PRIMERA PARTE

En el año 4214 de Tangun de Corea y 1881 después de Jesús de Judea, era primavera en la importante ciudad de Seul, buena época para un nacimiento. Il-han, de la familia de Andong llamada comúnmente Kim, esperaba en su biblioteca que le anunciasen el nacimiento de su segundo hijo. La biblioteca era una habitación muy acogedora, más grande que las otras, y dado que se había orientado la casa hacia el Sur, los rayos de sol se filtraban en la habitación a través del papel de arroz de las paredes correderas. Estaba sentado en el suelo al lado de un pequeño escritorio, encima de unos cojines de seda, pero la habitación estaba calentada por unos conductos subterráneos que venían de la estufa de la cocina, como se hacía antiguamente.

Intentaba concentrarse en el libro que tenía abierto sobre el escritorio. Ya habían pasado tres horas desde que su esposa se había retirado a su habitación acompañada de su hermana, la comadrona y las criadas. Estas habían venido ya tres veces a decirle que todo iba bien, que su esposa le enviaba sus saludos, y le suplicaban que tomase algo porque aún había para rato.

—¿Aún hay para rato? —preguntó—. ¿Cuánto?

Por toda contestación recibía una inclinación de cabeza, una vaga sonrisa, y luego la retirada. Típico comportamiento de una mujer, pensó despectivamente, al menos de las mujeres coreanas, dulces y suaves en apariencia pero tozudas como mulas en el fondo. Todas excepto su hermosa y amada esposa, Sunia. Aunque no la había visto hasta el día de la boda, la amaba tanto que se avergonzaría de que alguien, incluso ella, supiese cuanto la amaba.

Por una vez los casamenteros no habían mentido y los adivinos habían acertado en sus predicciones. Sunia había cumplido con todos sus deberes de novia. No había sonreído ni una vez en todo el día de la boda a pesar de las malas intenciones de los parientes y amigos que querían hacerla reír. Se decía que una novia que no podía contener la risa, sólo daba luz a niñas. Sunia había dado a luz a un hijo, que ya tenía tres años y ahora, si las predicciones del adivino no fallaban, volvería a tener otro.

La casa y la familia de Il-han eran como un oasis de paz en medio de las complicaciones por las que pasaba el país. Pero ¿cuándo había estado libre de problemas Corea? En cuatro mil años no habían tenido ni un siglo de paz, porque para las naciones que la rodeaban aquella pequeña península era como una manzana de oro colgando delante de sus ojos. Para Rusia significaba el mar que no tenía, para la orgullosa China, tributos, y el Japón deseaba un Imperio.

Suspiró olvidándose de su casa y de su familia, y se levantó empezando a pasear impacientemente de un lado a otro de la habitación. Le era imposible concentrarse en un libro aunque era un intelectual, no al estilo de su padre que se pasaba la vida sobre antiguos manuscritos, pero un intelectual al fin y al cabo. Había escrito un libro moderno sobre las naciones occidentales.

A su padre no le habría gustado saber que él, Kim Il-han, hijo único de la familia Andong, escribía este tipo de cosas; su padre que leía las máximas de Confucio y soñaba en la Edad de Oro de la dinastía Silla. Pero él, Il-han, un joven de la nueva generación, era intolerante con las viejas filosofías y religiones. El confucianismo, préstamo chino, había aislado a la nación, aislada ya por el mar, y el budismo había conducido a este pueblo de mentalidad de ermitaño, a fantasías sobre el infierno, el cielo, dioses y demonios, a cualquier cosa, excepto a enfrentarse con el amargo presente.

Alto, delgado, vestido de blanco según la costumbre del país, recorría a grandes pasos el suelo embaldosado de su biblioteca, y, mientras meditaba, esperaba con impaciencia el llanto de su nuevo hijo. Desazonado e inquieto, sintiendo repentinamente calor, corrió una de las celosías. El claro amanecer de una mañana primaveral derramó rayos de sol sobre su escritorio. Este escritorio había sido de su abuelo, una sólida pieza de madera de teca importada de Birmania, hecho según dibujo de su propio abuelo y decorado con bello bronce coreano.

—Este escritorio será tuyo —le dijo su padre a la muerte de su abuelo—. ¡Ojalá los hechos y pensamientos de este gran hombre te inspiren, hijo mío!

Su abuelo había sido un gran hombre, primer ministro de la aún existente dinastía Yi; de ellos había tomado la doctrina aislacionista y sus ideas de orgullo e independencia.

—Situados como estamos, rodeados por tres naciones poderosas: Rusia, China y Japón —había dicho su abuelo dirigiéndose a la monarquía medio siglo atrás— sólo podemos salvarnos de su codicia separándonos de todos. Debemos convertirnos en una nación aislada.

Su padre citaba a menudo estas palabras. Il-han las escuchaba con secreto desprecio —¡qué absurdos sus antecesores!— sin descubrir sus secretos, ni su participación en la primera revuelta contra el regente Tiwunkun, ni a su padre. Il-han era sólo un niño, pero un niño muy útil, que llevaba mensajes de los dirigentes rebeldes a la joven Reina.

El Regente había casado a su hijo el rey Kojong con ella, una hija del noble clan de los Min, mayor que él. Elección que lamentaría más tarde, porque ¿quién había de pensar que la bella y graciosa muchacha sería tan fuerte y de tan brillante inteligencia y tan decidida como para conspirar contra el Regente? Il-han la había visto la primera vez, sólo a la luz de las velas y a medianoche en una furtiva conferencia con los jefes rebeldes, mientras esperaba en la puerta un paquete que debía llevar al joven Rey cuando fuese a jugar al ajedrez con él al día siguiente.

Entonces supo que la Reina era quien debía gobernar, y que el Rey, su gentil compañero de juego, sería sólo un mediador entre el arrogante Regente y la Reina. Pero Il-han no dijo nada a su padre. ¿Qué podría hacer su padre, el guapo y envejecido poeta, que se pasaba el día soñando en el jardín de su casa de campo? Porque su padre no deseando herir a su abuelo, que había servido al Regente, tomando el partido de la joven Reina que amaba a China, pronto se había apartado del conflicto real. Se decía, aunque nadie sabía si era verdad, que la Reina era en parte china y que su amiga más poderosa era la emperatriz Dowager que gobernaba en Pekín. Desde la capital, la Reina continuaba insistiendo para que comprasen las pesadas sedas y brocados de satén que le gustaba lucir, y aunque algunos la censuraban por extravagante, él, Il-han, no tenía corazón para reprocharle nada. Ahora, alegre por el futuro nacimiento de su segundo hijo, pensó en el único que tenía la Reina, heredero del trono, que había nacido con debilidad mental. A pesar de su belleza y brillantez, en lo más íntimo de su ser había un vacío y él lo sabía.

Su mente ausente, siempre ocupada en asuntos de Estado, ahora estaba concentrada y atenta esperando oír el llanto de su hijo que luchaba por nacer. Se paró esperando oír pasos. Como no oía nada volvió a su escritorio y cogiendo una pluma de pelo de camello continuó escribiendo un memorial que había empezado unos días antes. Si dicho documento hubiese tenido que ser presentado al Rey se habría visto obligado a usar caracteres chinos legales, pero como no era para la corte, sino que era un informe secreto para la Reina, usaba el alfabeto coreano.

«Además, Majestad —escribió—, me preocupa que los ingleses hayan llevado sus buques a la isla de Komudo, tan cerca de nuestras costas. Creo que desean que las fuerzas armadas chinas dejen Seul, con lo que no estoy de acuerdo, pues el Japón pide que se le permita mandar tropas a Corea en caso de emergencia. ¿Qué emergencia puede haber en nuestro país que necesite soldados japoneses?… ¿No es acaso antiguo e imperecedero deseo del Japón poseer un Imperio en el Oeste? ¿Vamos a permitir que nuestro país sirva de trampolín a China y, a través de China, al Asia entera?».

Lo interrumpió el ruido de una puerta. Levantó la cabeza al oír sollozar quedamente a su hijo.

—No quiero ir con mi padre —gemía.

Se levantó y abrió la puerta. El preceptor de su hijo estaba allí con el niño colgado de su cuello.

—Perdone, señor —dijo el preceptor, y se volvió hacia el niño—: Di a tu padre lo que has hecho —intentó poner al niño de pie, pero el chiquillo se colgó de él tan ágilmente como un pequeño mono.

Il-han lo cogió y lo puso en pie a la fuerza.

—En pie —ordenó—, levanta la cabeza.

El pequeño obedeció, aunque sin mirar a su padre de frente porque habría sido una falta de respeto, y sus oscuros ojos se llenaron de lágrimas.

—Ahora habla —mandó Il-han.

El niño hizo un esfuerzo, abrió la boca y ahogó un sollozo; sólo pudo mirar a su padre callando tímidamente.

—Soy yo, señor, quien debe hablar primero —dijo el preceptor—. Usted me ha confiado a su hijo, cuando comete una falta es culpa mía. Esta mañana no ha querido venir a clase, luego se ha portado mal, no ha sabido la oda que escogí para que se la aprendiese de memoria, una oda muy sencilla, adecuada para su edad. Cuando vi que no estaba en clase fui en su busca. Estaba en el bosquecillo de bambúes y había estropeado varios de los brotes tiernos.

El niño miró a su padre sin atreverse a decir nada, con la cara contraída por el llanto.

—¿Hiciste esto? —preguntó Il-han. El niño asintió.

Il-han no se dejó ablandar, a la vista de aquella carita angustiada, aunque desease hacerlo.

—¿Porqué estropeaste los tallos de bambú? —dijo amablemente a pesar suyo. El niño sacudió la cabeza.

Il-han se volvió hacia el preceptor:

—Hizo bien trayéndomelo aquí. Ahora déjenos, quiero hablar con mi hijo. El joven dudó un momento, en su rostro bondadoso se pintaba una expresión inquieta. Il-han sonrió. —No, no le pegaré.

—Gracias, señor.

El joven saludó y salió de la habitación.

Sin decir nada, Il-han cogió a su hijo de la mano, y le condujo al jardín, y de allí a la parte sur del bosquecillo de bambúes. Era fácil ver lo que había sucedido. Los brotes tiernos y marfileños enfundados en sus envolturas verde pálido estaban en el suelo. De varios centenares había estropeado unas docenas que yacían sobre la musgosa tierra. Il-han se paró y su mano apretó la pequeña y caliente de su hijo.

—¿Es esto lo que has hecho?

El niño asintió.

—¿No sabes todavía por qué?

El niño negó con la cabeza y sus grandes ojos se llenaron nuevamente de lágrimas. Il-han lo condujo hasta un banco de porcelana de China y lo sentó sobre sus rodillas. Le alisó el cabello y lo apartó de su frente con el corazón lleno de orgullo. El niño era esbelto, delgado y alto para su edad. Tenía la piel clara y blanca, los ojos pardos y el pelo castaño de su raza, diferente del de los japoneses que era algo más oscuro. Un recuerdo viviente de estos odiados invasores no hubiese sido fácilmente tolerado en Corea.

—Ya sé por qué lo hiciste, hijo mío —dijo amablemente—. Estabas enfadado por algo. Olvidaste lo que te había dicho: una persona superior no debe permitirse sentir cólera. Pero tú estabas encolerizado y no te atreviste a decirlo a tu preceptor, viniste aquí, solo, donde nadie pudiese verte y estropeaste los bambúes. ¡Qué lástima! ¿Es eso, verdad?

Las lágrimas brotaron de los ojos del niño. Sollozó.

—Aunque sabías —continuó el padre con gentileza—, sabías que los brotes de bambú son valiosos. ¿Por qué son valiosos?

—Nosotros… nosotros los comemos —murmuró el niño.

—Sí, —dijo el padre— nos gustan y se comen en primavera.

Pero además brotan sólo una vez de su raíz. Las plantas que podían haber nacido de estos brotes y balanceado sus delicadas hojas al compás de los vientos de otoño, nunca vivirán. Los brotes aparecen en primavera, crecen rápidamente y terminan su crecimiento al cabo de un año. Has destruido alimento y vida. Aunque es solamente una caña hueca, es una caña que vive. Ahora las raíces deberán dar otros brotes que ocupen el lugar de los que has estropeado. ¿Me entiendes?

El niño asintió. Il-han prosiguió:

—No basta que aprendas las Odas de Confucio. Debes aprender lo que significan. Ven conmigo a la biblioteca.

Lo levantó de sus rodillas y lo condujo en silencio otra vez a su biblioteca. Allí cogió de un estante una caja larga y estrecha, cubierta de brocado amarillo, y abriéndola sacó un pergamino que desenrolló sobre la mesa.

—Esto —dijo— es un mapa de nuestro país. Está entre tres otros países. Aquí, en el norte, Rusia, esta nación del oeste es China, y esta al este, es el Japón. ¿Somos más grandes o más pequeños que ellos?

El niño miró el mapa muy atentamente.

—Somos muy pequeños —dijo unos instantes después.

—Corea es pequeña —dijo su padre—, y estamos siempre en peligro. Por esto tenemos que ser valerosos, orgullosos. Tenemos que conservarnos libres, no debemos permitir que estas naciones nos engullan como siempre han deseado. Nos han atacado muchas veces pero les hemos rechazado. ¿Cómo crees que lo hemos logrado?

El niño movió la cabeza indicando que no lo sabía.

—Te lo diré —dijo Il-han—. Hace tiempo unos hombres valientes se ofrecieron como dirigentes nuestros. Venían de la clase alta yangban como nosotros, o del pueblo. No importa de donde viniesen. Cuando se les necesitó estuvieron aquí prestos a conducirnos. Ellos son como los brotes de bambú que deben reemplazar los que has destruido ahora. Brotarán en primavera de las raíces que están enterradas en la tierra.

El niño alzó sus expresivos ojos, atento, esforzándose en comprender lo que su padre estaba diciendo. Si le entendió, Il-han nunca lo supo porque en aquel momento oyó el llanto del recién nacido. La puerta se abrió y la vieja comadrona apareció sonriente.

—Señor —dijo— su segundo hijo ya ha nacido.

Dejó el niño en los brazos de la comadrona sin hacerle caso, aunque estaba llamándole y se marchó precipitadamente.

En la habitación de su esposa le esperaban las sirvientas, la mujer que había venido a ayudarlas, y sobre todo Sunia, su esposa. Yacía sobre un colchón extendido en el suelo y las mujeres la habían arreglado para su visita. Le habían cepillado el pelo, le habían enjugado el sudor del parto de la cara y las manos y habían extendido un cubrecama rosa de seda sobre su lecho.

Sonrió mientras se inclinaba sobre ella, y su corazón se inundó de amor. Su cara oval era de una belleza clásica, no era una cara amable, y quizás más orgullosa que gentil, pero él conocía bien su profunda ternura interior. Su piel era de un blanco crema, aunque en este momento no tenía el color habitual. Sus ojos castaños estaban adormilados por el cansancio y el contento, y su largo cabello oscuro, suave y liso, estaba cepillado y extendido sobre el cojín plano.

—He venido a darte las gracias —dijo.

—No he hecho más que mi deber —replicó ella.

Eran las palabras rituales, pero ella con su mirada supo darles una expresión de intimidad.

—Pero —añadió con su obstinación habitual—, me alegro de tener hijos tuyos. ¿Cómo puede ser esto sólo un deber?

—Placer o deber, por favor continúa —dijo él riendo.

Si hubiesen estado solos se hubiera arrodillado a su lado y le hubiese acariciado las manos. Pero como no lo estaban no tuvo más remedio que saludar y marcharse. Se detuvo en la puerta para dar una orden a las mujeres.

—No la desvelen con su charla y asegúrense de que tome caldo de pollo mezclado con raíces de ginseng.

Se inclinaron en silencio y él volvió a la biblioteca, donde, dentro de unos minutos, le sería presentado su segundo hijo varón. Se arrodilló delante del gran escritorio, y luego se levantó otra vez, demasiado inquieto para leer o escribir. Recorrió la estancia una vez más. La luz del sol entraba por las puertas abiertas, se volvió hacia él y sus rayos le calentaron. Sus blancas vestiduras brillaban a la luz y gozó de este ambiente de claridad y limpieza.

Era extremadamente limpio. Sunia sabía que cada mañana se ponía ropa limpia, pantalones holgados atados a sus tobillos, y una larga túnica blanca cruzada de izquierda a derecha sobre el pecho.

Sus antecesores fueron adoradores del sol, y había heredado de ellos su amor a la luz. El blanco era el color sagrado, un símbolo de brillantez y de vida, aunque también era el color del luto. Sin embargo la vida y la muerte estaban tan estrechamente ligadas en su inquieto país que no se podía pensar en la una sin la otra. Este saber se heredaba, él lo había heredado y lo heredarían sus hijos. Siguió pensando en esto y mirando fijamente un rayo de sol que caía sobre él.

Se acordó de que no había preguntado a su hijo mayor por qué se había enfadado tanto como para correr al bosquecillo de bambúes y romper los brotes tiernos. Tenía que saber por qué se había enojado su hijo. Dio unas palmadas y, mientras esperaba al criado, se sentó sobre los cojines que había detrás de su escritorio.

Como si no tuviese nada más que hacer habló descuidadamente al criado.

—Ruega al preceptor de mi hijo que venga, y entretanto cuida del niño tú mismo. Le está prohibido entrar en el bosquecillo de bambúes.

No explicó porqué le estaba prohibido. En una casa como aquella donde hay muchos criados todo lo que ocurre se sabe en seguida. El criado salió del cuarto cerrando la puerta silenciosamente.

Mientras esperaba al preceptor, vertió agua en el recipiente y frotó con la barra de tinta seca, hasta que se formó una pasta húmeda adecuada para dibujar caracteres chinos sobre la hoja de grueso y blanco papel de seda hecho a mano. Humedeció el pincel en la tinta, y cogiendo los finos pelos entre el pulgar y dos dedos los alisó y los posó sobre el papel. Iba a escribir cuatro líneas de un poema que había creado para anunciar el nacimiento de su segundo hijo. Pero ¿qué lengua usaría? Si su padre tenía que verlo, tendría que escribirlo en chino antiguo.

—Ningún verdadero intelectual puede usar el hangul —decía su padre siempre que veía lo que llamaba «la nueva manera de escribir».

En realidad a los hombres les gustaba escribir en chino para demostrar que habían recibido la educación correspondiente a un hombre culto. A Sejong el Grande le habían enseñado en chino y además había sido un buen gobernante.

—Si un rey quiere gobernar bien —decía—, debe saber lo que su pueblo piensa y desea, y ¿cómo puede este escribir a su Rey si las letras que usa son tan difíciles que se necesitan años enteros para aprenderlas? .

Para que le fuera posible comunicarse con su pueblo, inventó, con la ayuda de muchos intelectuales, un alfabeto tan sencillo que no se parecía en nada a los complejos signos chinos.

El libro con la historia de la vida del rey Sejong estaba abierto ahora sobre su escritorio. Il-han reflexionaba mucho últimamente sobre este noble Rey. ¡Ojalá que hoy en día hubiese un gobernante tan grande como Sejong! Uno que, aunque fuese el más encumbrado, pensase en los que estaban más abajo, en el pueblo: los que trabajan la tierra para producir alimentos para todos, los que construyen casas para que vivan los demás, los que sirven.

El mismo Il-han había sido educado como hijo único bien amado de una gran casa de la clase yangban, y no había pensado nunca en este su pueblo. Fue su propio preceptor, el padre del preceptor de su hijo, el que le habló de la agitación del pueblo, de la muda revuelta de los silenciosos. El Grande fue una buena denominación para un rey como Sejong. Fue lo suficientemente grande para saber que ningún gobernante puede ignorar el descontento de sus súbitos, pues el descontento crece y se convierte en cólera y la cólera en revolución. Pero ahora, ¿dónde había un hombre así? ¿Llegaría alguna vez a ser así el joven Rey?

La puerta se abrió y el preceptor de su hijo entró saludando, con un traje blanco, inmaculado.

—Señor, disculpe mi tardanza. Estaba en el baño. Se inclinó profundamente y esperó.

—Entre —ordenó— y cierre la puerta.

No se levantó, el preceptor era su inferior en edad y posición, aunque sólo los separaban tres años.

Su padre se quejaba de que el preceptor era demasiado joven pero Il-han quiso conservarlo, diciendo que su anciano preceptor era demasiado viejo, y no deseaba confiar su hijo a un forastero del que no sabía nada.

El joven entró y esperó.

—Siéntese —dijo Il-han amablemente.

El joven se sentó frente a él en un cojín delante del escritorio. Il-han se dio cuenta de que estaba inquieto y supuso que esperaba que le reprochase la destructiva cólera del niño, por ello le habló amablemente haciéndose cargo de la ansiedad que se pintaba en las sensitivas facciones del joven.

—Deseo hablarle de mi hijo —empezó Il-han.

—Como quiera, señor —contestó en voz baja el joven.

—No se trata de reproches ni castigos —continuó—. Es sólo que quiero que me hable de mi hijo, está con usted todo el día y usted entiende su carácter. Dígame, ¿por qué se encolerizó tanto en su propia casa?

El joven apartó los ojos del borde de la mesa.

—Tiene accesos de cólera, señor. No sé la causa. Vienen como las tempestades en el mar. No solemos discutir, pero a veces, de pronto, tira el libro al suelo y me echa de su lado.

—¿Odia los libros?

—No, señor —el joven levantó un poco más los ojos hasta llegar a las manos de Il-han apoyadas en el escritorio—. Es muy pequeño y no le exijo que estudie. Le leo anécdotas históricas, leyendas, cuentos de hadas, algo que le divierta y le guste, para que comprenda el placer que se halla en los libros y lo busque más tarde por sí solo. Esta mañana por ejemplo, le estaba leyendo la historia de La Rana Dorada.

Il-han conocía la historia desde su niñez. Era el cuento del rey Puro, quien no teniendo hijos, rogó al Señor que le enviara un varón. Cabalgaba hacia su casa de vuelta de un lugar llamado Konyun, cuando de repente oyó llorar a una roca. Sorprendido, ordenó a su séquito que se detuviera a examinarla y debajo encontraron una rana dorada que parecía un niño. El Rey creyó que sus ruegos habían sido escuchados y se la llevó a casa. La rana se convirtió en un guapo joven, y el Rey lo llamó Kunwa, que significa Rana Dorada y a la muerte de aquel le sucedió y se llamó rey Kunwa.

—Entonces —estaba diciendo el preceptor— el niño arrancó el libro de mis manos y lo lanzó al suelo. Luego salió corriendo del cuarto. Lo busqué y cuando lo encontré en el bosquecillo de bambúes, estaba arrancando los tallos de bambú con toda su fuerza y los arrojaba al suelo. Cuando le pregunté por qué hacía esto, dijo que no quería una rana dorada por hermano.

—¿Quién le puso esta idea en la cabeza? —preguntó Il-han asombrado.

El joven preceptor bajó los ojos otra vez, y, se ruborizó intensamente.

—Señor, estoy desolado, me temo que fui yo. Oyó hablar del próximo nacimiento de su hermano y me preguntó de dónde vendría. No sabía qué contestarle y le dije que quizás le encontrarían bajo una roca, como la Rana Dorada.

—Una inteligente explicación —rio Il-han—, pero hay otra mejor. Podía haberle dicho que su hermano vendría del mismo lugar que vino él. Y cuando el niño hubiese preguntado de dónde vino él, haberle dicho: Si no lo sabes tú, ¿cómo vaya saberlo yo?

El joven preceptor, perdiendo ya del todo el control de sus nervios, le miró a los ojos.

—Señor, no conoce a su hijo. No se le puede convencer fácilmente, tengo que esforzarme en contestar muy bien a sus preguntas. A veces creo que dentro de pocos años sabrá más que yo. Se da cuenta si trato de evadirme del tema, del menor engaño, y me acosa para que le diga la verdad, aunque no la comprenda. Cuando, desesperado se la digo, lucha con ella como si estuviera atacando a un enemigo que debiera derrotar. Cuando finalmente la comprende y satisface su anhelo, está exhausto y furioso. ¡Insistió tanto en saber de dónde venía su hermano!, y ¿cómo podía yo explicárselo? Es demasiado joven. Traté de persuadirle con astucia, y fui a buscar el libro. Pero sabía que era una excusa, esta fue la verdadera razón de su cólera.

Il-han se levantó de su cojín y fue a la puerta abriéndola de golpe. No había nadie, la cerró y volvió a su asiento. Se apoyó en su escritorio y habló más bajo.

—Le he llamado también por otra cosa. Su padre, como sabe, fue mi preceptor. Me enseñó muchas cosas, pero, sobre todo, me enseñó a pensar. Me enseñó la historia de mi país. Deseo que haga lo mismo con mi hijo.

El joven preceptor se turbó.

—Señor, mi padre era miembro de la sociedad Silhak. Bajó la voz y miró hacia la puerta.

—¿Por qué asustarse? —preguntó Il-han—. Lo que tienen de bueno las enseñanzas Silhak, es que dicen que las enseñanzas que no sirven al pueblo no son sabias. Dése cuenta de que no es nada nuevo. Es un conglomerado de varios elementos.

—Occidente entre ellos —dijo el preceptor.

Se olvidó de que estaba en presencia del heredero de la familia más poderosa de Corea.

—En parte occidentales —reconoció Il-han—, pero no son malas. No significa traición a la reina. Yo diría que hemos estado demasiado tiempo bajo la influencia de China. No es que debamos dejamos influir totalmente por el Oeste. Nuestro destino, estando rodeados de muchas potencias, es estar influidos por todas hasta cierto punto. Nuestra labor es aceptar o rechazar estas influencias; unirlas, mezclarlas o separarlas de nuestras propias facetas, para ir formando nuestro carácter de nación independiente y con personalidad propia. Pero ¿cuál debe ser esta personalidad? Este es el problema; no encuentro ninguna contestación, pero ahora debo hallar la respuesta para el bien de mis hijos.

Se apoyó en el respaldo de su cojín, ceñudo y caviloso, pero luego su voz se alzó con mayor energía.

—No repita la debilidad de su padre conmigo. Me enseñó lo malo de otras familias, pero no de la mía, la familia Kim, la más culpable de todas ellas, en cierto modo. Pronto nos introdujimos en la Monarquía, y así pudimos obtener beneficios. Mil quinientos años atrás, mi familia casó tres de sus hijas con personajes de la octava dinastía Honjong. Durante tres reinados, uno después de otro, estos miembros de nuestra familia se casaron con miembros de la casa real «truebone». Mis antecesores lograron los mejores puestos del gobierno y por esto mi abuelo, y aún mi padre, se negaron a oponerse al Regente, y este último se retiró a vivir al campo. ¿Cómo podríamos vivir si no en casas como esta? ¡Un palacio! ¿Cómo podría yo poseer tantas tierras en un país tan pequeño? Hasta aspiramos a subir al Trono. Usted sabe que uno de mis antecesores lo intentó y fue aplastado como merecía.

Hablaba con pasión reprimida pero profunda, y el joven preceptor estaba sorprendido por la humillación que Il-han se infligía a sí mismo.

—Son cosas pasadas, señor —murmuró—. Se han olvidado ya. Il-han insistió:

—No se han olvidado. Por culpa de los Kim sufrió y sufre mucha gente. Nuestro nombre es famoso por esto. —Con el índice de la mano izquierda dibujó en su otra mano la palabra china que significaba oro. Esta palabra era Kim—. Esto es por lo que hemos vivido, para el oro, oro en forma de tierras, casas y alta posición. Incluso llegamos a ser más poderosos que la casa real. Usted debe enseñar a mi hijo lo que su padre no me enseñó. ¡Enséñele la verdad!

Habló violentamente, sus hermosas facciones estaban sombrías y contraídas por la furia.

Antes de que el preceptor pudiese hablar, se abrió la puerta. La comadrona entró, llevando en brazos al recién nacido sobre un cojín de seda roja. La seguían las cuñadas de Il-han y sus doncellas.

La cuñada de más edad entró primero.

—Hermano, te presento a tu segundo hijo.

Il-han se levantó. Sus deberes familiares lo reclamaban otra vez y despidió al preceptor con un gesto. Avanzó hacia el cortejo y tendió los brazos. La comadrona puso en ellos el cojín con el niño que dormía, y entonces pudo ver la carita perfecta de su nuevo hijo.

—Pequeña Rana Dorada —murmuró.

Las mujeres se miraron asombradas y luego se rieron y aplaudieron. Era un presagio feliz, porque la Pequeña Rana Dorada se había convertido en un príncipe.

—¿Qué dijo cuando vio nuestro hijo? —preguntó Sunia. Había recobrado ya algo de su color natural y sus grandes ojos estaban llenos de vida. El parto no había sido difícil, y con un segundo hijo varón se sentía triunfante. Tendría que tener tres o cuatro más antes de poder desear una hija. Una mujer necesita hijas en la casa.

—Sonrió y le llamó Pequeña Rana Dorada —dijo su hermana mayor, una alta y esbelta mujer de mediana edad, casada con un intelectual que vivía en una ciudad del Norte.

Desde que la madre de Sunia y la de Il-han murieron, venía a cumplir, junto a ella, los deberes de una madre. Con ella vino también su hermana menor, que no se había casado porque quería hacerse monja budista. Il-han, a falta de padre o hermano, no se lo había consentido.

—Hoy en día —dijo— ninguna mujer debe enterrarse en un convento. La época del budismo ha pasado ya.

Sin su permiso, la hermana de Sunia no podía hacer otra cosa que esperar.

Sunia recibió a su hijo tiernamente y lo estrechó contra su pecho.

—Siempre encuentra palabras adecuadas para todo. Es demasiado inteligente para mí. Espero que este niño se parezca a él.

Miró la carita dormida y acarició la pequeña y firme barbilla.

—¡Mírale cómo duerme! Se está ocultando de mí. Todavía no le he visto los ojos.

—Acérquelo a su pecho —dijo la comadrona—. No mamará todavía, pero se acostumbrará al pezón.

La joven madre descubrió su pecho redondo y lleno.

—Póngalo primero en el izquierdo, donde está el corazón. Sunia se negó tozudamente.

—Ya puse mi primer hijo en el izquierdo, este lo pondré en el derecho.

El niño se agitó cuando el pezón tocó sus labios, pero no abrió los ojos. Sunia levantó su seno con una mano y con el pezón rozó los labios de su hijo, riéndose de él. Las mujeres la rodearon para gozar de la vista de una mujer joven y saludable y de su hermoso hijo varón.

—Miren, miren —exclamó la hermana más joven—, ha abierto los ojos y hace pucheritos.

De pronto el recién nacido dio señales de vida y chupó el pezón.

—Ah… ah… ah…

Las mujeres contuvieron la respiración. Se miraron. ¿Dónde se había visto cosa igual? Mamar tan pronto, aunque sólo fuera un instante. Sí, había sido sólo un instante. El niño volvió a quedar dormido con los labios humedecidos por la leche. La comadrona lo cogió y lo puso al lado de su madre, en la cama, porque un recién nacido debe dormir junto a su madre ya que necesita el calor del cuerpo en el que estaba hasta hace tan poco y el espíritu que estaba con él antes de nacer.

Luego su hermana ahuecó los cojines y alisó la colcha.

—Duerma —le mandó la comadrona—. Estaremos cerca por si llama, pero ahora debe descansar.

Pasaron a otra habitación cerrando la puerta corredera tras ellas. Era la primera vez que estaba a solas con su hijito, y quería examinar ella sola su propia obra. Se sentó en la cama, puso el niño sobre sus rodillas y le fue quitando los vestidos con manos cálidas y acariciadoras hasta dejarlo desnudo. Luego le examinó todo el cuerpo con extrema atención buscando alguna imperfección. Primero los pies que pisarían con la firmeza de un hombre fuerte, pero ahora, ¡qué pequeños y lindos eran! Al pie, gordo y perfecto, no le faltaba ningún dedo, tenía las uñas rosadas y lo suficientemente largas para cortárselas, pero no debía hacerlo, porque podría traerle mala suerte toda la vida. Tenía los empeines tan altos como los de su madre, y los tobillos ya formados. Las piernas, como las de su padre, serían rectas cuando las curvas de la infancia desapareciesen, porque sus huesos eran fuertes. Los muslos eran gruesos y el vientre redondo. El pecho alto, los hombros anchos y lo suficientemente fuertes para sostener su cabecita. Los brazos largos prometían ser los de un hombre alto. Las manos eran exquisitas, como las de su padre, largas y bellas. Las suyas eran pequeñas y graciosas, pero las de Il-han eran fuertes, aunque no hubiesen hecho nunca más que sostener un pincel para escribir. Tenía la cabeza lo suficiente grande para dar cabida a un cerebro privilegiado; notablemente modelada, de amplia frente, cabello suave, oscuro y abundante. Todas sus facciones eran perfectas de forma y colocación. Se parecía a su padre, así como el mayor se parecía a ella. No tenía ninguna imperfección. Había nacido perfecto y completo.

No, espera; ¡la orejita izquierda!, ¿el lóbulo?

La examinó cuidadosamente mientras el niño dormía. Un lóbulo era más corto que el otro, algo retorcido, imperfecto. Intentó recordar qué había podido hacer para que le naciera un niño imperfecto, aunque la imperfección fuese mínima.

Las predicciones habían sido favorables. Supo que iba a tener un hijo, porque había soñado con la salida del sol de madrugada. Soñar con flores habría significado que iba a tener una niña. Entonces, ¿por qué esta orejita con el lóbulo torcido? Procuraba recordar todos sus sueños mientras estuvo embarazada. Ninguno había sido malo. El mejor de sus sueños fue uno en el que vio a su padre, que murió cuando ella tenía cuatro años y era tan pequeña que cuando pensaba en él, sólo podía recordar su cara vagamente. Sin embargo, en sueños había visto claramente su rostro sonriente, una cara alargada y bondadosa, de nariz no tan grande que hubiese significado ruina y muerte en país extranjero, ni tan pequeña que hubiese significado hambre.

Examinó ansiosamente la nariz del niño. No era ni grande ni pequeña, aunque más bien grande que pequeña. La oreja torcida era imposible de explicar. Habría que enseñársela a Il-han cuando fuese a verla mañana. Si él tampoco sabía lo que significaba, consultarían al adivino ciego.

Vistió al niño de nuevo, lo envolvió en el cobertor de seda y lo puso a su lado en la cama. Su intensa preocupación no le permitió dormirse hasta el amanecer.

No hablaría aún de este defecto, que Il-han lo descubriese por sí mismo:

Fue a verla al siguiente mediodía, cuando ya habían aseado y vestido al niño. A Sunia, después de comer, la habían lavado, perfumado y vestido, de blanco, y le habían cepillado el pelo adornándoselo después con una cinta de seda rosa. Il-han procuraría estar lo mejor posible. Lo conocía. Cuando estaba absorto en sus asuntos no se preocupaba de sí mismo, pero hoy por la mañana se habría afeitado, peinado el pelo hacia atrás en una tirante trenza que partiría de la parte superior de la cabeza, y se habría puesto blancas y limpias vestiduras.

Cuando llegó, le latió el corazón como la primera vez que le vio, con el traje de boda, la típica túnica de espesa seda negra encima de las vestiduras blancas, el sombrero negro y alto, el collar largo y pesado y el ancho cinturón de brocado. Todo lo que el casamentero había dicho, era verdad. Antes de que se firmase el contrato de boda, su padre había contratado unos espías, porque los casamenteros, en su afán por ganar dinero, a menudo inventaban mentiras que favoreciesen a los contrayentes. Pero los espías volvieron y confirmaron lo que aquellos habían dicho.

—Es un joven muy guapo. Ni juega ni va con malas mujeres.

Su única falta es que sigue las enseñanzas de los Silhak.

Se sospechaba que una de sus teorías era la demanda de acción y no únicamente de estudio. Un hombre, y aun un rey, sostenían los Silhak, debía ser juzgado por sus obras y no por sus palabras. Cuando le explicaron esto a Sunia, dijo que quería un hombre así para marido porque estaba harta de hombres que no hacían más que alardear de glorias de tiempos pasados. Su padre cedió al fin y firmó los contratos, y en cuanto ella vio la cara grave y hermosa de Il-han supo que había acertado.

—Entra, entra —dijo ahora al darse cuenta de que estaba parado en la puerta mirándola, y admirando su belleza mientras ella pensaba en él.

Sunia sabía muy bien lo que significaba aquella mirada encendida de sus ojos oscuros y la sonrisa de su labios. Si hubiesen pertenecido a una generación anterior, él no habría ido a su habitación tan inmediatamente después del nacimiento del niño ni tampoco solo, pero las viejas costumbres se dejaban de lado ante las exigencias de los jóvenes. Se abrazaron. Entre sus amigos no conocía ningún matrimonio que conversase como ellos. Si alguno lo hacía, las esposas no lo decían. Porque, ¿quién puede saber lo que pasa entre un hombre y una mujer? Una corriente vital interior fluía entre ellos, y era algo muy excitante porque a ella la habían educado en la más inocente ignorancia. Nadie la había preparado para la eventualidad de que se enamorase de su marido.

Su madre le había dicho que no debía quejarse de su marido, ni negarse a lo que él le pidiera, ni debía enfadarse si no gustaba a su marido y él se iba con otras mujeres fuera de su casa… Él cumplía con su deber reconociéndola como esposa, respetándola y dándole casa, alimento y vestidos.

—Tu deber es ser suya, sólo suya, haga él lo que haga —había dicho su madre con viveza pero vagamente; porque, ¿cuál era este deber, y este lo que haga? No se había atrevido a preguntárselo, estaba tan ocupada con los detalles de los esponsales, con recibir la caja negra que mandaba la familia de Il-han, que contenía seda roja de fondo azul y seda azul de fondo rojo, y otras cosas semejantes, y con aquella carta.

¡Ah, la carta! No se le había permitido estar presente cuando un miembro de la familia Kim la trajo, pero se la sabía de memoria.

Puesto que ustedes nos han concedido a su noble hija como hija política, les mandamos como regalo unas telas, según las antiguas costumbres.

Así se fijaron los esponsales. Aquella noche iluminaron la casa con faroles y en ras puertas colocaron criados con antorchas encendidas. Ella se había quedado en su habitación, pero lo miraba todo de pie en la oscuridad, detrás de la cortina de una ventana. Y el día de su boda se escondió allí otra vez, cuando él llegó montado en un caballo blanco. El caballo lo conducía un hombre vestido de azul con sombrero rojo, que llevaba bajo el brazo un pato vivo, que significaba felicidad matrimonial. El hombre era pequeño, y el pato tan grande y lleno de vida que tenía que forcejear constantemente con él. Il-han, montado en su caballo, se reía. Sunia se rio entonces y se reía ahora recordándolo.

—¿De qué te estás riendo? —preguntó Il-han. Acercó un taburete labrado a su lado y se sentó.

—Estaba recordándote montando aquel caballo blanco tan grande —dijo riendo—, con los criados detrás tuyo llevando sombrillas de papel y el hombrecillo que llevaba aquel pato tan grande.

Era uno de los placeres de su vida en común que le sorprendiese siempre con pensamientos, sentimientos y actos nuevos para él.

—¿Estabas mirando? —preguntó sonriendo.

—Sí —dijo alegremente—. ¿No te lo había dicho nunca? Estaba mirando, y cuando te vi reír, me sentí feliz.

Él cogió su mano.

—¿Feliz por qué?

—Porque supe que te amaría.

Dio una palmada.

—¿Y si el pato se hubiese escapado?

Lo dijo para hacerla enfadar un poco, porque es un mal presagio para el futuro matrimonio que el pato de bodas escape.

—No me habría preocupado —dijo ella—. Te había visto y te hubiese seguido donde fuese.

—Bien, bien —intentaba disimular su constante ternura a través de los años, regañándola—. ¿Es así como se habla a un hombre? Eres demasiado atrevida. No te han educado bien.

—Estoy muy bien educada, y tú lo sabes —replicó enfurruñada-Todas las mujeres Pak están bien educadas. ¿No pertenecemos acaso a los truebone? Tenemos sangre real también, como los Kim.

Truebone para truebone —dijo poniendo la mano de Sunia sobre su mejilla. Ella se la acarició y luego, no queriendo llegar más lejos, apartó la mano.

—Todos somos iguales —dijo ella—. El día de nuestra boda me saludaste demasiado descuidadamente, en la mesa, delante de la puerta. Tres veces, en vez de cuatro. Aún estabas tratando de dominar la risa por lo del pato.

—El pato no debe estar sobre la mesa, como sabes muy bien —le recordó él—, y ya me veía yendo al encuentro de mi princesa con un pato detrás de mí.

—Sea como fuese, tu padre parecía sorprendido cuando te condujo fuera de la casa. No me habías visto nunca hasta entonces y aún pensabas en patos.

Se lo reprochaba burlonamente, pero sus oscuros ojos reposaban en su cara con tal mirada, que él se mordió los labios.

—Nunca lo olvidaré —murmuró. Se levantó impetuosamente, la alzó contra su pecho con el brazo derecho y hundió la cara en su pelo. Se abrazaron unos instantes y luego ella, gentilmente, le apartó.

—No nos conducimos bien, padre de mi hijo. Esta no es nuestra noche de bodas.

—Falta más de un mes para… —murmuró impaciente, luego se interrumpió bruscamente.

Ella parpadeó, se puso a mirar la colcha de satén e intentó estirar un hilo.

—No me has dicho lo que pensabas de nuestro segundo hijo. Él suspiró profundamente.

—Espera un instante —le rogó—. Deja que se calme mi corazón.

Se levantó y paseó por la habitación, parándose delante de una pintura de la montaña sagrada de Omei, en la lejana China. Luego volvió a sentarse.

—Este hijo no es respetuoso con su padre —dijo—, durmió durante todo el tiempo que estuvo en mi presencia. Pero me parece bien, aunque no es tan hermoso como el primero. Se asemeja a mí. No creo que los Pak en general sean más guapos que los Kim, pero tú eres una excepción.

Ella sacudió la cabeza.

—Hice lo que pude para que fuese perfecto, pero …

—¿Pero qué?

—Tiene una imperfección.

—¿Sí?

—Esto —tocó el lóbulo de su oreja—. Está torcido hacia dentro, no es como el otro.

Il-han dio una palmada. Entró una sirvienta.

—Tráeme a mi segundo hijo —ordenó—. ¿Qué puede significar esto? —preguntó luego a su mujer.

Sacudió la cabeza otra vez, y las lágrimas acudieron a sus ojos.

—¡Ah, no! —gritó impetuosamente, cogiendo sus manos entre las suyas.

—No es culpa tuya, cariño mío.

—Algún espíritu maligno debió tocarle antes de nacer —suspiró Sunia.

—Tengo que preguntar al adivino lo que significa.

—¿Dónde estaban nuestros espíritus samsin? —preguntó desdeñosamente.

Era una vieja querella entre ellos, nunca acabada, una pequeña batalla que nadie perdía y nadie ganaba. Los samsin eran los tres espíritus cuyo deber es cuidar de la concepción, crecimiento y desarrollo de los niños en la casa. Él no creía en espíritus samsin, y ella, cuando la embromaba, decía también que no creía, y, sin embargo, había puesto los amuletos.

—Los hilos, los papeles, los trozos de tela, estaban colgados aquí y allá en la pared la noche que nosotros …

Él soltó sus manos suavemente y fue hacia la pared del fondo de la habitación. ¡Sí! Aún estaban allí, la material y evidente presencia de los samsin, ahora algo polvorientos y rotos. ¿Cómo podían estas pobres reliquias tener influencia sobre el nacimiento de un niño? Las contempló con desagrado, dándose cuenta de que en su mente y en su corazón seguía habitando su vieja incredulidad. ¡Cuentos de gente pueblerina, torpes esfuerzos de campesinos y sacerdotes ignorantes para encontrar una explicación a los milagros de la vida! ¡Hasta su cuñada quería ser monja budista!

Deseaba saber, conocer cosas de una manera nueva, diferente a la de los libros de los muertos. Su padre se sentaba día tras día a estudiar la historia de los antepasados de su familia, orgulloso de los muertos, censurando a los vivos. Era vivir muriendo un poco cada día, engendrando hijos para el futuro pero soñando con el pasado.

Alzó la mano y arrancó aquellos amuletos.

—¡Il-han!

Oyó el grito de su esposa y se volvió hacia ella.

—¡Cuánto tiempo he estado deseando destrozar estos trapos! Y al fin lo he hecho.

—Pero Il-han —dijo suspirando—, ¿qué nos sucederá?

—Algo nuevo y algo bueno —dijo él.

En este instante entró la sirvienta con su segundo hijo. Se lo cogió, la despidió con un gesto de la mano y llevó al niño a la cama dejándolo aliado de su madre.

—Tranquilízate, Sunia —mandó—. ¿Me acusas de no tener sentimientos paternales? Solamente quiero que si el niño puede ser perfecto, lo sea.

Sunia volvió a protestar.

—¡Sólo piensas en ti! ¡Estás avergonzado de tu hijo! ¡Oh! ¡Lo tuyo tiene que ser siempre tan… tan… perfecto!

Estaba sorprendido. Nunca la había visto tan enfadada. A veces se enfurruñaba y se enfadaba, pero sus malos humores terminaban siempre en risas.

—Ahora no se reía. Tenía las mejillas escarlata, y sus ojos, relucientes como el fuego, le lanzaban llamaradas de furor.

—Sunia —le dijo con voz irritada, pero ella no le dejó hablar.

Tenía el niño apretado contra su pecho y continuó hablando y sollozando al mismo tiempo.

—¿Eres tú un truebone? No lo creo. Nunca se oyó decir de un tangban que porque su hijo tuviese un defecto pequeño, pequeño, pequeño, en la curva del lóbulo… no. ¡Tú eres un soban… soban… soban!

Le pasó el brazo por detrás de la cabeza y le tapó la boca con la mano. Sunia, con el niño en brazos, intentó desasirse, pero no la soltó. De pronto, uno de sus agudos dientes le mordió la palma de la mano. Lanzó un grito y apartó la mano. Le sangraba la palma. Se la miró, luego la miró a ella y la sangre que goteaba sobre la colcha de satén.

Sunia estaba horrorizada.

—¿Qué he hecho? —murmuró, y dejando al niño, le vendó la mano con una tira que rasgó del borde de su ancha manga—. Perdóname —le rogó, y apretó la mano de Il-han contra su pecho. Tenía los ojos húmedos de lágrimas.

Él sonrió, disfrutando del placer de perdonarla.

—Enséñamelo —dijo.

Sunia le dio la vuelta tiernamente y le echó para atrás el cabello, suave, negro y liso que le caía sobre la oreja izquierda.

—Aquí —dijo—, mira lo que le ha sucedido ya antes de nacer.

Se acercó más para verlo. La deformación era muy pequeña. En una niña que tiene que llevar pendientes, hubiese sido un defecto más grave.

Sin embargo, era un defecto, y no le gustaba pensar que un hijo suyo lo tuviera. ¿Qué podría hacerse? La forma del lóbulo ya estaba hecha, la carne creada. No serviría de nada llamar a un doctor, las hierbas no cambiarían esta forma permanente y era algo tan pequeño, el lóbulo metido hacia dentro como si se lo hubiesen alzado con un hilo que pudiese soltarse en cualquier momento.

Un corte rápido de cuchillo podría solucionarlo si se tenía la valentía suficiente para hacerlo.

Tocó la suave oreja del niño y luego alisó otra vez sobre ella el pelo negro.

—He oído decir que los doctores occidentales corrigen estos defectos cortando la carne con un cuchillo —dijo.

Sunia cogió al niño en sus brazos.

—¡Nunca! ¿Un doctor occidental? ¡Tú no quieres a tu hijo!

Le quiero —dijo él gravemente—. Le quiero lo suficiente como para desear que sea perfecto.

Ella estaba a punto de llorar.

—¡Me echas la culpa a mí!

—No culpo a nadie, pero desearía que fuese perfecto —replicó.

—¡Pero, yo! —gritó. Las lágrimas le caían rodando por las mejillas—. ¡No permitiré que lo toque un doctor extranjero! Déjalo tal como nació. Yo lo quiero. Será mi hijo si tú no lo quieres aceptar como tuyo.

—Es verdad —dijo tranquilamente—, es verdad que las mujeres coreanas son tozudas e independientes. Si me hubiese casado con una amable china o una dócil japonesa …

—¡Ay, no! —murmuró—. No me hagas reproches.

—¿Pues quién soy yo? —preguntó.

—Un truebone, tangban de la clase yangban —dijo ella con el corazón roto.

—¿Y qué más?

—Un intelectual.

—¿Qué más, qué más?

—Mi señor.

—Eso es. ¿Y qué más?

Con la mano que estaba posada en el pecho de Sunia, le alzó la cara hacia él.

—Mi amor —dijo ella al fin.

—Bueno, bueno —dijo él bajito—. Ahora ya sé todo lo que soy: un yangban, tangban, y además tu señor y tu amor. Me parece que esto bastaría a cualquier hombre.

—¿Todavía te sangra la mano?

Se la mostró con la palma vuelta hacia arriba. Había dejado de sangrar, pero se veía la marca de los dientes. Cuatro pequeños puntos rojos. Sunia volvió a sentir remordimientos y, cogiéndosela otra vez entre las suyas, se la llevó a los labios y besó las marcas. Entonces, el niño, que había estado durmiendo todo este tiempo, empezó a llorar. Lo cogió en sus brazos y lo acercó a su pecho. Inmediatamente empezó a mamar, chupando con fuerza.

Sunia alzó los ojos y los posó en Il-han, que se había apartado un poco de la cama y estaba de pie mirando el grupo que formaban.

—Míralo —dijo orgullosamente—. Está hambriento de verdad.

—Ya lo veo —replicó Il-han. Silencioso miraba al niño mamando de aquel pecho lleno y suave.

—Si fuese adivino —dijo— predeciría que este hijo nuestro no pasará hambre. Siempre encontrará el camino a la fuente que lo alimenta.

Y, dicho esto, salió de la habitación y volvió a su biblioteca sin mirar a los criados que, a derecha e izquierda, dejaban sus ocupaciones, sea lo que fuere lo que estuviesen haciendo, y se inclinaban respetuosamente a su paso.

Sin embargo, una vez en su biblioteca, no se sintió con ánimos para fijar su atención en los libros.

Inconscientemente, Sunia había hablado de una de las ideas que le tenían inquieto.

Era extraño que esta época fuese igual a la de sus abuelos. ¿Por qué Sunia había tenido que hablar precisamente entonces de cuando los nobles civiles estaban en el poder y los militares sometidos a ellos? Ambos eran yangban, de la aristocracia de la era Koryo, y en teoría las dos divisiones de la nobleza, la civil y la militar, eran iguales, aunque en la práctica los civiles tangban, a los que su familia había pertenecido siempre, tenían mayor influencia desde que los soban se habían estancado en puestos de un nivel algo inferir del Gobierno. Aunque cuando la clase dirigente se corrompía, los soban, es decir, los militares, se apoderaban por fuerza del poder y acababan con la corrupción.

Sucedió así con el decadente rey Vijong, el dirigente número dieciocho de la época Koryo. Este rey, apoyado y aplaudido por sus consejeros civiles, había dedicado su vida al placer y a las locuras. Una noche, estando rodeado de mujeres y acompañantes borrachos, los cabecillas militares soban tomaron el poder, y sólo después de una lucha encarnizada, lograron los civiles tangban volver a subir al trono. Ahora se volvía a esta antigua pugna entre militares y civiles.

¿Por qué sucedía esto? Sorprendido, se dio cuenta repentinamente de que estaba enojado consigo mismo por no haber estudiado mejor la historia. Puede que ahora que ya era un hombre hecho y derecho, padre de dos hijos, empezase a creer en lo que su padre le decía tan a menudo.

—Hijo mío, hay que conocer el pasado para comprender el presente y enfrentarse con calma con el futuro.

Le había escuchado sin oírle, harto del pasado y fastidiado por su adoración a los antepasados. Aún ahora, cuando su padre se reunía con viejos amigos, sólo hablaban del pasado.

—¿Recuerdas? ¿Recuerdas?

Todas sus frases empezaban con esta palabra tan gastada:

—¿Te acuerdas de la edad de oro de Koryo? ¿Recuerdas cuando luchamos con aquel diablo japonés, Hideyoshi, que invadía nuestras playas?

—Sí, pero piensa que la dinastía Yi.

Bueno, aún no era tarde para corregir su ignorancia. Iría a ver a su padre y ahora le escucharía atentamente.

—Señor, ¿seguro que quiere ir andando? —le preguntó con empalagosa ansiedad el criado que le traía su abrigo de seda negra.

—Iré andando —contestó Il-han.

El criado ató las anchas bandas del abrigo al hombro izquierdo de su amo.

—¿Lo sigo, señor?

—No es necesario —replicó Il-han—. Hace un día muy bonito y quiero ir a decirle a mi padre que me ha nacido otro hijo varón.

El criado insistió:

—Señor, ya se lo han anunciado las cartas rojas. Las mandamos ayer.

—Cállate —dijo Il-han.

Hablaba con impaciencia desacostumbrada en él, y el criado, dándose cuenta del mal humor de su amo, inclinó la cabeza y lo siguió hasta la puerta. Allí volvió a hacerle otra reverencia, y dejando pasar unos minutos, salió tras él siguiéndolo sin que se diese cuenta.

La calle principal, empedrada, tenía un aspecto bullicioso, con hombres y mujeres vestidos de blanco que iban y venían. Las mujeres se movían entre los hombres con entera libertad.

Una vez, adolescente, había estado en Pekín. Su padre fue nombrado emisario y tuvo que llevar el tributo al emperador chino, y él, un muchacho de quince años, le pidió que lo llevara. Cuando paseaban por las anchas y polvorientas calles de Pekín, le sorprendió no ver más mujeres que unas mendigas y una vendedora en el mercado.

—¿Es que los chinos no tienen mujeres? —preguntó a su padre.

—Claro que las tienen —replicó su padre—. Pero sus mujeres están en la casa a la que pertenecen. En nuestro país —aquí se paró y se rio sacudiendo la cabeza con un gesto que indicaba que lo lamentaba—, las mujeres pueden más que nosotros. ¿Sabes aquel viejo cuento de un marido calzonazos?

En una posada, mientras comían su padre y él, le contó la historia de un magistrado coreano de otros tiempos que había sufrido mucho a causa de la tiranía de su mujer. El magistrado reunió todos los hombres de su distrito y les explicó la situación. Luego pidió que los que estuviesen en la misma situación que él (que fueran también pan-rivan o calzonazos) se colocaran en el lado derecho de la sala. Todos menos uno que se colocó a la izquierda lo hicieron así. Los otros se sorprendieron de que hubiese siquiera un hombre que no estuviese dominado por su mujer. El magistrado lo alabó diciendo que aquel era el símbolo de lo que debían ser los hombres.

—Díganos —le pidió el magistrado—, ¿cómo ha logrado su independencia?

Era un hombre pequeño, bajo y, tímido, que, sorprendido, balbuceó unas palabras explicando que no sabía de lo que le estaban hablando, que él estaba obedeciendo a su esposa, que siempre le ordenaba que evitase las multitudes.

Su padre terminó el cuento y miró a Il-han con ojos picarescos.

—Yo —dijo—, naturalmente, he hecho siempre lo que me ha mandado tu madre. Cuando lo malo se convierte en peor, me digo a mí mismo que las mujeres no pueden aún prescindir de los hombres porque somos nosotros los que engendramos hijos para ellas.

Enrojeció ante esta franqueza, y su padre se rio de él. Sonreía ahora recordándolo, y una alta campesina que llevaba una jarra de aceite en la cabeza le gritó:

—¡Mira por dónde vas, rey de la creación!

Se apartó rápidamente para dejarla pasar, y captó una mirada de reojo de sus ojos oscuros, que le miraban rientes y amonestadores. Tenía un hermoso perfil. ¡Hermosas gentes las de su pueblo! Los japoneses eran mucho más bajos que estos campesinos, los chinos tenían la piel menos bonita y el pelo más negro y más tieso. Una noble gente, su pueblo. Era una lástima que habitasen esta estrecha faja de tierra montañosa codiciada por los demás. ¡Si les dejasen en paz, a él y a su gente, para soñar, componer música, escribir poemas y pintar! Ahora que las ambiciosas naciones circundantes se apoderaban de lo que podían, que los tangban civiles estaban en decadencia y los rebeldes soban se estaban agitando desde abajo, aquello era imposible.

Se paró en la Puerta Sur (llamada Puerta de la Ceremonia Importante), y le preguntó al guarda que a qué hora se pondría el sol, porque luego cerrarían la puerta y nadie, a menos que se tratara de algo oficial, podría entrar o salir. El guarda, un hombre alto con un parche en el ojo izquierdo, miró bizqueando al horizonte e intentó adivinarlo.

—¿Adónde va, señor? —preguntó.

—A ver a mi padre —dijo Il-han.

Entonces el guarda se dio cuenta de que era un Kim, y bajó la lanza hablándole con respeto.

—Tendrá tiempo de tomar dos tazas de té con su honorable padre.

—Gracias —dijo Il-han.

Cuando hubo atravesado la gran puerta se paró, como de costumbre, para mirar hacia atrás. Esta puerta era una de las ocho que tenía la ciudad. Todas se podían usar para ir y venir excepto la del Norte, porque por ella huía el rey en caso de guerra, y la Sudeste, porque la usaban los criminales condenados a muerte al salir de la ciudad en su camino al patíbulo.

Esta última era también conocida por el nombre de Puerta de la Boca de Agua, porque el río pasaba por allí. También pasaban por allí los muertos camino del cementerio. Todos los muertos la usaban, excepto los reyes, que podían usar las otras. Era de madera y estaba pintada de rojo, azul, verde y oro. Sobresalía de la muralla de piedra y estaba dividida en dos partes. La madera de la parte superior tenía agujeros por los que se podían disparar flechas. El tejado era de tejas y por los lados hacía una curva hacia arriba como los tejados del palacio y la puerta de Pekín. (A Il-han, de niño le habían contado que era para atrapar a los diablos que por diversión se deslizaban por los tejados, se dejaban caer al suelo y luego, perversamente, entraban en las casas para fastidiar a la buena gente y crearle problemas).

Una vez, a los trece años, trepó a la torre y encontró en una grieta de la madera las letras de un nombre antiguo. Era el de un joven príncipe, hijo segundón de la dinastía Yi, que, como todos los chicos, deseaba grabar su nombre para siempre en una superficie lisa. Recordó que había deseado grabar el suyo debajo del nombre del príncipe, pero lo contuvo una cierta repugnancia, alzó la mirada, sus ojos se encontraron con los de un guarda y echó a correr huyendo de aquellos hostiles ojos soban.

Dejó sus recuerdos y empezó a caminar de cara a las montañas por aquel camino pedregoso y polvoriento. Su criado, un poco distante, le seguía sin que lo advirtiera.

La ciudad estaba en un valle rodeado por montañas, ocupando una extensión de tres millas. Era el centro de su país, el corazón de la nación. Estaba circundada por escarpadas y agudas cimas. Allá estaba la más alta de todas, la Triple Cúspide. Sobre sus crestas aún había nieve que parecía colgar en largas y blancas fajas. También estaban la Montaña del Sur y la Montaña del Norte. Las murallas de la ciudad hacían eses entre los repliegues de estas montañas. Empezaban en la Puerta Oeste, que se llamaba la Puerta de la Amistad, denominación bastante adecuada porque los chinos, que eran sus aliados, vinieron del Oeste; hacían una curva al Este en la Puerta de la Elevada Humanidad, denominación equivocada, porque del Este había venido del Japón, hacía doscientos años, el malvado Hideyoshi, aquel campesino gordo y bestial.

Andaba lentamente para disfrutar del campo ahora en la plenitud de la primavera. A lo largo de los senderos llenos de hierba que serpenteaban entre los campos, mujeres y niños arrancaban frescas hortalizas silvestres, tan deseadas durante todo el invierno, en que se veían obligados a comer legumbres secas o en conserva. Las innumerables azaleas hacían que las grises faldas de las montañas más allá de los campos pareciesen alfombradas de rojo. Hasta en las montañas había gente buscando alimentos frescos: raíces de campanillas para raspar, machacar, hervir y luego comer con salsa de soja y semillas de sésamo; el delicado encaje de las blancas clematites y espirea silvestre, los blancos dientes de león, las amargas hojas de malva silvestre y brotes de crisantemo salvaje, muy sabroso con arroz o con sopa. ¡Cuánto se acordaba de su madre y de sus habilidades culinarias! Sunia era buena ama de casa, pero su madre era una mujer a la antigua y no le gustaba comprar nada hecho. Cuando niño, estaba a su cuidado, y era ella quien dirigía sus ocupaciones. Solía jugar cogiendo con sus manos infantiles las semillas de soja puestas a remojar por la noche en agua fría y le ayudaba a dar vueltas al molinillo que las trituraba y a escurrirlas y hervirlas, y luego ponerlas en conserva con sal húmeda. Se secaban y entonces podían cortarse en blancos y blandos bloques de requesón de semilla de soja. Una vez le explicó la receta a Sunia, pero esta protestó diciendo que ya había bastante con hacer en casa el kimchee, y que le dejase comprar el requesón de semilla de soja.

—Pero —protestó él— el casero es mejor.

¡Ay, aquella salsa de soja! Este pensamiento y el fresco aire primaveral despertaron su apetito. Su madre hervía las semillas de soja hasta reblandecerlas, y luego las machacaba en un viejo mortero hecho de un tronco de árbol vaciado. La mano de mortero era un palo con una sólida bola de madera en cada extremo, para que se pudiese usar por ambos lados. Luego, con la pasta obtenida, hacía bolas, las cubría con una tela y las colgaba del techo de la cocina formando ristras. En días primaverales como este, las bajaba, las cortaba a trozos y las mojaba con agua aliñada con pimientos rojos picantes. No había vuelto a probar estos alimentos caseros. Su madre había muerto el primer año de su matrimonio, y no llegó a conocer a su primer nieto. Este fue su postrer lamento.

—No veré a mi nieto.

Intentó verlo, pero la muerte la venció.

Pensando en ella, andaba despacio olvidando que hacía un día esplendoroso y que el campo estaba muy hermoso. Se acercaba la hora del crepúsculo cuando pasó el puente sobre el riachuelo cercano a la casa de su padre. A sus orillas había campesinas arrodilladas en el suelo golpeando ropa blanca sobre piedras planas. Sus golpes sonaban rítmicamente en aquella atmósfera diáfana. Aquella escena campestre, tan querida y familiar, la atmósfera de paz, le apenaron. ¿Cuánto, cuánto tiempo duraría esto?

Cuando Il-han entró, su padre dejó la pluma. Le habían anunciado la llegada de su hijo, pero el anciano no levantó la cabeza hasta que vio su sombra sobre la mesa en que escribía. Il-han hizo la reverencia acostumbrada y su padre sólo dio señales de haber recibido su saludo señalándole un cojín en el suelo. Sobre este cojín Il-han se sentó y un criado le quitó el abrigo. El anciano levantó y enarcó sus canosas cejas mirando a su hijo.

—¿Cómo estás aquí? —preguntó—. ¿No debías estar de servicio en la corte?

—Padre —dijo Il-han—, he venido personalmente a decirte que tu segundo nieto está muy bien y tiene buen apetito.

—Buenas noticias, buenas noticias —dijo el anciano. Las arrugas de su marchita cara se convirtieron en sonrisas y su pequeña barba gris se agitó.

—Sí —continuó Il-han—; nació ayer antes del mediodía, como ya sabe. Está bien formado y es fuerte, es algo más pequeño que el mayor, pero perfectamente formado. Es decir …

Hizo una pausa recordando la oreja del niño. Su padre esperó.

—¿Y bien? —preguntó al fin.

—Su oreja izquierda no es perfecta del todo —dijo Il-han—, es un pequeño defecto, pero …

—Ningún Kim ha tenido nunca ningún defecto —dijo el anciano—. Debe ser la sangre Pak de la familia de tu mujer.

Il-han deseaba cambiar de tema. Se había casado algo contra el deseo de su padre, quien prefería la familia Yi a la Pak, pero ninguna hija de los Yi tenía la edad apropiada entonces. Su padre le mandó callar y continuó:

—Por ejemplo —dijo tirando de su escasa barba—, nunca he oído decir que un Yi tuviese ni siquiera un defecto. Gran inteligencia combinada con una gran belleza física, estos son los atributos de los Yi, aún hoy en día. No solamente fueron intelectuales. Este suelo, por ejemplo —golpeó el suelo con los nudillos—, este suelo fue ideado, además de para andar o sentarse en él, para calentar.

Il-han escuchó pacientemente lo que tantas veces había oído.

Su padre hablaba de los inventos de la dinastía Yi, por ejemplo el pavimento ondul, que había ahora en todas las casas. De un cuarto a otro se dejaba una separación de un pie. De la chimenea de la cocina salían cinco tubos que pasaban por la pared de esta habitación. Estos tubos estaban hechos de piedra delgada pegada con arcilla y atravesados por tabiques de piedra. Estas piedras se volvían a cubrir con arcilla y luego con una capa de arena y cal. Sobre esta capa se extendía más cemento. Encima se colocaba una capa de papel muy fuerte y duradera. Este papel, llamado jangpan, estaba hecho de madera de morera. Se pulía con sedimento de semilla de soja y líquido de boñiga de vaca que se extendía sobre el jangpan, y se dejaba secar. El suelo quedaba de un amarillo claro, fino, muy fácil de limpiar y pulir.

Cuando su padre terminase de admirar el pavimento ondul, seguiría con los barcos tortuga del almirante Yi, que vencieron a Hideyoshi. Il-han sabía perfectamente lo que sucedería, lo contaría y luego haría un hermoso y sabio discurso sobre la historia de su país.

Conocía muy bien a su anciano padre. El teatro había perdido un gran actor. Le era muy familiar la expresión de sus ojos cuando iba a hablar del pasado. Se sentaría y permanecería quieto durante largo rato. Luego se enderezaría y su delgada faz tomaría una expresión de nobleza y altivez, levantaría el brazo derecho como si empuñase un arma, y continuaría hablando…

Cuando revivía el pasado, hasta su voz cambiaba; de su vigorosa garganta salía una voz de hombre joven. Continuaría así durante media tarde, hasta volver al almirante Yi y a cómo salvó a Corea.

—Nunca nos dominaron —concluyó su padre—. Kim o Yi nunca seremos conquistados. Y golpeó la pulida superficie de la mesa con los puños cerrados.

—Luego, ¿usted está del lado soban? —le preguntó Il-han con maquiavélica intención.

El anciano se rio.

—Eres demasiado sinuoso, jovencito. No, no. Soy un intelectual, un tangban, y sobre todo un hombre de paz, lo aprendí en las rodillas de mi madre.

Entonces cerró los ojos y recitó lentamente un antiguo poema.

El viento no tiene manos pero sacude los árboles La luna no tiene pies pero viaja a través del cielo.

—Así, ¿ahora no hay por qué temer a los soban? —preguntó Il-han.

Su padre apretó con fuerza los labios.

—Yo no he dicho esto. Los soban no son intelectuales, pero no todo el mundo puede serlo. Necesitamos a ambos. Hay que tener algo que los soban no tienen, para entender los libros y las artes.

Se golpeó su ancha frente y se calló. Luego, en silencio, después de haber hablado tanto, cerró los ojos para dar a entender que ya había disfrutado bastante de la presencia de su hijo. Viendo la cabeza de su padre inclinada sobre el pecho, Il-han se levantó y se marchó silenciosamente.

Al llegar cerca de la puerta de la ciudad, una hora después del crepúsculo, vio allí un grupo de hombres que alborotaban y gritaban. Decidido se dirigió a ellos y, al acercarse a la puerta, vio que veinte o treinta soban la golpeaban con palos y lanzas. Se afanaban intentando derribar la puerta.

Vana esperanza, pues era pesada y estaba forrada de hierro por dentro y atravesada por barras de hierro del grueso del brazo de un hombre.

Il-han les gritó:

—Hermanos, ¿qué estáis haciendo?

Dejaron de golpear la puerta y se volvieron a él. Un cabecilla salió de entre ellos.

—Este demonio de guarda nos vio venir y cerró la puerta, aunque aún no se había puesto el sol.

Se acercaron más a él e Il-han sintió sobre él sus coléricos ojos como llamas.

Tangban —oyó que murmuraban—. Tangban, tangban.

—Tenéis razón. Han cerrado la puerta demasiado pronto —dijo tranquilamente—. Hablaré de esto en palacio.

Se callaron unos instantes, pero luego el jefe dijo con voz áspera:

—No necesitamos ayuda tangban. Echaremos abajo la puerta. Se abalanzaron otra vez contra ella y arrastraron a Il-han con ellos. Olió por primera vez en su vida el sudor y el hedor de la carne de animal macho. Un estremecimiento de temor insensato y frío corrió por sus venas. Entonces su criado se abrió paso a través de la multitud, y aunque le había desobedecido y le había seguido, no pudo menos que alegrarse.

—Señor —dijo el criado—, conozco al guarda de la puerta. Golpearé el postigo y me dejará pasar cuando sepa que usted está aquí.

Diciendo esto, se dirigió a una puertecilla lateral e hizo un ruido especial golpeándola con una piedra que cogió del camino. La puertecilla se abrió y el criado pudo pasar. Instantes después se abrió la puerta repentinamente, y los soldados cayeron de golpe en un montón. Mientras se estaban quitando de encima el polvo del camino, Il-han pasó sin que se diesen cuenta, y continuó hacia su casa. El criado le seguía en silencio.

La primavera iba dejando paso gentilmente al verano. Sunia se levantó de la cama, ya respuesta del parto, y ocupó su sitio en el gobierno de la casa. Todo iba bien. Sus pechos estaban llenos de leche y el niño crecía. El mayor recuperó su buen humor al recuperar la compañía de su madre.

Una mañana se paseaba por el jardín de moreras con el niño cogido de la mano. Las hojas estaban llenas y verdes, aún tiernas. Era para comprobar si estaban lo suficientemente maduras para los gusanos de seda, que había salido al jardín. Tenía gusanos de seda por placer, porque la seda se hacía fuera de la ciudad, en sus tierras y por los campesinos que las habitaban. Sin embargo, siempre, ya de pequeña y aún al cuidado de su vieja nodriza, le había gustado el arte de hacer la seda, desde el momento en que los gusanos, nacidos de minúsculos huevos, no más grandes que los puntos de una pluma sobre el papel, se envolvían en el caliente capullo, hasta que se podía palpar la rica tela de la seda.

Aunque la seda se hilaba en el campo había instalado un pequeño telar en una de las habitaciones de las dependencias del servicio, y cada año ejecutaba con sus servidoras la ceremonia de la seda. Era algo más que un placer. Era también un deber. En esta estación, hasta la reina debía criar gusanos de seda y hacer su labor de hilado y también el rey debía cultivar sus campos de arroz.

En esta mañana brillante y tranquila, se paseaba bajo las moreras con su hijo, cogía hojas y las probaba para conocer su sabor. No eran aún lo bastante fuertes y amargas, pero no había tiempo que perder.

—Hay que colocar hoy los huevos, príncipe mío —le dijo a su hijo, y se fue con él a las dependencias de servicio, donde habían dejado los huevos en hielo durante todo el invierno y principios de primavera para que no naciesen los gusanos hasta que las hojas de morera estuviesen en su punto.

Ordenó que las mujeres preparasen los grandes cestos para los huevos, y empezaron a trabajar mientras el niño corría entre ellas de un lado a otro, intentando, en su excitación, estar en todas partes al mismo tiempo.

—¡Quiero que salgan los gusanos! ¡Ahora! —dijo el niño impacientemente. Sunia se rio.

—¡Son sólo huevos! Hay que dejar que sientan el calor, entonces empezarán a crecer, y cuando los huevos sean demasiado pequeños para ellos, saldrán.

Después de unos cuantos días de estar en incubación, con el niño preguntando cien veces al día cuándo saldrían, miles de pequeños seres de menos de un octavo de pulgada de largo y no más gruesos que un hilo de seda, salieron al fin. Las mujeres los dejaban caer sobre las hojas de morera, que cubrían el fondo de los cestos. Durante tres días y tres noches, las mujeres alimentaron a estos pequeños seres tres veces al día. Por la noche, Sunia, mientras Il-han dormía, se levantaba una y otra vez de su gran lecho, atravesaba silenciosamente los patios iluminados por la luz de la luna e iba a ver lo que hacían sus gusanos de seda. Al cabo de tres días los gusanos dejaron de comer y se prepararon para su primer descanso. Ahora desprendían unos hilos de seda finos como cabellos y se pegaban a las najas de morera. Sólo sus cabezas se mantenían erguidas. Lentamente cambiaban de color.

—Mira —le dijo Sunia a su hijo mayor—, los gusanos de seda están poniéndose camisas de dormir.

Mientras Sunia esperaba con su hijo, los gusanos, con la cabeza erguida, durmieron un día o dos.

—¿Ahora qué harán los gusanos? —preguntó el niño.

Durante aquellos días no quiso estar con su preceptor ni estudiar, porque no podía pensar en otra cosa que no fueran los gusanos de seda y lo que hacían. Para él se habían convertido en criaturas mágicas y fascinadoras igual que para Sunia. Estaba con su hijo menor escasamente el tiempo de amamantarlo, y quería que terminase cuanto antes para poder dejarlo en los brazos de una criada y volver a los departamentos del servicio.

—Ahora —le dijo Sunia a su hijo—, se despojarán de sus pieles, demasiado pequeñas para ellos, y mientras duermen les crecerán pieles nuevas.

—¿Cambiaré yo también de piel algún día? —preguntó el niño alarmado.

Sunia se rio.

—No, porque tu piel está hecha para ensancharse.

Al decir esto, oyó los pasos de Il-han, porque aunque los gusanos de seda eran cosas de mujeres y pretendía no interesarse por ellos, también él iba a ver lo que hacían varias veces al día, y a observar el proceso de vida del que eran símbolo.

Él mismo contestó la pregunta de su hijo.

—Crecerás y también serás demasiado grande para tu piel —le dijo—, e irás cambiando de piel pero sin darte cuenta. Sin darte cuenta también, te convertirás en un joven, alto y fuerte, y te crecerán pelos en la cara y en el cuerpo. Luego te convertirás en un hombre por fuera y por dentro.

El niño escuchaba y le temblaba la boca, a punto de llorar.

—¿Por qué me crecerá pelo en la cara y en el cuerpo? —preguntó con voz débil.

—Lo asustas —dijo Sunia, y cogió al niño en brazos—. No llores, pequeño mío; serás un hombre algún día. Es hermoso ser un hombre fuerte y joven, capaz de tener hijos propios:

El niño paró de llorar ante la maravilla de esta nueva idea.

—¿Quién será la madre? —preguntó.

—La encontraremos para ti —dijo Sunia, y alzando su cabeza sobre la del niño, vio que los ojos de Il-han se posaban en ella con la expresión que le gustaba tanto.

Los gusanos de seda comieron cuatro veces hasta no caber en sus pieles, y durmieron otras cuatro desprendiéndose de ellas. Comieron tanta morera que despojaron de hojas a los árboles y se hicieron tan grandes que se podía oír el ruido de sus mandíbulas mascando hojas, hasta en el patio. Entre tanto, a nadie, ya fuese hombre o mujer, se le permitía fumar ni una pipa de tabaco cerca de la casa de los gusanos, porque el humo podía matarlos. Todo este tiempo, Sunia estaba pendiente de los gusanos.

—¡Ay vosotras, criaturas especiales! —murmuraba con cariño. Se volvieron al fin de un blanco plateado, claro y puro. Esto significaba que estaban a punto de tejer sus capullos y transformarse en mariposas. Las mujeres preparaban papeles enrollados de paja de arroz para el hilado. Los gusanos empezaron su trabajo. Tejían moviendo sus cabezas de un lado a otro, atando algunos de los hilos de la seda a una especie de centros de unión. Así se formaban los capullos. Iban tejiendo así dentro del capullo hasta que se formaba un nido de seda, suave y firme. Cada capullo está formado por un filamento de muchos miles de pies, y todos los gusanos se transforman en crisálidas.

Ahora era el momento adecuado para escoger los capullos mejores y más grandes para la semilla del año próximo. Estos capullos no se usaban para hacer seda. Cuando las crisálidas se convertían en mariposas, se las soltaba y entonces ponían huevos sobre papeles dejados allí para este fin. Cada mariposa ponía cuatrocientos huevos antes de morir. Pero los otros capullos se echaban en agua hirviendo antes de que las crisálidas se transformaran en mariposas, y los dejaban en esta agua para que la goma que unía los filamentos se disolviera y los capullos se pudieran devanar e hilar en hebras.

Sunia no permitía que los capullos rotos se desperdiciaran.

Mandaba a las mujeres que los hirviesen también y quitasen las pieles vacías de las crisálidas. Luego hacían pequeños montones de seda con ellos. Se secaban y se usaban para forrar los vestidos de invierno para que fuesen más suaves y calientes.

Sunia velaba por su casa y guardaba las antiguas costumbres de tal manera, que su familia vivía como si la paz y la vida eterna estuviesen aseguradas.

Il-han observaba cómo se movía por la casa la mujer que amaba, la madre de todos, y no tenía fuerzas para hablarle del mundo exterior, como hubiera sido su obligación.

Así iba transcurriendo la primavera, un hermoso día tras otro. La lluvia cayó oportunamente. La antigua tierra se cubría de verdor y de flores y las gentes se preparaban para la fiesta de primavera, el quinto día del quinto mes lunar. La verdad era que a Il-han le fastidiaban un poco estas fiestas, porque Sunia, que era una celosa ama de casa, hacía grandes limpiezas caseras, reformas y renovaciones, pues era costumbre hacerlo con motivo del festival.

Había que cambiar el papel de las paredes correderas y las cubiertas de papel del pavimento ondulo.

—Dejad en paz mi biblioteca —solía decir Il-han.

Cada año y a pesar de las quejas de las sirvientas, Sunia le obedecía porque le amaba y no sabía negarle nada.

—Esperaremos a que le llamen a la Corte —decía a las mujeres—, y entonces entraremos en su biblioteca, trabajaremos como magos y la limpiaremos antes de que vuelva.

Era un truco acostumbrado, e Il-han se encerraba con sus libros cuando la casa estaba en feliz desorden a su alrededor, cuando limpiaban las habitaciones, se barrían los patios y las mujeres lavaban sus vestidos, se bañaban y bañaban a los niños. En esta estación, después del invierno, las mujeres cuidaban su cabello de una manera especial. Al lavarse el pelo echaban en las cubetas una hierba de champú que limpiaba y dejaba una fragancia excepcionalmente agradable y rara, y al sacar sus largas y gruesas trenzas, introducían entre su pelo y a ambos lados de la cabeza, sobre las orejas, hojas de esta hierba.

Mujeres menos instruidas que Sunia creían que la hierba champú preservaba de las enfermedades que causaba el calor del verano, pero ella decía que no creía en estas supersticiones, porque Il-han no se lo permitía, aunque en el fondo no sabía lo que creía.

Los días del festival de Tano estaban llenos de alegría y libertad. Era una fiesta de primavera, celebrada durante miles de años, desde mucho antes de que comenzase la historia escrita.

Sunia, aun siendo esposa y madre, era una niña que durante las fiestas se divertía jugando con el columpio de la mañana a la noche. Il-han, sabiendo que le gustaba, siempre ordenaba a los criados que colgasen cuerdas de un viejo árbol que había en el patio Este, e hiciesen con ellas un columpio. Allí miraba cómo Sunia y sus doncellas se columpiaban. Ella subía más que ninguna. El corazón se le paraba viéndola subir tan alto con sus rojas faldas al vuelo y el pelo recién lavado escapándose de sus trenzas. ¿Y si un día la cuerda se rompiese y la viese en el suelo destrozada? Pero la cuerda nunca se rompía y él intentaba quitarse esta idea de la cabeza. Sin embargo, cuando terminaron las fiestas, ordenó quitar el columpio.

Por la noche, la abrazó una y otra vez con renovada pasión, hasta que ella no pudo soportar más la presión de sus brazos por más que lo amase. Se quejó al fin de su estrecho abrazo. Se sentía prisionera, aunque fuese por amor.

—Déjame respirar —gimió.

La soltó, pero sólo un poco, pues continuaba yaciendo en sus brazos.

—¿Por qué te callas? —preguntó al fin—. ¿Te he ofendido?

—No —dijo—. ¿Cómo podrías ofenderme? Simplemente es que estoy oprimido por la felicidad, nuestra felicidad.

—¿Oprimido? —repitió la palabra sin comprender.

—Porque podría acabarse —contestó.

—Terminará —dijo alegremente—, terminará cuando muramos.

¿Por qué hablaba de muerte? Estaba a punto de protestar contra la idea de que podían morir, pero guardó silencio. La muerte era lo que temía, no el dulce y tranquilo fin de una larga vida, sino la muerte súbita, fuera de su casa, la muerte acechando violenta.

La única diferencia entre Il-han y Sunia era sólo la insondable diferencia entre un hombre y una mujer, sobre la cual no puede tenderse ningún puente. La vida de Il-han estaba centrada fuera de su casa, y lo que pasaba dentro del recinto de sus muros no le atañía esencialmente. Los acontecimientos de la vida familiar, ya fuesen alegres o tristes, eran para él una distracción que le apartaba de su principal ocupación. Confiaba a Sunia todo lo concerniente a la casa y cuando ella se quejaba de que no la escuchaba cuando se lo contaba todo al terminar el día, se sonreía.

—Ya sé que lo haces todo bien —le decía. Pero ella no aceptaba esta suave respuesta.

—¿En qué tienes que pensar, sino en nosotros? —preguntaba.

—¿Tú crees que ahora es el momento adecuado para hacer una pregunta que requiere una larga contestación? —decía y le hacía el amor para apartar su atención del tema y distraerse también él.

Así iba pasando el verano, los días calurosos, las noches frescas. Il-han estaba tan preocupado y confundido por los embrollados asuntos de la época que no contaba los días ni los meses.

Una mañana se despertó más tarde y solo en su cuarto. Olió la penetrante fragancia otoñal de los repollos recién cortados. ¿Era posible que ya hiciesen el kimchee para el invierno? Se levantó y miró por la ventana. Sí, allí en el patio había montones de repollos traídos sin duda de la granja el día anterior. Dos sirvientas estaban lavando los repollos en cubos de agua salada, y dos más estaban cepillando largos rábanos blancos, limpiándolos de tierra; mientras otras cortaban los rábanos y repollos en pequeños trozos.

Hacía una mañana hermosa y clara. Junto a una mesa estaba Sunia, envuelta en un delantal azul, mezclando las especies. Mezclaba pimienta roja picante, jengibre, cebollas, ajos y buey cocido, exactamente a su gusto y de acuerdo con la receta de la familia Kim.

En su primer año de matrimonio hizo el kimchee con la receta de la familia Pak, pero era tan insípido que él protestó y apartó sus palillos al probarlo por primera vez.

—Pídele a mi madre que te enseñe a hacer el kimchee —le dijo a Sunia.

Sus ojos centellearon de cólera.

—No comeré el kimchee Kim. Me quema la lengua.

—Quédate tú este mejunje Pak —contestó él—. Le pediré a mi madre que me dé kimchee para mí solo.

Ella no dio señales de ceder, pero al año siguiente se dio cuenta de que había preparado el kimchee con la receta Kim. Ahora, por costumbre: era él quien inspeccionaba el kimchee y probaba el primer bocado. Sonrió y bostezó para despertarse, y empezó a lavarse y arreglarse. Cuando estuvo preparado salió al patio. Sunia continuó con sus amables acusaciones de que siempre estaba ocupado y apartado de la vida familiar. Las mujeres se callaron cuando él apareció, y no levantaron la mirada ni parecieron oír lo que sus amos hablaban, después que él hubo probado y aprobado el kimchee.

—Por ejemplo esta mañana —dijo Sunia con los ojos sobre el fino cuchillo con que cortaba las especies—. ¿A dónde vas ahora? Día tras día te vas después del desayuno y luego no te vemos hasta el crepúsculo. Tampoco me dices dónde has estado y dónde irás al día siguiente.

—Te lo diré cuando vuelva a casa esta noche —dijo él—. Ahora dame el desayuno y déjame marchar.

Había algo en la brusquedad de su tono que la hizo obedecer. Mandó a otra mujer que acabase su trabajo, se lavó las manos y le siguió dentro de la casa. En silencio, como de costumbre, Il-han comió su ración matinal de sopa de arroz y alimentos salados. Sunia cuidó de que los niños no le molestasen; el mayor estaba con su preceptor y el pequeño, que ya empezaba a gatear, con una nodriza. Sunia amamantaba a sus hijos hasta los seis meses y pasados ya los primeros peligros, los entregaba a una nodriza, una saludable campesina que los amamantaba hasta los tres años, cuando eran capaces de comer de todo.

Esta mañana sirvió a Il-han solo, y cuando hubo comido tomó ella su desayuno silenciosamente, mirándole.

—Estás adelgazando —dijo al cabo de un momento. ¿Te ocurre algo?

—Nada que te concierna —dijo él.

Ella se secó la boca con una servilleta de papel, se levantó del cojín y corrió a buscar su abrigo. Luego, con un intercambio de cálidas miradas, las de él bondadosas y las de ella llenas de ansiedad, se separaron. No se atrevía a decirle lo que le preocupaba. El memorial que empezó en primavera y había dejado luego de lado, porque pensó que era mejor no hacerlo, estaba ahora terminado y en manos de la reina. Se dio cuenta que el curso de las cosas se precipitaba y no podía guardar silencio por más tiempo. La reina le había ordenado ahora que acudiese solo a palacio. Al mismo tiempo, el rey había mandado otra orden a su padre. Hasta ahora, padre e hijo habían acudido juntos a acatar las reales órdenes. ¿Significaba esta separación una nueva diferencia entre el rey y la reina? No lo sabía y no podía hacer más que obedecer.

Salió de casa con sus acostumbradas ropas de calle más blancas que la nieve y con un alto sombrero negro de tiesa crin de caballo atado bajo su barbilla. En una mañana tan hermosa era un placer caminar, y él lo hizo andando con paso mesurado, como convenía a un caballero y un intelectual. Muchos lo reconocían y lo saludaban respetuosamente. A causa de su alcurnia y aspecto, la gente se apartaba para dejarle paso, pero no se paraban demostrando servilismo o temor. Acostumbrados como estaban al peligro y la desgracia, ya que los dioses les habían dado una tierra que los pueblos circundantes envidiaban y apetecían, eran un pueblo tranquilo, pero firme, y no se asustaban. Saludaban e iban a lo suyo.

Solía encontrarse con su padre en palacio. Sin embargo, cuando atravesó la puerta, el guarda, atisbando para ver quién era abrió rápidamente y la cerró al instante, tras él.

—¿Está mi padre aquí? —preguntó Il-han.

—Señor, está con el rey y desde muy temprano —contestó el guarda—, pero tengo órdenes de la reina de que vaya solo a su palacio en el Jardín Secreto para una audiencia. Su padre me encargó que le dijera que si su audiencia con el rey terminaba antes que la suya le esperará aquí. Si usted termina antes debe esperarle a él.

Il-han dudó. Le intrigaba que la reina le llamase así privadamente, ¿qué le diría a su padre o al rey? En palacio o cabaña no hay secretos, todos sabían que mientras su padre estaba en audiencia con el rey, él estaba esperando audiencia de la reina. Una inexplicable separación. ¿Pero qué podía hacer sino obedecer el real mandato? Siguió al guarda por el palacio sin ninguna otra explicación. Era la estación de los crisantemos, y por todas partes estas nobles flores levantaban sus brillantes cabezas. En el Jardín Secreto el camino estaba bordeado con tiestos de crisantemos que formaban olas y nubes de colores. Escoltado, llegó a los empinados escalones que conducían a la alta terraza del palacio. Esperó delante de la esculpida y pintada puerta del mismo hasta que el guarda de la puerta anunció su presencia a un guardia que a su vez le anunció al mayordomo de palacio. Luego se abrieron las puertas y fue conducido a la gran sala de espera que conocía muy bien de las otras veces que había sido llamado por la reina, aunque siempre con su padre. Mesas bajas de bellas maderas, arcas adornadas con bronce, y asientos con cojines hacían la habitación confortable. En la pared opuesta a la puerta había pergaminos pintados por antiguos artistas y en las esquinas de la habitación raros y bellos crisantemos en jarros de porcelana.

—Siéntese, señor —dijo el mayordomo—. La reina está terminando de desayunar, sus doncellas están esperando para ponerle los vestidos de recepción. Le recibirá en el gran vestíbulo, como de costumbre.

Il-han se sentó en un taburete y dio las gracias por el té que el mayordomo le servía en una bella taza de plata y una tetera de barro. El té era un infusión del mejor té chino, de hojas tiernas y recién cogidas en primavera y perfumadas con jazmín o exóticas flores. Bebió lentamente, con placer. Minutos después el mayordomo entró.

—La reina —dijo con voz solemne.

Il-han se levantó y le siguió a la estancia contigua, vasta y desnuda de muebles excepto el trono colocado sobre una plataforma situada en la pared del oeste. La estancia estaba orientada al sur.

No había nadie allí, pero él conocía la costumbre y aguardó respetuosamente con la cabeza inclinada y los ojos fijos en el suelo. No tuvo que esperar mucho. En menos tiempo del que se necesitaba para contar hasta cien, las cortinas que había en la pared norte se corrieron y entró la reina. Vio el borde de su vestido rojo moviéndose sobre sus pies al subir al sillón del trono, y sin levantar los ojos, pues no podía hacerlo hasta que la reina le diese permiso, saludó inclinándose profundamente tres veces.

Era la reina quien debía hablar primero y así lo hizo.

—He recibido tu memorial —dijo—, y sin duda te extrañará que te haya mandado venir sin tu padre, pero eres un hijo tan respetuoso que si venís juntos como hasta ahora, tanto si estoy con el rey como sola, tu padre habla y tú callas, apruebas cuanto dice y no expresas tus propias opiniones.

Su voz era fresca, clara y joven. No respondió, comprendiendo que hablaría aún, y, en efecto, continuó.

—He leído muchas veces tu memorial. ¿Por qué me lo mandaste privadamente?

A esta palabra, privadamente, sintió que la sangre le subía al rostro y a las orejas, y maldijo la jugarreta que le hacía su sangre poniéndole las orejas coloradas.

Los agudos ojos de la reina que lo observaban todo, notaron su confusión.

—¿Oyes lo que te pregunto, tú, con las orejas coloradas? Se rio y aquella fue la primera vez que oyó su alegre risa.

No se atrevió a sonreír o contestar y notó que sus orejas estaban más rojas que nunca. En su confusión dirigió sus miradas hacia ella y vio las puntas de sus zapatos plateados debajo del satén rojo de sus amplias faldas. Pequeños zapatos plateados extrañamente parecidos a los de las mujeres turcas. ¿Cuál era su origen? ¿Quién sabía los entronques de su pueblo? No se podía saber a través de una lucha que duró tantas centurias. Las tribus del Asia Central, sus antecesoras, se habían mezclado con otras, y estos zapatitos plateados de una reina coreana eran un símbolo perdido de la gracia femenina.

—¿Y te atreves a soñar en mi presencia? —preguntó la reina.

Su voz era juguetona, pero ligeramente aguda. Il-han levantó la cabeza y se volvió a ruborizar porque inadvertidamente le había mirado a la cara.

—No es necesario que te pongas tan colorado —dijo la reina—. Soy lo bastante vieja como para poder ser mirada por un joven.

Fijó la mirada en su redonda y firme mejilla. Continuó hablando con firmeza.

—¿Quieres contestar a mi pregunta?

—Perdonadme, majestad —contestó, y como estaba furioso consigo mismo por su confusión en presencia de la reina y especialmente por sus tontos pensamientos sobre los zapatos, habló en voz baja y grave—. Mandé el memorial a vuestra majestad porque conozco vuestra lealtad hacia China.

No necesitaba decir lo que ambos sabían demasiado bien, que lo dirigió a ella porque el rey estaba indeciso entre su padre y ella. O sea que el rey estaba indeciso entre el deseo del regente de equilibrar una nación contra otra y así ganar una precaria independencia para Corea, y la resuelta fe de la reina en China. Sin embargo, continuó evitando una contestación directa.

—Tenéis razón en vuestra fe, majestad. Durante centurias, China ha evitado todo lo que podía alienar la libertad de nuestro pueblo. Pero ahora, cuando debemos impedir que el Japón desembarque soldados en nuestro suelo, ¿creéis que podrá salvarnos la emperatriz, cuando es muy posible que no pueda salvar a su propio país? Recordad las guerras del opio que China siempre perdió frente a Inglaterra, aliada del Japón, y que toma siempre su partido; y recordad también, majestad, que Francia ha cogido una buena tajada del melón chino y ha declarado suya Indochina, y que China no ha podido evitarlo ni volver a tomarla.

El zapatito plateado empezó a golpear el suelo impacientemente.

—Pero ¿quién es Francia? Sólo hemos visto sacerdotes franceses llevando en una mano una cruz y en la otra una espada. He oído decir que son bebedores de vino, pero que su vino lo hacen de uvas, no de arroz.

—Siento, majestad, que nuestras gentes asesinaran a los cristianos franceses —dijo Il-han— y todavía más que, encolerizados, atacásemos el buque americano General Sherman. Nuestra peor locura fue matar a la tripulación americana.

La reina pareció rechazar esto con un gesto de su mano derecha.

—¿Qué derecho tiene un barco mercante americano de navegar por las aguas interiores del río Taedong y tan cerca de una gran ciudad como Pyongyang? ¿Van acaso los barcos coreanos a los ríos de… de… de…? Dime algunos nombres de ríos americanos.

—No los sé, majestad —contestó Il-han.

—Lo ves —dijo la reina triunfante—. Ni tan siquiera sabemos los nombres de sus ríos. ¡Mucho menos navegarán nuestros barcos en aguas extranjeras! No veo diferencias entre estos salvajes pueblos del Oeste. Y en cuanto a los americanos, ¿quién sabe lo que son? Un pueblo mezclado, he oído decir, formado por los perdidos, los renegados, los rebeldes, los sin tierra y sin hogar de otras naciones occidentales.

Il-han no pudo contenerse.

—Majestad, son nuestra única esperanza, sin embargo. América es la única nación que no sueña con un imperio. Con sus vastos territorios no necesita soñar con imperios y puede ser nuestra aliada.

—Me apremias y a mí no hay que apremiarme.

—Perdonad, majestad —dijo Il-han.

Veía ahora sus manos elegantes e inquietas sobre la falda de seda. Involuntariamente levantó los ojos y con una mirada rápida vio sus ojos oscuros y hermosos iluminados por la luz de su inteligencia, las negras cejas rectas y bien dibujadas, el blanco brillante de su suave piel, los rojos labios y las mejillas sonrosadas. Rápidamente bajó los ojos. Si lo notó, no lo dijo y continuó pensativa, como si quisiese convencerse a sí misma:

—Las naciones occidentales, ¿han obrado alguna vez con justicia? Su pretexto es negocio y religión, pero su verdadero propósito es anexionarse nuestro país.

Il-han continuó con prudente paciencia.

—Debo recordaros, majestad, que cuando la misión diplomática japonesa volvió recientemente de los países occidentales comunicó a su emperador que los americanos no verían con buenos ojos un golpe militar contra Corea. Nos salvaron las naciones occidentales, majestad.

Había ido demasiado lejos. La reina se levantó y dio dos pasos hacia adelante, sacó un abanico cerrado de su manga y le golpeó dos veces en la mejilla derecha y otra en la izquierda mientras estaba arrodillado delante de ella.

—¡Cómo te atreves a hablar así! —gritó—. No hace aún seis años, si lo recuerdas, que la emperatriz Yzu-hsi, mi amiga, obligó al Japón a que hiciera un tratado con nosotros y nos reconociese como su igual. Fue China la que nos salvó, no las naciones occidentales.

Il-han no pudo aguantar más. Olvidó que era la reina y no una simple mujer. Alzó la cabeza y le lanzó una mirada centelleante, luego gritó hasta que su voz resonó en las vigas del techo de palacio.

—¡Este tratado de amistad! ¿Tratado de amistad? ¡Una burla! ¡Si el embajador vino con cuatrocientos hombres armados a convencernos! El Japón se tomó privilegios especiales sobre nuestro suelo. ¿Cómo vamos a depender de China si el Japón ha invadido Formosa y hasta las islas Ryukiu?

La reina chilló también.

—¿Es que no lo entiendes? Somos un pueblo pequeño y poco numeroso, nos pueden atacar, atacar y absorber miles de veces, si China no es nuestra protectora. Sólo podemos vivir en libertad e independencia si estamos aliados con una nación poderosa, y ruega al cielo que esta nación no sea nunca Rusia o el Japón, ni tampoco América. Desde luego, debe ser China.

Al oír esto Il-han se quedó sin habla, y furioso hizo algo que nadie había hecho nunca. Se marchó sin permiso y volviendo la espalda a la reina. Salió del palacio a grandes pasos con la cabeza alta y latiéndole el corazón como si le fuese a estallar.

Su padre estaba esperándole en el vestíbulo. Caminaron juntos. Él esperó a que su padre hablase. ¿Cómo podría decirle el motivo por el que la reina quería hablarle a solas? Pero su padre estuvo complaciente. Andaba como suele andar un viejo Intelectual, con paso mesurado, los pies vueltos hacia afuera y una sonrisa en los labios.

Viendo que su padre no estaba dispuesto a hablar, Il-han guardó silencio también. El día era hermoso y la gente, en las calles, disfrutaba de la benignidad del otoño. Cada día bueno era algo precioso, ahora que no quedaban muchos antes de las nieves del invierno.

Sobre los muros bajos de los patios que había entre las casas o frente a los caminos de las puertas, los nísperos lucían sus frutos dorados, y pilas de nísperos se amontonaban en el suelo listos para ser llevados al mercado. Los niños comían hasta hartarse, pringándose la cara con el dulce jugo, y por una sola vez nadie les reprendía. Por otra parte era imposible hablar entre tanta gente.

—Iré ahora a tu casa, a ver a mis nietos —dijo su padre. No era corriente que padres e hijos viviesen separados, pero Il-han vivía en la casa que tenían los Kim en la ciudad, para poder estar cerca de palacio, y su padre prefería vivir fuera de la ciudad en la ancestral residencia del clan Kim. Allí podía satisfacer su afición a reunirse con sus amigos y componer poemas, sólo sujeto a las ocasionales citas con la familia real.

—Sólo tengo una queja de tu padre —le dijo a Il-han, su madre moribunda—. No ha ido nunca con ninguna otra mujer, ni ha sido jugador, pero no puede vivir sin sus amigos.

Estos amigos, caballeros ociosos y poetastros, se reunían cada día en casa de su padre para recordar juntos las glorias de la antigua Corea, relatar las acciones de sus héroes, repetirse la influencia civilizadora del budismo alcanzó el Japón a través de Corea, y que muchos monumentos de arte y cultura del Japón habían sido robados a los coreanos. ¿Acaso no había sido esculpida en Corea la bella imagen de Kwan Yui, que ahora estaba en Nara? Pero ¿qué japonés lo reconocería? De estos arrebatos nacían poemas, muchos poemas, ninguno de los cuales, pensaba Il-han amargamente, tenía la menor importancia en estos tiempos febriles y peligrosos. Cuando en privado se quejó de esto a Sunia, esta no estuvo de acuerdo con él.

—No, esto no —dijo—. Debemos recordar estas glorias pasadas, para saber cuán digno de amor es nuestro país y qué noble pueblo es el nuestro.

Ahora andaba en silencio con su padre por la calle pavimentada hasta llegar a la puerta de su casa. Una vez allí lo condujo a la habitación principal y mandó a un criado que trajera los niños para que viesen a su abuelo.

—Ruega a mi esposa que venga también —ordenó.

Su padre se sentó en un cojín y una doncella entró con té y pastelillos. Il-han se sentó en un lugar más bajo, como debe hacer un hijo respetuoso. Unos minutos después entró Sunia con los niños, el mayor cogido de su mano y el pequeño en brazos de su nodriza.

Hizo la reverencia acostumbrada y miró cómo el mayor hacía la suya. El abuelo le miraba con orgullo y dignidad.

—¿No es hora ya de darle un nombre adecuado a mi nieto? —dijo.

—¿Quiere escogerlo usted mismo, vuestro honor? —dijo Sunia.

Se sentó graciosamente en un cojín, consciente de que un ama de casa corriente no aparecería tan fácilmente en presencia de su suegro, aunque aquí las mujeres eran orgullosas y nunca se arrodillaban delante de sus maridos como las japonesas, ni vendaban sus pies como las chinas, ni oprimían sus cinturas como se decía que hacían las mujeres occidentales. No, aquí marido y mujer eran iguales, y las madres no estaban dominadas por sus hijos mayores.

El rey murió y dejó un heredero demasiado joven para gobernar y en su lugar lo hizo la reina viuda hasta que el heredero alcanzó la mayoría de edad. Il-han acostumbró también a Sunia durante un tiempo a ser independiente, en parte porque la respetaba tanto como la quería y en parte porque había oído decir que las mujeres occidentales iban y venían a su gusto.

A pesar de esto, su madre, ahora difunta, hablaba mucho de los viejos tiempos en que no se veía ni se oía a las mujeres, y decía a menudo que echaba de menos la vieja costumbre del toque de queda, cuando las mujeres sólo podían salir a la calle a ciertas horas. Tan severa había sido la costumbre en sus tiempos, que si un hombre osaba mirar a una mujer, se le cortaba la cabeza.

—¿Hubieras querido que me cortaran la cabeza si le hubiese robado una mirada a Sunia? —le preguntó Il-han una vez.

—Te habría enseñado mejor —replicó su decidida madre.

Sin embargo, Sunia conservaba sus maneras modestas, y ahora en presencia de su marido y de su suegro, mantenía la cabeza baja y no les miraba a la cara.

Entre tanto el abuelo estaba pensando en el nombre que escogería.

—Mi nieto mayor —dijo al fin— no es un niño corriente. Tiene una gran inteligencia y mente aguda. Estas son características de la juventud, pero en él significan algo más. Son cualidades naturales. Además nació en primavera, así que escojo para él el nombre de Yul-chun, o Primavera del año.

Il-han y Sunia cambiaron una mirada, seguros de su mutua aprobación, y luego Il-han expresó el sentir de ambos.

—Es un nombre muy adecuado para él, padre, le damos las gracias.

Todo iba bien, pero entonces ocurrió algo: El niño al que acababan de dar nombre, vio un ratoncito debajo de la mesa junto a la cual estaba sentado su abuelo.

Se acercaba el invierno y los grillos, arañas y ratones se introducían en las casas, huyendo de los próximos fríos. Los grillos y las arañas eran inofensivos, pero los ratones eran peligrosos porque la gente creía que si una niña jugaba con ratones, nunca sería capaz de cocinar bien el arroz. Las sirvientas siempre los ahuyentaban, y el niño, tan valiente como un león, viendo al ratón debajo de la mesa junto a la que estaba su abuelo, lanzó un agudo chillido y señaló al ratón con su pequeño índice. ¿Qué iban a creer todos sino que señalaba a su abuelo, con una expresión de terror en la cara?

El abuelo se entristeció e Il-han quedó avergonzado.

—Llévense al niño —ordenó severamente.

El niño, sin embargo, se desasió de las manos de su madre y corrió a la mesa para mirar debajo. Entonces el ratón salió, con gran susto de la nodriza que sostenía al pequeño en brazos, que gritó y huyó de la habitación. Hasta Sunia se levantó y se fue. Viendo el pánico general, Il-han se levantó, cogió al tembloroso animalito y lo dejó en la puerta que conducía al jardín. Aunque no era budista, las enseñanzas del budismo estaban tan arraigadas en su espíritu y en su corazón que no era capaz de matar a ninguna criatura viviente, ni siquiera una mosca. Antes que matarla la espantaba y apartaba a los molestos mosquitos soplando.

Cuando hubo pasado todo le echó una mirada conminatoria a Sunia cuyo significado ella captó en seguida, y salió de la habitación. Los dos hombres ya estaban solos y después de unos instantes de silencio, el padre de Il-han hizo una observación.

—Es una rara verdad que donde hay mujeres y niños hay siempre agitación. No se puede hacer nada útil hasta que se van.

Después habló de cosas importantes.

—El rey —dijo—, está decidido a no continuar la política del regente, ahora ya retirado, aunque de todas maneras el regente es su padre, y no desea proceder demasiado rápidamente firmando en seguida tratados con los pueblos de Occidente. Ahora está algo confundido, porque el jefe militar chino desea que firmemos un tratado con este nuevo poder extranjero, los Estados Unidos de Norteamérica. ¿Es que aún no nos hemos dado cuenta de los males que traen estos tratados? A causa del tratado que firmamos con el Japón hace seis años, su ambicioso ejército invadió Formosa y atacó las islas Ryukiu. ¿Qué necesidad tenemos de firmar otro tratado con estas naciones? Intenté aconsejar al rey, le dije que su padre tiene razón. Debemos separarnos del mundo, debemos seguir siendo una nación aislada, o perderemos no sólo nuestra independencia sino incluso nuestras tierras. Nuestra gloriosa historia se hundirá en el mar del olvido y dejaremos de existir como nación.

La voz de su padre recobró su cadencia habitual, como si recitase poesías, e Il-han ya no pudo soportar más. Había sido citado por la reina, pero era su padre el llamado por el rey. La reina era fuerte, pero sólo una mujer y si daba una orden contraria a la del rey, el rey sería obedecido antes que ella. O sea que su padre era más fuerte que él. Por el bien de su país tenía que contradecirlo ahora.

—Señor, el regente está equivocado, y ustedes también. Con todo el respeto, y aún a mi pesar, me atrevo a afirmar que lo que hace Li Hungchang tiene un fin. Los americanos no nos atacarán, son una potencia nueva, lejana, y he oído decir que su país es muy extenso. No necesitan nuestro pequeño país, sólo vienen para comerciar.

Aquí su padre le interrumpió con cierta cólera.

—Eres tú el que se equivoca. No ves las cosas claras. ¿Cómo empezaron los ingleses a dominar la India, sino con el comercio? ¡Oh! Eran muy inocentes, sólo querían negociar, y este comercio beneficiaría al pueblo indio. ¡Inocentes! ¿Pero cómo ha terminado esto? La India ha sido sometida, y su sumisión no parece que vaya a terminar. Los ingleses se han enriquecido y fortalecido con el comercio mientras el pueblo indio, empobrecido, se ha debilitado. No, no, vosotros los jóvenes no estudiáis la historia. Sólo el pasado puede iluminar el presente y aclarar el futuro.

Il-han no se extrañó por el estallido de su padre, que repetía lo que la reina le había dicho. Había alguna verdad en lo que decía, pero sólo visto superficialmente.

—Los dos países a quien debemos temer son Rusia y Japón —contestó—. Los gobiernos de ambos son ambiciosos, y el pueblo ignora los planes de quienes los dirigen. Además no son naciones pacíficas. El Japón es ambicioso porque es pequeño. Los hombres pequeños y ambiciosos son peores que los otros porque no están satisfechos de ellos mismos. El Japón es como un hombre pequeño con una cabeza grande. Hay que fortalecerse contra este hombre pequeño aliándonos con amigos poderosos y sin ambición. Como ahora China no puede protegernos, hay que buscar aliados en Occidente. Li Hungchang lo sabe y además de desear que permanezcamos bajo la protección china quiere buscar ayuda, así que nos aconseja un tratado con América, y…

Su padre no quiso escuchar más. Se levantó, se puso su alto sombrero, dobló su abanico y lo introdujo en el interior de su blanco vestido. Sin una palabra de despedida salió de la Casa andando majestuosamente, la cabeza alta y los labios fruncidos.

Il-han le vio salir y no le siguió, reconociendo con una especie de amargo regocijo que él había dejado a la reina de la misma manera hacía una hora. Luego suspiró y sacudió la cabeza. Si padre e hijo no se entendían, si la reina y uno de sus súbditos se peleaban, ¿cómo podía esperarse que hubiera paz en el país?

Como de costumbre, cuando no podía contestar a sus propias preguntas, se refugió en sus libros, y leyendo tropezó con un poema de la última dinastía Yi escrito en estilo sigo.

Cálmate, oh viento, y no soples.

El árbol deja que de sus ramas se desprenda el musgo.

Meses y años, detened vuestro curso.

Los semblantes claros y frescos envejecen en vano.

El pensamiento del hombre no puede permanecer siempre joven.

Esta es la Idea que me entristece.

¿Sería la vida bastante larga para hacer todo lo que debía hacerse por su país? De pronto se dio cuenta de que el brillante día de otoño había cedido paso a la noche. Se estaba levantando viento y se oía el ruido que producía la lluvia al caer sobre los tejados.

—Lo siento —dijo Sunia.

Era de noche. La casa estaba silenciosa, los niños dormidos, las puertas cerradas. Il-han se quitó los vestidos de calle y ella los colocó en los estantes del armario empotrado en la pared.

—¿Lo sientes?

—Me refiero a lo de esta tarde, al ratón y el niño …

—¡Ah! Lo había olvidado.

Il-han continuó desnudándose hasta quedar vestido sólo con las prendas interiores de seda blanca. Sunia le ayudó a deslizar los brazos dentro de las mangas de una camisa.

—¿Qué te preocupa todos estos días? —le preguntó ella amablemente—. No nos ves ni cuando nos estás mirando. Creo que es por esto que nuestro hijo mayor se porta mal con frecuencia. Te adora como a un dios, y tú no te acuerdas de hablarle. ¿Cuánto tiempo hace que no me has hablado más que para decirme que tienes hambre o sed, o darme alguna orden?

Tenía razón y él lo sabía, pero ¿cómo explicarle sus malos presentimientos, si él mismo no se los explicaba?

Le sonrió por encima del hombro y se dirigió a la ventana corriendo las celosías de papel y contempló la noche. Ante sus ojos se extendía el jardín plateado por la luz de la luna de otoño. El jardinero había encendido las lámparas de la linterna de piedra para ahuyentar a los ladrones, pero la luna las eclipsaba. Por encima del muro de piedra vio las crestas de las altas montañas más allá de la ciudad. Sus flancos, desnudos y rocosos, brillaban con los reflejos de la luz lunar.

Su corazón se llenó otra vez de amor por su país, su bello país, rodeado de mar por tres lados y limitado al Norte por el Pakdusan, monte de las nieves eternas, y fortificado por una cordillera de montañas que se extendía en toda su longitud de norte a sur. ¡Cuántos tesoros de oro, plata y minerales escondían estas montañas! Durante generaciones enteras se había lavado oro en el río Han, inextinguible reserva. Había leído que en los países occidentales los hombres cavaban profundas cavernas en las montañas y encontraban plata, oro, plomo y minerales preciosos, escondidos allí por la naturaleza. Las riquezas de su país no habían sido explotadas; desconocidas por todos estaban esperando ser descubiertas.

Entre las montañas se extendían ricos valles de tierra fértil, rápidas corrientes, campos labrados con herramientas anticuadas, mujeres y niños haciendo el trabajo de los animales. Las estaciones se sucedían, las sementeras de primavera, seguidas por las cosechas de otoño, eran un tesoro también.

Sabía que existían sin salir de la casa de su padre, era el hijo de un intelectual y nunca había trabajado manualmente. El clan Kim poseía vastas tierras y él se sentía siempre algo avergonzado al pensar en ellas. Porque ¿acaso la familia Kim no se había enriquecido con casas y tierras gracias al favor real, a la corrupción y a la usura? Incluso su padre… ¡su padre! Se apartó bruscamente de la ventana. Sunia lo estaba esperando, con su bello rostro entre inquieto y triste y sus blancas vestiduras flotando alrededor de su esbelto cuerpo:

—Sunia —empezó a decir y luego se detuvo.

—Sí —susurró ella.

Él sabía lo que esperaba. Su cálida sonrisa, su voz tierna y tímida, sus oscuros ojos anhelantes y dulces… Todo su ser esperaba una invitación al amor.

—Estoy preocupado —dijo—. Mi mente está abstraída con los problemas de nuestro país.

Ella comprendió en seguida y se retiró graciosamente.

—Yo sólo pienso en ti —dijo, y le dejó solo.

Se despertó temprano al día siguiente. El sol se filtraba por las celosías y viendo que hacía un día muy hermoso se vistió y salió al jardín.

El aire era fresco, pero la tierra estaba caliente y un espeso rocío cubría musgosos senderos, rocas y arbustos. Grupos de crisantemos otoñales resplandecían entre los pinos, cerca de un pequeño arroyo cuyas aguas lanzaban destellos al caer sobre las rocas, formando una pequeña cascada. Anduvo por un sendero y se sentó en un banco de porcelana de china azul. Desde allí contempló las líneas bajas y ondulantes de los tejados de su casa. Aquel edificio estaba allí desde hacía varias centurias, los cimientos eran de roca procedente de las montañas, las paredes de ladrillos, los tejados de tejas. Sin embargo, su estabilidad era sólo aparente, cualquier revuelta de campesinos, cualquier escisión entre jóvenes y viejos, o incluso una guerra podía destruir su posesión. La casa podía convertirse en prisión si un tirano extranjero gobernaba el país. ¿Qué fuerza tenía su pueblo para rechazar tales ataques? Habría que defenderse, y China, su vieja aliada, era ahora demasiado débil, incluso para defenderse a sí misma. Rusia y el Japón eran sólo enemigas que luchaban entre sí.

¿Con qué fuerzas contaba su pueblo?

No había respuesta a esta pregunta, tendría que descubrirlo por sí mismo. Fue a esta hora, por la mañana, mientras bajo los tejados curvados de su casa dormía su familia tranquilamente, cuando tomó una decisión.

Iría en peregrinación, no por hacer penitencia o por alguna de las razones por las que los hombres acostumbran a ir en peregrinación. No iría en busca de ningún templo o dios. No. Buscaba algo para sí mismo, una respuesta a la pregunta que se había hecho. Viajaría por el Norte, Sur, Este y Oeste en busca del alma de su pueblo. Quería conocerlo, porque sólo conociéndolo sabría lo que se le podía pedir, de lo que era capaz o lo que deseaba hacer si era atacado.

Con esta resolución quedó en paz. Había estado perdido en una selva de dudas y temores, pero ahora había ante él un camino abierto que le conduciría fuera de esta selva. Si no podía ver dónde terminaba este sendero, al menos vería dónde empezaba y era libre de recorrerlo y seguirlo hasta donde le condujese… Libre por todo menos por las dos mujeres que amaba, su esposa Sunia, y su reina Min. Tenían que permitirle que se fuese. ¿A cuál de las dos abordaría primero? Tenía medios de convencer a la una y a la otra. Si empezaba por la reina podría decir a Sunia que era una orden real, pues conocía su carácter voluntarioso y tenaz, y sabía cuánto lo amaba.

—A la reina le parece todo muy bien —gritaría—. A ella no le importa mandarte solo por valles y montañas en estos tiempos agitados. Ella tiene otros hombres para atender sus demandas. Hombres tiene muchos, pero yo sólo te tengo a ti. Para mí lo eres todo, y sin ti estoy perdida y conmigo nuestros hijos. ¿Y si no vuelves nunca? ¿Qué pasaría?

Apartó estos pensamientos. Se lo diría primero a Sunia. Persuadiría más fácilmente a la reina que a su mujer. Escogería el momento en que Sunia estuviese tierna y alegre por alguna cuestión familiar. Lo meditó un momento, y luego recordó que deseaba una nueva casita para el hielo. La casa del hielo del fondo del patio estaba desmoronándose. El verano pasado las reservas de hielo se habían fundido demasiado pronto, cuando el calor del octavo y último, mes lunar cayó sobre ellos, y ya no tenían hielo. Decidió que para la casa construiría otro depósito de hielo y a ella le compraría jade de China, una pieza roja, que deseaba y aún no tenía, porque era difícil de obtener y los comerciantes traían jade sólo de vez en cuando. Tenía agujas para el pelo de jade blanco y brazaletes y pendientes de jade verde, pero jade rojo no y lo quería para usarlo como una especie de botón muy grande para abrochar una chaqueta dorada que le gustaba. Sonrió pensando en qué ardides se entretenía. Pero amaba a Sunia por estas pequeñeces, que eran tan pocas, tanto más cuando tenía un carácter noble, Casi le complacía encontrar en ella alguna pequeña debilidad.

Aquella noche, sin embargo, cuando iba a decirle lo de la nueva casa del hielo, ella se le anticipó, afortunadamente, diciéndole que aquel día su hijo mayor se había perdido y los criados le habían buscado y llamado casi toda la mañana. Al fin oyeron una débil voz que venía de la vieja casa del hielo. El niño se había deslizado por la puerta entreabierta y luego había cerrado tras él, y la sacudida del portazo había provocado el derrumbamiento de un montón de piedras que cayeron detrás de la puerta dejándole encerrado dentro.

—¡Oh! Mi corazón latía tan rápidamente, como si estuviese muriéndome —dijo Sunia contando la historia entrecortadamente—. Hubiera podido ocurrir que no le encontrásemos y luego, en invierno, al poner los bloques de hielo en la casa, hallarle muerto allí… Il-han, tienes que mandar construir una nueva casa para el hielo. ¡Qué horror si hubiésemos perdido al niño!

—Tranquilízate —le dijo él, calmándola—. En primer lugar, ¿dónde estaba el preceptor del niño?

—Olvidé decirte que fue tres días a su casa para desposarse.

—Entonces ¿dónde estaba el criado encargado de vigilarlo?

—Ya sabes que estamos haciendo el kimchee y necesitamos todas las manos. Ayer mandé varios criados al campo a buscar los últimos repollos y nabos —le interrumpió ella.

—Está bien —dijo él—. Acepto todas las excusas.

—No son excusas…

—Son excusas —continuó firmemente—, y construiré en seguida otra casa para el hielo… Tengo que decirte, Sunia, que me voy por un tiempo.

—¡Oh! ¿Por qué? —se lamentó ella.

—Déjame terminar —dijo—. Mientras me halle fuera de casa ¿cómo podré estar seguro de que alguien vigilará siempre a mi hijo mayor? La vieja casa del hielo desaparecerá, pero este niño, siendo tan rebelde, se puede exponer a cualquier otro peligro.

—Entonces ¿por qué te vas? —preguntó ella.

—No me iría si no supiese que es mi deber.

Y como tenía por costumbre cuando no quería decir nada más, se levantó y la dejó.

Fue a la habitación de su hijo mayor. El niño dormía con los brazos colgando fuera de la cama, la carita hermosa y tranquila. Este chiquillo tempestuoso, esta obra suya causa de tormento y lágrimas para su madre, dormía ahora tan tranquila e inocentemente que hubiese podido hacerle llorar de emoción. Pero este mismo niño podía convertirse en un diablo colérico, malvado y destructor, y a veces Il-han se preguntaba si no estaría poseído por el demonio. Una vez, porque un gatito no quiso acudir a su llamada, lo estranguló. Otra, mordió tan fuerte la manita de su hermano que le hizo sangrar. Otra, rompió el caparazón de una tortuga con una piedra. Cuando Il-han pensaba en esto temblaba. Pero había más cosas. En la manita mordida puso su juguete preferido. Y una vez había llorado porque una nidada de pajaritos cayó del nido y eran demasiado pequeños para comer de su mano, y muchas veces, muchísimas, se había refugiado en brazos de su padre hambriento de cariño. ¿Se atrevería a dejarlo? Sí, porque lo que iba a hacer lo hacía también por él. Aquella noche estaba tan silencioso y grave que Sunia no se atrevió a hablarle, y antes de dormirse se acurrucó junto a él. Ganado por su gentileza y temor la apretó contra su corazón.

Cuando le anunciaron al día siguiente en la puerta del Jardín Secreto del palacio de la reina, esperó en la antecámara hasta que el guarda, instantes después, le dijo que la reina estaba descansando en la glorieta del jardín. Allí fue conducido cuando accedió a recibirle. La encontró en aquel pequeño recinto bajo los tejados triangulares de la glorieta. Estaba junto a una mesa labrada llena de flores y hojas de otoño, y llevaba una amplia falda y una chaqueta corta de satén rojizo vinoso de acuerdo con la estación otoñal. Estaba de buen humor, según puedo advertir, porque no le invitó a que hiciera las ceremonias prescritas por el ritual y tampoco ella estuvo ceremoniosa en ningún momento.

—Ven —le dijo—. Me encuentras desarreglada. Me estoy divirtiendo. Espero que no vengas con problemas. Estás siempre tan serio, que nunca puedo adivinar lo que pasa dentro de esta cabeza tuya, tan llena de secretos, me figuro.

Habló con segunda intención, sonriendo, y él pensó que además de reina era también una bella mujer. Se reprochó en seguida semejantes pensamientos sobre su reina y los apartó rápidamente.

—Majestad, sólo he venido a interrumpir vuestra diversión con una petición.

—Habla —le ordenó ella.

Cogió una aguja de sus trenzas, pinchó un crisantemo dorado y luego la puso de nuevo en su oscuro cabello. La flor brillaba como una joya en contraste con el crema pálido de su nuca. Il-han apartó la mirada.

—Pido ser excusado del servicio a vuestra majestad por espacio de unos meses. No puedo asegurar cuántos, porque me propongo recorrer todo el país para conocer el pueblo, las clases altas y las bajas, medir su fortaleza, sus capacidades y su carácter. Luego, cuando vuelva, entregaré mi informe a vuestra majestad. Entonces sabré bien lo que digo. Sólo así podré conocer la resistencia de nuestro pueblo para defender nuestra tierra.

Hizo su petición en voz baja, en tono reverente ante la real presencia, aunque esta se dignase aparecer ante él en forma de mujer. Pero vio con horror la transformación. La reina dio unos rápidos pasos hacia él, y aferró su brazo derecho con ambas manos.

—No —murmuró—. No, no.

Intentó retroceder, pero ella no le dejó. Se quedó helado, aturdido. ¿Qué significaba semejante conducta? Ante la consternación pintada en su rostro y sorprendida mirada, bajó los ojos, se apartó y se revistió nuevamente de dignidad.

—Tengo motivos para creer… —empezó en voz baja, mirando a su alrededor.

No, no había nadie cerca. Al entrar, ella había mandado a sus doncellas retirarse al fondo del jardín, al alcance de la vista, pero no del oído, y ahora estaban de espaldas. Él se mantenía erguido como si fuese de piedra, esperando con los ojos fijos en el musgoso sendero donde estaba ella. Empezó a arreglar las flores otra vez.

—Han llegado a mí rumores de que el regente está conspirando para volver al trono —le dijo por encima del hombro.

Sintió vergüenza y alivio. Vergüenza porque ¿cómo se atrevía a pensar que su reina truebone podía conducirse sólo como mujer? Ella no tenía la culpa de ser bella y graciosa.

Alivio porque ahora sabía que ni una reina podía tentarle y apartarle de Sunia, ya que su primer impulso había sido apartarse, dejar aquella presencia peligrosa. Su corazón estaba acorazado por el amor a su esposa y se sentía feliz de que fuese así. Habló con renovada calma.

—Majestad, no he oído hablar de semejante complot.

—Hay muchas cosas de las que no has oído hablar nunca —replicó.

Estaba vuelta de espaldas a él, pero veía sus blancas manos temblar entre las flores. Él continuó:

—Mi padre tampoco ha oído ese rumor, porque si lo hubiese oído estoy seguro de que me lo hubiese comunicado.

—Tu padre es amigo del regente —dijo ella.

—Mi padre es un hombre de honor y un patriota.

—Ni el rey me ha creído —dijo en voz baja—. ¿Cómo pude pensar que tú lo harías?

—¿Dónde oyó vuestra majestad este rumor?

—Una joven que me hace compañía por la noche, está casada con un guarda del palacio del regente. Él oyó este rumor y se lo dijo a ella.

—Los criados hablan y hablan —dijo Il-han.

—No obstante, deseo que te quedes.

No contestó.

Ella miró por encima de su hombro y viendo su expresión de rebeldía, habló una vez más.

—No, no quiero impedirte que partas. Ve y diviértete.

—¡Majestad!

No quiso oír nada más.

—Vete, vete —dijo, impaciente.

La dejó allí entre las flores, turbado, pero resuelto.

Hay muchas maneras de que un hombre conozca su país. Si su padre hubiese estado en su lugar, habría hecho grandes preparativos. Baúles llenos de trajes, paquetes de ropa de cama, comida y bebida, una pequeña estufa para el frío, abanicos para el calor, inmensos paraguas de papel aceitado para la lluvia, criados y troncos de caballos y un coche forrado de algodón acolchado. Habría necesitado todo esto. Al llegar a una ciudad, la mejor familia acudiría para darle la bienvenida y habrían arreglado lo necesario para su hospedaje. Se habría reunido con los intelectuales, poetas, artistas, habrían bebido té y vino, y escrito interminables versos, y al fin habría vuelto sabiendo lo mismo que cuando partió, porque se llevaba un mundo con él, y para él no había otro que este.

Il-han no era así. El preceptor que le acompañó desde la infancia hasta su mayoría de edad le había enseñado a estar hambriento de saber, y que debía hacerse a sí mismo como cualquier otro hombre, si quería aprender algo de ellos.

Ante la extrañeza de Sunia, insistió en vestir como alguien ni rico ni pobre y en llevar con él sólo a su criado más fiel, para que condujese su caballo.

Los dos se pusieron en marcha una hermosa y fresca mañana de principios de otoño, cinco días después de su audiencia con la reina. A pesar de que sabía cuán grande era la tarea que se había impuesto, se sentía feliz y animado. No podía tomárselo como unas vacaciones, porque habría parecido un muchacho con ganas de jugar, y él no había dejado sus deberes familiares por gusto. Su viaje tenía un fin, y si se divertía sería una diversión de la que podría gozar con entera tranquilidad de conciencia.

Se dijeron los últimos adioses. Se quedó solo con Sunia unos minutos con las puertas correderas cerradas entre ellos y los demás. La tomó en sus brazos y apoyó su suave mejilla contra la suya.

—¿Cómo puedes dejarme? —sollozó ella.

—¿Cómo puedes dejarme tú marchar? —replicó él.

Sunia le dio un pequeño empujón en broma.

—¿Acaso tengo yo la culpa de que te marches?

Se abrazaron de nuevo como si no pudiesen separarse.

—Me admira nuestra propia fortaleza —dijo ella al fin. Luego, como debía partir, se apartó de él y entraron en la otra habitación donde esperaban los niños, el mayor con su preceptor, el menor con su nodriza. Una vez más, Il-han se maravilló de que el amor hacia su país fuese más fuerte que ninguna otra cosa. El mayor empezó a llorar cuando vio a su padre preparado para la partida. Lo cogió en brazos y recordó al preceptor su deber.

—Lo dejo a su cargo —le dijo—. El niño no debe nunca apartarse de su vista.

—Me hago responsable de él —contestó el joven.

Con el mayor colgando de su cuello, cogió al menor de los brazos de su nodriza. Este era de natural tranquilo, pacífico, alegre y con buena salud. Tenía la cara redonda, las mejillas sonrosadas y los ojos oscuros y brillantes. Le sonreía y miraba a los criados reunidos allí y a su madre.

—Nunca llora —dijo la nodriza—. Esté donde esté, todo le parece bien.

—Me alegro de tener un hijo así —dijo Il-han y le devolvió el niño. A ella también le advirtió—: Lo dejo a su cargo.

—Acepto la responsabilidad —contestó la nodriza.

Las despedidas terminaron, y como ya había visitado a su padre el día anterior, no era necesario que le molestase otra vez.

Salió de la casa. Al pasar, los vecinos le recomendaban que cuidase de su salud, que no bebiese agua fría y que se guardase de los bandidos de las montañas.

Al fin, lo dejó todo tras él y aflojando las riendas del caballo salió de la ciudad por la puerta Noroeste. Primero iría hacia el Norte, luego al Este y al Sur cortando por el centro de aquella gran península que era su país. Costearía el litoral occidental, de nuevo en dirección al Norte, hasta alcanzar la isla de Kanghwa, en la boca del río Han. Il-han sentía amor hacia esta isla aunque no la hubiese visto nunca, porque allí empezó la historia de su pueblo. La gente creía que su primer rey, Tangun, bajó del cielo tres mil años antes de la llamada Era Cristiana a la cima de una montaña de Kanghwa.

Durante cuatro mil años después de este sagrado nacimiento, el pueblo vivió en paz, bajo el gobierno de muchos reyes, hasta que, setecientos años antes, los fieros hombres de Mongolia lanzaron sus caballos a través del río Yalú y se extendieron por todo el país. El rey y su pueblo se refugiaron en Kanghwa, hasta que pudieron rechazar a los invasores. El rey mandó construir una muralla en el lado interior y el pueblo decía que Tangun, que estaba en el cielo, envió a sus tres hijos para ayudarle a construir la muralla, que fue llamada desde entonces la Muralla de los Tres Hijos. Il-han había oído contar esta leyenda en su infancia, porque su abuelo hablaba con frecuencia de Kanghwa, refiriéndose a la historia y al clan Kim, que tenía allí sus orígenes.

Kanghwa es la fortaleza de nuestra independencia y el lugar de origen de nuestro clan —le decía su abuelo—. En cada batalla combatió un Kim para defender nuestro país. Cuando los mongoles volvieron a su país llevándose tesoros que nos robaron, tuvimos unos siglos de paz, hasta que ciertas tribus sin ley, procedentes de más allá de China, nos atacaron. De nuevo, Kanghwa fue nuestro bastión. Esta vez la muralla fue destruida por el enemigo, pero no nos rendimos. La reconstruimos y con un Kim a las órdenes del rey, rechazamos al enemigo. Cuando se marcharon salimos para reclamar nuestra tierra. ¡Si, nieto mío, en Kanghwa está el secreto de nuestro espíritu invencible!

Y así había sido, porque según recordaba Il-han, los franceses habían tratado de alcanzar Seul, la capital, y pudieron haberlo logrado, pero cuando intentaron remontar la corriente del río Han, única entrada a la ciudad, la muralla de los Tres Hijos les detuvo, fueron rechazados y la capital salvada.

Viajaría por montañas y valles, mar, tierras e islas; viajaría por doquier y vería su país y su pueblo tal como eran.

¿Cómo puede expresar un hombre el amor hacia su patria?

Antes de ser concebido en el seno de su madre había sido concebido en la tierra de su país natal. Sus antepasados le crearon a través de sus vidas. El aire que respiraron, las aguas que bebieron, las frutas que comieron, pertenecían a la tierra, y de su polvo nació él. Cuando se despidió de su mujer y de sus hijos, U-han dejó a un lado todos los demás amores, menos este gran amor, el amor a su país. Abrió su corazón y su espíritu, día a día, al pueblo que ahora encontraba, a las escenas que veía, a la vida que vivía. Sin otro compañero que su criado, viajaba de día y pernoctaba en el mismo sitio donde se encontraban cuando anochecía. Recorrieron el Norte, y estuvo varios días en Kumgang-san o las montañas Diamantes, llamadas así no porque encerrasen piedras preciosas, sino porque los monasterios budistas edificados en sus cumbres brillaban por su cultura más que cualquier sol. No había viajado nunca por estas montañas, sólo había oído hablar de sus tortuosas formas, labradas por fuertes vientos y lluvias torrenciales. Había en ellas áridos riscos, oscuros y estrechos valles, y blancos torrentes de agua que caían en cascadas y se unían a los grandes ríos que desembocaban en el mar.

Había leído la historia y geografía de estas montañas, hecha unos doscientos cincuenta años antes de que él naciese por un gran geógrafo, Yi Chung-Hun. Formaban tres fuertes filas. La cordillera Tacbach, que atravesaba el país de Norte a Sur como la columna vertebral de un gran animal, al lado noroeste tres pequeñas filas paralelas, y al sudoeste una tercera cordillera que se extendía hacia el Norte. Las lluvias y la nieve, al fundirse, arrastraban la tierra de las montañas y cada invierno la amontonaban rica y fértil en los valles. Il-han, cabalgando hacia el norte, contemplaba estas tierras fértiles, los campos dorados por la cosecha de arroz y los nísperos amarillos y rojos madurando en los árboles.

Los altos y esbeltos álamos crecían en las escarpadas montañas como cirios de llama amarilla, poco numerosos por el estéril suelo, pero firmes y solitarios.

Entre esta severa belleza, las gentes parecían profetas o poetas; hombres altos con sus blancos vestidos y picudos sombreros negros, y mujeres también altas, con brillantes y amplias faldas y cortas chaquetas, llevando cestos o jarras de aceite sobre sus cabezas. Se veían niños por todas partes; los alegres niños campesinos. Por la noche los veía más de cerca, porque cada día, después de la puesta de sol, se detenía en el primer pueblo que encontraba y pedía hospitalidad en alguna casa de techo de hierba. Sin excepción, siempre era bienvenido e invitado a compartir lo que la familia tenía: sopa, trigo con habas secas en conserva, un bol de arroz, un mendrugo de pan de trigo, un plato de arenques y camarones adobados con vinagre, kimchee para condimentarlo y una taza de té caliente después de la comida.

Conversaba con los hombres mientras las mujeres se sentaban en la sombra y los niños se acercaban para mirar y escuchar.

La conversación era sencilla.

—¿Tienen ustedes bastante comida? —preguntaba al principio y la respuesta era habitualmente afirmativa, pero algunas veces decían que no les bastaba la comida que tenían antes de la cosecha.

—¿Tiene algún otro motivo de queja? —les preguntaba después.

Contestaban cautelosamente hasta que les aseguraba que no se trataba de un recaudador de impuestos ni iba de parte del Gobierno. Entonces, oía peticiones simples.

Todos los granjeros deseaban lo mismo: más tierra de la que tenían, y que sus hijos pudieran ir a la escuela.

—¿Puede series útil la instrucción para cultivar la tierra? —preguntaba.

Un anciano surgió de las sombras para contestar.

—La instrucción aclara la mente, y los libros abren —la inteligencia del hombre para que pueda descubrir los secretos del cielo y de la tierra.

—¿Sabe usted leer? —le preguntó Il-han. El viejo tocó sus arrugados párpados.

—Estos dos ojos sólo pueden ver la superficie de la vida. Cuando oscurecía y se apagaban las velas, dormían.

Il-han extendía el colchón en el suelo. Pocas casas tenían más de una habitación grande, a veces una o dos pequeñas. La vida de cada día se hacía en la grande. Por la noche la familia dormía sobre colchones extendidos en el suelo, los padres en el centro, el hijo más pequeño junto a la madre, y el mayor más cercano a la puerta.

Hubiese podido ser una vida miserable, pero no lo era, concluyó, porque no oía llorar a ningún niño quejándose. Incluso él, acostumbrado a una casa grande de muchas habitaciones y a sus privilegios, se sentía a salvo en las humildes casas de campo, con gente próxima que hacía la noche menos sombría. Sin embargo, cuando amanecía se alegraba de seguir su camino.

A medida que se acercaba al norte, el paisaje iba cambiando, los valles se hicieron estrechos, los campos más pequeños y las cosechas más escasas. Oyó decir que había bandidos en las faldas de las montañas y dos veces los hombres de un pueblo le acompañaron hasta el siguiente y luego supo que había estado en peligro y que le salvó el que aquellos hombres tuvieran algunos parientes entre los bandidos.

Ahora recibía respuestas bruscas y vivas:

No, no estaban contentos con lo que tenían. Casi morían de hambre, y el rey y la reina truebone les olvidaban. En cuanto al regente no era más que un tirano, y no deseaban que volviese. ¿Qué deseaban? Deseaban pan, justicia y tierras.

—¿Cómo queréis conseguir más tierras? —preguntó una noche en una posada construida para los peregrinos que iban a los monasterios—. Estas montañas se levantan como muros a vuestro alrededor. ¿Acaso los campos pueden cavarse en la roca?

No le contestaron, pero un sujeto gritó que entonces tendrían que convertirse en ladrones.

—Robamos a los ricos para dar de comer a los pobres —gritó—. ¿Es esto pecado? ¡Santo cielo, yo diría que es una virtud!

Era cierto que robaban a menudo a los peregrinos ricos y se alegró de viajar como un hombre corriente con un solo criado y un caballo. Sin embargo, pensó que aquellos hombres no procedían así por maldad natural.

Mientras cabalgaban en aquel día claro y puro de otoño, pensaba que en una región tan montañosa como aquella donde sólo se puede cultivar una quinta parte de la tierra, esta tierra se convierte en un tesoro. Quien poseía tierra era poderoso. Todavía lo comprendió mejor al escuchar a los campesinos.

—Amo —dijo su criado una mañana—. Hoy iremos a pie. Escalaremos las montañas.

Había pasado la noche en un pueblecito levantado sobre una roca al pie de las montañas. Las gentes de este pueblo vivían de lo que los monjes de los monasterios les pagaban por llevarles comida de otros pueblos más lejanos. Como los monjes no tomaban pescado, ni carne, ni aves de ninguna clase, ni tan siquiera huevos de gallina, su comida se componía de habichuelas, trigo, mijo y arroz.

Il-han contempló las escarpadas montañas a lo lejos. Aquel estrecho sendero rural se convertía en roca sobre la cual ningún caballo podía andar.

—Deja los caballos aquí —dijo Il-han—. Dile al jefe del pueblo que cuando volvamos le pagaremos por cuidar de nuestros animales.

El criado obedeció, y al salir el sol Il-han se encontraba ya en camino por la escarpada roca de la montaña.

La altura le asustó, y de buena gana hubiese desistido porque a veces el camino no tenía más que ocho pulgadas de anchura. Era más de lo que podía soportar. No apartaba los ojos de sus pies, y se detenía a menudo para descansar y mirar a su alrededor. La vista sobre las montañas era aterradora. Estas se elevaban puntiagudas, con las cimas escondidas en una niebla plateada. Abajo, las aguas, brillantes a la luz del sol, se precipitaban por estrechas gargantas y sus ecos rugían. Allí ningún sonido humano era inteligible. Las aguas rugían y los vientos silbaban en los acantilados. Anduvieron todo el día, deteniéndose al mediodía para comer pan y habichuelas frías. Oscureció antes de que llegasen al primer monasterio, donde podrían guarecerse. Todo lo que Il-han tenía de poeta resurgió en él a medida que se acercaban. El monasterio estaba orientado hacia el Oeste, y lo vio por primera vez a la luz del dorado ocaso. Fuera de las sombras del crepúsculo vio unas manchas verdes que resaltaban contra las oscuras y escarpadas rocas. Entre los nudosos pinos vio una escalera labrada en la roca. Como una joya apareció después el antiguo templo, de tejado gris, pilares rojos bermellón y muros blancos. Subió las escaleras y esperó delante de unas grandes puertas talladas en el centro de la veranda pavimentada de piedra. Las puertas se abrieron a su llamada, y apareció una alta figura vestida de gris. Era un monje que le acogió con el saludo budista:

—Na mu ah mi to fu.

Il-han contestó con una oración budista que su madre le había enseñado hacía años, cuando en su niñez lo llevaba al templo con ella.

Po che choong saing.

—Entre —dijo el monje—. Es uno de los nuestros.

Penetró en el vasto vestíbulo silencioso, y se enfrentó con un gran Buda sentado con las piernas cruzadas sobre un loto dorado, con las manos juntas y los dedos cruzados. Su dorada faz se inclinaba y parecía posar sobre los humanos una mirada benigna y tranquila, y entonces se sintió invadido por la paz.

Il-han vivió un mes entero en el monasterio, con los monjes.

Dormía en una pequeña celda y cada día a la salida del sol iba a la Cámara de los Espíritus donde el abad, vestido de cáñamo color azafrán y sentado sobre un negro cojín, leía las escrituras budistas. Este monasterio, según le dijo el abad, «es rico en tesoros del espíritu, y existe desde el principio del reino de Koryo, cuando el monje Chegwan enseñó al propio rey que la unidad de los tres Reinos reflejaba las unidades del budismo, que eran también tres: doctrinas, discípulos y sacerdotes». El poder del budismo, había aumentado gracias a esta unidad, extendiéndose desde la India hasta la lejana China y los países cercanos, luego a Corea y de Corea al Japón. Bajo esta influencia las escrituras budistas habían sido traducidas al coreano. Un gran budista, Tagak, hijo del rey Mubjon, vigésimo octavo patriarca y descendiente directo de Sakymuni Buda, fue él mismo a China y recopiló estos preciosos libros.

—Estamos preparándonos para el futuro —le dijo el abad a Il-han. Se predijo también que los mongoles del norte invadirían la tierra coreana. Los destructores cayeron una y otra vez sobre los hombres civilizados, venían siempre del norte. ¿Acaso China no construyó su gran muralla para defenderse de las invasiones procedentes del norte? Los mongoles vinieron del norte, pero bajo nuestra influencia la nación resistió como un solo hombre contra las tribus bárbaras.

—Para rendirse al fin a Genghis-Khan —le recordó Il-han—, y para que este quemara todos los libros.

—No nos vencieron, sólo nos sometieron —dijo el abad con voz aguda-Cierto que nuestro rey escapó a la isla de Kanghwa. Pero nosotros, creyendo que Buda nos salvaría, preparamos nuevos tipos de imprenta y cientos de nosotros trabajamos durante dieciséis años para recopilar de nuevo los libros sagrados, imprimiendo más de cien mil páginas. Están aquí, y son la más vasta colección de libros budistas del mundo y nuestro país permaneció intacto y unido por la religión budista. Chegwan, fundador de la Escuela de Meditación, estuvo sentado nueve años cara a la pared para no distraerse de su meditación. Sus valiosas enseñanzas sólo se alcanzan mediante la purificación e iluminación interiores, a las que se llega con la meditación y reflexión. La base de toda doctrina está en nuestro propio corazón, por esto nosotros, los monjes budistas, nos retiramos a las montañas.

»En tiempos de Silla —continuó el abad con su suave voz sin inflexiones— un antepasado suyo, un príncipe Hsin-lo llamado Kim, se hizo monje. Fue a China y cuando remontaba la corriente del Yangtsé se detuvo en la Montaña de las Nueve Flores y recibió allí del magistrado local tanta plata como su esterilla para la oración pudiese contener. Estuvo meditando durante setenta y cinco años, con un perro blanco siempre a su lado. Sentado así le rodeaba una aureola de resplandor y la gente le creía divino. Al día treinta del séptimo mes, después de setenta y seis años, recibió la gran iluminación, y fue aceptado por la muerte. Después de muerto su cuerpo no se descompuso, y sobre su sepultura ondeaban lenguas de fuego. ¿Por qué? Porque descendió a los infiernos llevado por el amor y piedad que sentía por los condenados.

—¿De qué nos sirve esto ahora? —dijo Il-han—. Toda esta meditación no nos ha salvado. ¿Cree que basta descender a los infiernos como hizo mi antepasado para que todo vaya bien? Sería mejor que se hubiese quedado en el infierno que es ahora nuestro país. Nosotros también podemos condenarnos, y recuerde que durante el Gobierno Koryo, los monjes budistas y hasta los mismos abades, se acostumbraron al poder y con él a la molicie y corrupción.

El abad estaba silencioso. La acusación era cierta. Cuanto más débiles eran los gobiernos, con más frecuencia los días de fiestas y ceremonias religiosas se convertían en ocasiones para festines y juergas. Los intelectuales confucianos, fuertes con la energía que da una nueva filosofía, denunciaron la decadencia budista y con esta nueva y noble fuerza el reino pasó al poder de la dinastía Yi. Luego el confucianismo se convirtió en la religión oficial del Estado y del país, y los monjes budistas se retiraron para siempre a estos templos de las montañas del norte. Il-han pasaba el día con los monjes y al atardecer paseaba por los jardines plantados en la delgada capa de tierra de las rocas que rodeaban el monasterio. A su alrededor, fuese donde fuese, estuviese donde estuviese, las agudas y oscuras montañas se elevaban hasta el cielo. Los valles se llenaban de oscuridad aun al mediodía, y las sombras eran completamente negras. Una tarde, al oscurecer, oyó un canto especial de los sacerdotes, una música melancólica, y a la vez de esperanza, como un grito desgarrado, dirigido a los cielos. Se acercó al vestíbulo de los cantos y miró. Los sacerdotes estaban sentados sobre cojines con las piernas cruzadas, los ojos cerrados, con los dedos entre sus rosarios de sándalo y marfil, y las luces de las velas reflejándose en sus inexpresivos rostros. Ninguno era joven, ni uno sólo. Eran los viejos, los cansados, hombres apartados de la vida. Y la paz en que vivían era la paz de la muerte cercana ¡Muerte! Sí, esto era una tumba para la mente y el cuerpo de los hombres.

Salió y ordenó a su criado:

—Mañana al amanecer partiremos.

—¡Amo, por fin! —le contestó—. Temí que no quisiera irse nunca de este lúgubre lugar.

Al entrar en su celda —¡era la última noche allí, en el monasterio!— vio que la vela de la mesa estaba encendida y que alguien le esperaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Era el monje más joven, que había preparado los vestidos del abad por la mañana. Se levantó al entrar Il-han.

—Señor, ¿es verdad que nos deja usted mañana? —le dijo.

—Antes del amanecer —contestó Il-han.

—Lléveme con usted, señor. Le ruego que me lleve con usted.

Los ojos del joven monje brillaban a la luz de la vela, y su rostro expresaba súplica y anhelo.

Il-han estaba sorprendido y consternado.

—¿Cómo puedo llevarle conmigo? —preguntó—. Usted ha pronunciado sus votos.

—En mi ignorancia —gimió el joven monje—. Era sólo el hijo de un campesino. A los diecisiete años me marché de mi casa y los cristianos me pusieron en su escuela. Mi alma no estaba satisfecha, y busqué a Buda aquí. Pero mi alma está aún sedienta de verdad. He leído muchos libros, por medio de peregrinos he conseguido libros de filósofos occidentales: Kant, Spinoza, Hegel, pero no encuentro la paz. ¿Dónde está la verdad?

—Si no puede encontrarla aquí —le dijo Il-han—, no la encontrará en ninguna parte.

Rechazando su petición le despidió, y cerró su puerta con la barra. Sin embargo, a la mañana siguiente fue a ver al abad para despedirse y darle las gracias por su hospitalidad. Le dolió la separación. Gran parte del pasado de su país estaba conservado en este templo y en otros como este, también en las montañas. Las montañas se han convertido en escondites de los restos de glorias pasadas. ¿Qué destino les esperaba? ¿Qué fuerza podría mantener unido al pueblo ahora que el amor de Buda estaba olvidado?

—Ruegue por nosotros —dijo al abad—. Usted que aún reza.

—Rezaré —respondió el abad, y se levantó para bendecir a Il-han.

Él era alto, pero el sacerdote lo era más y extendió las manos sobre la cabeza inclinada de Il-han.

—¡Qué Buda te guarde, hijo mío! ¡Que Buda guíe tus pasos! ¡Que Buda te conceda la paz! A mi to fu.

Il-han dejó las montañas y se dirigió al sur, hacia el mar.

La costa de Corea es baja, pero los mares que la bañan han desgastado tierra y rocas durante siglos y las playas se han convertido en estrechas y profundas bahías donde las mareas son altas y continuas. Il-han viajó a lo largo de estas costas cuando los caminos lo permitían, siguiendo los mismos abruptos y arenosos senderos que la gente del mar seguía para ir a las cabañas donde guardaban sus redes. Estos hombres de mar eran distintos de los campesinos y monjes. Eran duros, sus voces ásperas, su piel tenía sal incrustada y sus ojos arrugas porque el sol y las tormentas hacían que los frunciesen constantemente. Eran valientes, expuestos siempre al peligro en alta mar y en embarcaciones pequeñas y a merced de las corrientes. Cuando volvían a casa todas sus conversaciones giraban alrededor del mar y la pesca.

Mientras los hombres estaban en el mar, las mujeres y los niños cultivaban raíces de ginseng en las colinas cercanas a los pueblos de pescadores. Era un cultivo provechoso, y la mejor raíz de ginseng se encontraba cerca de la ciudad de Naesor. Esta raíz es muy rara y es la más preciosa por las cualidades tónicas que proporciona al té y a la sopa. Una raíz de ginseng en un caldo de pescado salado era la mejor medicina para cualquier enfermedad, y una antigua bebida popular para curar la tos que atormentaba sus pulmones. Como verduras, los pescadores usaban los brotes tiernos de hierbas silvestres ahumados y luego remojados en vinagre y salsa de soja. Raramente comían carne y durante los numerosos días que Il-han viajó por estos pueblos de pescadores no la comió nunca.

Un día vio un trozo de carne de vaca seca colgando delante de una casa, pero cuando preguntó cómo había ido a parar allí, el dueño le dijo que la tenían porque la vaca había muerto de enfermedad.

—Amo —le dijo el criado con horror—. Es mejor que sólo comamos pescado en este sitio.

Su bebida era un brebaje casero y de aspecto turbio que despedía un olor desagradable.

Como combustible usaban pinocha, ramas caídas de los árboles, paja, hierbas y algas marinas secas.

Cabalgando por esta región vio que hombres y mujeres recogían estas cosas. Esto demuestra, pensó, lo poco que les importa la tierra a los pescadores. Allí las casas también eran más pequeñas y más sucias que en ninguna parte y la gente más ignorante.

Una noche, en una posada de aldea, donde se detuvieron para dormir, les despertaron voces que gritaban: ¡Ladrones, ladrones!, y la gente del pueblo irrumpió en su habitación creyéndole un ladrón sólo porque era forastero, hasta que su criado, reprendiéndoles ruidosamente, les echó.

—Nosotros somos más afortunados que los campesinos —le dijo una noche un pescador.

Estaban sentados junto al fuego en una cabaña.

—¿Por qué son más afortunados? —le preguntó Il-han.

El hombre escupió en el fuego y meditó sus palabras. Tenía dos dedos comidos por un tiburón, un tiburón pequeño, dijo con una risita, de otro modo su mano entera y hasta su brazo habrían desaparecido.

—Somos más afortunados —continuó el hombre—, porque los nobles sangban no pueden apoderarse del mar como hacen con las tierras. El mar es todavía libre. Nos pertenece porque pertenece a Dios y no a nuestros soberanos.

Las palabras eran convincentes. En los pueblos de pescadores, Il-han encontró la misma indignación que había encontrado entre los campesinos; estaban oprimidos por la misma desesperación. Ser pobre les parecía inevitable. Nadie podía escapar de la pobreza. Pero allí, cerca del mar, la pobreza con libertad era tolerable, mientras que un campesino sin tierra era un esclavo del propietario de aquella.

Durmió mal aquella noche. La gente del mar olía a pescado.

El monasterio donde había estado oía a incienso y a pinos calentados por el sol, pero allí, ni los vientos del mar podían hacer desaparecer el olor de pescado seco y ahumado, del pescado salado para el invierno y del que se pudría en la arena de la playa. Hasta el té, esta bebida familiar, sabía a pescado, y la vida de estas gentes era tan triste entre las desnudas montañas y las olas del encrespado mar, que no pudo soportar muchos días la estancia allí.

Después de Pusán, en la punta más al sur de la península, se detuvo en una posada de Hyangsan, y cuando pusieron las largas mesas para la cena de los huéspedes, encontró aquellas mismas pobres viandas, pero comió para que no sospechasen que era rico o un enviado del Gobierno disfrazado.

Cuando llegó al río Nakdong, cuyo origen está en algún lugar de Andong, se encontró con que no podía vadearlo y lo cruzó en barca. Estas barcas tenían una forma especial que no había visto nunca, estrechas, pero con sesenta pies de largo.

—Son así —le dijo el barquero—, porque el río a veces es ancho y a veces estrecho.

Los pescadores echaban sus redes y pescaban koi y carpas y este pescado tenía un sabor distinto de los del mar. Una vez, era un hermoso día, encontró una procesión de adoradores de Buda, y recordó los templos. En el centro de la procesión había una imagen de oro de Buda. Tres jóvenes iban delante en palanquines, cantando, pero un mirón dijo que iban al templo por diversión, no por devoción a Buda, pues según aquel hombre, Buda había muerto hacía mucho tiempo.

—Tiene razón —contestó Il-han—, puesto que no vive en el corazón de los hombres está muerto.

Quedaba ahora su última etapa, la isla de Kanghwa. A partir de entonces, sólo se detendría una noche en cada posada hasta alcanzar su punto de destino. En una barca de pescadores cruzó el canal, donde el río desemboca en el mar, y arribó a la ilustre isla. Había decidido recorrerla solo y en lo posible sin hablar con nadie.

—Sígueme a distancia —dijo al criado—. No me hagas preguntas. Cuando caiga la noche dormiremos donde nos encontremos y para comer compra cosas que podamos comer mientras viajamos, ya sea a pie o a caballo.

Así lo hicieron. Il-han fue primero a la cima de la montaña donde se decía que Tangun, el primer rey, bajó del cielo. El camino era empinado y la hierba resbaladiza a causa de la helada, pues se acercaba el invierno. Pero Il-han, gracias a su cuerpo delgado y a sus músculos endurecidos por las recientes largas caminatas, era incansable.

Cuando alcanzó la cima de la montaña, quiso dejar una señal de su presencia allí, amontonó unas cuantas piedras, y permaneció junto al montón: mirando hacia arriba, al cielo azul. Su razón no podía creer, pero su corazón sí, y estuvo meditando sin lograr nada más que sentirse más fuerte y tranquilo. Antes de marchar buscó entre las piedras y encontró una muy curiosa y puntiaguda que colocó encima del montón como si fuese su propio monumento funerario. Luego descendió de la montaña.

Se paró otra vez a contemplar la Muralla de los Tres Hijos.

Había sido construida setecientos años antes, y reconstruida después, pero ahora era sólo historia. Los próximos invasores, fuesen quienes fuesen, vendrían con nuevas armas contra las cuales las murallas nada podrían y el canal, aunque tuviese una milla de ancho, ya no serviría de foso a una fortaleza. Kanghwa era sólo el recuerdo del valor de un pueblo en tiempos pasados, y un manantial de fuerza que alimentaría el espíritu del pueblo en tiempos futuros.

Cuando proyectó su viaje, había decidido permanecer unos días en el antiguo monasterio de Chung Dong, pero ya no resistía más. ¿De qué le podía servir este retiro ahora? Suspiraba por su casa, y estaba impaciente por volver al trabajo y a su deber.

Continuó su camino, contento porque empezaba a comprender el alma de su pueblo. Eran valientes, fuertes, sufridos, firmes y además alegres. Como no esperaban nada ni de los dioses ni de los hombres, agradecían cualquier suerte por pequeña que fuese. Su fortaleza estaba en ellos mismos, y no en los otros. Luchaban contra la naturaleza, las tormentas, el frío, y bajo cielos helados, pero luchaban unidos. Les amaba.

Caían las primeras nieves, cuando emprendió el regreso a su casa. Su primer paso sería visitar a la reina, y decirle la clase de pueblo que gobernaba, y lo merecedores que eran de sacrificios, y que no debían ser abandonados a los invasores. El país debía conservarse libre e independiente a cualquier precio. ¿A qué precio? Esto había aún que decidirlo.

A mitad de camino de la capital recibió malas noticias. Era una mañana suave y fría, y le despertó un rayo de sol que se filtraba por la pequeña ventana de su habitación en la posada. Estaba durmiendo, cuando el sol le cosquilleó en los ojos, y él se agitó y los abrió. Había dormido bien porque el pavimento ondul estaba caliente, y no tenía prisa por levantarse. Una sirvienta que esperaba fuera, en la puerta, le oyó y entró con té caliente. Se arrodilló a su lado, le sirvió té en una taza y la colocó en una mesa baja al lado de su almohada. Era una mujer de mediana edad, de manos nudosas y llenas de grietas por el frío; parecía muy charlatana.

—Malas noticias, malas noticias, señor —le dijo animadamente.

—¿Qué noticias? —preguntó él, todavía soñoliento.

—A medianoche pasaron unos mensajeros de la capital —parloteó la mujer—. El regente ha ocupado el trono. El rey ha cedido, pero la reina, no. Se ha escapado y se ha escondido, pero el regente ha ordenado al Ejército que la busque y la mate.

Se levantó tan de prisa como si se hubiese incendiado el suelo de la habitación.

—Fuera de mi cuarto —gritó.

La mujer, asustada, se levantó e intentó marcharse, pero él la agarró por el borde de la falda.

—Llama a mi criado y mándale ensillar los caballos. Nos marchamos en seguida, sin comer.

La empujó y ella salió a cumplir su orden.

Mientras se vestía y ataba las botas rápidamente, el criado asomó su desgreñada cabeza por la puerta.

—Amo, ¿qué pasa con tanta prisa?

—No preguntes —ordenó—, ya hablaremos por el camino. Lleva los caballos a la puerta. Paga al posadero. Escucha todo lo que digan los huéspedes.

—Amo, ¿quién cree que va a estar levantado a esta hora?

—Mejor entonces —dijo Il-han.

Estuvieron en camino antes de lo que creía. La mañana era hermosa, pero su corazón estaba dolorido. ¿Por qué no podía haber paz en un país tan bello? ¿Por qué estaba continuamente agitado como si siempre los estuvieran presionando desde fuera? ¡Cuánto descontento! ¡Cuántas disputas y disensiones había en esta pequeña y hermosa tierra, en este trozo de tierra limitado por el mar elevándose sobre el océano en altas montañas! ¡Y ahora, qué desastre! El regente había gobernado demasiado tiempo, ¿por qué apoderarse por la fuerza de lo que no era suyo?

Cabalgó tan de prisa como pudo mientras el sol estaba en su cenit. El cielo era color azul zafiro y los campesinos se afanaban en los trabajos propios del invierno, como reparar los caminos, zanjas y techos de bálago.

Su camino atravesaba las montañas centrales, cuya silueta gris y sus cabezas coronadas con hielo y nieve se recortaban contra el brillante cielo. En ellas había un paso donde siempre soplaba el viento. Se apresuraba por llegar allí, sin pensar en tomar nada antes del mediodía, cuando advirtió la cara descompuesta y pálida de su criado. Le llevaba bastante diferencia de edad.

—Hay una posada después del paso —le dijo—. Nos pararemos a descansar, y podremos saber más noticias, porque los mensajeros atraviesan siempre este paso para ir desde la capital a la costa.

Pararon en la posada, y mientras el criado cuidaba de los caballos, Il-han se sentó a una mesa y escuchó a los huéspedes. Eran hombres rudos, carreteros y mensajeros, y su conversación era banal. Nadie sabía nada de la reina. Quizá estaba escondida, quizá había muerto. Pero que el regente no la perdonaría, esto era indudable, porque le había quitado una vez el poder y porque amaba a China, odiada por él.

En este punto, Il-han intervino en la conversación.

—¿No descubrirá el rey dónde está ella? —preguntó como si fuese un espectador curioso.

Un clamor de voces se levantó, contestando:

—¿El rey? El rey ha sido quien ha entregado el poder al viejo regente. ¿Acaso el regente no es su padre? ¿Y creéis que el regente perdonaría a la reina que conspirase contra él y devolviese el trono al rey?

Estaba asombrado de que estos hombres conocieran aquellos detalles de las intrigas palaciegas. Aunque ninguno supiese escribir su nombre o leer una carta escrita en alfabeto hangul, no eran ignorantes. Sabían la historia de sus antecesores, que pasaba de padres a hijos, y oían las habladurías de criados y guardas de palacio.

Il-han oyó decir que la cosecha de arroz había inquietado al pueblo. Que como la producción había sido escasa, se habían acortado las raciones del Ejército, rebelándose los soldados y cediendo a las palabras de los mensajeros secretos del regente. Así había podido apoderarse este del trono.

El bajo pueblo, como estos porteadores y carreteros, disfrutaban contando las desgracias de los grandes, e Il-han, sentado en silencio, escuchando, intentaba comer y beber, pero no podía tragar nada cuando oía lo que había pasado. Un carretero, quemado por los vientos y con voz enronquecida por las heladas, era el que hablaba más ruidosamente.

—La reina estaba durmiendo —gritó un tipo delgado, asquerosamente sucio y vestido con harapos.

—¿En su palacio o con el rey? —preguntó otro.

—En su palacio —dijo el carretero riendo groseramente—. Entérate bien tú, chiflado: Dicen que el rey se arrodilla a sus pies llorando y arrastrándose.

—No es verdad —rugió otro—. Es ella la que gime y se arrastra ante el rey.

Il-han no pudo soportar más.

—Continúa con las noticias, buen hombre —le gritó al carretero, y se alegró una vez más de haberse vestido de aquella manera, como vestiría un viajante de comercio, por ejemplo. Si hubieran sabido que era un Kim de Andong…

Aquel hombre continuó:

—La reina y sus doncellas estaban durmiendo, cuando un guardia corrió a avisarlas de que habían tomado la puerta.

—¿Y el rey? —preguntó Il-han.

—El rey dicen que esperaba en la puerta saludando y hundiendo su frente en el polvo para dar la bienvenida a su padre, el regente.

—Explícame lo de la reina —gritó un joven—. ¿Estaba desnuda? Dicen que duerme desnuda.

—Si se dice, así estaría —gruñó el carretero—. Cuando una reina está desnuda, no es distinta a otras mujeres.

Il-han no podía soportar esta monstruosa conversación. La reina, su reina, aquella regia beldad, desnudada así por estos locos traidores, aquí en la posada… Porque, ¿no eran acaso traidores los que se complacían en su desgracia?

—Debe estar muerta —dijo gravemente—. ¿Cómo hubiese podido escapar en semejantes circunstancias?

—¡Ah, ah! —dijo el carretero con regocijo—. No conocéis a nuestra reina —bajó la voz y continuó, recreándose—. Había una sirvienta con ella, retorciéndose las manos, lamentándose y haciendo todo el ruido que hace una mujer en tales circunstancias. La reina la abofeteó y le mandó callarse. «Sácate los vestidos, le dijo, y vísteme con ellos» —aquí el carretero hizo una pausa, movió la cabeza, e hizo un guiño—. Así fue la cosa: se puso los vestidos de la doncella. Cuando los rebeldes irrumpieron en palacio y entraron en la habitación donde había dormido, la sirvienta estaba allí aún desnuda y la reina se había ido.

—¿Creyeron que la doncella era la reina? —preguntó un joven, y abrió la boca y le brillaban los ojos imaginando la escena.

—Se estaba poniendo los vestidos de la reina cuando la apresaron.

—¿Dijo que era la reina?

—«Quítenme las manos de encima», gritó, igual como hubiera hecho la reina. La dejaron que se vistiese y se la llevaron. Il-han tomó su taza de té y terminó de beberlo. Luego dijo como si no le importase:

—¡Me hubiese gustado estar allá cuando se dieron cuenta de su error! ¡Una doncella en lugar de la reina! Los dejó en ridículo.

Pero el carretero, recién llegado de la capital, lo sabía todo. La llevaron a presencia del mismo regente, y cuando este vio a quien le habían presentado los mandó encarcelar. A la doncella la estranguló.

Il-han se levantó.

—Debo seguir mi camino. Tengo trabajo.

Lo que no dijo al criado fue que estaba atemorizado. El regente sabía, tenía que saberlo, que el clan Kim había servido a la reina. Desde que se sentó en el trono al lado del rey, los Kim fueron más favorecidos que nadie, y entre los Kim, él fue el más distinguido por la reina. ¿No se vengaría ahora el regente? Y si no lo encontraba a él en su casa, quizá mandaría matar a su mujer, a sus hijos e incluso a su anciano padre. La venganza es el derecho de los tiranos.

—No nos detendremos en ninguna posada —le dijo al criado—. Prepara caballos frescos, cabalgaremos hasta llegar a la capital.

La ciudad estaba tranquila cuando entró por la gran puerta sur. La gente iba y venía por las calles como si no quisiesen demostrar que había habido un cambio. Nadie le miró abiertamente al pasar, y si le reconocieron, nadie dijo nada. Su ropa estaba estropeada por el viaje y no iba afeitado, pero esto eran excusas. Aquí le conocían. ¿No se atrevía nadie a hablarle?

Cabalgó sin parar, las calles estaban menos llenas de gente de lo que solían, aunque los mercados estaban abiertos, y también los puestos de pescado, las carnicerías, las pastelerías y las verdulerías. Los nísperos estaban aún apilados en las calles y los niños se metían por entre las piernas de los vendedores y transeúntes. Un niño se cayó delante de su caballo, y se quedó llorando en el suelo polvoriento, pero no paró al ver que se levantaba sano y salvo. Continuó hasta llegar a su casa. Allí desmontó, entregó las riendas a su criado y entró.

La puerta exterior estaba abierta, pero cuando intentó abrir la puerta dé la casa la encontró cerrada y vio al portero atisbar por la mirilla. Aún entonces tampoco se abrió la puerta. Mirando dentro, Il-han lo vio correr hacia la casa para anunciar su llegada, sin duda. Esperó con impaciencia, y el portero volvió y abrió la puerta sólo lo suficiente para que pudiese entrar; luego, puso de nuevo la barra de hierro.

—Ya está en casa, amo, gracias a Buda —le dijo.

—¿Está aquí mi familia? —preguntó Il-han.

—Sí, y vuestro honorable padre también —le contestó.

Il-han entró en la casa. El vestíbulo estaba vacío, pero caliente. Se paró escuchando. La casa estaba silenciosa. No se oía ni una voz de niño. Iba a proseguir su camino, cuando se abrió la puerta y Sunia se quedó allí, mirándole quieta unos instantes, casi sin dar crédito a sus ojos.

Luego gritó: ¡Oh! Y se echó en sus brazos. Él la abrazó y ella apoyó la, cabeza en el pecho de Il-han. Permanecieron abrazados un largo rato, luego se apartó y levantó la cabeza hacia él.

—¿Lo sabes?

Asintió. Las paredes tienen oídos en tiempos semejantes. Se puso de puntillas y acercó sus labios al oído de Il-han.

—Ella está aquí.

Le miró para ver si había comprendido. Él levantó las cejas.

—¿Ella?

—¡La reina!

Il-han se quedó sin hablar unos instantes. ¿La reina? ¿Cómo se había atrevido a refugiarse en su casa, poniendo en peligro las vidas de sus hijos?

—¿Dónde estaban los guardianes?

—Nadie sabe que está aquí —susurró Sunia—. Les dijo que no era una dama de la corte. Dice que vio matar a la gente y no puede comer. Está en cama todo el día llorando. Nadie se le acerca. Tiene las cortinas echadas. Por la noche le llevo comida.

—¡Por cuánto tiempo lo creerán aún! —murmuró Il-han.

No pudieron hablar más porque toda la casa se enteró de su vuelta. El joven preceptor vino con su hijo mayor, muy crecido ya, y la nodriza trajo al pequeño, que ya andaba aunque con pasos vacilantes. Il-han no tuvo más remedio que ocultar sus temores, prodigando sonrisas y elogios de bienvenida.

Los criados vinieron a saludarle, alegres al verle de vuelta sano y salvo, y él se vio obligado a ser el amo tranquilo y firme en el que todos descansan. Nadie hablaba de secretos temores, o de quién había entrado o salido de palacio.

Habló con todos y a todos agradeció su fidelidad. A los criados les dio dinero, a sus hijos pequeños animales de jade que compró durante su viaje y al preceptor un viejo libro de poesías que le regaló el abad del monasterio de la montaña.

—Ahora —dijo— quiero bañarme, afeitarme y cambiarme de ropa.

Era agradable estar en casa, y ¡ojalá no tuviera nunca que dejarla!

Dicho esto entró en sus habitaciones y se bañó. Su barbero le afeitó, y luego lavó y peinó su largo cabello negro trenzándolo en la usual coleta. Después, Sunia acudió a su lado y se sentó con él mientras comía.

Antes de acostarlos le llevaron a sus hijos.

Transcurrió la tarde, y luego oscureció. La casa estaba tranquila, pero durante todo ese tiempo no había hecho más que pensar en la reina escondida en una de las habitaciones interiores, con las cortinas echadas alrededor de su cama. Tendría que llevarla a un refugio seguro. Aunque sabía que sus criados eran leales, a cualquiera de las mujeres que lavaban la ropa de la familia en la orilla del río podía escapársele algo. Sería suficiente que dijese: «Tenemos una extraña dama en casa de mis amos, está en cama todo el día con las cortinas echadas y no quiere comer».

—Ahora —le dijo a Sunia cuando todo el mundo dormía—, llévame ahora adonde está.

La reina, con un sencillo vestido, bordaba un trozo de satén rojo sentada en un cojín cerca de una pequeña mesa. La luz de las velas brillaba sobre sus manos que se movían silenciosamente. No levantó la cabeza cuando se abrió la puerta, no la levantó hasta que él estuvo dentro.

—¡Majestad!

La palabra vino a sus labios, pero la dijo muy bajito. Se quedó mirándola y ella a él. Luego dejó caer sus manos sobre la mesa, con el trocito de satén rojo entre ellas.

—Estoy haciendo un par de botitas para tu segundo hijo —dijo.

Él no contestó. Se acercó y se arrodilló ante ella al otro lado del cojín y Sunia se arrodilló a su lado. Habló tan bajo que sus labios se movían casi sin dejar oír su voz.

—Tenemos que dejar la casa esta noche. Aquí no estáis a salvo y no puedo protegeros. No puedo proteger ni a mi familia. Vestíos con ropas de abrigo y apagad las velas como si fuerais a dormir, vendré a buscaros y cabalgaremos hasta un sitio lejano. Tengo un amigo en Chung-jo.

Ella no contestó, continuó sentada unos instantes con sus grandes ojos oscuros fijos en él. Luego dejó el trozo de satén y clavó en él la aguja.

—Estaré preparada —dijo y no añadió ni una palabra más. Él y Sunia se levantaron y fueron a sus habitaciones. ¿Qué se podían decir en tales momentos? Sunia preparó un paquete de ropas de abrigo y puso en él comida por si no podían parar en posadas, o si caía nieve y los cogía en algún sitio desierto. Ella sólo le preguntó, mientras cambiaba sus ropas por otras de más abrigo:

—¿Llevarás al criado contigo?

Il-han dudó.

—Me es fiel, pero ha estado separado de su familia mucho tiempo. Estaremos en peligro si nos descubren.

—No me gusta que viajes solo. Si te matasen en una emboscada, ¿quién me lo diría?

Sunia temblaba por el llanto contenido y se desesperaba aunque él intentase darle fuerzas.

Él le cogió las manos y las estrechó entre las suyas.

—Necesito tu valor —le dijo—, todo el mío no es suficiente para lo que se nos viene encima. Tus lágrimas me afligen, pero es un deber servir a la reina porque en ella está la única esperanza de nuestra patria. ¿Crees que de otra manera te dejaría, o la defendería? Debe vivir, para volver y apartar al rey de su padre. Creo que él la quiere y se apoya en ella, y afortunadamente no quiere a su padre. Desea rebelarse contra él y se odia a sí mismo por ser demasiado débil para hacerlo. Unos meses más, Sunia, y si lo planeo bien, la reina volverá y el trono estará asegurado al fin.

—Pero ¿por qué tienes que ser tú quién lo haga?

—Porque ella confía en mí.

Sunia le miró por encima del hombro.

—Será mejor que te pongas el abrigo forrado de piel. Voy a buscarlo.

En aquellas frías horas nocturnas acudió a la puerta de la habitación donde esperaba la reina. Había ordenado a su criado que preparase tres caballos y esperase en la puerta de la casa. En esto había cedido a los deseos de Sunia, pero le ordenó no hacer preguntas pensase lo que pensase.

Ahora, mientras Sunia cerraba las puertas, esperaba fuera de la habitación de la reina, después ella salió con la reina, a quien cogía de la mano fuertemente. La reina se envolvía en vestidos forrados de piel, y llevaba anudado a la cabeza un pañuelo de seda que le caía sobre la cara como un velo. Il-han echó a andar, y la reina y Sunia le siguieron. En la casa todos dormían.

Los caballos esperaban en la puerta. Hacía una noche muy oscura; afortunadamente no había luna, y hasta el portero dormía. El criado había abierto la puerta a escondidas, y ahora esperaba con las riendas de los caballos en la mano.

Il-han ayudó primero a la reina a montar, y luego se volvió a Sunia.

—Entra en casa, corazón mío —le dijo—. Entra en casa, duerme y sueña con mi vuelta, porque es seguro que volveré. Te lo prometo.

La abrazó unos instantes en la oscuridad y luego ella resueltamente le obedeció. Il-han esperó hasta que oyó el sonido de la barra de hierro que cerraba la puerta. Luego montó y cabalgaron a través de la noche.

Los cascos de los caballos no hacían ningún ruido al chocar contra las piedras, porque el criado había envuelto las patas con trapos. Cuando llegaron a la puerta de la ciudad, el guarda les iluminó con la linterna para ver sus rostros. La reina levantó su velo y él le vio la cara. Sin decir nada, se volvió, quitó la barra de hierro y abrió la puerta.

Aquella noche y las siguientes no tomaron la carretera de Chung-jo sino que cabalgaron por caminos rurales y senderos de montaña. No se detenían en las posadas, sino en alguna casa campesina y sólo al anochecer. La reina no había visto nunca cara a cara a sus súbditos, e Il-han se encontró con que tenía que proteger no a una sola mujer sino a varias en una.

Ella se asombró al descubrir que una casa de campesinos no tenía más que una habitación. El resto eran una especie de alacenas, y su orgullo real se despertó.

—¿Es que tengo que dormir entre toda esta gente hedionda? —exclamó la primera noche.

—Acordaos de que ahora no sois más que una mujer corriente que viaja para hacer una visita a unos parientes lejanos, y que yo soy vuestro hermano.

Se calmó al instante.

—Siempre deseé tener un hermano —dijo dulcemente—. Por suerte, Il-han le había advertido que no hablase en presencia de extraños porque su dulce voz y su puro acento la habrían delatado en cualquier parte y todos se darían cuenta de que era una persona distinguida.

—Sed tímida —le había dicho—. Acordaos de que las mujeres no deben hablar si no les hablan sus padres, hermanos o maridos. Nadie sospechará de vos si no os oyen hablar.

Ahora que se sentía en parte a salvo, su antigua picardía y travesura volvían a brillar irreprimibles en sus ojos y en su sonrisa. Él apartó la vista. Con esta mujer, voluntariosa y fuerte, tenía que conservar su calma y frialdad. Ahora sabía que si el amor de Sunia no le hubiese protegido, la presencia de esta mujer le habría podido atormentar. Si no hubiese sido más que una reina habría sido una tentación, pero era además la mujer más hermosa de todas las que había visto, y ella usaba su belleza como sólo una reina se atreve a usar esta clase de arma; sabiendo que si un hombre se propasaba podía hacer que le cortasen la cabeza o que pusieran veneno en su comida. No la creía capaz de tanta maldad, pero sabía también que un hombre no puede confiar en una reina.

Le profesaba, pues, un estricto respeto, no acercándose más de lo que se acercaría un súbdito, aunque ella le tentaba a propósito, como cualquier mujer. Pero esta era una clase de partida que él no jugaría.

—Acordaos —le dijo una noche en que se quejaba de que no podía comer aquella ordinaria comida de los campesinos—. Acordaos de que este es vuestro pueblo, y que este alimento es lo que ellos comen toda la vida; nunca toman nada mejor que un pedazo de cerdo una vez o dos al año. Y si la habitación en que viven os parece mal y encontráis este olor demasiado fétido, acordaos de que este es vuestro pueblo y no tiene palacios en que habitar.

—Ni yo tampoco —dijo tristemente.

—Lo tendréis —le dijo él con firmeza—. Si conserváis vuestro valor, dentro de un año estaréis de nuevo en palacio.

De esta manera la obligaba a reflexionar y estaba esperanzado porque cada día que pasaba se mostraba menos voluntariosa y más resuelta.

Aprendió a observar al pueblo y ver lo que hacían en vez de apartarse de ellos, y así la reina se fue convirtiendo en mujer. Llegaron a Chung-jo en una fría tarde de invierno. Il-han fue a casa de su amigo y llamó a la puerta con el puño de su látigo. Su amigo abrió la puerta él mismo; era un poeta pobre, que no tenía criados.

—Soy Il-han.

—¡Il-han! Entra, entra en seguida.

La voz de su amigo era alegre, habían ido juntos a la escuela y hacía años que no se veían.

Il-han entregó las riendas del caballo al criado, entró y le habló a su amigo al oído.

—Tengo conmigo una refugiada real. Hay que esconderla donde pueda estar a salvo. Sé que tu mujer querrá recibirla en tu casa y esconderla.

El poeta no podía creer lo que oía. Habladurías de la capital decían que la reina había muerto, aunque otros decían que nadie había visto su cuerpo, ni se había encontrado en los ríos ningún cuerpo que pudiera ser el suyo, y aunque habían mirado en los pozos no la habían encontrado. Era verdad que murió una mujer que llevaba vestiduras reales, pero no era la reina.

—¿No estarás diciendo?… —exclamó su amigo.

—Sí, lo estoy diciendo —le dijo Il-han—. Déjame que la haga entrar ahora. Está medio helada, como lo estamos todos. Necesita descanso y comida.

Temía que su amigo dijese que no podía aceptar un riesgo como el de ocultar a la reina, pero este poeta lo era de verdad; reverenciaba el saber, y siendo pobre y teniendo poco que perder, era valiente.

—Se lo diré a mi mujer. Entretanto, la puerta está abierta, hazla entrar en mi casa.

Dicho esto, fue a comunicar la noticia a su esposa.

Il-han ayudó a la reina a desmontar y la condujo dentro de la casa.

—He escogido este escondite para vos porque mi amigo es un buen hombre, y es mejor que sea pobre, así no tendrá mucha gente en su casa. Estaréis a salvo. Pero os pido que os conduzcáis como una persona más de la casa. Aquí no sois la reina. Imaginad que pertenecéis a esta pobre y buena familia.

La reina se había vuelto ahora más humilde después de tantos días de duro viaje. Por primera vez, había visto cómo vivía y cómo era su pueblo. Nunca más malgastaría tanto dinero en joyas y sedas. Su corazón y su espíritu eran nobles y esclarecidos; era una truebone y había cambiado.

—Me acordaré —le dijo a Il-han.

No había imaginado lo difícil que sería dejarla allí, cuando la mujer del poeta acudió a recibirles saludando medio aturdida. Su marido le había prohibido que mencionase el nombre de la reina o la llamase majestad. Obedeció, pero estaba abrumada.

—Si queréis venir conmigo… —murmuró.

La reina inclinó la cabeza y se volvió para despedir a Il-han.

—¿Te quedarás aquí un día o dos?

—Ni tan siquiera una hora o dos —contestó él—. Debo regresar y empezar a realizar mis planes para vuestra vuelta.

—No me has dicho nada acerca de estos planes.

—Porque nunca os diré nada que pueda ser una preocupación para vos. Viviréis aquí tranquilamente, ayudando a esta familia como si fueseis una amiga. Compartid los deberes del ama de casa, ya que no tienen criados. Escuchadla, pero no habléis mucho. Utilizad estos meses para aprender lo que es ser pobre, sin más tesoros que el amor al saber y a la belleza. Esta gente también son vuestros súbditos.

—¿Es esto una despedida?

Il-han vio de nuevo el miedo en sus grandes ojos.

—Nos veremos pronto.

Esperó, mirándola mientras la mujer del poeta la conducía al interior de la casa. De pronto, la reina se volvió y avanzó rápidamente hacia Il-han. Este la miró interrogante, pero no dijo nada. Ella sacó algo del pecho y lo puso en la mano derecha de él.

Cuando Il-han vio lo que era exclamó sin aliento.

—No puedo aceptarlo.

Era su sello personal, una pieza de jade chino sobre la que estaba grabado el nombre real.

—Debes aceptarlo —le dijo en voz baja—. Quizá necesites usar mi nombre en algún sitio importante para salvar tu vida o la mía.

La reina volvió otra vez con la esposa del poeta, e Il-han quedó sorprendido y maravillado de que depositara tanta confianza en él. Se conmovió, y entonces supo que siempre sería su leal súbdito; sí, y aún más que eso.

Permaneció con su amigo mientras el criado dejaba descansar los caballos.

—¿Por qué tanta prisa? —le preguntó este.

—Es mejor que no haya caballos a tu puerta cuando amanezca —dijo Il-han— y también es mejor que mi criado y yo no nos quedemos en tu casa. Una mujer puede esconderse mejor que un hombre. ¡Ah, sí! Antes de que se me olvide, dile a tu mujer que le preste algún vestido sencillo cuando lo necesite; lleva encima todo lo que tiene. Y si alguien pregunta quién es, di que es una pariente lejana, que ha enviudado recientemente y ha venido a vivir con vosotros porque no tiene a nadie más.

—Estoy asombrado —dijo el poeta—. Necesitaré tiempo para hacerme a la idea.

—Volveré antes de pocas lunas —le dijo Il-han. El poeta le cogió por el brazo.

—Mi mujer quiere saber lo que come.

—Come de todo —contestó Il-han con firmeza, y se fue.

La reina se sentía bastante sola en casa del poeta. Comprendía que no era enemistad sino reverencia hacia su real persona, pero la mujer del poeta, que estaba siempre a su lado, permanecía callada y temerosa aunque la reina le diese ánimos.

El poeta estaba siempre en una pequeña cabaña, allí se sentaba sobre una estera ante una mesa y leía los pocos libros que tenía y escribía sus poemas. Cada mañana se presentaba ante ella, la saludaba, se interesaba por su bienestar y luego salía.

La reina pensaba a menudo en su destino. Recordaba que su madre le había predicho que viajaría, porque había nacido una mañana al salir el sol y al mismo tiempo cantó un gallo. Su madre, una mujer de carácter fuerte y voluntarioso, le había predicho su destino según la hora, el día y el mes en que nació, y sus predicciones se habían cumplido.

Al pensar en su propia fortaleza, pensó en el rey: siempre lo había creído débil, pero ahora a veces no estaba segura de ello. Quizá le había ocultado su verdadero carácter. Era hijo de una mujer autoritaria y desde su niñez oponía una secreta resistencia a su padre, queriéndolo y odiándolo, decidiendo por sí mismo lo que haría, pero sin decirlo a nadie hasta que estaba hecho. La vuelta del regente quizá había tenido lugar con el consentimiento del rey. Si la causa del golpe de Estado hubiese sido sólo el amor al poder del regente, ¿no hubiese podido el rey impedir la usurpación, teniendo como tenía espías por todas partes en la capital?, y si había permitido la vuelta del regente, ¿no sería acaso porque la odiaba a ella, su reina, y se rebelaba contra ella como se rebeló contra su madre anteriormente porque favorecía la soberanía de China, y había escogido a su padre que estaba en contra de esta soberanía? ¿Cuándo se convertiría en un hombre el rey? ¿Y hasta qué punto estaría la familia real aprisionada en las redes de los disturbios del país, y en peligro con la declinante fortaleza de China y la amenazadora fuerza del Japón creada por los emperadores Meije? Con el paso de los días aumentaba su inquietud. No había esperanza de que llegase algún mensaje de Il-han. Aunque este ya le había avisado de que no le sería posible comunicarse con ella.

—Cuando podáis regresar sin peligro —le dijo al dejarla—, vuestro palanquín estará en la puerta. Entrad en él sin hacer preguntas. Yo os lo habré mandado.

Pero el palanquín no llegaba. Primero se impacientó, y luego se enfadó. Un día fue hasta la puerta y vio un arroyo que se precipitaba por la montaña, y junto al arroyo un tortuoso sendero rural muy pedregoso. La casa del poeta estaba fuera del pueblo, en un grupo de edificios con techo de bálago, pertenecientes, según suponía ella, a los campesinos pobres y a sus familias.

A veces venían poetas de otras partes; estos hombres, unos cuatro o cinco, llamaban a la puerta del poeta con frecuencia y entonces la mujer le rogaba que se quedase en otra pequeña habitación.

—Yo le pediría a mi marido que no permitiese venir a sus amigos mientras estáis con nosotros —le dijo a la reina—, pero acostumbran a venir, y si les pedimos que no vengan, se extrañarán y harán preguntas.

La reina la escuchó con interés. Ella estaba acostumbrada a mandar. La esposa del poeta vio su mirada incrédula y se apresuró a explicarle…

—No sabéis como son los poetas. Son tan testarudos que hay que temer cualquier cosa de ellos. Su alma es como la de los chiquillos, pero en agudeza y sabiduría son viejos desde que nacen. No sabéis lo que tengo que soportar. Os aseguro que no es fácil ser la esposa de un poeta.

—Razón de más —dijo la reina— para que yo los oiga. Deje la puerta entreabierta cuando vengan.

En aquel momento, estando en el jardín, vio que venían del pueblo. Usaban largas y blancas vestiduras que sus esposas lavaban sin duda cada día, como la esposa del poeta. Sus sombreros de altas y delgadas copas, atados bajo la barbilla les hacían parecer más altos de lo que eran.

Como andaban uno detrás del otro, el más bajo y anciano delante, pudo ver sus cabezas una por encima de la otra. Esperó hasta ver sus caras, y luego entró en la habitación, dejando la puerta entreabierta.

Esta habitación no tenía ventanas, así que pudo sentarse en la oscuridad y mirar por la rendija a los cinco hombres que llenaban la habitación, sentados sobre cojines alrededor de una mesa baja. Cambiaron saludos, sinceros saludos de viejos amigos, y comprendió que aunque eran pobres estaban satisfechos. Educada en las enseñanzas de la vieja China, recordaba lo que dijo Confucio: Aunque como arroz ordinario, sólo bebo agua, y tengo por almohada mi brazo doblado, puedo alcanzar la felicidad, porque el dinero mal adquirido y los honores vados, son sólo nubes flotantes.

Estos poetas, advirtió en seguida, eran alegres además de sabios. No se entristecieron cuando la mujer del poeta les sirvió tazas de té flojo, sin ningún pastel. Lo bebieron y se invitaron los unos a los otros a empezar el esparcimiento de aquel día recitando los poemas que habían compuesto desde la última vez que se vieron.

Esperaron con cortesía a que empezase el más anciano. Cerrando los ojos y cruzando las manos sobre sus rodillas, este recitó con voz clara y sorprendentemente fuerte para un hombre tan pequeño y viejo un poema acerca de una bella mujer que se convertía en zorro durante la noche. Su marido, también poeta, fue con ella a la cama lleno de esperanza, y se despertó con las marcas de pequeñas uñas en sus manos y mejillas y con la almohada a su lado vacía.

El poema del más joven hablaba de tristeza y muerte en las sombras de un bosque de pinos. A medida que iba escuchando se daba cuenta que el más viejo soñaba con la juventud y la belleza, y el joven era melancólico y fatalista. Lo que más le confundía era que ninguno de ellos habló una sola vez de los horrores del tiempo presente, de los enemigos que presionaban al país desde fuera y de las luchas y guerras civiles. Estos hombres, jóvenes y viejos, aun siendo instruidos, parecían ignorar que vivían en constante peligro, que el pasado no podía salvarles, y que su futuro podía destrozarse si no se afanaban en salvar a su pueblo.

Cuando se dio cuenta de esto, tuvo que dominarse para no irrumpir en la habitación y decirles que era su reina. Gritarles para despertar sus mentes… Pero ¿con qué fin?

—¿Cómo os atrevéis? —anhelaba decirles—. ¿Cómo os atrevéis a vivir de nebulosos sueños y poesía mientras yo, vuestra reina, estoy en peligro? ¡Despertad! ¡Viejos o jóvenes, sois todos unos niños! ¿Deberé ser siempre vuestra madre?

Se contuvo, tenía que callarse para no poner en peligro la vida de otros, y se mordió la uña del pulgar esforzándose en apaciguarse.

Tenía que esperar y esperar hasta que una noche la mujer del poeta la llamase y murmurase:

—El palanquín está en la puerta.

Il-han no estaba asustado aunque era prudente y no se aventuraba fuera de su casa, pues tendría que proteger a su familia si el regente ordenaba alguna represalia.

A su padre le mandó una nota diciéndole que no se encontraba bien, que su enfermedad no estaba definida por los médicos y que creía su deber no ir a ver a su padre hasta que estuviese seguro de su curación. Se cruzaban mensajes diarios entre las dos casas, pero, no obstante, tanto los de su padre como los suyos eran prudentes. Il-han le escribía que tenía ligeras molestias de estómago y estaba obligado a quedarse en casa. El anciano sabía, naturalmente, que la enfermedad de su hijo no era corporal. Estos eran tiempos muy peligrosos para el clan Kim.

Poco a poco, Il-han planeaba la restauración de la reina.

El instrumento de sus planes era el preceptor de su hijo mayor.

Una noche, cuando todos dormían en la casa, llamó al joven a sus habitaciones privadas, y sin atreverse a explicarle enteramente lo que se proponía, le encargó que reuniera a los hombres de Estado en quienes podía confiar.

Los iba concentrando, no todos a la vez, pero sí uno a uno.

Entre ellos se cruzaban mensajes, y su portador era siempre el preceptor.

—Debe confiar en mí —le dijo Il-han—. Estoy trabajando para que todos nos salvemos.

—¿Restaurará usted a la reina? —preguntó el preceptor—. Los tiempos han cambiado.

Il-han le miró fijamente. Su rostro era delgado y juvenil, su boca demasiado generosa, pero tenía los ojos claros e inteligentes.

—Nada es eterno —dijo al fin— y si ella vuelve deberá cambiar también.

—Confío en usted, señor —replicó—. Usted ya sabe que las cosas tienen que cambiar —y cogiendo las cartas que Il-han le daba fue a cumplir su orden.

El primer paso ya estaba planeado. Había que alejar al regente. Lo llevarían fuera del país, lo mandarían a un sitio allende el océano y lo entregarían a manos enemigas para que no pudiese volver. ¿Quiénes eran sus enemigos?: los chinos; y el jefe de ellos, la emperatriz Tzu-hsi. Il-han no quería quitar la vida al regente ni permitir que otros lo hiciesen, porque tal crueldad pondría al pueblo contra la reina. Una vez depuesto el regente, el paso siguiente sería mandar el palanquín a casa del poeta y llevar a la reina a su palacio.

Desde su tranquila casa, mientras los niños jugaban en los jardines y Sunia cuidaba las flores y dirigía su casa, Il-han había ido tejiendo su trama. Tenía el don de mandar sin que lo pareciese. Cuando tenía la oportunidad, y si no la tenía la buscaba, exponía sus ideas a sus compañeros, con preguntas, reflexiones o sugestiones que aquellos, siguiendo ávidamente sus palabras, recogían y llevaban a cabo. Sus amigos eran pacíficos, y a ellos tampoco podía proponerles muertes violentas. En lugar de esto sugirió una nueva alianza con los chinos.

—Nuestros vecinos del Reino Central —les dijo un día, cuando conferenciaban en su casa—, están siempre dispuestos a ayudarnos. Usemos ahora su enemistad con el Japón, y convirtamos esto en nuestra arma de defensa.

Era un día de primavera. Las puertas estaban abiertas y se oía un zumbido de abejas que venía de las flores amarillas de los nísperos. Procedía de un enjambre dividido. Eran unas abejas vagabundas con su reina en busca de una nueva vida. Podía interpretarse como un símbolo de lo que él mismo estaba buscando.

Llamó a un criado con una palmada y le ordenó:

—Dile al jardinero que un enjambre de abejas que está en una rama de níspero busca colmena; que procure atraerlas a otra colmena, así tendremos miel.

El criado obedeció. Il-han se levantó y cerró la puerta para no, molestar a las abejas. Luego se sentó en su cojín.

—Un buen presagio —les dijo a sus invitados—. Tendremos miel, si cazamos las abejas.

Rieron moderada y cortésmente y esperaron a que continuara. Formaban un círculo de caballeros vestidos de blanco, de rostros agradables y cabello negro trenzado. Il-han continuó:

—Invitaremos a China a que refuerce su ejército en nuestra ciudad. Así acallaremos a los japoneses, demasiado potentes ahora, que están aliados con el regente.

—¿Cómo resolverán nuestros problemas interiores los chinos?

El que hizo esta pregunta era un intelectual partidario de las nuevas tendencias y las enseñanzas occidentales.

—Harán una sola cosa —dijo Il-han.

—¿El qué?

—Deponer al regente, llevarlo a China y encarcelarlo, no en una prisión, sino en una casa. Allí le retendrán para siempre, hasta su muerte.

Su mirada tranquila fue de uno a otro. Todos demostraban asombro. El atrevimiento y la sencillez de este plan los confundía. Estaban silenciosos, reflexionando sobre lo que había dicho, y él los contemplaba. Las dudas dejaban paso a una naciente esperanza y luego a su aprobación.

Los mayores sólo pensaban en la deposición del regente y en la restauración de la dinastía Min y la paz. Los más jóvenes pensaban en el fin de las luchas internas y en poder ocuparse en nuevas cosas y nuevos planes.

—Si aprueban este plan —dijo Il-han—, hagan un signo afirmativo.

Todos lo aprobaron. Il-han tomó su taza de té y bebió. Los demás le imitaron.

—¿Cómo llevará a cabo su propósito? —preguntó después uno de ellos.

—Bastará un mensajero —contestó Il-han.

—¿Qué mensajero se atreverá a cumplir una misión así? —dijo otro.

—Ya lo he elegido.

Aquella misma noche, Il-han habló con el preceptor cuando se marcharon sus invitados.

—Parta ahora para Tiensin. Aquí está mi mensaje. Lleva el sello de la reina, ella misma me lo dio cuando nos separamos. Póngalo en manos de nuestro emisario allí. Es un Kim, como usted sabe, desterrado tres veces. Haga que lo lea y pregúntele cuánto tiempo tardaría en llegar aquí un ejército chino. Dígale que no debe ser demasiado numeroso. Necesitamos ayuda, no ocupación. Bastarán cuatro mil hombres, o quizá algunos más, para reemplazar a los que mueran o caigan enfermos.

Abrió un cajón secreto de su escritorio y cogió una bolsita de áspera tela oscura.

—Aquí hay monedas suficientes para el viaje de ida y vuelta. ¿Dónde esconderá la carta?

—En mi trenza —dijo el joven. Il-han se rio.

—¡Bien! Pues procure que no le corte la cabeza algún enemigo.

Se separaron y al día siguiente, ya fuera el preceptor, Il-han dijo que lo había mandado al norte a comprar raíz de ginseng para exportar a China. Como la raíz de ginseng se encontraba raramente, era muy apreciada y los comerciantes chinos no tenían nunca bastante. Su exportación era parte de los negocios de la casa Kim y le creyeron.

La raíz de ginseng era un tesoro para los médicos ya que, según una antigua receta china, el ginseng vitaliza las partes más nobles del hombre y de la mujer, robustece, cura palpitaciones causadas por sustos, disipa vapores malignos y fortalece la mente. Quien lo toma durante muchos años se conserva ligero, activo y prolonga su vida.

—Estoy casada contigo —dijo Sunia—, pero tú no lo estás conmigo.

Era más de medianoche. Estaban en la cama y la casa estaba tranquila y silenciosa.

Al terminar el día había entrado en su habitación dispuesto a entregarse por entero a su mujer en las próximas horas. Había hecho cuanto pudo por su país y su reina y ahora no le quedaba más que esperar. Conocía la paciencia de Sunia, y aquella noche la necesitaba con toda la riqueza y sencillez de su ser. Sin decir nada la había tomado en sus brazos y permanecieron inmóviles unos instantes. Luego se entregaron amorosamente el uno al otro. Al principio, Sunia cedió, luego correspondió con tanta delicadeza, tanta comprensión y tan instintiva pasión, que le hizo suspirar de felicidad, de profunda e íntima felicidad.

—¿Ha existido alguna vez una mujer así, una esposa así?

Ella no hacía preguntas, no hablaba. Pero de pronto le decía aquello, aquella monstruosa acusación. Ella estaba casada con él, pero él no estaba casado con ella. ¿Qué contestarle? ¿Debía enfadarse o burlarse o reírse? Decidió contestar como si creyese que no hablaba en serio.

—¿Vamos a discutir ahora? —preguntó con voz indolente.

Sunia se sentó en la cama y empezó a trenzar su largo cabello oscuro.

—No tenemos por qué discutir —le dijo-Estoy diciendo la verdad.

—Así todo lo que yo diga será mentira —replicó—. ¿Qué voy, pues, a decir?

—Nada.

Hablaba en voz baja y distraída, como si estuviera muy ocupada con su cabello. Esperó hasta que terminó su trenza y luego tiró de ella atrayéndola cariñosamente hacia su hombro.

—¿Es posible que estés celosa de una reina?

Ella escondió la cara en su hombro desnudo.

—¿Cómo puedes ni siquiera imaginar —continuó tiernamente—, cómo puedes, aunque sea sólo un instante, tener la loca idea de que he podido tener alguna vez en mis brazos a una reina, estrecharla como lo hago contigo y adorar su cuerpo como adoro el tuyo?

Ella se echó a reír.

—No, pero…

La risa murió en sus labios y continuó escondiendo la cara en su hombro desnudo.

—Si no me dices lo que te ocurre —dijo él al fin— ¿me reprocharás que no sepa de lo que me estás hablando?

Ella se sentó de pronto y le volvió la espalda desnuda, un dorso hermosísimo, pensó él: columna vertebral recta, cintura suave y estrecha, nuca delicada piel clara y fina. Él se sentó en la cama.

—¡Las fantasías de la mente de una mujer! ¡Los tortuosos caminos en que se pierde, y pierde al hombre! Habla claro, Sunia, dime lo que estás pensando. ¿Qué ocurre? ¿Estás intentando decirme que estaba soñando en una geisha o en una de las doncellas?

—No —musitó ella.

Se levantó, fue a la ventana y la abrió. Fuera llovía y las gotas de agua le caían por la cara. Il-han fue tras ella y cerró.

—¿Estás loca? ¿Acaso quieres morirte?

—¡Quizá!

Ella se sentó en un cojín junto a la mesa, y sacó la tetera de su funda. Vertió té caliente en una taza y la cogió con ambas manos para calentárselas mientras bebía.

—Sé razonable —le dijo—. No tengo tiempo ni humor para complicaciones entre nosotros. ¿He fracasado como marido? Si es así te pido perdón, pero primero quiero saber de qué debo ser perdonado.

—No se trata de esto —dijo ella con los ojos fijos en su taza—, quizá tú mismo no sabes lo que te sucede.

—¿Qué me sucede, mi sabia esposa?

Ella levantó sus grandes ojos hasta encontrar los de Il-han.

—Estás obsesionado —le dijo—. La reina te obsesiona, con su desamparo, su alta posición, su belleza, su poder y su soledad. Una mujer solitaria es siempre tentadora para un hombre. ¡Y más una reina! Cuando entra en cualquier sitio, es la reina quien entra. Te sientes halagado, naturalmente, pero estás abrumado por tal honor. La reina te distingue con su preferencia. ¿Cómo puede una mujer, competir con una reina? ¡Te obsesiona! ¡Sí, te obsesiona, no lo niegues!

Se puso en pie, pero ella le rechazó.

—¡Apártate de mí! ¡Es verdad! Hay otros medios que no son el cuerpo para fascinar a un hombre como tú, tan inteligente, lo sé perfectamente. No soy lista como tú, ni vivaz, ni brillante, ni tan siquiera demasiado inteligente. Sé que a ella nunca la poseerás, pero yo soy tuya, y me creerás en cambio una pobre infeliz. ¡Me crees ya una pobre infeliz! Cuando vuelves a casa después de una audiencia parece que vuelvas de un sueño maravilloso. Eres tú quien la oculta, y el único en saber dónde está. ¿Por qué? ¿Me atreveré a decir que estás soñando imposibles? —su voz subió de tono encolerizada y luego se apagó con tristeza.

Estaba confundido. Se hundió en la cama y cruzó las manos detrás de la cabeza. ¿Qué podía responder ante tan monstruoso insulto? Se preguntaba si con su maravilloso instinto no habría descubierto algo que ni él mismo sabía. Pensaba constantemente en la reina. Su persona le era muy querida, y sagrada además. La quería, creía él, no como mujer, sino como el símbolo de la nación y del pueblo al cual se había consagrado.

Sin embargo, era un hombre, y era verdad que cuando estaba con la reina le embargaba una especie de hechizo. Podía mirar cualquier bella geisha sin sentir deseos de, volver a hacerlo. Pero cuando una mujer como la reina habla con gracia e inteligencia, cuando tiene espíritu, entonces su cuerpo está como iluminado. Y a él le gustaba mirarla.

Suspiró y cerró los ojos. No tenía tiempo para interrogarse a sí mismo. Además, ¿tenía alguna necesidad de hacerlo? Su deber era reponer a la reina en el trono, y lo haría. Cuando estuviese en el trono sería la reina y sólo la reina.

—¿Quieres escucharme? —le dijo a Sunia—. ¿Quieres escuchar lo que debo hacer y cuál es mi deber? Nuestro pueblo tiene necesidad de estar unido o, de lo contrario, las grandes y ambiciosas naciones que nos rodean, nos absorberán igual que una rana engulle de golpe un montón de hormigas con el latigazo de su lengua. Sunia, ¿quieres escucharme como esposa?

Ella dejó la taza de, té y dijo:

—Te escucho.

—Tengo que conservar clara la cabeza. Deberé oír todas las opiniones hasta formar, paso a paso, la mía propia. Sunia, creo que acabaremos aliándonos a las naciones occidentales. Hay que encontrar nuevos aliados. Sin embargo, de momento China nos ayudará contra el Japón para que podamos reponer en el trono a la reina y… al rey.

¡Qué sagaz era su mujer!

—¿Por qué has titubeado al nombrar al rey? —le preguntó en seguida—. Primero nombras a la reina y luego titubeas al nombrar al rey. ¿Qué pasa con el rey?

—Acércate —dijo él—. Échate en la cama —le dijo cuando estuvo a su lado—. Apoya la cabeza en la almohada junto a la mía.

Ella obedeció y él le habló al oído.

—Creo que el rey no es leal a la reina; fue él quien ayudó al regente a volver al poder.

—El regente es su padre —le recordó ella.

—Pero la reina es la reina, y además es su mujer.

Luego se quedaron silenciosos porque Il-han había dicho lo bastante para que comprendiese, al menos en parte, que era posible estar poseído por el amor a la patria y no por el amor de una mujer, aunque esta mujer fuese la reina. Yacían en silencio, muy juntos, sin pasión, pero sintiéndose mucho más unidos de lo que podía haberles acercado la pasión.

A la reina se le hacían los días muy largos en casa del poeta y las noches aún más largas.

Después del verano llegó el otoño y luego el invierno que se alargaba demasiado.

Nunca hasta entonces había tenido ocasión y tiempo de examinar su vida como mujer.

Ahora, como el tiempo transcurría tan despacio, tenía tiempo para observar la vida del poeta y su mujer en su sencillo ambiente. Toda la vida de la mujer estaba centrada en el hombre, la esposa era una parte del marido, y esto lo veía ahora la reina.

—¿No se cansa nunca de atender a un sólo hombre? —le preguntó un día en que estaban a solas, porque el poeta había ido al pueblo a comprar tinta y un nuevo pincel.

La mujer estaba moliendo trigo entre dos piedras, se detuvo y se secó el sudor de la cara con el borde de la falda.

—¿Quién le cuidaría si no lo hiciese yo? —le preguntó—. ¿Y qué otra cosa podría hacer yo?

—Es verdad —dijo la reina—. ¿Pero no se siente nunca cansada? ¿No sueña a veces con otra vida?

—¿Qué otra vida? —replicó la mujer—. Este es mi deber y esta es mi vida.

—¿Entonces, con qué sueña usted?

La mujer reflexionó.

—Sueño con tener suficiente dinero para comprar un buey. Conduciría simplemente el arado en vez de tener que empujarlo yo misma. Compraría para mi marido un hermoso vestido blanco, como corresponde a un poeta, en lugar del remendado harapo que lleva ahora. Sí, podría incluso comprarle dos vestidos blancos, y desde luego también necesita un sombrero nuevo. Compongo el que tiene con pelos de la cola del caballo del vecino, pero sería estupendo que tuviese uno nuevo. Este perteneció a su difunto padre. Nunca ha tenido un sombrero realmente suyo, tiene la cabeza más pequeña que la de su padre y el sombrero se le mete casi hasta las orejas. ¿Pero qué puedo hacer?

—¡Ah, claro! —dijo la reina con simpatía.

Durante la larga noche que siguió inevitablemente al día, pensó por primera vez en el rey como marido. ¿Sería feliz atendiéndolo día y noche? No, no lo sería. Ni él desearía que lo cuidase. La enviaba a buscar y ella acudía cuando se lo ordenaba. Es decir, iba a veces, pero otras se excusaba diciendo que no podía. Entonces él se enfadaba o insistía en que su mujer le enviase una prueba. Si no la había, le mandaba una tela mojada con la sangre de un gallo. Como no lo amaba ni lo odiaba acudía a él. Era una mujer, apasionada, por suerte, porque, el rey lo era también y así aunque no había amor ni por una parte ni por otra, podían llevarse bastante bien. Pero ella no deseaba tener hijos, especialmente desde que supo que el primogénito y heredero tendría siempre la inteligencia de un niño. Si hubiese amado al padre, habría querido al hijo a pesar de todo, pero como no era así, mandó al niño a un rincón lejano de palacio donde los criados lo cuidaban. Lo veía alguna vez jugando en el jardín, y le hablaba bondadosamente, pero lo dejaba en seguida. Sabía que estaba sola.

Yacía ahora en una pobre cama de una pobre casa, y no lloraría. Se dijo a sí misma: acuérdate del voto que hiciste; juraste que no llorarías nunca más, por nada.

Aquella larga noche terminó, y no volvería a haber noches tan largas, porque al día siguiente corrió el rumor por la nación, llegó al pueblo y también a la casa del poeta, que la emperatriz china había enviado un ejército para rescatar a la reina. El poeta cerró las puertas y apagó la lámpara de la mesa. En la oscuridad, murmuró a su oído las noticias.

—Los ejércitos imperiales chinos han entrado en la capital.

Cuarenta y cinco mil hombres armados con buenas espadas y con armas extranjeras, tienen dominados a los guardias de palacio. Han apresado al regente y lo han conducido a China, donde está prisionero. Sólo queda el rey.

Se lo dijeron por la mañana temprano. La esposa del poeta la despertó y la acompañó a la otra habitación donde él esperaba. No pudo dominar su temblor.

—¿Será cierto? —preguntó.

—Es posible. Así que os aconsejo que estéis preparada para la vuelta.