La historia comienza cuando, a los veintiún años, Andrew se marchó de su casa, porque el propio Andrew comenzaba siempre su historia en este punto, considerando como inexistentes los años en que no desempeñó otra labor que la de sus manos para no alimentar más que cuerpos humanos. Pero nadie parece acordarse mucho de él como chiquillo o muchacho. Alguien había dicho un día, creo que fue una mujer ya de edad que había sido vecina de ellos un tiempo: «Este muchacho siempre ha tenido manos de viejo; dicen que nació con manos de anciano». Y sólo una cosa puede decirse de su adolescencia, porque es realmente lo único que sé, salvo que oí rumores de que tenía un cierto humorismo sofocado, de payaso, una especie de humor que conservó toda su vida. Algunas veces se me ocurría pensar que se manifestaba con cierta crueldad, pero estoy segura de que no era intencionadamente. Sin embargo, una vez conocí a un hombre ya viejo que lo había conocido de muchacho y había ido algunos meses de invierno a la escuela con él cuando no había trabajo en la granja. El viejo escupió jugo de tabaco, y haciendo una mueca, dijo: «¡Este Andrew! Cuando era chiquillo era capaz de hacer unas muecas y poner unas caras que hubieran hecho reventar de risa a un gato. Y cuando todos nos estábamos riendo a carcajadas, el maestro se volvía y veía sólo su rostro impasible». Fuese el que fuese su humor, lo refrenaba siempre bajo su rostro impasible y sólo se manifestaba a veces en bromas duras y algún que otro acerado dardo. No se reía nunca ruidosamente, y como quiera que se contenía, en sus bromas había una cierta amargura y su risa era silenciosa y ahogada.
Una vez le dije:
—¿Qué hiciste durante todos tus años de juventud?
—Trabajé para mi padre —contestó sombríamente en tono seco.
Su hermana Mary intervino en el acto.
—Papá quería que Andrew se quedase en casa porque era muy útil. Era el único de los siete en quien podía uno fiarse de que las cosas serían hechas como hay que hacerlas. Tenía un extraordinario sentido del deber.
—Supongo que ya sabrás que odiaba aquel trabajo —dije.
—Para él no había diferencia —respondió ella con vigor. Y sonrió—. Para papá, quiero decir.
Era ya bastante vieja, demasiado gorda, vulgar y un poco desaliñada. Años de vivir con un hombre inferior a ella la habían vuelto descuidada. Pero cuando sonreía se veían en ella los ojos familiares, duros, osados y azules.
Y sin embargo, aquellos años de adolescencia fueron años tremendos, porque fueron los de la guerra civil. Cuatro de los hijos se fueron a luchar contra el Norte: David, Hiram, Isaac y John; salieron de la casa con sus uniformes grises, transfiriendo de momento a los yanquis su guerra contra el diablo. Dos fueron heridos, uno estuvo prisionero durante largo tiempo en una cárcel del Norte. Jamás oí hablar de ellos a Andrew, salvo un día en que dijo que le desagradaba la sopa de habichuelas desde que Isaac regresó de la guerra y le dijo que en la cárcel había tenido que comerla tres veces al día.
—Y era tan clara —añadió Andrew con su sonrisa—, que Isaac tenía que pescar para encontrar las habichuelas.
Cuando la última hija de Andrew fue a participarle su casamiento, levantó la vista de lo que estaba leyendo para exclamar en aquella forma tímida tan suya:
—No sé qué debo haber hecho para tener tres hijas casadas con yanquis.
Sí, tenía otro recuerdo, además; jamás oyó mencionar el nombre de Abraham Lincoln sin comentar secamente, casi con estas exactas palabras: «Lincoln era un hombre que gozaba de una reputación exagerada». En la casa de Andrew crecí sin haber sabido nunca que Abraham Lincoln fuese un héroe nacional ni que en América los chiquillos tuviesen fiesta escolar el día de su nacimiento.
Pero ni las guerras ni los hombres tenían importancia para la vida de Andrew. Durante aquellos años de adolescencia, mientras ayudaba a su padre cuidadosamente y en silencio, esperando con temor, recibió de una u otra forma la llamada de misionero. Lo sé porque la breve historia que escribió de su vida comienza con ella. Para él, aquélla era el alba de su vida, su verdadero nacimiento. «A la edad de dieciséis años —escribió— recibí la primera llamada divina en el terreno de las Misiones».
Después, interrogándolo, reconstruí su historia por sus escasas palabras. Era, desde luego, inevitable que llegase a ser predicador de los Evangelios. Era imposible imaginarse meros sacerdotes a aquellos hombres fornidos; eran predicadores, no sacerdotes, lo mismo que Andrew. Era inevitable que todos ellos fuesen predicadores. Aparte la oportunidad que aquello les daba de ejercer autoridad personal sobre la mentalidad de las gentes, existían otras razones. En aquellos tiempos ser predicador era aspirar a una alta posición social. El predicador en una comunidad era también, por otros conceptos, el jefe, y un hombre joven que aspirase al poder difícilmente podía encontrar otro medio de alcanzarlo. Y aquellos siete jóvenes eran todos ambiciosos y aspiraban al poder.
Pero el propio Andrew me dijo que al principio no soñó nunca en hacerse misionero ni abandonar la tierra de sus padres. En su curioso carácter experimentaba un intenso amor y apego al hogar. Yo creo que aquel amor a la seguridad y el amparo formaba parte de su timidez física. Si no hubiese nacido en una época religiosa, se hubiera dedicado a la enseñanza, encerrándose para toda la vida en una habitación cálida forrada de libros. Lo he visto regresar de un largo y penoso viaje a través de media provincia de China, a pie o montado en un borriquillo, y experimentar una especie de gozo infantil al encontrar comida, una taza de té bien caliente y un buen fuego.
—¡Qué bien se está en casa! ¡Qué bien se está en casa! —murmuraba a media voz.
—Jamás abandoné mi casa sin sostener una lucha interna —me dijo siendo ya anciano. Pero había nacido con una conciencia inquieta e impetuosa y jamás le vi demorar la hora de su marcha o eludir la menor dificultad o viaje peligroso. Llevaba sus disciplinas en su propio corazón. Y porque era tan riguroso consigo mismo, era implacable en sus juicios sobre los demás hombres. Le he oído exclamar contra un compañero suyo misionero:
—No le gusta abandonar las comodidades de su casa; es un holgazán.
Si no hubiese sido nunca tentado, o habiéndolo sido, hubiera sucumbido alguna vez a las tentaciones, habría sido más indulgente con sus semejantes. Pero era inflexible con las debilidades, como todos aquellos que son lo suficientemente fuertes para resistir las tentaciones. Porque era lo bastante fuerte para vencer el mayor conflicto de su vida, el conflicto entre su sentido del deber y su extraña y física timidez.
He aquí la historia de su llamada a la misión. De China vino un misionero a predicar en la vieja iglesia de piedra de Lewisburg, al oeste de Virginia, y contó la historia de su vida. Andrew, que tenía a la sazón dieciséis años, escuchaba, sentado en el banco de la familia, la historia de los azares y peligros de la necesidad humana, y al escucharlos sentía miedo. Tenía tanto miedo que fue corriendo a su casa y evitó al misionero. Pero su padre invitó a aquel hombre fornido a la gran comida del domingo y entonces no fue ya posible evitarlo. El misionero, después de contemplar durante largo rato toda la línea de muchachos, dijo a su padre:
—¿Con todos estos muchachos que tiene usted, no dedicará uno a China?
Nadie contestó. El padre quedó embarazado. Estaba muy bien oír a un misionero predicar una vez al año o cosa así, y darle luego una gran comida y aun acompañarlo en el carricoche hasta la iglesia vecina, pero otra cosa era darle un hijo.
—No quiero que mis hijos tengan estas ideas —dijo decididamente Débora desde el extremo de la mesa.
—Dios nos llama —dijo el misionero con calma.
—Tome un poco más de pollo —dijo apresuradamente el padre—. Débora, dame… más puré de patatas. Trae el pan caliente, Becky… ¡Coma, hombre! Aquí somos gente hospitalaria…
Nadie contestó, pero el terror se apoderó del corazón de Andrew. ¿Y si Dios lo llamaba a él? La comida se le secaba en la boca.
Durante muchos días no pudo librarse del miedo. «Yo creo que perdí cinco kilos», decía al recordarlo, después de cincuenta años. Tenía miedo de decir sus oraciones por temor a que Dios lo llamase mientras rezaba. Trataba de no estar nunca solo, no fuese que el cielo se abriese y la voz de Dios lo llamase para darle órdenes.
Jamás encontró su casa tan cálida, tan protectora. Pero sufría. «Evitaba a Dios —escribió cuando fue viejo—. Lo sabía y era desgraciado».
Pero a su naturaleza le era necesario sentir el camino libre entre Dios y él, y ahora, hiciese lo que hiciese y fuese donde fuese, sentía la persecución de Dios.
Su madre le habló un día:
—¿Qué te pasa, Andy? Parece que tengas ictericia.
Durante mucho tiempo se resistió a decírselo, pero ella lo agarró con firmeza por el hombro. Era todavía más alta que él. Finalmente, el muchacho le confesó la verdad, con los ojos llenos de lágrimas de desesperación.
—Temo oír la llamada —dijo.
—¿Qué llamada? —preguntó su madre. Había olvidado completamente al misionero.
—Al extranjero.
—¡Bah! —dijo ella con vigor—. ¡Qué se entere tu padre de esto! Cuenta contigo para hacerte cargo de la tierra.
Creo que nada hubiera enfurecido más a Andrew, pese a que hace ya mucho tiempo que ha muerto, que saber que esto tuviese nada que ver con hacer más tolerable la idea de la llamada de Dios. Pero lo cierto es que su alma se rebeló contra las palabras de su madre. Liberó sus hombros y se alejó. Jamás permanecería en aquella tierra, con llamada o sin ella. De momento la cólera alejó el temor. Se fue solo a los bosques y allí llamó resueltamente a Dios. «Sometí mi corazón obstinado —escribió—. Llamé a Dios: ¡aquí estoy… mándame! Inmediatamente la paz llenó mi corazón. Ya no tenía miedo. Me sentía fuerte. Cuando renuncié a mi propia voluntad, el poder de Dios bajó a mí. Y Dios me mandó».
Así su vida estaba decidida. Pero no dijo nada. Trazó planes para los años venideros. Tenía que servir a su padre cinco años más. Lo sabía, porque cuando cumpliese veintiún años, su padre le ofrecería la elección que había ofrecido a los demás: quedarse en casa y cobrar un salario por el trabajo que hasta entonces habían hecho por nada, o recibir un buen caballo y cien dólares y marcharse. Todos habían elegido marcharse y él lo elegiría también. No lo diría a nadie, pero iría al colegio y al seminario y dispondría de su vida. Su corazón latía aceleradamente al pensarlo. Libros…, por fin tendría muchos libros. Siempre suspiró por ellos y jamás se cansó del colegio. Una de las frases más fervientes que le había oído decir fue: ¡«/Adoraba la escuela!». En realidad, no recuerdo haberle oído nunca más la expresión adorar, en cosas relacionadas con él. Era extraño oírle decir adoraba. Lo recuerdo porque aquellos días me mandaban a mí precisamente a la escuela y no estaba muy segura de adorarla también, y no creía que él pudiese adorar nada excepto a Dios.
El día que cumplió veintiún años se marchó, pues, con el ardor de la llamada en su pecho. Su vida había comenzado y entraba en ella agotado. Su historia me dice que no estaba en condiciones de entrar en el colegio superior en seguida. La guerra civil había interrumpido toda enseñanza, y los hijos mayores, cuando regresaban a la casa o antes de marcharse, enseñaban a los pequeños; pero a pesar de ello estaba insuficientemente preparado. Fue, por consiguiente, un año a la Frankfort Academy; es todo lo que sé, y de allá a Washington, a la Lee University, donde Hiram había ido antes que él.
Mis primeros conocimientos sobre esta época datan de cuando ya era todavía una chiquilla. Andaba escudriñando todas las estanterías de libros de la misión situada en la colina que domina el río Yangtsé, en un estado de agotamiento muy parecido al de Andrew. Todos los libros del mundo no hubieran sido suficientes para mí, y en aquella misión había pocos, muy pocos, de los que posee el mundo. Y así, mientras Andrew estaba haciendo uno de sus largos viajes de prédicas, hice lo que jamás había osado hacer cuando estaba en mi casa: ir a su habitación a revolver sus estanterías, con pocas esperanzas, sin embargo, porque las había expurgado ya, y leído las «Vidas», de Plutarco, Flavio Josefo, y «Los Mártires», de Foxe, y todo lo que pudiese prometer una historia interesante. Aquel día estaba tan desesperada que cogí los «Comentarios a la Biblia», y los volví a dejar. Era peor que nada. Presa de un completo abandono decidí mirar los cajones de su viejo escritorio. Recordaba haber visto en ellos algún libro al abrir un cajón. Pero cuando los abrí encontré tan sólo los libros de contabilidad de su misión llevados con minucioso cuidado, con su escritura ligeramente vacilante, porque una vez había tenido una insolación, que a poco le cuesta la vida, y le había dejado un ligero temblor en la mano derecha, temblor que se notaba cuando escribía. Abrí un cajón tras otro. En el fondo de uno de ellos encontré un montón de curiosos rollos de papel apergaminado. Estaban muy polvorientos y nadie los había tocado desde hacía mucho tiempo. Algunos de ellos no habían sido siquiera abiertos jamás. Los cogí uno tras otro y los desenrollé. Sobre ellos había impresas unas palabras latinas. Yo estaba precisamente estudiando latín y vi su nombre seguido siempre de las tres palabras Magna cum laude.
—¿Qué significan? —le pregunté a Carie.
Estaba en su dormitorio zurciendo hábilmente un grueso calcetín enfundado en su mano. Los huesudos pies de Andrew, recorriendo cotidianamente millas y millas en su misión por los caminos empedrados y las calles pavimentadas con guijarros, mantenían siempre bien repleto el cesto de la labor. El orgullo apareció en su rostro como un relámpago.
—Tu padre se graduó en la universidad con honores en todos los temas —dijo.
Años después, cuando fui al colegio, me sentí ofendida cuando no hizo ningún comentario a la hoja de estudios que le entregué con la mención A. Pero si no dijo nada fue porque no esperaba menos de su hija y, al contrario, esperaba incluso algo mejor de lo que había jamás conseguido de ella. Una vez, con gran sorpresa mía, recibí un marco por un 99 de geometría, tema en el cual no había despuntado nunca.
—Una buena puntuación —dijo con cierta reserva; pero añadió en el acto—: Un cien hubiera sido mejor.
En el colegio sufrió una terrible pobreza. Me lo imagino alto, un poco encorvado ya, pero con aquel majestuoso porte de gran dignidad que tuvo siempre. Lo tenía ya porque sus camaradas parecían tener miedo de él y ninguno de ellos estaba familiarizado con su manera de ser, y esto tenía que ocurrirle con todo el mundo durante toda su vida. Era también muy corto de vista, pero no lo sabía, ni nadie le había prestado suficiente atención para observarlo. Se sentaba en el primer banco cuando podía, y si no, copiaba lo escrito en la pizarra de uno de sus compañeros. No reconocía a la gente hasta que se decidían a tocarlo, y así nunca aprendió a reconocer los rostros ni observaba nada de lo que tenía a su alrededor, y esto lo reconcentraba todavía más en sí mismo. Más tarde, cuando uno de sus profesores le aconsejó que se pusiese lentes, su mayor deleite fue poder leer mejor. En la universidad no llevó ninguna vida social, en parte porque era pobre y su único deseo era comprar más libros, y en parte porque no le gustaba la compañía. Sólo deseaba ganarse la comida con sus libros. El bello Hiram podía ir a reuniones, tocar la guitarra y hablar con muchachas bonitas, pero para Andrew nada de todo esto tenía valor alguno. Y, sin embargo, experimentaba casi un temblor de felicidad. Se levantaba más temprano que nunca, con una inmensa sensación de voluptuosidad, porque no había vacas que ordeñar ni trabajos manuales que hacer. Podía seguir sus propios impulsos, sus libros. Pasaría por encima de todos. Hiram no conseguiría jamás acercarse a él; ninguno de ellos, ni siquiera David, dotado hasta la genialidad para los idiomas.
Sé, porque Andrew me lo dijo, que era demasiado pobre para poder pagar los once dólares al mes de la pensión en el refectorio del colegio. Hiram y él vivían en una habitación del viejo dormitorio entarimado, y cortaban leña en el invierno y la amontonaban en un rincón, y guisaban un modesto plato de carne con setas en conserva en el mismo fuego que los calentaba. Me dijo todo esto porque le parecía imposible que, cuarenta años después, una muchacha pudiese gastar tanto en el colegio. Al oírlo, la muchacha no tuvo siquiera el valor de decirle que lo que le daba, aun creyéndolo generoso, no era suficiente siquiera para pagar la comida y el alojamiento. Ella permanecía silenciosa, y cuando él se hubo marchado salió y se buscó un empleo de maestra en una escuela nocturna. Pero para Andrew los tiempos no habían cambiado. Jamás vivió en el tiempo, sino en la eternidad.
No sé nada más de su colegio, salvo que se graduó brillantemente con honores y alentado por la atención pública, y otra cosa que fue una tragedia para él durante toda la vida, incluso cuando era ya viejo.
La noche siguiente a su graduación, cuando tenía que marcharse al día siguiente, estalló un incendio en el destartalado dormitorio de madera. Hiram se había graduado el año anterior, y Andrew estaba solo, y siendo joven y estando agotado por el nerviosismo del triunfo, dormía profundamente. Se despertó sólo en el último momento, ahogado por el espeso humo y el terrible calor. La casa ardía. Buscó a tientas su camino por la escalera en llamas y corrió a ponerse a salvo. La escalera se derrumbó detrás de él. No murió nadie quemado porque casi todo el mundo estaba fuera ya. Pero se quedó contemplando el derrumbamiento de aquel viejo edificio hecho pavesas, con tal sufrimiento que creo que jamás experimentó otro parecido. Sus libros, a los cuales estaba ligado toda su vida, que tan penosamente había adquirido, desaparecían uno tras otro.
Regresó de nuevo a su casa sin un céntimo, lodo estaba igual. Su padre lo recibió con una adusta bienvenida, con escasa simpatía y afecto. ¿Libros? ¿No estaba todavía cansado de ellos? ¿Estaba ya dispuesto a emprender un trabajo serio? El salario estaba a punto. Pero él no. Le parecía imposible empezar otra vez aquel rudo y torpe trabajo físico. Temía aquel trabajo que absorbía las facultades del cerebro y dejaba una torpe fatiga corporal que sólo podía compensarse con el sueño. Se aventuró a acudir a una demanda aparecida en un periódico religioso: «Se desea hombre joven para vender Biblias». Se le ocurrió pensar que vender Biblias era algo más que vender libros: era difundir la palabra de Dios. Respondió al anuncio, recibió un paquete de Biblias, y se dispuso a ir de casa en casa.
«No sé de qué dependió —escribió más tarde al redactar aquel relato abreviado de su vida—, pero vendí un solo ejemplar. No sé si no estuve afortunado en la elección de mi camino o si la gente era dura de corazón. Sólo sé que Dios no bendijo mi tentativa».
La verdad es que jamás existió nadie menos apto para vendedor que Andrew. Para vender Biblias se necesita también tener dotes de corredor. Me lo imagino llegando a una casa con la congoja de su timidez. Me imagino una mujer hacendosa y robusta abriéndole la puerta temprano, por la mañana, después de los quehaceres del desayuno, y encontrándose con aquel hombre alto, encorvado, sonrojado y tímido, tendiendo un libro y articulando con dificultad:
—Señora, vendo Biblias… No sé si…
—Ya tenemos una —debía responder con vigor la mujer.
En efecto, al fin y al cabo en cada casa hay una Biblia. ¿No es acaso un país religioso? Le cerraría la puerta de golpe para volver a sus sartenes. ¡Una Biblia! ¡Qué idea!
«Al terminar el mes llegué a la conclusión de que Dios no me había creado para vender», escribió.
Volvió, pues, a su padre, sin saber qué otra cosa hacer, y éste, con cierta ironía, le pagó generosamente, si bien para Andrew no había paga que le compensase de un trabajo que odiaba.
Durante todos los años de colegio había conservado en secreto su determinación de ser misionero. ¡Y en qué forma era Andrew capaz de guardar sus propias determinaciones! Podía llevar en su interior un plan trazado y pulirlo y limarlo en todos sus pormenores. Años después, su carácter reservado fue un tormento para Carie, la exasperación de sus colegas misioneros. Andrew había descubierto desde hacía ya tiempo que el medio más seguro de hacer lo que quería era hacerlo sin decirle nada a nadie. Pero a medida que iba terminándose el verano vio la necesidad de decirle a su padre y a su madre que en otoño ingresaría en el seminario para hacerse misionero. Había economizado su salario hasta el último céntimo. En la prodigalidad de la comida de la casa había más que suficiente para su sustento. Y su hermano John, que se había casado ya con la viuda rica, le había prometido hacerle un préstamo. También David, que estaba predicando en una pequeña población de una región cercana, le había prometido asimismo su ayuda.
Por fin se lo dijo a sus padres y encontró la más terrible oposición por parte de su padre.
—¡Qué desatino! —rugía el tempestuoso anciano, sacudiendo sus blancas melenas sobre su frente—. Ve a predicar, si quieres, aunque me parece ya demasiado que de siete que tengo lo hagan seis. Pero irte a predicar por estos mundos de Dios del extranjero es una idea descabellada.
—Ni iré más allá de la voluntad de Dios —dijo Andrew. Era, en todos conceptos, el hombre más testarudo en cuanto hacía referencia a las cosas que le mandaba Dios. Sé, pues, cuáles fueron los rugidos de su padre, pero también sé que estos rugidos no hicieron más que fortalecer su decisión. Respecto a su madre, nadie sabe lo que hubiera dicho si hubiese debido opinar. Pero en cuanto oyó el veredicto de su marido se pasó inmediatamente al bando contrario.
—A mí no me importa, Andy —dijo, sin dejar de balancearse en la mecedora—. Haz lo que tengas en la cabeza, pero no hay más que una cosa que quiero pedirte como hijo mío. ¡Prométemela, Andrew!
En su alivio y gratitud hizo la promesa.
—Te lo prometo, madre.
No había ni soñado cuál era la condición que le imponía.
—No te marcharás hasta haber encontrado una mujer para irse contigo —dijo sin dejar de mecerse—. No estaría tranquila si no tuvieses una mujer para cuidar de ti.
Andrew casi se desvaneció. ¡Una mujer! No había pensado en tal cosa, Jamás había soñado en casarse… Una mujer cuando tendría que vivir en extrañas condiciones, en países extranjeros… ¡Una mujer, cuando ni siquiera conocía ninguna!
—¿Cómo quieres que encuentre una mujer dispuesta a marcharse? —gruñó—. Es lo mismo que si me prohibieses marcharme.
—¡Vamos, vamos! —respondió amablemente su madre—. Siempre hay una mujer dispuesta a casarse con dos piernas metidas en unos pantalones.
Andrew seguía más inquieto todavía. Su madre no lo tranquilizaba.
Al final parece que dejó este asunto en manos de Dios. No diré que no hiciese personalmente algunos esfuerzos, pero fueron inútiles. No los conozco en detalle, ya que siempre mantuvo el más estricto silencio sobre sus fracasos y los olvidaba en seguida. Pero una noche, siendo ya muy viejo, me habló de ello. En aquellos años yo pasaba un rato con él cada noche, de manera que pudiese hablarme si quería. Habló más durante aquellas horas que en todos los tiempos anteriores, no diré un hablar seguido, sino pormenores e incidentes elegidos al azar de aquella vida de tres cuartos de siglo. Yo tenía que irlos juntando. Una de aquellas noches me dijo:
—Tu madre debió haber sido Jennie Husted.
—¡Cómo! —exclamé. Yo no concebía a nadie más que a Carie como nuestra madre.
Instantáneamente sentí un resentimiento contra Jennie Husted. ¿Quién sería?
—En el seminario estuve sumamente preocupado a causa de la promesa hecha a mi madre —dijo mirando al fuego—. Me fijé en algunas mujeres jóvenes… a distancia, quiero decir —se apresuró a añadir—. Si alguna parecía remotamente posible, devota y firme en su fe, le preguntaba ante todo si había pensado alguna vez en las tierras extranjeras. Me parecía prudente cerciorarme sobre este punto antes de perder el tiempo y el dinero en seguir adelante. Todas ellas respondieron con una negativa.
—Pero ¿quién era Jennie Husted? —pregunté.
—Mi sermón de prueba —prosiguió con su calma habitual, sin hacer caso de la interrupción— fue considerado muy bueno; tan bueno, incluso, que fue publicado en un boletín de la iglesia. Se titulaba: «De la necesidad de predicar el Evangelio a los paganos, con especial referencia a la doctrina de la Predestinación». Después de su publicación, recibí una carta de mis Jennie Husted. En ella corroboraba mis puntos de vista y nos carteamos. Vivía en Louisville, Kentucky. Durante mi último año de seminario le pedí permiso para ir a visitarla. Tenía el vivo presentimiento de que Dios la había destinado a ser mi mujer. Con esta impresión recorrí toda esta distancia para verla. Pero cuando nos conocimos, vi que me había equivocado.
—¿Qué ocurrió? —pregunté yo, sumamente curiosa.
—Sencillamente, me había equivocado —repitió con firmeza, sin querer decir nada más.
—Bien, por lo menos dime cómo era —insistí amargamente decepcionada.
—No me acuerdo —dijo con gran dignidad.
Nunca supe nada más sobre este asunto. No me parecía, sin embargo, que el puesto de Carie como madre nuestra hubiese estado nunca seriamente amenazado.