CAPITULO IV

Lo verdaderamente encantador de Andrew y Carie era que siempre tenían dos versiones totalmente distintas de la misma historia. Jamás veían la cosa de la misma manera ni pensaban igual sobre nada, y parecía casi que no hubiesen ido al mismo sitio ni hubieran visto la misma gente. Andrew no recordaba del viaje por el canal más que su conversación con un misionero anciano y sus inmensos progresos en la lengua china, mientras Carie pasaba las horas en la diminuta cubierta bajo la gran sombrilla para protegerse del sol, contemplando el desfile de las riberas, los campos de arroz en plena siega y los diminutos pueblecillos. Lo sé porque cuantas veces me he paseado por los campos chinos en septiembre, he oído resonar en el aire cálido y sin brisa el sincopado golpear de los mayales que derriban las espigas sobre las eras. Conozco el azul profundo de los cielos por encima del oro de los campos segados, y las bandadas de blancos ánades picoteando los diseminados granos de arroz. Hacía calor todavía y grupos de chiquillos desnudos y tostados por el sol se agrupaban agachados bajo la sombra de los árboles. Y el aire era dulce y soñoliento bajo el rítmico golpear de los mayales.

Pero Andrew estaba atento a los quehaceres de su misión.

—Todo era mucho mejor de lo que yo había soñado —me dijo un día—. Las casas eran grandes y limpias y la comida excelente. Yo había esperado vivir en pequeñas chozas. Me sentí incómodo en medio de aquellas comodidades, buena comida, servicio, espacio… Vuestra madre hizo unas cortinas rosa para nuestra habitación. Me pareció demasiada coquetería y así se lo dije.

—¿Y las quitó? —pregunté yo.

—No —dijo—, siempre tuvo sus ideas. Pero yo estaba muy poco allí. Pasaba la mayor parte del tiempo abajo, en mi estudio. Comenzamos a estudiar el chino a la mañana siguiente a nuestra llegada. Empezábamos a las ocho y estudiábamos hasta las doce, y de nuevo desde la una hasta las cinco. Entonces íbamos a andar para hacer un poco de ejercicio. No teníamos libros de texto, por decirlo así, de manera que comenzamos a leer la Biblia por el Nuevo Testamento. El profesor nos leía un versículo y nosotros lo repetíamos tan parecido como nos era posible y en el mismo tono. Lo hacíamos cada día, excepto el domingo.

—¿Y no os cansabais? —preguntamos.

Carie a menudo se había cansado. Contra la pared de cemento de nuestra casa había un arriate de crisantemos, y cuando no podía soportar por más tiempo el zumbido monótono de la voz del viejo profesor, se sentaba junto a la ventana y contemplaba el fuego de las carnosas flores. No lo hacía muy a menudo, sólo cuando no podía soportar por más tiempo aquel zumbido. Y cuando se mustiaban, teníamos también un macizo de bambúes cerca de la ventana. Y algunas veces, por el trozo de cielo que veíamos, pasaba una bandada de gansos.

—¡Cansarnos! —exclamó Andrew—. ¿Cómo podía yo cansarme cuando estaba haciendo la cosa que más había anhelado hacer…, prepararme para mi obra?

Toda su entereza, heredada de los teutones ancestrales, llenaba aquel estudio. Hurgaba y desmenuzaba las raíces de aquel lenguaje. Aprendió los doscientos catorce radicales y los tonos de las palabras, las aspiradas y las no aspiradas. Dominó la gramática y profundizó en el idioma. Comenzó el estudio de los clásicos de Confucio. De manera que poseyese, desde el principio, un vocabulario y un modo de expresión cultos. Una característica de su tenacidad y la exclusividad de su propósito fue que la filosofía de Confucio, tan esencialmente igual a la de Jesucristo, nunca le pareció que tuviera importancia.

—Confucio dice algunas cosas muy bonitas —decía a menudo con calma—, pero no sabe nada de Dios y, desde luego, no entiende nada de la perversidad de la naturaleza humana y de la necesidad de la salvación del pecado por el camino de Nuestro Señor Jesucristo.

Al cabo de unos años sentía un profundo desprecio por aquellas almas misioneras más delicadamente equilibradas, que veían en la sapiencia de Confucio, a pesar de todo, un medio de salvación.

«Está fuera del buen camino», solía decirles con acento de piedad auténticamente genuina.

Pero Andrew hallaba motivos de un asombro interminable en sus compañeros de misión. El pueblo que lo rodeaba se hallaba en el estado en que había esperado encontrarlo: ignorante. Pero no había esperado encontrar misioneros tan humanos.

—La mayoría de ellos —decía—, aunque buena gente, no eran muy brillantes. Aquél —exclamaba refiriéndose a otro, uno determinado— era un holgazán… No quería dejar las comodidades de su casa. Iba a la iglesia cercana un par de veces por semana y después se asombraba de que Dios no le enviase conversiones.

»Había muchos que se peleaban —añadió, recordando los primeros religiosos que conoció—. Recuerdo cuán asombrado quedé cuando fui mandado a Suchow y encontré allí al doctor DuBose y al doctor Davis, los dos únicos blancos de la ciudad, que vivían uno en el Norte y el otro en el sur y no se veían nunca ni se hablaban. Cuando fui a ver al doctor Davis y le hablé del doctor DuBose, me dijo: “¡Oh, cuánto detesto a este hombre!”. —Hizo una pausa y prosiguió—: Me quedé escandalizado. —Y después reanudaba su relato—: Cuando fui mandado río arriba hasta Chingkiang encontré al doctor Woodbrigde y el doctor Woods. Pasaban la mayor parte de tiempo jugando al ajedrez y eran alternativamente amigos y enemigos. Yo llegué durante un período de enemistad. No se hablaban. Cada uno de ellos me expuso la total incapacidad del otro para la Obra de la Misión. Yo creí mi deber escucharlos a ambos imparcialmente y tratar de reconciliarlos.

Esbozó una sonrisa de desengaño.

—¿Y lo conseguiste? —preguntamos.

—Hasta cierto punto; conseguí que se uniesen contra mí.

Y soltó su risa cordial y silenciosa.

Lo que Andrew no supo jamás, ni lo supe yo hasta que crecí y pude darme cuenta, era que, bajo su aparente tranquilidad, Andrew era un batallador, un hijo de Dios yendo continuamente hacia adelante, un ángel luchador. Uno de mis más remotos recuerdos de aquella casita cuadrada de la misión es el de la tarde de un lunes consagrado a lo que llamábamos «reunión local», y a la que acudían los misioneros residentes. El domingo anterior todos habíamos quedado saciados de los tres servicios religiosos, y no solamente saciados, sino agotados. Al día siguiente era lunes. Centenares de tardes de lunes he asistido, en mi asombro de chiquilla, a esas reuniones, mirando los rostros obstinados de mis mayores y escuchando una voz obstinada después de otra.

En aquellos tiempos, me era imposible saber cuál era el motivo de la discusión porque cambiaba continuamente. Muchas veces era por cuestión de dinero: si míster Wang, por ejemplo, el evangelista de la capilla de la Puerta del Oeste, tenía que cobrar diez dólares al mes en lugar de ocho. Yo esperaba que le diesen diez, porque me gustaba el alegre rostro redondo del pequeño míster Wang, que me traía paquetes de pasteles de arroz el día de Año Nuevo. Transcurrieron horas en la discusión de los dos dólares. Pero parece que los dos dólares podían darle ideas a míster Wang…, le proporcionarían lujo quizá…, el dinero de la misión era sagrado…, era un depósito. Míster Wang tenía que quedarse con los ocho dólares. Carie se levantó y salió con el rostro muy colorado. Yo la seguí tímidamente.

—¿Qué te pasa, mamá? —quise saber.

—¡Nada!, —dijo ella, apretando los labios—. ¡Nada, nada absolutamente!

Pero yo lo vi todo en su rostro. Volví a la habitación, desfallecida, pero vi que míster Wang había sido completamente olvidado, y estaban discutiendo ahora el repintado de la puerta de la iglesia, o un nuevo crédito para impresión de folletos o la apertura de una nueva residencia. Andrew quería extender continuamente la Obra, abrir nuevas residencias y los demás no se lo dejaban hacer. Al oírlos, mi corazón se llenaba de lágrimas de desaliento. Me parecía que aquellos hombres y mujeres de pieles correosas, labios duros y ojos amargos iban siempre contra Andrew y Carie. Andrew estaba allí sentado, sin mirarlos nunca, oteando a través de la ventana hacia el valle y las colinas, con su frente blanca y serena, su voz pausada y tranquila.

Una y otra vez repetía:

—Considero mi deber penetrar más hacia el interior. Siento que sea contra su voluntad, pero tengo que cumplir con mi deber.

Así Andrew tomaba también parte en la discusión, pero a su manera. Jamás obedecía a ninguna regla, porque parecían estar siempre en contradicción con su deber y él sabía siempre cuál era. Los demás podían votar y decidir, porque la Obra era regida por una especie de democrática decisión de todos los misioneros, sujetos a los comités financieros de América. Pero Andrew no escuchaba más que a Dios. La falta de dinero no lo detuvo nunca. Si no tenía dinero —y no tenía nunca—, escribía a alguien que conociese y lo tuviera, pidiéndolo sin avergonzarse. Si lo conseguía, lo cual era frecuente, tenía el deber, según la regla de la misión, de comunicarlo y ponerlo a la disposición del presupuesto general. Pero si bien pensaba en ello y lo comunicaba, jamás lo entregaba y disponía de él como quería, siempre para penetrar más hacia el interior y abrir nuevos centros en los que predicar. He visto a misioneros inferiores y más burocráticos volverse casi locos tratando de fiscalizar a Andrew. Le dirigían palabras amargas, lo amenazaban con la expulsión si no obedecía las reglas establecidas; una y otra vez lo trataban de hereje, lo llamaron incluso demente porque no escuchaba lo que le decían. Era una roca en medio de aquel mar de espuma, inconmovible, sereno, sin resentimiento, pero tan determinado, con tanta obstinación en sus designios, que sé que hubo quienes, al ver aquella alta, obstinada y angélica serenidad, tuvieron la sensación de rugir y golpear sus cabezas contra un muro en un exceso de rabia irrefrenable. Pero Andrew no se daba cuenta siquiera de que estuviesen enojados con él. ¿No les había dicho acaso la voluntad de Dios? Tenía que obedecerla.

Bien, pues la voluntad de Dios lo llevó a la línea de batalla toda su vida. Mantuvo una guerra constante, batallas y escaramuzas, pero nunca una retirada. Una de sus guerras, que el tiempo y su determinación le ganaron al fin, fue la educación del clero chino. Cuando llegó a China encontró al clero del país en su mayoría analfabeto. Habían sido coolies, criados, porteros de las misiones, gentes humildes que se habían convertido fácilmente y que con mayor facilidad todavía habían alcanzado la alta supremacía de subir al púlpito para arengar a una muchedumbre indiferente. Andrew quedó profundamente impresionado. Era un hombre letrado, amante del saber; se daba cuenta de la calidad intelectual de los chinos y de cuán poco los chinos de cierta valía y calidad podían respetar aquellos hombres ignorantes. Aquello era llevar la Iglesia al menosprecio.

Parece absurdo ahora, tres cuartos de siglo más tarde, recordar el escándalo suscitado por esta creencia de Andrew. Fue llamado herético, denunciado por liberal y modernista, por no creer en el poder del Espíritu Santo, confiar más en el cerebro del hombre que en el poder de Dios, por todo aquel escándalo y alboroto habitual contra los que habían osado diferir de los principios de la religión ortodoxa. Porque, gritaban los ortodoxos —¿es que no gritan siempre los ortodoxos?—, Dios lo puede todo. Puede hacer de un portero un gran predicador. El conocimiento humano no era más que decepción, «sucios andrajos»: así les había enseñado San Pablo a llamar todo raciocinio humano.

Andrew, sacando la cabeza por encima de aquel remolino, comenzó a juntar a su alrededor un pequeño grupo de cinco o seis intelectuales a quienes daba clase en su estudio. Les enseñaba historia, filosofía religiosa, hebreo, griego, homilética, todo aquello que le habían enseñado a él en el seminario. Dio esta clase durante años enteros, mientras los discípulos cambiaban. Jamás empleó un hombre inculto en sus iglesias. Cincuenta años después de comenzar esta guerra vio inaugurado un floreciente seminario teológico y cerró su clase. Su mundo había creído en él.

Venía después la cuestión de las sectas religiosas. Uno de los más avasalladores imperialismos del Oeste había sido hasta entonces la dominación de los metodistas, presbiterianos, bautistas, etc., sobre el pueblo chino, hasta alcanzar el número de más de cien tipos diferentes de sólo religión cristiana protestante. Esto había sido en China, más que un imperialismo espiritual, imperialismo físico también. Se había hablado mucho en las esferas políticas de influencia, y el Japón, Alemania, Inglaterra y Francia dividían la China en áreas para ejercer en ellas su poderío y su comercio. Pero los misioneros dividían China también. Ciertas provincias, ciertas áreas, eran concedidas para su dominio y propaganda sin que en ellas hubiese competencia.

Andrew había nacido desde luego para la competencia, porque hacía siempre lo que quería. Iba a predicar donde le parecía. Si algún metodista airado le hacía ver que en determinada población había ya una capilla metodista y que, por consiguiente, él no tenía derecho a predicar allá, se encogía de hombros y predicaba igualmente. Acusado, decía con calma:

—Los metodistas no realizan nada allí. El hombre que tienen en la capilla es más seco que un palo. No puedo consentir que toda la población se quede sin Evangelios.

Sí, era verdaderamente un hombre para enloquecer a cualquiera.

Porque, por ilógico que parezca, era capaz de mostrarse implacable con el que pisase su terreno. Una especie de duende de nuestra infancia era un cierto misionero bautista tuerto, que ahora sé que era un buen hombre a carta cabal, no más obstinado que los demás en sus creencias, pero a quien juzgué durante toda mi infancia por un espíritu de las tinieblas. Yo saqué esta impresión de Andrew, porque el buen hombre creía en la inmersión total como verdadero bautismo, mientras Andrew, siendo presbiteriano, se limitaba a rociar las cabezas de los conversos. Pero el bautista tuerto se metió en el territorio de Andrew diciendo que el rociar era erróneo.

Era una situación divertida, humorística sólo para el observador imparcial. Porque el pueblo ignorante, creyendo que si un poco de agua era saludable para el alma, cuanta más agua mejor, con gran indignación de Andrew, seguía al tuerto. Más aún, había ciertos desconcertantes pasajes del Nuevo Testamento que parecían apoyar la teoría del tuerto de que Jesús metió enteramente en el agua a algunos catecúmenos. Lo único que verdaderamente ayudaba a Andrew era que la mayoría de los chinos se mostraban reacios a dejarse meter en el agua, especialmente en invierno, de manera que esta inmersión sólo gozaba de cierta popularidad en verano.

La guerra siguió adelante año tras año, y la cosa era tanto más embarazosa cuanto que Carie tenía una buena amistad con la esposa del bautista. A menudo, durante las comidas, permanecíamos todos silenciosos mientras Andrew, con involuntaria elocuencia, decía el concepto que le merecían las otras sectas, sobre todo la locura de la inmersión, y muy especialmente la de decir al pueblo ignorante que debía practicarla.

En su defensa hay que reconocer que era una ruda prueba trabajar para hacer de un pagano un buen presbiteriano en un solo curso y averiguar al final que había sido inmergido como bautista. Había que trabajar y pensar y sufrir molestias para imbuir a un pagano los fundamentos del cristianismo y poder apuntarlo como un adepto más en las estadísticas, y cuando el adepto resultaba que se había inscrito como bautista, la cosa no era ni más ni menos que un robo religioso.

Después de treinta años de guerra implacable, la situación quedó definitivamente solucionada una mañana al ser hallado el misionero tuerto muerto en un bosque, de un ataque al corazón. Andrew se consideró suficientemente vengado. Estaba desayunando cuando un portero de la misión le trajo la triste noticia. Antes de responder vertió leche condensada en su café y añadió un poco más de azúcar que de costumbre. Tenía una secreta adoración por el azúcar, pero se obligaba a ser parco con él. Pero aquella mañana se excedió. Después nos miró a todos a su alrededor y con una voz que delataba un legítimo triunfo dijo con calma.

—Ya sabía yo que el Señor no permitiría que estas cosas durasen eternamente.

Después se convirtió en un infatigable abogado de la unión de las sectas. Pero ésta es la historia de otra guerra y murió antes de haberla terminado.

La verdad es que los primitivos misioneros eran guerreros natos y hombres de gran valor, porque en aquellos días la religión era todavía una bandera bajo la cual se alistaban. No había alma timorata o débil capaz de surcar los mares hacia tierras extrañas y desafiar la muerte, a menos de llevar consigo la bandera bajo la cual incluso la muerte sería un final glorioso. Los primitivos misioneros creían en su causa de la misma manera que hoy el hombre no sabe en qué creer. El cielo era un espacio lleno de toda suerte de bondades. El infierno quemaba, no sólo para los malvados que morían con falsas creencias, sino, más horrible todavía, para los que morían en la ignorancia. Seguir adelante, predicar, advertir, salvar al prójimo; todo esto eran urgentes necesidades que tendían a salvar las almas. Era una especie de locura de necesidad, una agonía de salvación. Aquellos primitivos misioneros luchaban por una causa desesperada, para salvar a aquéllos que nacían más aprisa, y morían más rápidamente de lo que podían ser salvados. Trazaban vastos planes, hacían campañas de centenares y miles de kilómetros, iban rápidamente de un alma a otra. Llegaban incluso a estimar en dos minutos el tiempo necesario para decirles a modo de camino de salvación: «¡Cree en Nuestro Señor Jesucristo! ¿Crees? ¡Salvado! ¡Salvado!».

No es cosa de reírse de ello, ni aun en nuestros días de general escepticismo. Era algo terrible, un escalofriante horror, no sólo por el bendito ignorante que moría pacíficamente e iba al infierno con su ignorancia, sino por aquellos hombres y mujeres frenéticamente desesperados que sentían sobre ellos la, responsabilidad de salvar las almas. Sólo el fuerte podía soportar la carga, sólo el esperanzado podía comer, dormir tener hijos, viviendo sus días bajo el peso de tal opresión.

Pero eran fuertes. No he visto en ninguna parte el semejante de Andrew y su generación. No eran gentes pacíficas que se quedaran en casa y vivieran beatamente de la tierra. Si no hubieran sido osados misioneros, hubieran sido buscadores de oro, exploradores de los Polos o habrían navegado en las barcos piratas. Si Dios no se hubiese apoderado de sus almas tan jóvenes, hubieran mandado de alguna otra forma sobre los indígenas de lejanas tierras. Eran orgullosos y pendencieros, bravos, intolerantes y apasionados. No había ni un solo pusilánime entre ellos. Caminaban por las calles de China con el paso firme del hombre seguro de su derecho. Ningún desfallecimiento los asaltaba, ninguna duda los debilitaba. Tenían razón en todo lo que hacían y libraban las guerras de Dios seguros de su victoria.

¡Ya se fueron todos hoy! No queda ya ninguno como ellos. Los que ocupan sus sitios en nuestros tiempos modernos mueren con la duda y la desconfianza en sí mismos y en su misión. Hablan de tolerancia y mutua estimación, de educación liberal, de relaciones amistosas y de toda clase de debilidades. Ven el bien en todas las religiones y no sostienen guerras ya, sino que consagran sus vidas a asegurarse un buen pasar. No hay vocación en ellos. Me parece oír todavía a Andrew leer el Libro de la Revelación: «Y porque eres tibio, ni frío ni caliente, así te escupiré de mi boca». Los titanes han muerto.

Mi recuerdo de aquel grupo de media docena de personas modestamente vestidas es un poco vago. Ahora, desde luego, después de saber cómo es la gente en los sitios ordinarios, me doy cuenta de la imposibilidad a que sus almas humanas eran sometidas. La verdadera historia de la vida en la residencia de una misión no ha sido referida nunca. Si se cuenta, debe ser referida, si ha de referirse verídicamente, con tan vasta comprensión, ternura y crueldad que quizá no será descrita nunca. El drama es aterrador. Imaginad dos, cuatro, cinco; seis —raras veces más—, hombres y mujeres blancos, algunos casados, otros desfalleciendo sin el consuelo de ser consagrados por el celibato; imaginadlos arrojados juntos, heridos o ilesos, sin la menor consideración a ninguna clase de simpatía natural, a una ciudad del interior de China, viviendo juntos durante años y años, sin alivio a esa forzosa intimidad de la misión, obligados a trabajar juntos, pero incapaces, debido a la estrechez de sus puntos de vista mental y espiritual, de hallar alivio o escape en la civilización que los rodea. Entre esos muros de cemento está todo su mundo real. Sus únicas amistades son de unos con otros; de lo contrario, la soledad absoluta. Raras veces llegan a conocer el idioma chino lo suficiente para gozar de la sociedad china o de la literatura, incluso si sus prejuicios no se lo prohíben. Allí están, luchando por mantener las bases de la fraternidad cristiana, luchando contra sus deseos y antipatías naturales, malgastando su espíritu en su intento de conciliar lo que es irreconciliable.

¡Y cuántas historias increíbles, patéticas, humanas, inevitables! Son historias calladas, mantenidas secretas por la salvación de la Obra, de la Iglesia, de la vergüenza, de Dios… pero ¡qué historias!

Hubo aquel santo varón de cabello blanco que con tanto ahínco trabajó durante años y años, para acabar al fin con una locura extraña, pacífica, amparado tan sólo por su fiel y acongojada esposa. La historia trascendió, como trascienden siempre, por causa del servicio. Tenía una concubina, una muchacha china del campo, de lozano rostro. Sí, su esposa lo sabía. Juntos habían orado por ellos en la congoja, pero había en él la sed insaciable de… estas cosas. Era difícil de comprender, era tan bueno. Y entonces su mujer se había acordado del anciano Abraham suspirando por la joven Agar, y le parecía ser como Sara, y Sara le dio a Agar a su marido. Y Dios no se enojó, Dios comprendía… Pero la historia trascendió y el pobre misionero de cabellos blancos fue retirado.

Y había también aquella muchacha china pálida, de ojos grises y pelo negro que paseaba una pandilla de chiquillos de un pastor presbiteriano chino. Y había también aquel misionero alto y solitario cuya esposa estaba en su país cuidando de sus hijos desde hacía varios años. Nadie sabe cómo salió la historia de aquel pueblecillo. Algún enemigo suyo lo diría. Nadie carece de enemigos en China. Pero cuando le preguntaron al pastor chino cómo, entre toda su oscura prole, existía un chiquillo pálido de ojos extranjeros, contestó con candidez: «El hombre blanco que es mi jefe lleva una vida muy solitaria. ¿Y no tomó David la esposa de otro hombre, y no obstante, era el amado de Dios?».

Y había también aquellos dos viejos misioneros, hombre y mujer, que llevaban cuarenta años viviendo una vida de peligros y sacrificios, valientes, y cuya vida se hizo añicos súbitamente cuando ya eran viejos, porque el hombre, sensible y agotado hasta los huesos, proclamó a voz en grito que durante años enteros había detestado a su esposa, que su carne se rebelaba contra la de ella, y que había vivido terriblemente desgraciado. Uña y otra vez gritaba por todas partes una sola cosa:

—¡No quiero volver a oír su voz! ¡No quiero sentir jamás el contacto de su mano!

Y la historia de aquel misionero de agradable apariencia, sujeto durante años enteros a obcecaciones y manías, que a veces imaginaba que su linda esposa de ojos negros le era infiel, y agarrando un cuchillo, una silla u otro objeto, la perseguía tratando de matarla. Sus cuatro chiquillos crecieron con este horrible secreto y ninguno de ellos dijo nunca nada, porque su madre, una vez había pasado la crisis y él le había impuesto la penitencia de arrastrarse a sus pies con las manos y las rodillas en el suelo, les encarecía con pasión que no debían decir nunca nada. Y nunca lo dijeron. Crecieron con una extraña tensión en la mirada, pero nadie lo supo. Y entonces la fiel esposa murió, y el misionero se casó de nuevo con una gentil solterona, y ella tampoco lo dijo, y así siguió todo hasta que, finalmente, él mismo lo reveló todo durante una crisis, y todos los años de tortura aparecieron a la luz en las temblorosas palabras de los hijos, libres al fin de revelar lo que sabían.

Y nadie ha hablado de la historia de las solteras que en el dulce idealismo de su juventud se fueron a unas solitarias residencias de las misiones. Año tras año fueron poniéndose pálidas y silenciosas, cada vez más marchitas, más anhelantes, unas veces mostrándose severas y crueles con sus semejantes, y obrando otras veces también verdaderos milagros de altruismo. La mayoría de ellas no se casaron porque jamás un hombre se lo pidió, y es porque no había ninguno para pedírselo. Algunas se casaron con algún hombre inferior, un anciano viudo, un tosco capitán del río; incluso, algunas veces, pero esto no hay que decirlo nunca, con algunos de sus colaboradores chinos. Pero este caso es tan raro que creo que es mejor no mencionarlo.

¡Y aquellos viudos misioneros que cuando morían sus esposas se volvían a casar tan rápidamente que incluso los chinos polígamos se extrañaban! Los cementerios de las misiones están llenos de esposas. Recuerdo la negra estela de una tumba de un recinto amurallado en un lugar cercano al Yangtsé, donde un anciano hijo de Dios yace con tres esposas y siete chiquillos habidos con ellas. Pero la estela está dedicada sólo a él. Sí, la sangre de estos hombres blancos corre más ardiente que la de los paganos, pese a que sean hombres de Dios.

Pero comprender la imposible estrechez de la vida de la misión es perdonar cada lazo que algunas veces se rompe. Bajo aquel clima ardiente, en medio de las tormentas de viento y arena, en las inundaciones y las guerras y los levantamientos de las muchedumbres contra ellos, en aquella inquietud de la vida, en la imposibilidad de conseguir lo que han intentado, en el amargo apartamento de sus semejantes, en la interior opresión de sus almas, esa opresión que se asoma a sus ojos sombríos y resuena en sus voces, apáticas si no presas del odio; lo sorprendente no es que esos hombres de Dios se peleen entre ellos con tanta frecuencia, sino que no se maten entre ellos o se maten a sí mismos más a menudo de lo que lo hacen.

Algunas veces se matan. Hubo aquella esposa de un misionero que se levantó un día de su cama, después de haberle dado ocho hijos, y en medio de la noche corrió por la ciudad con su bata blanca para arrojarse al Yangtsé desde un acantilado. Y aquella linda muchacha de los Estados del Sur que otra noche se levantó también, entró en la cocina y con un gran cuchillo de carnicero trató de cortarse la garganta, pero no se murió, y mientras su marido y sus cuatro hijitos dormían subió al ático, se ahorcó y saltó por la ventana, y la cuerda se rompió, y no murió tampoco, y se levantó, chorreando sangre, y volvió a subir al cuarto de baño donde tomó un veneno y se murió por fin. Existen todas estas historias, pero nadie quiere hablar de ellas en interés de la Obra. Ya he dicho que lo que maravilla no es que hayan ocurrido estas historias, sino que no haya más de las que hay. En realidad, la conversión no cambia las necesidades del cuerpo humano.

Pero, desde luego, todo esto lo supe después. Durante aquellos días de mi infancia debo confesar que le tenía miedo a Andrew y a todos los demás. Mi verdadera vida privada era vivida en un lugar aparte, donde no había Dios.

Había mañanas, mañanas soleadas de primavera, en que nacía uno en imaginación. Generalmente eran los días en que Andrew se disponía a salir de viaje. Puedo incluso decir algo más de la verdad. Cada vez que salía para uno de sus viajes de propaganda, todos nosotros experimentábamos un cierto alivio. La servidumbre se apresuraba a hacer los equipajes. Había siempre una cama portátil que preparar, un gran saco de tela parda de algodón, alargado, en el cual se metía un colchón delgado, una manta y una almohada. A Andrew no le gustaba dormir en las camas de las posadas chinas. Si viajaba por tierra, este saco se sujetaba atravesado en los lomos de un borrico blanco. Después, él, usando casco colonial y un ligero traje de algodón gris, y anteriormente sus trajes chinos, montaba en el borrico, delante de su saco, dejaba caer sus largas piernas, y los pies llegaban a pocos centímetros del suelo. Pero el borrico era un animal fuerte y salía trotando alegremente moviendo las orejas y la cola. Nosotros veíamos salir aquella tosca e indomable figura por la callejuela de guijarros, y una sensación de paz descendía sobre nosotros. La servidumbre holgazaneaba. Carie se sentaba al órgano y cantaba largo rato, o leía algún libro, y yo… yo me iba al jardín y jugaba todo el día allí donde no había Dios. Y Carie me ayudaba algunas veces inconscientemente diciéndome a la caída de la tarde:

—Esta tarde, en vez de rezar, iremos a dar un paseo: por una sola vez a Dios no le importará.

¡Dios! En todo el día no había habido Dios.

Una de esas noches mi imaginación se sumergió en un pozo peligroso. Decidí no decir mis oraciones. No pude dormir durante largo rato; tenía miedo a la oscuridad. Porque en la oscuridad sabía, desde luego, que había un Dios; aquel Ojo que lo veía todo. Pero me aferré a mi maldad y me desperté, con gran asombro por mi parte, perfectamente a salvo, con el sol brillando a través de mi ventana. Desde entonces no volví a temer tanto a Andrew. Dios no me había hecho nada.

Ahora que ya no soy joven, sé que Andrew no tuvo nunca intención de atemorizar a una pobre chiquilla ni supo jamás lo que hacía. Había veces, lo recuerdo ahora, en que regresaba de sus largas expediciones extenuado, pero con una especie de gloriosa satisfacción, su trabajo, bien hecho, Dios bien servido. Raras veces se fijaba en la belleza de las cosas y, no obstante, había algunas en que durante la cena decía:

—Las montañas estaban muy bellas hoy, cubiertas por todas partes de azaleas rojas y amarillas.

Algunas veces traía incluso una brazada de flores, y esto ocurría cuando su corazón estaba contento por lo que le había ocurrido. Otros días nos contaba lo que había visto: una pequeña pantera sentada en medio del camino, y no había sabido si seguir adelante o volver atrás, pero había prometido estar en determinado pueblo a las doce y había gente que le esperaba. Y había seguido adelante como si no se hubiese dado cuenta, y la pantera no lo había atacado. En invierno veía a menudo lobos, algunas veces metiéndose en los campos de donde los campesinos los echaban. Pero yo tuve un desengaño la primera vez que vi un lobo, porque parecía un perro del pueblo, aunque un poco más grande, de un color gris bastante sucio.

En primavera, Andrew estaba siempre fuera. Al aproximarse el final del invierno comenzaba a impacientarse, y en cuanto las aguas del río, hinchado por el deshielo de las montañas, comenzaban a verterse en los canales, empezaba a establecer sus planes de viaje para predicar por el país, en junco o montado en su borriquillo blanco. Carie, moribunda ya, me dijo, sabiendo que alguna mujer tendría que ocuparse de Andrew:

—Vigílalo en primavera. Hacia el primero de abril es difícil de manejar. No importa que tenga ochenta años, querrá irse a recorrer el país a hacer sus prédicas.

Bien, era una buena cosa que tuviese siempre sus Evangelios para predicar, de manera que podía recorrer el mundo sintiéndose feliz, porque sabía que era su deber. Ya he dicho siempre que Andrew tuvo una vida feliz. Parecía que Dios le hubiese dicho siempre que hiciese lo que deseara.

En toda mi vida sólo oí a Andrew hablar con gran alabanza de dos hombres, y si bien no los conocí porque había nacido demasiado tarde para ello, siempre los consideré como gigantes. Por lo que sé, debieron de ser hombres de talla ordinaria, pero yo los veo altos como dioses. Ocupan un lugar entre David y Goliat, y en cuanto a bondad se sitúan entre los ancianos profetas. De lo contrario, Andrew no los hubiera alabado. Porque era capaz de derrochar su oro y su plata con indiferencia, pero no hacía nunca otro tanto con sus alabanzas. Esperé años enteros para escuchar una palabra de aprobación de sus labios, y cuando salía, sabía yo que lo había merecido; de lo contrario, no la hubiera pronunciado.

Parecía que Andrew estuviese muy descontento de los planes de expansión de la misión en que trabajaba.

—¡Ir de pueblo en pueblo! —exclamaba—. ¡Contentarse con un par de capillas en una calle de cada pueblo! Aquí hay que pensar en continentes y millones de personas.

Comenzó a trazar un plan de rápida expansión hacia el norte, que sus compañeros de misión no pudieron menos que juzgar una locura. Pero para Andrew la oposición era energía.

Esto ocurrió cuando Carie cayó enferma de tuberculosis y se fueron a la costa del norte para que pudiese reponerse. Mientras ella se cuidaba, Andrew hacía investigaciones, y emprendió uno de sus viajes circulares a este fin, para ver los métodos de los misioneros de la provincia de Shantung, región que pertenecía a otra secta religiosa.

Allí encontró a los dos gigantes, cuyos nombres eran Corbett y Nevius. No trabajaban juntos. Creo, incluso, que eran mortales enemigos. Pero ambos eran hombres tan estatales, tan vastos en sus planes, que Andrew sentía por ellos una profunda admiración. Iba con ellos, escuchando, aprendiendo. Durante años enteros discutió los méritos relativos de sus opuestos sistemas de difundir el Evangelio. Uno de ellos trabajaba extensamente, sobre vastas áreas, aprovechando todas las oportunidades, contentándose con resultados menos que satisfactorios algunas veces, a fin de conseguir una constante expansión. El otro trabajaba intensamente, completando y perfeccionando cada centro antes de abrir otro, creando una cadena continua de iglesias en lugar de diseminarlas extensamente. Ambos eran hombres de brillante inteligencia, imperativa voluntad y energía física volcánica. Pero uno era un rudo hijo de un granjero americano, y el otro un hombre culto y refinado. De tan opuestos extremos proceden los hombres de Dios.

Andrew, en la ilimitada extravagancia de su ambición, planeaba adoptar la parte mejor de ambos métodos. Extendería y desarrollaría a la vez. «Estos meses han sido los más fructíferos de mi vida», escribió: «Estos dos grandes misioneros han establecido el plan de mi propia carrera de misionero».

Cuando Carie estuvo de nuevo restablecida y regresaron a la China central, sentía un verdadero frenesí por comenzar su verdadero trabajo. Llevaba ya cerca de cinco años en China, pero tenía la sensación de que sólo entonces comenzaba su obra. Dejó su familia en una casa de alquiler de Chingkiang e izó velas, solo, remontando el Gran Canal.