CAPITULO VI

Cuando los pies de Andrew tocaron el suelo chino, cambió. Cualquiera que lo hubiese visto en su país no lo hubiera reconocido en China. En su país, parecía un poco ridículo con su elevada estatura y su delgadez, vestido con unos trajes mal cortados hechos por un sastre chino, su cabeza profética inclinada sobre sus robustos hombros y sus ojos con la duda y el asombro. A bordo, les parecía a los pasajeros el tipo de misionero de novela, absorbido por su misión, no mezclándose con nadie. No era que le importase lo que pudiesen pensar de él, iba y venía entre ellos sin darse cuenta de su presencia. Yo creo que no se le ocurrió pensar que los pasajeros también tenían alma. Ciertamente, las mujeres no la tenían. Con profundo desagrado veía sus frivolidades. Pero era un hombre al que las mujeres no conseguían ablandar. Una vez, a bordo, estaba sentado en cubierta leyendo un libro chino sin darse cuenta de nada de lo que pasaba. Y ocurría que se había designado un comité de lindas mujeres que habían de efectuar una colecta para comprar objetos como premios para un concurso de deportes. Evidentemente, consideraban a Andrew algo difícil. Las vi discutir entre ellas, dirigiendo miradas en su dirección, a lo cual él era completamente ajeno. Súbitamente, la más linda y alegre dijo, con jactancia:

—¡Yo lo haré! ¡Todavía ningún hombre me ha dicho a nada que no!

Avanzó hacia él, y con su más seductora sonrisa, se sentó en el brazo del sillón de Andrew y comenzó a hacerle monerías.

Nadie sabe lo que le dijo. Pero Andrew le dirigió una mirada en la que había toda la cólera de Dios, y se levantó con majestuosa dignidad y cruzó por cubierta aireando los faldones de su levita. Jamás había mirado a una mujer. A menudo me quejaba a él de que no reconociese a mis amigas, y pasaba por la calle al lado de sus hijas sin dirigirles la palabra. A lo cual me contestaba con firmeza:

—Jamás miro el rostro de una mujer. Lo considero una grosería.

El ridículo y el desprecio le eran totalmente indiferentes, por la sencilla razón de que no se le había ocurrido nunca pensar en lo que la gente opinaba de él. Si le hubiesen hecho ver que se reían de él, le hubiera tenido sin cuidado. «¿Qué puede hacerme a mí el hombre?», solía decir. El mundo se dividía para él en los que podían salvarse y los que no podían. Los que no podían salvarse estaban perdidos ya y no había que contarlos entre los vivos.

Hay que confesar que en esta última categoría incluía a la mayoría de los hombres blancos y a todas las mujeres blancas.

—Tienen el camino de la salvación —solía decir— y no lo toman.

Pensaba en todas las iglesias de las ciudades y los pueblos de su país, pero me parece que pensaba en las almas un poco como mucha gente piensa en los huevos; las quería de color, y un alma de color valía por varias blancas. Por lo que yo sé, jamás intentó salvar el alma de un hombre o una mujer blanca, ni siquiera las de sus propios hijos. Lo cierto es que jamás nos dijo una palabra sobre el tema de la religión. Tanto por la mañana como por la noche tenía una forma sencilla de recitarnos nuestras oraciones, pero jamás nos hizo plática alguna. Nos leía un capítulo de la Biblia; cuando éramos pequeños, nos oía recitar un versículo a cada uno y después rezaba.

Cuando oraba quedaba transfigurado por su propia fe. He oído muchas veces a los hombres orar descuidadamente, y más para el oído de los hombres que para el de Dios. Los he oído leer oraciones en voz alta, abierta o secretamente, oraciones preparadas. Pero Andrew, cuando oraba, lo hacía con una total e intensa sinceridad. Jamás abría la boca y empezaba a orar. Oraba siempre algunos momentos en silencio, los que necesitaba, para darse cuenta de la presencia de Dios. En su rostro aparecía una profunda y solemne tranquilidad. No lo sentíamos ya entre nosotros. Incluso su voz cambiaba, era más profunda, más llena de reverencia; se dirigía a Dios y nos arrastraba consigo también. Nunca, en los miles de veces que lo oí orar, pidió un beneficio material, excepto, en caso de enfermedad, para el restablecimiento del enfermo, si tal era la voluntad de Dios. Dedicaba siempre sus plegarias para el alma, para una mayor comprensión de Dios y de nuestros deberes, y tener fuerzas para hacer la voluntad de Dios. Incluso la bendición de la mesa era, después de la comida, reducida a estas palabras: «Bendice esta comida para que la empleemos en Tu servicio para siempre. Amén».

De manera que Andrew no oía las risas ni veía el ridículo. Estaba a salvo en el santuario de su propia alma. Pero cuando desembarcaba en una playa china carecía ya de ese aire forastero que tenía en su propio país. Estaba de nuevo en su casa, no en su casa en el sentido físico, sino en su sitio, en su trabajo, en el cumplimiento de su vida. La felicidad asomaba a su mirada, en la involuntaria energía de su paso y de su voz, en su impaciencia por estar fuera de Shanghai y hallarse en el interior del país entre la gente que había ido a salvar. Todos los instintos paternales de su alma se dirigían a aquellos que formaban su rebaño. Sus hijos jamás sintieron ese calor, pero estaba en él; cualquier alma china que fuese en busca de Dios sentía esa sacerdotal paternidad de Andrew. Era capaz de ser tan cariñoso, atento y persuasivo con un alma como un padre con un chiquillo. Iba a ellos con alegría, y ellos le concedían el honor que jamás halló en su propio país.

Nada tenía de extraño, por consiguiente, aquel regreso. Tomó pasaje en uno de los barcos que remontaban el Yangtsé y amontonó sobre cubierta la caja de libros que había traído, la caja de los nuevos impresos que se había procurado en Shanghai y las cajas de papel de escribir barato, pero tenía ya en la cabeza una nueva tarea que había de ocupar el resto de su vida. Entre estas tajas se hallaba el baúl de tapa curvada en el cual, diez años atrás, Carie, había encerrado su ajuar de desposada, y el suyo de menores dimensiones. Pero en el baúl de Carie había esta vez ropas infantiles también y una pequeña reserva de agujas y alfileres e hilo, trozos de cinta y madejas de lana, y todo lo que una mujer necesita para hacer ropa para los chiquillos, y que no podían comprarse por las calles de las ciudades chinas. Por la pasarela entraron todos, Andrew y su hijo Edwin y Carie llevando a su hijito que tenía entonces cuatro meses. Y de nuevo se dirigieron hacia el corazón de China.

Algunas de las más temibles batallas que Andrew libró se produjeron a bordo de estos barcos del Yangtsé. Eran barcos pequeños, toscamente construidos, la mayor parte de ellos en Inglaterra, y sus tripulaciones políglotas eran mandadas por unos capitanes ingleses de rostro colorado que durante años enteros habían rondado por las costas de la China, bruscos y blasfemos, que desde hacía años realizaban aquella navegación fluvial relativamente segura. Ni uno solo de ellos carecía de historias de piratas de Bias Bay y de bandidos a lo largo de las riberas del Yangtsé, y todos ellos tenían un amor y un odio. Adoraban el whisky escocés y odiaban a los misioneros. Andrew era inconfundiblemente y con orgullo un misionero, intrépido en su independencia, sin temer a nadie, fácil presa para un capitán que se respetase. La contienda comenzaba generalmente con algún insulto salido de boca del capitán, porque Andrew era siempre pacífico y aparentemente gentil en su conducta. El insulto favorito estaba relacionado con la obscenidad de la Biblia. El capitán solía decir en voz alta a alguno de sus camaradas.

—Lo que me asombra es que estos misioneros pueden andar por ahí con un libro como la Biblia. Hay más historias sucias en ella que en cualquier otro libro. Corromper a los paganos, esto es lo que hacen.

Un rojo oscuro comenzaba a aparecer por encima del cuello de Andrew.

—Parece conocer usted muy bien algunas partes de la Biblia, capitán —observaba.

—No puede usted negarlo, ¿verdad? —respondió el capitán.

Andrew, levantando sus penetrantes ojos azules para mirar al rostro del capitán, contestaba con una perfecta tranquilidad que todos temíamos cuando le escuchábamos:

—La Biblia, es cierto, contiene algunos pasajes que tratan de hombres pecadores y de la manera cómo Dios se entendía con ellos. Eran castigados por sus pecados. El que sabe leerlos debidamente, lee en ellos la salvación de su alma. Pero hay también otros que sólo leen en ellos su perdición.

Y se servía tranquilamente su porción del inevitable budín de arroz con ciruelas cocidas que formaba parte de la minuta de a bordo.

Algunas veces la pelotera no pasaba de un ronquido de desprecio del capitán. Pero, si insistía, Andrew luchaba gustosamente hasta el final y sin la menor animosidad. Sólo durante los años de penuria, un poco más tarde, cuando la edición de su Nuevo Testamento se estaba comiendo todo lo que teníamos, evitó los duelos con los capitanes, y esto tan sólo porque no podía soportar ya el gasto de navegar río arriba con los blancos. Nos metíamos con ropas chinas y navegábamos con los chinos en los sollados. Andrew sacaba partido de la forzosa aglomeración y empezaba a repartir folletos y hacer sermones. Los que no estaban fumando opio o jugando, lo escuchaban complacidos porque no tenían otra cosa que hacer. Escuchaban bostezando de aburrimiento mientras él les explicaba cómo Cristo murió por sus pecados. Ellos no sabían lo que quería decir con esto de los pecados, ni quién era aquel hombre que quería salvarlos, ni por qué lo hacía. Lo miraban, escuchándolo a medias, cayéndose dormidos en posturas grotescas sobre la cubierta donde estaban sentados en medio de sus bultos.

En cuanto a mí, que empezaba entonces a ver y darme cuenta de las cosas sin entenderlas, jamás podré olvidar el olor de aquellos barcos. Porque habíamos entrado en los años de una pobreza como no conocí nunca, y recuerdo la oscuridad de aquellos departamentos cuadrados y bajos de techo. Eran siempre los mismos. A un lado estaba el ancho camastro para los fumadores de opio, de madera y rotén con una larga tabla baja que lo dividía. Allí había siempre dos figuras que dormían acostadas, con sus humeantes lámparas sobre la mesa, y el espeso humo dulzón se elevaba filtrándose por las grietas. De las puertas entornadas de los camarotes salía el mismo olor, de manera que el aire parecía saturado de él.

Había también una mesa redonda casi tan grande como el camastro, en la que se servía la comida dos veces al día, pero todos los demás ratos servía para jugar. Desde primeras horas de la mañana hasta rayar el alba después de la noche, resonaban las fichas de bambú sobre la mesa, y en torno a ésta apretujábanse los jugadores, con los rostros absortos por la pasión del juego. En medio de la mesa había un montón de dólares de plata que todo el mundo, en la fiebre de la espera, vigilaba estrechamente con codicia. El montón disminuía y aumentaba, y en alguna ocasión era totalmente retirado por una mano huesuda y amarillenta. Entonces se oía un extraño rugido entre las filas de los jugadores y los espectadores que se apretujaban de pie alrededor de la mesa. No hubieran parado el juego ni para comer si unos sucios camareros no hubieran barrido la mesa arrojando las fichas al suelo, colocando sobre ella unos cuezos de madera llenos de arroz y cuatro o cinco coles con pescado y carne, y los tazones de madera y los palillos de bambú. En el mismo tétrico silencio en que habían jugado, comían, tazón tras tazón, buscando en silencio, con sus palillos, los mejores pedazos de carne y legumbres. Cuando los pasajeros estaban hartos, los camareros y los boys de los camarotes, todos ellos sucios e insolentes, venían y se comían los restos.

Pero Andrew permanecía imperturbable. Tomaba su tazón y ponía en él una modesta cantidad de arroz y coles y se iba a cubierta a comer de pie contemplando el desfile de las suaves riberas verdes del río. Tenía una manera característica de demostrar su integridad doquiera que estuviese, y el público le cedía el paso con una especie de asombro porque estaba constantemente en sitios donde nadie esperaba encontrar una figura como la suya, moviéndose con tal dignidad en medio de los humildes.

Pero estaba en todas partes como en casa. Ninguna magnificencia podía impresionarlo ni ninguna pobreza amedrentarlo. Dormía pacíficamente en la sucia litera superior de los asquerosos y diminutos camarotes. Estando yo en la litera inferior con Carie recuerdo haber visto sus grandes pies desnudos rebasar largamente su litera. Estas literas eran siempre demasiado cortas para él y solía alternar el reposo de sus pies o su cabeza porque no podía apoyar ambas cosas a la vez. Pero no se quejaba nunca porque había elegido lo que tenía que hacer.

En cuanto a Carie, se pasaba el día procurando mantener a sus hijos en las condiciones más antisépticas que le era posible, vigilando que no les quitasen sus cosas. Porque los barcos del río estaban llenos de ladrones profesionales. Cuando llegaron a ser como una epidemia de peste, hasta el punto de que el negocio comenzó a ir mal por culpa de ellos, los armadores de los barcos pagaron a la asociación de ladrones una cierta cantidad a cambio de que se alejasen de los barcos una temporada. Pero siempre quedaba alguno y eran tan hábiles que robaban todo lo que querían. Una vez Andrew entró en el camarote, y la penetrante mirada de Carie observó un vacío en su chaqueta.

—¡Tu reloj ha desaparecido! —exclamó.

Y había desaparecido, en efecto, y pocos minutos más tarde, cuando Andrew necesitó su estilográfica vio que había desaparecido también, y buscó su monedero y no estaba tampoco en su bolsillo. Mientras había estado predicando en la habitación atestada, algún hábil ladrón, apretándose contra él aparentando escucharlo celosamente, se lo había quitado todo. Andrew pareció quedar impresionado un momento, especialmente por la pluma, que era un regalo y le prestaba gran servicio.

—¡Bah!… —exclamó.

Era el punto máximo al que llegaba en su indignación; representaba lo mismo que las palabras más gruesas y siempre se sentía aliviado después de haberlo dicho. Pero no le duraba mucho rato. Era un optimista irreductible, convencido siempre de que todo ocurría por voluntad de Dios y que, por lo tanto, al final todo terminaría bien.

De regreso a la ciudad del interior donde habían vivido antes, Andrew no encontró una acogida muy calurosa por parte de sus colegas misioneros. Vio que sus muebles habían sido sacados de cualquier manera de la casa de la que Carie había hecho un hogar. Todo había sido metido en una especie de almacén donde las hormigas blancas habían dado buena cuenta de las cosas.

—He cogido mi cajón de libros —dijo solemnemente— y ha caído reducido a polvo.

Lo peor de todo era que sus preciosos libros estaban estropeados por la humedad y el moho. Nunca pudo olvidar ni perdonar completamente aquello.

—Tenía unos buenos comentarios a la Biblia —decía, recordando con pena lo ocurrido—. Traté de pegar los trozos buenos en hojas de papel.

Hubo algunas discusiones sobre la casa, ocupada por otra gente.

—Creíamos que no volverían ustedes —dijo el otro misionero, excusándose.

—¡Que no volveríamos! —exclamó Andrew—. ¡No puedo creerlo!

Entonces fue apareciendo poco a poco la verdad. Tenía, le dijeron, puntos de vista heréticos. Creía demasiado en el conocimiento humano; de lo contrario, ¿por qué pasaba tanto tiempo enseñando a sus pastores? ¿Por qué no confiaba, como hacían los otros misioneros, en la inspiración del Espíritu Santo? Cristo utilizó a unos hombres ignorantes e hizo de ellos sus apóstoles. Estaban tan seguros de esta opinión, que habían escrito incluso al comité de América pidiendo que no fuese mantenido en su puesto a causa de sus imposibles opiniones. Andrew los escuchó horrorizado hasta que hubieron terminado de hablar. Después les dijo lo que pensaba de ellos.

—¿Qué les dijiste? —le preguntamos al cabo de unos años.

—Les dije que eran unos perezosos —dijo—. Les dije que lo único que querían era vivir en casas confortables y mimar a sus familias y dar gusto al cuerpo. Les dije que no eran dignos de su alta misión. En una palabra —añadió con energía—, les dije que eran unos hipócritas.

—¡Padre! —exclamamos.

—¡Oh, se lo dije muy amablemente! —contestó con tranquilidad.

Pero el resultado final fue que le dijeron a Andrew que podía ir donde quisiera y que votarían porque se lo permitiesen. Siempre terminaba la historia diciendo triunfalmente:

—Me dieron un voto de confianza y me mandaron el dinero necesario para establecer otra misión donde yo quisiera.

Tenía un alma demasiado cándida para ver lo que en realidad habían hecho. Lo que querían era librarse de él a toda costa, liberarse de su indomable energía, de su infatigable determinación de ser digno de la misión para la que había sido designado y que para él era sagrada, liberarse de la sencillez de su corazón en el cumplimiento de su deber. Pero, ante todo, querían liberarse de su simpatía hacia aquellos a quienes había ido a salvar. Cada día quería más a los chinos. Hubo una queja contra él, acusándolo de que si tenía que dar crédito a un chino o a un blanco, daba siempre crédito al chino. «He aprendido amargamente a saber que me inspiran mayor crédito», solía contestar hoscamente. Tuvo la recompensa de su amor hacia ellos y esto no le procuró mayores simpatías por parte de sus congéneres. La verdad es que Andrew era absolutamente intolerante con la política de las misiones. La política de los misioneros era mantenerse a toda costa unidos contra los «indígenas». Si algún misionero tenía algún choque con un converso o un predicador chino, todos los misioneros se unían al blanco sin examinar siquiera si tenía razón o no.

—No es posible —solían decir— permitir que los indígenas minen la autoridad de los misioneros.

¿Qué sería entonces de la autoridad de la iglesia?

Pero Andrew prescindía de estas palabras con un ademán de su mano.

—¡Bah!… —solía decir.

No sentía el menor respeto por ninguna autoridad humana. Y más de un humilde pastor chino, luchando en un pueblecito perdido, a diez dólares al mes, tenía que dar las gracias a Andrew por gozar incluso de este módico salario. ¡Qué miseria! Andrew luchó toda su vida por la cuestión de los salarios, pero nunca por el suyo.

Y cuando no podía conseguir, nada, escatimaba un dólar o dos de su propio sueldo para dárselos a aquel a quien se le habían rehusado.

Sí, querían liberarse de la intolerancia de Andrew sobre la superioridad de la raza y la autoridad del clero.

—¡Un príncipe de la iglesia! —solía exclamar—. ¡Bah!… ¡Esto es una cosa imposible!

Y así empaquetó los pocos libros que le quedaban, y Carie empaquetó todo lo demás, y emprendieron la marcha hacia el Norte en dirección a una ciudad nueva.

No encontraron ninguna casa que alquilar. Nadie quería alquilarlas a los demonios extranjeros. Lo mejor que Andrew pudo encontrar fue tres habitaciones pequeñas en una posada y tan pobres que el dueño, empedernido fumador de opio, al no tener huésped alguno y llevado por su ansia de la droga, consintió finalmente en alquilárselas a alto precio. Los suelos eran de tierra desnuda y las ventanas muy pequeñas, meros agujeros en los muros de barro. Pero una vez el techo hubo amparado las cabezas de su familia, Andrew los dejó a todos allí y se fue a sus quehaceres.

Y ahora le parecía que no había tenido nunca una tan gran oportunidad. En centenares de millas a la redonda era el único misionero, el único blanco. No había ninguna otra secta con sus enseñanzas obstruccionistas. Tenía para él solo un área tan grande como el Estado de Texas, lleno de almas que no habían oído hablar nunca de los Evangelios. Estaba envenenado con la magnitud de esta oportunidad.

Pero no había ido solo. Ahora, dondequiera que fuese, le acompañaban algunos predicadores chinos que lo habían elegido a él y sus doctrinas. El principal de entre ellos era el alto mahometano, Ma, cuya sangre árabe tan claramente aparecía en su rostro delgado y altivo y en su orgulloso porte. Con él y algunos más, Andrew planeaba su nueva campaña. El campo, como llamaba siempre al área de la cual se consideraba responsable, fue dibujado en un mapa y cada uno de ellos fue encargado de explorar una fracción. Porque Andrew tenía que conocer siempre el aspecto material de su campo; cuántas ciudades amuralladas había, cuántas almas vivían entre las murallas, cuántos templos había y a qué religión pertenecían, cuál era la principal actividad de la población y si la gente vivía desahogada o pobremente. Estas ciudades amuralladas tenían que ser los centros. Tenía, por consiguiente, que saber cuántas ciudades amuralladas había, cuántos mercados, dónde estaban las principales casas de té y dónde se reunían los campesinos de poblaciones menores para charlar, si tenían tiempo, una vez habían vendido sus mercancías. Su ambición era una iglesia en cada ciudad amurallada y una capilla en cada población donde hubiese mercado. Pero nunca nada a la fuerza.

—Jamás fundo una iglesia ni una capilla en un sitio donde la gente no la quiere —solía decir con orgullo.

—¿Cómo sabes si la quieren o no? —le preguntábamos nosotros cuando ya éramos suficientemente mayores para ser malvados.

—Siempre la quieren cuando he acabado de hablarles y les he dicho lo que significa negarle algo a Dios —decía.

Lo que Andrew no supo jamás es que una religión más o menos no le importa nada al pueblo. Siempre cabe la posibilidad de que haya un dios de más del que no hubiesen oído hablar nunca, y que pudiese mostrárseles propicio. Añadir un dios más de un hombre blanco no podía hacer daño alguno. Buda mismo había sido extranjero, aunque negro. Sólo cuando Andrew predicaba que su dios era el único verdadero, se armaba un hostil alboroto. Cuando Andrew les decía que debían dejar de adorar a sus antepasados en los vestíbulos de su casas familiares, porque postrarse ante un hombre era darle lo que sólo pertenecía a Dios, era cuando muchos se marchaban y dejaban de seguirlo. Pero Andrew no desfallecía. Tenía fe en que aquellos a quienes Dios había llamado permanecerían, y los predestinados a no permanecer se marcharían, y él los dejaría marchar, indiferente.

Sin embargo, es evidente que Andrew, en aquella época de su vida, se consagró a salvar almas. En primer lugar se puso vestiduras chinas y se dejó crecer el cabello hasta formar una coleta. Esto lo hizo porque su alta estatura y su aspecto extranjero atemorizaba a la gente del pueblo. Algunas veces, cuando llegaba a un pueblo, la población entera se refugiaba en los campos, dejando sólo a los perros amarillos que le ladrasen. Pero nunca se encontró a sus anchas con traje chino. Sus vestiduras entorpecían sus largas piernas y se sentía incómodo desde el primer momento. «¡Oh, bah!…», exclamaba poniéndose un cinturón como hacen los coolies. El cabello largo le era especialmente insoportable, y después de mucha vacilación se lo cortó por fin, y usó una coleta falsa que Carié le cosió dentro de su redondo gorro chino de seda negra. No era una mala combinación y le evitaba la molestia de desenmarañarse el cabello; no era una mala imitación hasta que se quitaba el gorro, como hacía siempre, para colgarlo en la pared. Entonces el aspecto de la coleta era extraño, por no decir nada más.

Pero el traje chino no duró mucho tiempo. Las anchas mangas y la falda larga pronto le fueron insoportables. A Andrew le gustaba la ropa ceñida, y sobre todo, sencilla. No podía llevar las sedas de los chinos ricos porque eran demasiado buenas, y las ropas de la gente pobre eran de algodón y colgaban de su alto cuerpo de una manera tan grotesca que Carie se negaba a dejárselas usar. De manera que al poco tiempo volvió a su antigua indumentaria.

Andrew detestaba cualquier cosa presuntuosa o extraña en su indumento. Despreciaba profundamente los trajes de los clérigos profesionales, y nada le enfurecía más que un traje de obispo, y muy particularmente el cuello clerical.

—Nadie sabe cómo se lo abrochan —solía decir—. Quizá se lo ponen como una cabezada. —Y con un toque de su característica ironía añadía—: El hombre no tiene que usar uniforme para demostrar que sirve a Dios Nuestro Señor. Tiene que demostrarlo en todo lo que dice y hace.

Se negaba resueltamente a usar nada que no fuese un traje sencillo y corriente. Tenía una levita que se había hecho para la boda, y muchas de las escenas violentas tenidas con Carie, eran debidas a que no quería usarla. Carie, algunas veces, triunfaba empleando el mimo y el halago.

—Eres lo suficientemente alto para usar faldones largos, Andy. Los hombres como tú estáis tan bien así…

Andrew era más susceptible a estas pequeñas adulaciones de Carie que muchos hombres (si bien no había olvidado nunca las palabras de mistress Pettibrew) y muchas veces capitulaba, pero regresaba a casa enfurecido, quejándose de la incomodidad de sentarse sobre los faldones.

—No tienes que sentarte encima de ellos —dijo Carie—. Ábrelos y siéntate en medio.

Pero Andrew se encogía de hombros.

—No puedo pensar en estas cosas en presencia de Dios Todopoderoso —respondía.

Y así la levita se fue volviendo verde con el tiempo y no se hizo nunca ninguna más. En lugar de ello siguió usando los trajes baratos que le hacían los sastres chinos. Sin embargo, tenía sus pequeñas peculiaridades. Jamás se quitaba la chaqueta en presencia de una mujer; ni bajo un calor sofocante se sentó a la mesa sin ella. Ni jamás llevó otra cosa que camisa blanca y cuello almidonado, siempre impecable. Sin estos cuellos no parecía el mismo. Si alguien lo sorprendía sin cuello, envuelto en su batín, al cruzar el vestíbulo o volviendo del baño, su cuello parecía demasiado delgado para soportar su voluminosa cabeza. Le daba una expresión infantil y abandonada. Se alegraba uno de que se pusiese de nuevo el cuello, porque sin él su aspecto infantil se acentuaba y parecía delatarlo.

Y tenían una característica infantil. Con mucha facilidad se le engañaba. No había en él ni la más leve sombra de astucia. Creía en el acto y con júbilo al primero que le llegaba y le decía que quería hacerse cristiano. Era incapaz de desconfiar de un converso o de hacer preguntas al que le decía que creía en Nuestro Señor Jesucristo, porque pensaba que el que creía estaba predestinado a salvarse, y recibía con una profunda y conmovedora confianza a toda alma que se convirtiese.

Durante la ceremonia del bautismo, Andrew era verdaderamente impresionante para quien le viese. Cuatro veces al año recibía a los conversos. Se reunían en el lugar prefijado, viniendo de todos los ámbitos de su campo, formando un pequeño grupo de gente, en general humilde y campesina, mezclada con algunos habitantes de las poblaciones, y raras veces alguno de aspecto culto o poderoso. Andrew no los recibía a la ligera ni los bautizaba en seguida. Permanecían allí algunas veces hasta una semana, y Andrew los examinaba tratando de comprobar sus conocimientos de la nueva religión. Durante semanas enteras, a veces meses, sus ayudantes habían estado enseñándolos; a los que no sabían leer se les leían los folletos que Andrew les había preparado, los otros leían directamente las Sagradas Escrituras. Cuando acudían para bautizarse, Andrew los interrogaba minuciosamente, tanto sobre sus conocimientos de los principios de la cristiandad como sus disposiciones espirituales. Algunas veces, cuando la ignorancia era demasiado patente, los mandaba otra vez a su casa a que aprendiesen más. Pero cuando la profesión de fe era sincera, los admitía. En la iglesia se acercaba la congregación uno a uno y él los iba llamando por sus nombres; hundiendo su dedos en el bol de agua bendita les rociaba la cabeza, orando y dando gracias a Dios por cada nueva alma que ganaba.

Las expresiones de los rostros de los catecúmenos variaban desde el terror hasta la esperanza. A menudo era la expresión de los que buscaban sinceramente a Dios. Pero también algunas veces era la astuta y pía granujería. Sin embargo, Andrew los recibía a todos por un igual y una vez bautizados les daba la comunión. Lo que cada cual pensaba de todas aquellas ceremonias variaba según la sinceridad de sus propósitos. Había los que declaraban públicamente, en cuanto el agua había tocado sus cabezas, que les parecía que les hubiesen quitado una piedra de la puerta de sus corazones, y había también los que decían privadamente que no habían tenido sensación alguna, y no veían en la vida ninguna paz y que todo era un engaño.

Pero nada de esto importaba. Lo que importaba era que aquellos días el alma de Andrew rayaba en el éxtasis. Estaba literalmente transfigurado con un júbilo que no era de esta tierra. Llegaba a la cena de los domingos como si llevase en su interior una lámpara ardiente. No era que estuviese alegre; su júbilo era demasiado intenso para ello. Permanecía sentado tranquilamente, comiendo a su manera, lenta y escasamente, sin oír una palabra de lo que se decía en la mesa, pero con una especie de irradiación a su alrededor. Yo solía contemplarlo y me parecía ver una especie de halo de luz que brotaba de su cuerpo. Sus ojos se ponían particularmente azules. Después de la cena, se encerraba invariablemente en su estudio durante largas horas, para salir de él en una especie de feliz agotamiento.

A causa de estas horas, que ninguno de nosotros compartía porque nadie podía compartirlas con él, su estudio era para nosotros como si no perteneciese a la casa. Jamás se nos ocurrió ir a jugar a él ni entrar para nada, salvo para darle algún recado necesario. Más tarde me vi obligada a entrar para tomar mis lecciones de latín, y jamás estuve de pie delante de él recitando mi lección, porque, desde luego, no estar de pie era inconcebible sin tener la impresión de que me escuchaba algo más que un hombre.

De todo este nuevo campo acudían los conversos como pájaros que regresan a sus nidos. Era una región azotada por la pobreza, asolada por el hambre, porque el Río Amarillo se abría paso caprichoso a través de los llanos, cambiando su lecho y dejando al seco su antiguo curso para abrirse otro. El pueblo estaba enojado con sus dioses y cansado de sufrir, y a menudo se le oía decir:

—¡No hay dios que pueda ser peor que el nuestro! ¡Vamos a probar el dios extranjero y ver si hallamos algún bien en él!

Algún bien les procuró a algunos, porque Andrew y Carie les proporcionaron comida, pidiendo dinero en las iglesias de su país y aliviando la miseria de los que pudieron. El pueblo, esperando con frenesí más de lo que Andrew podía procurarles, acudía a las capillas clamando por su salvación. Cuando se dieron cuenta de que no podía haber bastante para todos, muchos se volvieron a marchar, pero algunos se quedaron, de modo que Andrew sintióse sumamente animado.

Estaba continuamente fuera de casa, predicando. Con él iba su habitual banda de seguidores a quienes preparaba un sacerdote chino. Como estaba establecido, ponía uno de sus hombres en cada centro para predicar y dirigir una escuela. Porque a Andrew le encantaba enseñar, y donde instalaba una iglesia instalaba una escuela en la que, por un módico precio, los hijos de los miembros de la iglesia o cualesquiera otros, podían aprender a leer, escribir y los principios de la religión cristiana. Si como lectura elegían los textos clásicos de Confucio, Andrew no les decía nada. En las Escrituras había una magia que no podía quedar ofuscada por la literatura pagana. Así lo creía él.

En medio de tales éxitos y desarrollo recibió un rudo golpe que vino del lado que menos hubiera podido esperarlo. Regresaba un día a su casa después de un largo recorrido de prédicas. Era a principios de primavera y llevaba fuera de su casa varias semanas. Había sido un viaje muy provechoso y tenía la sensación de haberse ganado un poco de descanso. Por todas partes había sido recibido con efusión y muchos fueron los que solicitaron el bautismo. Ahora, feliz hasta lo más hondo de su corazón, convencido de su éxito y de la bendición de Dios, soñaba ya en el placer de un baño caliente y una cama limpia, en buena comida y en el gozo de hablar su lengua, pues hacía tiempo que no había oído hablar inglés, y en volver a ver a su familia. Merecía unas vacaciones, podía descansar algún tiempo sin tener esa sensación suya de culpabilidad en la malicia.

Pero cuando entró en el patio de la hospedería y se apeó de su borriquillo, se encontró a Carie esperándolo; no sólo a Carie, sino a Carie y a los tres chiquillos —el más pequeño había nacido hacía algunos meses— y la niñera del pequeño. Iban vestidos todos con traje de viaje, y todos los enseres estaban empaquetados en diferentes bultos dispuestos a ser llevados por unos hombres que esperaban.

—¿Qué… qué… qué significa esto, Carie? —tartamudeó Andrew.

—Significa —respondió ella— que los chicos y yo nos vamos a buscar un sitio donde podamos vivir. Puedes predicar desde Pekín hasta Cantón, pero los chiquillos y yo no iremos nunca más a ninguna parte contigo.

Sé sus palabras de memoria porque me las ha repetido infinitas veces. Y las sabía de memoria porque las dijo muchas veces durante las semanas en que Andrew estuvo ausente. Las dijo una y otra vez mientras cuidaba a su hijito enfermo con una pulmonía, con la habitación inundada por el agua, de manera que hubo que poner los muebles sobre unos ladrillos y caminar sobre unos tablones como si fuesen pasarelas de barco. Ella no había experimentado el júbilo de salvar almas y predicar delante de las multitudes apiñadas. Poco a poco ella había salvado una vida, la vida de su hijo menor, si es que la había salvado, porque estaba muy delicado todavía.

No sé exactamente lo que ocurrió en aquel patio. Andrew se contrariaba siempre cuando llegábamos a este punto. «Estaba completamente fuera de la razón», solía decir. Porque para ellos aquello no era una lucha entre marido y mujer. Era una mujer que desafiaba a Dios. Luchaba contra Dios, contra la misión de Andrew encomendada por Dios, contra el éxito de su obra, contra la promesa del futuro.

—No le importaban un comino todas las almas que había todavía que salvar —dijo una vez Andrew en la amargura del recuerdo—. Era como un huracán, nada podía detenerla.

Al final ganó, tal como había decidido y planeado conseguirlo. Las habitaciones estaban desalojadas, el dueño de la hostería había sido pagado, los carros encargados y esperando para llevarlos a un junco alquilado ya. Había cerrado todas las puertas. Andrew no tenía necesidad de ir con ellos, podían ir solos. Pero fue con ellos, rabioso, descompuesto, protestando. Se volvió un momento hacia su camarada Ma, y le prometió formalmente regresar en cuanto hubiese instalado convenientemente a su familia. Pero estaba profundamente conmovido. De su propio hogar había salido el golpe que lo había alcanzado. Jamás se lo perdonó totalmente a Carie, y a partir de aquel día anduvo todavía más solitario que hasta entonces.

Pero es que Andrew había nacido solitario. Jamás tuvo un amigo íntimo. Cuando era joven lo necesitó. Tenía sus sueños de huir del trabajo que odiaba, sus planes de aprender y su misión. Ni aun a pesar de haberse casado, vio en el matrimonio un plan de camaradería; porque no veía en una mujer al compañero. Entre hombres había oído hablar cruda y despreciativamente de las mujeres, considerándolas seres llenos de vanidades y caprichos, necesarias para el hombre y dignas tan sólo de ser consideradas como útiles para las simples funciones matrimoniales y domésticas, y este desprecio fue tan sólo atenuado durante la breve aberración de su cortejo, para reanudarse de nuevo con mayor fuerza. No se le ocurrió nunca buscar o desear una camaradería intelectual ni una comprensión espiritual en una mujer. Cierto era que una vez una mujer se sintió atraída por la serena benignidad de su aspecto y por la tranquila seguridad de su manera de ser, y de sentirse empujada hacia él, se lo dio a comprender, pero nada podía desesperarlo más profundamente ni embarazarlo con mayor intensidad. Estaba una vez desayunando cuando, al examinar su correo, su rostro se cubrió del rubor de la indignación al leer una carta que acababa de abrir. La tendió en el acto a Carie. Ella la leyó pestañeando, con la cólera brillando en sus ojos negros.

—¡Esta mujer está loca! —dijo con su habitual energía—. ¡Déjamela a mí, ya le contestaré yo esta carta, Andrew! —La dobló y se la metió en el bolsillo. Después lo miró fijamente—. ¿No habrás ido a hablar con ella a solas para meterle ideas en la cabeza, o algo así…?

Un sudor frío cubría la alta y despejada frente de Andrew. Movió la cabeza, demasiado impresionado para poder hablar. Después se aclaró la garganta.

—Un momento —dijo sombríamente—. Una noche me pidió que hablase con ella unos minutos, ahora lo recuerdo; míster Jones había tenido que salir. Me dijo que no acababa de entender bien el significado del concepto de San Pablo sobre la salvación por la gracia, y se lo expliqué.

—¿Y entonces te dio las gracias y te dijo que no lo había entendido nunca tan bien como ahora?

—¿Cómo lo sabes? —preguntó él, sorprendido.

Carie soltó una risa breve y musical.

—Ya sé cómo se las arreglan las mujeres cuando van detrás de un hombre; siempre necesitan consejo o desean que les expliquen algo. No te ocupes más de esto. Ya me las entenderé yo con ella.

Andrew terminó su desayuno y se alejó, a la vez aliviado y un poco embarazado. Inmediatamente después de su desayuno, Carie se sentó en su escritorio y estuvo un rato escribiendo.

—Aquí está —dijo escribiendo el sobre—. ¡Pobre infeliz! —añadió, echándose a reír y recobrando el buen humor. Después añadió—: ¡Desde luego, sé que Andrew es tan inocente como un corderito! Pero hombres así son siempre los que se dejan pescar.

No creo que Carie tuviese siempre plena confianza en Andrew respecto a las mujeres, precisamente porque estaba él tan falto de malicia. Cuando yacía en su lecho de muerte, en su angustia y dolor porque amaba la vida, dijo con amargura algo referente a que se volviera a casar pronto. Y él intervino, ofendido. «Parece como si me creyera un viejo… un viejo Abraham». Le oí alejarse por el vestíbulo. Pero no era esto. Yo creo que Carie sabía que no había penetrado nunca hasta aquellas reconditeces de su corazón en las que vivía enteramente solo, y tenía sus dudas al mismo tiempo que sentía la amargura de pensar que acaso otra mujer consiguiese entrar donde ella no había penetrado.

De lo que no se dio nunca cuenta fue de que nadie podía jamás entrar allí. Andrew no sabía cómo abrir aquella puerta a nadie. Hubo un tiempo, cuando fue más viejo, en que suspiró porque alguien entrase allí; tenía ansias de sentir alguien cerca de él, pero nadie podía estar cerca de él porque no sabía cómo darle entrada. Conservaba su alma guardada y su corazón cerrado. Una caricia, incluso de sus hijos, lo confundía, y al no poder responder a ella, los demás dejaban de hacérselas. Crecieron mucho antes de darse cuenta de cuánto le gustaba secretamente esa señal de afecto, y que una palabra de alabanza o aprobación le llenaba los ojos de lágrimas. Pero la gente no lo alababa con frecuencia porque era demasiado tímido para elogiar a los otros; tenía demasiado miedo de parecer rastrero. En el hogar de su infancia se gastaron muchas bromas crudas entre todos, y sólo él era lo suficiente sensible para dolerse de las pullas y sufrir. Y a nadie se le ocurría elogiar a los demás. El resultado era una culpable vanidad. Y así creció con una lengua susceptible de criticar a los demás, pero incapaz, cualquiera que fuese el impulso de su corazón, de modelarse a la suavidad de la alabanza. Cuando sus hijos fueron pequeños no lo quiso por este motivo, pero cuando crecieron y él era ya viejo, con las transparencias de la edad avanzada, vieron que bajo un credo diferente y más suave su alma hubiera florecido con un más dulce humor y una más libre ternura. En él había el amor de la ternura y un anhelo de afecto y comprensión que el chiquillo conservó oculto a través de los años. Pero era incapaz de expresar nada de todo esto.

Y así sentía que Carie no lo había comprendido nunca y no le dijo nada, pero tampoco nunca se le ocurrió preguntarse si él la había entendido a ella. Se llevó a su mujer y sus hijos canal abajo hasta el río, y allí encontró una casa vacía sobre una colina, y, dejándolos allí, regresó de nuevo a su camino solitario.

Pero Dios lo confortaba.