CAPITULO X

Poco antes de todo esto habían llegado a la casa de la misión, de la que Andrew había hecho su residencia, un joven misionero, y poco después, dos más. Al cabo de muchos años de querer estar solo, Andrew había decidido, por fin, que sería mejor tener a alguien con él. Siempre le había gustado la gente joven y tenía con ellos una manera muy suya de bromear, medio humorística medio paternal, no tomándolos muy en serio y burlándose algunas veces de ellos por los errores que cometían en chino. Hubo aquel día, por ejemplo, en que uno de ellos, pensando dedicar una de sus festividades a la gloria de Dios, aludió a ella en un sermón. Era el día del nacimiento del dios de la Flor o Hwa Shen, como llamaba el pueblo al dios, y el joven misionero predicó elocuentemente contra el falso dios, exhortando al pueblo a no adorarlo. Pero dio una pronunciación errónea a las dos sílabas y las transformó inconscientemente en otras dos cuyo significado era «cacahuetes». Los fieles escuchaban profundamente asombrados, sin comprender por qué aquel joven americano se excitaba tanto para decirles que no debían adorar los cacahuetes, a los que jamás habían adorado, mientras Andrew lo escuchaba riéndose disimuladamente. Era demasiado gracioso para no contarlo y lo contó quizá un poco demasiado pronto. Y era una cosa que no era fácil de soportar para un joven misionero. Y había otras: Andrew sabía una gran cantidad de ellas y era docto en conocimientos chinos, porque había pasado la mayor parte de su vida en China. Es un poco cruel reírse de los jóvenes, pero Andrew no pensaba en ello.

Y había también su obstinación. Llevaba muchos años acostumbrado a su manera de ser. Cuando los tres jóvenes misioneros votaron contra él durante una reunión a la que asistían cuatro hombres con voto y cuatro mujeres sin él, Andrew lo encontró simplemente divertido. ¿Cómo? ¿Es que aquellos chiquillos que tenían los labios húmedos todavía de la leche de su seminario le iban a decir a él lo que había que hacer? Le citaban reglas de las misiones referentes a las mayorías, pero él se limitaba a contestar con un mohín de desprecio y hacía lo que le parecía bien.

Era Carie quien luchaba por él; Carie, con su astucia francesa, se daba cuenta de que incluso los profetas luchaban unos con otros. Algunas veces, turbado, solía decir:

—El día menos pensado te echarán de aquí, Andrew; trata de que no ocurra.

—¡Ah, no pueden! —respondía él, distraídamente.

Jamás supo el número de veces que, cuando él no estaba allí, lo defendió, y con toda la energía de sus palabras los mantuvo quietos. Ésta era la enemistad entre viejos y jóvenes.

Una vez en que Andrew regresó a su casa en pleno triunfo, en plena fuerza de su éxito, fueron a verlo un día y le hablaron de una nueva regla que la misión había votado durante su ausencia.

—¿Qué regla? —preguntó amablemente.

La misión se pasaba la vida dictando nuevas reglas; un hombre podría estar constantemente ocupado con sólo estudiarlas.

—Se ha dictado una nueva disposición sobre el retiro —dijo el mayor de los tres misioneros.

Había estado un tiempo empleado en una oficina del Estado y Dios lo había llamado a China para salvar almas, pero no se había despojado nunca totalmente de su afición a los reglamentos. Venían de arriba. Solemnemente, prosiguió:

—La regla exige que un misionero se retire a los setenta años.

Aquellos rutinarios y jóvenes misioneros que tenían delante a un hijo de Dios, endurecido por los años de duro y penoso trabajo, viviendo lejos de villas y ciudades, esperaban ver cómo lo tomaría. Andrew no era un hombre de salón, a pesar de su altivo porte y su docta serenidad; no se tomaba jamás la molestia de ser atento con nadie en cosas mezquinas. Jamás nadie le había visto recoger el pañuelo de una mujer, por ejemplo, o levantarse para cederle el puesto. Despreciaba profundamente el tacto y lo consideraba un subterfugio de la debilidad. Los miró a uno después de otro. ¡Mozalbetes! Sí, eso es lo que eran.

—¡Bah! —exclamó en voz alta.

Acababa de ocurrírsele que tenía casi setenta años. Permaneció tranquilo, incluso amable. ¿Qué podían entender aquellos jovencitos? Eran jóvenes. ¡Si había muchas cosas que tan sólo entonces había empezado a comprender y ser capaz de hacerlas! China era un país en el que la edad aumentaba el prestigio y el rendimiento. El pueblo lo respetaba precisamente porque era viejo, es decir, más viejo.

Pero fue Carie quien dio la batalla; Carie con su lengua acerada, su firme sentido de la justicia y su exaltado temperamento. Sin ser vista, lo había oído todo desde la habitación contigua. Le tenían miedo y habían dicho a Andrew que querían verlo a solas.

—He desconfiado de ellos en cuanto les he oído decir esto —exclamó al referirlo.

Se levantó, derribando su enorme cesta de costura al hacerlo. Durante días enteros encontramos botones y carretes de hilo debajo de los muebles.

Se metió en la habitación de al lado con los ojos echando chispas, electrizada hasta el pelo. Ya sabemos qué aspecto tenía, ¿no habíamos visto a Carie en plena batalla?

—¿Qué están ustedes diciendo? —gritó. En estas ocasiones no se preocupó jamás de hablar con voz moderada—. ¡Salgan ustedes de mi casa! ¡No hay ninguno de ustedes digno de usar sus zapatos viejos! ¡Comodones, holgazanes! ¡Trabaja más duro que ninguno de ustedes! ¿Setenta años, él? ¡Largo de aquí!

Y se habían marchado.

Esto es lo que confesó haberles dicho; «y mucho más», añadió Andrew secamente. No apreciaba las batallas libradas por Carie en defensa suya, mujer, al fin, después de todo…

—Sé defenderme solo —le dijo gentilmente, pero con firmeza.

—Te lo imaginas, pero no es así —respondió ella—. Te ganarán.

—No ganarán —respondió él. (Sus conversaciones consistían en gran parte en contradicciones).

—Sí —dijo ella.

Y Andrew, levantándose súbitamente, salió.

—Andrew no tiene la menor noción de cómo es la gente —dijo ella al cerrarse la puerta—. Está tan lejos de toda idea de conspirar que no sabe cómo va el mundo. Y el ser cristiano no les cura de ello.

Carie era ligeramente pesimista respecto al género humano. Pero Andrew era, sin discusión posible, cándido y ciego.

Andrew dijo que este reglamento de retiro no le preocupaba. Nadie lo retiraría hasta que lo retirase Dios, llamándolo a la muerte.

—Pueden hacerte una jugarreta y echarte de esta casa —le dijo Carie.

—No harán eso —dijo pacíficamente. Y añadió—: Si lo hiciesen, habrían chinos que nos darían albergue y comida.

Y, en realidad, fueron los chinos los que le salvaron. Cuando se oyó hablar de la nueva reglamentación, el pueblo quedó consternado como nunca. ¡El Viejo Maestro! ¡Porque era viejo! En China los viejos eran dignos de todos los honores, eran mimados, se les daba libertad de acción, no se los apartaba del camino por la misma razón que les daban honor y dignidad. Además, ¿qué querían estos jóvenes americanos? Ellos estaban acostumbrados al Viejo Maestro, que los entendía y no querían que nadie más fuese su superior. Delegaciones de corteses, pero decididos chinos, se presentaron con documentos firmados por interminables listas de nombres. Al final Andrew siguió sin ser retirado y más triunfante que nunca.

Mirando atrás, comprendo que aquellos jóvenes misioneros no saboreasen aquella adoración por un hombre anciano cuyos métodos de trabajo no eran los mismos que los suyos. No debía serles muy agradable darse cuenta de que no eran queridos como lo era él ni bien recibidos como él lo era. Pero tampoco se dieron cuenta del número de años que había necesitado para granjearse este cariño, cuántas persecuciones había soportado y con qué firmeza había visitado a los enfermos y asistido a los moribundos, y cuántas veces había ayudado a un alma que luchaba. Ninguno de nosotros supo nunca cuántas veces había hecho aquello, porque jamás nos lo dijo. Era sencillamente una parte de su obra. La mayoría de los chinos lo querían principalmente porque no hacía distinción entre el color de un alma, y una y otra vez había tomado el partido del amarillo contra el blanco; el partido del converso solitario, del pobre indígena míseramente pagado, del predicador contra el misionero arrogante, el superior de las misiones.

Pero aquellos jóvenes eran sinceros. Creían que Andrew era un obstáculo para la obra, para el desarrollo eficaz de la iglesia. En la iglesia recibía miembros que carecían de la adecuada preparación, decían, y lo visitaban una y otra vez para recriminarlo.

—Recibo —decía altivamente— por autoridad de mi misión, conferida sólo por Dios, a aquellas almas que profesan el arrepentimiento y aceptan a Jesucristo como su salvador.

No era bastante, decían ellos. Estas profesiones eran a menudo hipócritas. Esto significaba que había mucho personal en la iglesia que no debería estar en ella. Todo esto creaba una organización inadecuada.

—Dios los expurgará —decía Andrew confiado.

No era suficiente, decían. Había hipócritas incluso entre los directores. No todos los predicadores indígenas eran sinceros; quizá muchos de ellos, bajo la descuidada vigilancia de Andrew, eran culpables de muchas cosas. Se hablaba de corrupción, de dinero aceptado, de despilfarro en los fondos de la iglesia, de concubinato secreto.

Aquellos tres hombres rectos y sinceros se sentaban delante de Carie y hacían sus cargos. Andrew dejaba ya que Carie asistiese a las entrevistas. Empezaba a estar asustado. Veía a aquellos jóvenes misioneros sentados delante de aquellos dos ancianos de cabello blanco, porque el cabello de Andrew se había vuelto blanco en una semana y el de Carie era desde hacía ya años una masa de nieve. Tenían en sus manos los hechos y las cifras, y Andrew no había entendido nunca nada de cifras. Sabía vagamente cuántas almas había salvado y cuántas iglesias y escuelas tenía, y, en general, cuánto dinero podía gastar. Pero aquellos muchachos sabían cuanto hacía referencia a su campo. Lo habían averiguado todo mientras él estaba en América, examinando, haciendo preguntas, tomando notas. Tenían subalternos propios que mandaban a los pueblos a buscar a los enemigos de la iglesia, y hacer preguntas sobre la vida privada de aquellos en quienes Andrew confiaba.

Cuando acusaron a Ma, su amigo íntimo, se levantó temblando y con el rostro enrojecido.

—¡No, esto no; sé que están ustedes completamente equivocados! —balbuceó—. ¡Antes confiaría en Ma que en ustedes… o que en mí!

Los jóvenes misioneros sonrieron.

—Quizá éste haya sido su principal defecto; ha confiado usted en todo el mundo —dijeron.

Uno de ellos, pequeño y delgado, intervino:

—No se puede uno fiar de los chinos.

Andrew saltó con un rugido. Pocas veces en su vida había perdido la serenidad, pero su voz resonó esta vez como una gran trompeta.

—Si creen ustedes esto, ¿por qué han venido a salvarlos? —gritó—. ¿Cómo pueden ustedes salvar un alma si la desprecian? ¡Que la vergüenza caiga sobre el siervo de Jesucristo que desprecia a un hombre por pecador que sea! —Estaba en pie, gritando. Carie se hallaba sentada a su lado, silenciosa esta vez, porque él no la necesitaba. Se sentó de nuevo, súbitamente,… Aquellos momentos eran en él cortos y terribles. Permaneció un momento silencioso y de nuevo empezó esta vez con más calma—: Es necesario creer en aquellos para quienes hemos sido mandados. Un alma sólo puede ser ganada a fuerza de fe y comprensión. Antes aceptaría algunas almas que no fuesen sinceras que rehusar una que lo fuese. Dios discernirá. El manda la lluvia sobre el justo y el injusto.

Pero allí estaban los hechos y las cifras, allí estaban las pruebas. Traían pruebas ciertas e irrefutables.

Durante días, semanas y meses estuvieron determinando y analizando todo su trabajo, desvalorizando todo lo que tanto trabajo le había costado construir. Se negaba obstinadamente a reconocerlo, pero estaba desesperado. Carie y él discutían incesantemente. Algunas de las cosas que decían eran ciertas, argumentaba Carie; era mejor reconocer lo que era verdad y corregir los errores de lo que no lo era. Pero él no quería reconocer nada. Los argumentos de Carie reforzaban todavía más su posición, y en la oposición, sus energías aumentaban su fuego. Mantuvo la situación tal como estaba; siguió admitiendo nuevos miembros; se negó a despedir a ninguno: ni siquiera a Lin, a quien acusaban de fumar opio; ni a Chang, de quien se decía que, con los fondos de la iglesia, regentaba una casa de té con cantadoras chinas. Necesitaba más pruebas que las que le habían mostrado para despedir a un hombre. Además, allí estaba Ma, que lo negaba obstinadamente todo. Siempre había creído en Ma.

No sé lo que hubiera ocurrido si Carie hubiese seguido viviendo. Estaba siempre a su lado, defendiéndolo en público, e induciéndolo en privado a tomar determinaciones, a tener energía, a defenderse y tomar nuevas decisiones, aprobando y analizando juntos.

Pero Carie murió al otoño siguiente. Sabía que no estaba bien, pero llevaba ya años no estando bien, y él apenas lo había sabido, porque la fuerza de voluntad de Carie era grande e indomable y su cuerpo indiferente. No se preocupó nunca de sí misma ni esperó que los demás se preocupasen de ella. Andrew tenía la idea de que las mujeres estaban a menudo enfermas, por lo menos bajo aquel clima. Además, Carie no quería nunca que estuviese a su lado cuando estaba enferma. Era un inconveniente que estuviese enferma, pero no veía qué podía hacer por ella, y además, había dos hijas en la casa. Había estado muchas veces en cama, pero él estaba tan absorbido por su trabajo, tan preocupado… Y de repente un día vio que estaba realmente enferma.

En el acto las discusiones con los nuevos misioneros fueron menos importantes. Carie le pidió que se fuese, pero él consideró que no debía apartarse de su lado hasta que el médico la hubiese examinado. Cuando el doctor hizo su diagnóstico no fue cuestión ya de marcharse. Estaba mortalmente enferma.

Cuando Andrew supo que si Dios no hacía un milagro la vida de Carie se acercaba a su fin, su primer pensamiento fue su alma. Por una vez no pidió ningún milagro ni esperó alguno. Sólo le preocupaba sin descanso su alma. Creyó su deber hablar con ella.

—No me he sentido nunca muy seguro respecto al alma de tu madre —le dijo una mañana a una de sus hijas.

—¡El alma de mamá es buena! —replicó su hija.

Andrew no contestó. Subió lentamente al dormitorio de Carie. Pero cuando trató de hablarle, saltó en el acto y arremetió contra él con una fuerza de la que no había sido capaz hacía muchos días.

—¡Tú vete a salvar a tus paganos! —dijo con un momentáneo destello en los ojos.

Y así abandonó su propósito, y Carie siguió muriéndose tal como estaba.

Cuando el fin estuvo cercano, la enfermera que habían mandado venir de Shanghai entró en su estudio donde estaba corrigiendo su Testamento. Por casualidad estaba trabajando en el pasaje de la crucifixión, y la solemnidad de la muerte se había apoderado ya de él.

—¡Ha cambiado! —exclamó la enfermera.

Andrew se puso en pie para subir al dormitorio. No podía darse prisa, sentía un miedo extraño. ¡Carie, moribunda! Aquello traía la muerte demasiado cerca. Había estado al lado de muchos lechos de muerte y algunos de sus hijos habían muerto, pero jamás la muerte le había parecido tan cercana como ahora.

Entró en la habitación que por espacio de tantos años había compartido con Carie, y en cuya cama doble yacía ahora ella sola.

Está sin conocimiento. Casi se alegró, porque no hubiera sabido qué decirle. Era curioso, no se le ocurría nada de lo que hubiera podido decirle. Permanecía al pie de la cama, esperando. La habitación se llenó de una gran solemnidad en el momento en que Carie hizo una inspiración, lanzó un profundo suspiro, y la respiración se detuvo. En medio del interminable silencio, Andrew dio la vuelta y bajó las escaleras, regresó a su estudio y cerró la puerta.

No volvió a hablar de ella y ninguno de nosotros lo vio llorar. Si sintió mucho la pérdida o no, ninguno de nosotros lo supo. No intervino en los últimos preparativos, y cuando lo llamamos para el entierro, acudió vestido cuidadosamente y salió con nosotros. Permaneció sin una lágrima al lado de la tumba, con el rostro grave y los ojos serenos. Pero no dijo nada, y cuando hubo terminado, regresó de nuevo al estudio y cerró la puerta. La hija de Carie, temiendo por él, pasó por delante de la ventana para ver si estaba afligido, solo. Pero estaba trabajando en el Testamento, con el pincel chino en la mano, pintando los caracteres arriba y abajo de las páginas. Era imposible entrar, y subió a la habitación, ahora sólo de él, a fin de arreglársela. Sobre la cama estaba la levita. La había sacado preguntándose si la usaría como tributo a Carie. Pero al final no se la había puesto, y allí estaba, sobre la cama, y la hija de Carie la cogió y la colgó de nuevo.

Jamás volvió a pronunciar el nombre de Carie mientras vivió, a menos que le hiciesen una pregunta directa, y ninguno de nosotros podría decir si sufrió con su pérdida. Y ni una sola vez visitó su tumba. Pero algo se quebró en él, una parte de la fuerza de su obstinación. No había ya nadie en casa para contradecirlo, censurarlo, elogiarlo o despertar en él la energía. La casa estaba muy tranquila ya, pues sólo quedaba en ella una hija; las demás, casadas, se habían ido a vivir río arriba. Había vivido siempre en la rutina y no se le ocurrió cambiarla, pero algunas veces lo intentó y no pudo. Carie había protestado siempre de la rutina; le gustaba el cambio y los días diferentes. Oponiéndose a su volubilidad, la rutina le había parecido a Andrew lo único de valor, lo único importante, y el único modo de realizarlo todo; ahora le parecía de menos valor, porque no tenía ya a nadie que le contradijera.

En medio Je su desamparo, los jóvenes volvieron al ataque, y Carie no podía levantarse de su tumba para darles la batalla. En el silencio de la casa escuchaba sus certidumbres, porque, por primera vez en su vida, la verdad comenzaba a abrirse paso en él. Quizá tuviesen razón, quizá nada de lo que había hecho tenía ningún valor. Se llevaba las manos a la frente en su viejo ademán de asombro y Carie no estaba allí para gritarles: «¡Ninguno de ustedes es digno de calzar sus zapatos!». Y tenía ya pruebas de todo, bonos de opio estampados con el sello de la iglesia, confesiones firmadas, declaraciones juradas. Todo se estremecía y se tambaleaba en su interior. Carie había muerto y su hija era una chiquilla, saturada de su propia soledad. No había ya nadie para guiarlo y decirle que hiciese algo que no quería hacer y que no haría; para hacerle creer de nuevo en sí mismo. En ese único momento de duda y perplejidad, aquellos hombres estrictos le pusieron delante algo que firmar, una especie de promesa de poner su campo de acción en sus manos, a fin de que, por el buen nombre de la iglesia, ellos pudiesen purificarlo. Sin saber lo que hacía, firmó el papel y renunció a su obra.

Durante todo el invierno permaneció en la casa en un estado de estupor y desfallecimiento. Se iba haciendo viejo; ya se lo habían hecho creer. Su cabello era enteramente blanco y, si fue posible, más fino. Trabajaba un poco cada día en su traducción y cuando hacía buen tiempo iba a una iglesia cercana a rezar. Pero ¿cuándo hasta ahora se había detenido Andrew por el tiempo? El manantial que llevaba en su interior se secaba. Incluso cuando alguno de sus fieles conversos venía a suplicarle que no lo abandonase, movía la cabeza desalentado. «He firmado no sé qué…», decía con un profundo suspiro. Jamás supo exactamente lo que decía el papel, pero sí sabía que se lo arrebataba todo. Y Ma, que hubiera podido ayudarlo, estaba en cama aquel invierno con un nuevo ataque de su tuberculosis.

Y entonces vino la primavera. Carie había dicho a sus hijas: «Vigiladlo en primavera. A primeros de abril es difícil de manejar. No importa lúe tenga ochenta años: querrá irse por estos mundos a predicar». Cuando los sauces echaron brotes a primeros de abril y los almendros florecieron y el trigo fue verde, un día levantó la cabeza. Husmeó el aire. Súbitamente, se levantó, dejó los pinceles y fue al encuentro de su hija menor que era ahora la única ama de casa.

—Prepárame mis cosas —le ordenó.

—Algo se apoderó de mí —decía hablando de ello años más tarde—. Vi que había hecho una tontería.

A las pocas horas iba cabalgando en su viejo caballo blanco, avanzando por aquellas rutas familiares y pedregosas y los suaves senderos de las colinas. Y a cada milla que avanzaba iba recuperando las fuerzas. «Algo asombroso me saturaba —escribió al redactar su historia—. Comprendí que había sido presa de una desesperación pecaminosa. Desmonté de mi caballo y, atándolo a un macizo de bambúes, me postré de rodillas pidiendo a Dios el perdón de mi pecado de desfallecimiento. Y Dios me escuchó y me sentí liberado y nunca jamás permitió que me sintiese abandonado por Él».

Cuando alcanzó la primera iglesia del pueblo sintió un intenso odio contra los tres severos misioneros y notóse liberado de toda fatiga.

Pero fue una cosa triste. Mientras iba de un lugar a otro vio que los tres misioneros habían trabajado intensamente. Todo estaba reorganizado. Los predicadores chinos que él había preparado e instruido estaban en la mayor parte ausentes, «despedidos», solían decirle una y otra vez, «sin la más mínima prueba y tan sólo por rumo res». ¡Rumores! ¡Cristo fue crucificado por rumores y por esos mismos hombres, que se llamaban justicieros!

Una furiosa cólera se apoderaba de él a medida que recorría su antiguo campo de acción. Encontró algunas de las iglesias cerradas y las puertas selladas; las escuelas, cerradas también.

Cuando regresó a su casa fue a encontrar a los tres jóvenes y les pidió explicaciones.

—Hemos encontrado tal corrupción —dijeron—, que la única esperanza era cerrarlo todo, dispersar a los miembros y esperar a empezar de nuevo.

Y los miembros estaban dispersos, en efecto. Ahora, voces desconocidas predicaban y algunos forasteros estaban escuchando indiferentes. Todo había terminado, el trabajo de su vida había sido barrido.

Mas para él la cólera era una fuerza y una cura. Reaccionó. Empezaría de nuevo. Dios le daría muchos años de vida. Buscaría a sus antiguos conversos y edificaría nuevas iglesias para ellos, no iglesias presbiterianas, no organizaciones sujetas a la dominación y los caprichos de los blancos sino iglesias indígenas autóctonas, sin otro dinero que el de los indígenas, sosteniéndose y gobernándose por sí solas. Comenzó a hacer planes y con ellos desapareció su desaliento, y al poco rato había desaparecido también su cólera, y de nuevo era feliz.

Y así comenzó a buscar a aquellas almas que había ganado y perdido y que ahora quería hallar de nuevo. Durante toda la primavera y el verano anduvo de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, y Ma estaba bueno de nuevo gracias al calor, y los dos juntos anduvieron buscando. Algunas de las almas no fueron nunca encontradas. Habían desaparecido en la expurgación. Encontraron a otros que habían vuelto a sus antiguos dioses, y muchos se hallaban perplejos sin saber qué hacer, y sintieron un gran júbilo al volver a ver a su Viejo Maestro, que había regresado a ellos. Y había otros, los suficientes para consolarlo y darle fuerzas, que habían permanecido fieles, adorando a Dios en sus hogares cuando se sellaron las puertas de las iglesias. Aquéllos eran el núcleo de la nueva iglesia que Andrew tenía que edificar, la iglesia independiente de las locuras de los dominaciones y vaguedades de los hombres. Ellos eran los que tenían que mirar directamente a Dios. Se encontraban en los lugares más pobres, en el diminuto vestíbulo de una casa de campo, en la habitación de suelo de tierra de una posada rural. Pero Andrew los excitaba a la independencia. Era muy feliz.

Los tres jóvenes misioneros se enteraron de lo que estaba haciendo. Tenían subalternos que les iban con historias. Andrew, decían, estaba dividiendo la iglesia. Causaba disensiones. ¡Una iglesia indígena independiente! ¡Aquello era una herejía!

Cuando llegó a su casa los encontró esperándolo y los tres le pusieron delante el papel que había firmado. Pero ahora se sentía fuerte ya. Se encogió de hombros y se negó a mirarlo.

—Lo he firmado por coacción —declaró—. No es siquiera legal. Lo juraré ante el cónsul, si quieren ustedes.

De nuevo se hallaba libre de ellos, libre de todo.

Pero él era viejo y ellos eran jóvenes y había cosas que podían hacerle, si bien en su buen humor se olvidó de ellos. La obra de Dios estaba todavía por hacer. Dios triunfaría, pero, entretanto, trabajaba con el mismo ahínco con que había trabajado de joven. A cada observación de su hija respondía con una interjección de desprecio. Y los tres misioneros jóvenes estaban tratando de hacer pesar sobre él toda la presión de las autoridades de las misiones. Podía ser despedido completamente, enviado a América para no volver, retirado hasta la muerte. Su hija tuvo miedo.

No había ni una sola de las hijas de Carie en la que ella no hubiese vertido su sangre. No había ninguna que la valiese, pero todas eran luchadoras y no tenían miedo a los hombres. Y su sangre bullía ahora dispuesta a luchar por Andrew. Tenía que ser salvado y poder vivir feliz. No tenía que volver a sentirse viejo nunca más, ni vivir apartado e inútil. Tenía que haber siempre trabajo para él, un trabajo en honor de Dios porque no hubiera considerado nada más digno de ser hecho.

Se dispusieron a buscar la salvación de Andrew de una forma tal que él no supiese nunca que había sido salvado o incluso necesitado de salvación, porque era un orgulloso hijo de Dios. ¿Cómo podía amoldarse a un mundo de gente joven? Parecía que no hubiese sitio para él. Tenía que ser sacado de allí y llevado a alguna otra parte donde pudiese trabajar libremente como siempre había trabajado, porque la libertad era el único aire en el que su espíritu podía vivir y existir.

Ocurrió que una parte del fruto de la vida de Andrew había ayudado a construir un seminario teológico. Aquella pasión suya de un sacerdocio literato y educado había ido más allá de sus clases instructivas, y los que lo ayudaron llegaron a planear una escuela a la que pudiesen ir los muchachos jóvenes a instruirse. Había empezado humildemente hacía ya muchos años, pero había ido creciendo gracias a las donaciones y concesiones, hasta convertirse en un grupo de edificios de ladrillo patrocinado por diversas sectas de la iglesia protestante, formando una institución de una cierta dignidad, si bien su tradición seguía siendo conservadora. Esta tradición era demasiado angosta para la secta de Andrew, y por este seminario había luchado durante años enteros con su reiterada frase: «Es mejor seguir luchando que abandonar perdiendo toda esperanza de victoria». Andrew no le tenía al modernismo más miedo que al diablo. Era un buen enemigo, y un enemigo siempre lo enardecía.

A esta institución volvió, pues, los ojos una de las hijas de Carie. Era un buen sitio para que Andrew, ya con años, pudiese trabajar en él. Haría el trabajo que le gustaba: enseñar a la gente joven, tratar con ellos cada día, y darles provechosas lecciones con su experiencia. Allí estaría fuera de la jurisdicción de aquellos tres justicieros, y si se acercaban a él, ella vigilaría. Y, lo mejor de todo, podría vivir bajo su mismo techo, donde ella podría ocuparse de él, ya que vivía en Nanking, donde estaba el seminario. Había adelgazado demasiado y su rudeza había desaparecido, dejando una especie de transparente blancura en medio de la cual sus ojos parecían demasiado azules e irreales. Pero primero había que obtener la plaza.

Era una tarea que detestaba. Jamás hubiera pedido nada para ella —en esto era como su madre—, pero pediría para Andrew. Se fue, pues, de la manera más natural posible, a ver al dignatario eclesiástico que estaba entonces al frente del seminario, y le expuso el caso sin ambages, y cuando hubo terminado le dijo claramente, tal como lo había planeado con anterioridad:

—De manera que es necesario que le busque usted algo por aquí de forma que yo pueda ocuparme de él y hacerle feliz, pero, sobre todo, no tiene que saber una palabra de mi visita.

El dignatario conocía a Andrew y su temible familia de siete hermanos. Y en sus tiempos tuvo incluso un par de agarradas con Carie sobre el tema de Andrew. Vaciló y jugueteaba sobre el pisapapeles. La hija de Carie recordó siempre que era un niño montado sobre un búfalo de yeso.

—No hay ninguna vacante —dijo.

Y añadió algo referente a que querían gente joven.

—En China, no —dijo la hija de Carie decididamente—. Aquí la edad no importa. Además, habrá seguramente muchas cosas que podrá enseñar, fruto de sus años.

Al parecer, no era así. La hija de Carie se marchó, batida, pero no descorazonada. No en balde había sido criada bajo un dominio en el cual a las mujeres no se les reconocía voz ni voto. Por otros procedimientos se procuraban lo que querían.

Volvió a la carga una y otra vez hasta que una expresión de terror aparecía en los ojos del dignatario, y aprendió a seguir inmediatamente pegado a los talones del sirviente antes de que el dignatario hiciese decir que estaba ocupado.

Y este método femenino de la perseverancia obtuvo su recompensa. En un momento de supremo agotamiento, el dignatario dijo, jugueteando con el búfalo:

—Desde luego, había planeado una especie de curso por correspondencia…

—¡La cosa indicada! —exclamó ella agarrándose a la oportunidad.

—Podríamos ponerle un par de ayudantes que hiciesen el verdadero trabajo… —prosiguió el dignatario.

Ella se echó a reír disimuladamente. ¡Como si Andrew pudiese ser mantenido apartado del verdadero trabajo!

—No les costaría a ustedes nada —dijo ella diplomáticamente—; su sueldo de América bastará.

—Puede convenir —asintió él sin entusiasmo.

Era lo suficiente para edificar encima, y edificó. Edificó por los dos extremos. Le dijo a Andrew que iban a invitarlo a ir al seminario y se ocupó de que la carta de invitación fuese algo más que una cosa fría e indiferente y que, además del título y la posición, viese que había trabajo que hacer. Tenía que ser decano de la Escuela de Correspondencia, un título que no existía. ¡Pero todavía será más interesante crearlo!, dijo entando a Andrew.

Y siguió inmediatamente a la invitación. Lo que en ella había de Carie le dijo cómo había que persuadirlo.

—Podrás dirigir todas tus iglesias con la misma facilidad desde mi casa y no habrá nadie que intervenga contigo, y al mismo tiempo puedes enseñar y tendrás, además, mucho tiempo para trabajar en tu Nuevo Testamento.

Era una halagadora perspectiva de libertad y no pudo resistirla. Era, dijo, una ampliación de su utilidad y, por consiguiente, sin duda alguna, a voluntad de Dios.

—Estoy segura de ello —dijo radiante la hija le Carie.

Y de este modo aquella especie de pabellón que Carie había convertido en un hogar fue desmantelado. Hubo una pequeña venta un poco triste; no había nada que valiese gran cosa, y se salvaron algunas cosillas: el escritorio y el órgano de Carie, la mecedora en la que había mecido a todos sus hijos, los libros y escritorio de Andrew, y un par de cuadros. Se embarcó todo en un junco y fue enviado río arriba, y la casa quedó vacía y el jardín abandonado. Una extraña ida tenía que invadirla; la vida asoladora de la revolución creciente. La próxima vez que la hija de Carie vio aquella casa, que debía ser la última, aquella casa tan llena de recuerdos infantiles, de calurosas tardes de verano y mañanas de Navidad, de la voz de Carie cantando y los regresos de Andrew, fue un alojamiento lleno de escombros y despojos de la revolución. Veinte camillas de refugiados se amontonaban en aquejas habitaciones que Carie mantuvo tan aseadas, y el yeso estaba arrancado hasta los listones, y los suelos estaban cubiertos por pulgadas de suciedad humana, y la gente hambrienta miraba como perros asustados a través de los agujeros de las ventanas. Y el jardín, donde Carie había criado sus rosas y donde habían florecidos lirios y bambúes, estaba convertido en un erial por el continuado pisoteo. Mas los ojos de Carie estaban bien cerrados en su tumba y yo me alegraba de ello.

Andrew debía vivir todavía diez años. Comenzó felizmente desagradándole en el acto la habitación que la hija de Carie le había destinado en la casa. Ella se había tomado una serie de molestias por esta habitación. En primer lugar, había elegido la mayor, la que daba a la montaña y la pagoda, en la cual entraba el sol alegremente. La había amueblado con cosas que fueron de su casa: la alfombra del saloncito de Carie, su sillón el reloj al que había dado cuerda regularmente durante cuarenta años; puso sus libros en la librería y le hizo cortinillas para las ventanas, pero muy sencillas porque conocía a Andrew. Estaba orgullosa de aquella habitación. Entró delante de él.

—Toda la casa es tuya, padre, pero ésta es tu habitación reservada.

Sin embargo, se vio en seguida que no se encontraba a gusto. Anduvo rondando por toda la casa examinando todas las habitaciones.

—Mi habitación —dijo— es demasiado grande hay demasiadas cosas, demasiado lujo.

—Puedes tomar la habitación que quiera —dijo ella.

Eligió una habitación pequeña encima de la cocina y sus efectos fueron trasladados a ella. De nuevo la hija de Carie extendió la alfombra colgó cuadros y cortinas. Andrew estaba fuer cuando se hizo el cambio y al regresar no hizo comentario alguno. Pero aquella noche, cuando se hubo ido a la cama, estuvo oyendo ruidos hasta muy tarde. La hija de Carie se acercó a la puerta.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí —respondió él serenamente.

Intentó girar el picaporte, pero la puerta estaba cerrada, de manera que no le quedó otra cosa que hacer que volver a marcharse.

A la mañana siguiente, cuando entró en la habitación una vez él se hubo marchado a su trabajo cotidiano, no pudo creer lo que veían sus ojos. El suelo estaba desnudo y las cortinas habían desaparecido y no quedaba ningún cuadro, ni aun el retrato de Carie que ella había colgado. La almohada que había puesto en el respaldo de la silla para suavizar la dureza de la madera, había desaparecido también, así como el doble colchón que puso para ablandar un poco la dureza de la cama de hierro que había insistido en comprarse. Miró debajo de la cama y encontró allí la alfombra y el colchón, y en un armario, los cuadros y cortinas. La habitación era como un ático y el sol penetraba implacable en él para mostrar su desnudez. Pero Andrew lo había arreglado tal como convenía a su espíritu. Durante los años siguientes, la hija de Carie, sufriendo a causa de la fealdad de aquel ambiente que había tratado de embellecer con lo poco que tenía, puso de nuevo cortinas en las ventanas o algún almohadón disimulado, o intentó suavizar secretamente la dureza de aquella cama de hierro, pero Andrew no toleró jamás aquellas comodidades ni un solo día. Todo lo encontraba siempre fuera de donde lo había puesto, arrollado bajo la cama o metido en un armario, y Andrew vivió hasta el final de esta manera monástica.

Emprendió su trabajo con verdadero celo y fue feliz. Nadie se cruzaba en su camino y vivía intensamente. Estaba ocupado desde muy temprano hasta la última hora de la tarde. Tenía constantes conferencias con los hombres que había elegido para dirigir el nuevo movimiento independiente. La vida no le costaba nada aquellos años. Tenía dos trajes en buen estado y no veía la necesidad de comprar otros durante muchos años, si es que comparaba alguno, y disponía de todo su sueldo para movimientos independientes. Porque, desde luego, necesitaba alguien para visitar iglesias, enseñar al pueblo y alentarlo con los planes de expansión. ¡Expansión! Era la vieja energía de la vida de Andrew.

Confieso que aquellos hombres de las iglesias independientes que venían con regularidad a buscar el dinero de Andrew no tenían un aspecto nada tranquilizador. Pero Andrew no toleraba que se los criticase. Eran las economías de la obra de su vida.

—¡Bah, no puede cambiar su aspecto! —decía cuando la hija de Carie expresaba su repulsión por alguno de aquellos hombres—. No me gustan los hombres guapos. Lo esencial es un alma convertida y sincera.

Pero aquellos almas sinceras y convertidas miraban con una mirada un poco astuta, una mirada que no se fijaba directamente en la franca expresión de los ojos de la hija de Carie, y las manos que ocultaban bajo sus anchas mangas estaban repulsivamente sucias y ávidas de dinero. Era más que probable que aquellos tres jóvenes y severos misioneros tuviesen, por lo menos en parte, razón, y que el trigo de Andrew estaba lamentablemente invadido por la cizaña. ¡Era un alma tan cándida y esperanzada! Pero era feliz y la hija de Carie estaba contenta.

Era completamente feliz. Por la noche llegaba radiante a casa porque adoraba su trabajo en el seminario. La visión de aquellos chinos jóvenes que se preparaban para ir a predicar el Evangelio, era una cosa emocionante para su corazón. Le gustaban aquellos hombres que trabajaban con él y hacía planes apasionados de crear por correspondencia una escuela de la mejor clase. Mandó a todo el mundo a buscar métodos de enseñanza por correspondencia y cogió de cada uno de ellos lo que le pareció mejor. Su Nuevo Testamento halló una nueva razón de ser porque, sin vanidad alguna, Andrew consideraba que su traducción china del Nuevo Testamento era la mejor y la única inteligible, y poseído de su sentido del deber la introdujo entre los textos necesarios a su nueva enseñanza. Cuando lo tuvo todo a punto, la nueva escuela fue anunciada e inmediatamente obtuvo un enorme éxito. En el transcurso de diez años Andrew tenía que ver llegar a centenares el número de estudiantes, y entre ellos había gente de todos los países de Oriente y algunos de las islas de los Mares del Sur, y también chinos de los Estados Unidos. Andrew se sentía profundamente orgulloso. Estaba constantemente trabajando en pro de iglesias independientes, y dos veces al año alquilaba un junco —porque había vendido el suyo a fin de recoger dinero para el nuevo movimiento—, y salía a visitar a todos los miembros.

Y así Andrew no envejecía. Pero era fácil ver que su cuerpo, bien a pesar suyo, iba haciéndose insuficiente para las ambiciones de su alma. Después de cada viaje llegaba exhausto y agotado a su casa y con una palidez que hacía que su tez pareciese opaca. No había sol que tostase su rostro durante aquellos tiempos. Adquiría una blancura de escarcha y le daba un aspecto más ultraterreno que de costumbre. La hija de Carie le suplicó que abandonase por lo menos los viajes a las lejanas iglesias, pero él no quiso.

Pero llegó el día en que no tuvo más remedio. Ocurrió inesperadamente una tarde soleada de octubre, y su hija vio en el acto que estaba gravemente enfermo. Subió, tambaleándose, los peldaños de piedra de la escalera delantera, y el sol parecía que brillase a través de su cuerpo como si fuese un fantasma ya.

La hija de Carie no le hizo pregunta alguna porque, conociéndolo, sabía que no las contestaría. Lo metió en cama y mandó llamar al doctor, que diagnosticó una disentería sumamente grave. En el transcurso del día, sentada a su lado, la hija de Carie fue sabiendo lo ocurrido. Había creído su deber comer todo lo que sus fieles conversos le habían preparado para festejarlo.

—Son gente pobre —le dijo—; deben haber comprado algo barato, pero su intención era buena.

Había regresado a su junco, donde estuvo en cama tres días y dos noches violentamente enfermo.

—¡Tres días!, —exclamó la hija de Carie—. ¿Y por qué no viniste en seguida o mandaste un mensajero a avisarnos?

Al parecer, no pudo. El capitán del junco era un granuja, y con un hombre viejo y enfermo a su merced no se movería si no era a fuerza de dinero. Le quitó a Andrew todo lo que tenía, su reloj, su pluma, todo lo que llevaba, y sólo con la promesa de Andrew de que no trataría nunca de castigarlos consintió en llevarlo a casa por fin, medio muerto.

Pero nos alegramos de que aquel granuja no lo hubiese asesinado y arrojado su cuerpo al río, y nos sentimos contentos de que no lo hubiese dejado morir.

Durante algunos días estuvo a las puertas de la muerte, pero entonces se presentó la dificultad. El doctor había dicho que Andrew tenía que ir al hospital, pero él protestó con unas energías que parecían las últimas. No había estado nunca en un hospital y dijo que no tenía ninguna confianza en las enfermeras profesionales ni en su moralidad. Estaba demasiado débil para enfadarse, pero cuando estuvo un poco mejor, el médico, por medio de amenazas, consiguió mandarlo al hospital. Pero era inútil. Una vez allá, insistió en revisar personalmente el horario de su tratamiento, pese a que casi deliraba bajo la fiebre, y cada diez minutos tocaba el timbre para recordar a la enfermera que estaba muy enfermo y que le tocaba la medicina a tal o cual hora, sin dejar el reloj de su mano. En cuanto recobró el pleno conocimiento insistió en ser llevado a su casa. Fue entonces cuando dijo:

—Tengo una hija que no tiene otra cosa que hacer que cuidar de mí.

Y armó tal escándalo y alboroto que no hubo más remedio que mandarlo a casa, pese a que estaba demasiado grave todavía para incorporarse.

Y así la hija de Carie cuidó de él y finalmente se restableció. Pero no volvió a estar nunca del todo bien. La enfermedad lo había asustado. Un día estaba sentado en un amplio sillón, en un ángulo soleado del jardín, y la hija de Carie le llevó una taza de caldo.

Levantó súbitamente sus ojos azules fijándolos en los de su hija y exclamó:

—¡Tengo casi setenta y cinco años!

Ella lo miró y vio en sus ojos una especie de terror infantil. Su corazón se conmovió por él, pero frenó su arranque de estrecharlo entre sus brazos, como un chiquillo, para consolarlo. Aquella demostración lo hubiera embarazado. En lugar de esto acarició su manta y le dijo:

—¿Y qué son setenta y cinco años? Toda tu familia ha vivido mucho más. Además, estás ya bien; hace una mañana maravillosa, y he estado pensando que deberías revisar tu libro sobre los idiomas chinos. No hay nada que pueda substituirlo si dejas que la edición siga agotada.

—Es verdad —dijo, halagado—. Ya he pensado que tenía que hacerlo.

Pero fue el primer temor. Jamás emprendió otro viaje circular, y el movimiento en pro de las iglesias independientes no fue nunca completado. Mientras vivió acudieron algunos hombres a verlo y se llevaron su dinero, pero la hija de Carie no le hizo nunca pregunta alguna. Si las iglesias independientes lo hacían feliz, que gozase con ellas, pese a que estuviesen pobladas de granujas.

Sin embargo, el trabajo del seminario era ideal para un hombre de su edad. Cada mañana se levantaba temprano y esperaba con impaciencia su desayuno, e inmediatamente tomaban un rickshaw particular, victoria que la hija de Carie había obtenido sobre él, y estaba en su despacho a las ocho. Le encantaba la vida del seminario, aquellas asambleas en las que tomaba su turno en la predicación, el ir venir de los hombres jóvenes en las clases, sus montones de cartas y periódicos. Se sentía necesario y ocupado. Y los muchachos jóvenes acudían a él en busca de consejo y advertencias, y él escuchaba sus relatos y sus quejas de pobreza, y de una manera u otra conseguía darles algo más que consejos. La hija de Carie tenía que vigilarlo o, de lo contrario, no le hubiese quedado nada para él. Cada par de semanas abría su armario y miraba sus ropas.

—¿Dónde está la chaqueta de punto que te compraste por Navidad? —le preguntaba, o bien—: No encuentro más que dos pares de calcetines de lana.

Conocía muy bien aquella mirada culpable.

—Uno de los muchachos tenía ayer un frío atroz…; en los edificios no había calefacción, y es demasiado pobre para comprarse una estufa de carbón. Además, tengo mi viejo suéter. No necesitaba una chaqueta de fantasía. ¡No puedo usar más que un par de calcetines! No soy ningún ciempiés, ¿verdad?

Y el coolie que arrastraba su rickshaw lucía ahora orgullosamente su levita, que había sido causa de tantas discusiones entre Carie y él. Andrew la contemplaba ahora, henchido de satisfacción.

—Al fin esta porquería sirve para algo —decía—. El hombre, muy inteligente, ha descosido los faldones; no sé cómo no pensé en ello hace ya tiempo.

Era inútil darle cosas. Por Navidad, su cumpleaños o cualquier otra fiesta, tratábamos de aumentar su mezquino guardarropa, pero daba en seguida todo lo que usaba de momento, y era desagradable ver un traje suyo colgar deshilachado del cuerpo de un estudiante de teología.

Andrew era un verdadero cristiano exasperante en el estricto sentido de la palabra. Con el pretexto de que no lo necesitaba porque tenía su reloj de bolsillo, regaló incluso su precioso reloj de pared a una capilla cercana, pero se reservó el derecho de ir una vez por semana a darle cuerda.

No obstante, no estaba del todo satisfecho de su trabajo en el seminario. Su curso por correspondencia no lo ocupaba bastante, decía; de manera que quedó conmovedoramente agradecido cuando le dieron un par de clases secundarias. Jamás un estudiante pasó tanto tiempo de preparación como él. Consideraba un trabajo sagrado la tarea de adiestrar hombres como predicadores. Era como una extensión de su oportunidad de salvar almas. A través de estos hombres, podía alcanzar un gran número de almas.

Pero ni aun así estaba satisfecho si no podía predicar ante las ánimas irredentas. Y así, dos o tres veces por semana, pese a los lamentos del coolie que arrastraba su rickshaw, iba a los barrios más populosos de la ciudad, donde había alquilado un par de habitaciones que daban a una calle populosa, y desde ellas predicaba a la muchedumbre, que se detenía a escucharlo sentada en un banco.

—Para un hombre de su edad, tiene un corazón vehemente —solía decir el coolie, mientras arrastraba su cochecito, de regreso hacia su casa.