CAPITULO V

Al narrar esta historia sigo olvidando contar algo referente al nacimiento de los hijos de Andrew. Estoy poseída por Andrew. Lo veo, como tantas veces lo vi, ansioso, eternamente dispuesto a emprender un nuevo viaje. Me parece oírlo todavía, siendo ya viejo, contándome con aquella manera suya fragmentada, detalles de su vida; pero nunca me dijo nada de sus hijos. Yo no había nacido todavía, de manera que no puedo contar mi propia historia sobre él. Pero cuando emprendió el viaje remontando el Gran Canal para iniciar su trabajo de abrir nuevos territorios, tenía un hijo vivo, una hija muerta y otro chiquillo que debía nacer en breve. Carie me lo dijo.

Jamás me dijo una palabra respecto al nacimiento y la muerte de sus hijos. Me dijo, riéndose silenciosamente, que en una ciudad de la parte alta del canal donde decidió fundar su primer centro, había alquilado lo que llamó una «casa espléndida», casi por nada. Ningún chino quería vivir en ella porque estaba embrujada por una zorra. «No era más que una comadreja», dijo riéndose a gusto, no viendo parecido alguno entre los temores de los chinos y sus secretas creencias en los fantasmas. Hizo lavar y asear la casa y fue a buscar a su familia, dejando a Carie que se ocupase de ella mientras él seguía río arriba. Pero siempre hablaba de esta casa con placer. Se consideraba orgulloso de haberla encontrado y hablaba calurosamente de sus comodidades mientras hacía sus prodigiosos viajes. No tengo de la casa descripción alguna hecha por él porque era incapaz de ello. Pero compró una de las estufas en Shanghai, y hacía calor en invierno y había un estudio particular suyo donde tenía todos sus libros, y una lámpara grande sobre una mesa china y un sillón muy cómodo. Eran cosas dignas de ser recordadas cuando tenía que dormir en un lecho de piedra de una posada china o seguía los intolerables caminos cabalgando en su borriquillo.

A fin de poder trabajar más rápidamente, planeó y se hizo hacer por un carpintero chino una especie de carricoche montado sobre unos muelles muy duros. Estuvo de pie al lado de la forja del herrador mientras éste los golpeó sobre el yunque, y a su alrededor se agrupaba la gente viendo forjar aquellas extraordinarias piezas de hierro. ¿No serían una parte de alguna espada de país extranjero? Y entonces compró una mula, la enganchó al carricoche y comenzó a recorrer la región de un lado a otro con gran contento y admiración de los habitantes.

Tan grande fue la envidia suscitada por su furgón que al final algunos ladrones oyeron hablar de él y vinieron y se llevaron todo lo que contenía, salvo sus folletos y sus Biblias, que arrojaron a la cuneta. Y Andrew tuvo que andar treinta millas descalzo y en paños menores, con tres grandes heridas en la espalda, producidas por los ladrones cuando se resistió. Carie, al interrogarlo, se dio cuenta de que había sostenido una lucha terrible. Consiguió que le contara la historia a fragmentos. Sí, desde luego, había dicho que no quería ceder su carruaje. ¿Por qué tenía que cederlo? ¿Qué había hecho? Sí, los había azotado con el látigo hasta que lo sacaron del asiento, y entonces se levantó y les golpeó las cabezas una contra otra. Era tan alto que pudo hacerlo con facilidad, pero eran demasiados, no podía romperles las cabezas con suficiente celeridad. Carie le lavó las heridas y lo vendó, y él se quejó amargamente de tener que dormir de bruces durante semanas enteras, y llevado más por su irritación que por ningún otro sentimiento, fue al magistrado del pueblo y pidió que le devolviesen la mula y el coche. El magistrado era un hombre viejo, amante de la paz y del opio, y le dijo que aquello era imposible, pero que le daría el dinero. Pero Andrew insistió en que quería un carruaje y una mula. Lo amenazó con complicaciones internacionales si no lo complacía. Andrew echaba siempre mano de los tratados internacionales y la extraterritorialidad. ¿No tenía acaso el perfecto derecho de predicar el Evangelio? El magistrado lanzó un suspiro y prometió. La mula no fue encontrada; el magistrado presentó toda clase de excusas y dijo que, desgraciadamente, se la habían comido. Pero el carruaje fue encontrado hecho pedazos, y Andrew lo miró un poco contrariado, pero satisfecho. Por lo menos, nadie sacaría provecho de él. Volvió a cabalgar en su borriquillo, como medio de locomoción más seguro y, además, más adecuado para un hombre de Dios.

Éstos eran los procedimientos de Andrew durante aquellos días de expansión militante. Solía entrar en el pueblecillo o ciudad que había elegido como centro de sus actividades y se dirigía a la casa de té más importante de la localidad, ataba su borriquillo a una de las pértigas de bambú que sostenían el toldo de algodón y se sentaba a una mesa cercana a la calle. Su gran estatura, su larga nariz, sus ojos azules y brillantes, su aspecto totalmente de forastero agrupaban en un cuarto de hora una gran muchedumbre a su alrededor. En el transcurso de una hora, o en el tiempo necesario para que corriese con la velocidad del telégrafo de boca en boca el mensaje: «En la casa de té del Gran Puente hay un demonio extranjero», la ciudad entera se hallaba allí congregada, a menos que estuviesen enfermos. El dueño de la casa de té no sabía si estar contento o atemorizado de ver en su casa tal multitud. Lo cierto es que jamás había tenido un cliente como aquel gigante.

Pero Andrew sonreía amablemente, y bebía taza tras taza de té y hacía preguntas sobre la ciudad; se informaba sobre cuántas familias vivían en ella, cuál era la principal ocupación y quién era el primer magistrado. Los más osados respondían, un poco atemorizados y acercándose a él, porque se decían: «¿Por qué querrá saber todo esto un demonio extranjero?». Y los más arrojados se atrevían a hacerle una pregunta:

—¿Cuál es el honorable país del Demonio Extranjero?

—¿Mi indigno país? ¡América!

La muchedumbre respiraba tranquilizada. ¡Ah, América! América era un buen país. Había una pausa mientras todos lo contemplaban. ¡Conque los americanos eran así! Lo examinaban minuciosamente y le hacían otra pregunta.

—¿Cuál es su oficio, Señor Extranjero?

—Pertenezco a la Iglesia de Jesús.

De nuevo la muchedumbre se miraba, haciéndose señales unos a otros. La Iglesia de Jesús… ya habían oído esta frase. Bien, era una buena cosa; todas las religiones son buenas; todos los dioses son buenos. Habiéndolo identificado, se sentían más tranquilos.

Pero Andrew movía la cabeza. No, todos los dioses no eran buenos, les decía con firmeza. Hay falsos dioses, dioses de yeso y piedra, pero su dios era el único verdadero. Ellos lo escuchaban respetuosamente. Después de todo, era un extranjero; no había que pedirle que tuviese modales.

Les daba folletos y ellos movían la cabeza.

—Ninguno de nosotros sabe leer —decían excusándose.

Era mejor no aceptar nada de él, y menos aún papeles raros con dibujos.

—Tengo también algunos libros —decía—. Los vendo a un penique cada uno.

Bien, venderlos ya era diferente. Esto había que comprenderlo. Algunos, por curiosidad, buscaron unos peniques en el cinturón y tomaron el librito envuelto en papel. Allí estuvo sentado un par de horas y después se marchó. Detrás de él, la multitud hacía sus comentarios; era un buen hombre inofensivo que sin duda cumplía una penitencia religiosa. Debióse hacer a algún dios el voto de realizar un acto meritorio; de lo contrario, no se comprendía que hubiese abandonado su casa para ir a rondar por el mundo. Debía estar haciendo méritos para ganarse un sitio en el cielo. Quizá había cometido un crimen en su tierra. De todos modos, era un hombre feísimo, con unas manos y unos pies enormes, una nariz como un arado y unos ojos de demonio, pero un buen hombre, sin duda, que vendía aquellos libritos para ganarse el arroz para el viaje. En fin, era ya hora de irse a casa.

A los pocos días Andrew regresaba. De nuevo se reunía la muchedumbre, quizá no tan populosa, pero amistosa y familiar.

—¡De nuevo aquí, extranjero! ¡Te gusta nuestro pueblo!

—Sí, es un bonito pueblecito. Me gustaría predicar aquí.

—Predica, predica lo que quieras, te escucharemos —decían ellos, riéndose.

Y así Andrew se instalaba en la casa de té y predicaba.

—«Porque Dios amaba tanto el mundo que dio por El su único Hijo, y así quien crea en Él no perecerá, sino que gozará de una Vida eterna».

De estas palabras, solemnemente repetidas, Andrew había hecho una breve exposición compendiada de todo el plan de salvación. Dios, Su Hijo, creer, no perecer, vida eterna. Todo su credo estaba allí. «Tracé un breve sermón», escribió gravemente al cabo de algunos años, «que comprendía todos los puntos esenciales de la salvación, de manera que el alma no redimida al oírlo acaso una sola vez pudiese entenderlo y adquirir con ello su propia responsabilidad».

Una y otra vez Andrew volvía al lugar hasta llegar a ser una figura familiar entre ellos, y entonces buscaba una habitación que alquilar, una habitación que diese a la calle. Cuando la había encontrado la hacía enjalbegar, ponía algunos bancos de madera barata, una mesa basta como púlpito y un texto pintado en la pared detrás de él. Y detrás de aquella mesa predicaba regularmente Andrew dos veces a la semana, tres quizás, tantas como podía, y la multitud iba y venía. Campesinos que se disponían a regresar a sus granjas dejaban allí sus cestos de vuelta del mercado y se sentaban a escuchar. Ciudadanos curiosos acudían allí y se sentaban un rato para oír algo nuevo. Las madres acudían con sus hijos a escucharlo.

Pero las mujeres eran siempre una pesadilla para Andrew.

—No escuchan nunca —se quejaba—. Se hablan de una parte a otra de la habitación preguntándose tonterías sobre cocina y los chiquillos. No entienden una palabra, de manera que es inútil perder el tiempo con ellas.

—Pero también tienen alma, Andrew —solía decirle siempre Carie con gracia.

Pero Andrew no contestaba nunca. Era evidente que lo dudaba. En todo caso, una alma de mujer difícilmente podía contar por un alma entera. En sus memorias sobre las conversiones, siempre las anotaba. «Setenta y tres conversiones este año (quince mujeres).» Un año triunfal era cuando el porcentaje de mujeres era bajo. Cuando acudían a examinarse para formar parte de la iglesia no las trataba nunca lo mismo que a los hombres.

—En realidad no tienen gran idea de lo que hacen —solía decir—. Está fuera de su alcance.

En cuanto tenía un pequeño grupo de convertidos, dos, tres, o cuatro, se iba a otro pueblo dejando en el lugar a un viejo converso de otro centro anterior a quien había enseñado a predicar. Dos veces al año, durante sus largas peregrinaciones de otoño y primavera, visitaba pueblo por pueblo, examinaba a los nuevos convertidos, bautizaba a los que le parecían sinceros, oía quejas y lamentaciones, y salpicaba las cabezas de los nacidos cuyos padres estaban convertidos. Una de las pruebas sobre las que insistía para demostrar la estupidez de las mujeres era que aquellas cuyos infantes rociaba con el agua bautismal no podían comprender que no los hiciese miembros de la Iglesia. Una y otra vez durante la Comunión vi su rostro convulsionarse de horror al ver una inocente madre china poner el pan sagrado en la boca del chiquillo y hacerle beber un sorbo de vino. El chiquillo lanzaba siempre un grito de protesta; por lo visto, ninguno de ellos quería ser cristiano. Andrew «hablaba» siempre con las madres. Ellas lo miraban, impresionadas por la seriedad de su rostro indignado.

—¿Se va a morir? —preguntaban algunas.

—¡No, no, no es eso! —trataba de explicarles—. ¿No veis?… —E intentaba que comprendieran. Ellas escuchaban tratando de entenderle. Todos, hombres y mujeres, escuchaban sus sermones tratando de comprender.

En aquellos pequeños grupos de convertidos había algo que me estruja todavía el corazón, pese a los años transcurridos. Tenía un algo de patético. ¿Por qué se habrían apartado de su pueblo para escuchar a aquel extranjero? ¿Por qué se apartaban de la seguridad de su pueblo para creerle? En todos los pueblos eran iguales; se veían los mismos rostros, la vieja mujer cuyo rostro paciente era la misma escultura de la decepción, intensa y larga. Su vida se acercaba al final, y, ¿qué había entonces? Sus ojos eran siempre demasiado inteligentes, demasiado profundos. Había nacido con algo más de inteligencia que sus semejantes. La vida conjunta del matrimonio y la crianza de sus hijos no le había bastado. Tenía suficiente para todo ello y algo más. Preguntadle por qué estaba allí y os contestaría un poco dolorido: «He probado todos los demás caminos para hallar la paz, pero no la he encontrado».

—¿Por qué caminos, mujer?

—He orado a demasiados dioses. He escuchado a demasiados sacerdotes y tengo todo esto en mí que me atormenta.

Y se llevaba al pecho su mano exquisitamente envejecida.

—¿Qué es lo que te duele aquí?

—No lo sé.

—¿Tienes hijos?

—Sí, tengo hijos. Tres hijos. No es esto…

—¿Lo tienes todo?

—Todo… menos la paz.

—¿Cómo sabes que no tienes paz?

—Pienso tanto…, día y noche estoy inquieta pensando.

—¿Qué piensas?

—Me pregunto por qué estoy viva. ¿Por qué viven todos éstos que me rodean? ¿Qué significa el nacimiento y el matrimonio y de nuevo el nacimiento, si al final no hay más que la muerte? ¿Qué significa todo esto?

—¿Y no esperas encontrar en ello la paz?

—No lo sé… pero hay un dios que no he conocido y hay un extraño clérigo que no he escuchado.

—¿Crees en lo que dice?

—No lo sé, pero creo que debo hacerlo puesto que él cree en sí mismo. Es algo que un clérigo cree también. Así, pues, lo probaré.

Hay también otra mujer anciana sentada a su lado, una mujer vulgar de rostro virulento, que se duerme mientras Andrew predica, y su mandíbula inferior cuelga.

—Buena madre, ¿por qué estás aquí?

Gruñe, abre los ojos, se ríe y se frota la cabeza para despertarse.

—Pues, verás, es así. No tengo ningún hijo porque estoy maldita y sólo dos hijas, casadas ya. Soy vieja; mi hombre, que es un haragán, hace diez años que no me da de comer, de manera que hago algún trabajo para alimentarme. Zurzo calcetines para los soldados, o lavo las legumbres para el dueño de una hostería, o friego los vasos de noche en lugar de los esclavos de los ricos, que son demasiado remilgados para hacer estos menesteres; hago todo lo que encuentro, porque no puedo estar constantemente yendo a llamar a la puerta de mis hijas con mi escudilla vacía, porque sus maridos se lo harían pagar a ellas. Tengo que arreglarme. He venido a ver si este extranjero quiere darme algún trabajo.

—Pero has dicho que crees en sus palabras… Deja que te rocíe con agua la cabeza.

—Bien… sí… ¿agua? Dejaré que me eche un poco porque estará contento y quizá me dará trabajo. ¿Lo conoces? ¿Quieres hablarle de mí? Dile…

En el otro lado de la sala donde están sentados los hombres, hay un muchacho pálido, con las piernas cruzadas, golpeando el suelo de ladrillos con el pie mientras escucha a Andrew sin oírlo. Algunas veces abre indiferente el libro de oraciones y otras mira hacia fuera por la ventana de sucios cristales.

—¿Por qué has venido, muchacho?

—Quiero aprender el inglés.

—¿Por qué?

—Quiero marcharme de este miserable poblacho. Quiero encontrar un empleo en una gran ciudad, Shanghai… Si sé hablar inglés, puedo encontrar un empleo en alguna gran oficina extranjera.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Lo he oído decir.

—¿No crees lo que dice?

—¿El extranjero ese alto? No creo en ninguna religión. No quiero religiones. Quiero dinero. Quiero ver el mundo.

Hay también un anciano, hay siempre un anciano.

—Anciano, ¿por qué has tomado el pan y el vino?

—La religión es buena… Todas las religiones son buenas… traen la paz.

—¿Crees en otros dioses además del de este hombre?

Sonríe con la alegría y la paz en el rostro; en él se refleja una calma de Buda.

—Creo en todos los dioses; todos son buenos.

Hay un mahometano alto. Todo es árabe en él; la demacrada línea de sus mejillas, la curva de su nariz, el delgado arco de sus labios.

—¿Has abandonado a Alá?

—Veo que el Alá que he buscado es el dios de este hombre. Me ha obligado a creer en Él.

—¿Cómo te ha obligado?

—Tiene fuego. Tengo fuego yo también. La llama de su alma se ha extendido y ha alcanzado la mía, y me ha obligado.

—¿No han renegado de ti tus amigos, tu familia?

—Sí, han renegado. No tengo amigos, ni tengo familia. Mi nombre ha sido borrado de los nombres familiares. Lo arrojaron a lo lejos el día que les dije que era cristiano.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Seguir a éste hombre.

—¿Y después?

—Lo seguiré.

Este hombre, en realidad, siguió a Andrew toda su vida y Andrew hizo de él un buen predicador. Hubiera podido ser el hermano de Andrew, tan iguales eran; ambos altos y delgados, rostros demacrados, narices aguileñas. Andrew era rubio, y el viento y el sol había dado a su rostro un tinte rojo oscuro, y el mismo viento y el mismo solo había curtido la faz del mahometano dándole un tono de cobre oscuro. Pero sus almas eran hermanas.

Y así venían, unos por una razón, otros por otra. Los que venían sólo por ver y oír una cosa nueva se marchaban. Pero siempre había el puñado que se quedaban por oír, por escuchar, aprender y comer, por lo menos, el pan y beber el vino. Después, habiendo ya comido y bebido, se aferraban a Andrew. Porque después de aquello estaban perdidos. Se habían separado voluntariamente de sus semejantes y no volverían a estar nunca más donde habían estado. ¡Cristianos! El color de sus almas había cambiado. Habían absorbido substancia extranjera. Jamás podrían regresar a aquella vieja vida hermética, bulliciosa y alegre de las calles, las casas de té y los mercados. Tampoco podrían presentarse nunca más ante los viejos dioses. Sus hermanos, sus amigos, no volverían a confiar jamás plenamente en ellos. Habían comido la carne y bebido la sangre de un nuevo dios.

Por aquellos tiempos había nacido Comfort, pero fue un hecho insignificante y para Andrew no representó diferencia alguna, especialmente siendo una hija. Sin embargo, hubiera debido estarle agradecido porque lo ayudó por el mero hecho de haber nacido. La cosa ocurrió de esta forma. Carie había perdido dos hijos en rápida sucesión y, súbitamente, ella, a quien Andrew conocía tan entera, tan invencible, quedó destrozada. Desfalleció y pidió regresar a su tierra.

Tampoco dejó Andrew de sentirse conmovido. Carie me dijo que no había visto jamás lágrimas en los ojos de Andrew, pero que la vez que estuvo más cerca de ellas fue cuando la muerte de Arthur. Aquella noche, mientras aquel cuerpecito yacía esperando su entierro, Andrew y Carie leyeron, como de costumbre, las Escrituras antes de irse a acostar. Andrew leyó el pasaje del rey David llorando delante del cuerpo de su hijo moribundo. «¡Oh, mi hijo Absalón, hijo mío!».

—Sollozó un poco —me dijo Carie—. Después siguió leyendo hasta el final con su habitual firmeza. «¡Hubiera querido Dios que muriese yo por ti, oh, Absalón, hijo mío, hijo mío!». Cerró la Biblia y volvió a ser el de siempre.

Porque Andrew creía de tal modo en Dios y en la Divina Providencia que no podía dolerse de nada. «Dios me lo dio y Dios me lo ha quitado. ¡Alabado sea el nombre del Señor!». Para él, esta vasta serenidad cubría el universo.

Pero cuando su segundo hijo, una muchacha, murió, Carie se volvió casi loca de dolor. Años después Andrew me dijo con voz sofocada:

—Jamás he visto un corazón más duro, una mentalidad tan irrazonable como la suya en aquellos tiempos. Nada de lo que le dije pudo convencerla. El doctor de Shanghai dijo que tenía que distraerse o perdería la razón. Tomé, pues, pasaje para Europa. Yo hubiera preferido Tierra Santa, pero ella no quería ir porque le habían dicho que los perros de los pueblos eran sarnosos como los de China y que el pueblo era pobre. Desembarcamos, pues, en Brindisi. Recuerdo que en Lucerna nos daban una miel deliciosa para el desayuno. En Roma vi una gran cantidad de estatuas desnudas. Esto parece extraño si se tiene en cuenta que Roma es el centro de la religión cristiana. Porque supongo que, para el Papa, el catolicismo no es más que una forma del cristianismo. Me cansé de Europa.

La verdad es, desde luego, que Andrew se cansaba pronto de todo lo que no fuese su trabajo. Había trazado tantos planes que cualquier vida era corta. Ante él se extendía todo el continente de China. Sólo avanzando incesantemente pudo conseguir completar, antes de morir, la campaña que con tanto ahínco había establecido en su mente. Carie solía decir que le parecía que el cerebro de Andrew era un mapa de China. Conocía todas las provincias, todas las ciudades, todos los ríos y poblaciones. Consideraba como suya aquélla en que había fundado una capilla. Ya establecida a su cadena de centros, se iba a un nuevo territorio.

Aportaba una profunda tensión interna y emotiva a su interminable y celoso predicar, a su desesperada idea de salvación, una tensión que le devoraba cuerpo y alma. Bajo su sereno exterior, ardía en su interior como una fiebre. Mientras visitaba las catedrales de Roma y de Florencia, estaba en realidad en China, planeando y pensando, preocupado, si el apóstol Chang no sería demasiado débil para ser dejado solo, si Li no sería demasiado dominador para las almas confiadas a su cuidado.

Pero tenía mucho más miedo de sus compañeros misioneros que de otra cosa, no fuese que cambiasen sus planes, despidiesen o substituyesen a sus ministros, o creasen disturbios metiéndose en sus intrincadas campañas. Cuando regresaba al hotel tomaba una hoja de papel y comenzaba a redactar con sus claras letras chinas cuadradas sus instrucciones, avisos y advertencias. «No escuches», escribía una y otra vez a su camarada Ma, mahometano un día, y hoy cristiano Ma, «no escuches a nadie más que a mí, que soy tu hermano espiritual. Recuerda el plan que trazamos juntos, síguelo hasta que yo llegue». Contemplaba las calles de Roma y veía el sol caer sobre los mármoles de las iglesias.

—Roma está llena de imágenes —decía— infinitamente peores en su desnudez que los dioses de los paganos. —Se pasaba la mano por la frente con un ademán de inquietud—. Tengo que ocuparme de los asuntos de mi Padre…

Anduvo por Europa como un león encadenado y pendenciero, intolerante con respecto a las costumbres locales. Se enfurecía particularmente con las continuas propinas. ¿Por qué a un tipo que no ha visto uno nunca, por haber llevado una maleta, hay que darle una cantidad de dinero suficiente para comprar el Antiguo y el Nuevo Testamento o ir a predicar durante una semana? Llevaba las maletas él mismo, entrando en los vestíbulos de los hoteles y apartando a los criados como si fuesen moscas. Sólo una vez fue vencido. Había instalado a Carie y a Edwin en el tren hacia Francia, y en vista de que había que esperar diez minutos, fue a los lavabos de la estación. Allí se dirigió a la encargada, que le tendía la mano y, sin hacerle caso, entró. Pero por una vez Andrew fue burlado. La encargada lo encerró dentro y escuchó inconmovible las vociferaciones de Andrew. Nadie sabe todo lo que dijo, Puesto que la encargada no hablaba inglés, y Andrew no quiso contar nada más que los hechos escuetos. Llegó corriendo al tren en los últimos minutos, con gran alivio de Carie y de Edwin.

—Me han encerrado —murmuró, jadeante.

Carie comprendió en el acto lo que había ocurrido.

—Hay que dar algo —dijo.

—No le hubiera dado nada si el tren no hubiese estado a punto de partir —dijo Andrew con firmeza, recobrando el aliento.

—Después de todo, están en su tierra —dijo Carie gentilmente—. Aquí somos forasteros.

—Esto no excusa el robo —dijo Andrew.

Era evidente que había habido una agarrada fuerte y, como dijo Andrew, el tren estaba a punto de arrancar. La única consecuencia de lo ocurrido fue hacerlo más empedernido que nunca. Sus mayores triunfos los consiguió en Francia y llegó más alto que ningún otro americano en la hazaña de no dar propinas en Francia. Sin embargo, a Andrew no le importaba nada el dinero y era capaz de arrojarlo a manos llenas cuando se trataba de comprar Biblias y folletos o libros de carácter bíblico, o se trataba de ayudar a algún estudiante en teología que esperaba a entrar en el seminario. Pero darlo sin más ni más, esto era una locura semejante a perder el tiempo fuera de los intereses de la Obra. Lo consideraba un pecado y era siempre intolerante con el pecado. Años después, sus hijos, demasiado sensibles, sufrieron y se estremecieron ante su desprecio y desdén por los rostros serviles. Su alta figura avanzaba indiferente, cargado de bultos y maletas.

—La gente no hace eso… —murmuraban angustiados en su adolescencia.

Pero Andrew apretaba sus mandíbulas con tesón. ¡La gente! Él escuchaba sólo a Dios.

Después de Europa, pensaba en su país con impaciencia. Allí, por lo menos, había una nación cristiana donde los hombres eran honrados y no estaban pensando siempre y únicamente en el dinero. El día en que el barco atracó en los muelles de Nueva York, estaba loco de alegría. Llevó sus equipajes a tierra y los metió en el primer coche de alquiler que encontró.

—Lléveme a un hotel decente y razonable —le dijo al cochero.

Carie, recordando los incidentes ocurridos en Europa, le dijo con su habitual cautela:

—¿No hubieras hecho mejor en preguntar el precio del coche?

Pero Andrew, con su habitual inconsciencia, respondió:

—Gracias a Dios, estamos ahora en un país cristiano.

Fueron dando tumbos por calles que no conocían.

—Está lejos —dijo Carie.

—¡Bah, Carie! Este hombre sabe lo que se hace —respondió Andrew.

El caballo, obedeciendo a un tirón de las riendas, se detuvo delante de un modesto hotel.

—¿Cuánto es? —preguntó Andrew.

—Cinco dólares —dijo el cochero.

Andrew quedó atónito. ¡Cinco dólares! Era mucho dinero. Pero el recorrido había sido largo. Pagó, siempre de buen humor.

—Estamos en nuestro país —dijo, subiendo las escaleras al lado de Carie y Edwin.

Entraron en la habitación que les habían dado. Carie fue directamente a la ventana, como hacía siempre en una ciudad desconocida. Se quedó con la boca abierta.

—¡Oh, Andrew, oh!… ¡Ven en seguida! —gritó, echándose a reír a carcajadas.

—¿Qué ocurre? —preguntó él, alarmado.

Llegó a su lado y siguió con la mirada la dirección que le señalaba su dedo. Allí, a menos de dos manzanas, estaba el barco del que habían desembarcado hacía media hora.

—¿De qué te ríes? —dijo Andrew con cierta amargura—. ¡Cinco dólares!

—Es que estamos en un país tan cristiano…

Fueron a su casa en tren, atravesando los Estados, las colinas pobladas de bosques que tan extrañas parecían después de la desnudez de los paisajes chinos, cruzando ríos que parecían arroyuelos después de la inmensidad del Yangtsé y el Río Amarillo, atravesando ciudades cuyas casas parecían irreales, tan ordenadas y limpias estaban al lado del hacinamiento fangoso y la confusión de los pueblos chinos. Durante sus diez años en China, Andrew no había visto un tren, y sintió un inocente deleite en aquella velocidad, si bien un deleite sólo relativo. Viajar en pullman no hubiera sido propio de un misionero. ¡Cómo! ¿Tomar el dinero que la iglesia había recogido a fin de que los Evangelios pudiesen ser difundidos en tierra de paganos y gastarlo en preocuparse un muelle lecho para él y los suyos? Hubiera sido para él un sufrimiento. Viajaron en coches ordinarios y aun así temía que fuese demasiado lujo. En cuanto a los coches restaurantes, los consideraba sencillamente una extravagancia pecaminosa. ¡Pagar aquellas cantidades por la comida! Compró unos bocadillos y gozó tanto con ellos como con el sacrificio.

El regreso a su casa le causó una extraña impresión. Cuando diez años antes Carie y él se marcharon, tuvieron la sensación de abandonar el hogar y sus padres para ser dignos de la causa que había emprendido. La inmensa granja se extendía por aquellos campos como hogar de su cuerpo, como el cielo que la cubría era el hogar para su alma. Sus padres parecían inmortales, aferrados a la tierra. Pero ahora llegaba para darse cuenta de que la casa, el hogar, era como una concha que hubiese crecido demasiado. Sus ojos habían visto extrañas cosas. Sus pies habían recorrido muchas millas sobre otros suelos. Habían criado chiquillos bajo otros techos, y tres de ellos yacían ahora sepultados en tierras extranjeras. La vieja alquería estaba destartalada, amenazando ruina. Lo que le había parecido tan espacioso y bello en su juventud, se había convertido ahora en una estructura vieja que necesitaba remiendos y pintura. Los pilares de madera del porche se tambaleaban, el techo estaba resquebrajado, y el vallado tan destrozado que los cerdos entraban y salían a su antojo. En la casa vivía todavía el anciano granjero, pero su fuego se había convertido en rescoldo. La eterna querella entre él y su mujer no se había modificado. Cada noche se sentaba en el suelo delante del fuego, como siempre había hecho, contemplando los carbones ardientes, y ella lo censuraba como de costumbre por no sentarse decentemente en el sillón frente al suyo.

—¡Qué tontería!…, Te estás haciendo viejo… te acercas a la muerte.

Lo cierto era que, de los dos, ella era la más fuerte, la más viva, la más alerta. Pero no había trabajado tanto como él. Se limitaba a permanecer sentada bajo el porche o al lado de la ventana y así pasaba las horas. De vez en cuando, erguida y firme, se atrevía a entrar en la cocina a pescar algo que comer, un resto de tarta, un poco de mermelada de manzana y un trozo de pan salado, una pata de pollo asado fría o una lonja de jamón, y con esto volvía a su inmóvil pasatiempo.

—¡Comiendo otra vez! —gruñía el viejo—. ¡Siempre comiendo!

Pero ella seguía tan delgada, y esbelta y firme como un nogal, y vivió mucho más que él.

Todos los hijos se habían marchado de la casa desde hacía tiempo, salvo el menor, que estaba ya hablando de marcharse. Un hijo tras otro se habían ido por estos mundos a predicar y él quería irse porque había oído la llamada también. Pero el viejo no quería que se fuese. Uno de los hijos tenía que trabajar la tierra. Y así, el más joven de ellos, alto y de ojos azules como todos ellos, empujaba el arado con rabia, pensando en que el día en que su padre muriese seguiría el camino de los otros. Iría al colegio y al seminario y subiría al púlpito y diría a sus fieles cuál era la voluntad de Dios. Entretanto, se había casado con una rolliza irlandesa de vivos ojos negros, famosa cocinera y excelente ama de casa. Ella era quien barría y aseaba, cocinaba y arreglaba la casa, e intervenía en las discusiones entre marido y mujer. Tenía una lengua viva y un temperamento irlandés, el que suelen tener los irlandeses de cabello y ojos negros, y sus mejillas eran rojas, y su boca adusta. Pero tenía buen corazón, la comida era abundante, y alrededor de la mesa había sitio para todo el mundo.

Pero los hermanos y sus esposas estaban desparramados por el Estado. David, el más docto, era desde hacía mucho tiempo ministro en el pequeño pueblo de donde era oriunda Carie. Hiram, el más bello, se había casado con una joven beldad, de bolsa bien forrada, y sabía que había conseguido una cosa rara. Predicaba en el Sur. Isaac estaba en Missouri, delicado todavía a causa de sus años en la cárcel; Christopher, el metodista, estaba «alborotando», como decían sus hermanos, en la iglesia metodista. John, el prudente, casado con la viuda rica, administraba su fortuna, viviendo en una espaciosa y confortable casa de ladrillos en medio de sus vastas y fértiles tierras y había sido elegido en la legislatura. La vieja casa estaba vacía.

Andrew no pudo quedarse allí tampoco. Cuando llegó a su casa, los antiguos quehaceres cayeron de nuevo sobre él; vacas que ordeñar, heno que segar, caballos a los que dar el pienso. Cayó de nuevo en aquel viejo trabajo agotador y fue horrible para él. A cada momento recordaba que en China había millones de hombres que morían sin conocer la existencia de Dios y que él era capaz de salvar sus almas, y en cambio, ¡estaba allí ordeñando las vacas! La vieja impaciencia se apoderó de él.

Y era todavía Andrew el más joven. En el momento en que entró en aquella casa dejó de sentirse el elegido de Dios. Volvió a ser el más joven de los hijos, menos favorecido que los demás. Su madre, mirándolo, observó que estaba amarillo. Su padre se echó a reír en son de mofa. «El clima pagano y la comida pagana», exclamó.

Sus manos se endurecieron y sus uñas volvieron a romperse. Desde hacía años había sentido una secreta vergüenza de sus manos, desde que uno de sus hermanos, Hiram quizá, lo había hostigado aludiendo a su tamaño y sus huesos. «Parecen unas manos de viejo», decía siempre. Y su madre, al oírlo, respondía plácidamente: «Andy ha tenido siempre manos de viejo, incluso cuando era un chiquillo». Ya viejo, sus manos eran sumamente bellas, grandes y esqueléticas, pero delicadas y llenas de gracia. Pero Andrew odiaba el trabajo manual, si bien lo hacía concienzudamente, como todo lo que hacía, hasta donde supiese, pese a detestarlo.

Años después, el gran resentimiento que guardó contra su primera visita a su casa fue que nadie le preguntó nada respecto a su vida y a su obra.

—No lo comprendo —decía con sinceridad, con sus ojos azules llenos de dolor y extrañeza—. No me han preguntado nada sobre China.

Era un viejo resentimiento que llevó en su corazón durante todos aquellos años. Llegó a su casa hecho un hombre, alto y sensato, más maduro en experiencia que ninguno de los demás. Había estado más allá de los campos y las colinas, más allá incluso de los horizontes del Oeste, que tan lejanos parecían, más allá del mar. Había comido manjares extraños, paseó por calles de ciudades alejadas y aprendió a hablar otra lengua que la suya. Pero ahora no era más que Andrew que había regresado a su casa. A nadie le importaba que hablase, leyes y escribiese el chino a la perfección; nadie le preguntó: «¿Qué comen en aquel país y de qué manera van vestidos?». Examinaron brevemente algunos regalos que Carie había traído. Su anciano padre estuvo más que contento cuando Carie cogió su vieja chaqueta y le dio vuelta y la dejó nueva otra vez.

Andrew, pensando en aquello cuando era ya viejo, dijo, mientras aparecía en sus mejillas un doloroso rubor:

—Decían que era muy tranquilo y que nunca hablaba. Pero ellos no me preguntaron nada. ¿Por qué tenía que decirles lo que no les interesaba saber?

Eran gente poco comunicativa. Una vez, riéndose y con un cierto punto de amargura en la voz, Carie dijo:

—¡Pobre abuelo! Nadie lo ha besado desde hace muchos años. Recuerdo que la primera noche que estuvimos allí, Edwin nos besó al darnos las buenas noches, como hace siempre, y en un arranque de cariño, fue y besó al abuelo también, y el pobre viejo quedó tan extrañado que creí que iba a asustar al chiquillo. No se movió ni dijo una palabra, y su rostro no se inmutó, y Edwin se echó atrás, asombrado. ¡Me dolió tanto!… Me dolió por los dos.

Estar en su casa no era, pues, un consuelo para Andrew. Era tan sólo un retorno a las antiguas inferioridades. Sin embargo, Andrew fue quien, durante su estancia allí, ayudó a su padre a percibir los arrendamientos de los colonos descuidados y le puso las cuentas en orden. Fue Andrew quien reconstruyó el techo del viejo henil, pintó la casa y reparó la escalera. El deber lo empujaba, como la ambición, el amor o el placer pueden empujar a otro hombre. Jamás eludía un trabajo que detestaba si creía que era su deber. Porque Dios ha dicho, «Honrarás padre y madre». Obstinadamente y con paciencia, él los honraba.

Pero había veces en que Andrew conseguía hallar la satisfacción de que su alma estaba sedienta. Fue enviado a predicar en algunas iglesias por las misiones. No predicó en las iglesias de las ciudades ante un auditorio elegante y orgulloso que en media hora quería que les diese un resumen de las necesidades de China. Andrew iba a las iglesias rurales, donde la gente no tenía prisa, y en las que los fieles esperaban algo suficientemente largo que mereciese la pena de ponerse el traje de los domingos y recorrer largas distancias por caminos polvorientos. Los granjeros y sus esposas escuchaban atentamente las historias que él les refería respecto al pecado y la miseria, y cómodamente sentados se daban cuenta de que ellos no cometían pecados ni tenían mucha miseria. Cuando había terminado, nadie miraba el reloj, contribuían con su óbolo a la colecta y alguno que otro lo invitaba incluso a comer.

¡Aquellas comidas! Recordándolas al cabo de algunos años, Andrew solía decir con una especie de culpable placer:

—¡Qué derroche! Pollo asado, jamón frío, cuatro o cinco clases diferentes de legumbres y patatas, ensaladas, variantes y conservas, libras de cake y, lo creáis o no, ¡helado! Hubiera sido servir más a Dios poner más en el plato de la colecta y menos en el estómago.

Pero Andrew conservaba su horror por todo lo que fuera excederse. Le gustaba la buena comida, como a todo el mundo, pero no comía más que lo que consideraba necesario para tener fuerzas para la obra de Dios. Cuanto más refinado era el trozo, con mayor obstinación rehusaba un nuevo bocado. Platos sencillos y comer lenta y parsimoniosamente, era su regla. Y, sin embargo, su inocente placer ante una buena taza de té caliente un día de frío, o un buen plato de sopa a la hora de la cena, terminados ya sus deberes, era tan intenso como el del más refinado gourmet ante la vista de una tortuga o caviar o cualquier otra inútil delicadeza. El resultado de esta parquedad fue, naturalmente, que vivió hasta los ochenta años fuerte como un roble, y cuando su cuerpo fue lavado para el entierro, su carne era tan tersa y suave bajo el intenso curtido del sol en su rostro y su cuello, como podía ser la de un chiquillo.

Poco anotó de aquellos dos años transcurridos en su tierra natal. Dos años permanecieron dolorosamente allí contra su deseo, porque Carie estaba embarazada y no quería volver a China hasta que el chiquillo hubiese nacido. Él hubiera podido insistir y vencer, pero el padre de Carie, que era un hombre pequeño de estatura, pero con un alma de Hércules, le recordó los tres hijos que habían muerto.

—Este chiquillo tiene que nacer bajo mi techo —dijo en tono conminatorio.

Y así Andrew esperó al lado de Carie en su viejo caserón, impaciente por salvar otras almas ya nacidas, hasta que la nueva alma apareció. Era una niña y no valía la pena de haberla esperado. Andrew no lo ocultó nunca. Años después, cuando la chiquilla creció y comenzó a escribir libros, Andrew no quedó impresionado: Novelas… No tenían valor; si era perder el tiempo de Dios incluso leerlas, mucho más escribirlas. Cogió una de ellas una vez, un grueso volumen, y lo miró, volvió una o dos páginas y lo cerró.

—Me parece que no lo entendería —dijo con su abstraída amabilidad y sin querer en absoluto ser desagradable.

Una vez, creyéndolo su deber, dijo:

—Espero que no escribirás nunca nada que no sea verdad, hija mía.

Pero no esperó la respuesta. No le importaba cuál pudiese ser. Desde el momento en que había hecho la observación, su deber estaba solamente en cumplido.

Andrew no pretendió nunca hacer creer que quería tanto a sus hijas como a sus hijos. Sus hijas existían, como su madre, para ocuparse de él. Si en esto hubiese advertido su egoísmo, difícilmente lo hubiera soportado. Pero no se daba la menor cuenta de ello. Era tan confiado, tan egoísta como un chiquillo. Cándidamente veía a las esposas y las hijas sólo para las cosas materiales, dando por cosa sabida la comodidad de la comida y el aseo de las ropas, y el calor, y la luz, y todo lo que requería un hogar. Una vez, siendo ya viejo, cuando Carie no estaba allí y dependía en estas cosas de una de sus hijas, ya casada también y hacendosa como la que más, cayó muy enfermo, y después de algunos días de cuidados, no teniendo a su lado más que a su hija, el doctor lo mandó a un hospital. El pobre hombre fue muy desgraciado allí porque no tenía confianza en manos desconocidas.

—Quiero irme a casa —dijo al tercer día—; tengo una hija que no tiene otra cosa que hacer que cuidarme.

Para esto eran las hijas.

Pero cuando era joven no las necesitó y tenía prisa en acudir al servicio de Dios. De nuevo se despidió de su hogar y de sus padres. Pero esta vez no estaba en la duda y la ignorancia de lo que le esperaba. Poseía plena fuerza de madurez y confianza. Sabía a lo que iba, y estaba tan seguro de sí mismo como de su misión.

No tenía que volver a ver nunca más su casa ni sus padres. Cuando, algunos años después, regresó de nuevo, aquella mujer plácida y obstinada y aquel hombre de espíritu altivo y dominador habían muerto, y el padre había dicho antes de morir:

—Dios me ha engañado. He tenido siete hijos y no me ha dejado ni uno para cuidar de la tierra. —Y así, gruñendo, entró en la eternidad. La casa y las tierras fueron vendidas en subasta, y cuando el dinero fue repartido entre siete hijos, les tocó un trozo de pan a cada uno. Eligieron a uno de los hermanos para ocuparse de la sucesión y, una vez estuvo terminada, lo recriminaron por ser mal administrador; todos menos Andrew quien, a diez mil millas, era indiferente a todo. Cobró su parte y la invirtió en su Nuevo Testamento. Pero también Andrew, como todos los hombres de Dios, era mal hombre de negocios.