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Momemn

«… a pesar de que los espías quedaron expuestos relativamente pronto en el transcurso de la Guerra Santa, la mayoría creyeron que los responsables habían sido los cishaurim y no el Consulto. Éste es el problema de todas las revelaciones: su significado con frecuencia excede el marco de nuestra comprensión. Sólo comprendemos después, siempre después. No sólo cuando es demasiado tarde, sino precisamente porque es demasiado tarde».

Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa

Finales de primavera, año del Colmillo 4111, Momemn

El scylvendio la sacudió con su hambre, con el rostro fiero y famélico. Serwe sintió su estremecimiento como si fuera pétreo; después observó sin ánimo cómo abandonaba su apetito y se daba la vuelta en la oscuridad de la tienda.

Ella se giró hacia el extremo opuesto de la cavernosa tienda que Proyas les había dado. Vistiendo un simple blusón gris, Kellhus estaba sentado con las piernas cruzadas junto a una vela, inclinado sobre un gran tomo que también le había dado Proyas.

«¿Por qué permites que me utilice así? ¡Soy tuya!»

Deseó gritar eso en voz alta, pero no pudo. Percibió los ojos del scylvendio a su espalda, y si se giraba, estaba segura de que los vería refulgir como los de un lobo a la luz de la antorcha.

Serwe se había recuperado rápidamente de las dos semanas anteriores. El incesante zumbido en los oídos había desaparecido y los moratones se habían vuelto de un color amarillo verdoso. Todavía le dolía respirar muy hondo, y sólo cojeaba al andar, pero eso se había vuelto más una incomodidad que un signo de debilidad.

Y todavía llevaba su bebé… El bebé de Kellhus. Eso era lo importante.

Al médico de Proyas, un sacerdote tatuado de Akkeagni, le había maravillado ese hecho, y le había enseñado una pequeña oración con la que darle las gracias a Dios.

—Para mostrarle gratitud —había dicho— por la fuerza de tu útero.

Pero ella no tenía ninguna necesidad de oraciones destinadas al Exterior. El Exterior había entrado en el mundo y la había tomado a ella, a Serwe, como amante.

El día antes se había sentido con fuerzas para llevar la ropa sucia al río. Se puso la cesta trenzada sobre la cabeza, como hacía cuando todavía era propiedad de su padre, y cruzó el campo renqueando hasta encontrar a alguien a quien pudo seguir al lugar adecuado del río. En todos los sitios por los que pasaba, los Hombres del Colmillo la miraban con descaro. A pesar de estar acostumbrada a esas miradas, se sentía a la vez emocionada, airada y asustada. ¡Tantos hombres belicosos! Algunos, incluso, se atrevían a llamarla con frecuencia en lenguas que ella no entendía, y siempre con palabras burdas que despertaban las estridentes risas de sus compañeros. «Crees que ahora cojeas, ¿eh, muchacha?» En las ocasiones en que ella se atrevía a devolverles la mirada, pensaba: «Soy la vasija de otro, ¡uno mucho más fuerte y santo que tú!». La mayoría de ellos se sentían reprendidos por su fiera mirada, como si pudieran, de algún modo, percibir lo que de verdad tenían sus pensamientos; pero algunos la observaban hasta que ella apartaba su mirada, con la lujuria espoleada más que sofocada por su desafiamiento, como el scylvendio. Ninguno, sin embargo, se atrevía a molestarla. Ella sabía que era demasiado hermosa para no pertenecer a alguien importante. ¡Si supieran a quién!

Las dimensiones del campamento la habían dejado estupefacta desde el principio, pero sólo cuando se unió a las masas congregadas a lo largo de las rocosas orillas del río Phayus comprendió verdaderamente la inmensidad de la Guerra Santa. Mujeres y esclavas, miles de ellas, atestaban las brumosas distancias enjuagando, refregando, sumándose al incesante sataccato de ropa húmeda golpeando contra las piedras. Esposas con grandes barrigas se adentraban en el río y cogían agua para frotarse las axilas. Pequeños grupos de hombres y mujeres se reían, contaban chismes o cantaban himnos sencillos. Niños desnudos corrían por entre la confusión, gritando: «¡No, tú! ¡Tú!».

«Pertenezco a esto», había pensado.

Y entonces, el día siguiente, iban a marchar en dirección a tierras fanim. Serwe, hija de un caudillo nymbricanio tributario, ¡sería parte de una Guerra Santa contra los kianene!

Para Serwe, los kianene siempre habían sido uno más de una serie de nombres misteriosos, amenazadores, no muy distinto de scylvendio. Como concubina, había oído a los hijos Gaunum hablar de ellos de vez en cuando, con la voz cargada de desprecio pero también de admiración. Comentaban las embajadas abortadas al Padirajah en Nenciphon, las maniobras diplomáticas, los éxitos triviales y los perturbadores contratiempos. Se quejaban de la pésima «política con los infieles» del Emperador. Y la gente y los lugares que mencionaban le parecían todos curiosamente irreales, como una prolongación despiadada y enérgica de algún cuento de hadas infantil. Los chismes con los esclavos y otras concubinas, eso era real: el hecho de que el viejo Griasa hubiera sido azotado el día anterior por salpicar salsa de limón sobre el regazo del Patridomos; que Eppaltros, el atractivo mozo de cuadra, hubiera irrumpido en el dormitorio y hubiera hecho el amor con Aalsa, sólo para ser traicionado por alguien desconocido y sentenciado a muerte.

Pero ese mundo había desaparecido, se había desvanecido para siempre a manos de Panteruth y sus munuati. La gente y los lugares irreales habían caído en catarata sobre el estrecho círculo de su vida, y entonces caminaba con hombres que departían con Príncipes, Emperadores e incluso Dioses. Pronto, muy pronto, vería los magnificentes Grandes de Kian dispuestos para la batalla, observaría como el revoloteo de los pendones del Colmillo hacía retemblar el campo. Casi podía ver a Kellhus en mitad del altercado, glorioso e imbatible, derribando al sombrío Padirajah.

Kellhus sería el héroe violento de esa escritura no escrita. Ella lo sabía. Con una inexplicable certeza, lo sabía.

Pero entonces él parecía tan pacífico, doblado a la luz de las velas sobre un texto antiguo.

Con el corazón martilleándole, se deslizó hacia él rodeándose los hombros y los pechos fuertemente con la manta.

—¿Qué lees? —preguntó ella con la voz quebrada.

Después empezó a llorar, con el recuerdo del scylvendio todavía presente entre las piernas.

«¡Soy demasiado débil! Demasiado débil para soportarle…»

El rostro amable se levantó del manuscrito, un tanto frío bajo la pálida luz.

—Siento interrumpirte —siseó entre las lágrimas, con el rostro transido por una angustia infantil, por la sumisión, terrible e incomprensible.

«¿Adónde iré?»

—No huyas, Serwe —dijo Kellhus.

Le habló en nymbricanio, el idioma de su padre. Eso era parte del oscuro refugio que habían construido entre los dos, el lugar en el que los iracundos ojos del scylvendio no los veían. Pero al oír su lengua materna, ella se vino abajo y se puso a gemir.

—Con frecuencia —prosiguió él, tocándole la mejilla y mezclándole las lágrimas con el pelo— cuando el mundo nos niega una y otra vez, cuando nos castiga como te ha castigado a ti, Serwe, resulta difícil comprender el significado. Ninguna de nuestras plegarias es atendida, todas nuestras confianzas son traicionadas. Nuestros huesos son aplastados. Parece que no signifiquemos nada en el mundo. Y cuando creemos que no tenemos ningún significado, empezamos a pensar que no somos nada.

Se le escapó un suave gritito. Quería echarse hacia adelante, encogerse con más fuerza hasta que nada quedara…

«Pero no lo entiendo.»

—La ausencia de comprensión —respondió Kellhus— no es lo mismo que la ausencia. Tú tienes un significado, Serwe. Eres algo. Todo este mundo está empapado de significado. Todo, hasta tu sufrimiento, tiene un significado sagrado. Hasta tu sufrimiento tiene un importante papel que cumplir.

Ella se llevó los dedos fláccidos al cuello. Se le arrugó la cara.

«¿Significo algo?»

—Más de lo que te imaginas —susurró él.

Ella se desplomó sobre su pecho, y él la abrazó mientras Serwe gritaba sin emitir ningún sonido. Entonces, aulló su angustia, vociferó como había hecho de niña, con el cuerpo temblándole, las manos atrapadas entre ambos. Él la meció entre sus brazos. Le pasó la mejilla por la cabeza.

Después de un rato, él se separó de ella, y Serwe bajó la cabeza por vergüenza. ¡Qué débil! ¡Qué patética!

Con suaves caricias él le secó las lágrimas de los ojos y la observó durante un largo rato. Ella no se calmó totalmente hasta que vio las lágrimas cayendo de los ojos de Kellhus.

«Llora por mí…, por mí…»

—Eres de él —dijo finalmente—. Eres su recompensa.

—No —dijo ella con voz ronca—. Mi cuerpo es su recompensa. Mi corazón es tuyo.

¿Cómo había sucedido? ¿Cómo había sido partida en dos? Había soportado mucho. ¿Por qué ésa agonía? ¿Entonces que amaba? Pero por un instante se sintió casi sana hablando en su lenguaje secreto, diciendo cosas tiernas…

«Significo algo.»

Las lágrimas de Kellhus se ralentizaban al llegar a su barba bien cuidada, se agolpaban y después caían al libro abierto y manchaban la tinta antigua.

—¡Tu libro! —dijo ella entre jadeos, encontrando alivio en una sensación de culpa por un objeto que a él le importaba. Se quitó de encima la manta, desnuda, de color marfil a la luz, y pasó los dedos por las páginas abiertas—. ¿Se ha echado a perder?

—Muchos otros han llorado sobre este texto —respondió suavemente Kellhus.

La distancia entre sus caras era densa, húmeda, tensa de repente.

Ella le cogió la mano derecha y la guió a sus perfectos pechos.

—Kellhus —susurró temblando—, quiero tenerte dentro…, dentro de mí.

Y finalmente, él cedió.

Jadeando debajo de él, ella miró el oscuro rincón en el que estaba tendido el scylvendio, sabedora de que vería el éxtasis en su cara…, en la cara de los dos.

Y ella gritó cuando llegó al clímax. Fue un grito de odio.

Cnaiur estaba tumbado, siseando la respiración entre los dientes apretados. La imagen del rostro perfecto de Serwe, girándose hacia él en un angustiado éxtasis, pobló la luz que temblaba en las superficies de tela.

Serwe se reía como una muchacha, y Kellhus le dijo en murmullos algo en esa maldita lengua suya. El lino y la lana se sacudían sobre la piel suave, y después la vela se apagó. Oscuridad total. Salieron por la portezuela y el olor de aire fresco se introdujo en el pabellón.

Jiruschi dan klepet gesauba dana —dijo ella, con la voz adelgazada por el espacio abierto y amortiguada por la tela.

El chisporroteo del carbón mientras alguien lanzaba madera al fuego.

¿Ejiruschina? Baussa kalwe —respondió Kellhus.

Serwe se rió más, pero de un modo ronco, extrañamente maduro, que él no había oído nunca antes.

«Una cosa más que la zorra me oculta…»

Anduvo a tientas en la oscuridad y las puntas de sus dedos encontraron el cuero de su empuñadura. Estaba frío y caliente a la vez, como la piel humana desnuda bajo el frío de la noche.

Permaneció inmóvil unos segundos más, escuchando el acallado contrapunto de sus voces a través de los estallidos y crujidos de las llamas incipientes. Entonces veía la luz del fuego, una débil mancha naranja a través de la tela negra. Una pequeña sombra pasó ante ella. Serwe.

Alzó el sable. Hizo un ruido áspero contra su vaina. Un tenue resplandor naranja.

Vestido solamente con su taparrabos, se quitó de encima las mantas y caminó silenciosamente sobre las esterillas en dirección a la entrada del pabellón. Respiraba pesadamente.

Imágenes de la tarde anterior le pasaron fugazmente por la cabeza: el dunyaino y su escrutinio sin fondo de los nobles inrithi.

La idea de liderar a los Hombres del Colmillo en la batalla despertaba algo en su interior —orgullo, quizá—, pero no se hacía ilusiones con respecto a su verdadera situación. Él era un infiel para esos hombres, incluso para Nersei Proyas. Y a medida que el tiempo pasara, se harían a la idea de eso. No sería un general. Un consejero sobre la astucia de los kianene, quizá; pero nada más.

Guerra Santa. La idea todavía le hacía soltar un resoplido. Como si no todas las guerras fueran santas.

Pero la cuestión, como sabía entonces, no era lo que él sería, sino lo que el dunyaino sería. ¿Qué terrores había infundido a esos príncipes extranjeros?

«¿Qué hará de la Guerra Santa?»

¿Haría de ella su zorra? ¿Como Serwe?

Pero éste era el plan.

—Treinta años —había dicho Kellhus poco después de su llegada—. Moenghus ha vivido entre esos hombres durante treinta años. Tendrá un gran poder, más del que ninguno de los dos podemos derrotar. Necesito más que la hechicería, Cnaiur. Necesito una nación, una nación.

De algún modo, explotarían las circunstancias, le pondrían los arreos a la Guerra Santa y se valdrían de ella para destruir a Anasurimbor Moenghus.

¿Cómo podía temer por esos inrithi, arrepentirse de haberles llevado al dunyaino, cuando ése era su plan?

Pero ¿era ése el plan? ¿O era simplemente otra mentira del dunyaino, otra forma de pacificar, embaucar o esclavizar?

¿Y si Kellhus no era un asesino al que habían mandado a asesinar a su padre, como decía, sino un espía al que habían mandado a cumplir los deseos de su padre? ¿Era simplemente una coincidencia que Kellhus viajara a Shimeh justo en el momento en que la Guerra Santa se embarcaba en una campaña para conquistarla?

Cnaiur no era un idiota. Si Moenghus era cishaurim, temería la Guerra Santa y buscaría el modo de destruirla. ¿Podía ser ésa la razón por la que había llamado a su hijo? Los oscuros orígenes de Kellhus le permitirían infiltrarse en ella, como ya había hecho, mientras que su crianza, su entrenamiento, su brujería o lo que quiera que fuera le permitiría hacerse con ella, darle la vuelta, quizá incluso volverla contra su hacedor, contra Maithanet.

Pero si Kellhus servía a su padre en lugar de darle caza, entonces ¿por qué le había salvado en las montañas? Cnaiur todavía podía sentir la imposible mano de hierro alrededor de su cuello y la inmensa profundidad bajo sus pies.

—Pero lo digo en serio, Cnaiur. Te necesito.

¿Podría haber sabido entonces, ya entonces, del enfrentamiento entre Proyas y el Emperador? ¿O simplemente sucedió que los inrithi necesitaban a un scylvendio?

Improbable, por no decir algo más. Pero ¿cómo podría haberlo sabido Kellhus?

Cnaiur tragó saliva y saboreó a Serwe.

¿Podía ser que Moenghus siguiera comunicándose con él?

Ese pensamiento le sorbió todo el aire de los pulmones. Vio a Xunnurit, cegado, encadenado a los pies del Emperador…

«¿Soy yo lo mismo?»

Todavía hablando en esa maldita lengua, Kellhus volvió a tomarle el pelo a Serwe. Cnaiur lo sabía porque oyó la risa de Serwe, un sonido como el de agua cayendo sobre las piedras alisadas del dunyaino.

En la oscuridad, Cnaiur extendió su sable, apretó la punta en la portezuela y la apartó a un lado un palmo. Observó sin aliento.

Sus caras naranja a la luz del fuego, sus espaldas en la penumbra, los dos inclinados de lado en el tronco de olivo sin corteza en el que se sentaban, como amantes. Cnaiur estudió sus reflejos sobre la superficie manchada de su espada.

Por el Dios–muerto, era preciosa. Tanto como…

El dunyaino se giró y le miró con los ojos refulgentes. Parpadeó.

Cnaiur sintió que sus labios se fruncían involuntariamente, una violenta corriente en su pecho, garganta y oídos.

«¡Es mi recompensa!», gritó sin voz.

Kellhus miró el fuego. Lo había oído. De alguna manera.

Cnaiur dejó caer la portezuela, convirtiendo la luz dorada en oscuridad. Una desolada oscuridad.

«Mi recompensa…»

Achamian nunca recordaría lo que había pensado ni el camino que había tomado en su larga caminata desde el recinto imperial hasta el campamento de la Guerra Santa. De repente, se encontró sentado en el polvo, en mitad de los restos de la celebración. Vio su tienda, pequeña y solitaria, manchada y baqueteada por muchas estaciones, muchos viajes, a la silenciosa sombra del pabellón de Xinemus. La Guerra Santa se extendía tras ella, una gran ciudad de tela, enmarañando la distancia de portezuelas, cuerdas tensoras, banderillas y toldos.

Vio a Xinemus durmiendo junto a la fogata apagada, con su grueso cuerpo acurrucado contra el frío. Supuso que el Mariscal se había preocupado por la autoritaria llamada del Emperador, y había esperado toda la noche junto al fuego, esperado a que Achamian volviera a casa.

«Casa.»

Se le saltaron las lágrimas al pensar en eso. Nunca había tenido una casa, un lugar que pudiera considerar propio. No había ningún refugio, ningún santuario para un hombre como él. Sólo amigos, esparcidos aquí y allá, que por alguna incomprensible razón le querían y se preocupaban por él.

Dejó que Xinemus siguiera durmiendo; aquél sería un día exigente. El gran campamento de la Guerra Santa se desmontaría ese día; las tiendas caerían y serían enrolladas con fuerza alrededor de postes, los convoyes de equipaje se alinearían y se cargarían de bártulos y provisiones; después empezaría la ardua pero exultante marcha hacia el sur, hacia la tierra de los infieles, hacia la desesperación y el derramamiento de sangre, y tal vez incluso hacia la verdad.

En la penumbra de su tienda, sacó una vez más el mapa de papiro, sin hacer caso de las lágrimas que caían sobre él. Miró:

EL CONSULTO

un rato, como si tratara de recordar lo que el nombre significaba, lo que presagiaba. Después, humedeciendo su pluma, trazó una irregular línea diagonal desde él hasta

EL EMPERADOR

Al fin conectados. Durante mucho tiempo había flotado a solas en su esquina, más como un resto de tinta que un nombre, sin tocar nada, sin significar nada, como las amenazas murmuradas por un cobarde después de que su torturador se haya ido. Ya no. La amarga aparición había desnudado su abultada carne, y el horror de lo que era y de lo que podía ser se convirtió en el horror de entonces.

Ese horror. Su horror.

¿Por qué? ¿Por qué iba el destino a infligirle esta revelación a él? ¿Era el destino idiota? ¿Sabía lo débil, lo hueco, que se había vuelto?

«¿Por qué yo?»

Una pregunta egoísta. Quizá la más egoísta de las preguntas. Todas las cargas, incluidas aquéllas tan demenciales como el Apocalipsis, debían reposar sobre los hombros de alguien. ¿Por qué no él?

«Porque soy un hombre roto. Porque anhelo un amor que no puedo tener. Porque…»

Pero ese camino era demasiado fácil. Ser frágil, estar aquejado de un deseo no correspondido, era simplemente lo que significaba ser un hombre. ¿Cuándo había adquirido esa tendencia a regodearse en la autocompasión? ¿En qué momento de la lenta acumulación que era la vida se había llegado a ver a sí mismo como la víctima del mundo? ¿Cómo se había vuelto tan idiota?

Después de trescientos años, él, Drusas Achamian, se había reencontrado con el Consulto. Después de dos mil años, él, Drusas Achamian, había sido testigo del regreso de un Anasurimbor. Anagke, la Zorra del Destino, ¡le había elegido a él para esas cargas! Y no estaba en situación de preguntar por qué. Ni siquiera esas preguntas le aliviarían su carga.

Tenía que actuar, elegir su momento y vencer, abrumar. ¡Era Drusas Achamian! Su canto podía carbonizar legiones, partir la tierra en dos, hacer que salieran del cielo dragones gritando.

Pero incluso mientras volvía a escrutar el pergamino, un gran hueco se abrió en el corazón de su momentánea resolución, como la quietud que sigue a las olas en la superficie de un estanque, empequeñeciéndole cada vez más. Y en la estela de ese hueco, voces procedentes de sus sueños le acosaban con miedos medio olvidados, la niebla del arrepentimiento inarticulado…

Había descubierto al Consulto, pero no sabía nada de sus planes ni la forma de descubrirles de nuevo. Ni siquiera sabía cómo lo había descubierto el Emperador. La única y temblorosa línea que unía el Consulto con el Emperador carecía de todo significado, con la salvedad de que estaban relacionados de algún modo. Y si el Consulto se había infiltrado en la corte imperial con ése…, ése espía, debía dar por hecho que podría haberse infiltrado del mismo modo en todas las Grandes Facciones, en todos los Tres Mares, quizá incluso en el mismo Mandato.

Una cara abriéndose como los dedos paralizados de la palma de una mano sin piel. ¿Cuántos eran?

De repente el nombre, el Consulto, que había estado tan aislado de los demás, parecía unido a ellos con una aterradora intimidad. Achamian advirtió que el Consulto no sólo se había infiltrado en las Grandes Facciones, sino que se había infiltrado en individuos, hasta el punto de convertirse en ellos. ¿Cómo se combate a un enemigo como ése sin combatir aquello en lo que se ha convertido? ¿Sin combatir contra todas las Grandes Facciones? Por lo que Achamian sabía, el Consulto ya gobernaba los Tres Mares y simplemente toleraba el Mandato como un enemigo impotente, un hazmerreír, para fortificar el baluarte de ignorancia que les protegía.

«¿Cuánto tiempo hacía que se estaban riendo? ¿Hasta qué punto había llegado su corrupción?»

¿Podría haber llegado hasta tan lejos como el Shriah? ¿Podía la Guerra Santa ser su médula, un artefacto del Consulto?

Le recorrió una cascada de implicaciones que le hacían martillear el corazón, y su piel quedó cubierta del sudor frío del pánico. Acontecimientos desconectados se entretejían en una narración mucho más oscura que la ignorancia, del mismo modo que las ruinas despedazadas se podían ir uniendo mediante la intuición de algún bastión o templo perdido. El rostro ausente de Geshrunni. ¿Le mató el Consulto? ¿Llevarse esa cara para consumar algún obsceno rito de sustitución, sólo para ser frustrados cuando los Chapiteles Escarlatas encontraron su cadáver poco después? Y si el Consulto sabía de Geshrunni, ¿significaba también eso que conocían la guerra secreta entre los Chapiteles Escarlatas y los cishaurim? ¿Acaso no explicaría eso que Maithanet también supiera de la existencia de la guerra? ¿La muerte de Inrau? Si el Shriah de los Mil Templos era un espía del Consulto… Si la profecía de Anasurimbor…

Miró el papiro una vez más.

ANASURIMBOR KELLHUS

Todavía estaba desconectado, pese a su inquietante proximidad al Consulto. Levantó la pluma, dispuesto a trazar una línea entre los dos nombres, pero dudó. Dejó la pluma a un lado.

El hombre, Kellhus, que sería su alumno y amigo, era tan… distinto de los demás hombres.

El regreso de los Anasurimbor era un presagio del Segundo Apocalipsis. La verdad de eso hacía que a Achamian le dolieran los huesos. Y la Guerra Santa sería simplemente el primer gran derramamiento de sangre.

Con la cabeza dándole vueltas, Achamian se llevó una mano aturdida a la cara, entre el cabello. Imágenes de su vida anterior —enseñándole álgebra a Proyas, grabando números en la tierra de un camino del jardín, leyendo a Ajencis bajo la inquieta luz solar de la mañana en el pórtico de Zin— recorrieron sus pensamientos, totalmente ingenuos, dolorosamente pálidos, inocentes y completamente destrozados.

«El Segundo Apocalipsis está aquí. Ya ha empezado…»

Y él estaba en el mismísimo centro de la tempestad. La Guerra Santa.

Perturbadas sombras juguetearon y retozaron en los muros de tela de su tienda, y Achamian supo con una certidumbre atroz que estaban sondeando el horizonte, que una inconmensurable trampa se había introducido inadvertidamente y estaba fijando su temible curso.

«Otro Apocalipsis… Y está sucediendo.»

¡Pero eso era una locura! ¡No podía ser!

«Es. Inspira. Ahora espira, lentamente. Estás a la altura de esto, Akka. ¡Debes estar a la altura de esto!»

Tragó saliva.

«Pregúntate: ¿cuál es la pregunta? ¿Por qué iba a querer el Consulto esta Guerra Santa? ¿Por qué iba a querer destruir a los fanim? ¿Tiene algo que ver con los cishaurim?»

Pero tras el alivio que sintió al plantearse la pregunta, surgió la segunda, una cuestión cuyos términos eran demasiado dolorosos para él como para negarlo. Un pensamiento como un cuchillo en invierno.

«Mataron a Geshrunni inmediatamente después de que yo me marchara de Carythusal.»

Pensó en el hombre del Agora Kamposea, el que creyó que le seguía, el que parecía haber cambiado de cara.

«¿Significa eso que me están siguiendo?»

¿Les había llevado él a Inrau?

Achamian se detuvo, sin resuello bajo la luz difusa, con el pergamino petrificado y balanceándose en su mano izquierda.

También les había llevado…

Se llevó dos dedos a la boca y se los frotó lentamente contra el labio inferior.

—Esmi… —susurró.

Amarradas juntas, las galeras de recreo se mecían suavemente en el Meneanor, en el exterior del puerto fortificado de Momemn. Era una tradición con siglos de antigüedad unirlas así en la festividad de Kussapokari, que marcaba el solsticio de verano. La mayor parte de las galeras eran de las dos castas más altas: la kjineta de las Casas de la Congregación y la sacerdotal nahat. Hombres de la Casa Gaunum, de la Casa Daskas, la Casa Ligesseras y muchas otras evaluaban a los demás y confeccionaban sus chismorreos dependiendo de las turbias lealtades de poder y enemistad que hubiera entre las Casas. Incluso en el interior, había miles de variaciones de rango y reputación. El criterio oficial para esos rangos era claro: mayor o menor cercanía al Emperador, que se medía fácilmente por la jerarquía de los puestos en los laberínticos ministerios o, en el extremo opuesto, filiación con la Casa Biaxi, el tradicional enemigo de la Casa Ikurei. Pero las Casas tenían por sí mismas largas historias, y el rango entre los hombres estaba inextricablemente vinculado a la historia. Así se lo contaban a las concubinas y los niños: «A ese hombre, Trimus Charcharius, respétalo, niño. Sus ancestros fueron un día Emperadores», a pesar de que la Casa Trimus no gozaba del favor del Emperador y había sido despreciada por los Biaxi desde tiempos inmemoriales. Si se añadía a eso la riqueza, la sabiduría y el talento, los códigos jnanicos que abarcaban todas sus relaciones se tornaban tan indescifrables para los demás como apabullantes para ellos, una complicada ciénaga que devoraba rápidamente a los estúpidos.

Pero este maremágnum de asuntos ocultos y cálculos instantáneos no les constreñía. Era simplemente el modo como se hacía, tan natural como el ciclo de las constelaciones. Las cosas fluidas de la vida no eran menos necesarias por el hecho de ser fluidas. Así que los juerguistas reían y hablaban como si lo hicieran despreocupadamente, apoyándose en las barandillas pulidas, disfrutando de la perfección del sol de última hora de la tarde y temblando cuando eran cubiertos por las sombras. Los cuencos se entrechocaban. Se vertía y se salpicaba vino, haciendo que los dedos pegajosos se tornaran aún más pegajosos. El primer trago era lanzado al mar, una propiciación a Momas, el Dios que servía de excusa para esas reuniones. Las conversaciones eran una mezcla de humor y gravedad, como un desfile de voces, cada una de ellas tratando de llamar la atención, cada una de ellas atenta a la ocasión de impresionar, de informar, de entretener. Las concubinas, vestidas con sus culati de seda, habían sido dejadas de lado por las ásperas conversaciones de los hombres, como era debido, y se regodeaban con esos temas que les parecían enormemente divertidos: moda, esposas celosas y esclavos obstinados. Los hombres, sosteniendo cuidadosamente sus mangas ainonias para que fueran iluminadas por el sol, hablaban de cosas serias y contemplaban con un divertido desdén cualquier cosa que no fuera la guerra, los precios y la política. Las escasas transgresiones del jnan que se permitían eran toleradas, incluso alentadas, dependiendo de quien las cometiera. Parte del jnan consistía precisamente en saber cuándo transgredirlo. Los hombres se reían con fuerza de los ruidos de las inevitables muestras de sorpresa que circulaban entre las mujeres y les llegaban a los oídos.

A su alrededor, las aguas de la bahía eran azul oscuro y llanas. Como juguetes en la distancia, los barcos de grano galeoth, los inmensos buques mercantes cironji y otros echaban amarras en la desembocadura del río Phayus. El cielo posterior a la tormenta parecía profundo por su claridad. Hacia tierra firme, las colinas poco elevadas que rodeaban Momemn eran marrones, y la ciudad en sí misma parecía vieja, como las cenizas de un fuego. A través de la perpetua bruma de humo, se percibían los grandes monumentos de la ciudad, como sombras más oscuras erigiéndose sobre la mancha grisácea de las casas de vecinos y los caóticos callejones. Como siempre, la Torre de Ziek avasallaba el nordeste. Y el corazón de la ciudad, las Grandes Cúpulas de Xothei, se erguía sobre el confuso templo–complejo de Cmiral. Los pertenecientes a la facción Biaxi con buena vista juraron que en mitad de los templos podían ver la Polla del Emperador, nombre con el que se había acabado conociendo el último monumento de Xerius. Siguió la controversia. Hubo algunos, los más religiosos, que mostraron su desaprobación por esa broma tan subida de tono. Pero se vieron llevados por más discusión y más vino. Fueron obligados a conceder que el obelisco, después de todo, tenía una «punta» arrugada. Uno de los borrachos que había entre ellos incluso sacó su cuchillo —la primera violación real de la etiqueta— cuando se le recordó que había besado el obelisco la semana anterior.

Era en el exterior de los muros de Momemn donde las cosas habían cambiado. Los campos circundantes eran polvo gris, pisoteado por incontables pies y moldeado por roderas cocidas al sol. La tierra se había roto bajo el peso de la Guerra Santa. Las arboledas estaban muertas. Las fosas sépticas apestaban. Moscas.

La Guerra Santa había marchado, y los hombres de las Casas discutían sobre ello incesantemente, recordaban la humillación del Emperador —no, la humillación del Imperio— a manos de Proyas y su scylvendio mercenario. ¡Un scylvendio! ¿Acaso los demonios les acosarían también en el campo de la política? Los Grandes Nombres habían puesto en evidencia al Emperador, y a pesar de que Ikurei Xerius había amenazado con no marchar junto a la Guerra Santa, finalmente había reconocido su derrota y había mandado a Conphas con ellos. El intento de unir la Guerra Santa con los intereses de Nansur había sido un movimiento osado, en eso estaban todos de acuerdo, pero mientras el brillante Conphas marchara con ellos, el Emperador seguía teniendo posibilidades de triunfar. Conphas, un hombre como un Dios, un verdadero hijo de Kyraneas, o incluso de Cenei, una sangre ancestral. ¿Cómo no iba a hacerse con la Guerra Santa?

—¡Piensa en ello! —gritaban—. ¡El Viejo Imperio restaurado!

La mayoría había pasado los pestilentes meses de primavera y verano en sus propiedades en la provincia y había visto poco a los Hombres del Colmillo. Algunos se habían hecho ricos aprovisionando a la Guerra Santa, y todavía más tenían a sus queridos hijos con Conphas. Había pocas razones prácticas para celebrar la marcha de la Guerra Santa hacia el sur. Pero quizá sus especulaciones eran más profundas. Cuando las langostas descendieron, se hicieron ricos vaciando sus graneros, pero siguieron quemando ofrendas cuando las hambrunas terminaron. Nada detestaban tanto los Dioses como la arrogancia. El mundo era un cristal pintado: sombras de un antiguo e inimaginable poder se movían debajo de él.

En algún lugar distante, la Guerra Santa recorría los caminos entre antiguas capitales, una gran migración de hombres robustos y brazos refulgentes bajo el sol. Incluso entonces, algunos afirmaban oír unos débiles cuernos a través de las risotadas y el mar inmóvil, como el repiqueteo de trompetas permanece en los oídos zumbantes. Otros se detenían y escuchaban, y aunque no oían nada, se estremecían y racionaban sus palabras con cuidado. Si las glorias presenciadas inducían temor al hombre, las glorias afirmadas pero nunca vistas le infundían piedad.

Y juicio.