó a pesar suyo pero no quiso demostrarlo.
—Sentaos —les dijo tan fríamente como pudo.
Se sentaron asustados de momento por su frialdad, él se mordió los labios contemplándolos mientras lo hacían. Sus ojos pardos tan confiados y claros, su piel color crema tostada por el sol, sus rojas mejillas y labios, le hicieron anhelar abrazarlos, pero no se permitió este placer. Debía disimular y controlar su amor, debía aparentar dureza y firmeza.
—Hoy —empezó— os contaré la historia de Ta-san. Escuchad con atención porque cuando termine sabré si la habéis escuchado y si no la habéis entendido me enfadaré.
—¿Es una historia verdadera? —preguntó el mayor.
—Verdadera y llena de significado para nosotros hoy en día, aunque Ta-san vivió antes de que nacieseis e incluso antes de nacer yo, pero mi padre, vuestro abuelo, lo conoció y aprendió de él.
Les explicó la historia de Ta-san, sobre quien había encontrado muchas notas de su padre. No quiso confesarse a sí mismo que el preceptor, al mencionar a Ta-san, había excitado su interés y le había empujado a buscar lo que su padre hubiese podido escribir sobre él.
—Sabed —les dijo— que Corea, nuestro país, fue el primero en emplear la imprenta tal como la usamos ahora, con tipos movibles.
Hizo una pausa para ver si su hijo mayor preguntaba lo que eran tipos movibles, pero no lo hizo. Il-han continuó sin explicaciones porque creía que contestar a las preguntas de un niño antes de que las hiciese era destruir su curiosidad natural.
—Había ya muchos libros cuando Ta-san vivía y él los leyó. En esto fue afortunado porque aunque nuestro pueblo tenía libros desde hacía tiempo, la gente corriente no podía leerlos, primero porque no sabía leer, segundo porque no se le permitía instruirse. Nuestros gobernantes controlaban la enseñanza, pero Ta-san, que sabía leer, leyó los libros de su padre y los del palacio real, porque sus calificaciones fueron tan brillantes que hasta el rey se enteró de su existencia. Al hacerse mayor le encomendaron varias tareas. Una de ellas fue construir una nueva capital en Suwon donde el rey pudiese retirarse si atacaban la capital. Mientras hacía los planos para esta nueva capital ideó la manera de levantar piedras enormes y troncos de árbol con una cuerda atada a una polea. Esta máquina se llama grúa. Hizo muchos inventos semejantes. Un día encontró libros que hablaban de otros países. Hasta aquel momento había creído que toda la Ciencia estaba en nuestro país y China, pero en estos libros encontró nuevas ideas y hasta un Dios distinto. ¡Ah!, pero esto hizo feliz a sus enemigos porque estaba prohibido leer esta clase de libros. Le acusaron de traición y Ta-san tuvo que dejar su hermosa casa de la Ciudad para irse a vivir al campo, muy lejos. Allí, leía, leía y escribía libros explicando sus ideas.
—Como tú, padre —dijo su hijo menor.
Il-han creía que no escuchaba y cuando hizo esta observación tan inteligente y acertada, Il-han le miró escrutadoramente por primera vez.
—Como yo —convino—. En cierto modo Ta-san fue más útil a su país de lo que había sido antes. Los Naron estaban en el poder. Él era Namin como nuestros antepasados, de manera que sólo pudo escribir sus libros y guardarlos, pero cuando volvió a ser libre sus libros pudieron ser leídos por todos. Algún día los leeréis como hice yo y ahora vuelvo a hacer.
—¿Por qué? —Esta pregunta vino de la mente más práctica de su hijo mayor.
—Porque no se quedó ocioso —dijo Il-han—, porque recorrió pueblos y tierras mientras estaba confinado en su casa y sus jardines. Hizo bellos jardines también y hasta construyó una cascada.
—Entonces construiremos una cascada —declaró su hijo.
La idea les gustó y se levantaron rápidamente dirigiéndose a la puerta.
—¡Esperad! —les llamó Il-han—, ¡esperad! Iré con vosotros. Lo haremos juntos.
Se pararon asombrados de que él fuese capaz de pensar en este juego. Il-han se reprochó por no haber compartido su vida y en cambio haberles forzado a compartir la suya. Les cogió de la mano y fueron al jardín, lejos del patio de la cocina donde se hacía el kimchee. Il-han pasó todo el día con ellos escogiendo un lugar en el arroyo donde el agua pudiese desviarse para hacer un estanque alimentado por la cascada. Este trabajo les ocupó varios días e Il-han encontró el medio de enseñar a sus hijos. Primero se sentaban a estudiar una hora o más, según lo que creía que podían soportar, y luego iban a la cascada. Trabajaban lentamente, el invierno se iba acercando. Il-han se dio cuenta que la vida en común con sus hijos influía en él. Al estudiar los planes de Ta-san para la comunidad de propietarios de tierras, pensó en la manera de aplicarlos a los arrendatarios que cuidaban las granjas heredadas de sus antepasados. Ta-san decía que los granjeros debían trabajar colectivamente, cada uno integrando su tierra en una comunidad general de propietarios. Una vez pagados los impuestos se repartirían las cosechas entre los granjeros según la labor realizada por cada uno. Il-han no aprobaba este plan en su totalidad y se asombraba de que con el severo control de la dinastía Yi y hacía tanto tiempo, Ta-san hubiese podido concebir tamaños cambios, aunque nunca hubiesen sido llevados a la práctica. Reflexionó largamente sobre cómo retribuir de una manera justa a sus arrendatarios por el trabajo que realizaban en sus tierras. Sentado bajo su confortable techo de bálago, fresco en verano y caliente en invierno, los arrendatarios ganaban dinero para él penando sobre la tierra, vivían amontonados en cabañas y comían alimentos de baja calidad. Su conciencia le decía que no estaba bien y su cabeza que era peligroso, pero ¿cómo empezar? Además, él no era poderoso. Ta-san, aun en el exilio conservó algún poder. Apaciguó su conciencia llamando a sus arrendatarios después de la cosecha de aquel año y los reunió delante de su casa. Al atardecer un grupo de hombres andrajosos, quemados por el sol y con manos callosas se indinaban ante él. Ninguno hablaba y todos estaban preocupados. Un terrateniente no llamaba a sus arrendatarios si no era para decirles que les subía el arriendo.
Se dio cuenta de su ansiedad y se apresuró a calmarla.
—Os saludo —les dijo— y os doy las gracias por la buena cosecha de este año, que ha sobrepasado las anteriores. Creo que es en parte porque habéis trabajado bien y también debemos dar gracias al cielo por las lluvias y el sol que nos ha concedido en la proporción necesaria.
Se quedaron mirándole con ojos sombríos, dudando de sus intenciones y de pronto tuvo miedo de ellos. La distancia entre un terrateniente y sus arrendatarios era mucha y no había ningún puente que la acortara.
—No os entretendré —dijo— sólo quiero comunicaros que este año será doblada vuestra parte en la cosecha.
No podían creerle. Se quedaron mirándole con temor y duda. ¿Cuándo se había visto que un terrateniente doblase la parte de su arrendatario? Era demasiada suerte para ser verdad. Il-han se dio cuenta de sus dudas y le disgustó su ingratitud. Nadie decía nada. Esperó y cuando vio que nadie intentaba hablar sintió que su corazón se endurecía.
—Eso es todo lo que tengo que deciros. —Se volvió y a grandes pasos se dirigió a la casa, entró y cerró la puerta.
Sin embargo, después, al pensar en la breve entrevista se reprochó su cólera. ¿Por qué iban a sentir gratitud? Habían penado durante años sólo para recibir una pequeña parte de la cosecha. No bastaba doblarles ahora su parte. La injusticia de sus vidas era una injusticia de siglos. No podía ser reparada en un día y por un solo hombre en una sola propiedad.
En una fría víspera de Año Nuevo, varios años después, Il-han pensaba que todo lo que había hecho, pensado y sentido, sólo había temido dos resultados: uno, que sus hijos habían crecido y habían desarrollado sus mentes mejor de lo que él esperaba. Ya no eran tan pequeños. El mayor era un muchacho crecido, aunque a los trece años era tan turbulento, intolerante y pendenciero como antes. Se peleaba siempre con su hermano, que se fue apartando de él y se volvió retraído. Por una parte era un consuelo para Il-han, porque entonces buscaba su compañía, en parte para protegerse de su hermano mayor pero también porque tenía el mismo amor que él a los libros y a la poesía. Le gustaba mucho la música y aprendió a tocar el kono o arpa tan bien que su hermano mayor le tenía envidia. Sin embargo, el mayor era el más guapo. Era realmente un guapo mozo, alto, fuerte, de ojos brillantes y atrevidos, nariz recta y labios finos. Se reía de su hermano, de constitución más endeble. Cuando se enfadaba se burlaba de él por la imperfección de su oreja, hasta que un día Il-han, enojado, cogió al pequeño, lo llevó al médico americano que había salvado la vida de Min Yong-ik y le pidió que le arreglase la oreja. El médico era muy anciano ya y le temblaban las manos; después de examinar al niño llamó a su ayudante, un joven coreano al que había enseñado durante años.
—Tu mano es más firme que la mía —le dijo—, estaré a tu lado y te ayudaré pero tú manejarás el bisturí.
Il-han en pie miraba. Tendieron al niño sobre una mesa y le durmieron poniéndole bajo la nariz un algodón empapado en un líquido. Il-han se inquietaba por aquel sueño que se parecía demasiado a la muerte. El joven doctor, con las manos cubiertas con unos guantes de goma que él no había visto nunca, cogió un pequeño y fino cuchillo que le tendía una enfermera, hizo un corte en el lóbulo, lo separó hábilmente y a continuación lo cosió a la oreja con aguja e hilo. Al terminar le hizo un vendaje.
—Venga dentro de unos días —le dijo el anciano doctor— y verá cómo las dos orejas de su hijo ya son iguales.
Cuando lo llevó a su casa, Sunia protestó porque no le había dicho nada, pero él sabía que ella habría tenido miedo y le habría prohibido llevarlo al doctor. La oreja estaba bien y el niño era ya perfecto. Il-han era feliz aunque le afligía que su hijo mayor estuviese más frío con él.
El segundo resultado era que durante aquellos años Il-han había estado escribiendo un libro. En él escribió día a día los errores cometidos en la capital o la nación. Sus amigos le visitaban, aunque no muy a menudo y siempre en secreto. Incluso hombres desconocidos fueron a contarle sus sufrimientos. Recibió a desconocidos Tonghak una y otra vez a causa de Choi Sung-ho, pero él nunca volvió y cuando Il-han preguntaba a un Tonghak dónde estaba, este sacudía la cabeza y se encogía de hombros. Ninguno parecía saber nada de él, ni conocerle, ni saber dónde estaba. Il-han anotaba en su libro todas las informaciones que recibía, viniesen de donde viniesen. Escribió lo que gastaban los yangban en sobornos y trampas y lo que toleraban los soban. Cuando se nombraban nuevos gobernadores en provincias, descubría cuándo se iban y cuándo llegaban, lo que gastaban en el camino, qué mujeres llevaban con ellos o dormían con ellos entretanto, quién era sobornado, quién les daba la bienvenida cuando llegaban a sus nuevos destinos, quién pagaba las fiestas y las bailarinas, si los espías japoneses hablaban con ellos, si se entrevistaban en secreto con japoneses, chinos o rusos. Si viajaban, averiguaba por dónde y cuánto tiempo estaban fuera de sus puestos, quiénes eran sus huéspedes, qué favores les pedían y si se los concedían. Descubrió las lacras de la sociedad y su corrupción, que cada vez caía más pesadamente sobre los campesinos. Escribió páginas enteras sobre lo que creía que pasaría y cómo podrían salvarse aún la rectitud y la justicia.
En las largas veladas, Sunia, al terminar el trabajo del día se sentaba y escuchaba mientras él leía en voz alta lo que había escrito. A veces estaba tan cansada de sus labores hogareñas que cuando se detenía para preguntarle qué le parecía se daba cuenta de que se había dormido. Nunca la despertaba porque veía en su cara dormida cuánto había envejecido. Su belleza juvenil había desaparecido, se veían las líneas de la edad madura, las mismas líneas que veía en su propia cara al mirarse en el espejo de su cuarto. Solamente suspiraba y cerraba el libro suavemente, dejándola dormir. Claro que no siempre se dormía. Le escuchaba, admiraba y anhelaba el mundo que él describía. En una de aquellas veladas, al mirarla para preguntarle si le parecía acertado lo que había escrito, la encontró llorando.
—¿Qué ocurre, Sunia? —dijo—. ¿No te parece bien?
Se enjugó las lágrimas e intentó sonreír.
—No, has escrito demasiado bien, pero… pero… no soporto pensar que, tu vida se desperdicia aquí, en el campo.
No contestó. Esto mismo se había preguntado él muchas veces. ¿Desperdiciaba de veras su vida? Quizás sí para aquella época y su pueblo, pero no para él. Ahora ya sabía lo que era él: un coreano. Cerró el libro.
—Es hora de acostarse —dijo—. Es ya de noche y no hay luna.
Cierto día, al atardecer, llegó un mensajero a su puerta. Como era extranjero, el portero no lo dejó entrar hasta haber inspeccionado su aspecto. Cuando lo hubo mirado de pies a cabeza le dejó entrar, pero le hizo esperar en la portería bajo la vigilancia de dos criados, mientras iba a buscar a su amo y comunicarle la presencia de aquel extranjero.
Il-han había terminado con sus hijos la lectura de la tarde de los clásicos confucianos. Por la mañana estudiaba matemáticas e historia, por la tarde literatura y por la noche antes de acostarse Il-han les leía en voz alta el Libro de la Poesía o Libro de los cambios que explicaba con palabras sencillas el significado de las sonoras palabras antiguas. Sus clases duraban poco porque sabía lo fácilmente que vagabundean los pensamientos de los jóvenes y creía que con estas tres cortas clases diarias sus mentes se impregnarían lo suficiente de ciencia y conocimiento del bien. Deseaba que su vida fuese útil a su pueblo a través de sus hijos. Con esta idea consoladora había mandado a sus hijos a la cama mientras él se dedicaba a sus propios estudios. Sunia estaba ausente en aquel momento, en la cocina, preparando té de ginseng, bebida que él encontraba sedante al final del día. Un criado anunció al portero e Il-han le hizo signo de que le dejase entrar. El portero entró y esperó respetuosamente cerca de la puerta, inclinándose. Luego dijo:
—Amo, hay un forastero en la puerta. No le dejé entrar sin mirarle muy bien antes, es extranjero.
Il-han dejó caer la pluma.
—¿Viste ropas extranjeras?
—No —contestó el portero—. Viste como usted, amo, pero su cara no es como la nuestra.
—¿Dio su nombre? —preguntó Il-han.
—Dijo que usted le conocería cuando le viese.
—¿Cómo pudiste entenderle si habla una lengua extranjera? —inquirió Il-han.
—Habla nuestra lengua —contestó el portero.
Se miraron amo y criado con un solo pensamiento. ¿Era quizás una trampa para apuñalar a Il-han? De todos los que envió el rey a América, sólo Il-han seguía en libertad. Min Yong-ik, desde que se recobró de sus heridas, vivía en el exilio, escondido, rechazado incluso por los chinos a quienes quiso ayudar. Han Yong-sik, que no quiso escapar con los japoneses cuando los soldados chinos entraron en palacio, fue hecho pedazos ante los ojos del rey. So Kwang-pan escapó al Japón y allí vivió durante aquellos últimos años; en su país le tenían por traidor. Otros estaban presos o en refugios desconocidos en pueblos distantes y casas de campo.
—Amo —le dijo en voz baja el portero—, puedo apuñalarlo y echarlo al estanque.
Il-han se asustó, pero de sí mismo, porque se sintió tentado. Sería fácil, él no sería capaz, pero podría hacerlo el portero fiel a la familia. ¿Quién lo sabría? Y si lo sabían, ¿quién se atrevería a culpar al amo? En seguida recordó quién era y se avergonzó. ¿Le habría contagiado también a él la maldad de su tiempo? Porque se mataba a traición en todas partes, ¿iba a convertirse en asesino? La respuesta fue no y no. Cerró la pluma con su capuchón de plata, dejó el libro y se levantó.
—Yo mismo iré a verlo —dijo.
Atravesó el jardín y bajó por el tortuoso sendero que pasaba entre las moreras que servían para alimentar a los gusanos de seda. Al entrar en la portería bajó la cabeza porque él era muy alto y el techo bajo. Estaba iluminada por una vela de sebo y a su incierta luz sólo pudo ver a un hombre sentado de cara a la pared, su perfil se recortaba a contraluz. Levantó la cabeza al acercarse Il-han y dijo:
—¿Ha estado aquí todos estos años?
Il-han le reconoció al instante, aunque tenía mal aspecto y había envejecido. Era George Foulk. Le tendió ambas manos y el americano las estrechó.
—Pensé que había muerto —exclamó—. Me dijeron que le habían matado a usted y toda su familia y sellado su casa.
—¿La han sellado?
—¿No volvió nunca allí?
—Nunca —dijo Il-han—, pero mis sirvientes lo hicieron y dijeron que no estaba sellada.
—Entonces habrá sido recientemente —contestó Foulk—. Envié mi propio guarda a enterarse de quién vivía en la casa. La puerta estaba sellada y la custodiaba un soldado. Al principio le dijo que estaba usted muerto, pero cuando le ofreció dinero confesó que vivía en el campo, en el exilio. Amigo mío, tengo que hablar con usted. En estos años han sucedido cosas que bastan por sí solas para llenar un siglo.
Era la hora del crepúsculo. Il-han condujo al americano hasta la casa, bajo la sombra de los árboles. Continuaba estrechando su mano. Allí dio al criado la orden de no permitir a nadie la entrada mientras hablaban, ni siquiera a Sunia. Quería evitarle los remordimientos de haber confesado si algún día la obligaban. Ni siquiera tendría que confesar que había visto un americano en su casa. En la quietud de su estudio con la ventana cerrada, hizo sentar a Foulk junto a él. Así podrían hablar tan bajo que nadie les oiría. Confiaba en sus criados, pero no quería confiar en Sunia. Ella, con tal de salvarle la vida o la de sus hijos podía decir algo algún día.
—Hable —dijo—. Toda la noche no bastará para todo lo que ha de contarme. ¿Por qué viene a mí después de tan largo silencio?
—Quiero decirle que me voy de Corea —dijo Foulk. Quedaron en silencio, mirándose uno al otro.
—Usted también —dijo al fin—. Entonces estamos perdidos. Esto significa que los americanos nos dejan.
—Los americanos no —dijo Foulk—. Mi pueblo no sabe nada del suyo. Este es nuestro pecado contra ustedes, nuestra ignorancia. En su ignorancia nuestro gobierno no ha hecho nada para salvarles, porque el resultado de la ignorancia es la indiferencia y la indiferencia es un desierto en el cual una nación entera puede morir. No quiero quedarme a ver cómo muere su pueblo. Amo a Corea.
Estas palabras cayeron sobre Il-han como mazazos al comprender su importancia.
—Dígame lo que ha sucedido —dijo.
Foulk le contó entonces una historia que Il-han no habría creído si no hubiese sabido que aquel americano era muy veraz y un amigo leal que siempre decía la verdad.
—Todo comenzó con el tratado con los Estados Unidos, en el que Corea fue declarada por los americanos nación soberana e independiente de China, su antigua soberana. Siendo independiente, Corea podría, y lo hizo, garantizar derechos comerciales a los americanos. Seguidamente llegó el embajador Foote con su esposa y su secretario e intérprete Saito.
—Fue una equivocación este Saito —dijo Il-han—. Nunca debieron tomar un intérprete japonés. ¿Quién sabe qué palabras añadiría o quitaría en su propio beneficio?
Foulk asintió.
—Los americanos descubrieron —continuó— que el rey y su gobierno eran demasiado débiles para ejercer la soberanía, aunque contaban con hombres leales. Incluso hombres como usted, verdaderos patriotas, estaban acostumbrados a la ayuda china o japonesa. No creían en su propia fortaleza.
—Recuerdo —dijo lentamente Il-han— que el rey dijo que habría bailado de alegría cuando llegaron los americanos.
—¿Pero cómo podían triunfar los americanos sobre los temores arraigados desde hacía siglos? —replicó Foulk—. El rey se apoyaba en nosotros para todo. Esto encolerizó no sólo a China sino a otros pueblos occidentales. Inglaterra y Alemania no ratificaron sus tratados. Mi gobierno se alarmó y avisaron a Foote, y cuando este se fue a mí, de que sólo aconsejásemos al rey personalmente, a menos de que hubiese contraorden. ¿Cómo quiere que en Washington, tan lejos, los políticos locales comprendan las vastas complicaciones de su valioso país? Sabiendo poco hicimos poco también.
Volvió la cabeza y se mordió los labios murmurando:
—Mi gobierno no mandaba ni el dinero suficiente para pagar los gastos de la legación. El embajador carecía de dinero para contratar un escribiente y el secretario servía sin sueldo. No teníamos dinero para comprar terreno y construir un edificio digno de una embajada. Necesitábamos consulados, otras naciones los tenían y se reían de nuestra avaricia. ¡Los grandes y ricos Estados Unidos! Escogí un terreno en Inchon, pero no me mandaron dinero para la compra. ¿Le asombra que las demás naciones se riesen de nosotros?
Suspiró, se levantó y empezó a pasear por la habitación. Sus pies no hacían ruido sobre el pavimento ondulo.
—No debería decírselo, es cosa nuestra, de los americanos, pero su rey me presionaba pidiéndome consejeros americanos. Tenía muchos planes, todos buenos. Es un buen hombre su rey, podía haber levantado la nación si hubiese tenido un poco de suerte y si nuestro gobierno hubiese sabido o hubiese podido ver que estaba destruyendo la oportunidad de ayudarle a construir una Corea fuerte, libre e independiente, un baluarte en Asia.
—¿Por qué no va a América y se lo dice? —preguntó Il-han. Estaba confundido por tantas emociones, temor por su pueblo, desaliento, miedo de que los americanos fuesen de verdad incapaces de ayudarles y desesperanza. Caerían en el abismo de las naciones ambiciosas y ninguna mano amistosa les sacaría de allí. ¿Quién les salvaría si no lo hacían los americanos?
—Además —añadió Foulk—, nuestro embajador fue disminuido de rango. Ya no era enviado extraordinario y ministro plenipotenciario. Era sólo ministro residente y cónsul general. Naturalmente, dimitió.
Il-han no pudo soportar más.
—Es estúpido…, es estúpido esto —gritó sin aliento—. ¿Cómo pudo su gobierno mandarnos un ministro plenipotenciario y luego degradarlo?
—Dimitió —dijo Foulk—, y ahora no hay nadie para reemplazarlo. Sólo yo.
—Shufeldt —sugirió Il-han.
—Shufeldt no vendrá —contestó Foulk—. Sabe demasiado bien lo que le espera, es un hombre prudente. Yo quisiera ser tan prudente como él.
—¿Cuánto tiempo hace que hay estas complicaciones entre su embajador y su gobierno? —preguntó Il-han.
—Mucho, mucho —gruñó Foulk, sentándose de nuevo—. Desde antes de la comida en que casi mataron a Min Yong-ik.
—¡Y no me lo dijo! —exclamó Il-han.
—Estaba avergonzado —dijo Foulk— y creía que aún podría persuadir a mi gobierno.
—¿Cuándo nos dejó el embajador? —preguntó Il-han.
—Al año siguiente de aquella comida.
—¿Y usted?
—He ocupado el cargo desde entonces, sin rango ni ayuda. Ahora también me voy, pero quise que un coreano supiese la razón y en usted puedo confiar.
—Le ruego que me lo cuente todo —le apremió Il-han—. Puede ser que yo…
—No hay esperanza —repitió Foulk—. Pero si quiere saber lo peor, ahí va…
Y enumeró uno a uno los pasos que le habían conducido a su actual desesperanza. Había vuelto a la tarea de rogar a sus superiores que mandasen los consejeros americanos que el rey pedía con tanta urgencia.
—La necesidad más apremiante de Corea, en su deplorable situación actual —escribí a Washington—, son muchos instructores competentes para sus tropas. Bien, ¿qué sucedió? El Departamento de Estado envió tres instructores. El rey dijo que pagaría sus gastos, pero no les permitieron venir si no era con apoyo privado. ¿Dónde iba yo a encontrar el dinero?
Después de haber empezado su confesión parecía que Foulk ya no podía pararse. Se retorció las manos, rechinó los dientes angustiosamente.
—No tenía dinero. ¡Ya se lo dije! Como era encargado de negocios no podía ni siquiera cobrar mi paga de oficial de marina. Tenía asignada la mitad del dinero del fondo ministerial, pero no podía sacarlo. Luego un alemán, von Mollendorf, se nombró a sí mismo jefe de negocios, y como no venían los consejeros americanos trabajó contra mí con la esperanza de establecer aquí la influencia alemana.
—¿Y lo logró? —exclamó Il-han.
Foulk continuó apasionadamente como si estuviese acusando. Il-han sólo movía la cabeza y gruñía al escucharle.
—No, pero entonces el rey buscó a los rusos para entrenar a su ejército. Entonces, por una vez, China y Japón se unieron y pidieron al rey consejeros americanos, pues los dos temían a Rusia. Los consejeros americanos serán enviados el año próximo, cuatro años demasiado tarde. El rey ha perdido la confianza en mi país. ¿Cómo puedo censurarlo?
Il-han abrió la boca, pero Foulk aún no había terminado:
—Mis borradores de cuentas me fueron devueltos. Insuficiencia de fondos. Las asignaciones para Corea estaban agotadas. Y entretanto tenía que atender los asuntos de Chemulpo al mismo tiempo que los de Seul, ya que mi país es el único que no tiene cónsul en Chemulpo. ¡Dimití hace meses!
—Pero se quedará aquí.
Foulk se rio amargamente.
—Nadie lee los despachos que mando ni mandan a nadie para reemplazarme. Y su pueblo. —Foulk hizo una pausa, apoyó los codos en el escritorio y se cubrió los ojos con las manos, su voz era brusca—, su glorioso país, continúa mirándome como al representante de los Estados Unidos, su esperanza de independencia. Pero tuve que decírselo a ellos, al jefe de un nuevo grupo que defiende la independencia de Corea, un joven valiente. No puedo decir su nombre ni siquiera aquí. Le he dicho que mi gobierno sólo está interesado en obtener una indemnización por el General Sherman perdido hace años.
La voz de Foulk temblaba. Hizo una pausa, apretó los labios y continuó bruscamente:
—No puedo llevar por más tiempo la carga de la representación de mi gobierno y mi país sin la ayuda de un escribiente o un secretario. No tengo dinero para pagar las facturas más indispensables de la legación. Esto me ha hecho enfermar. Mi salud falla. Mire esto.
Tendió sus manos e Il-han vio lo delgadas que estaban sus muñecas, los grandes huesos salientes, la piel tirante y seca sobre los consumidos músculos.
¿Qué podía decir Il-han? Apretó las manos de su amigo e inclinó la cabeza hasta que su frente reposó sobre sus manos unidas y sus lágrimas fluyeron. Foulk esperó un largo rato, luego sin decir nada apartó sus manos amablemente y salió de la habitación.
Algún rato después, no sabía cuánto, Sunia se deslizó por la puerta abierta.
—¿No vienes a la cama? —preguntó con timidez.
—No —dijo Il-han sin levantar la cabeza. Sunia cerró la puerta y se fue.
Pasó la noche solo. Transcurrían las horas. Pensaba. ¿Odiaba a los americanos? Podría haberlos odiado, pero se acordaba de cuando viajó por su país, un pueblo amable que disfrutaba de los beneficios de la vida, alegre, satisfecho, rebosando cordialidad aunque no amistad, según veía ahora. Eran aún demasiado jóvenes para la amistad, incapaces de sentir los profundos lazos que atan un ser humano a otro. La cordialidad es superficial y no era razonable esperar una profundidad más allá de su capacidad. La mente debe saber y el corazón sentir para comprender y ellos no sabían la larga y triste historia de su pueblo, no podían sentir el terror de un pueblo pequeño colocado por casualidad entre gigantes. El rey se había hecho demasiadas ilusiones. Él y sus compañeros, él mismo, habían esperado demasiado de los americanos. Su propia ignorancia sobre los países extranjeros les hizo confundir sus fáciles promesas de cordialidad con la lealtad de una amistad verdadera. No, no podía odiarlos. Aun sin ellos sabía que su país estaba condenado. ¿Qué podía hacer? Su corazón le decía que dejase a toda prisa su refugio en el campo y fuese a ofrecer sus servicios al rey y a la reina, a cualquier precio. Pero sabía que con esto sólo buscaba librarse del peso de lo que sabía. El rey no era tonto, debía saber ahora que no podía confiar en los extranjeros habiendo fallado los americanos y la reina no había confiado nunca en ellos. El país era como un barco en el mar, sin áncora, con el timón roto y el capitán desamparado. Él y todos los coreanos no podían hacer más que esperar que pasase la tempestad, dejar que el destino siguiera su curso. Il-han bondadosamente les perdonaba y esperaba que aquel amable pueblo de América no tuviese que lamentar algún día la oportunidad que había perdido y que no volvería a serle ofrecida. Rogaba a Buda que no tuviesen que pagar las consecuencias.
—¡Padre!
Il-han oyó la voz de su hijo mayor y se sobresaltó como si nunca la hubiese oído. Ya no sería por mucho tiempo la voz de un niño. Había bajado de tono, era áspera y ronca. Era una voz próxima a la pubertad. ¿Cómo había ocurrido tan de repente? ¿O no fue de repente? Había estado demasiado absorto en la placidez de sus días de retiro para darse cuenta.
—Ven aquí, hijo mío —dijo.
Lo miró al entrar. Seguro que era más alto que ayer, sus manos más grandes, sus huesos más pesados y su cara estaría cambiada. Sus facciones eran ya las de un adolescente.
—¿Por qué me miras, padre? —dijo el niño.
—¡Estás creciendo!
—Hace tiempo que estoy creciendo, padre.
—¿Por qué no lo habré visto?
—Porque siempre estás mirando tus libros, hasta cuando nos enseñas.
—¿Y bien?
—Quiero ir a la escuela en la ciudad.
—¿Qué estás diciendo?
Il-han cerró el libro e indicó a su hijo que se arrodillase en un cojín frente a él.
—¿Crees que no soy un buen profesor?
Su hijo le miró de frente con sus ojos negros tan atrevidos como siempre.
—Nos enseñas con libros antiguos, yo quiero aprender de los nuevos.
Il-han iba a contestar vivamente y luego recordó que en su juventud había acusado a su padre de la misma manera. En la voz de su hijo le pareció oír la suya otra vez. No se inmutó.
—¿Hay escuelas así en la ciudad?
—Sí, padre, y hay algunos profesores americanos.
—Son cristianos.
—También hay escuelas con profesores japoneses —dijo su hijo encogiéndose de hombros.
—¿Quieres aprender con japoneses?
—Sólo quiero aprender —replicó.
¿Qué podía decir Il-han? Le hería que su hijo no le considerase apto para continuar enseñándole, pero no quiso demostrárselo. Continuó la discusión.
—Están muy bien las nuevas enseñanzas, pero esto no significa que las viejas no tengan importancia.
Su hijo replicó insolentemente:
—Ya tenemos bastante de estas viejas tonterías.
Il-han no se pudo contener. Su mano derecha se levantó instintivamente y le dio un cachete en la mejilla. La cara del niño enrojeció, sus ojos llamearon. Se levantó, saludó y salió de la habitación.
Il-han suspiró profundamente. De pronto, se sintió débil y su corazón latió demasiado aprisa. Su hijo parecía un hombre al salir del cuarto, anchas espaldas, largas piernas. No debió golpearle. ¿Qué podía hacer ahora? Imposible pedirle perdón. La generación de los mayores no pedía perdón a los jóvenes. ¿Y si su hijo tuviese razón? Quizá él ya no era un profesor adecuado para aquellos tiempos confusos. ¿Qué sabía él ahora del mundo que había fuera de los muros de su casa?
Apartó el libro donde había estado escribiendo un poema.
Últimamente la poesía era un refugio para su espíritu agitado. ¿No había escrito poesías su padre? Y el poeta en cuya casa encontró refugio la reina cuando se escondía de sus enemigos, ¿no las había escrito también?
La poesía era una droga, un vicio, un pretexto para esconder la debilidad o quizá la indolencia. Se sentó meditando largo rato, buceando en su alma, acusándose, humillando su espíritu, algo muy difícil para un hombre tan orgulloso.
Durante varios días no habló con su hijo. Dio sus lecciones como de costumbre. El mayor no tomaba parte en ellas, no preguntaba ni miraba a su padre, pero venía y se sentaba en su sitio sin hablar. Diez días después Il-han dijo a su hijo menor que saliese del cuarto porque tenía algo que decir a su hermano. El pequeño obedeció y se quedó solo con el mayor. Le llamó por su nombre por primera vez.
—Yul-chun, he reflexionado sobre tu deseo de ir a la escuela en la ciudad. Ya sabes que estoy desterrado. ¿No será peligroso para ti estar en la ciudad cuando se sepa que eres mi hijo?
—No, padre —dijo Yul-chun—. Tengo amigos allí.
—¿Cómo puedes tener amigos si yo no tengo ninguno? —preguntó Il-han asombrado.
—Tengo amigos —repitió con testarudez.
Los dos se miraron y fue Il-han quien cedió. Así su hijo tenía amigos que él no conocía. Una generación anterior habría insistido en saber quiénes eran los amigos de su hijo y dónde los conoció, pero esta nueva generación estaba muy lejana de la otra y no preguntó nada. No podía preguntárselo porque, ¿qué haría si rehusaba contestarle? ¿Qué fuerza tenía él para obligarle a obedecer?
—Está bien —dijo al fin—, entonces vete.
—Viviré con mis amigos —dijo Yul-chun.
—Bien —contestón Il-han—, dile a tu madre dónde está la casa. Necesitarás dinero.
Abrió el cajón secreto de su escritorio, sacó una pequeña bolsa de cuero donde guardaba dinero para las necesidades diarias y se lo dio.
—Cuando necesites más, dímelo.
Retuvo las palabras amargas. A pesar de toda su independencia tomaba su dinero. Era un amargo consuelo, pero él necesitaba alguno.
Cuando su hijo salió de la habitación, Il-han fue en busca de Sunia. La encontró en el almacén, de pie delante de una balanza mirando cómo pesaban el arroz para la casa. Su negro cabello y sus cejas estaban empolvados del blanco polvo del arroz. ¿Sería así cuando envejeciese?, pensó y se entristeció. Le habló en voz baja.
—¿Puedes venir un momento? Tengo algo que decirte.
Esperó hasta que el arrendatario terminase de pesar el grano y luego siguió a Il-han al jardín. Se sentaron en un banco de piedra a la sombra del bosquecillo de bambú.
—Nuestro hijo mayor quiere ir a la escuela en la ciudad —le dijo.
Ella estaba quitándose el polvo de la cara con un pañuelo y no contestó.
—¿No te sorprende? —le preguntó.
—No —dijo—, ya lo sabía.
—¿Y no me lo dijiste?
—Le dije que esperase un año —dijo ella—, que no te molestase mientras fuese demasiado joven para irse de casa.
—¿Y crees que ahora ya no es demasiado joven?
—Creo que es demasiado mayor para estar en casa —dijo ella.
—Así —dijo lentamente—, lo sabías desde hacía tiempo. Lo guardaste en secreto. ¿Cuántos secretos así guardas?
Se rio y luego se puso seria.
—Sólo lo hice para dejarte tranquilo. Si te contase cada una de las vehemencias, caprichos y extravagancias de tus dos hijos estarías siempre preocupado. No podrías trabajar.
—Trabajar —repitió tristemente—. No estoy muy seguro, es una ocupación simplemente.
—Trabajo —repitió ella firmemente—. Algún día lo que escribes en tus libros será útil. ¿Quién crees que hace lo que tú?
Ella tenía una manera muy consoladora de animarle, de aumentar su propia estimación.
—¡Ojalá tengas razón! —dijo—. ¿Entonces le dejamos marchar?
—Sí, no podemos retenerlo. Meditó unos momentos:
—¿Por qué los jóvenes ya no obedecen a los mayores?
—Ellos ven el desastre a su alrededor —contestó—, saben que hemos fracasado y ya no nos respetan.
Sunia dijo estas crueles palabras con tal calma que tuvo miedo de ella. Entonces se levantó.
—Tienes razón. Le dejaremos marchar o nos abandonará para siempre.
Se fue a su habitación, tomó su pluma e inspirado empezó a escribir un poema. Era curioso que estos poemas, la destilación de sus emociones, surgieran de su desilusión, de su soledad, del temor a un futuro en el que, no obstante, no podía creer. Nada podría detener el destino que preveía para su país y su pueblo.
Se sorprendió de que la casa se organizase tan fácilmente sin su hijo mayor. Reinaba la paz, una paz demasiado profunda a veces, decía Sunia. Su hijo menor no le causaba ninguna molestia.
—Echo de menos sus travesuras —le decía a Il-han—. Nada sucede desde que se marchó. Nada se rompe, nadie trae animales salvajes del campo, los suelos no se ensucian, los vestidos no se rompen, los zapatos no se echan a perder. No oigo quejas sobre la comida. No he conseguido todavía acostumbrarme a tanta paz.
—Confío en que no esté desorganizando toda la ciudad —le contestaba Il-han.
Sin embargo, lo complacían las visitas que Yul-chun les hacía una o dos veces al mes, cuando volvía a casa con los vestidos sucios y los bolsillos vacíos.
—Yo diría que estás lleno de nuevas enseñanzas —decía Il-han con su seca manera de hablar.
—Tus cabellos necesitan un corte de pelo —decía Sunia vivamente e iba a buscar las tijeras.
—No quiero que me cortes el pelo, madre —gritaba Yul-chun—, me dirán que llevo un corte de pelo campesino.
—Te lo cortaré —le decía su madre. Y se lo cortaba cogiéndole por las orejas y aguantándole la cabeza con un brazo. Él se dejaba hacer, medio risueño y medio enfadado.
—No volveré a casa si me maltratas así —gritaba y se miraba con aire compungido en el espejo de la pared.
—Pues córtate el pelo antes de venir —le decía.
Sabía muy bien que volvía a buscar dinero y porque no podía pasar sin sus tiernos regaños y su exigente amor. Le gustaba verla examinando sus vestidos y cosiendo los botones que había perdido, quejándose de lo agujereados que estaban sus calcetines y de sus zapatos estropeados. En fin, necesitaba saber que aunque se había ido era aún su madre.
Il-han los miraba con cierta tristeza y comparaba la diferencia entre el amor de un padre y el amor de una madre. Con todas sus enseñanzas y su preocupación por la formación de su inteligencia y su carácter, Yul-chun no le quería como a su madre, que se preocupaba sólo de su cuerpo. Quizá el amor corporal era el más profundo de todos, las mujeres aman como madres y esposas. ¿Cómo podría él vivir sin Sunia? ¿Quién le alimentaría, le cuidaría y le libraría de preocupaciones si no la tuviese a ella? En su hijo se veía a sí mismo y no le gustaba lo que veía.
Como su hijo estaba en la ciudad, Il-han empezó a enterarse a su manera de lo que sucedía allí. Enviaba muchas veces al criado para observar, enterarse de las novedades, escuchar lo que se decía en las calles, en las tiendas de té y en los lugares donde se reunía mucha gente. De esta manera supo que los rebeldes Tonghak eran cada día más numerosos y aunque hubo una represión contra ellos a cargo de las fuerzas del rey, atacaban en diferentes puntos de las provincias con creciente éxito. Al fin su jefe fue apresado y encarcelado, le iban a ejecutar. Esto levantó a los campesinos con un nuevo frenesí y desesperación. Ya no tenían confianza en el gobierno, porque veían que las fuerzas extranjeras presionaban al rey y que la reina conspiraba para que los chinos continuasen en el poder.
Estaba a punto de declararse la guerra entre China y el Japón, que se peleaban rabiosamente en Corea.
Era la primavera del tercer mes solar de aquel año. Mientras su joven jefe estaba preso, un numeroso grupo de rebeldes se reunió cerca de la capital y escogió cuarenta representantes que fueron a ver al rey cara a cara para pedirle que su jefe fuese libertado y que se mejorasen sus duras vidas. El rey fue lo bastante prudente para recibirlos con cortesía y promesas y se volvieron a sus casas pacíficamente. Sin embargo, el rey tuvo nuevos contratiempos con las potencias extranjeras cuyos enviados estaban en la capital vigilando como buitres cuanto hacía. Se enfadaron porque había recibido a los Tonghak, ya que entre sus peticiones estaba la de que fuese nombrada una policía antiextranjera que expulsase a todos los extranjeros del país. El rey, cogido entre su pueblo y los extranjeros, no hizo nada.
Pasaron los meses y cuando los Tonghak vieron que el rey no hacía nada, aumentó su cólera. Acudieron veinte mil a la ciudad de Poum pretendiendo celebrar allí una fiesta religiosa, pero en lugar de ello pidieron que se les liberase de la corrupción de su yangban y de la opresión de los países extranjeros. En todas partes se oían gritos. La ciudad de Kobu, situada en el área de Pyongyang tenía un magistrado mucho más corrompido que los demás yangban. Obligó a los campesinos a que reparasen los muros de un gran embalse cuyas aguas servían para regar los campos. Cuando lo hubieron reparado les puso un pesado impuesto sobre el agua que gastaban para regar los campos y se quedó con el dinero. Esto motivó la furia de los campesinos que destruyeron el depósito que habían reparado, irrumpieron en la ciudad, echaron al gobernador de palacio y ocuparon la población.
El rey y su gabinete enviaron soldados de la capital para reducir a los rebeldes. Al saberlo, Il-han encargó a un hombre que siguiese a los soldados y se enterara de lo que sucediese. Volvió al cabo de unos días diciendo que las fuerzas del gobierno fueron derrotadas y los Tonghak se dirigían a tomar otras ciudades. El rey, apurado, había pedido ayuda a los chinos que enviaron un ejército. Sólo entonces se retiraron los rebeldes.
—¿Y sabe, amo? —dijo después del relato—, ¿sabe a quién vi luchando allí?
El corazón se lo decía y no pudo hablar.
—Vi a mi joven amo, estaba con su preceptor, el que vivió tantos años en esta casa.
El criado se marchó con pena al ver la cara de Il-han.
—Espero que no pienses en la reina. Déjala que resuelva ella misma las complicaciones que se ha buscado.
La miró y dijo en seguida:
—No estoy pensando en ella, —pero Sunia sabía que mentía. ¿Para qué pensar en la reina? No podía ayudarla. Lo censurarían si saliese ahora de su exilio y fuese a verla. No podría ocultar su visita. Lo que hacía la reina no podía ocultarse. Todas sus palabras y miradas eran comentadas. La rodeaban espías, aunque era atrevida y hacía lo que quería. Si su antiguo consejero dejaba su casa sería asesinado en cualquier lugar, en una calle desierta o en un corredor de palacio. No era cobarde, pero si debía morir deseaba que fuese por una razón que valiese la pena y cuyo efecto durase después de su muerte.
Sin embargo, continuaba temiendo las noticias. Ahora tenía once espías privados que le llevaban informes sobre la confusión reinante. China y Japón estaban en pugna constante por su país, su comercio y su posición privilegiada en aquella parte del mundo. Los japoneses luchaban dentro de la misma China y con cada victoria se apoderaban de un nuevo territorio. Entretanto hacían de esta guerra un pretexto para introducir en Corea su ejército de reserva. Cada día Il-han se enteraba de nuevos ultrajes a su país.
—Los fuertes se han vuelto demasiado fuertes ahora —le dijo su viejo y sagaz criado.
El día era caluroso, de mediados de verano. Il-han estaba sentado en el jardín, bajo un níspero. Su fruta era pequeña y verde, tenía tantas que de vez en cuando alguna caía al suelo. Su hijo menor las iba arrojando a un blanco fijado en el tronco del níspero. Il-han miraba mientras escuchaba a su criado.
—He estado esperando que alguna otra nación se diese cuenta —dijo.
Su hijo dio de lleno en el blanco e Il-han aplaudió, luego continuó hablando:
—Sin embargo, puede sernos útil la creciente envidia de las demás naciones. Nadie deseará ver al Japón más poderoso cada día.
—Ahora, ahora —dijo el criado—. Usted ha dado también en el blanco. —Se acercó y le dijo en voz baja—: El zar de Rusia ha hecho saber al emperador del Japón, por medio de su enviado, que debe devolver a China los territorios que le ha usurpado últimamente.
Los tiempos empeoraron. Llegó un ejército chino de mil quinientos hombres con seis cañones al golfo de Asan y se dirigió a la capital. Cuando se enteró el emperador del Japón, envió un ejército de cinco mil soldados a su encuentro. Chinos y japoneses entablaron batalla en la capital coreana. Se rompieron los tratados declarando la independencia de Corea. Ganaron los más numerosos. El Japón echó a los chinos, luego atacó a los rebeldes y derrotó a los Tonghak. No contentos aún con esto, los soldados japoneses sacaron al jefe Tonghak de la prisión y lo mataron. Los rebeldes, desanimados, se retiraron a sus escondites. Il-han lo supo por los hombres que enviaba regularmente en busca de noticias. No hablaron más del preceptor. Yul-chun fue a casa como de costumbre y no dijo nada. Tampoco Il-han. Con este terrible silencio entre ellos vivía inquieto. Ahora que el jefe Tonghak había muerto mandaban los japoneses aunque el rey continuase en su sitio. Pero ¿y la reina? Era en ella en quien pensaba. Ella nunca renunció a su amor por los chinos y su odio hacia la confusión actual sólo podía aumentarlo. Ella no cedería ni doblegarían su voluntad. Su orgulloso corazón era obstinado en su amor. Hasta Sunia temía por ella. Un día, al dirigirse a una de sus numerosas tareas, se detuvo junto a él y le dijo:
—¿Lo hará? —preguntó Il-han.
—¿Es el Japón lo bastante fuerte para vencer a Rusia? —añadió el criado—. Llegará a serlo, pero aún no lo es. Lo he oído decir en calles y tiendas. El Japón ahora tiene que ceder, pero odiará aún más a China y esta guerra continuará. En cuanto a Rusia, quizá declarará la guerra dentro de unos diez años.
Esperó que su amo hablase, pero Il-han lanzó un grito de dolor. Su hijo, midiendo mal las distancias, había lanzado un fruto verde que le alcanzó justo bajo el ojo izquierdo. Il-han se lo apretó con la mano y el niño, lleno de remordimiento, estalló en sollozos. Sunia llegó corriendo al oírle llorar e Il-han se apresuró a explicarle que no estaba ciego, que era una pequeñez, un accidente. Consolando a su hijo y tranquilizando a su esposa, no dijo lo que había estado a punto de decir.
Cuando se calmó el alboroto, su criado se fue y él se alegró de no haber dicho lo que le tenía tan intensamente preocupado. Sabía que la reina estaba condenada a muerte. Dos días antes del festival de otoño, los espías de Il-han le informaron de que todo el mundo sabía que estaban sustituyendo la guardia del palacio de la reina. Exteriormente, todo estaba como de costumbre. Los antiguos criados de la reina decían que estaban sacando del palacio armas y equipos con la excusa de que se necesitaban en otra parte y en su lugar ponían armas inútiles. Lo mismo sucedió en el palacio del rey. Precisamente ahora que los tiempos que corrían exigían mejor defensa. El décimo día del festival de otoño, por la tarde, uno de los espías de Il-han observó que hasta las cancelas y puertas del palacio de la reina parecían abiertas y sin ninguna guardia. Volvió en seguida a casa con la noticia.
—¿Hablaste de esto con alguien? —le preguntó Il-han.
—¿Cómo? —contestó el hombre—. Lo veían, pero nadie avisaba del peligro.
—Ensilla mi caballo —mandó Il-han y lo despidió. Iría él mismo a informarse de lo que pasaba. Luego reflexionó. ¿Se lo diría a Sunia o no se lo diría? No, decidió. En silencio, como un ladrón, fue a sus habitaciones y se puso unos vestidos viejos que Sunia había retirado para dar a los pobres. Se aficionaba por hábito a ciertos vestidos y le pedía que le dejase ver lo que iba a dar para apartar algunos de los que no quería desprenderse. Cuando estaba cambiándose oyó sus pisadas y la puerta se abrió.
—¿Piensas salir de casa? —gritó—. ¿Y por qué has sacado estos trapos viejos propios de un mendigo?
La miró medio compungido, medio burlón.
—Pareces oler mis entradas y salidas. ¿Y qué pasa si me pongo estos vestidos para ir al jardín a plantar un árbol?
—No bromees conmigo —dijo ella entrando del todo en la habitación—. Nunca plantas árboles. ¿Por qué ibas a plantar uno ahora?
Vio que no era posible engañarla, y dijo al fin:
—La reina está en peligro.
—¿Y esto te atañe a ti? —se adelantó hacia él.
—A mí y a todos los coreanos.
Sunia enrojeció y sus oscuros ojos llamearon.
—¿Y porqué crees que sólo tú puedes salvarla? —gritó.
—Al menos quiero ver las cosas por mí mismo.
—Verla es lo que quieres.
—¡Sunia!
—No te atrevas a decir mi nombre —gritó—. Yo no soy reina y te preocupas más por ella que por tu familia. Tienes dos hijos. Al menos, si no te preocupas por tu mujer, ellos no deben perder la vida porque tú ames a una reina condenada a muerte, pero no importa. Supongo que no tendrás más hijos míos, pero eso no importa.
Estaba a su lado. Él se enfadó, la dejó hablar y fríamente, en silencio, terminó de vestirse y se puso un astroso sombrero hundido hasta las orejas. Sunia corrió a la puerta para impedirle el paso, pero la levantó como a una niña, la apartó a un lado y siguió su camino sin mirar a derecha o izquierda.
Era tarde cuando llegó a la puerta de la ciudad, pero estaba abierta y sin guardia, como preparada para los que quisiesen huir. Entró sin que le viese nadie y guio su caballo hacia la parte norte de la ciudad, donde estaba el palacio de la reina. En las cercanías de los palacios reales había una carretera de unos cien pies de anchura y un tercio de milla de longitud. A ambos lados de la misma se levantaban los ministerios, algunos de los cuales eran nuevos. También eran nuevos los barracones donde los soldados japoneses iban y venían. Los palacios estaban rodeados por un muro de doce pies de altura y la puerta, tal como le dijo el criado, no estaba custodiada. Il-han desmontó y ató el caballo a un árbol. Entró por el muro Oeste y llegó al pequeño lago. El palacio donde el rey vivía estaba junto al de la reina, al Este. A la izquierda estaban los cuarteles de la Guardia Real. Aquella tarde Il-han no vio ninguna guardia, pero el sol era muy fuerte y supuso que algunos estarían durmiendo. Más allá había un bosque de pinos que cubría varios acres de terreno. En este bosquecillo se sentó en una roca a esperar, detrás de un gran muro derribado. Si no pasaba nada volvería a casa sin dejarse ver, pero si pasaba alguna desgracia, estaría allí para salvar a la reina, si podía. Al rey no le matarían porque pondrían en peligro la sucesión y abocarían al país a una revolución.
Esperó toda la noche mientras la oscuridad iba haciéndose más densa y los animales nocturnos salían de sus escondites dejando oír sus extraños ruidos. Oyó, o al menos lo creyó, ruido de soldados marchando, pero recordó a los guardias japoneses y supuso que era parte de su deber.
Amanecía ya y pensaba si no sería mejor coger el caballo y regresar a casa antes de que hubiese demasiada gente por las calles cuando oyó un grito. Luego oyó gritos y chillidos. Observando la dirección del viento comprendió al instante que atacaban el palacio. Corrió en la oscuridad a toda velocidad, pero se cogió el pie en una raíz y cayó. Se levantó aunque se había dislocado la cadera y cojeaba. Los guardias reales se habían despertado y gritaban mientras corrían hacia el palacio. Le arrastraron entre ellos aún oculto por la oscuridad. Luego se detuvieron aturdidos dándose cuenta de que no había ningún ataque y que el grito que habían oído lo lanzaron los japoneses cerca de la pared Oeste.
Los guardias volvieron a sus barracones, pero Il-han no volvió al bosque de pinos. Se escondió detrás de un templete, en el jardín. No tuvo que esperar mucho porque el coronel de la Guardia Real había oído los gritos y, desconfiando de la agitación entre los soldados japoneses, estaba ya en camino del Ministerio de la Guerra. Cuando llegó a la entrada principal del ministerio los soldados japoneses le rodearon. Il-han, mirando desde su escondite a la luz de las antorchas, se dio cuenta de lo que iba a suceder. Sonaron ocho disparos y el coronel cayó al suelo. Entonces los soldados desenvainaron sus espadas, lo despedazaron y echaron los pedazos al pequeño lago cercano.
Debía buscar a la reina a toda prisa si quería salvarla. Salió de su escondite andando dificultosamente hacia la puerta del palacio, no podía ir aprisa porque le dolía la cadera. Los japoneses, una rugiente y vociferante masa, avanzaban con las bayonetas caladas y se encontraron con los criados de palacio que huían. La Guardia Real salió otra vez y disparó atropelladamente antes de verse sumergida en la masa que avanzaba. Entretanto, los soldados hacían presión intentando entrar en el palacio de la reina, seguidos por mendigos y rufianes. Il-han se mezcló entre ellos intentando llegar hasta la reina antes que nadie, aunque no sabía qué hacer para salvarla. El populacho llenaba el palacio y los salvajes soldados japoneses iban apresando mujeres en su avance, las agarraban por el pelo en cuanto las veían y les preguntaban si eran la reina. Dijesen lo que dijesen, les cortaban la cabeza y las echaban al suelo o las lanzaban por la ventana. Así llegaron a la última habitación e Il-han oyó dos tiros, luego un grito apagado y comprendió que era la reina quien lo había lanzado. El grito terminó en un largo y triste suspiro. Inclinó la cabeza y se mordió los labios hasta hacerse sangre, pero no podía hacer nada. Estaba muerta.
La multitud se detuvo, los hombres se miraron unos a otros y luego uno a uno se marcharon, los pillos a robar, y los que habían cometido el asesinato escaparon para no ser reconocidos y condenados. Cuando todos se fueron y quedó solo Il-han, entró en el cuarto donde la reina yacía y contempló su hermosa cara que conocía tan bien. Era la misma de siempre, aunque más envejecida. Se agachó junto a ella y cogió su mano todavía caliente. La sangre fluía de su pecho izquierdo y de su suave cuello. Levantó el borde de su ancha falda y lo apretó contra las heridas. Llevaba un traje de seda carmesí y no se notaban las manchas, sólo se volvió de un rojo más oscuro.
Continuó allí hasta que salió el sol y entró un jardinero, iba descalzo e Il-han no oyó sus pasos. El jardinero no le conocía después de tanto tiempo de no frecuentar el palacio.
—¿Quién es usted, hermano? —preguntó.
—Soy su criado —dijo Il-han.
El jardinero se acercó y miró la pálida cara de la reina.
—Le gustaban los lotos blancos —dijo al fin— y ahora su cara es tan blanca como esta flor. ¿Qué haremos con ella, hermano?
—¿Tiene un carro? —preguntó Il-han.
—Tengo una carreta de bueyes —contestó.
—Tráigala a la puerta más cercana y ayúdeme a llevarla.
El jardinero se marchó y volvió al poco rato. Entre los dos levantaron a la reina fácilmente porque estaba muy delgada, la llevaron a la carreta, la tendieron y la cubrieron con la paja que la llenaba. El jardinero subió a ella y el buey echó a andar. Il-han le seguía lentamente porque le dolía la cadera. El dolor le hacía derramar lágrimas. Pero aún faltaba lo peor. Antes de que el carro llegase a la puerta fue descubierto el cuerpo de la reina por unos soldados y unos pillos. Sacaron el cuerpo de debajo de la paja, lo hicieron pedazos con espadas y cuchillos, amontonaron la paja y los pedazos y les pegaron fuego. Il-han tenía el corazón destrozado. Se cubrió la cara con el sombrero y cojeando se alejó del fuego. Su caballo había desaparecido, pero la carreta estaba allí, subió a ella y pidió al jardinero que le llevase a casa.
Todo lo que quedó de aquella bella reina fue el dedo meñique de su mano derecha. Se salvó de las llamas y lo encontró el jardinero cuando volvió al día siguiente para ver si encontraba sus huesos para recogerlos y rendirles honor. No estaban porque los perros habían vagabundeado por el palacio, pero encontró el dedo debajo de una piedra, lo recogió tiernamente y lo envolvió en una hoja de loto que cogió del lago. Luego se dirigió al palacio del rey, pidió audiencia y fue recibido.
—Fui al palacio del rey —dijo a Il-han cuando todo hubo terminado, porque Il-han le había prometido pagarle si volvía a contarle toda la historia—. Entré en la sala de audiencias. El rey estaba sentado en el trono rodeado de sus ministros y el viejo príncipe, su padre, sentado de nuevo a su derecha. El rey escuchó lo que le dije, se cubrió los ojos con la mano y no quiso recoger la hoja de loto, pero mandó a un ministro que la cogiera y la guardara en una cajita de oro. Dijo que le harían un gran funeral a la reina y le construirían una tumba.
Sunia estaba allí mientras le contaban esto y cuando se marchó el jardinero cogió la mano de Il-han y la estrechó en silencio entre las suyas. Así se quedaron hasta que Il-han lanzó un suspiro y se volvió hacia ella diciendo:
—Esposa mía, mi Sunia de generoso corazón. —Luego apartó la mano y volvió a sus libros.
Pasaron dos años antes de que los astrólogos fijaran un lugar para la tumba de la reina. Señalaron una extensión de terreno a unas millas de las murallas de la ciudad. El rey confiscó unos mil acres de tierras, todas las casas fueron destruidas, porque en el trayecto había tantos pueblos como montañas, colinas, arroyos y campos. Se plantaron miles de árboles por mandato del rey, se gastó una fortuna en hacer un bello jardín como los que le gustaban a la reina cuando vivía. Su tumba se construyó en el sitio más alto, una tumba de mármol rodeada por una balaustrada de mármol labrado. Delante de la tumba había una gran mesa de mármol blanco pulido para que brillase como cristal. Era para ofrecer sacrificios al espíritu de la reina. Al lado de la mesa había linternas de piedra maravillosamente esculpidas fijadas en la roca y figuras de mármol inclinadas en graciosas reverencias.
Cuando todo estuvo terminado el rey anunció el día del funeral, un hermoso día, y llegó gente de todas partes. A despecho de todas sus extravagancias, el pueblo había amado a la reina, por su belleza, alegría, valor, brillante inteligencia e incluso por su tenaz voluntad. Para ellos la muerta era como un símbolo de lo que había sido su país y ya no volvería a ser.
Los conquistadores trabajaban ya en destruir las antiguas costumbres, la lengua y las tradiciones coreanas.
Il-han vio de lejos y solo la espléndida escena. ¿Sobreviviría su nación sin la reina? No sabría contestar a esta pregunta. La reina a quien reverenció, la mujer a quien… ¿La había amado? No lo sabía. Quizá Sunia lo sabía mejor que él, pero no se lo preguntó. Dejó que su secreto yaciera en la tumba de todo lo que había terminado y no volvería ya. No tenía fe en la resurrección.
Era el año, 4243 después de Tangun de Corea y 1910 después de Jesús de Judea. Uno de los últimos días de invierno, el décimo día del primer mes lunar, a medianoche.
Il-han se despertó de pronto como solía hacerlo ahora. Se levantó con cuidado para no despertar a Sunia al saltar de la cama. El pavimento estaba frío. El combustible era demasiado escaso para encender fuego toda la noche. Lo único que calentaba la casa era la llama de hierba seca cuando se guisaba la cena. Fue al cuarto vecino, silenciosamente, ya que sus pies calzados sólo con calcetines no hacían ruido. Allí echó agua en una palangana que había sobre la mesa y se lavó cara y manos. Luego deshizo su cabello, lo untó con aceite y lo trenzó de nuevo en lo alto de su cabeza.
A pesar de las quejas de Sunia, que decía que las mujeres creerían que no estaba casado, lo había llevado corto desde que volvió de América. Pero cuando los gobernantes japoneses se instalaron en la capital se dejó crecer el pelo como desafío al mandato del príncipe japonés, ahora residente general. Este había publicado un decreto declarando que no se podrían hacer reformas en Corea hasta que los hombres no se cortaran las coletas, porque la coleta era, según él, un símbolo del nacionalismo coreano que debía ser completamente destruido ya que Corea se había convertido en una colonia del Japón imperial. Luego el gobernador general anunció que el rey se había cortado la coleta y mandaba a sus súbditos que siguiesen su ejemplo. Los coreanos rehusaron al principio diciendo que el rey no se había cortado la coleta por su propia voluntad sino forzado, por sus amos japoneses y muchos no quisieron obedecer, incluyendo a Il-han que en cambio se dejó crecer el pelo.