Aquellos ocho años que precedieron a la rebelión de los boxers fueron los de mayor peligro para la misión de Andrew. No estando nunca en un lugar fijo sino rondando siempre por lugares nuevos y desconocidos, se encontraba a menudo entre pueblos hostiles. Los chinos siempre han sido desconfiados con los extranjeros, no solamente con los extranjeros de diferentes países, sino con sus mismos compatriotas de otras regiones y provincias. Esto es, quizá, la razón por la cual cada pueblo o ciudad se ha mantenido durante siglos enteros como una localidad separada. No han tenido prácticamente gobierno desde arriba ni desde fuera, y el espíritu de clan es muy fuerte. En algunos lugares era costumbre matar a todo extranjero que llegaba injustificadamente, enterrándolo vivo. Una costumbre muy común en algunos pueblos, que perdura todavía hoy, es lanzar contra los forasteros a los perros medio salvajes. Y los perros, dándose pronto cuenta de que no tenían miedo a la presa de sus colmillos en sus tobillos, aprendían a dejarlos tranquilos hasta que penetraban en lugares desconocidos. ¡Son cobardes estos perros!
Nadie supo cuántos peligros había corrido porque nunca hablaba de ello sino después de una gran cantidad de preguntas y soltando sus palabras a la fuerza. Entonces, en pocas palabras, refería una historia en la que otro hubiera empleado todo el día.
Hubo una vez en que, durmiendo sobre un lecho de ladrillos en una hostería, se despertó al ver una luz y se encontró al hostelero de pie a su lado, con una lámpara de aceite en una mano y un enorme cuchillo de cocina en la otra. Andrew, abriendo los ojos, fijó su mirada en el rostro del hombre e imploró a Dios en voz alta.
—¡Sálvame, Dios mío!
Lo dijo en inglés y el hombre se asustó.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
—Llamo a mi Dios —dijo Andrew sin apartar la mirada de los ojos del hombre.
El hombre levantó el cuchillo con firmeza y lo agitó en el aire.
—¿No tienes miedo? —gritó.
—No —dijo Andrew tranquilamente—. ¿Por qué quieres que tenga miedo? No puedes hacer más que matar mi cuerpo y mi Dios te castigará.
—¿Cómo? —preguntó el hombre deteniéndose.
—Vivirás en el tormento —dijo Andrew con tal calma y serenidad que el hombre se quedó mirándolo y al cabo de un momento se alejó.
—¿Y qué hiciste entonces? —le preguntamos casi sin respiración.
—Di media vuelta y me volví a dormir —respondió.
—¡Hubiera podido volver! —dijimos jadeantes.
—Tenía quién me guardaba —respondió sencillamente.
Una vez fue arrojado al río desde un ferry-boat por un hombre rudo que lo había insultado, y viéndolo inconmovible lo tiró al agua. Pero Andrew salió del agua fangosa, se agarró al timón del junco y allí quedó aferrado. La muchedumbre lo miraba, pero nadie le tendió una mano. Sin embargo, tampoco él la pidió. Así permaneció agarrado hasta que sintió la ribera del río bajo sus pies. Entonces salió chorreando agua, pero imperturbable, y fue a buscar su maleta al ferry-boat. Había desaparecido; el hombre se la había robado.
La muchedumbre se echó a reír.
—¡Estaba llena de dólares de plata! —gritaban—. Todos los extranjeros viajan con maletas de dólares de plata.
Andrew sonrió y siguió contento su camino. Los pocos dólares de plata de que disponía, eran los folletos y evangelios que contenía la maleta.
—Dios tiene sus designios con los hombres —dijo al contarnos la historia, convencido de que aquel hombre habría salvado su alma.
Más de una vez había sido arrojado al suelo y apaleado cuando aparecía inesperadamente en alguna ciudad extraña. Lo apaleaban sin otra razón, al parecer, que no haber visto nunca a nadie como él, de la misma manera que los perros se arrojan sobre un perro extraño.
Pero las cosas que más le importaban no eran éstas. Físicamente, era un santo refinado, y a menudo regresaba a su casa asqueado y enfermó de repugnancia por la porquería que había tenido que soportar. Un día llegó horrorizado.
—¿Qué te pasa? —gritó Carie.
—Hoy he comido serpiente —dijo con voz ronca—. La he comido en una posada y no lo he sabido hasta después.
Y sólo pensarlo le dio náuseas.
No podía soportar en nadie la costumbre de gargajear y escupir. Él, que era infinitamente paciente con las almas de los hombres, era intolerable con sus cuerpos. Cuando los trenes comenzaban a funcionar, se alegró al ver los anuncios prohibiendo escupir en otro sitio que en las innumerables escupideras puestas allí con este fin. Pero nadie hacía caso de ellas. Los chinos estaban acostumbrados a escupir donde querían. Muchos no sabían leer, y los que sabían, no hacían caso. La necesidad física es ley en China. Una tarde de verano regresó Andrew muy contento.
—Hoy en el tren había un hombre sumamente gordo —dijo súbitamente durante la cena.
Todos lo miramos, esperando.
—Se había quitado la camisa y estaba en calzoncillos y tenía una barriga como una rana —prosiguió con el asco en sus ojos. Se secó la boca cuidadosamente—. Escupía en todas partes menos en la escupidera. Yo no pude soportarlo y le señalé el aviso.
—Espero que serviría —dijo Carie escépticamente.
—No sirvió de nada y le dije lo que pensaba de él —dijo Andrew.
—¿Y qué le dijiste? —preguntamos.
—Le dije que era más asqueroso que una bestia —dijo tranquilamente Andrew.
—¡Padre!
—¡Oh, se lo dije gentilmente y bromeando! —respondió con su voz pausada, sin comprender de qué nos reíamos.
Tenía, desde luego, enemigos. La mayoría de ellos, naturalmente, estaban entre sus compañeros de misión, pero a éstos ya los consideraba enemigos naturales. A los misioneros y los magistrados los colocaba en la misma categoría de enemigos; es decir, como personas designadas por el Demonio para obstruccionar la voluntad de Dios y lo que él, Andrew, quería hacer. Con los magistrados era implacable, y usaba abiertamente de todos los derechos que le conferían los tratados para obligarles a alquilarle locales para capillas. Porque jamás abría capillas si la gente no lo quería, pero siempre había grupos que se oponían a la implantación de una religión extranjera en su ciudad. Andrew prescindía enteramente de éstos. Si había una sola alma que quería oír la palabra de Dios, era su perfecto derecho oírla, pese a que hubiese centenares que no quisieran. Y así acudía con bravura a los tribunales, presentándose una y otra vez, esperando horas enteras sus caprichos. Algunas veces, un magistrado, teniendo la firme intención de no recibirlo jamás, lo demoraba día tras día con cualquier excusa. Día tras día Andrew volvía a presentarse y esperaba hasta la noche, sólo para regresar a casa como antes, hasta que todo el mundo se cansaba de él. Jamás puso una moneda de plata en la palma de la mano de los subalternos. Sabía muy bien que el dinero le hubiera abierto muchas puertas, pero no tenía dinero propio y no quería emplear en esto el dinero de la iglesia, que era solamente para la predicación de los Evangelios. Al final, si el magistrado resultaba obstinado, Andrew echaba mano de la fuerza, es decir, la fuerza de los tratados firmados después de las Guerras del Opio, según los cuales los chinos tenían derecho a hacerse cristianos si querían, y los misioneros, a predicar. Si el magistrado era irreductible y se reía de los tratados incluso con algún cañonero detrás de ellos, Andrew acudía a su cónsul, quien, pese a que detestase a los misioneros y dijera, creo que con razón, que la vida sería muy sencilla sin ellos, se veía obligado a mandar una carta oficial al magistrado. Esta carta, escrita sobre papel oficial ostentando el gran sello desconocido de los Estados Unidos, conseguía siempre lo que Andrew quería. Con desagrado, en términos de desprecio cuidadosamente elegidos, se concedía el permiso. Pero a Andrew le tenía sin cuidado el desprecio del magistrado. Se iba a predicar triunfante, siempre el más obstinado de todos los obstinados hijos de Dios.
Durante aquellos años apenas vimos a Andrew en casa, y para sus hijos, era un extraño que aparecía raras veces, y cuando esto ocurría, no venía como el que regresara a su hogar, sino como el hombre que sólo quiere albergue para una noche y se vuelve a marchar. Las vidas de la gente estaban organizadas sin él, sus días estaban llenos de otras presencias que la suya. Eran huérfanos de padre porque su vida estaba consagrada a los demás, pero ni siquiera lo conocían lo suficientemente bien para echarlo de menos. Algunas veces se daba cuenta vagamente, al llegar a su casa y ver a su hijo ya crecido, y a su hija que no era ya una chiquilla, y al pequeño que había nacido en aquella hostería. Pero éste murió cuando tenía cinco años, poco antes de que su último hijo, una niña, naciese.
Algunas veces trataba de intervenir en sus vidas. Había dos ocasiones al año que lo recordaban de una manera diferente, no como un ángel viajero que pasaba con ellos una noche, sino como un hombre que compartía con ellos las cosas que tenían que hacer. Una de estas veces era Navidad, y la otra cuando llegaban las cajas de Montgomery Ward, y Navidad era quizá entonces menos interesante.
Navidad, en cuya festividad tanto hacía Carie por sus hijos, era para Andrew una fiesta de dudosa celebración. Durante su infancia no se había celebrado Navidad, salvo yendo a la iglesia y con una cena. No había regalos, ni San Nicolás que viniese. Tenía también un concepto extraño de los regalos. No se le ocurría nada que dar a los chiquillos, salvo las cosas que había deseado de pequeño y que ellos no querían. Pero si no sabía qué dar a los chiquillos, todavía sabía menos qué darle a Carie. Incluso los chiquillos sentían el dolor de un regalo inadecuado cuando, con pena en el corazón, lo veían la mañana de Navidad abrir su paquete de papel pardo y apartar sin ningún comentario el regalo que contenía. Pero su mirada era triste. Y, sin embargo, nosotros sabíamos que no era intencionado, pero jamás la conoció, y no sabía lo que le gustaba, lo que usaba ni lo que necesitaba. Los chiquillos, que la adoraban apasionadamente, trabajaban para poderle dar lo que quería, pasando semanas enteras antes de Navidad haciendo «algo bonito para mamá». Sabían su secreta ambición de cosas bonitas.
Pero, desde luego, Andrew, por encima de todo, no podía soportar la idea de gastar dinero por nada que no fuese la causa de su vida. El dinero era la fuerza para salvar almas, para alquilar capillas, abrir escuelas y comprar Biblias. No quería nada para él. De manera que cada año había pequeños disgustillos por Navidad. Y además, murmuraba perplejo:
—Nadie sabe la verdadera fecha del nacimiento de Cristo. Además, hay pruebas de que esta festividad está mezclada con tradiciones paganas. En realidad no sabemos lo que celebramos, quizá incluso el nacimiento de un antiguo dios pagano.
—¡Tonterías, Andrew! —exclamaba Carie—. Se trata de dar alegría a los chiquillos.
Pero nadie se había preocupado de darle una alegría al chiquillo Andrew, y éste estaba más dudoso que nunca. El caso era que no se sentía nunca libre del peso de su tarea. Su felicidad dependía exclusivamente del éxito de la misma, de nada más. Dios lo poseía.
Pero las cajas de Montgomery Ward eran otro asunto. Venían llenas de golosinas y cosas delicadas, encargadas desde hacía varios meses, pagadas y llegadas sin incidentes. Los chiquillos soñaban desde hacía tiempo en aquella mañana en que Andrew, mirando sus cartas durante el desayuno, diría: «Han llegado las cajas». Si no estaba él en casa, les costaba contenerse, porque Carie no les permitía abrirlas hasta que llegase. Pero a principios de invierno estaba casi siempre allá. Había una especie de rutina a seguir siempre interesante. Andrew tenía que ir a la oficina de Aduanas y presentar la factura para retirar las cajas. Los chiquillos, en casa, esperaban a la puerta si hacía buen tiempo, encaramándose, tratando de ser todos el primero en verlo regresar por la esquina del viejo templo budista del valle. Si llovía, detrás de la puerta, con las narices pegadas a los cristales. Entretanto, Carie preparaba en el patio posterior un sitio donde depositar las cajas.
No había momento más emocionante que aquel en que Andrew aparecía por detrás del templo, seguido de cuatro o cinco coolies que llevaban las cajas atadas con cuerdas a sus pértigas. El sonido de su rítmico paso ascendía por la colina e iba acercándose. «He-ho-Hei-ho». Pronto, pronto las cajas estarían en casa y los hombres alborotarían y armarían una algarabía a causa de las propinas. Andrew tenía que sostener una verdadera batalla para defender lo que pedían a gritos, golpeándose los pechos sudorosos, señalando las mataduras de sus callosos hombros.
—¡Estas cajas extranjeras están llenas de plomo! —gritaban—. ¡Están hechas para matarnos, hemos subido con ellas la colina y ahora nos dan esta miseria! —Y arrojaban las monedas que Andrew les había dado y escupían sobre ellas, y Carie tenía que implorar a Andrew—. ¡Dales algo más, Andrew! ¡Tan sólo esto!
Y bien a pesar suyo les daba un poco más, y cesaban las muecas y se marchaban. ¡Y allí estaban las cajas!
Siempre había uno de los chiquillos que tenía en la mano el martillo y la gran palanqueta que Andrew había comprado para estas ocasiones. Esperaban jadeantes mientras Andrew arrancaba diestramente los clavos, que salían con un chirrido como de contrariedad.
Las tablas se guardaban cuidadosamente porque eran de buena madera de pino, seca, como no había madera tan seca en toda China. Todas nuestras cajas de libros, escritorios y cómodas del ático estaban hechas con madera de las cajas de Montgomery-Ward. Bajo la tapa había un fuerte papel pardo. Carie lo guardaba cuidadosamente, y debajo de él aparecían las cosas de América. Era nuestro más real y tangible contacto con nuestra tierra.
Ahora, pensando en aquellos tiempos, todo esto nos parece muy fácil, como cosas que todos los días se encargan en la tienda y las consideramos normales. Mas para nosotros eran unas exquisiteces inauditas, cosas que no podían comprarse en ninguna parte de donde vivíamos, manjares dignos de ser saboreados y disfrutados como cosa rarísima, herramientas que parecían mágicas de tan perfectas, ropas hechas a punto de ser usadas, maravillas de corte.
Allí había auténticas latas de café y sacos de azúcar, sopas y levaduras para los pasteles, un barrilito de melaza para los famosos panes de jengibre de Carie, y especias que acaso hubiesen crecido en Oriente y estaban ahora de nuevo allí dispuestas a ser empleadas. Había alfileres y agujas, horquillas y carretes de hilo, todas esas cosas que no se encuentran en las tiendas de China; cintas de alegres colores con las cuales atar las trenzas de las chiquillas los domingos (los demás días se ataban con una trencilla de algodón) y mil otras chucherías deliciosas; té de sasafrás, que Andrew adoraba a la hora de la cena en una noche fría de invierno, y algunas libras de pastillas de menta; paquetes de gelatina y jarros para frutas que Carie preparaba para el invierno. En cuanto a ropas, había todo lo que se necesitaba como ropa interior durante los húmedos inviernos chinos en casas mal caldeadas, y Carie hacía medias, suéters y cuellos y puños de lana para precaverse del frío. Y finalmente había alguna cosilla especial que cada uno de los chiquillos había escogido de un inmenso catálogo. ¡Ah, las horas adorables pasadas sobre el catálogo buscando alguna cosa que no costase más del dólar que nos estaba permitido, aquellas acaloradas discusiones sobre si era mejor tener varias cosas que costasen menos o una sola tan ansiada que costase el dólar entero! ¡Y aquel sufrimiento cuando la cosa anhelada costaba un dólar con diecinueve centavos! Era inútil pensar en acudir a Andrew, a nadie se le hubiera ocurrido, pero Carie, siempre tierna de corazón, era más fácil de convencer, y cuando se presentaba la factura ante los duros ojos de Andrew, había la seguridad de que Carie diría:
—Yo se lo he autorizado, Andy, ya lo sacaré de alguna otra cosa o, si no, lo sacaré del gasto de la casa.
Y Andrew lo dejaba pasar, aunque, haciéndole justicia, lo hubiera dejado pasar también si la Obra iba bien y estaba de buen humor.
Cada chiquillo tenía, pues, su paquetito y lo recibía con júbilo, y con júbilo lo desenvolvía y jugaba con él, y por la noche lo ponía debajo de la almohada. Pero aquel catálogo encogía el corazón. Había tantas cosas que costaban más de un dólar… Una de las muchachas, por ejemplo, suspiraba desde hacía años por una muñeca, y jamás la había olvidado. El letrero al pie rezaba «Tamaño natural». O sea, que era del tamaño de un chiquillo. Recordaba perfectamente su cara redonda y rosada, su gorrito de encajes y sus manos regordetas, su traje largo y su chaqueta de punto. Pero costaba tres dólares noventa y ocho centavos, y desde luego, estaba afuera de toda posibilidad. Compró un par de muñecas más pequeñas; pero, desde luego, no era lo mismo. Durante años rezó para que alguna Navidad…, pero esta Navidad no llegó nunca. Tuvo muñecas más pequeñas, vestidas exquisitamente y completadas por las manos de Carie, pero no eran de «tamaño natural». Cada Nochebuena la chiquilla se iba a la cama con el corazón henchido de esperanza después de haber rezado centenares de oraciones. Pero la primera mirada al montón de pequeños objetos desvanecía todas las esperanzas mantenidas durante un año entero. Si Carie se hubiese dado cuenta de lo que aquel corazón infantil anhelaba hubiera hecho lo indecible para conseguirlo a costa de algún fabuloso sacrificio, pero no lo supo nunca, porque la chiquilla jamás la pidió, creyendo que aquella suma fabulosa estaba muy por encima de las posibilidades de sus padres. San Nicolás o Dios, podían proporcionárselo, pero no Andrew, que necesitaba todo su dinero. Y Carie no tenía dinero particular. De manera que la muñeca se quedaba en el catálogo para que la niña soñara en ella uno y otro año, hasta que al final renunció, hasta el día en que la chiquilla, demasiado crecida ya, no podía pensar en la sección de juguetes y sí en llenar su vida de auténticos chiquillos.
Pero había muchos chiquillos blancos que vivían en el corazón de China para quienes Montgomery Ward se situaba entre San Nicolás y Dios. Una chiquilla fue un día a su madre y le dijo solemnemente:
—Estoy segura de que miss Nany y mister Rob se van a casar.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó su madre.
—Porque los he visto mirando el catálogo de Montgomery Ward juntos —respondió astutamente la chiquilla.
En aquellos tiempos, una lenta tormenta se iba levantando de las profundidades de China. Ninguno de nosotros se daba cuenta, y menos yo, siendo una chiquilla que vivía en casa de Andrew. Sin embargo, recuerdo haber tenido mucho miedo por las noches a causa de las cosas de que había oído hablar a Carie y Andrew. Parece que la gente no estaba dispuesta como antes a escuchar los sermones de Andrew. Volvía a casa con muchísima más frecuencia que antes y a menudo llegaba descorazonado y melancólico, de manera que, antes de que llegase, Carie solía encomendarnos con gran cariño que fuésemos buenos con él y afectuosos, y que recordásemos lo cansado que estaba.
—Vosotros, chiquillos, no podéis comprender, las cosas que tiene que soportar mientras estáis aquí tan seguros…
Hacía una pausa, escuchando, preguntándose acaso, si estaban tan seguros.
Pero los chiquillos tenían buen corazón y hacían mil cosas para la llegada de Andrew: cogían flores, de las que no se daba nunca cuenta; le ponían en la puerta sus viejas zapatillas de cuero para que se las pusiese, cosa que le gustaba mucho y de la que sí se daba cuenta. En aquellas grandes zapatillas de cuero usadas había una especie de simbolismo. En manos de un chiquillo que llevaba una sola parecían enormes como zapatos de gigantes; y parecían tener, además, una especie de magia, porque en cuanto se las ponía, aparecía en el rostro de Andrew una expresión nueva. Era la expresión del hogar, una infinita fatiga del cuerpo, un destello en el corazón y una especie de codicia en los ojos. Pero acaso no fuese sino el ansia de estar en su hogar, deseo que hubiera sido incapaz de expresar con palabras.
Mientras transcurrían los años que llevaban, hacia la guerra de los boxers, cada día llegaba a casa más cansado. Pasaba horas enteras en su estudio, aparentemente sin hacer nada. Nosotros solíamos verlo allí, sentado en su viejo sillón tapizado con una imitación de cuero, que había comprado de segunda mano en una tienda de Shanghai. Si mal no lo recuerdo, había sitios por donde le salían las crines, y otros en que su cuerpo dejaba profundas huellas, especialmente en los sitios donde apoyaba sus codos cuando rezaba.
Y se hablaba bastante también, porque Carie y Andrew jamás ocultaron sus vidas a sus hijos. De repente, en la mesa, Andrew decía:
—Este mes he tenido que cerrar tres capillas más. Los propietarios no me dejan sostenerlas. No encuentro otro sitio, ya nadie quiere alquilar nada para rezar. Aquí pasa algo…
O bien decía:
—Celebramos reuniones en casa de los diferentes miembros de la iglesia. Tenemos que celebrarlas como hicieron los cristianos de los antiguos tiempos… a medianoche, en secreto, como podemos.
Muchas eran las noches en que los chiquillos se despertaban al oír la puerta y ver el rayo de luz de la lámpara de petróleo de Andrew, que llevaba siempre de noche y conservaba personalmente limpia. Era una de las pequeñas extravagancias, limpiar personalmente sus lámparas y linternas. En aquellos tiempos usábamos lámparas de petróleo americano. Cuando veíamos aquella rendija de luz procediendo del vestíbulo blanqueado, sabíamos que era Andrew que regresaba de una de sus reuniones secretas.
Toda la casa parecía a veces estar saturada, no diré de temor, pero sí de una especie de solemne espera. Uno tras otro, el personal de servicio se fue marchando, hasta que no quedó más que la nodriza y su hijo. Y Andrew cada día estaba más en casa, y su rostro se iba poniendo cada vez más preocupado.
Fue varias veces a ver al cónsul americano, y al volver le dijo a Carie:
—No puede hacer nada; todo el mundo está esperando.
Y una noche no regresó a casa. Era cerca del mediodía de la mañana siguiente cuando volvió por fin con las muñecas ensangrentadas por las esposas.
Cuando Carie, medio muerta de ansiedad, lo recibió con un grito, él respondió sobriamente:
—Alégrate de verme vivo. Estaba en casa de Lin Meng administrando la comunión a su anciana madre, cuando se presentaron los soldados. Se llevaron a Lin y lo han torturado hasta que ha muerto. Pero permaneció fiel. Se llevaron a su hijo de diez años, pero lo han soltado hoy, y vino a decírmelo, y me ha soltado. Me dejaron atado y la mujer murió mientras yo estaba allí, atado a un poste.
Su rostro se convulsionó, y sentándose, lanzó un gruñido. Después nos miró con una expresión extraña, brillantes sus ojos dé color de hielo, y la voz solemne y triunfante:
—Lin Meng ha comparecido en presencia de Nuestro Señor; un mártir, para permanecer entre los sagrados elegidos.
Y así ocurría en todas partes. Pronto comenzaron a llegar rumores de muerte. En la ciudad de Shantung, toda la pequeña comunidad de misioneros fue asesinada, incluso los chiquillos. Misioneros a quienes no habíamos visto nunca nos fueron traídos varias veces por amigos secretos entre los chinos, harapientos, desfallecidos y enfermos, y Carie se ocupaba de ellos y los mandaba a Shanghai, donde estarían en seguridad. Algunas veces traían chiquillos de ocho a diez años, muy pocos, pero nunca más pequeños, porque habían muerto de disentería, de fiebre o de cosas demasiado espantosas para ser contadas. Los hijos de Carie nunca oyeron estos rumores, pero la vieron a menudo sollozar de angustia temiendo por los suyos. Y así la tormenta iba creciendo, creciendo hasta aquel día en que la bandera americana se izó hasta un punto convenido para avisarnos que saliésemos inmediatamente, y Carie cogió a los chiquillos y se fue. Pero Andrew se quedó solo.
Es imposible saber qué tenía Andrew en la mente cuando regresó, solo, a aquella inmensa región. Jamás, ni entonces ni después, abandonó su puesto ante el peligro. Regresó tranquilamente. Por el camino le escupieron a menudo y las maldiciones caían sobre él. Pero las maldiciones eran cosa corriente y no paraba mientes en ellas. Entraba en la casa vacía, se bañaba, cambiaba de ropa y se sentaba a cenar. Un muchacho, el hijo de la fiel nodriza de los chiquillos, era el único que quedaba para servirlo.
La historia de la rebelión de los boxers se ha relatado mil veces y sería inútil relatarla aquí de nuevo. Queda, como el cuento del Agujero Negro de Calcuta, como una de las más ponzoñosas épocas de la Historia. Si hoy en nuestros días de horrorosas matanzas y guerras, el número de muertes puede parecer pequeño, fue la forma de matar, los inocentes chiquillos y los recién nacidos sacrificados, lo que estremece el corazón, aunque la mente pueda razonar y pensar. La mente puede aceptar la fuerza de los chinos al no querer extranjeros sobre su suelo, puede reconocer el no solicitado imperialismo de hombres como Andrew, por rectos que fuesen y honrados en sus propósitos y buenas intenciones. La mente dice que el pueblo tiene el derecho de no aceptar imperialismos. Pero el corazón se estremece. Porque los que fueron martirizados fueron los buenos y los inocentes, no los menos buenos e inocentes, porque estaban ciegos. Porque la gloria de Dios los había cegado. Estaban ebrios de su amor a Dios, de manera que no veían más que su gloria, eran incapaces de ver nada que no fuese una necesidad, ni que los demás fuesen como ellos. Y así, olvidándolo todo, fueron como van los ciegos, confiados, incapaces de ver el peligro o, si lo veían, no creyendo en él.
Es imposible acordar el corazón y la mente. La mente puede decir mil veces y con razón: «No tenían derecho a estar allí. Han provocado lo que han recibido». Pero el corazón contesta: «Eran inocentes, porque creían que lo que hacían era por Dios».
De manera que no hay respuesta posible ni puede haber decisión. Ciertamente, Andrew pertenecía a estos ciegos. Su fuerza residía en que creía con tanta firmeza en lo que le dictaba su alma que los ojos de su carne no se abrieron jamás entre su nacimiento y su muerte. Jamás vio al hombre de otra manera que como «un árbol que camina». Hubiera quedado sorprendido si alguien le hubiese dicho que los chinos tenían el derecho de protestar por la presencia de misioneros extranjeros en su suelo. Era como si protestasen de la autenticidad del verdadero Dios, el suyo. Nadie tenía el derecho de protestar contra Dios.
Durante todo el tórrido verano permaneció obstinadamente en aquella casa de la misión, únicamente con aquel muchacho chino. El muchacho, yendo a rondar por las calles por la noche, le traía cada día rumores de nuevas matanzas de gente blanca en las poblaciones. Andrew era el único blanco de toda la región. Iba y venía obstinadamente predicando abiertamente por las calles hasta que la furia de los transeúntes y sus gritos impedían que fuese oído. Entonces distribuía sus folletos con esa obstinada serenidad suya; veía cómo los arrojaban al suelo o los rompían y se iba a predicar a otra calle. Su tranquilidad, la extrema dignidad de su alta silueta, su falta de miedo, parecían protegerlo. Lo sé por Ma, el cristiano, que seguía todavía a su lado. Una vez, hablando de Andrew, me dijo:
—Varias veces he creído que lo matarían. Muchas veces, a su lado, he pensado que, como Saulo de Tarsos, tendría que ser testigo de la muerte de un mártir. Le arrojaban piedras, y una vez una de ellas le cortó la mejilla, pero ni siquiera levantó la mano para restañarse la sangre.
—¿Tuviste miedo? —le preguntamos a Andrew cuando, siendo más viejo, nos lo contaba.
—Hubo algunas veces en mi vida en que tuve miedo —dijo después de haber reflexionado—. Pero fue siempre por cosas insignificantes. —Se refería a los ladrones, ruidos nocturnos, y esos rumores de la oscuridad que despertaban sus temores infantiles tan profundamente ocultos en él que no los reconocía—. Pero cuando trabajaba por Dios no tuve nunca miedo —terminaba.
—Y no obstante, murieron muchos —murmurábamos nosotros.
—No es la muerte lo que uno teme. Ésta era una de sus ingenuidades a las cuales les era difícil contestar.
Pero se sentía tan reconfortado durante aquellos días, que después los recordaba con claridad, no sus peligros ni temores, no historias de enfermedades y muerte, sino una especie de éxtasis. Vivía, al parecer, como fuera de sí mismo.
«Me parecía —escribió— no tener cuerpo. Me daba cuenta de la presencia de Dios en mí como una potente luz que ardiese día y noche. Todo lo que fuese ser humano estaba ausente de mí. No tenía relación alguna con un ser humano, salvo con Ma, un día mahometano y ahora cristiano. Permaneció fiel a sus nuevas creencias. Cada día le explicaba la exégesis de las Escrituras y juntos hacíamos planes para una más amplia expansión cuando la tormenta hubiese pasado».
Porque Andrew no dudó jamás de que la tormenta pasaría, que el mal tenía que ser vencido y triunfar el bien. En cada oración que decía no olvidaba nunca añadir: «Mantén nuestra fe hasta el día ineludible en que el mal desaparecerá de la tierra y Dios triunfará».
¡El día ineludible! Sobre esta certidumbre edificó su vida, y no teniendo duda ni sombra de error, vivió feliz bajo todas las circunstancias. ¿Qué más necesita nadie si tiene la seguridad del anhelo de su corazón?
Los meses pasaron. El verano terminó, y terminó la rebelión, como todo el mundo sabe, con una expedición punitiva de los poderes cuyos misioneros habían sido asesinados. Los ejércitos extranjeros entraron en Pekín, la Emperatriz viuda huyó de la corte; excusas, indemnizaciones y nuevas concesiones siguieron en el orden habitual. Pero el pueblo se mantuvo recalcitrante. Observaba una amenazadora resistencia a oír la palabra de un Dios extranjero. Andrew estaba impaciente. Vino el tiempo frío, ese tiempo en el cual emprendía el camino de los campos, predicando en los mercados soleados, deteniéndose en los pueblos, hablando con los campesinos reunidos sobre los campos labrados. Pero no querían escucharlo. Lo amenazaban, lanzaban sus feroces perros contra él, le negaban los locales para alquilar ni sitio casi donde detenerse. Dos veces quemaron una capilla.
«Dios no ha tenido tiempo todavía de obrar», escribió Andrew a Carie.
Recordó que hacía nueve años que no había visto su país y que tenía derecho a unas vacaciones. También Carie, que vivía en unas habitaciones alquiladas en Shanghai, tenía ganas de cambiar un poco. Bien, entonces dedicaría a Dios un poco más de tiempo. Un año de permiso y regresaría, y en compañía de Ma comenzarían de nuevo su campaña. Cerró la casa de la misión y se fue a Shanghai. Sus hijos lo habían casi olvidado, pese a que cada noche rezaban: «Dios mío, protege a papá contra los boxers».
Les pareció más alto que nunca y más delgado, y sus ojos eran de un azul intenso en medio de su rostro moreno y rojizo. Y se sentía embarazado con ellos y no sabía cómo hablarles.