CAPITULO III

Alejé enteramente de mi mente la parte de Carie referente a su conocimiento y su matrimonio. Después de todo, en cuanto a Andrew hacía referencia, Carie, como Carie, tenía muy poco que ver con ello. Fue una cosa providencial; es decir, Dios dispuso que el verano en que se graduó en el seminario, cuando estaba a punto para ejercer su misión y sólo lo detenía la promesa hecha a su madre, se encontrase con una mujer joven que estaba dispuesta, y al parecer interesada, en irse con él a las misiones.

Aquel verano, como el anterior, había ido a casa de su hermano David a estudiar bajo su dirección. David era profesor de sánscrito, hebreo y griego, sin mencionar otros lenguajes bíblicos importantes. Además, Andrew, indudablemente, necesitaba práctica. Jamás pudo desprenderse totalmente de su embarazoso manto de timidez. Una especie de duda secreta de sí mismo se mezclaba siempre con su certidumbre de ser el mensajero de Dios. No cabía la menor duda de su divina guía; ninguna duda de la justicia de su misión. Yo creo que la razón de todo aquello era que jamás pudo quitarse de la cabeza las palabras de mistress Pettibrew. Toda su vida sintió una admiración por la belleza masculina. Muchos chinos bellos e inteligentes hicieron lo que quisieron de él.

Sin embargo, a pesar de mistress Pettibrew, había mejorado más de lo que creía. Aquel pelo crespo y rojo de su infancia se había vuelto milagrosamente rizado y castaño oscuro. Sé que fue un asombro para todos, pues el cambio se produjo muy rápidamente, de manera que, con gran horror de su parte, fue hostigado incluso con la acusación de que se lo había teñido. Carie me dijo que la primera vez que lo vio, su pelo era innegablemente rojo, pero que en el verano en que le pidió relaciones, el mismo verano en que se casaron y se fueron a China, tenía el cabello oscuro. Era, según dijo ella, «no de mal ver». Pero conservaba sus cejas color de arena, y el bigote era rojizo, y más tarde, cuando en sus andanzas por la China se dejó crecer la barba, lo llamaron «Barbarroja»; si bien los que lo conocían le daban el apodo, porque en China todo el mundo tiene un apodo, de «El Loco de los Libros». Siguió tan enamorado de los libros como siempre, hasta el día en que lo enterraron con su pequeño Nuevo Testamento en griego, que formaba más parte de su persona que cualquiera de nosotros.

Tengo una fotografía suya, tomada el verano en que se casó con Carie. A la moda de aquellos tiempos, él está sentado; ella de pie a su lado, con la mano colocada descuidadamente sobre su hombro. Pero es evidente que no se da cuenta de estar allí Mira más allá de la fotografía, con aquella mirada que conozco tan bien; una mirada ajustada a aquella barbilla voluntariosa y obstinada, a aquellos ojos azules infantiles y a una frente despejada, de santidad. Aquella inmutable frente suya permaneció siempre la misma, pese a que hubiera cumplido los ochenta años si hubiese vivido hasta el verano de aquel año. No he sabido jamás cuál de estas tres partes de su rostro era más inmutable, pero me parece que era la frente. Era una frente ancha y lisa, de piel transparente y clara. Llevaba el casco colonial muy inclinado sobre los ojos, de manera que el rojo de sus mejillas curtidas por el sol no alcanzaba la frente. Por la mañana, después de su habitual hora de solitaria oración en su estudio, su frente mostraba las tres rayas rojas de los dedos sobre los que había apoyado la cabeza. Pero pronto se desvanecían, dejando nuevamente la frente blanca y tersa. Jamás fue calvo y su cabello oscuro se fue volviendo más delgado y blanco. Porque jamás sufrió. Vivió esta cosa extraordinaria y rara: una vida completamente feliz, y jamás hubo una arruga sobre su noble frente blanca.

Sin dudar un instante, prescindió en esta historia de todo cuanto se refería a Carie.

Durante aquellas largas veladas de su vejez yo le hacía preguntas.

—¿Cómo era mamá cuando te casaste con ella? —le preguntaba.

Él se quedaba mirando los carbones encendidos que le gustaba tener en la chimenea de su habitación. Tendía sus manos al calor, que no mostraban rastro de su juventud pasada en una granja. Eran manos de hombre estudioso, grandes, delgadas y de bella forma, con las uñas cuidadosamente arregladas. Jamás lo vi de otra manera que aseado e impecablemente limpio. Ni una sola vez durante toda nuestra pobre infancia, o: durante los últimos años de su vida, lo vi sino pulcramente afeitado, con su cuello blanco almidonado y el cabello bien peinado. En medio de su pobreza era sumamente minucioso. Jamás tuvo más de dos trajes; si tenía alguno más, lo daba a alguien necesitado, y los suyos los usaba hasta la trama, pero iba siempre aseado y pulcro. Doquiera que fuese, viajando y deteniéndose en alguna hostería china, jamás comenzaba el día sin bañarse. Y nunca le vi las manos sucias.

—¿Tu madre? —reflexionaba—. No recuerdo bien. Tenía el cabello y los ojos negros y le gustaba cantar.

—¿Cómo te declaraste a mamá? —le pregunté, con demasiada osadía.

Se quedó embarazado.

—Le escribí una carta —respondió. Reflexionó un momento y después añadió—: Me pareció que era la mejor manera de exponerle las cosas claramente para que pudiese reflexionar.

—El padre de mi madre no quería que te casases con ella, ¿verdad? —dije yo para ayudarlo a recordar.

—Hubo no sé qué tonterías —respondió tranquilamente—, pero esto no me detuvo. Era un hombre de mal genio, pero buen hombre; no obstante, era muy obstinado. No me gusta la gente terca.

—¿Y entonces?

—Pues nos casamos y nos vinimos directamente a China. Recuerdo que nadie me dijo que hubiese camas en el tren y vinimos sentados.

Yo traté de acorralarlo y le dije:

—Creo que alguien dijo que no habías comprado más que un billete de ferrocarril.

—¡Oh, esto no, no es verdad! —replicó.

—¿Entonces es un bulo?

—Bueno, desde luego, pagué en seguida el otro billete en cuanto me llamaron la atención —dijo.

Y se echó a reír, con su risa seca y silenciosa, porque fue siempre muy inocente en cuestión de viajes y billetes. Lo verdaderamente gracioso es que no se dio nunca cuenta de que no era más que un infeliz en todas las cuestiones de la vida. Los billetes y lo intrincado de los viajes fueron siempre un asombro para él, si bien de un modo u otro llegaba siempre a su destino. Lo conseguía llegando muy temprano al muelle o estación, de manera que si se metía en un tren que no era el suyo, siempre había alguien que se lo indicaba a tiempo para tomar el que quería. Viajó, desde luego, a distancias increíbles y por todos los medios que encontraba. Sin embargo, jamás lo vimos marchar en un tren o un barco, o en cualquier otro medio de locomoción moderno, sin esa sensación de ansiedad y duda de llegar a su destino, llegando casi hasta la certidumbre de no regresar jamás. Sin embargo, generalmente gracias a la ayuda de alguna persona piadosa que se daba cuenta de su desorientación, volvía siempre sano y salvo. Tenía arraigados principios contra el lujo de cualquier clase que fuese, si bien secretamente le gustaba la comodidad, y jamás quiso oír hablar de viajar en primera clase hasta que fue ya muy viejo; ni siquiera segunda. Cuando comenzaron a rodar trenes en China, estuvo entusiasmado como un chiquillo y experimentaba un indecible placer en recorrer en ellos el país que hasta entonces había atravesado a pie o en asno. Pero durante muchos años se negó a viajar en ellos salvo en tercera clase; los bancos eran entonces unas angostas planchas de madera, y si no vigilábamos se metía incluso en cuarta clase con los coolies. No era porque sufriese estrechez económica. Lo hacía en nombre de Dios, porque todo debía hacerse en loor de la causa a que había dedicado su vida, y a la cual, con toda su alma, sin descanso, dedicaba también todas aquellas vidas de las cuales era responsable.

Su luna de miel, a bordo de un barco a través del Pacífico, la empleó mejorando sus conocimientos de chino, que había empezado a estudiar hacía unos meses. Ordenó su vida como había hecho siempre. Pasaba un cierto número de horas estudiando el chino; otras, el griego y el hebreo. Leía siempre la Biblia en estas lenguas. La gran contrariedad de su vida era las deficientes traducciones de la Biblia al inglés y más tarde al chino. Pese al absolutismo de su credo, jamás había considerado una traducción de la Biblia como la palabra final de Dios. La palabra final de Dios estaba allí, oculta en los originales griegos y hebreos, y la pasión de su vida era descubrir la verdad de esta Palabra. La primera herejía que dijo, y estaba lleno de inconscientes herejías que jamás él hubiera considerado como tales, fue que «se equivocaban» al traducir la palabra «día» del primer capítulo del Génesis; porque no quería decir «día», sino «período». «Dios creó el mundo en siete períodos», solía decir. Pero no tenía la menor fe en los científicos ni en su estudio sobre los principios del hombre. «Un puñado de hombres que se han entusiasmado con cuatro arañazos hechos en las paredes de las grutas», decía, desechándolos. A Darwin lo tenía por un alma poseída por Satanás. «¡Evolución!», exclamaba; «¡Devilución[2], diría yo. Y sin embargo, escuchaba con profunda reverencia los relatos de algún eminente arqueólogo bíblico, cuando refería los descubrimientos de Nínive y Tiro, y oía con sorprendente humildad y credulidad tales fantasías como el cumplimiento de antiguas profecías, tales locuras de los milagros, tales imaginaciones de resurrecciones y milenios como no se encuentran entre las cubiertas de cualquiera de las novelas que desdeñaba leer porque no eran «verdad».

Se sumergió, pues, en el chino con ardiente apasionamiento. Era en realidad un hombre genial en cuestión de lenguas, y se deleitaba en las intrincadas dificultades del chino; el tono, las aspiradas, el ascenso, el nivel, el acento, la exclamación, en todos los sutiles matices del sentido y la construcción. Hablaba el chino como pocos blancos lo han hablado, con sentido y precisión materna, y lo hablaba con muchísima frecuencia. Una vez, en un púlpito americano, de regreso durante unas vacaciones, se levantó ante un inmenso auditorio para rezar. Como hacía siempre, permaneció largo rato en silencio para vaciar su mente de todo menos de Dios. Entonces, encontrándose a solas con Dios, comenzó a predicar, pero el sermón salió de sus labios en chino. Sólo cuando estuvo a la mitad se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Se detuvo y prosiguió en inglés. Pero el sermón quedó reducido a la nada. Ahora se daba cuenta de la existencia de los demás y Dios había desaparecido.

Pocos eran los chinos que hablaban tan correctamente como él, porque pocos eran los que conocían tan bien como él la sintaxis de su idioma. Hoy existe un pequeño libro que una vez escribió sobre los idiomas chinos, un estudio de verdadero valor, escrito con la comprensión que era característica en él. Y fue también característica en él que, una vez revisado, cuando le pidieron que pusiese un índice en él, se negó a ello diciendo: «A la gente no le molestará buscar lo que desea, si realmente lo quiere».

Aquella misma precisión de sus conocimientos, hacía, sin embargo, su hablar chino demasiado literario y a menudo no era comprendido por la gente ordinaria. Recuerdo que toda su vida se quejó de que Carie tenía una pronunciación china sumamente defectuosa.

—Vuestra madre —solía decirnos con voz plañidera— no aprenderá jamás que ciertas palabras son aspiradas. —La censuraba, porque su oído se hería al oírla hasta hacerlo sufrir—. Carie, por favor esta palabra es aspirada…

A lo cual ella respondía con energía:

—¿Y qué importancia tiene? Con tal de que me entiendan, ya basta. Además, el pueblo me entiende mejor a mí que a ti.

El hecho de que esta observación fuese perfectamente justa no solucionaba la divergencia.

Cuando dirijo una mirada retrospectiva a los ochenta años de la vida de Andrew, me doy cuenta de que la pauta de la misma es muy sencilla. Los primeros veintiocho años fueron de lucha y preparación, llevada a cabo minuciosamente con un verdadero genio de obcecada persistencia hasta el momento en que embarcó para China. A partir de aquel momento, durante cincuenta años, la característica es de simple felicidad. En todos los países del mundo, a mi alrededor, veo gentes que luchan por la felicidad personal. Luchan de mil maneras. Ponen sus esperanzas en cien cosas diferentes: en nuevas formas de gobierno o teorías sociales, en planes para el bienestar público, en la acumulación particular de riquezas. Nadie está enteramente libre de esta persecución de la felicidad individual. Porque por mucho que traten de disimular sus luchas invistiendo con nombres de gran nobleza sus causas y cruzadas, la amarga verdad es que no hay ningún individuo perfectamente feliz que tome parte en esta lucha. Andrew fue la persona más feliz que he conocido, y jamás luchó. Siguió su camino, sereno y confiado, seguro en el conocimiento de su propia rectitud. Lo he visto enojarse con los demás porque obstruían el camino hacia el Señor que con tanta seguridad pisaba, pero jamás lo he visto perplejo o desconfiado de sí mismo. Jamás le oí sostener con los demás una discusión poco digna. Avanzaba por su camino con una orgullosa tranquilidad. En su clara determinación había una inmensa grandeza.

No toleraría tampoco la despreciable idea de que fuese la religión lo que le daba aquella fuerza. La religión no tenía nada que ver con ello. Si hubiese tenido una mentalidad inferior hubiera elegido un dios inferior; si hubiese nacido para el «hoy», hubiera elegido otro dios también; pero cualquier cosa que eligiese habría sido dios para él. Cualquiera que hiciere la hubiera hecho con la acerada sencillez de su corazón. Tal como era, hijo de su tiempo y de su sangre luchadora, eligió el mayor dios que conocía y avanzó para dar a conocer al Universo que su dios era el verdadero Dios, ante el cual todos debían postrarse. Era un magnífico imperialismo del espíritu, increíble, comprensible sólo para aquéllos que han sido educados en él y han crecido a su sombra. Para Andrew el imperialismo espiritual era tan natural como para Carlos I el derecho divino de los reyes. También Andrew tenía esta misma cándida e infantil inocencia del rey. Hubiera sufrido y se hubiese quedado atónito si alguien le hubiera dicho que era arrogante y dominador. En realidad no lo parecía: sus modales eran gentiles y dignos, su paso pausado, su voz suave, sus ademanes siempre restringidos y dominados, salvo durante sus súbitas y raras cóleras, cuando ese algo que llevaba tensado y contenido dentro de él saltaba de repente. En estos momentos todo el mundo tenía miedo de él. Sus hijos quedaban aterrorizados cuando veían esa súbita expresión de su rostro y el rápido ademán de su mano. Alguien podía ser golpeado o herido; su mano o su bastón volaban por el aire. Pero al cabo de un segundo había terminado, y se reprodujo cada vez menos mientras fue haciéndose viejo, hasta que, supongo, cesó totalmente al fin, o se convirtió en una especie de fuerza difusa que no estallaba ya en accesos de cólera, de manera que durante sus últimos años todo en él fue sólo beatitud.

Pero durante su juventud tuvo esos ataques de cólera. Ahora sé que jamás tuvo uno sin que, una vez pasado, sintiera vergüenza y arrepentimiento. No dudo de que en cuanto bajaba la mano súbitamente y salía de la habitación con rapidez, se iba a su estudio para caer de rodillas e implorar el perdón de Dios. Pero no creo que se le ocurriese nunca pedir el perdón de ningún hombre. En realidad no se le ocurrió porque no era humanamente orgulloso. Si lo hubiese considerado su deber, lo hubiera hecho en el acto, de todo corazón. Jamás rehuyó su deber. Pero, a su juicio, lo único importante era obtener el perdón de Dios, cerciorarse de que en el profundo canal abierto entre Dios y él no había obstáculo alguno. A toda costa lo mantenía limpio y profundo, y así vivía feliz. Porque tenía esa felicidad; abrazó de joven una causa en la cual creyó toda su vida sin la sombra de una duda. Ni su propia mente lo traicionó. Mantenía su mente bajo un dominio inexorable. Murió con la certidumbre de haber elegido con justeza, creído con verdad y obtenido el éxito en lo que había hecho. No a muchos les es dada esta felicidad.

Siendo completamente feliz irradiaba una especie de encanto. A menudo estaba alegre y en ocasiones gastaba bromas. Muchas veces lo vi sentado en medio de la tranquilidad de la tarde, una vez terminado el trabajo del día, y súbitamente sus claros ojos azules se iluminaban con una sonrisa y se echaba a reír silenciosamente.

—¿Qué te pasa? —le preguntaba yo.

Algunas veces, raramente, me lo decía. Pero casi siempre me respondía sencillamente:

—Me acordaba de una cosa…

Me parece que consideraba incorrecto reírse abiertamente. Sin embargo, cuando nos decía lo que pensaba, se reía a gusto e intensamente. Cuando nos lo decía nos dejaba siempre un poco sorprendidos, porque lo que le hacía reír era de una sencillez infantil, una Incongruencia cualquiera. Carie lo miraba sonriendo como hacía con alguno de sus hijos. La percepción de esta incongruencia era el máximo a que su humorismo llegaba.

Pero otras veces podía mostrarse difícil, porque cuando no le gustaba alguien no disimulaba sus sentimientos. Por ejemplo, le desagradaban las mujeres en todos los casos, pero muy especialmente y de una forma abierta odiaba ese tipo de mujer voluminosa, rozagante y confiada que nuestra civilización occidental parece haber desarrollado en tan alto grado. Una vez, siendo ya muy viejo, estaba a la mesa frente a una invitada que respondía a este tipo. Sintiendo por ella una aversión desde el primer momento, rehusó dedicarle más atenciones que una inclinación de mera cortesía. Ella, charlando profusamente sin parar, hablaba del baile a que asistiría, después de cenar, en el Consulado Americano, preguntándose si tendría «inconveniente» o no en bailar con los chinos que pudiesen hallarse presentes. No había bailado nunca con hombres de otra raza que la suya.

Andrew levantó los ojos del plato, pronto al ataque. Yo sabía que detestaba el aspecto de aquella mujer, con sus gruesos brazos desnudos hasta el hombro y su opulento pecho marcándose bajo el traje. La carne abundante lo enfurecía hasta ponerlo rabioso. En aquel momento vi sus ojos lejanos tomar esa expresión familiar en él de malicia y tristeza a la vez. Con su voz pausada y suave, dijo:

—No creo que pueda encontrarse ningún chino que…

Yo le di un pisotón por debajo de la mesa. Los grandes ojos de la dama centellearon.

—Tome un poco de… de café —le supliqué—. ¡Oh, lleva usted un traje precioso! —seguí yo balbuceando—. Este color le sienta tan bien… es exacto al de sus ojos.

Se volvió hacia mí, halagada y efusiva.

—¿Crees?

—¡Oh, sí, seguro, seguro! —grité.

Apreté mi pie con fuerza sobre el de Andrew. Estaba llenando su taza de té, riéndose silenciosamente, olvidándolo todo, salvo el cuadro que veía en su imaginación de esta inmensa americana soportando contra su volumen la figura de un frágil chino en medio de la locura de la danza. Más tarde, cuando le eché una reprimenda, como me atrevía a hacerlo en aquellos tiempos, observó con calma:

—Esta mujer merece que se rían de ella; es idiota.

Andrew estaba siempre muy seguro de sí mismo.

—Fue una lástima —solía decirnos Andrew— que vuestra madre tenga tanta propensión al mareo. Recuerdo que se mareó en cuanto nos separamos de las costas de América. Yo la insté a que tratase de dominar el mareo, pero ella parecía dispuesta a dejar que siguiese su curso. En una naturaleza más obstinada que la suya hubiera sido posible dominarse. Pero en su caso dejó que el mareo hiciese su obra y llegó a tal gravedad que no se curó nunca.

—¿No vas a decir que hubiera podido evitarlo? —dijimos saliendo en defensa de Carie.

—Hay que hacer un esfuerzo —observó él serenamente—. Por otra parte, era de lo más inconveniente.

En realidad, no me imagino que durante aquel viaje de novios, a través de un océano azotado por tifones, Andrew fuese un buen enfermero para la novia mareada. Debió, desde luego, ser muy considerado en sus investigaciones, pero debió saber qué hacer. No estuvo nunca enfermo. Como recuerdo inconscientemente agradable me dijo que aquel día, al salir de la Puerta de Oro, probó las primeras ostras de su vida. Hacía tan mal tiempo que la primera se la tragó a causa de un brusco balanceo del barco, sin siquiera saborearla. La segunda la mordió.

—Con un poco de pimienta y catsup —dijo con condescendencia— la encontré comestible. Creo que tomé doce, pero después lamenté no haberme contentado con seis.

—¿No te mareaste? —pregunté yo con malicia.

—En absoluto —respondió—. No me he mareado nunca. Tengo como una especie de malestar durante algunas horas, pero fijo mi mente en otras cosas.

Tenía una constitución de hierro y un estómago que nada podía alterar. Durante muchos años, en sus viajes comió cuando había que comer. Los huevos duros eran una exquisitez que las mujeres chinas del campo le ponían delante y él se los comía. Una noche, en casa, vio unos huevos duros en una ensalada que Carie había preparado.

—Doce —murmuró gentilmente—. Doce huevos duros me he comido hoy.

—¡Andrew! —exclamó Carie asustada—. ¿Por qué has hecho esto?

—¡Por Cristo! —dijo él—. Si hiriese los sentimientos de las gentes no me escucharían, y siendo pobres era lo mejor que podían ofrecerme.

Una vez, para seguir la conversación en una casa de campo, contemplaba un campo de alforfón florido y dijo que le gustaban los pasteles de harina de alforfón. La mujer se levantó en el acto y de repente se encontró delante de una enorme bandeja llena de grandes pasteles de alforfón sin acompañamiento. Comió todos los que pudo. Ni aquella vez, ni todas cuantas fue a aquella casa eludió comer pasteles de aquéllos, pese a que los detestaba y quedaba desfallecido cada vez que creía su deber ir a aquella casa.

De manera que le era imposible creer que Carie no hubiera podido encontrarse mejor cuando estuvo mareada.

—Haz un esfuerzo… —le había murmurado sobre su dolorida cabeza.

—¡Oh, vete, Andrew! —imploraba ella—. ¿No tienes algún libro que estudiar?

—Andrew no tiene la menor idea… —solía decirnos incansable. Pero al cabo de un segundo, añadía—: No debéis hacer caso de lo que os digo. Vuestro padre es un hombre maravilloso.

Era maravilloso. Pronunció su primer sermón en China seis meses después de su llegada. Se consideraba ya una hazaña hacerlo al cabo de dos años, de manera que Andrew fue considerado como un misionero prodigioso. Estaba muy orgulloso de sí mismo y lo confesaba a menudo con cándido orgullo, si bien hay que decir que solía añadir, con una expresión humilde en sus ojos azules:

—Desde luego, si me han entendido todos o no, ya es otro asunto. No he oído ninguna conversación como resultado directo de él.

Sus recuerdos sobre su primer desembarco en las playas chinas eran muy diferentes de los de Carie. No podía dejar de ver la miseria de la gente que tenía frente a él. Pero Andrew quedó sorprendido al ver las comodidades con que vivían los misioneros.

—En cuanto desembarcamos —solía decir— vino a nuestro encuentro una delegación de ancianos misioneros que estuvieron muy contentos de vernos, porque no habían recibido refuerzos desde hacía muchos años. Nos llevaron a comer a casa del doctor Young Alien. La comida fue excelente; demasiado excelente para la mesa de un misionero, recuerdo que pensé entonces. Pero después me enteré de que el doctor Young Alien estaba metido también en empresas mercantiles. Emprendió este camino durante los tiempos de la guerra civil americana, cuando la Iglesia no estaba en condiciones de mandar salarios. Creo que vendía fogones y hornos.

—Tú te quedaste dormido durante la comida y Carie se avergonzó —le decíamos por habérselo oído contar a Carie.

—No recuerdo nada de esto —respondía con humildad—. Me compré mi primer gabán en Shanghai —proseguía—. Fue una extravagancia, pero me dijeron que era esencial.

Carie, en medio de su mareo, había echado las cuatro muelas del juicio durante su luna de miel, de manera que su mandíbula inferior estaba tan llena que le dolía atrozmente. Andrew la llevó a un dentista, porque los únicos dentistas de China estaban en Shanghai, y esperó mientras le arrancaban sin anestesia cuatro enormes muelas nuevas. Carie había tenido siempre una bella dentadura muy sana. Una vez, a los dieciséis años, un dentista llamó a sus discípulos para mostrarles cuán perfecta puede llegar a ser una dentadura a aquella edad. Los jóvenes dentistas chinos se agruparon a su alrededor mientras ella abría la boca tanto como podía. Se reía al contarlo.

—Me miraban tanto que me parece tener la boca llena de sus miradas —decía.

Pero en su voz había un cierto orgullo: sabía que tenía un bonito cuerpo. Y las muelas del juicio habían echado hondas raíces.

En cuanto le hubieron arrancado las muelas, fueron a un junco para ir a Hangchow por el canal —fue Andrew quien me contó la historia, no Carie—, y antes de que zarpase el junco, se le declaró una hemorragia y tuvieron que volver a casa del dentista.

—Fue sumamente molesto —dijo—, pero volvimos a embarcar con sólo dos horas de retraso. Tenía ganas de ponerme a trabajar.