Desde este segundo regreso de Andrew a América, puedo hablar con cierta autoridad porque por aquellos tiempos lo recuerdo ya por mí misma. Pero es cierto, sin embargo, que no puedo dar de él una historia consecutiva porque mis recuerdos no alcanzan a ello. No lo veo como una figura cotidiana, como Carie, por ejemplo. Venían los días y se iban, y en ellos aparecía irregularmente y con violencia. Debió sin duda crear una especie de tirantez cada vez que venía, porque estas impresiones de su presencia eran mucho más vivas que todo lo demás, pese a que me ocurrían ya muchas cosas que no me habían ocurrido nunca; todas, en realidad, en América. Recuerdo, por ejemplo, la primera vez que vi a Cornelius, el adorado hermano de Carie, a quien toda mi vida puse al lado de Dios. Salió de la gran casa blanca —en la que, según Carie, yo había nacido— con su blanco cabello brillando bajo el sol. Parecía sumamente viejo y pensé que debía ser Hermanus y grité: «¡Abuelo!». Pero Cornelius se echó a reír y detrás de él vi otra figura más anciana todavía, de pelo blanco, y era Hermanus. Y sin embargo, en medio de todas aquellas emociones, en medio de los primos con quienes podía jugar, en aquel jardín del que había oído hablar, pero que no había visto nunca, con las vacas y caballos, y las praderas sin cercar, ¡cuán extraña y desamparada me sentía al principio sin un muro para proteger la casa y el jardín, y cuando me convencí de que los bandidos no nos atacarían y que nadie nos robaría nada, cuán radiante y feliz!
Y sin embargo, en medio de todos estos recuerdos, la figura de Andrew se destaca con una fuerza impresionante. Estuvimos todo el verano en casa de Carie, y yo me sentía día tras día sumida en una especie de éxtasis. Andrew se había ido a visitar a sus hermanos y hermanas. Me parece que Carie creyó difícil acompañarlo a causa de sus dos pequeños. Andrew predicó en las iglesias siempre que fue invitado a ello. Recuerdo mi ansiedad cuando le ofrecieron que predicase en la iglesia de la casa de Carie y pensé que no sabría predicar en inglés, y no sólo predicó, sino que lo hizo durante largo rato. Vi que tenía mucho que decir. Aquello era la iglesia de la cual David, el hermano de Andrew, era ministro. David se parecía tanto a Andrew que yo estaba asombrada. Pero era más tranquilo que Andrew, más pálido y menos violento. Era un hombre anciano, pálido y de cabello plateado; incluso su piel tenía un blanco de plata, de manera que parecía un fantasma. Y hasta sus ojos azules parecían palidecer bajo una especie de película de plata.
Andrew sumió a la familia en la consternación cuando lo vieron llegar tan tarde el sábado, vigilia del domingo en que tenía que predicar. Yo me sentía desgraciada y en cierto modo culpable de ello. Hermanus esperaba refunfuñando por el retraso y Carie trataba de excusarse, y yo, puesto que Andrew era mi padre, creía que tenía que ser capaz de hacer alguna cosa. Era un día caluroso de agosto y la mayor parte de la tarde la pasé sentada en los escalones del portillo bajo el viejo arce, contemplando la carretera polvorienta. Alrededor de la mesa las tías y los tíos miraban a Carie con severidad.
—¿Suele llegar siempre tarde? —le preguntaban.
—No, no, de ninguna manera —respondía ella apresuradamente—. No sé qué puede retenerlo. Me escribió diciéndome que venía a caballo de Lewisburg por la montaña.
—Va a estar extenuado si llega ahora —dijo melancólicamente Hermanus. Y añadió—: No creo que sea suficientemente buen predicador para levantarse e improvisarnos un sermón.
Carie no dijo nada, pero yo advertí una mirada especial en sus ojos. Y sentí en el acto un agudo dolor; era extraño que mi madre se deja se reñir de aquella manera, como una chiquilla, y sentía ganas de defenderla.
Y súbitamente entró Andrew, con la maleta en la mano y los zapatos llenos de polvo.
—¡Bien, hombre! —gritó Hermanus.
—Mi caballo comenzó a cojear a las dos millas de haber salido —dijo Andrew—; así, que he tenido que venir a pie.
Todos se quedaron mirándolo.
—¡A pie! ¡Por la montaña y con una maleta! —exclamó Cornelius.
—No había otra manera de venir —dijo Andrew—. Voy a lavarme.
Desapareció, y recuerdo todavía el alboroto del asombro. Había recorrido quince millas por las montañas llevando una maleta a cuestas.
Me sentí orgullosa de él y dije:
—Y además, en la maleta lleva siempre libros.
—No estará bien mañana —dijo Hermanus malhumorado. Y cuando apareció Andrew recién lavado e impecable, Hermanus le dijo a mi tía Dorothy—: ¡Ve a buscarle algo caliente que comer! ¡Debe de estar hambriento!
Y se sentó allí, soltando algunas risitas sarcásticas y ahogadas, mientras Andrew comía.
No recuerdo si Andrew estuvo bien o no, porque al día siguiente después del desayuno anuncié súbitamente mi decisión de profesar. La cosa no se me había ocurrido hasta que vi a mi prima favorita, que tenía mi misma edad, probarse un traje blanco y nuevo antes del desayuno. «Hoy profeso», me dijo complacida dando vueltas y más vueltas delante del espejo. Yo me quedé mirándola, abstraída. También yo tenía un traje nuevo preparado para cuando se presentase la ocasión, pero ésta no se había presentado todavía. Incluso había sido motivo de disgustos entre Carie y yo por no haber encontrado todavía una ocasión digna de ello. La idea me gustó. Corrí a encontrar a Carie.
—¡Quiero profesar también!
Estaba en su habitación, retorciendo su abundante cabello castaño. Dio vuelta a su trenza con la mano, y mirándome por el espejo, adoptó una expresión solemne.
—No puedes entrar en religión de esta manera —exclamó indignada—. Es un paso muy importante; tienes que pensarlo mucho tiempo.
—Ya lo he pensado —dije yo rápidamente—. Lo he pensado muchas veces.
—¿Y por qué no lo habías dicho antes? —preguntó Carie astutamente.
Yo me estiré el traje.
—Tenía miedo de profesar sola —dije—. Pero hoy puedo hacerlo con Hilda.
Carie me miró pensativa.
—No sé —dijo al fin—. Tienes que pedírselo a tu padre.
En aquel momento entró Andrew con la tranquilidad en los ojos después de sus oraciones matinales.
—Esta chiquilla quiere profesar —dijo Carie.
Sentí sus ojos fijarse en mí con mayor interés que nunca. En realidad, salvo cuando había cometido alguna trastada, no recuerdo que se hubiese fijado sobre mí jamás. Pero cuando era culpable de algo, su mirada era terrible y amenazadora. Ahora era diferente. Había en sus ojos un ansia de interés; eran casi, si no del todo, dulces.
—¿Qué te hace creer que deseas profesar? —preguntó gravemente.
Alisé mi traje y no dije nada, porque no sabía qué decir. Los dos me miraban y yo sentía las dos cualidades de sus miradas. La de Carie era sagaz y un poco escéptica. Un momento más y se sentiría dispuesta a prohibir todo aquello. Pero la mirada de Andrew era suave, amplia y hacíase exaltada.
—¿Amas a Nuestro Señor Jesucristo? —preguntó.
Súbitamente no hubo entre nosotros nada de padre e hija. Era un sacerdote interrogando a un alma. Incluso yo estaba asustada e hice una pausa para reflexionar un poco. ¿No amaba a Jesús? No había pensado nunca en ello, dándolo por descontado. Andrew era, ya lo he dicho, muy bueno con los chiquillos.
—Sí, padre —dije.
Se volvió solemnemente hacia Carie.
—No tenemos derecho a contrariar la vocación te un alma —dijo.
—¡Pero si es demasiado joven para saber lo que hace! —exclamó Carie.
Yo no quería mirarla, porque conocía el poder de sus ojos negros e investigadores. Además, ¿no amaba acaso a Jesucristo?
—De los jóvenes es el reino de los Cielos —dijo Andrew sencillamente.
Esto lo dejó solucionado. Sin una palabra, pero con el escepticismo todavía en sus ojos, Carie sacó el traje blanco y me lo puso, y me ciñó la faja, y me puso mi sombrero de paja, y nos fuimos a la iglesia. La familia había sido informada de la situación, y mi prima y yo avanzamos una al lado de la otra, detrás de Hermanus, sintiéndonos un poco embarazadas.
—Tendrás que contestar a unas preguntas —me susurró Hilda.
—No me importa —le contesté también en voz baja.
¿Acaso no había sido instruida en el Catecismo infantil, y el Catecismo Abreviado de Wesminster no contenía centenares de himnos y salmos? Es cierto que centenares de veces había ido a quejarme a Carie diciéndole: «No sé de qué me va a servir tanto catecismo y tanto versículo», a lo cual ella me respondía: «Un tiempo vendrá en que te alegrarás de saberlos». Quizá, pensé, aquél era el tiempo, pero nunca lo creí.
Por esto el sermón de Andrew me pareció largo. No escuché, porque no escuchaba nunca sus sermones, pensando que podía oírlo predicar en casa. Pero siendo una chiquilla tímida comencé arrepentirme de haber dicho que quería consagrarme a la iglesia. Ahora que era inevitable, porque se lo había dicho a tío David, y jamás podría retroceder delante de toda la familia, mi corazón latía en mi garganta como una máquina jadeante. Sólo la idea de mi traje me sostenía. Era mucho más bonito que el de Hilda y todo el mundo lo vería.
De lo demás, recuerdo poco. Antes de la bendición, tío David se levantó y anunció que iba a recibir dos nuevos miembros en el seno de la iglesia e invitó a recibir a todos los que quisieran quedarse después de la bendición. Todo el mundo se quedó. Carie me quitó el sombrero y Hilda y yo avanzamos por la nave lateral, una nave que me pareció interminable, si bien anduve tan aprisa que Hilda me dijo después que había casi que correr. Sé que sentí mis tirabuzones moverse de un lado a otro de mi cuello. Hubo un momento de silencio profundo, y tío David, fijando sus ojos de plata en mí, me hizo un par de preguntas, a las cuales contesté débilmente «Sí», o «Sí, así lo creo». Me tendió una bandejita de plata cubierta con un encaje sobre la cual había unos trocitos de plan blanco y tomé un trozo. Después me ofreció un cáliz y me invitó a beber. Comí y bebí. Pero el pan era duro e insípido, y el vino quemaba mi lengua, y lo detesté. Y en cuanto llegamos a casa me hicieron quitar el traje blanco. Cuando todo hubo terminado quedé decepcionada.
Andrew, por lo visto, no podía vivir en paz ni en América, donde no había misioneros, ni, es de presumir, paganos. El recuerdo que tengo de él es una vieja casa alquilada en una pequeña población de Virginia, donde fuimos a ver a mi hermano Edwin, que estaba en la Universidad. Creyó, en vista de que América estaba llena de dinero, que lo mejor era hacer lo que se pudiese para llevar adelante su obra. Y así depositó allí a su familia o, mejor dicho, trató de hacerlo, porque hubo algunas dificultades con la casa. Ésta había sido alquilada a una importante dama, ya anciana, de Virginia, que vivía en una casa historiada, situada en lo alto de la colina, y que, si bien los domingos asistía al servicio religioso y dejaba incluso un par de monedas en la bandeja de las misiones extranjeras, desconfiaba profundamente de los misioneros cuando llegaba el momento de tratar personalmente con ellos. Ignoro si tuvo algún incidente desagradable con ellos. Pero Andrew no toleraba arrogancias a nadie; tenía ya bastantes consigo mismo, y especialmente no las toleraba en las mujeres que, a su juicio, debían ser dóciles y sumisas. Era la lucha del pedernal contra el pedernal y se cruzaron un buen número de insultos.
Era imposible que una chiquilla se diese cuenta de lo que pasaba. Una cosa era clara: Andrew no estaba dispuesto a pagar el alquiler mensual que ella exigía, y cuando le preguntó qué garantías le daba por el pago del alquiler, le contestó con esa furiosa tranquilidad suya:
—La misma garantía, señora, que tengo de que el Señor vele por la suya.
Evidentemente, la dama no quedó muy tranquilizada, pese a ser cristiana, porque Andrew se detuvo aquella noche durante la cena, en el momento de tomar una sopa de tomate, y observó:
—Esta mujer es sencillamente una diablesa, ni más ni menos.
—¡Oh, Andrew! —exclamó Carie.
Todos esperábamos que dijese algo más, pero Andrew había vuelto a preocuparse de su sopa. No obstante, cada vez que veía a mistress Estie bajo su parasol y en su coche, guiado por un cochero negro como la tinta y tirado por dos soberbios caballos grises, avanzando bajo el dosel de árboles de la calle, la miraba con dureza. ¡Una diablesa! Iba sentada orgullosa y erguida, con su blanco cabello ondulado al viento, el fino perfil soberbio y altivo. Fue en otro tiempo una de las bellezas del Sur y no lo había olvidado nunca. Pero ésta es una enfermedad muy curiosa. Llega a asquear hasta la muerte a todos los que tratan a una mujer así, pero permanece firme e incurable en la mujer que la posee.
Únicamente un recuerdo tengo de Andrew de aquel extraño año en América. Andrew estaba casi siempre fuera colectando dinero, pero en cierta ocasión estaba en casa y debíamos ir todos juntos a hacer una visita de familia. Recuerdo que a mí me habían vestido la primera con un nuevo traje de muselina azul adornada con florecillas. La falda de seda azul caía sobre un miriñaque, las mangas eran cortas y abolladas, y el cuello, de encajes. Mis largos tirabuzones acababan de ser peinados por Carie, y en lo alto de la cabeza llevaba un lazo azul, mientras balanceaba mi gran sombrero con las manos. Así ataviada y perfectamente satisfecha de mí misma, estaba de pie en los escalones que daban a la calle, esperando impecable, cuando dos muchachos que pasaban se detuvieron para mirarme. Yo aparenté no darme cuenta de ellos, desde luego, a pesar de que los veía perfectamente. Estaba precisamente ofendida de un reciente incidente que había tenido con un muchacho detestable, el zopenco de nuestra clase, que me había consagrado su adoración, a pesar de mis furiosas protestas y mi cólera.
Aquellos dos muchachitos desconocidos, al mirarme, fueron, por consiguiente, como un bálsamo para mí, pese a que aparentemente no me daba cuenta de su presencia. Por último uno de ellos, después de haber lanzado un suspiro, le dijo al otro:
—Oye, ¡qué bonita es!, ¿verdad?
Pero antes de que el otro pudiese contestar, oí la voz de Andrew en el porche.
—¡Bah! —exclamó.
Había llegado, dispuesto a irse, a tiempo para oír la observación del muchacho.
—Ve a buscar a tu madre —me ordenó. Y al dar la vuelta, disgustada, porque no había ni que soñar en desobedecerlo, vi a los dos muchachitos echar a correr calle arriba, seguidos por su colérica y ofendida mirada.
—¡Hum! —le oí exclamar, mirándolos.
Y allí permaneció con una expresión de disgusto en la cara, como si oliese el pecado no lejos de allí.
Buscando en mis recuerdos, me veo de nuevo en nuestra casa cuadrada de la misión. Después de la agitación y el gentío de aquel año en América, aquella casa me parecía muy tranquila, muy solitaria. Para nosotros, que éramos los hijos de Andrew, no había ningún chiquillo blanco con quien jugar, y los días eran largos y los llenábamos con todo lo que encontrábamos a mano.
Pero, ciertamente, Andrew no tenía nada que ver con ello. Porque aquí empieza la parte más próspera de su carrera de misionero. Había llegado con la mayor parte del dinero que quería, y había encontrado una China extraordinaria y casi amenazadoramente tranquila. Durante aquel año había ocurrido algo. En lugar de hostilidad encontrábamos en todas partes una máscara de cortesía y complacencia. Pudo, donde quiso, alquilar habitaciones para instalar capillas y escuelas, y la gente se amontonaba en ellas. Cierto es que parecía gente de una nueva clase, gente que se sentía molesta, con dificultades que solventar, con ofensas, procesos y ambiciones. Andrew se dio cuenta, como les ocurrió a todos los hombres blancos durante aquel período, de que poseía un poder del que no se había percatado.
La explicación, desde luego, era el castigo infligido a los chinos por el levantamiento de los boxers. Pero todo el imperio chino había corrido la consigna, esa consigna que vuela de boca en boca, más aprisa que los telegramas de nuestros días. Los hombres blancos, siendo fuertes y rápidos y temibles, tenían que ser temidos, detestados, envidiados, admirados y utilizados. Cada blanco era un pequeño rey.
Andrew lo consideró el triunfo de Dios. Avanzó a grandes pasos por aquella región de China que consideraba su reino espiritual. Con Ma a su lado para ayudarlo y aconsejarlo, y evitarle errores donde los errores podían ser evitados, abrió una iglesia tras otra, nombró predicadores para situarlos donde fueran responsables no sólo de sus congregaciones, sino de una cierta parte del territorio que los rodeaba, teniendo en cuenta que al lado de cada iglesia había una escuela. En un momento dado Andrew tuvo doscientas iglesias y escuelas en su diócesis. Dos veces al año celebraba una asamblea general de todos los que tomaban parte en la Obra, y valía la pena de ver aquella aglomeración reunida para redactar memorias y recibir instrucciones y enseñanzas. Porque Andrew no cesaba nunca de entrenar y enseñar a aquellos a quienes había elegido para enseñar a los otros. Y Ma, el cristiano, estaba siempre a su lado, sombrío y silencioso, salvo algún que otro susurro al que Andrew prestaba inmediata atención.
En todo aquello había un algo curiosamente imperial, y no era ajeno a ello que se tratase de un imperio del espíritu, si bien Andrew era inocente hasta el fondo de su corazón y ni soñaba en todo esto. Pero los cristianos sombríos tenían estos sueños y aquel reino no era únicamente el de Dios. Había también aquellos que usaban el privilegio del hombre blanco y de la religión del blanco para conseguir sus propósitos. Porque en aquellos tiempos era suficiente jactarse delante de un magistrado diciendo «pertenezco a la iglesia del blanco y tengo su protección», para que el magistrado permaneciese silencioso y le diese la razón sin la menor consideración a la justicia.
Pero Andrew no creía que estas cosas pudiesen existir, y no las hubiera creído tampoco si se las hubieran dicho. Los hijos de Andrew, recordando el pasado, se acuerdan de que Carie se lo dijo muchas veces y a menudo lo había puesto en guardia. Ella estaba más en contacto con el pueblo de lo que él pudo estar jamás. Las mujeres no la temían y charlaban con ella y le contaban cosas, y así se enteró de que Li cobraba tres dólares por cada admisión en la iglesia, y si daban cinco la admisión era segura, pero sin esto la entrada en la antigua profesión de fe era imposible. Supo también que el viejo Ting tenía tres concubinas y que el predicador Rao fumaba opio. Se lo repetía todo a Andrew, pero él se negaba a creerlo. Un curioso aspecto de su naturaleza era que no daba nunca crédito a nada que no le gustase tener que creer.
—Si tan sólo quisieras tratar de enterarte por ti mismo, Andrew —exclamaba Carie—. ¡No dejes que te engañen!
Pero Andrew se limitaba a contestar:
—Es asunto de Dios, y suya es la responsabilidad de estas almas, no mía. Me he limitado a sembrar la buena semilla; Él separará la cizaña del trigo.
No lo perturbaba en lo más mínimo que una flagrante hipocresía entre ellos saliese a la luz.
—También Cristo tuvo su Judas —decía imperturbable.
Carie no era la única en batallar con él bajo este concepto. Los demás misioneros lo atacaban también una y otra vez, y había quienes trataban de desacreditar toda su obra, creyendo que era mejor conseguir dos conversos, pero verdaderos, a los centenares que conseguía Andrew. Pero Andrew se limitaba a reírse de ellos a manera silenciosa y tranquila. Era una risa extraña, una especie de mueca de su rostro correoso, un súbito brillo de sus ojos que no por eso los suavizaban. Y en un arranque de inusitada astucia, decía:
—¡Polson y su precioso par de conversos! ¡Apostaría a que uno por lo menos es hipócrita, con lo cual ya hay un cincuenta por ciento de!, su comunidad que es falsa. Es más seguro tener quinientos.
Los misioneros inventaban toda clase de reglas y añagazas para obstaculizar los caminos de Andrew, pero éste no se sentía más cohibido que Gulliver con las ligaduras de los liliputienses. Seguía su camino serenamente, mientras los demás se encolerizaban, y al poco tiempo, los hijos de Andrew estaban imbuidos de que sus semejantes estaban contra su padre, y por consiguiente, contra ellos. Más tarde, cuando crecieron, quedaron sorprendidos al ver que toda aquella gente era buena a su manera, gente sencilla y honrada que trataba de cumplir con su deber lo mismo que Andrew. Pero entre ellos y Dios estaban los funcionarios de la misión y los reglamentos, mientras Andrew se las entendía sólo con Dios.
Conviene aquí, quizá, hablar de la parte que Andrew tomó en la guerra del Nuevo Testamento, que fue la mayor complicación de su vida. Al principio de su carrera Andrew decidió que la traducción china de la Biblia era un galimatías. Estaba llena de cosas absurdas porque, según él decía, los traductores no habían entendido suficientemente los idiomas chinos. El carro de Elías, por ejemplo, estaba traducido por «vagón de fuego», palabra empleada más tarde para el ferrocarril, lo cual llevaba a los paganos a imaginarse a Elías subiendo al cielo en ferrocarril y de esta idea se creaba una gran confusión geográfica. Andrew decidió, por lo tanto, que en cuanto tuviese tiempo haría una nueva traducción directa del hebreo y el griego al chino. Por aquel tiempo fue también cuando los demás misioneros se convencieron de la necesidad de hacer una nueva traducción, y nombraron un comité para llevarla a cabo, y siendo el docto conocimiento del idioma una de las cosas que reconocían en Andrew, fue éste solicitado para formar parte de él.
El plan era simple. El Nuevo Testamento fue lo primero que se decidió traducir y fue repartido en capítulos entre los miembros de la comisión, en partes iguales. Cada uno de ellos debía trabajar en su casa asesorado por un chino docto, y en verano tenían que encontrarse en un lugar determinado para comparar lo hecho, juzgarlo y conferenciar sobre el trabajo de cada uno.
Para Andrew era un trabajo de categoría sagrada. Con Ma a su lado, pasó las noches trabajando durante todo el invierno y primavera. A principios de julio, Ma y él emprendieron el camino hacia el Norte, al punto de reunión. Ésta revistió una cierta solemnidad. Carie había conseguido con mimos y halagos que él se hiciese un nuevo traje blanco: su santo tenía que ir tan acicalado como todos los demás.
Ocho semanas estuvo fuera. Pasamos aquel largo y tórrido verano con una cierta sensación de desahogo como una brisa fresca bajo el calor. Todos teníamos cosas que deseábamos hacer. Carie quería darme clases de canto, y haciendo economías sobre el dinero de la casa, había comprado secretamente en Shanghai cuatro libros nuevos, dos de ellos novelas, que leeríamos en voz alta.
Y queríamos hacer también cortinas nuevas para el salón. Carie quería asimismo hacer cortar el «árbol parasol» del jardín. Los árboles eran una discusión continua entre Carie y Andrew. Carie adoraba el sol, pero en aquel valle húmedo del Yangtsé los árboles crecían recios y musgosos, daban sombra a la casa y hacían que el moho invadiese, en el espacio de una noche, los zapatos y vestidos y las alfombrillas de paja. Pero Andrew no quería nunca que se cortase ningún árbol. El «árbol parasol» había sido el caballo de batalla, entre ellos. No quería ni oír hablar de cortarlo, pese a que sus grandes hojas en forma de abanico se posaban sobre parte del porche, y las serpientes del jardín trepaban por sus húmedas ramas. Carie detestaba aquel árbol y su demasiado rápida imaginación lo imbuía de siniestra influencia. Meses antes nos había dicho:
—En cuanto se marche Andrew haré cortar el árbol ese. Arma un escándalo en cuanto se lo digo, pero no creo que se dé cuenta siquiera cuando venga.
Y apenas Andrew había franqueado la puerta cuando el jardinero estaba ya actuando sobre él. Carie estuvo allí triunfante viéndolo caer. Se vino abajo con un gran estrépito e inmediatamente los rayos del sol iluminaron las sombras del porche.
—¡Así! —exclamó Carie—. ¡Por fin puedo respirar!
Afortunadamente no demoró el hacerlo, porque en menos de dos semanas Andrew estaba de regreso. No nos había dicho nada, porque sus cartas eran todas muy vagas. «Las moscas de Chefú son terribles —escribía—. Son una plaga de Egipto, y los mosquitos son peores». Se quejaba algunas veces de sus compañeros de trabajo. «Barton es un perezoso. No empieza a trabajar hasta las ocho de la mañana. Son sus costumbres inglesas del té de la mañana y ya le he dicho que desayuna demasiado fuerte». Pero más tarde mandó unas quejas más severas sobre el misionero inglés: «Barton quiere que todo se haga a su manera». Carie, al leerlo, se reía, diciendo:
—No hay otro como él, ¿no creéis?
Le escribió recomendándole paciencia, tolerancia e insinuándole la posibilidad de que ocho tuviesen más razón que uno, y que la mayoría tendría que decidir. Pero ¿desde cuándo tenía algún sentido la mayoría para Andrew, que estaba acostumbrado a ser una minoría de uno? «Barton es inaguantable», escribía.
—Me parece que Andrew no se va a salir con la suya —dijo Carie lamentándose.
Al día siguiente compareció, seguido del sobrio y silencioso Ma. Andrew llevaba su traje nuevo que había olvidado ponerse hasta entonces, pero se acordó cuando se trató de ver a Carie. Parecía espléndido y triunfante y muy feliz por verse de nuevo en casa. Estuvo inusitadamente jovial toda la noche, si bien no pudimos sacar en claro qué había pasado, excepto que Andrew no había aprobado más traducción de la Biblia que la suya. En honor a él tengo que decir que, al parecer, reinó un estado de ánimo unánime en todo el comité. Pero Barton había sido el peor.
—Este hombre no es ni siquiera educado —dijo Andrew, tomando su sopa con franco deleite—. Salió del colegio a los dieciséis años y estuvo empleado en una tienda de ropas de Londres. Na sabe una palabra de griego ni hebreo.
—Quizá conozca el chino —dijo Carie que se mostraba inclinada a tomar el partido de los demás contra Andrew.
—¡Bah! —dijo Andrew—, no tengo confianza en él.
—¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntamos nosotros.
—Hacer la traducción yo mismo.
—¿Así sabrás que está bien? —preguntó Carie, riendo.
Pero Andrew levantó la vista con sorpresa y gravedad.
—Exacto —respondió.
En cuanto al «árbol-parasol», Carie tenía razón. Jamás se dio cuenta de que ya no estaba, si bien dos años más tarde, cuando en un arranque de malicia, Carie se lo contó, dijo que desde entonces había echado de menos algo, pero que no había podido averiguar qué era. Y estuvo tan categórico que no nos atrevimos a echarnos a reír hasta que estuvo fuera de la habitación.
Y así, de esta manera, comenzó aquel trabajo que para los hijos de Andrew adquirió, mientras transcurrieron los años, el aspecto de un gigante de una fuerza inexorable que se tragaba sus juguetes, sus placeres, sus modestos deseos y los dejaban casi sin nada. Pero esto no tiene importancia en esta narración. Porque para Andrew era excitación, creación y realización de su obra. Y tenía una necesidad de crear, de la que no se había dado cuenta hasta entonces. Cuanto más y más ponía en manos de Ma la obra de vigilar y fiscalizar las iglesias y las escuelas, más se sumergía él en las raíces griegas, en la teología y en el idioma chino con todas sus variantes. Se retiró todavía más del mundo, pasando noches y más noches en su inolvidable estudio. Oíamos la extraña música del griego mientras leía en voz alta y las cantantes entonaciones del chino. Lentamente, muy lentamente, el montón de páginas en griego, interlineadas con los caracteres chinos de su gran escritura, iba creciendo bajo el pisapapeles que representaba un Buda al que uno de sus conversos había adorado, del que renegó después, se lo regaló más tarde y ahora estaba irónicamente allí sobre las Sagradas Escritoras.
Sus compañeros de misión protestaban enérgicamente del empleo del tiempo de Andrew. Nadie, decían, le había dado permiso de traducir solo el Nuevo Testamento.
—Nadie, excepto Dios —dijo, altivo y orgulloso.
La mayoría de estas guerras y escaramuzas entre Andrew y sus compañeros de misión se producían, no de día en día, sino en la reunión anual, a la cual acudían todos los misioneros con sus esposas para dar cuenta de sus actuaciones, discutir los reglamentos y dictar nuevas leyes y políticas. Es de presumir que las mujeres no tuviesen nada que ver con aquello. La misión de la iglesia para la cual Andrew había sido criado y en la que ahora trabajaba, era, y es todavía, una especie de secta formada por un grupo de americanos del Sur que presentaba una curiosa mezcla de calidades humanas de un género fascinador. Hoy en día mantienen aún una increíble estrechez de credo que acepta enteramente los milagros de la virginidad en el nacimiento, el agua convertida en vino, el muerto resucitado y la segunda aparición, cotidianamente esperada, de Cristo. Su juicio sobre los qué no tienen o no pueden tener estas creencias es inhumanamente cruel: estas personas, sencillamente, no existen para ellos; no hay relación posible, ni amistad deseable con ellas. Pero dentro de su grupo y sus simpatizantes son amigos, se prestan ayuda sin fin en la enfermad y la pobreza. La religión, en su caso, como en tantos otros, ha endurecido sus corazones hasta tal punto que les es imposible ver, salvo a través del sombrío cristal de su propio credo, lo que es la vida o lo que debería ser.
Uno de los más curiosos aspectos de su credo es la total adopción del desprecio de San Pablo por la mujer. En aquel pequeño grupo de misioneros jamás una mujer levantaba la voz delante de un hombre, ni para rezar ni para hacer uso del la palabra en una reunión. En sus reuniones, las mujeres se arrodillaban delante de los hombres, quienes se arrodillaban delante de Dios y sólo ellos podían hablarle. Y Andrew era uno de ellos. Una vez, en una reunión, una mujer inglesa, que pertenecía a otra fe, comenzó a rezar en voz alta cuando se dio la orden de empezar las oraciones. De los cinco hombres que allí había, tres se levantaron y salieron. Yo abrí los ojos para ver cómo se portaba Andrew. Seguía inmóvil, de rodillas, pero Carie estaba a su lado con los ojos fijamente abiertos, no atreviéndose a moverse. Andrew no miró a Carie, pero no se marchó; sin embargo, estaba haciendo una cosa que nadie le había visto jamás hacer: tenía los ojos abiertos y miraba a través de la ventana. En cuanto a él hacía referencia, no existía plegaria alguna.
La reunión anual era, por consiguiente, tan divertida como el circo. Porque las mujeres de estos misioneros no eran criaturas débiles. Eran tan pioneros como sus maridos, y si bien no podían hablar en público, se resarcían hablando mucho en privado. Allí estaba mistress Houston, por ejemplo, de Georgia, de quien todo el mundo conocía la historia. Cuando míster Houston fue a casarse con ella antes de emprender el viaje a China, comenzó a ponerse nervioso a medida que el tren se acercaba a la población donde ella vivía, y se fue directamente a la costa y embarcó sin detenerse, para casarse, a pesar de que la novia estaba vestida y los invitados esperaban en la iglesia. Pero Jennie Houston no se amilanó. Hizo sus equipajes con todo su ajuar de novia y se presentó en Shanghai donde se casó con él para convertirse en una esposa capaz, fuerte y dominadora, que con su voz ronca del Sur le dictaba órdenes que él obedecía ciegamente.
Y allí estaba Sallie Gant, mucho mejor predicadora que su pobre mirado, Lem Gant; Sallie, que proclamaba públicamente su completa sumisión al credo paulino y bajo este yugo inclinaba su linda cabeza rubia. Sin embargo, bastaba verlos a los dos juntos para comprender en el acto que Sallie tenía el alma de Lem entre el índice y el pulgar y que lo estrujaba cruelmente.
Porque, naturalmente, el inevitable resultado de esta sujeción religiosa de las mujeres, fue hacer nacer en ellas una irrefrenable independencia y un intenso deseo de expresión, hijos de su innato e inconsciente sentido de la ofensa e injusticia. Toda la gente sometida sufre así. Si los hombres fuesen cuerdos, darían a las mujeres libertad completa, y sus rebeldías se desvanecerían en la vacilación y la incertidumbre.
Pero en aquellas vigorosas, fuertes y reprimidas esposas de misioneros bullía la sangre. En sus rostros tempestuosos se marcaban surcos de resolución y firmeza y, muy a menudo, un rasgo de humorismo. Había en ellas una buena cantidad de pathos, especialmente en las de no mucha edad, que suspiraban todavía por un poco de placer o se interesaban por un traje nuevo o por cuál era «el estilo» en casa. Si hubiese habido que elegir entre los hombres y las mujeres, éstas hubieran ganado por la fuerte expresión de paciencia dibujada en sus rostros y la obstinación marcada en sus labios. Y en las reuniones de la misión, aun cuando sólo los hombres podían levantarse y hacer uso de la palabra, al lado de cada misionero estaba sentada su mujer con la mano pronta a agarrotar el faldón de su levita. ¡Cuántas veces he visto a un hombre ponerse de pie, temblándole la barba gris y con los ojos echando llamas, y al abrir la boca para hablar volvió a sentarse súbitamente, respondiendo a un tirón de sus faldones! Entonces había una larga discusión susurrada entre hombre y mujer. Algunas veces él era tan obstinado como ella, y si no podía decir lo que quería, prefería no decir nada. Pero la mayor parte de las veces volvía a levantarse al cabo de un momento, apagado el fuego de sus ojos, y, aclarándose la voz, comenzaba a hablar con una voz suave como el viento del verano. Las mujeres se arrodillaban mientras los hombres daban cuenta de sus actos o dictaban leyes de la iglesia u oraban. Sus ágiles dedos volaban en las labores mientras tenían que permanecer mudas. En aquellos puntos iban todos sus contenidos deseos, sus obstinados afanes y ambiciones. Sin este desahogo, no creo que hubieran estallado.
Pero había algunas mujeres que no estaban casadas y no tenían marido que hablase por ellas. Éstas trabajaban para la misión y daban por escrito cuenta de lo que había hecho cada año, y pedían a un hombre que lo leyese mientras permanecían silenciosas y los hombres discutían cuánto dinero había que darles y lo que tenían que hacer con él. Allí estaba, por ejemplo, la doctora Greene, que dirigía un gran hospital para mujeres y niños, y tenía, además, una escuela de enfermeras, y era una de las mujeres más extraordinarias que he conocido. La vida de Florence Nightingale era una historia trivial al lado de la solitaria y feroz lucha de la pequeña miss Greene en aquella lejana ciudad del interior de China. Era querida de todos, y los enfermos acudían de todas partes, porque tenían confianza en ella. Sin embargo, cada año daba cuenta de los centenares de casos tratados, de las terribles operaciones, del increíble número de vidas salvadas, y entregaba su memoria a algún hombre para que la leyese a los demás, y ellos votaban lo que podía y lo que no podía hacer. Verdad es que permanecía tranquilamente sentada, sin hacer labores, sólo descansando por una vez, y cuando habían decidido por ella, se iba y hacía exactamente lo que le parecía bien. Pero la recuerdo mejor de esta manera: Siendo chiquilla estaba yo una vez en el patio del hospital cuando le llevaron a una pobre muchacha esclava que se estaba muriendo por haber tragado opio. La doctora Greene, enterándose de la gravedad del caso, se precipitó hacia el patio, pero era ya tarde: la pobre criatura había muerto en aquel instante.
He visto mucha gente muerta, incluso en aquella edad, pero aquélla era la primera vez que veía un alma escapar del cuerpo. Y la muchacha era tan bonita… ¡tan bonita! No pude evitar echarme a llorar y le pregunté a la doctora Greene:
—No va a ir al infierno, ¿verdad? Dios no va a mandarla al infierno, ¿verdad?
El gentil rostro pálido de la doctora se inmutó un poco y suspiró:
—No lo sé, hija mía. No puedo soportar pensarlo —dijo.
Y acarició la mano fría y pálida de la muerta. Era una herejía, desde luego. Hubiera sido imposible decir aquello en presencia de santos. ¡No saberlo! ¡Era una herejía no saberlo!
Y, sin embargo, aquellos santos tempestuosos y humanos, tan llenos de su pecado original como cualquier otro, sin nada de la gracia temperada de los paganos civilizados a quienes trataban de convertir, eran capaces en un momento dado de dejar de lado sus diferencias y sus furias, y juntos partir el pan y beber el vino de la comunión, y después una extraña paz llenaba la casa donde se reunían. Era la paz de la firme creencia en aquello para la cual vivían, la absoluta certeza de sus mentes, la total sumisión de sus almas aquello que se habían propuesto. No había diferencia alguna, hablando de una manera absoluta, entre que tuviesen razón o no. Era innato en la creencia de que aportaban la salvación a aquellos que aceptaban su credo. Y en cierto sentido tenían razón. Los que fuesen capaces de creer como creían ellos, serían salvados de la desconfianza y de la duda, fruto de una mente insegura de su propio ser. Pero nadie era tan feliz como ellos, porque nadie estaba tan ciego en su certidumbre. Sus corazones estaban vacíos y huecos, y la luz de su entendimiento, apagada. Ningún problema podía invadir su mente. Uno de ellos me dijo un día, viendo en mis temblorosas manos el libro de Darwin «El Origen de las Especies».
—Jamás pensaría en leer un libro que fuese contra mis creencias o llevar conmigo a un esclavo descreído para predicarle, como en meterme veneno en el cuerpo.
Sí, elevaban sus propias ciudades, y los muros eran altos hasta el cielo, y sólo había en ellas una pequeña puerta para entrar. Pero si había guerra dentro, había también la paz.
Andrew salía siempre de las reuniones de la misión exasperado y nervioso a causa del conflicto y la discusión suscitados. Era uno de los dos o tres hombres de aquel grupo que no hacía caso de los tirones del faldón de su levita. Algunas veces, Carie, movida por una intensa divergencia de opinión, le susurraba algo al oído, pero jamás vi que lo afectase en lo más mínimo, es decir, en el sentido en que ella esperaba.
—¡Bah, bah!… —solía exclamar en voz alta, y se levantaba de esa forma suave tan suya, tomando la palabra para decir exactamente lo que había planeado. Esta sensación de impotencia era amarga para Carie.
—Vuestro padre es más terco que una mula nos dijo una vez con vehemencia, —y con furia añadió—: Y lo peor es que muchas veces tiene razón, lo cual no arregla las cosas.
Por mucho que Carie pudiese quejarse privadamente de Andrew, públicamente le daba siempre la razón.
Una vez, en un momento de romántica adolescencia, soñando en el Princess de Tertnyson, levanté la vista para preguntarle:
—Di, madre, ¿papá y tú habéis estado alguna vez enamorados?
Estaba cosiendo un traje de casa y de momento no pude medir la profundidad de la súbita mirada que me dirigió. Era… ¿era dolor?…, ¿extrañeza?… ¿Qué era? Fue como si de repente, hubiese descubierto un secreto. Entonces la mirada se dulcificó.
—Tu padre y yo hemos estado siempre muy ocupados —dijo con una voz como un susurro—. Hemos pensado más en nuestro deber que en nuestros sentimientos. —Marcó un dobladillo y siguió cosiendo.
Pero Andrew era inconmovible ante los consejos conyugales y ante el amor. Por aquellos tiempos fue cuando declaró una nueva guerra. Era siempre, desde luego, la guerra del Nuevo Testamento. Cada año, durante las reuniones de la misión, daba cuenta del número de capítulos que había traducido y escuchaba benignamente cuando los demás votaban que no debía proseguir por este camino ni se le daría dinero para seguirlo. Pero la nueva guerra estaba relacionada con el establecimiento de un centro de instrucción del clero chino; un seminario teológico, en una palabra.
Era una empresa demasiado vasta para que un solo grupo pudiese iniciarla y mantenerla, pero eran varias las sectas que habían decidido adherirse a ella, y la de Andrew estaba estudiando el asunto. Desde el principio Andrew fue partidario de ello. Encontrar un sitio estable para la instrucción de los dirigentes de la iglesia china… ¡Su mente parecía saltar de excitación! Y se había puesto ya de pie para explicar sus planes.
Así comenzó la larga guerra que debía continuar año tras año. Andrew y algunos más habían conseguido persuadir, con su elocuente palabra, a una mayoría conservadora. Pero pronto se vio claramente que la unión no se conseguiría nunca. Estaban los metodistas y sus obispos, respecto a los cuales Andrew hizo observar secamente:
—Están perfectamente dispuestos a unirse a todos con tal de que todos se unan a los metodistas.
Y, además, los bautistas, que insistían en que la clerecía china en formación debía ser instruida de acuerdo con la doctrina esencial de la inmersión; y los episcopalistas…, pero nadie esperaba que los episcopalistas se uniesen a nada. Y los peores de todos eran los componentes de las sectas que tenían un tinte modernista. Pronto se vio claramente que la unión con otras sectas era imposible y la guerra siguió adelante. Pero, año tras año, durante la reunión de las misiones, Andrew, hijo de varias generaciones de padres presbiterianos, calvinista, adepto de la predestinación, creyente en la segunda venida de Cristo, libraba batalla para esta unión.
—¡No por el modernismo! —protestaba cuando lo acusaban—. ¡Jamás! La única manera de cambiar una cosa es permanecer en ella y cambiarla desde dentro. Es imposible realizar nada saliendo de ella y siguiendo adelante solo.
Fue una guerra larga, agotadora, que duró veinte años. Era una guerra formada en casi si totalidad por gente del Sur, de sangre de secesión Pero Andrew no cedió jamás. Los escarneció a todos, consagrando los últimos años de su vida a la unión de la cual la mayoría había votado des de hacía tiempo. Pero, ya lo he dicho, la mayoría no quería decir nada para Andrew. Pasó toda su vida formando una minoría directiva de un solo miembro.
Durante los ocho años triunfales que siguieron a la revolución de los boxers, Andrew vio su obra establecida sobre un vasto territorio. Su lista de conversiones pasaba de cien al año. Su traducción del Nuevo Testamento iba siendo publicado libro por libro a medida que los terminaba, y los cuatro Evangelios los reunió en un solo volumen. De nuevo esto le atrajo muchas críticas; era, decían, demasiado «vulgar» su estilo.
Porque de nuevo Andrew estaba por delante de su tiempo. Hacía mucho tiempo ya que se había dado cuenta de que una de las más poderosas razones de la ignorancia y el analfabetismo en China era que el lenguaje de los libros y el lenguaje del pueblo era totalmente diferentes. Era una situación análoga a la de la antigua Inglaterra, en la que casi toda la literatura estaba en latín, del cual el hombre común no sabía una palabra. Andrew, por consiguiente, al emplear un estilo sencillo y vernáculo para su traducción del Nuevo Testamento griego, era revolucionario en extremo, anticipándose en un par de años a aquellos posteriores revolucionarios chinos que trajeron lo que se llamó Renacimiento chino, basado exactamente en el mismo principio que Andrew había visto tan claramente. Pero eran demasiado patriotas para reconocer a un blanco y un cristiano como el iniciador de sus principios.
Andrew había decidido, por consiguiente, no usar el chino clásico adorado de los viejos doctores, sino el robusto idioma vernáculo, mandarín del pueblo. No podía, desde luego, hacerlo demasiado vernáculo a causa de sus instintos puristas, pero eligió un estilo sencillo y claro, abreviando, sin el menor tinte de acicalamiento, correspondiendo en cierto modo a la traducción Moffat de la Biblia inglesa. Los pocos chinos viejos y doctos que se habían convertido se quejaron de que el idioma vernáculo no tenía valor literario, y que Andrew había hecho un libro apto solamente para el bajo pueblo. Andrew, docto en la materia, esbozó su enigmática sonrisa de hombre independiente.
—Exacto —dijo—. Ahora, cuando un hombre vulgar consigue leer un poco puede ya sacar algo de las enseñanzas de Cristo.
Y siguió traduciendo y puliendo cada libro a medida que los terminaba, pagándolos con increíbles privaciones y economías e incluso pidiendo. No sentía la menor vergüenza al pedir dinero para la realización de su obra. Distribuía sus libritos por todas partes donde iba. Pero no los regalaba nunca, porque había observado que cualquier trozo de papel o cartón aprovechable era inmediatamente empleado por las infatigables mujeres chinas para hacer suelas para los zapatos. Y así les hacía pagar un penique o dos por su salvación. Pero él pagaba mucho más que ellos.
Durante aquellos años los hijos de Andrew iban creciendo. Muchos años más tarde, después de haber llegado a viejo y haber muerto, se miraban unos a otros tratando de recordarlo, pero no lo conseguían. Lo recordaban en ciertos momentos de acción, pero no había continuidad en sus recuerdos. Los días transcurrían tranquilamente sin él en el pacífico ambiente de la casa. A veces venía y nada parecía natural hasta que volvía a marcharse. Caminaban de puntillas porque estaba muy cansado, iban a buscar sus zapatillas y sus libros, abandonaban a Carie para ocuparse de él y escuchaban un poco acongojados su tempestuoso discurrir sobre la «Obra», o sobre un nuevo misionero recién llegado.
—Un buen hombre —resumía Andrew durante la comida—, pero no muy brillante.
Estas visitas de Andrew a su casa no eran quizá enteramente francas, porque Carie era demasiado blanda de corazón para azotar a ninguno de sus hijos, y, no obstante, había sido educada en la creencia de que escasear los azotes era estropear a los hijos. Y así los castigos más severos estaban reservados para las visitas de Andrew. No perdía mucho tiempo en averiguar las causas. Después de todo, no había más allá de dos o tres cosas que un chiquillo pudiese hacer que mereciese el látigo, y una de ellas era mentir.
Y Andrew creía siempre a Carie bajo palabra.
Andrew, en su estudio, levantaba la vista del libro para mirar al pequeño mentiroso que estaba temblando delante de él.
—Ve a cortarme una varilla —le decía con una dulzura amenazadora.
Cuando se la traía examinaba su tamaño y flexibilidad. No tenía que ser ancha, pero tampoco demasiado pequeña.
—¡Abajo las ropas! —decía si quedaba satisfecho. Daba la vuelta a su silla giratoria—. ¡Quieto! —ordenaba.
Jamás soñamos en desobedecerle ni en gritar excesivamente, aun cuando con Carie y sus vacilantes castigos, nos amparábamos vergonzosamente en el pleno conocimiento que teníamos de su buen corazón. Pero, una vez, el más travieso de los hijos de Andrew dobló secretamente la varilla por una docena de sitios y se la ofreció de esta forma, aparentemente entera, pero pobre en eficacia. Andrew la descargó sobre el pequeño muslo en el que cayó inofensivamente y vio en el acto que había sido engañado.
—¡Oh, bah! —exclamó.
Un destello de humor apareció en sus ojos, pero se levantó y fue a cortar él mismo una linda ramita de sauce que despojó de sus yemas y alisó hasta su máxima eficacia.
Pero ¡alto ahí!, había algunas raras veces —¿sería, quizá, por Nochebuena o algún cumpleaños?— en que Andrew jugaba con nosotros al crokinole. No recuerdo haber jugado a nada más con él. Carie jugaba a las damas y nos enseñaba el ajedrez, que adoraba, y nos leía autores autorizados para nuestra educación. Pero, un año, en las cajas de Montgomery Ward vino un tablero de crokinole, y había noches en que Andrew jugaba. Se divertía enormemente, hallando en el juego un inesperado placer, y olvidándolo todo de momento. Tenía un dedo pulgar sumamente largo y una gran precisión de tino, y metía con una fuerza terrible las piezas redondas de madera en las bolsas de red donde tenían que introducirse. Todos nos acurrucábamos un poco y conteníamos la respiración, porque si daban en una pequeña clavija situada en el centro del tablero rebotaban, como una bala, con una terrible fuerza: Una de sus hijas anduvo unos días con una herida en el esternón.
Y, ¡alto ahí también!, había noches, además, en que, una vez terminadas las oraciones con la servidumbre, nos leía en voz alta mientras Carie cosía. La lectura era siempre el «Century Magazine», al cual se suscribía regularmente durante muchos años y cada año iba a Shanghai a renovarlo. Había una gran colección de ellos formando hilera en la estantería de su estudio, y unos tras otro, sus hijos cogían subrepticiamente uno de ellos y ahuecaban los demás para que no se viese el espacio. Porque quería los libros por sus historias, y Andrew no aprobaba la lectura de los «libros de historias». Sólo una vez nos leyó una novela en voz alta e, inadvertidamente, se abstrajo en ella al leer las primeras páginas. Cogió el libro para prohibirlo y, mirándolo, se echó a reír al leer una frase que había visto. El libro era The Casting Away of mistress Lecks and mistress Aleshine. Estuvo dándoles vuelta a las páginas mientras nosotros conteníamos la respiración. Lo dejó sobre la mesa y no dijo nada. Pero después de la cena lo volvió a coger.
—Supongo que esto os gustará —dijo, dirigiéndose a Carie, y empezó a leer en voz alta.
Estábamos todos inmóviles escuchando y riéndonos, y ninguno de nosotros se reía tanto como Andrew. Sus ojos se movían y relucían, su voz se ahogaba y su rostro se ponía colorado. Trató de seguir adelante, pero era demasiado gracioso para él. Dejó el libro y se estuvo riendo y riendo hasta ahogarse.
Cuando terminó fue un día triste. Jamás nos habíamos divertido tanto. No he vuelto a ver aquel libro nunca más, pero yo creo que es el libro más gracioso del mundo. Ni siquiera Mark Twain era tan divertido. Carie consideraba a Mark Twain un poco grosero, y Andrew opinaba que adolecía de cierta tendencia antirreligiosa. ¡Pero mistress Lecks y mistress Aleshine! Eran dos mujeres viejas y absurdas, pero deliciosas, y Andrew podía reírse de ellas sin la menor sombra de pecado. Recordándolo un día, se nos ocurrió pensar qué clase de hombre hubiera podido ser Andrew con su profundo sentido del humor, qué clase de hombre hubiera podido ser, es decir, si Dios no se hubiese apoderado de su alma y Calvino no hubiera estrujado con tanta fuerza su corazón.