CAPITULO XI

Pero tampoco entonces debía hallar la paz que anhelaba para su trabajo. Mientras había estado viviendo aquellos días de satisfacción, una nueva tormenta comenzaba a levantarse en el Sur, la tormenta de la última revolución.

Andrew no había prestado gran atención a ello. Había visto ya muchas revoluciones en sus días y jamás había consentido en marcharse cuando le decían que había peligro de guerra. Nadie le haría daño, decía siempre. Y así se había quedado cuando otros huían, yendo y viniendo con su habitual rutina, esperando, quizá, al lado de una calle ver pasar el ejército, pero sin haces otras concesiones a la eterna inquietud de la vida política de China.

Y aquellas idas y venidas de aquel hombre alto, de cabello blanco, daban al pueblo una sensación de calma y seguridad.

—¿Se ha marchado el Viejo Maestro? —se preguntaban unos a otros.

—No, no se ha marchado —se respondían, y de nuevo se tranquilizaban—. Si el Viejo Maestro se marcha, no sabremos dónde escondernos —solían decir.

Pero jamás se marchó. Y se encogía de hombros ante la idea de que aquella revolución fuese diferente de las demás. Cuando la gente hablaba de la nueva influencia bolchevique, él no quería darle importancia. Los bolcheviques no eran más que el pueblo, al fin y al cabo. Además, «los chinos jamás se entenderían con ellos», solía decir confiado. Uno de los secretos de su ilimitada serenidad era que siempre creía firmemente todo lo que decía.

De manera que cuando la revolución estalló en el Sur, extendiéndose hacia el centro de China y bajando por el Yangtsé, André la contemplaba sin miedo e incluso, esta vez, con cierta indiferencia. Había visto producirse y cesar tantas revoluciones, no dejando tras ellas más que ruinas, que esta vez no se sentía optimista. Además, su mente iba apartándose cada día más y más de los asuntos humanos para concentrarse en lo único esencial para su vida, su propia obra. Tenía ya la sensación de los pocos años que le quedaban de vida y nada lo apartaría jamás de su camino. No se enteró, pues, del levantamiento de ninguna tormenta. Cuando se esparció por la región la noticia del asesinato de un sacerdote católico, hizo observar con calma:

—Bien, era católico, y quizá no les gusten los católicos.

Cuando los cónsules extranjeros comenzaron a lanzar advertencias aconsejando a las mujeres y niños irse a Shanghai, ya nadie podía prever qué actitud adoptarían las fuerzas revolucionarias que se aproximaban; no se le ocurrió siquiera pensar que él pudiese estar incluido entre ellos. ¡Cómo! ¿Tenía que echar a correr con los chiquillos y las mujeres?

Pero el pueblo blanco estaba netamente dividido en dos bandos. Algunos de ellos pensaban que no podía salir nada bueno de aquel movimiento capitaneado por los jóvenes chinos de educación occidental y apoyados por los bolcheviques. Pero había también quienes creían en él, y todavía más que no sabían qué hacer ni qué pensar. Las noticias de los tratamientos infligidos al pueblo blanco en territorio revolucionario, eran desconcertantes, pero era imposible tener pruebas ni confirmación; y un rumor alarmante es cien veces más alarmante en China, la tierra de las cien lenguas y los irrefrenables prejuicios entre hombres de todos los colores.

La hija de Carie abrazó el partido de los revolucionarios. Desde su infancia había admirado a Sun Yat Sen, Carie se lo había enseñado. «Este hombre hará algo», solía decir con aquel tono suyo de confiada profecía, a pesar de que había sido una fugitiva la mayor parte de su vida. De manera que cuando Andrew dijo que no se movería de allí, a pesar del avance de las tropas revolucionarias, no protestó.

Y entonces vino la mañana aquella en que la advertencia del consulado fue tan apremiante que equivalía casi a una orden, como convenía a una nación democrática, ordenando que en vista de las noticias que llegaban de los atropellos cometidos con los extranjeros, todas las mujeres, niños y ancianos debían alejarse de allí. Estas fuerzas estaban ya cerca. Si se escuchaba bien, podía oírse el lejano ruido del cañón. Y el contingente final de los blancos que habían decidido marcharse, debía salir aquel día. Era la última oportunidad, y si la descuidaban, no volverían a tener otra. Los que se quedasen tendrían que soportar todo lo que pasara, porque el momento de la batalla estaba cerca, y las grandes puertas de la ciudad serían cerradas, y nadie podría entrar ni salir hasta que se supiese quiénes eran los vencedores y los vencidos.

La hija de Carie reflexionó largamente. Creía en los revolucionarios, pero después de la batalla podía haber alboroto. Pensó en sus hijos, en su hermana, que había buscado refugio en su casa al huir de una lejana ciudad del interior en poder ya de los revolucionarios; se había salvado de milagro, y la cosa no era muy prometedora. Y había también los hijos de su hermana, además. En fin, con los chicos ya se arreglarían, ¿y Andrew? No podía ya ir muy lejos ni soportar fatiga de ninguna especie. Le pidió que se fuese a un lugar relativamente seguro.

Pero Andrew, cuando se veía empujado a hacer una cosa contra su voluntad, tenía el truco de ponerse enfermo. No era una ficción predeterminada, era la consecuencia de la contrariedad de no poder hacer lo que quisiera. Cuando subieron a decirle que tenía que prepararse para emprender el camino, lo encontraron acostado en su estrecha cama de hierro, con la sábana hasta la barbilla.

—Estoy enfermo —dijo—, me es imposible marcharme.

Ella lo miró, conociéndolo, y sabiendo que no habría manera de persuadirlo.

—Entonces nos quedaremos todos —dijo; y salió cerrando la puerta.

Durante todo el día resonó, intenso, el ruido de los cañones, aumentado por el eco reflejado contra las rocas de las montañas. Por la tarde las puertas de la ciudad se cerraron y en todas partes reinó una extraña y tensa calma. Las tiendas estaban cerradas y las calles desiertas. Las gentes estaban sentadas detrás de las puertas esperando nadie sabía qué. Habían hecho lo mismo muchas veces ya e incluso los chiquillos habían pasado varias guerras. Pero esta vez era diferente. Se oían decir tales cosas… Los campesinos, la servidumbre, los aprendices, los pobres que vivían en cabañas de barro…, todos estaban poseí dos por una extraña inquietud. Nadie sabía lo que le esperaba.

Por las calles vacías avanzaba como de costumbre el rickshaw de Andrew arrastrado por el coolie con la vieja levita. Estábamos en marzo y el aire era fresco todavía. Andrew predicaba aquella noche en una de las capillas en la que no había casi nadie, y los pocos que acudieron avanzaban rápidamente en medio de la oscuridad Al llegar a su casa la encontró enteramente iluminada y una larga cola de chinos se reunía ante las puertas. Los sótanos estaban llenos de gente desconocida y pobres que buscaban refugio Hasta entonces las casas de los extranjeros habían quedado a salvo. Desde 1900 los extranjeros no habían sido atacados, los extranjeros tenían barcos de guerra y tratados que los protegían. Todo aquello era familiar a Andrew. Estaba sentado en el salón con su familia y sus amigos chinos. Solamente los chiquillos, inocentes de todo, dormían.

—Este suelo parece hervir —dijo—. Los sótanos están tan atestados… —Y después añadió—: Celebro haberme quedado. Hay que compartir la suerte de los que uno ha elegido como su pueblo.

Llegó medianoche sin que se tuviese ninguna noticia, y era imposible ver nada en la oscuridad; sólo se oía el constante rugido del cañón. Andrew estaba muy cansado.

—Puesto que no puedo impedir la lucha, creo que me iré a la cama —dijo con su amarga son risa.

Y subió a su habitación a echarse y escuchar el tableteo de los disparos. Cerca del alba reinó un profundo silencio y antes de que pudiese preguntarse qué significaba, se quedó dormido.

Aquella alba revolucionaria no parecía distinta de la de los demás días. Se despertó, y el sol de marzo inundaba su estancia y desde fuera llegaba el ruido de los platos del desayuno y el olor del tocino y el café. No se oían ya disparos. Todo había terminado. No tenía que perder un solo día de trabajo. Se levantó, se duchó en el aparato que él mismo se había dispuesto mediante un pequeño depósito de plancha y una regadera y, después de vestirse cuidadosamente, bajó alegre y triunfante a tomar su habitual desayuno a las siete de la mañana. Todos lo esperaban, hijos y nietos, y la hija de Carie estaba encantada con los primeros narcisos que habían brotado en su jardín. Había salido antes del desayuno y, habiéndolos cortado, estaban sobre la mesa.

—Son narcisos proféticos —dijo—. Me alegro de que hayan esperado hasta hoy para abrirse.

Todo iba bien, dijeron. Los revolucionarios habían ganado, las puertas fueron abiertas y la ciudad, habiéndose rendido, estaba tranquila. Los chinos se habían ido a sus casas a desayunar y la casa estaba normal como antes.

—¡Qué tontería haberse marchado! —se dijeron entre ellos saboreando los huevos con tocino.

—Las guerras siempre son lo mismo; lo sé por experiencia —dijo Andrew muy contento.

Fue un desayuno alegre y, terminado éste, los hombres se fueron hacia sus quehaceres y la hija de Carie arregló la manta sobre las rodillas de Andrew en el rickshaw y le puso en el ojal un capullo de rosa roja que había crecido en una maceta de la ventana. El rojo era el color de aquel nuevo día.

Podía elegir su camino atravesando la ciudad o dando la vuelta a la colina. Aquella mañana eligió dar la vuelta a la colina. El aire era fresco y cortante, pero los rayos del sol iban templándolo.

Sin embargo, había empezado apenas a saborearlo, cuando oyó su nombre repetido a gritos una y otra vez. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie cerca. Cuando pensó en ello recordó no haber visto a nadie en el camino. Habitualmente estaba animado por las hileras de campesinos que llevaban a los mercados sus cestos con legumbres, o polvoriento a causa del paso de los borricos cargados con sacos de arroz puestos a través sobre sus lomos. Pero no había visto a nadie.

Entonces vio a uno de los criados de la casa que corría hacia él, gritándole. El coolie del rickshaw se detuvo y el hombre llegó jadeante. Estaba amarillo como la cera y tenía la boca tan seca que casi no podía hablar.

—¡Viejo Maestro! ¡Viejo Maestro! ¡Vuelve atrás! —jadeaba—. ¡Están matando a los extranjeros!

—No lo creo —dijo Andrew.

—¡Es verdad! Uno de ellos ha muerto ya. Lo han matado a tiros en la calle. Tu hija mayor te ruega que vuelvas a casa.

—No volveré —dijo Andrew—. Tengo trabajo que me espera. ¡Vamos! —le dijo al coolie, pero el criado puso sus manos en los brazos del rickshaw.

—Me ha dicho que si no querías volver tenía que agarrarte y llevarte aunque me pegaras. En cuanto a mí —dijo el coolie—, no quiero arrastrarte más y tener tu sangre sobre mi cabeza.

Andrew quedó desalentado.

—Da media vuelta, entonces —dijo amargamente.

No era la primera vez que había tenido que pensar que podían matarlo. El sol se volvió gris para él. Nadie sabía lo que podía ocurrir aquel día; podía ser el fin, quizá… y tenía trabajo que realizar.

Cuando llegó a su casa estaban todos reunidos en la escalera, esperándolo. Habían salido de casa tal como estaban, sin abrigos ni sombreros. En diez minutos el mundo entero había cambiado. La alegría del desayuno y la cálida seguridad de la, casa parecía ahora que no hubiesen existido nunca.

—¡Aquí está! —gritó uno de los criados.

El coolie bajó los brazos del vehículo y Andrew se apeó.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó.

—¡Tenemos que escondernos! —exclamó la hija de Carie.

¡Esconderse! ¡Y con todos aquellos chiquillos! Además, le repugnaba la idea.

—Sería mejor que entrásemos en la casa a rezar —dijo él.

—No hay que perder tiempo —respondió ella—. Las tropas revolucionarias están contra nosotros. Han matado ya a los dos padres católicos y a Jack Williams.

Antes de que pudiese discutir con ella llegaron los criados sollozando y corriendo hacia ellos, y algunos vecinos se escurrían por las puertas secretamente.

—¡Escondeos! ¡Escondeos! —les suplicaban—. ¡Las casas extranjeras no están a salvo hoy!

—¿Dónde podemos escondernos? —preguntó la hija de Carie.

Los chinos se miraron. ¿Quién se atrevía a soportar la carga de aquellos extranjeros? Si los encontraban en una casa, matarían al dueño y a todos sus hijos.

Durante todo este tiempo un horrible rugido circulaba por las calles. Era el ruido de la muchedumbre. No había tiempo que perder, pero no había dónde ir. Los blancos se miraban unos a otros. Aquella tierra había sido su patria: para Andrew desde su juventud, para los chiquillos desde que nacieron en ella. Pero, súbitamente, en el espacio de una hora, no era la patria ya. Su casa no podía protegerlos: no había puertas ni muros que pudiesen ponerlos a salvo.

Una pequeña silueta vestida de azul apareció por la puerta trasera, corriendo con toda la velocidad que le permitían sus pies vendados. No era más que una pobre mujer campesina a quien la hija de Carie había dado en un momento en que hubo hambre en la región del Norte y que, durante otro año de hambre, había vuelto a verla en el Sur. La hija de Carie no se alegró mucho de volver a ver a aquella mujer sin un céntimo, hambrienta y preñada. Pero la metió en casa porque tenía un corazón infantil; dejó que el chiquillo naciese, y allí se ocupó de protegerlo contra el tétanos, del que habían muerto los demás chiquillos que había tenido aquella mujer; y de nuevo se ocupó de él cuando la mujer estuvo a punto un día de dejarlo morir quemado. No le había gustado en absoluto tener que hacer aquello, y riñó a la estúpida y agradecida madre por su estupidez, y cuando el marido bajó del Norte en busca de su mujer, había tenido la satisfacción de encontrarle empleo como mozo de granja, y así pudo liberarse de los dos. Pero el chiquillo fue creciendo sano, y la hija de Carie se alegraba de verlo con vida y sano.

La mujer llegó, por lo tanto, corriendo. Dijo que su marido estaba fuera todo el día, y vacía su pequeña habitación; por lo tanto, la hija de Carie y toda su familia podían ponerse a salvo allí. No era más que una minúscula cabaña, en realidad, y a nadie se le ocurriría buscarlos por las cabañas de tierra. Tiraba de ellos arrastrando a la hija de Carie de la mano y a Andrew de la manga; pero, llevando al más pequeño de los chiquillos rubios, echó a correr hacia la puerta y a través de los campos, de manera que todos la siguieron.

Se sentaron silenciosos en aquel estrecho recinto, unos sobre el lecho de tablas, otros sobre un banco de madera, y la mujer cerró la puerta silenciosamente.

—Aquí se está seguro —susurró por entre las rendijas—. Hay tantos chiquillos por aquí, que aunque llore uno extranjero, no llamará la atención.

Pero ninguno de los chiquillos extranjeros lloró durante aquel interminable día. Había dos niñas y un niño, ninguno de los cuales tenía cinco años, que formaron un trío alegre y bullicioso días atrás. Pero aquel día, en aquella obscuridad, bajo aquel extraño rugir de fuera, permanecieron inmóviles y tranquilos sobre las rodillas de sus mayores, como si presintiesen el peligro que les amenazaba.

En cuanto a Andrew, no podía creer que aquello fuese el fin. Permaneció durante todo el día sin decir una palabra, entre sus hijos y sus nietos. Pero nadie habló. Cada cual estaba sumido en sus pensamientos. Andrew estaba repasando en su memoria los años transcurridos. «No tanto pensando —escribió en años posteriores— como contemplando los cuadros que iban desfilando por mi memoria. A menudo pensaba en otra cosa». Y una de las hijas de Carie pensaba en aquel hijo que tenía que nacer, imaginando si viviría lo suficiente para darle la vida. Y la otra estaba mirando a sus dos hijitas y pensando serenamente que cuando llegase su hora tenía que ser suficientemente fuerte para, antes de morir, hacer que muriesen primero ellas, a fin de no dejarlas, una vez muerta, en manos de los soldados.

Pasaban las extrañas horas. La servidumbre llegó a campo traviesa trayendo unos paños bajo sus vestidos, una botella de agua hervida y una lata de leche condensada para los chiquillos. De cuando en cuando se abría la puerta y asomaba el rostro de un chino amigo. Sólo entonces había un momento de terror. ¿Era un amigo? ¿Quién podía decirlo en un día como aquél? Pero eran amigos, y venían allí a meter la cabeza y a decirnos que tuviésemos valor porque estaban haciendo cuanto podían con los jefes revolucionarios a fin de interceder por sus vidas. Y al mediodía se abrió de nuevo la puerta y apareció una buena madre china desconocida, llevando cuencos de arroz cocido, y nos dijo que comiésemos y no tuviésemos miedo, que nadie de toda aquella aglomeración de chozas diría que estábamos allí. Habían amenazado incluso a los chiquillos.

—Le he dicho a mi diablillo que lo mataré a palos si dice una palabra —dijo para tranquilizarnos. Y así pasó mediodía.

Aumentaba el ruido exterior. Andrew había oído ya aquel ruido; no era el rumor de un pueblo colérico, sino el de un pueblo que se divierte, el de un pueblo pobre que veía, por fin, entre sus manos lo que durante tanto tiempo había codiciado. Se oía el ruido de golpes dados sobre la madera de una puerta que luego caía hecha astillas, el rumor de unos pies que corrían por el campo, de maderas que saltaban, y de nuevo los gritos y la algazara.

—Han entrado en casa —dijo Andrew súbitamente.

La puerta de la choza se abrió en el momento de decir estas palabras y entraron los dos chinos que habían intercedido cerca de los jefes revolucionarios. Cayeron en el suelo delante de Andrew.

—Perdónanos —dijeron—. Hemos hecho cuanto hemos podido por salvar vuestras vidas, pero no nos ha sido posible. No hay ninguna esperanza.

Y levantándose y haciendo reverencias se alejaron con el rostro color de yeso.

Durante dos horas Andrew y sus hijos estuvieron allí esperando, temiendo a cada instante ver abrirse la puerta y entrar los soldados en tropel. Pero no se abrió. Y fuera de aquel antro seguía el bullicio y la algazara. La choza se iluminaba con el resplandor de los incendios, porque estaban quemando las casas de los extranjeros. Quizá no les quedasen más que algunos minutos de vida. Cada uno de ellos se despedía a su manera de la vida y pensaba en cómo morir dignamente delante de una raza enemiga, y Andrew bajaba la cabeza. Los chiquillos dormían en nuestros brazos, conmovedoramente bellos, porque era su último sueño. Dentro de un momento, de una hora todo lo más, habría llegado nuestro último instante.

Y entonces, en medio del horror de la situación, resonó en la choza un terrorífico trueno. La choza se estremeció y los chiquillos se despertaron. De nuevo se repitió, una y otra vez, una especie de trueno como ninguno de nosotros había oído jamás. Nuestros oídos se ensordecieron con las explosiones. Nos mirábamos unos a otros, extrañados; no era un trueno del cielo, no podía repetirse con aquella regularidad.

—¡El cañón! —exclamó uno de los hombres.

Andrew levantó la cabeza.

—Los chinos no tienen un cañón como éste —dijo en medio del estruendo.

—Americano…, cañón inglés…, —gritaron los otros.

Entonces recordamos lo que todos habíamos olvidado. Siete millas más abajo había en el río barcos de guerra americanos, ingleses y japoneses. Habían abierto fuego contra la ciudad. Nos amenazaba un nuevo peligro. Podíamos ser hechos pedazos por nuestros propios cañones. Pero en el acto sentimos un alivio; tendríamos, por lo menos, una muerte digna, rápida y limpia, sin tortura en manos de los soldados chinos.

Súbitamente, todo se apagó. Todo ruido se extinguió. El fuego cesó y reinó el silencio, un extraño, un súbito silencio. No hubo ya bullicio ni algazara, ni aullidos, ni más ruidos de maderas destrozadas. Sólo el chisporroteo de las llamas, y nuestra pequeña choza estaban tan iluminada cómo pudiese estarlo de día.

Andrew se levantó y miró a través de la diminuta ventana hacia las colinas. Apretó su rostro contra el agujero, mirando fijamente algo.

—Están quemando el edificio del seminario —susurró.

Y sentándose se cubrió el rostro con las manos. Su obra había desaparecido una vez más…

No había otra cosa que hacer sino esperar. Alguien acudiría a decirles lo que tenían que hacer. Fue una espera larga y agotadora, la más dura del día. Ninguno de nosotros podía decir qué significaba el bombardeo ni el silencio. ¿Había sido arrasada la ciudad bajo aquellos potentes cañones y sólo nosotros quedábamos en vida? Nadie se acercaba.

Ya avanzada la noche, la puerta se abrió. Dos de nuestros amigos chinos estaban allí con una guardia de soldados.

—Hemos venido a llevarles a ustedes a un lugar seguro —dijeron alegremente.

Pero los soldados nos hicieron dar un paso atrás. Llevaban un extraño uniforme y jamás vi una guardia con un aspecto más canallesco. Tenían los rostros burlones y enrojecidos y parecían como hinchados por el vino. Permanecían de pie allí, apoyados sobre sus fusiles, con los rostros iluminados por el resplandor de las antorchas. Retrocedimos. ¿Podíamos confiar a Andrew y los chiquillos a aquella gentuza?

—¡Pero si éstos son los mismos soldados que han estado atacando todo el día! —protestó la hija de Carie.

Pero no había otro camino.

—Es vuestra única oportunidad —nos suplicaron nuestros amigos—. Todos los blancos están reunidos en el gran laboratorio de la universidad. Os llevaremos allí.

Y así, una tras otro, precedidos por Andrew, salimos de la diminuta choza donde durante trece horas habíamos vivido tres hombres, dos mujeres y tres chiquillos de corta edad. ¡Aquellos tres hombres enormes! La hija de Carie jamás los creyó tan enormes.

Echamos a andar a través de los campos, pasando al lado de humeantes y chamuscadas ruinas de los que por la mañana fueron alegres hogares americanos, dirigiéndonos a la negra masa de edificios universitarios. Una vez un chiquillo se tambaleó contra uno de los soldados, y éste se volvió en el acto con un ronquido que nos paró el corazón. Pero la madre del pequeño gritó:

—No ha querido empujarte…, tiene sólo tres años. —Y el soldado siguió su camino con un gruñido.

Por fin llegamos a la gran puerta de la Universidad. Allí había otro retén de soldados revolucionarios con el mismo aspecto burlón y congestionado. Al vernos llegar se rieron y, cogiendo sus fusiles, los agitaban en el aire para asustarnos. Pero ni los chiquillos profirieron un grito; se limitaban a mirar, perplejos, recordando que toda su vida les habían enseñado a querer a los chinos y considerarlos como amigos. Y así la comitiva penetró en el edificio y siguió hacia arriba en medio de la obscuridad.

Allí, en el vasto laboratorio, nos encontramos reunidos un centenar de blancos, hombres, mujeres y chiquillos, casi todos americanos. Siete habían sido muertos desde el alba, pero todos aquellos se habían escondido en alguna parte o habían sido ocultados por algunos chinos amigos y, después de angustiosos momentos, rescatados de las manos de la muchedumbre y la soldadesca. Más tarde nos dimos cuenta de que habíamos sido muy afortunados. Pocos de todos los demás blancos habían escapado de enfrentarse con el enemigo de una u otra forma. Pero el trágico día había terminado y ahora la obscuridad los envolvía y trataban de dormir. Pero a cada nueva entrada volvían a comenzar los gritos queriendo saber quién era el que llegaba y si estaban a salvo. Uno tras otro, durante toda aquella noche interminable, fueron llegando los blancos, unos heridos, otros apaleados, pero no hubo más muertes. Nadie sabía, sin embargo, lo que el alba podía aportarnos, porque la ciudad estaba ya en manos de los revolucionarios.

Durante todo el día siguiente esperamos, reunidos en aquella vasta habitación. No fue un día triste, pese a que nadie sabía lo que nos esperaba al final. Nos organizamos la vida, distribuimos lo que había que comer y atendimos a los enfermos o heridos y a las mujeres que tenían recién nacidos. Y había también chinos que trabajaban para nosotros. Iban y venían, llevándonos comida y ropa de cama. Venían sollozando, pidiéndonos perdón y asegurándonos que los muertos estaban decentemente enterrados. Nos trajeron cepillos de dientes y toallas y abrigos, porque el viento de marzo era penetrante y el edificio no estaba caldeado, y los soldados nos habían robado todas las ropas de abrigo.

Por la tarde los soldados nos dieron la orden de salir y bajar hasta el muelle, situado siete millas más abajo, para embarcar en los buques de guerra surtos en el puerto. Nos empujaron hasta el piso inferior, y bajo la custodia de aquellos mismos soldados de aspecto patibulario y repugnante, metidos en carricoches destartalados, a pie, o como pudimos, emprendimos la marcha. Al crepúsculo llegamos al recodo del camino que llevaba al río, y allá, iluminados de proa a popa, estaban anclados los barcos de guerra. Marineros americanos y guardiamarinas estaban de pie en el muelle y se precipitaron a ayudar a meterse en las barcazas a las mujeres, ancianos y chiquillos. Luego, el agua obscura que se precipitaba contra los botes, el balanceo bajo la rápida corriente, el precipicio de los flancos de los barcos, la escalera que se balanceaba y, por fin, la sensación del suelo firme de cubierta bajo los pies. Unas voces alentadoras nos gritaron: «¡Están ustedes ya en territorio americano! ¡La cena les espera!».

Pero todo aquello era una especie de espejismo; los camarotes llenos, los exiguos salones, las cazuelas de comida caliente sobre la mesa, sopa y judías estofadas y guisado de carne, servido por marineros joviales y sonrientes. ¡Comida y descanso y, por encima de todo, la gloria de la seguridad! Mujeres que no habían Horado nunca, que habían resistido al saqueo, a la crueldad y a la muerte, no podían evitar ahora los sollozos, y valientes chiquillos que habían permanecido imperturbables al lado de sus padres frente a los fusiles de los soldados, lloraban ahora a gritos, sin causa ni razón que lo justificara.

En cuanto a Andrew, había desaparecido de 1 la mesa, y la hija de Carie se levantó para ir a buscarlo y ver qué hacía. Estaba apoyado sobre la borda contemplando por encima del agua la ciudad a obscuras. No había ni una sola luz, pero sabíamos dónde estaba, porque, destacándose sobre el cielo, podíamos ver la cresta de la montaña y los muros de la ciudad que se enroscaban por los pies de la colina.

—¿Qué piensas? —Je pregunté.

—Estaba proyectando volver —contestó serena y tranquilamente.

No se volvió ni añadió una palabra, y la hija de Carie se marchó, dejándolo contemplando la ciudad a obscuras. ¡Volver! Desde luego, no pensaba en nada más.

Es difícil ahora separar una cosa de otra. Es todo una amalgama de rostros y relatos, de lágrimas y de risas. Ahora que estábamos a salvo, todo el mundo a bordo tenía una historia que referir, un milagro que contar. Un viejo americano cuya afición era el cultivo de la miel, nos contó: que un abyecto soldado creyó que sus colmenas encerraban un tesoro y al abrirlo fue atacado por un enjambre de abejas furiosas, y tuvo que salir corriendo por el jardín.

Pero había otras historias que no eran de risa, como la de aquel profesor chino que estaba de guardia al teléfono de la Universidad poco antes del alba y que hubiera quizá podido salvarnos a todos. La noche anterior a la batalla se habían montado guardias, porque había sido convenido que cuando las fuerzas revolucionarias entrasen por la puerta sur, detrás de la cual se libraba la batalla, se telefonearía a la Universidad, situada en la parte norte, para decir cómo iban las cosas. No había otro teléfono en aquel extremo de la ciudad y las noticias había que llevarlas a pie de casa en casa. Pero el profesor chino, pese a que estuviese aleccionado en las mejores escuelas americanas de agricultura y régimen forestal, era gordo y perezoso y se echó a dormir, no creyendo, para hacerle justicia, que ocurriese nada. El teléfono sonó y sonó, pero él dormía. SI hubiese vigilado o hubiera estado en su puesto, algunos de los que hoy están muertos estarían con vida, y muchos nos hubiéramos evitado horas que preferimos no recordar.

Todos aquellos infelices llegaron a Shanghai para buscar abrigo donde pudiesen hallarlo. La mayoría de ellos estaban demasiado descorazonados y tristes para hacer otra cosa que tomar un billete para su tierra en el primer barco y no regresar nunca jamás a China.

Pero Andrew tenía ya elaborados sus planes. Animadamente dijo:

—Siempre he oído decir que una obra de misiones en Corea es mucho más productiva que en China, y siempre he deseado saber por qué. Me voy a Corea.

—¡No te irás solo! —exclamó la hija de Carie.

—Completamente solo —dijo él, y fue.

Lo que hizo en Corea puede sólo ser más o menos conjeturado por sus escasas cartas. Consiguió hacer mucho. En Corea descubrió colonias de chinos que no tenían iglesias, ya que los misioneros de Corea no hablaban chino, de manera que empezó inmediatamente a predicarles, celebrando servicios religiosos en sus casas y trabajando para organizarlos en una iglesia. Sus cartas eran cada vez más entusiastas y optimistas, como si no le hubiese ocurrido nunca nada. «Es extraordinario —escribía— la cantidad de trabajo que se puede hacer».

«Los chinos —escribía— valen mucho más que los coreanos. Incluso aquí son los chinos los que hacen todo el trabajo y llevan los negocios. Por lo que he podido ver, los coreanos no hacen más que estar sentados con sus trajes blancos y ensuciarlos, y las mujeres se ocupan únicamente de lavarlos».

Se burlaba intensamente de la indumentaria coreana.

«A nadie se le ocurriría llevar unas ropas tan ridículas —escribió—. Los hombres usan unas faldas de hilo blanco y unos sombreritos altos atados bajo la barbilla. Casi no vale la pena de salvar sus almas».

«Si no hubiese japoneses aquí —escribió otra vez—, creo que los coreanos no se tomarían siquiera la molestia de alimentarse».

A los seis meses regresó, en plena forma y satisfecho.

—No es de extrañar que los misioneros en Corea lo pasen tan bien —dijo—. A un coreano lo convierte cualquiera. Es más difícil convertir a un chino que a veinte coreanos, pero al final el número es mayor. Ahora volveré al verdadero trabajo.

Nadie consiguió disuadirlo de su idea, ni aun el cónsul, que se mostraba amenazador. No se permitió regresar a Nanking a ningún americano, salvo a algunos jóvenes en visita de inspección. No había sitios decentes donde vivir. Las casas extranjeras que no habían sido destruidas estaban llenas de soldados. Todo estaba desorganizado y el espíritu antiextranjero imperaba todavía con mucha fuerza.

Pero Andrew se encogía de hombros ante todo. Su viaje al clima frío de Corea le había sentado muy bien y estaba poseído de una alta y serena obstinación.

—No necesito una casa —decía—; me basta una habitación y un muchacho para cocerme los huevos y el arroz. No necesito nada más.

No había nada que hacer con él, como no lo había habido nunca. La hija de Carie, después de pelearse furiosamente con él, hizo su modesta maleta y metió en ella todo lo que pudo sin la menor esperanza de que nada jamás fuera usado por él. Y mandó buscar un fiel servidor y le encomendó que se fuese con aquel hijo de Dios, lo cuidase y velase por él, y así se marcharon, creyendo ella que no volvería a ver a Andrew nunca más. Aquel año circularon relatos terribles de cólera, tifus y disentería.

Pero nada detenía a Andrew cuando quería hacer una cosa. Su criado le encontró una habitación destartalada en una escuela medio en ruinas, y compró un fogón de tierra para carbón y una olla de barro, y Andrew compró un camastro de hierro, una silla y una mesa. Los artículos extranjeros se vendían muy baratos en aquellos días y las tiendas de objetos usados estaban llenas de género. Y de nuevo se puso a trabajar. El edificio del seminario estaba casi totalmente quemado y lo que de él quedaba estaba ocupado por algún capitoste de la guerra, que los medraba con la revolución. El edificio tardó años en ser devuelto.

Pero, sin embargo, Andrew no creyó mucho nunca en edificios. Comenzó buscando a los estudiantes y fue hallándolos aquí y allá. La gente le contaba historias sobre aquellos estudiantes en teología. Entre ellos había habido comunistas, y fueron los que lanzaron a la muchedumbre contra los extranjeros. Pero Andrew no se inmutó.

—No lo creo —dijo serenamente.

Y no lo creyó.

Le gustaba ser el único blanco que había regresado. «Se está en completa seguridad, el cónsul no dice más que tonterías», escribió a la hija de Carie. Aquellos días gozaba de la vida. Y la gente de la calle, los dueños de las tiendecillas, los propietarios de las pequeñas hosterías y la gente pobre de toda especie iban a verlo y se alegraban de saber que estaba de nuevo entre ellos.

Él gozaba con su saludo y su admiración y llevaba la vida del pobre tal como a él le gustaba llevarla. Pronto comenzó a predicar en las calles y en las casas de té, y en un momento en que nadie conseguía encontrar una casa o una habitación, porque nadie quería alquilar a los extranjeros, Andrew consiguió alquilar dos habitaciones que daban a una calle populosa, compró dos bancos y un púlpito, sacados de las antiguas iglesias antes de la revolución, y predicaba cada día, tarde y noche. Uno de los púlpitos procedía de una iglesia metodista, lo cual causó a Andrew gran satisfacción.

—Ahora sale de él la verdadera doctrina —dijo con su sonrisa irónica.

Y la gente acudía a escucharlo; gente que comenzaba a estar desengañada de los revolucionarios y de sus vastas promesas jamás cumplidas. Los campesinos, decepcionados, refunfuñaban:

—Nos dijeron que todos tendríamos empleos en las factorías y nos dieron unos boletos para demostrar que íbamos a tener trabajo. «Enseñad el boleto a la entrada», nos dijeron. ¿Qué entrada?… ¿Qué factoría? ¡Sueños eran!

De cuando en cuando algún estudiante comunista interrumpía una reunión, pero Andrew se limitaba a decir con calma a la muchedumbre que se dispersaba:

—Mañana, como de costumbre, a la misma hora. —Y nadie podía rebasar aquella inmensa determinación.

Y así, cuando nadie era capaz de trabajar en medio del pueblo, él hacía su trabajo de su manera habitual, sin temor ni precipitaciones.

Por otra parte, las circunstancias exteriores de la vida no significaban nada para él; un casa, hogar, comodidades, todo esto no era nada. Su hogar era su trabajo; su anhelo, hacer el trabajo que Dios le había encomendado. Para él no había otra felicidad.

Cuando la hija de Carie regresó, al cabo de un año de estar ausente, y comenzó la tarea de convertir en hogar las ruinas de una casa, mancillada por la suciedad y usada como hospital de coléricos durante varios meses, encontró a Andrew sereno y tranquilo. No parecía ya casi terrenal a fuerza de vivir solo, adelgazar todavía más, no hablar sino para predicar y alimentarse de aquella manera tan frugal. El fiel servidor se quejó a la hija de Carie de que su dueño no comía prácticamente nada.

—Su corazón es demasiado ardiente para un hombre de edad —murmuró, el sirviente—. Arde por dentro.

Le preparó, ante todo, la cama como ella sabía que le gustaba, y lo metió en la casa sin perturbarlo, y casi no se dio cuenta. Parecía haber olvidado que había habido una revolución.