Por el propio relato escrito por Andrew sé que aquellos años fueron de felicidad. «Me pareció que antes de que pudiera darme cuenta habían transcurrido ocho años y era época ya de otro permiso». El primitivo plazo de servicio era de diez años, pero ahora se había acortado a ocho, lo cual era un plazo innecesariamente corto, pensaba Andrew. ¿Para qué necesitaba un hombre descansar de un trabajo que con tanto entusiasmo realizaba? No hubiera tomado vacaciones de no ser porque una de sus hijas tenía que entrar en el colegio, y Carie quería irse con ella. América era ya extraña y muy diferente, y la chiquilla no estaba acostumbrada más que a aquellos tranquilos pueblos de China y sus colinas. Además, había que contar con toda la parentela. Y así, refunfuñando, Andrew aceptó las vacaciones, consolándose con la esperanza de recaudar dinero para su obra y avanzar en su traducción.
Para aquéllos de sus hijos que lo acompañaron fue aquél un memorable viaje. Porque Carie declaró súbitamente que no quería volver a atravesar el Pacífico, que la ponía a morir, que los chiquillos tenían que ver Europa, que ella quería conocer Rusia y que tenían que subir por el Yangtsé hasta Hankow, y allí tomar el tren hacia el norte y de allí a Siberia y Rusia, de dónde irían por tren a Alemania. Era un plan asombroso, porque todos recordábamos que Andrew estaba siempre distraído cuando se trataba de cuestión de billetes. Podía dirigir los esfuerzos de centenares de iglesias y escuelas y millares de almas, pero lo intrincado de las combinaciones ferroviarias lo desorientaban. El viaje entero no fue más que una serie ininterrumpida de catástrofes de todo género. Sus hijos recuerdan menos Rusia que su padre, metido todo el día en un angosto compartimiento de ferrocarril, sin sitio donde poner sus largas piernas. Él, que necesitaba espacio y libertad, estaba reducido a verse privado de las los cosas.
Ni siquiera había lavabo en el tren, y nos veíamos obligados a asearnos por turno en una pequeña jofaina que habíamos traído, y el agua era muy escasa y se encontraba sólo en las estaciones y, además, había que ir con una jarra y comprarla.
Hubo una mañana en que la más pequeña de las chiquillas olvidó vaciar la jofaina después de haberse servido de ella, y Andrew, siempre distraído y ahora seriamente preocupado por aquella situación, se sentó sobre ella estropeando así el único par de pantalones que tenía. No había acabado de serenarse de lo ocurrido cuando encontró una taza medio lleno de agua y, queriendo usar la taza, arrojó el contenido por la ventana. Pero ero corto de vista y el cristal estaba levantado, de manera que el agua le salpicó. Carie se echó a reír. Aquello era demasiado. Se sentó.
—No hay motivo de risa —dijo tristemente, y durante el resto del día permaneció contemplando con melancolía el triste paisaje de Rusia, y murmurando a intervalos:
—No veo nada interesante en este país; no veo nada que valga la pena de hablar tanto de él.
La forma efusiva de besarse los campesinos le dejaba atónito. Veía aquellos campesinos sucios y barbudos darse grandes besos gritando, y se encogía de hombros. Aquello era peor que un país de paganos, decía.
Su asombro tenía que crecer todavía más adelante. Cuando se detuvieron en diferentes lugares, durante algunos días, fueron naturalmente a las iglesias, y allí permanecían horas viendo entrar y salir a la gente, la mayoría miserable y harapienta, pero había también algunos ricos entre ellos; y pobres y ricos se inclinaban para besar las reliquias de algún santo, consistentes en un trozo de tela, hueso o piel. Era curioso, no sentía ni la menor piedad ni la menor responsabilidad ante aquellas almas.
—Tienen la Biblia —decía—. Si quisieran podrían encontrar la verdad. Pero el camino es fácil; viven en el pecado y después van a buscar un sacerdote, besan un hueso y llaman a esto salvación.
De manera que estuvimos todos contentos cuando entramos en Alemania; no obstante, al primer día de nuestra llegada a Berlín vimos una cosa que no habíamos visto nunca: Andrew estaba tan exaltado que se quiso pelear con un cochero. El hombre era un tipo alemán voluminosa y pesado, y en la estación de ferrocarril, en presencia de un gentío innumerable, le puso el puño debajo de las narices a Andrew porque consideraba mezquina la propina, ante lo cual Andrew, que juzgaba que las propinas eran obra del diablo, dobló sus puños y los lanzó contra la mandíbula del cochero. Quedamos tan asombrados que no podíamos creer que fuese Andrew. Carie lanzó un grito y lo agarró del brazo y buscó en su bolso algún dinero con que aplacar al enfurecido teutón, y éste, por fin, se fue mascullando maldiciones, y nos llevamos rápidamente a Andrew a un hotel, teniendo la precaución de tomar, para llevar nuestros equipajes, al mozo de aspecto más pacífico. Andrew fue con nosotros, con un aspecto tan divinizado como jamás hubiéramos podido creer, dando, mientras caminaba, su opinión sobre la raza blanca, que en aquel momento era más baja todavía que de costumbre. Desde luego, yo creo que este incidente fue más que nada la causa de la firme actitud adoptada por Andrew durante la guerra mundial, y desde el primer momento estuvo dispuesto a admitir sin reservas todas las versiones de las atrocidades cometidas por los alemanes.
—¡El tipo aquel! —exclamaba años después—. ¡Los alemanes son capaces de todo!
Y esto a pesar de sus remotos antepasados, alemanes ancestrales, y su inocente orgullo de su eficiencia en el conocimiento de la lengua alemana.
Una de sus hijas no olvidará jamás el aspecto de Andrew en América. Estaba sentada entre sus compañeras en la capilla del colegio, esperando con cierta ansiedad. Andrew había sido solicitado para dirigir las Vísperas, y hallándose entre las primeras amigas que se había hecho de su raza, tenía el afán de que su padre produjese la mejor impresión. Dirigió una mirada de inquietud a Andrew al verlo entrar, tranquilo como siempre, detrás del presidente. Ningún hombre podía tener mayor dignidad que él antes de un servicio que tuviese que desempeñar. Todo el mundo lo miró y su hija lo vio bajo un nuevo aspecto: muy alto, su figura ligeramente encorvada, con un orgullo nato en el porte de su noble cabeza, con un fino perfil señalando hacia delante. Pero sólo vio que su levita era la vieja levita de siempre, de un corte absurdo, verdoso, brillante en las costuras, y recordó la escena que se había producido antes de que se la pusiese.
—Andrew —le había dicho Carie—, no vas a ir a predicar a este colegio con tu viejo traje gris.
—¡Oh, no es viejo! Todavía está en buen estado. Es suficiente para un predicador.
—¡Andrew! —exclamó Carie, fijando sus elocuentes ojos en él, y Andrew apartó la vista avergonzado.
—Un predicador no tiene necesidad de ir bien vestido —murmuró. Los ojos de Carie, fijos en él, seguían hablando, y él, desconcertado, prosiguió—: Ya te he dicho muchas veces que detesto esta levita con sus faldones largos. Me aprieta en los sobacos.
—Ya hace años que quiero que te hagas otra —dijo Carie con peligrosa mansedumbre.
—¿Para qué? —preguntó él—. Está perfectamente bien.
—Entonces, ¿por qué no la usas?
—¡Ah, bah! —exclamó, y se levantó, vencido.
En la capilla, detrás de su hija, hubo algunos murmullos. Una voz infantil dijo con un suave e inocente acento del Sur.
—Parece que lo hayan estirado.
Hubo un momento de amargura, y la hija de Andrew dijo, con los labios secos:
—Es mi padre.
Hubo un silencio angustioso.
—¡Oh… perdona! —dijo la voz armoniosa.
—No importa —dijo la hija de Andrew secamente—. Es así, estirado. —Y permaneció tranquila, pero sufriendo mientras Andrew continuaba su sermón.
Porque no sabía nunca qué hacer con él. Como padre, no la ponía en ningún altar. Era un gran misionero, un alma intrépida, pero no había en él el menor instinto paternal. Debía ser respetado, admirado, pero no como padre, sino como hombre. Sus hijos eran meros incidentes que le habían ocurrido. ¿Cómo explicar, si no, que cuando se enteró con horror del coste mínimo de la educación en un colegio, decidiera no perjudica los fondos del Nuevo Testamento, y escribió a una de sus amistades, hombre muy rico, preguntándole si no quería educar a un misionero en ciernes? Carie, al abrir, durante su ausencia, la carta que contenía una cortés negativa, perdió la cabeza ante su orgullo ultrajado y no pudo guardarse para sí la ofensa. Su hija, al enterarse, se indignó. Tenía la sensación de haber sido vendida como esclava. Aquel horrible locutorio en el que estuvieron sentadas Carie y ella, estaba para siempre impreso en su mente. Desde fuera llegaban a ella voces de muchachas, de muchachas americanas, nacidas libres de aquellos lazos con los que Andrew había inconscientemente sujetado a sus hijos. Ninguna de ellas sabía lo que era no ser nunca nada en comparación con una causa, una obra o un credo.
—No tiene por qué preocuparse de mí —dijo, sofocada de orgullo y ofendida—. Puedo bastarme a mí misma. Hoy mismo dejaré el colegio y buscaré un empleo en algún almacén a precio fijo. Me basto y sobro. No tiene necesidad siquiera de darme de comer.
—No lo tomes así —le suplicó Carie con lágrimas en los ojos—. No hubiera debido decírtelo. No lo hizo con mala intención, debes comprender que no es como los demás hombres. Es… algo como un sueño.
Sí, así era. Andrew era algo como un sueño, un alma poseída, para la cual la vida y el corazón humano no tienen importancia. Jamás vivió en la tierra. Comprendía lo que quería decir Carie. No censuraba a Andrew, no, de veras, pero se sentía huérfana de él. En años posteriores vivió más cerca de él, tan cerca como era posible vivir, y llegó a comprenderlo y darle su verdadero valor; supo por qué era como era, a la vez tan grande y tan pequeño. Pero todo este posterior conocimiento no puede borrar el desamparo de aquella hora. Porque los hijos de Andrew estaban desposeídos de lo que jamás tuvieron, de lo que nunca podría darles, porque había dado a Dios todo lo que en él había.
Al regresar a China, Andrew encontró un país nuevo. Durante todos aquellos años de una paz demasiado grande, de un triunfo de la voluntad de Dios, demasiado fácil, había ocurrido una cosa. Era una rebelión profunda, una revolución que iba subiendo desde el Sur, siguiendo el camino más fácil de todas las revoluciones, el antagonismo al extranjero y el estallido del nacionalismo. Andrew, Carie y sus hijos más jóvenes acababan de regresar a la misión cuando la falsa paz de once años hizo explosión, y Sun Yat Sen y sus secuaces derribaron el viejo Imperio.
Pero esto es otro relato perteneciente hoy a la Historia, y otros acontecimientos le han quitado mucho de su significado. Pero Andrew, en aquellos tiempos, lo veía con entusiasmo. Estaba tan asqueado de la corrupción de los funcionarios chinos con quienes había tenido que tratar, que hubiera acogido con gusto cualquier estallido, aunque hubiese sido un terremoto, que se los tragase. De manera que cuando todos aquellos virreyes, mandarines, magistrados y fumadores de opio empezaron a escapar para esconderse, abrazó el partido de los revolucionarios. Fue particularmente feliz con la muerte de la Emperatriz Viuda. Era incapaz de ver ni drama ni belleza en aquella espléndida figura. Una mujer gobernadora era para él la más horrible y antinatural de todas las creaciones. No sentía respeto siquiera por la reina Elisabeth. Su concepto de toda nación que aceptase ser regida por una mujer era de lo más bajo. A la Emperatriz Viuda la llamaba «Jezabel», y contaba con deleite el fin de esta reina, que, habiendo sido arrojada desde lo alto de una torre, fue devorada por los perros. Andrew hubiera permanecido con gusto allá, viéndolo y considerándolo una justa retribución. Nacido una generación antes, hubiese quemado hechiceras. Había en él un antagonismo de sexo profundo e inconsciente, arraigado en ignotas sensaciones infantiles y acuciado —triste es decirlo— por la presencia de Carie, aquella mente rápida y centelleante incapaz de comprender, pero contra la cual luchaba por sostenerse. Porque, como cualquier otro hombre, no podía soportar la idea de una mujer más inteligente que él. Además, San Pablo le daba la razón.
Se unió, pues, a la revolución de los jóvenes.
Porque, en realidad, era una revolución de gente joven, y Andrew siempre estaba dispuesto a ponerse a su lado. Glorificaba cada paso que daban, incluso en sus brutales leyes que cortaban por fuerza las coletas. Andrew era partidario de la severidad de las leyes. Una cosa era o buena o mala, y si era buena, era justo darle toda la fuerza.
No obstante, era desconsolador pensar que a pesar de que Sun Yat Sen era cristiano, había en la revolución un profundo sentimiento anticristiano. Pero Andrew tenía plena confianza en el triunfo de Dios.
—Dios arrancará la cizaña del trigo y la arrojará al fuego —solía decir.
De nuevo emprendió, pues, su largo viaje a caballo y en barco. Ma, el cristiano, había regido maravillosamente las iglesias, trabajando con ese ardiente afán que, de tan avasallador, dejaba a los hombres perplejos, no sabiendo ya lo que era el bien y el mal. Había convivido tanto con Andrew y llegó a quererlo tanto, que acabó adquiriendo inconscientemente muchos de sus ademanes y su manera de hablar y predicar. Si uno cerraba los ojos y escuchaba, era difícil decir cuál de los dos estaba predicando u orando.
Pero Ma no era un revolucionario. No tenía el optimismo y la cándida fe de Andrew en los hombres que le decían que su propósito era bueno. En público, guardaba silencio, pero bajo muchos conceptos frenaba a Andrew.
—Esperemos veinte años y veremos —le decía—, veinte años como prueba.
Cuando estos años hubieron transcurrido, y la mayor parte de los exrevolucionarios estaban desde hacía tiempo establecidos en el Poder y habían caído en la corrupción oficial y en no pocos contubernios con el Occidente, tuvo que asentir:
—No hay gobernante bueno. Jamás se ha oído hablar de un buen gobernador, ni antes ni ahora.
Pero Andrew no podía pensar mal de un hombre joven. Y acogía con placer cualquier cambio; en realidad, sentía un infantil afecto por el nuevo, pensando siempre que sería mejor que si fuese viejo. Sólo cuando fue lapidado en cierta ciudad por los jóvenes revolucionarios y expulsado por predicar una religión extranjera y ser ciudadano de un poder imperialista, accedió a reconocer la presencia de la maldad. ¡Imperialismo! Era la primera vez que oía esta palabra, pero debía escucharla con exceso en los años venideros. No tuvo jamás la menor idea de lo que quería decir.
—Es una de estas palabras que emplea, la gente —solía decir de esa forma imperial tan suya, y aquí terminaba todo.
Pero su obra progresaba con creciente dificultad. Hacía tiempo, desde que había ensanchado tanto su territorio, que su caballo blanco que había substituido al asno, era ya viejo y no bastaba. El nuevo ferrocarril que iba a Shanghai alcanzaba una parte de su territorio, pero había una gran área a la que sólo tenía acceso por barco. Durante años enteros Andrew sostuvo batallas incesantes con los dueños de los juncos al alquilar uno de ellos para que lo llevase por los canales hacia el interior del país.
Los bateleros de China pertenecen indudable y universalmente a la raza de los piratas. No hay uno solo que no tenga corazón de pirata innato. Una y otra vez Andrew vio demorado su viaje porque un capitán de barco exigía más dinero del que había convenido primero. Y así Andrew tuvo la idea de tener un barco propio, y por casualidad disponía de dinero suficiente para comprarlo. Un americano le había dado dinero para que mandase edificar una capilla en memoria de su mujer difunta, y Andrew pensó que sería más útil a Dios emplearlo en la compra de un barco. No se le ocurrió pensar que el donante podía no querer dedicar un barco a la memoria de su mujer. Y como de costumbre, habiendo decidido que era buena cosa, Andrew procedió inmediatamente a ponerla en práctica. Sólo cuando el barco estuvo terminado escribió al generoso donante diciéndole que el lugar de una capilla lo ocupaba un barco.
Andrew no había previsto los resultados. El hombre se puso furioso. Resultó que su mujer se mareaba siempre y odiaba los barcos. Rehusó el barco y exigió la devolución del dinero.
Andrew quedó sorprendido ante esta falta de comprensión. Dobló la carta, y con tono de absoluta calma y justicia, dijo: «¿Cómo puede pedir que se le devuelva el dinero cuando sabe que está gastado? Además, le dije bien claramente que un barco me sería mucho más útil que una capilla».
Y con infinita dignidad, añadió: «No le haré caso». Ésta era quizá su más frecuente frase de desacuerdo.
Pero el hombre era rico, acostumbrado a hacer su voluntad y consideraba a Andrew un poco por encima de un lacayo, pero no mucho. ¡Misioneros! ¿Qué eran? Servidores de la iglesia, y la iglesia, prácticamente, le pertenecía, puesto que le entregaba tanto dinero. Se quejó enfurecido al comité de que dependía Andrew y éste escribió a Andrew con rudeza. Dio la casualidad de que este Comité era precisamente al que con mayor frecuencia escuchaba, porque podía privarlo tanto de su salario como de los fondos de la obra, y jamás distinguió claramente una cosa de otra. Empleaba el dinero mientras había, especialmente para la obra. Ni aun Carie podía tocarlo. Creía que las mujeres no debían tener talonarios de cheques, y la idea de una cuenta indistinta en un Banco le horrorizaba.
—¡Cómo! ¿Poder sacar dinero tú y que yo no supiese dónde va a parar? —exclamó una vez en que ella le sugirió la idea de un talonario de cheques particular suyo.
—No sé nunca dónde estoy —respondió Carie—. Tengo que alimentaros y vestiros a todos y no sé nunca con lo que puedo contar.
Era el punto álgido de la eterna guerra entre ellos que duró toda la vida. Andrew nunca creyó que la comida y el vestir costasen nada. De todos modos, la Obra ante todo. Carie hacía verdaderos milagros con el dinero, pero él no se enteró nunca. Una vez, guiñando un ojo y con suspiro, dijo:
—Andrew hubiera podido casarse con aquella viuda de la Biblia que tenía una jarra de aceite sin fondo y un arcón de harina que no estaba nunca vacío. Desde que oyó hablar de ella nada le satisface.
Pero era más severo consigo mismo que con nadie, y nadie comía más frugalmente ni se vestía con mayor pobreza que él en loor a Dios. Sin embargo, existía aquella guerra entre ellos que debía durar cuarenta años, cuando un día, súbitamente, sin razón aparente, Andrew cedió y le dio un talonario de cheques para una cuenta indistinta. Por aquel tiempo, Carie no tenía ya necesidad de él. Los chiquillos habían crecido ya y sus deseos se habían extinguido. Sin embargo, en nombre de su victoria, extendió un par de cheques bajo su dictado y después abandonó el talonario. Pero era un consuelo para ella. Por fin, si quería, podía extender sola un cheque.
Encontrarse, pues, ante la exigencia del Comité de la misión de que rindiese cuenta de los mil dólares recibidos para la edificación de una capilla y gastados en la construcción de un barco, fue algo aterrador incluso para Andrew y sencillamente catastrófico para Carie. Le dirigió reproches, viendo ya a sus hijos sin nada, en un país extranjero en el que el pueblo cada día era más hostil.
—¡Si no fuese tan testarudo!… —le dijo tristemente descorazonada. Pero un Andrew que no fuese testarudo no sería Andrew.
Sin embargo, cualquier reproche de este género no hacía más que reforzar los propósitos de Andrew.
—Yo sé lo que hago —dijo severamente.
Desgraciadamente para su propia autoridad, el Comité que escribió la carta cometió la torpeza de añadir, creyendo que sería un acicate para Andrew:
—Míster Shipley es uno de nuestros más generosos donantes y es de lo más incorrecto ofenderlo de cualquier forma.
Un resplandor de hielo brilló en los ojos de Andrew al leer estas palabras. ¡Conque tenía que obedecer a aquel hombre sólo porque era rico! Un rico difícilmente entrará en el Reino de los Cielos, ¿y, sin embargo, él, Andrew, tenía que obedecerlo antes que a Dios? Se sintió presa de su] reciente cólera y desprecio y escribió una de aquellas cartas que sus hijos llamaban de «Dios todopoderoso», preguntando al Comité, con frases breves y sencillas, qué pretendían al inclinar sus cabezas delante del dios Mammón, y cómo se consideraban dignos de sus cargos de directores de la obra de Dios. En cuanto a él, no escucharía a ningún rico ni a ninguno de ellos, sino sólo Dios. El barco estaba construido y lo emplearía.
Jamás volvió a oír hablar del rico ni del Comité y usó el barco durante muchos años hasta que fue ya demasiado viejo para viajar.
Cuando hubieron terminado los primeros éxitos de la revolución, se vio claramente que los cambios que había aportado no eran fundamentales. Sun Yat Sen, habiendo vivido tantos años en el extranjero como para llegar a serlo en su propio país, cometió un profundo error en el objeto de esta revolución. Observando los países occidentales, creyó que un Gobierno central podía aportar todos los cambios que él anhelaba para China, y que el primer paso y el más importante era cambiar la forma de Gobierno, y esto fue lo que hizo y sigue siendo lo más importante de su obra. Pero lo que no comprendió es que un Gobierno central en China no es tan importante como en otros países, ni nunca lo ha sido. La vida del pueblo, sus vidas y las reglas que las rigen, no han procedido nunca de un Gobierno central, sino de ellos mismos, de sus familias y del conjunto de su vida. Derribar un Gobierno central y cambiar su forma no era de gran importancia para el pueblo. El pueblo chino, como Inglaterra, Estados Unidos o Francia, ha creado de una manera lenta, progresiva, paso a paso a través de los siglos, su propio Gobierno central. El Gobierno de China fue primitivamente de conquistadores, ya señores guerreros del país o bien extranjeros, que establecieron una especie de vasallaje. El pueblo no era regido por ellos en el sentido en que otros Gobiernos los rigen por la fuerza o las leyes dictadas y obedecidas. La vida del pueblo siguió, por consiguiente, y de una manera fundamental, de la misma forma, porque el verdadero Gobierno local no había cambiado.
Y los poderes extranjeros se dieron prisa en presentar reclamaciones y tratados de protección sobre las vidas de sus conciudadanos. Aquel nuevo y débil Gobierno revolucionario, inexperimentado y fácilmente asustadizo, no se atrevió a crearse enemistades tan pronto. A los pocos años Andrew estaba en condiciones de proceder tan osada y seguramente como antes, predicando donde le placía, y precisamente porque era extranjero era también libre de obrar a su antojo. De nuevo su obra prosperó.
Jamás se nos ocurrió a ninguno de nosotros que Andrew podía envejecer. Su cuerpo había sido siempre el mismo, delgado como un pino, y su piel, curtida de un color de bronce oscuro. Jamás aumentó una libra de peso y su cintura seguía siendo tan esbelta como en su juventud. Jamás existió, a decir verdad, un santo que dominase la carne como él. Doquiera estuviese, con todos los inconvenientes y bajo todas las circunstancias, su régimen era el mismo: un baño frío al levantarse, y se levantaba invariablemente a las cinco y media; de seis a siete se entregaba a la plegaria y meditación; a las siete, el desayuno, invariablemente siempre el mismo, consistente en un plato de gachas de trigo secado al sol y molido en un molino a mano. Inmediatamente comenzaba el trabajo y lo continuaba hasta el mediodía, en que comía y volvía al trabajo hasta las cinco, en que salía a dar un paseo de una hora hasta la hora de cenar. Por la noche, oraba un poco en alguna capilla, o si estaba libre, leía y se metía en cama a las diez. Era la simple rutina Incluso sus comidas eran absolutamente iguale en cantidad. Cuando se abandonaba, le gustaba la comida. Pero era tan rígido consigo mismo como si hubiese sido su propio médico. Ninguno de nosotros recordaba el menor lapso ni extralimitación.
Y su magnífico cuerpo continuaba siendo un milagro de vigor; sus ojos, claros y vivos, y su piel donde no estaba quemada, tan blanca y tersa como la de un chiquillo. Tampoco tenía el rostro surcado por arrugas. Ni aun cuando fue muy viejo tuvo la cara arrugada. Su vasta frente permanecía tranquila e intactas sus tersas mejillas. Esto era tener una mente imperturbable y segura sí misma. Era un alma perfectamente feliz, vi viendo en un cuerpo fuerte y sometido.
Así anduvo por todas partes a través de la epidemias y las enfermedades y permaneció san e inmune a ellas. Si tenía un poco de malaria una tableta de quinina lo ponía bien: tan rápidamente respondía su cuerpo sano. Con el transcurso del tiempo, parecía que hubiese adquirido la inmunidad de su cuerpo y no volvió a tener malaria nunca más. Una y otra vez entraba en áreas afectadas por el hambre a aportar su alivio, y otros misioneros regresaban con tifus, pero él jamás. Escapó a la viruela, si bien incluso él se extrañaba de ello, porque durante años enteros no se acordó de hacerse vacunar. «Se me ha ido de la cabeza», solía decir con calma. Sólo una vez estuvo gravemente enfermo durante su juventud y madurez, y fue de una insolación, cogida un día de calor espantoso en Shanghai. Durante seis semanas yació sin sentido, librando las batallas de sus sueños, discutiendo con sus enemigos, los misioneros y los mandarines, y planeando nuevos campos de extensión. Ampliar, extender, alcanzar nuevas almas: ésta era la interminable pasión tanto en su delirio como en su vida.
Pero, inconscientemente, sentía el acortamiento de sus años, porque durante la década que siguió a sus cincuenta años trabajó como no había trabajado nunca. Su traducción del Testamento estaba terminada y corregía edición tras edición. Formaba parte de innumerables comités, porque su energía y acometividad eran admiradas y reconocidas incluso por aquéllos que lo odiaban. En verdad que no hubo muchos como él bajo este concepto.
Ser misionero es una profunda prueba de integridad. Porque para un misionero no hay inspección. Vive entre algunos de sus iguales, los otros misioneros, y una gran cantidad de los que considera sus inferiores, los indígenas. Su comité regulador está a miles de millas de allá; no hay nadie que compruebe cuántas horas trabaja y si es perezoso o no. Y el clima, el mezquino, pero seguro salario, la gran cantidad de servidores mal pagados, todo facilita la pereza; y un compañero es reacio a hablar mal de él aunque tenga motivo y los chinos conversos están desamparados porque no saben a quién quejarse. No hay nadie Para ellos que esté por encima del misionero. Está situado cerca de Dios y asume la autoridad suprema, porque tiene el derecho de conceder o retirar fondos, todo lo cual significa la vida.
La integridad de un misionero, por consiguiente, debe estar por encima de la de todo hombre blanco, y algunas veces, quizá incluso la mayor parte de ellas, lo está. Porque la Standard Oil o la British-American Tobacco Company pueden comprobar las listas de ventas y tienen la prueba fehaciente del dinero recibido, pero incluso una lista de miembros de la iglesia no quiere decir nada, por lo menos en China, donde el don de lenguas es universal y donde el poder histórico es una posesión común. Los más recientes conversos son capaces, después de un mínimo de ensayos, de elevarse por encima de la congregación y hacer una plegaria tan rica y elocuente, tan copiosa de experiencia espiritual que haría la envidia de cualquier obispo americano. Los misioneros son bastante humanos. Dios lo sabe, y los chinos también. Sin duda alguna muchos son los que luchan contra la pereza, como luchamos todos, e incluso algunos sucumben a ella, pero la mayoría sigue luchando. Sin embargo, Andrew personificaba la integridad. Era imposible imaginarlo luchando porque tenía constantemente el dominio de sí mismo. Su deber era cumplido hasta el último ápice de su misión. Ni aun sus enemigos discutían esta ardiente integridad. En cuanto a los chinos, confiaban en él como chiquillos. Si decía algo, sabían que era verdad. «Él lo dice» era la frase habitual en todas partes. Cosa curiosa…, pero ¿era realmente curiosa? El hecho de que los chinos lo quisiesen y confiasen en él cadí vez más no hacía que los demás misioneros aumentasen también su cariño hacia él. Pero también es verdad que tomó siempre el partido de los chinos. Creía, por ejemplo, en el día demasiado prematuro para tal creencia, en que los trabajadores chinos y americanos tendrían igual poder de decisión respecto a la política del trabajo. No compartía la idea establecida de que el blanco tiene que apoyarse mutuamente y mantener uní ficción de derecho y autoridad ante el chino. Tales ideas, en sus días, eran herejías.
La idea de la edad se le ocurrió también como una cosa absurda. Es difícil recordar cuándo empezó. Estaba haciendo, como siempre, largos viajes, examinando solicitudes dirigidas a la confraternidad de la iglesia, examinando el plan de enseñanza de las escuelas, celebrando conferencias con predicadores y maestros, recorriendo increíbles distancias a pie, a caballo, en tren y por vía fluvial. Durante aquellos años posteriores tropezó con muy pocos peligros físicos porque era conocido y querido.
Una vez, en las colinas de Kiangsú, fue apresado por los bandidos, que le preguntaron quién era. Cuando se lo dijo lo soltaron y le devolvieron la bolsa que le habían quitado.
—Hemos oído hablar de ti en muchos sitios —le dijeron—. Haces buenas obras.
Andrew, viéndolos en buena disposición de espíritu, comenzó a predicar y les contó la historia del buen ladrón crucificado al lado de Cristo y que fue admitido en el cielo cuando se arrepintió. Debió predicar largo rato, porque algunos de los bandidos jóvenes comenzaron a impacientarse, pero el viejo jefe les gritó:
—¡Callaos! ¿No veis que este hombre está tratando de ganar el cielo realizando la tarea que se ha impuesto de salvar nuestras almas? Debemos ayudarlo escuchándolo hasta que termine.
Y así los obligó a quedarse, y Andrew les dio a cada uno folletos de los Evangelios que había escrito y regresó a su casa triunfante, confiando para siempre más en que encontraría a alguno de aquellos bandidos en el cielo. Porque estaba seguro de que el Cielo lo había mandado a salvarlos.
—¿Y no tenías miedo? —le preguntábamos.
Pasó, tenía que reconocerlo, un mal momento cuando uno de los bandidos le apoyó un cuchillo en el estómago e hizo con él movimientos giratorios peligrosos.
—Pero después fueron muy amables —decía.
Estaban muy quietos escuchando; realmente muy buena gente, pese a su desgraciado oficio.
En Andrew había un algo intrigante. Algunas veces parecía casi tonto de tan inocente. Era casi cosa de pensar que no había entendido las situaciones en que se encontraba. Pero era una antena de Dios.
¿Cuándo comenzó a ocurrírsenos que aquel cuerpo magnífico y victorioso tenía que caer también? Creo que fue cuando los chinos comenzaron a decirnos:
—No tendría que levantarse tan temprano, ni, viajar tan lejos, ni trabajar de esta manera tan: dura. Convéncele de que descanse y coma más. No es joven ya.
¡Ya no era joven! Miramos a Andrew. Parecía el mismo. No introducía el menor cambio en su rutina. No, no tomaría más vacaciones. ¿Por qué tenía que ir él a la frescura de las montañas a descansar cuando sus colegas chinos no podían? Fue después de un verano particularmente, caluroso que había pasado solo, cuando nos dimos cuenta de una expresión de cansancio que no tenía antes, una desidia que no podía definirse, porque trabajaba como antes. Pero no con aquella furia con que había trabajado, y a veces estaba tan cansado que no podía comer nada.
Hubo una noche, por ejemplo, en que llegó a casa inusitadamente tarde, por haber tomado un tren muy posterior al usual. Sin embargo, no dio ninguna explicación. Subió a su habitación, se bañó y afeitó y volvió a bajar para cenar con un aspecto extraordinariamente bueno, vestido con un traje blanco de hilo chino.
Algo le preocupaba, sin embargo; lo veíamos claramente, y cuando le apremiamos dijo, avergonzado y con un embarazo que era un poco con: movedor:
—No sé cómo ha podido ocurrirme, pero me he dormido en el tren y he pasado de la estación Cuando me desperté, el tren estaba en el término de su línea y había llegado tarde para el servicio, de manera que no tuve más que dar la vuelta y regresar a casa.
Era en él una cosa tan inusitada quedarse dormido, que pensamos si le ocurriría algo, pero no vimos nada anómalo en él. Una semana des pues regresó de un viaje con una ligera parálisis en el rostro, el párpado izquierdo caído, y un gesto en la comisura izquierda de sus labios. No podía articular claramente, pero entendimos que había viajado toda la noche en clase coolie para economizar.
Carie se indignó, inquieta.
—¡Economizar! —gritó—. ¿Y tu salud, qué?
¿De qué te va a servir un dólar cuando estés muerto?
Él la miró sin contestar, con actitud humilde. Se llamó al doctor, quien dijo que era necesario un descanso inmediato. Hacía ya años que tenía derecho a su permiso, pero lo había olvidado completamente, y, además, Carie había tomado la decisión de no volver a cruzar nunca más el mar en ningún sentido. Pero la más joven de las chiquillas estaba en edad de entrar en el colegio y era necesario que alguien la acompañase a América, sabiendo que a menos de inducirle a obligarle a hacer su deber, no iría nunca, especialmente cuando, al cabo de unos cuantos días de descanso, su rostro adquirió su estado normal, y se encogía de hombros ante la idea de seguir descansando. Pero Carie lo consiguió, y catorce años después de haber abandonado su país, Andrew regresó a él de nuevo, haciendo el que tenía que ser su último viaje. Era una decisión que había tomado por miedo a morir fuera de China. Su enfermedad, por leve que fuese, le había hecho sentir que su cuerpo era mortal. Iría a América, pero sólo por algunos meses; no quería estar alejado de China donde había vivido toda su vida y donde estaban sus amigos, y, lo que era más aún, donde estaba su obra. Embarcó, pues, resueltamente, permaneciendo apoyado en la borda del barco, viendo desvanecerse las luces de «Bund» de Shanghai.
—De hoy en cuatro meses exactamente estaré de vuelta —dijo.
Había comprado ya su billete de regreso, y sujetándolo con un imperdible en su «cinturón del cólera», faja de franela que llevaba alrededor de su cintura noche y día.
Nos era imposible comprender por sus cartas todo lo que sentía en América. Insinuaba que era un país enteramente nuevo, no ya en absoluta el país que Carie y él había llamado «patria». Carie, leyendo sus lacónicas frases en voz alta, levantó la vista y dijo:
—Andrew es el único hombre capaz de decir menos cosas, pero jamás le he visto decir menos que esta vez sobre nuestra tierra. Por lo visto, no vale la pena de ir.
Cuando, a los cuatro meses justos, volvimos a encontrarnos con Andrew en Shanghai, le gritamos todos a la vez:
—¿Cómo está América ahora? ¡No nos ha dicho nada!…
—No me atrevía a comenzar —dijo con una mueca. Y después añadió—: Hay cosas que no quería escribirlas sobre el papel.
—¿Qué cosas? —preguntó Carie con curiosidad.
—Toda clase de cosas —respondió.
Palabra por palabra fuimos sonsacándole los hechos más salientes de la América de postguerra. Todo el mundo se emborrachaba, repetía una y otra vez…, bueno, casi todo el mundo. Andrew no era totalmente abstemio, seguía a San Pablo aconsejando a Timoteo beber un poco de vino para el bien de su estómago. Y solía decir pensativamente que algo debía querer decir que todos, los pueblos de la tierra tuviesen una clase u otra de licor. Carie se lanzaba contra él al oírlo hablar así; tenía sus razones para detestar la bebida. Además, nunca la alteraba más que oír citar a San Pablo. Escuchábamos solemnemente a Andrew mientras nos hablaba de fumar y beber, incluso las mujeres.
—Las mujeres son las peores —decía reservadamente; y después de una pausa, añadía con cautela—: No sé ni cómo hablaros de las mujeres de América.
—¿Qué quieres decir? —preguntaba Carie con dureza.
Él vacilaba, porque cuando se trataba de mujeres era siempre el más tímido de los hombres.
—Es la manera como se visten —decía. Nosotros esperábamos—. Casi no llevan faldas —dijo rápidamente.
—¡Andrew! —gritó Carie.
—Es la verdad —dijo él—. Por todas partes donde fui las mujeres iban vestidas por encima de la rodilla. Era horrible.
—¡No me digas que mis hermanas hacen eso! —exclamó Carie.
—Bien…, las tuyas eran mejores —dijo, y después repitió con una especie de triste reminiscencia de placer—. Sí, por todas partes donde fui llevaban la falda por encima de la rodilla.
Lo miramos en silencio, escandalizados.
—Tenían unas piernas horribles —dijo, evocando—. Gruesas, largas o demasiado delgadas.
Carie no pudo soportarlo.
—Creo que no tenías ninguna necesidad de mirarlas —dijo con severidad.
—No pude evitarlo —dijo él simplemente—. Andaban por todas partes…
Permanecimos sentados en silencio, horrorizados ante la idea de una América arruinada; Carie fue quien nos volvió a la realidad. Se levantó con viveza.
—Bien, si de todos modos estás de vuelta sano y salvo… —dijo.
Pero algo nos hizo pensar que no había dicho todo lo que pensaba.
Más tarde, por conducto de diversos parientes supimos detalles de la estancia de Andrew en América. Se había expresado con entera libertad sobre todos los puntos de la vida y dedujimos. «Andrew obraba como si se creyese en un país de paganos», escribió Christopher, el metodista.
—Es verdad —dijo Andrew, haciendo un paréntesis al leer la carta. Levantó la vista—. Chris no predica con suficiente fuerza —prosiguió—. Le he oído… Es imposible salvar almas con cuatro frases suaves.
«Andrew parecía estar muy bien —escribió su hermana Rebeca—. Es tan testarudo como siempre».
—¿Qué hiciste en casa de Becky? —le preguntó Carie.
—Era el día más caluroso de todo el verano y quería que me pusiese la levita para predicar —dijo Andrew con cautela.
Carie lo miró sin decir nada. La levita había sido ya motivo de discusión cuando se trató de ir a América y, por fin, ella se la había metido en la abultada maleta. Pero cuando estuvo fuera, mientras guardaba las ropas de invierno, la encontró colgada en el armario detrás de su gabán. Carie se exasperó, pero no podía hacer nada.
—Si no estuviese en medio del Pacífico, iría detrás de él con la levita en las manos —dijo echando chispas por los ojos.
Andrew apartó la vista ahora.
—Tampoco me la hubiera puesto aunque la hubiese tenido. Me puse un traje blanco como siempre que hace calor.
—¡Pero si en América nadie usa traje blanco! —exclamó Carie.
—Entonces yo era la única persona sensata de todo el país —dijo él.
No había nada que hacer con él. Regresó de sus cuatro meses de vacaciones tan activo y dispuesto como siempre, brotándole los planes de sus ojos y el vigor de sus pasos. Tenía ya cerca de setenta años, pero representaba cincuenta. Su cabello encanecía, pero era todavía fuerte y abundante; sus pobladas cejas y su bigote eran tan rojos como siempre, y sus ojos, del mismo azul de hielo. Estuvo un solo día en casa y de nuevo se marchó con Ma, el cristiano, bajando alegremente por el Gran Canal para ir a dar una vuelta por su campo y hablar sobre todo lo ocurrido desde que se marchó. Ma, que tenía veinte años menos que Andrew, parecía más viejo que él. Durante los últimos años se le declaró una tuberculosis pulmonar que lo dejó en los huesos y dio a sus ojos un brillo más ardiente y profundo, y su cabello negro parecía seco y muerto. Sus manos parecían las de un muerto: tanto se parecían a una sombra. Andrew lo cuidaba con leche condensada, huevos crudos y muchas oraciones, y la enfermedad pareció por fin mantenerse estacionaria, si bien Andrew regularmente observaba: «Ma no pasará otro invierno». Pero lo pasó, y vivió más años que Andrew, sin abandonar aquella tos tan suya. Algo más que la comida y la carne lo mantenía con vida.
Mirando atrás, hacia el desarrollo de la vida de Andrew, se ve que aquella vuelta fue el apogeo de su vida. Era la hora en que toda su obra hallábase delante de él en plena sazón, organizada, operante, gobernándose en gran parte por sí sola y viviendo autónomamente. Siempre había creído, en oposición a la política de muchos misioneros, que los cristianos chinos debían tener plenos poderes de autogobierno. Tenían que ser libres, decía, de todas las reglas y dominación de los misioneros. Llegaba incluso, siendo disconforme como era, a decir que si las formas y los credos del gobierno de la iglesia encontrados en las diversas sectas del Oeste no les convenían, los chinos podían establecer aquéllos que conviniesen a sus almas, pero conservando siempre en la mente la Santísima Trinidad.
Estas ideas hacían que fuese querido de los chinos y detestado de la mayor parte de los misioneros de mente autócrata, porque la mayoría de los misioneros lo son. Pero Andrew seguía con su idea, porque sabía tener razón.
Aquel otoño fue, pues, el apogeo de su vida. El trabajo había avanzado durante su ausencia y pasó aquellos largos días brillantes de otoño, de la mañana al anochecer, inspeccionando su campo. Sé que la belleza de la región lo impresionó con una claridad inusitada, porque con mayor frecuencia que nunca habló del esplendor de las cosechas de los campos de arroz. Había sido un buen año y aquel invierno no habría hambre, de manera que esta sola perspectiva era ya de por sí motivo de júbilo. Detestaba predicar ante un pueblo hambriento, temiendo que lo escuchasen más por la esperanza de obtener algo de comer, que por su salvación.
Y era una región maravillosa. El vasto y dorado Yangtsé la cruzaba por el centro y se derrumbaba a los lados en centenares de canales y riachuelos que alimentaban los más fértiles valles de la China. Más allá de los valles se hallaban las ondulantes colinas cubiertas de bambúes, en las que se levantaban viejos templos desde hacía centenares de años y en los cuales unos sacerdotes soñolientos sonreían con beatitud cuando Andrew les decía que sus dioses eran falsos. Siempre creyó su deber decírselo, pero no con rudeza, sino con un cierto tinte de humor.
Señalaba con su bastón un cuenco de comida puesto delante de un dios y les decía gentilmente: «Supongo que se lo debe comer cuando nadie lo ve». Y los sacerdotes hacían una mueca o asentían, o decían tranquilamente:
—Lo ve y toma su esencia, y no le importa que nosotros, pobres sacerdotes, tomemos lo que él ha dejado y nos lo comamos.
Entonces Andrew les hablaba un poco del verdadero dios y los sacerdotes escuchaban y murmuraban:
—Cada hombre tiene su dios y enseña que el suyo es el verdadero, y hay bastante para todos nosotros.
Pero esta tolerancia no le convenía a Andrew. Le gustaba citar aquel proverbio chino que dice que alrededor de la boca del infierno se agarran con fuerza los sacerdotes.
A través de los valles y más allá de las colinas, corrían los viejos caminos pavimentados de guijarros, llenos de roderas trazadas por chirriantes carretas —porque es señal de mala suerte que una carreta no chirríe, de manera que cada cual cuida de la suya con esta intención— y el ligero trote de las caravanas de borricos. Andrew había sentido siempre un gran cariño por aquellos borriquillos grises de la China; en realidad, sentía una gran ternura por todos los animales, pero particularmente por los caballos y los asnos, y en casa, por los gatos. En el cariño del gato por el hogar había algo que le gustaba. Cuando fue viejo, pasaba horas sentado con el gato en sus rodillas, acariciándolo. Y siendo joven, más de una vez demoró su partida para amonestar a un] arriero porque la carga de su borrico era excesiva. Sabía, decía algunas veces, que los planes del Dios no prevén sitio alguno en el cielo para los animales, y por consiguiente, el hombre tiene que poner especial cuidado en darles una buena vida en la tierra, puesto que no hay otra para ellos.
Por todas partes donde iba era bien recibida y amado. Era impresionante viajar con él y vea cómo, en centenares de millas, era conocido y res petado. «¡Ha vuelto el Viejo Maestro! ¡El Viejo Maestro!», el pueblo lo llamaba, y los chiquillos de la calle lo seguían y se apretujaban en los bancos de las capillas; y soportaban sus largos sermones hasta el final con admirable paciencia hasta que podían entonar rugiendo un himno que les deleitaba y pedían a gritos estampas de la Biblia. La estampa de Cristo la examinaba siempre con particular atención. Una vez, un chiquillo sucio y harapiento, mirando una imagen de Cristo en medio del sermón, interrumpió a Andrew: «¡Eh, este Cristo parece un chino, sólo que tiene la nariz más larga! Su nariz es como la tuya, pero su piel es como la mía».
Y Andrew, que no hubiera tolerado una cosa semejante a ninguno de sus hijos, sonrió con benevolencia y le explicó que Cristo, en realidad, no era un hombre blanco, y siguió adelante con su sermón. Tenía una infinita paciencia con la gente para quien se creía mandado.
Por todas partes donde fue aquel otoño, las iglesias parecían particularmente prósperas. Los miembros no pertenecían ya a las clases más pobres. Eran ricos mercaderes de sedas y té, dueños de tiendas y casas de comidas, que daban a gusto dinero para el mantenimiento de la iglesia. Hasta donde alcanzaba la vista, todo parecía ir bien. Los servicios religiosos se celebraban regularmente y las iglesias estaban atestadas. Las escuelas funcionaban también a la perfección. Habían pasado los tiempos en que había que sobornar al pueblo para que mandase a sus hijos a la escuela cristiana y había que darle de todo, incluso ropas y comida. Ahora podían recaudarse derechos de enseñanza; la instrucción occidental se había puesto de moda, e incluso las escuelas gubernamentales se reorganizaban y los viejos clásicos eran relegados al olvido para sustituirlos por la ciencia y las matemáticas, y muy especialmente por la lengua inglesa. Si un chiquillo sabía el inglés, podía quizá tener un empleo en la Standard Oil o en la Compañía de Tabacos, o conseguir incluso una beca de la indemnización de los boxers y estudiar en América. Los muchachos jóvenes de las aldeas que tenían disposición para aprender, empezaban a soñar en ir a América, como sus padres soñaron en pasar los viejos exámenes imperiales para llegar a mandarines.
No era que Andrew alentase los deseos de los muchachos de ir a América. Sería su ruina, deparaba. América no era lo que fue, y con tantos automóviles nadie iba a la iglesia. Vio en algunas partes las cifras de los muertos por los automóviles en los Estados Unidos durante el año y jamás la olvidó. Solía citarla solemnemente cuando alguien le hablaba de progreso y automóviles. «¡Treinta mil personas muertas en un año y la mayor parte de ellas en el infierno! ¡Ésta es la clase de gente que procede así, indudablemente!». Una vez un chiquillo travieso le observó:
—Así habrá menos almas que tomarse la molestia de salvar.
A lo cual él respondió secamente:
—Ni a un bautista quisiera ver mandado al infierno por medio de un automóvil.
Pensaba en el misionero tuerto.
Pero China era la tierra de su corazón. Alejaba de su mente todos los demás países, sabiendo que allí era donde viviría su vida y donde moriría. Aquel otoño rondó por montes y valles, y visitó poblaciones y ciudades, y la acogida que en ellos recibía alentaba su corazón. Aquel regreso era para ellos motivo de un día de gala; se sentían felices al verlo de nuevo sano y salvo. Así cumplió sus sesenta y nueve años, lo cual representaba setenta para los chinos, ya que éstos cuentan que cuando un niño nace tiene ya un año de existencia y le prepararon grandes fiestas, le dieron pergaminos dorados e inscribieron su nombre con palabras de alabanza, dándole banderas de satén rojo con letras de terciopelo negro y, finalmente, la insignia de funcionario de honor, una enorme panoplia de satén rojo montada en lo alto de un palo. Todo aquello era para él un gran estorbo, pero se sentía honrado con ello y llegó a su casa triunfante con todos los regalos. Carie fue la encargada de saber qué hacer con toda aquella magnificencia de satén escarlata en aquella exigua casa de la misión, y al final lo metió todo en el baúl de tapa curvada del patio. En aquella casa de sacrificios no había lugar para los honores y la gloria. Más tarde, el baúl cayó en manos de los soldados revolucionarios, que se partieron entre ellos aquella tela brillante, rasgándola a trozos con sus manos sucias y peleándose por cada pedazo. Andrew experimentó un alivio al verlo desaparecer porque Carie estaba ya en la tumba y era la única de todos nosotros que estaba a salvo.
Después de aquel viaje de tres meses, Andrew regresó a casa en un estado de serena felicidad. Toda su vida había sido feliz. Sus raros momentos de melancolía se curaban siempre por el trabajo, y éste no se terminaba nunca. A través de tantos años su alma había ido elevándose en su plan incesantemente ampliado, y una y otra vez su espíritu hallaba nueva frescura en el éxtasis de saber que alguna nueva alma había hallado esa nueva fuente de razón de la vida que él hallaba en Dios.
No hay manera posible de explicar este éxtasis en Andrew. La única cosa que he visto parecido a él es el éxtasis del padre que sostiene a su hijo por primera vez en sus brazos. Andrew experimentaba una ternura paternal hacia toda alma que acudía a él en busca del bautismo. Había una expresión en su rostro, al levantar la mano para bendecir aquella alma que acababa de nacer, que los hijos de su carne jamás vieron cuando fijaba su mirada en ellos. Porque esta descendencia de Andrew no era la de su sangre, sino la de tu espíritu, y estaba ligado de una manera mística a cada alma que creía haber llevado a la salvación. Por estos éxtasis se sentía renovado.
Pero ni aun nosotros lo habíamos visto jamás con la exaltación de aquel otoño. No se le había ocurrido siquiera pensar que se iba haciendo viejo o que lo era ya. Jamás se había mirado en un espejo para ver cómo era; mistress Pettibrew lo había establecido definitivamente hacía muchos años, cuando era pequeño, en West Virginia. Su cabello se había vuelto gris y no era todavía blanco; su rostro era rojizo y sus ojos tan azules como siempre. Tenía una locuacidad humorística, casi juvenil; gastaba bromas y se reía, porque se sentía muy feliz. Medía la felicidad por el éxito de su obra, por el ansia de las almas arremolinándose para ser salvadas —de lo contrario, ¿por qué solicitarían ser miembros de la iglesia?—, y su obra progresaba y las almas acudían a centenares.
—¿En qué estás pensando? —le preguntamos un domingo por la mañana durante el desayuno, una vez hubo apartado su taza, al verlo como si estuviese escuchando, con los ojos brillantes y radiante el rostro.
—Se me ha ocurrido pensar de repente que hay miles de casas hoy, que un día fueron paganas, y se están preparando, jóvenes y viejos, a adorar a Dios, y en centenares de iglesias y capillas estarán sentados escuchando los sermones y orando.
Era el apogeo de su vida.