Hubiera podido vérsele caminando por cualquier calle de un pueblecillo de China, o en el mercado de una ciudad; era un americano alto, delgado, ligeramente encorvado. En cierto momento de su vida usó ropas chinas. Tengo una fotografía suya vestido de esta forma, sentado en un macizo sillón tallado, con sus grandes pies de americano metidos en unos enormes zapatos chinos, esos zapatos que hacen que las mujeres chinas se rían disimuladamente cuando cortan las suelas y obligan al transeúnte a detenerse y mirar, al verlo pasar a zancadas por las calles pavimentadas de guijarros. Incluso él se reía algunas veces, un poco dolorido, cuando a su paso se producían bromas demasiado directas. Pero ni sus zapatos chinos, ni su larga túnica china, ni el sombrerito redondo chino con el botón colorado le daban el menor aire oriental. Nadie podía engañarse. Su cabeza huesuda, las manos largas y delicadas, las nobles y grandes facciones, la nariz larga, la mandíbula inferior recia y aquellos ojos vivos y extraordinariamente infantiles, todo era pura y simplemente americano.
Pero anduvo rondando por China durante más de medio siglo. Fue allí muy joven y allí murió, ya viejo, con el ‘cabello blanco como la nieve, pero con un azul infantil todavía en los ojos. En aquellos días de su vejez le dije: «Quisiera que escribiese usted lo que ha sido su vida para poder leerlo». Porque había recorrido el país de norte a sur, de oriente a occidente, ciudades y campiñas. Había tenido aventuras suficientes para llenar varios libros, y puesto su vida en peligro una y otra vez. Había visto el pueblo chino como pocos hombres blancos lo vieron; en los momentos más íntimos de su vida, en sus hogares, en las fiestas matrimoniales, en la enfermedad y en la muerte. La había visto como nación en el ciclo de los tiempos; durante el reinado de los emperadores y la caída del Imperio, la revolución, la implantación de la República y de nuevo la revolución.
Y así escribió la historia de su vida tal como él la juzgaba cuando tenía sesenta años. Pasó escribiéndola los momentos perdidos de todo un verano. Yo solía oír su incierto escribir a máquina a horas en que todos los demás estaban durmiendo, o al alba, porque habiendo vivido de niño en una granja del oeste de Virginia y teniendo que levantarse temprano, no podía dormir hasta tarde. Era más que una incapacidad física, era una incapacidad espiritual. «¡Arriba, alma mía, que es de día! ¡Noche vendrá en que ningún hombre podrá trabajar!». ¡La noche!… ¡La noche!…, Siempre recordaba lo breve de la vida. «Porque, para el hombre, sus días son como la hierba; así florece una flor en el prado. Porque el viento pasará por encima de ella y no será ya más; y el lugar donde estuvo no volverá a verla».
Pero cuando hubo terminado la historia de todos sus días, ésta había quedado reducida a veinticinco páginas. En veinticinco páginas había consignado todo lo que a su juicio había sido importante en su vida. Lo leí en una hora. Era la historia de su alma, de su alma inmutable. Una vez mencionaba su matrimonio con Carie, su esposa. Otra, hablaba de un hijo que tuvo con ella, pero olvidó completamente a otro que vivió hasta los cinco años y fue el hijo favorito de Carie, y no hizo comentario alguno sobre ninguno de ellos.
Pero la omisión era tan elocuente como todo lo demás. Porque, desde luego, el relato no era la narración de un hombre, ni de una mujer, ni de un chiquillo, sino de un alma y su marcha a través del tiempo hacia la meta que le estaba destinada. Porque en esta alma había nacimiento, predestinación, un deber que cumplir y que había sido ya cumplido, y el cielo estaba el final; ésta era la historia. No había en ella nada de las vidas de los hombres, ni diversiones, ni festejos, ni alegría, amor, ni cuentos de muerte. No decía una sola palabra de los increíbles peligros que tan a menudo había corrido. No había en ella nada que aludiera al imperio ni a los emperadores, ni a las revoluciones, ni a todos los avatares de los inconstantes tiempos humanos. No había ninguna reflexión sobre las mentalidades y costumbres de los hombres, ni sutilezas, ni filosofías. La historia era referida con la misma sencillez con que sale el sol al alba, cruza el firmamento y se dirige a su ocaso para ocultar su propia gloria.
Y así fueron los demás quienes me refirieron su historia, sus hermanos y hermanas, Carie y su hijo. Oí hablar a la gente entre quienes trabajó y vivió. Más aún, yo misma lo recordaba como uno de mis más remotos recuerdos, como uno en cuya casa pasé mi juventud, como alguien que durante los diez últimos años de su vida vino a vivir bajo mi techo y acudió a mí en busca de cuidados y solicitud para su vejez. A pesar de esto, transcurrieron muchos años después de su muerte antes que consiguiese saber quién era. Sus características exteriores seguían siendo para mí como las de un fantasma, cuando comía en mi mesa y muy particularmente cuando estaba enfermo y yo lo cuidaba. Sólo cuando regresé al país que lo había criado y expedido, vi por fin claramente en él. Porque había nacido en América y era el hijo de muchas generaciones de americanos. Ningún otro país que no fuese América hubiera podido reproducirlo exactamente como era.
No sé de forma precisa la vieja historia de su familia y no la he preguntado porque, en el fondo, no tiene importancia. En algún tiempo anterior a la revolución americana, por razones de libertad religiosa, llegaron allí procedentes de algún lugar de Alemania. No sé exactamente cuándo fue, pero sí a tiempo de que uno de sus antepasados fuese correo de Jorge Washington también. Y digo que no tiene importancia porque no desde un punto de vista individual tiene significado. Si su vida tiene algún significado para alguien más que para él, es como manifestación de que era un espíritu y un espíritu creado. Porque era un espíritu, y un espíritu creado por esta ciega certidumbre, esta pura intolerancia, este celo por la misión, este desprecio del hombre y de la tierra y esta alta confianza en el cielo, que nuestros antepasados nos legaron.
Las primeras palabras que recordaba haber oído pronunciar fueron palabras que jamás olvidó en su vida. Quedaron grabadas en él, no como palabras, sino como heridas no cicatrizadas. No podía tener más allá de siete años. Era un día de verano, en junio, un día hermoso, y la tarde era cálida y clara. Estaba sentado en los escalones de un porche de la vasta granja que era su hogar. Venía del huerto, donde había ido en busca de una manzana bien madura, cuando oyó rumor de ruedas, y mirando por entre los árboles vio a una robusta y gruesa vecina que iba a visitar a su madre.
Mistress Pettibrew siempre le había gustado. Le gustaba su charla animada, llena de anécdotas, sus súbitas explosiones de risa, pese a que él era terriblemente tímido y no contestaba nunca a sus respuestas si no era con una sonrisa, arrancada contra su voluntad. Pero deseaba estar cerca de ella porque era una mujer que quería a todo el mundo y estaba siempre alegre. Esperó, pues, hasta que estuvo sentada en el parque y su madre tomó el chiquillo en sus brazos y se instaló en la mecedora para cuidarlo. Entonces Andrew se retiró hacia la casa y se sentó, tranquilo, escuchándolas, saboreando su manzana. No había que demostrar interés por ellas, porque al fin y al cabo eran mujeres.
—¡Hola, Andy! —le gritó mistress Pettibrew.
—¡Hola!, —susurró, bajando los ojos.
—¡Habla más alto, Andrew! —le ordenó su madre.
Las dos mujeres lo miraron. El muchacho se sonrojó. Sabía, porque sus hermanos se lo habían dicho, que su rostro se ponía fácilmente del color de la cresta de un gallo. Aunque hubiera querido, no hubiese podido hablar: tan seca tenía la boca. La manzana que había mordido parecía de polvo. De una manera lamentable frotaba la hierba con el dedo gordo de su pie. Las dos mujeres lo miraban.
—No entiendo qué es lo que le hace tan timorato —dijo su madre, preocupada.
—No parece suya, Débora —dijo mistress Pettibrew solemnemente—. Ni siquiera se parece a usted. No sé de dónde habrá sacado estos ojos claros y este cabello rojo. Hiram, especialmente, es de los muchachos más bellos que he visto; sus nueve hijos son fuertes y hermosos, salvo Andy. Pero ya sabe, muchas familias tienen su desgracia.
¡Y lo decía la buena de mistress Pettibrew! Su corazón comenzó a hincharse como un balón. Estaba a punto de estallar y le saltaban las lágrimas. Quería huir y no podía. Permanecía sentado, con la boca llena del serrín de la manzana, frotando la hierba con el dedo de su pie, presa del sufrimiento. Su madre salió en su defensa.
—Bien, quizá no es muy hermoso —dijo gentilmente—, pero es muy bueno. Ninguno de los otros es tan bueno como él. Siempre digo que probablemente será predicador también, como quieren serlo Dave e Isaac; pero si lo es, será el mejor de todos ellos.
—Sí, claro; es mejor ser bueno que hermoso —dijo mistress Pettibrew con firmeza—. Oiga, Débora, antes de que lo olvide, tengo una receta para la compota de membrillo.
Se olvidaron de él. Podía ya levantarse y marcharse. La tensión que le ahogaba cedió y pudo respirar un poco. Podía marcharse aparentando no haber oído nada. Las dos mujeres seguían hablando de membrillos, sin darse más cuenta que él de lo que habían hecho. Aquel día de junio, en una granja de las colinas del Oeste de Virginia, le habían dirigido sus pies hacia el sendero que tenía que llevarlo, a través de mares y llanuras, a un país extranjero, donde pasaría largos años, para terminar yaciendo en una tumba lejana, mezclado su cuerpo con el polvo de una tierra extranjera, porque su rostro no era bello. Toda su vida fue buena. Era mejor ser bueno que bello. «¿Qué provecho conseguirá un hombre al conquistar todo el mundo si pierde su alma?». La bondad era lo mejor. Aquel día tomó la firme decisión de ser siempre bueno.
Pero en su familia había una tradición de bondad. Recordaba muy bien a su abuela sentada al lado del fuego. Durante su juventud su familia se había trasladado de Pensilvania a Virginia. Todos eran presbiterianos menos ella. Había nacido y sido educada según la fe mennonita[1] y hasta el final de su vida usó el apretado gorrito mennonita, aferrada a su rigurosa fe. Jamás asistió a lo que ella llamaba un «placer». La iglesia los sábados, dos reuniones religiosas los miércoles, hasta que fue vieja, y dos oraciones diarias, era la rutina de la casa que quería mantener. Permanecía sentada al lado de la chimenea, no admitiendo ninguna otra vida.
Tenía, además de la religión, una aferrada creencia en los fantasmas; Me asombraba a menudo aquella extraña timidez de Andrew e incluso, durante mi infancia, me sentí algo avergonzada de ella. No era en absoluto que fuese un cobarde cuando había necesidad de demostrar que no lo era. Es decir, que por cumplir con su deber podía obrar con una completa indiferencia de su vida. No, era una timidez infantil, una repulsión, por ejemplo, a subir solo, a oscuras, al piso de arriba, una resistencia a ir de noche a averiguar de dónde procedía un ruido. Le he visto ir doce veces a cerciorarse de que la puerta estaba cerrada con llave. «No puedo evitar pensar en ella hasta que estoy seguro», confesaba semiavergonzado.
Un día, siendo ya viejo, descubrió su secreto sin darse cuenta, porque conscientemente no se revelaba nunca a nadie. Alguien comenzó, medio en broma, sentados cerca del fuego, a contar una historia de fantasmas. No pudo soportarlo. Se levantó y se marchó. Después, a solas, con aquella semisonrisa de vergüenza, me dijo: «La gente cuenta historias de fantasmas en mi casa y no me atrevo a irme a la cama. Pero no tengo más remedio. Además, no son sólo historias, dicen que son verdad».
La anciana abuela creía en ellos. Sentada cerca del fuego, muy vieja ya, era incapaz de discernir la línea divisoria entre la carne y el más allá. Muchos a quienes había conocido en carne y hueso se convertían para ella en espíritus eternos. También ella cambiaría pronto. Era natural creer que los espíritus regresaban a los lugares que habían conocido y amado… y, por lo tanto, también ella regresaría. El chiquillo, sentado atento entre sus hermanos, escuchaba y no olvidaba nunca.
Pero toda la casa estaba llena de la creencia en los espíritus. Dios era un espíritu y Dios estaba para siempre en aquella casa. Pero el demonio era también un espíritu y donde estaba Dios estaba también el diablo. Eran inseparables… enemigos, pero inseparables. Se acostumbró a familiarizarse con ambos. De la mañana a la noche estaba allí oyendo a su padre leer en la Biblia la historia de la guerra entre ellos. Año tras año su padre se sumergía absorto en la lectura de la Biblia, del principio al fin. La casa también estaba llena de religión. Eran siete hermanos y seis de ellos eran religiosos. La religión era su alimento y su pasión, su nutrición mental y su placer emotivo. Peleaban sobre religión como otros pelean sobre política.
Porque aquélla era una familia pendenciera. El padre y la madre se peleaban. El padre era un hombre dominante, campesino, de mandíbula cuadrada. Sentía una verdadera pasión por la tierra. Los mantenía a todos en la pobreza comprando tierras tras tierras e infiltraba en sus hijos un odio tal contra la tierra, que ninguno de ellos sentía deseos de cultivarla después de él. Recuerdo que Andrew no experimentaba siquiera el menor interés por ninguno de los jardines de Carie. Ella se sentía ofendida, pero yo veía que él no podía evitarlo. Lo conocí abrumado de trabajo, suspirando por los libros, sediento de aprender, odiando la tierra, pero atado a ella hasta los veintiún años. Sólo a los veintiún años fue libre, y se marchó en el caballo que su padre regalaba a cada uno de sus hijos al llegar a la mayoría de edad. Se fue al suspirado colegio, a recuperar los años que consideraba perdidos. Jamás volvió a coger la pala ni la azada, ni miró una flor o una legumbre, ni se interesó por el jardín de Carie.
Pero hasta que cumplían los veintiún años tenían todos que trabajar la tierra con su padre, y su mujer y sus dos hijas tenían que ocuparse de los menesteres de la casa y la cocina. El padre poseía algunos negros, pero no le gustaba ser dueño de ellos. Además, tenía a sus hijos y a sus hijas. Los criaba y guiaba, siempre dominador, impetuoso, leyéndoles la Biblia cada noche, mandando en ellos. «Honrarás a tu padre y madre», si bien lo de la madre no tenía tanta importancia. Los dominaba de una manera alegre, porque tenía un agudo sentido del humor. Mandaba sobre toda la comunidad. Era director del comité escolar y elegía los maestros para la modesta escuela del lugar, y cuando venían, los alojaba en su bulliciosa casa destartalada, en la que podían comer media docena de personas más sin que nadie se diese cuenta. En su casa se alojaban también, los predicadores que venían siguiendo el circuito de la iglesia presbiteriana, porque dominaba también la iglesia. Algunas veces, un predicador lo enojaba con sus sermones, y dos veces por lo menos, se hizo metodista, tan sólo como medida de disciplina contra un predicador refractario. Más tarde tenía que sufrir por haber introducido este método de rebeldía. Porque Débora, su esposa, después de una de sus querellas, se pasó a la iglesia metodista y no se movió nunca más de ella. Jamás la perdonó, no sólo por su rebelión, sino porque lo privaba de uno de sus instrumentos contra los presbiterianos cuando lo necesitaba. Y de sus siete hijos presbiterianos, uno, Christopher, en la locura de su rebelión juvenil, se pasó a la iglesia metodista y permaneció en ella, obstinado, inexorable, como era toda la familia: «La familia más predicadora del condado de Greenbier», la llamó un periódico local al escribir sobre ellos medio siglo más tarde, «con una sangre de disentimiento más fuerte que la lejía».
Cuando fui mandada a América, mi país, al colegio, trabé por primera vez conocimiento con todos ellos. La mayoría tenía ya el cabello blanco en aquellos tiempos y formaban un sorprendente grupo de hombres fornidos, apasionados y coléricos; ninguno de ellos medía menos de seis pies, todos ellos con los mismos ojos azules y brillantes, un humor agrio y una mentalidad intolerante. Las peleas entre ellos eran tan violentas como siempre, tan violentas, incluso, que había llegado a ser el lugar común del condado, motivo de risa y de vergüenza; hasta los periódicos se habían ocupado de ellos. Los cinco predicadores presbiterianos se peleaban por una serie de temas, porque hallaban interminable materia de discusión; desde el período de la creación en el Génesis y la interpretación de los profetas menores, hasta el Cántico de Salomón y la predestinación y la segunda venida de Cristo; y si fallaba esto, siempre podían pelearse sobre la distribución de las tierras, la venta de la vieja granja y su viejo mobiliario hecho a mano, y sobre si el marido de Becky la trataba o no debidamente. Pero siempre se unían en el mismo bando contra el metodista, si bien Andrew llevaba por aquel entonces sosteniendo su propia guerra de misionero. Llamaban al metodista «El Pobre Cristo», tratando de compadecerlo por haberse descarriado.
Pero cuando vi al «Pobre Cristo», no era mucho de compadecer. Era el presidente decano de su elegida iglesia, tan obcecado e intolerante, como todos ellos, y tan amargamente seguro como los otros de su propia teología como único camino de salvación. Aumentaba las dificultades el hecho de que obtuviese un gran éxito y que no se diera cuenta de su lamentable condición, y que se mostrase altivo, confiado y totalmente arrogante. Oírle rugir las Bienaventuranzas una mañana del domingo, gritarlas como disparos de cañón a sus adeptos, ver su ceño fruncirse sobre sus ojos azules mientras clamaba: «Bienaventurados los pobres de espíritu…», era cosa digna de ser vista y oída.
Sí; Andrew creció en un ambiente de lucha, el ambiente de una religión militante. Pero jamás igualó a sus hermanos en aspecto ni seguridad. Era alto, pero un poco encorvado. No tenía la mirada de orgullo de sus hermanos. Las muchachas no lo miraban nunca como miraban a Hiram, de pelo negro, que templaba la guitarra y no devolvía nunca el dinero que pedía prestado,
o como miraban al cauteloso John, que prudentemente se casó, siendo muy joven, con una mujer rica y viuda ya de años, y se retiró de la guerra religiosa familiar para dedicarse a la legislatura rural, o como miraban a todos los demás. Las muchachas no miraron a Andrew porque él no pudo olvidar nunca lo que una tarde había dicho mistress Pettibrew. Aquellas palabras inolvidables hicieron de él un ser tímido para toda la vida. Se refugió cada vez más en su apasionada religión personal. Pero bajo su timidez y su lejana apariencia, ardía el fuego de la obstinación. No estaba en esto en absoluto por debajo de ninguno de ellos. Al contrario, era el más ardiente en su bondad, porque no había en él toda esa fraseología que lo apaciguara.
No fue por Andrew por quien me enteré de la historia de esta terrorífica familia. En verdad, sólo recuerdo haberle oído contar una historia a este respecto. Una vez, siendo yo muy chiquilla, insistí en que me contase una historia, sin esperar, sin embargo, gran cosa. Carie era mi gran recurso, pero en aquellos momentos estaba muy ocupada con un nuevo chiquillo. Andrew acababa de regresar de una expedición evangelista y en un momento de involuntaria expansión me sentó sobre sus rodillas, delante del fuego. Eran unas rodillas, lo recuerdo, bastante huesudas, y yo las sentía bajo mis falditas cortas, porque siempre fue delgado y sentía un profundo desprecio por las personas obesas. Si a algún misionero correligionario suyo se le desarrollaba un poco la barriga, se indignaba y se volvía suspicaz. «Come demasiado», exclamaba, «se vuelve perezoso». Era su gran acusación, muy próxima a la de falsa teología.
En aquella ocasión, inclinado sobre su rodilla derecha, me preguntó:
—¿Quieres que te cuente una historia?
Yo me quedé mirándolo a sus ojos llenos de bondad.
—No una historia de la Biblia —interrumpió rápidamente—, ya las sé todas.
Quedó sorprendido; sin duda había ya hurgado en el Antiguo Testamento en su mente.
—Vamos a ver… —dijo reflexionando.
—Quizás una de cuando eras pequeño —propuse para ayudarlo.
Esperé un rato que me pareció muy largo. Por lo visto no recordaba gran cosa de cuando había sido niño.
Pero por fin recordó algo.
—Una vez mi padre tenía unos cerdos —comenzó solemnemente, mirando al fuego, como tratando de recordar—, y estos cerdos estaban siempre pasando por el seto que cerraba el huerto donde se les ponía, para que las comiesen, las hojas que había arrancado el viento. Y se metían en el patio principal. Bien, mi padre era hombre de muy mal genio. Se puso furioso, por ocupado que estuviese, en el acto de echarlos de allí; pero volvían al cabo de un momento. Un día se puso tan furioso que no pudo soportarlo más. Salió corriendo tras ellos, y ellos corrían tanto como les era posible y se le escaparon todos, menos uno. Como este último era más gordo que los demás, pudo agarrarlo. Mi padre sacó de su bolsillo el cuchillo y le cortó la cola.
Yo me quedé mirando a Andrew asombrada.
—¿Y por qué hizo esto? —pregunté.
—Para darle una lección —dijo sonriendo levemente.
Pero yo permanecí grave.
—¿Qué lección? —pregunté.
Me dirigió una de sus inesperadas risas ahogadas.
—Quizá la de que no fuese tan gordo —respondió.
Más tarde pude conocer muchas historias referentes a aquel hombre intrépido, padre de Andrew. La gente lo temía y lo quería; se reía de él, pero también inspiraba confianza. Turbulento y colérico, inmensamente obstinado, su bondad no tenía, sin embargo, fin para con sus vecinos y su familia. En una ocasión, cuando daba la vuelta a la esquina de uno de sus grandes heniles, tropezó con un pobre hombre, de aspecto mísero, que sostenía un gran saco abierto, en el cual caía un chorro de trigo desde un agujero. Cuando el hombre vio al padre de Andrew, echó a correr. El padre de Andrew no dijo nada. Ocupó el sitio del hombre y sostuvo el saco, guiñando los ojos. Al cabo de un rato se oyó una voz desde el henil, que decía:
—¿Todavía no está lleno?
—Sí, ya está —respondió amablemente.
En el interior del henil reinó un silencio de muerte. Ató el saco y se lo echó a la espalda; entró en el henil y vio a un hombre que esperaba atemorizado y en quien reconoció a un pobre vecino, granjero.
—Toma —le dijo—, la próxima vez ven a pedírmelo a mí y te lo daré.
No he conocido nunca ni al padre ni a la madre de Andrew, pero he visto fotografías suyas.
El padre tenía un rostro cuadrado e indomable, con los ojos más arrogantes que he visto en mi vida. Sólo un hombre seguro cíe Dios y de sí mismo puede tener unos ojos como aquéllos. No los he visto nunca más en ningún rostro humano.
Y su mujer hacía pareja con él. Su mandíbula no era ni un ápice menos voluntariosa que la de su marido, y si en sus ojos no había el resplandor de Dios, tenían, en cambio, la calma de los del diablo. ¡No era de extrañar que Dios y el diablo sostuviesen aquellas luchas en aquella turbulenta casa! Alguien me contó, y no fue Andrew, que cuando Débora tuvo sesenta años, no sólo se hizo definitivamente metodista, sino que decidió que había trabajado bastante ya y que era hora de no trabajar más. Con esta decisión cambió radicalmente. De ser una mujer incesantemente ocupada, hacendosa, elaborando constantemente pasteles y quesos, tartas y grandes panes, porque era una excelente cocinera, se convirtió en una holgazana. No volvió a hacer ni siquiera su cama. Cuando hacía buen tiempo se pasaba el día sentada ante la puerta de la granja, balanceándose apaciblemente en una mecedora, y los días malos se sentaba al lado de la ventana del salón. Era una mujer alta, erguida, y le gustaba dar grandes paseos sola. Iba a la iglesia metodista sola, salvo cuando Christopher estaba en casa.
Su familia estaba asombrada y su marido se sentía poseído por la rabia. Pero ella no les hizo el menor caso y durante cerca de cinco años mantuvo su completa haraganería, mientras los demás, de grado o por fuerza, tenían que ocuparse de ella. Se convirtió en el centro de las visitas de sus vecinas. Una vez, sin haberse puesto de acuerdo, se reunieron allí veintidós mujeres, y una docena no era nada inusitado. Se sentaban bajo el porche, o en el gran salón, cuchicheando, murmurando, haciéndose confidencias unas a otras. Si Dios tenía cierta preeminencia en la casa era por un margen muy pequeño.
Pero es la historia de Andrew la que estoy refiriendo y no la de los otros, porque tenían muy poca importancia para él. Sus padres le dieron cuerpo y alma, conservaron en él la idea de Dios y el diablo, y es seguro que, hasta cierto punto, contribuyeron a darle forma. De ellos aprendió su credo, no solamente el credo de su teología, sino el de su lugar en la creación en tanto que hombre. En aquella casa tumultuosa, con los siete hijos mayores, con la tormenta de las luchas entre los dos esposos, frecuentemente había oído decir a gritos que la Biblia dice que el hombre es el dueño de la mujer. A menudo había oído gritos contra aquella mujer indomable, eternamente sentada en su mecedora. A ella no le causaba ninguna impresión, pero sí a sus siete hijos. Carie me dijo un día que ninguno de aquellos siete hijos, hombres ya hechos cuando ella los conoció, hubiera pensado en irse a la cama al primer piso si una de las dos hermanas no encendía una vela y pasaba delante de ellos. Seguían uno tras otro formando procesión: David, Isaac, Hiram, John, Christopher, Andrew y Franklin. Y las hermanas eran Rebeca y Mary, altas como sus hermanos y apagadas, a quienes su padre, siendo jóvenes, había impedido que se casaran, porque tanto él como sus hijos necesitaban sus servicios. Se casaron finalmente con hombres demasiado humildes para ellas. De esta semilla furiosa, de esta tierra turbulenta, nació Andrew.