18

Las Cumbres Andiamine

«… y esa revelación asesinó todo lo que yo había sabido. Si antes le preguntaba a Dios "¿quién eres?", ahora pregunto "¿quién soy?"».

Ankharlus, Carta al templo blanco

«El Emperador, según dice la opinión más generalizada, era un hombre excesivamente suspicaz. El miedo tiene muchas formas, pero no es nunca tan peligroso como cuando se combina con el poder y una incertidumbre perpetua».

Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa

Finales de primavera, año del Colmillo 4111, Momemn

El Emperador Ikurei Xerius III caminaba retorciéndose las manos. Después del desastre del jardín, había empezado a temblar descontroladamente. No había podido ir más allá de sus aposentos imperiales. Conphas y Gaenkelti, el capitán de la Guardia Eótica, estaban en silencio en el centro de la habitación, observándolo. Xerius se detuvo junto a una mesa laqueada y tragó un largo sorbo de anpoi espirituoso. Se frotó los labios y jadeó.

—¿Le tenéis?

—Sí —respondió Gaenkelti—. Lo han llevado a las galerías.

—Debo verlo.

—Te recomiendo que no lo hagas, Dios–de–los–Hombres —respondió cuidadosamente Gaenkelti.

Xerius se detuvo y dedicó una dura mirada a su corpulento capitán norsirai.

—¿Me recomiendas que no lo haga? ¿Hay aquí algo relacionado con la hechicería?

—El Saik Imperial dice que no, pero ese hombre ha sido… entrenado.

—¿Qué quieres decir con «entrenado»? ¡Ahórrame tu cháchara, Gaenkelti! El Imperio ha sido humillado hoy. ¡Yo he sido humillado!

—Fue… difícil de reducir. Han muerto tres de mis hombres. Cuatro tienen alguna extremidad rota…

—¡Estás bromeando! —gritó Conphas—. ¿Iba armado?

—No. Nunca he visto nada igual. Si no hubiéramos llevado los guardias de más asignados a la audiencia… Como decía, ha sido entrenado.

—Quieres decir —dijo Xerius, con el rostro transido por el terror— que durante todo este tiempo, todos estos años, ¿podría haber matado…, haberme matado a mí?

—Pero ¿qué edad tiene Skeaos, tío? —preguntó Conphas—. ¿Cómo puede ser? Tiene que tratarse de hechicería.

—El Saik jura y perjura que no —repitió Gaenkelti.

—¡El Saik! —espetó Xerius, girándose en busca de más anpoi—. Ratas blasfemas husmeando alrededor del palacio; conspirando, siempre conspirando contra mí. Necesitamos una confirmación independiente. —Dio otro largo trago y tosió—. Mandad en busca de uno de otra de las Escuelas… La Mysunsai —prosiguió, con la voz acongojada.

—Ya lo he hecho, Dios–de–los–Hombres. Pero creo en el Saik en este caso.

Gaenkelti cogió la pequeña esfera cubierta de runas que llevaba en el peto: un Chorae, la pesadilla de los hechiceros.

—He sostenido esto ante su cara una vez que lo han reducido. No ha tenido miedo. No había nada en su cara.

—¡Skeaos! —gritó Xerius a los techos grabados, volviendo a servirse anpoi—. ¡Servil, maldito y sigiloso Skeaos! ¿Un espía? ¿Un asesino entrenado? Temblaba cada vez que le hablaba directamente. ¿Lo sabíais? Temblaba como un cervatillo. Y yo que me decía a mí mismo: «Los otros me consideran un Dios, pero Skeaos, ¡ah, el bueno de Skeaos!, sabe que soy divino. Sólo Skeaos se ha rendido…». Y mientras tanto me vertía veneno en la oreja. Avivaba mi apetito con su lengua. ¡Dioses de la condenación! ¡Quiero verle despellejado! ¡Le estrujaré la verdad a su cuerpo partido! ¡Que sea maldito con la agonía!

Con un rugido, Xerius se revolvió y volcó la mesa. El cristal y el oro cayeron y se hicieron añicos sobre el mármol.

Él se quedó en silencio, con el pecho agitado. El mundo zumbaba a su alrededor, impenetrable, burlándose. En todas partes las sombras eran un clamor. Los grandes designios estaban en marcha. Los mismos Dioses se movían; se movían contra él.

—¿Qué hay del otro, Dios–de–los–Hombres? —osó preguntar Gaenkelti—. ¿El Príncipe de Atrithau que te hizo sospechar de Skeaos?

Xerius se giró hacia su capitán con la mirada todavía salvaje.

—El Príncipe de Atrithau —repitió, estremeciéndose al recordar la serena expresión del hombre. Un espía…, y con una cara que transmitía una total tranquilidad. ¡Qué confianza! ¿Y por qué no, cuando el Primer Consejero del Emperador era uno de ellos? Pero basta. Le visitaría aterrorizado pronto.

—Vigiladle. Observadle como a ningún otro.

Se giró hacia Conphas; le escrutó brevemente. Por una vez le pareció que su divino sobrino estaba perturbado. Las pequeñas satisfacciones… Tendría que agarrarse a ellas durante la noche que seguiría.

—Por favor, déjanos ahora, capitán —dijo, recobrando la compostura—. Estoy complacido con tu conducta. Haz que el Gran Maestro Cememketri y Tokush sean llamados a mi presencia en seguida. Hablaré con mis hechiceros y espías. Y mis augures… Mándame también a Arithmeas.

Gaenkelti se arrodilló, tocó el suelo alfombrado con la frente y se retiró.

A solas con su sobrino, Xerius le dio la espalda y caminó hasta el pórtico abierto en el otro extremo de la sala. Fuera era oscuro, y el mar Meneanor se agitaba en la penumbra contra el horizonte gris.

—Sé cuál es tu pregunta —le dijo a la figura que había tras él—. Te preguntas cuánto le he contado a Skeaos. Te preguntas si sabe todo lo que tú sabes.

—Siempre estaba contigo, tío. ¿No es así?

—Pueden engañarme como a un idiota, sobrino, pero no soy un idiota… Pero eso lo sabremos. Sabremos muy pronto lo que Skeaos sabe. Sabremos cómo castigarle.

—¿Y la Guerra Santa? —preguntó cautelosamente Conphas—. ¿Qué hay de nuestro Solemne Contrato?

—Nuestra propia casa, sobrino. Primero, nuestra propia casa…

«O eso diría tu abuela.»

Xerius se giró hacia Conphas, perdido en sus pensamientos.

—Cememketri me ha dicho que un hechicero del Mandato se ha unido a la Guerra Santa. Ve a por él…, tú en persona.

—¿Por qué? Los Maestros del Mandato son idiotas.

—Se puede confiar en los idiotas precisamente porque son idiotas. Sus objetivos raramente interceden con los nuestros. Éste es un asunto muy importante, Conphas. Debemos estar seguros.

Conphas le dejó a solas con el mar ennegrecido. Se podía ver a mucha distancia de la cima de las Cumbres Andiamine, pero nunca, al parecer, lo suficiente. Hablaría con Cememketri, Gran Maestro del Saik Imperial, y Tokush, su Maestro de Espías. Escucharía cómo se peleaban y no descubriría nada a través de ellos. Y después, bajaría a las galerías. Vería al «bueno» de Skeaos en persona. Y le inflingiría las primeras consecuencias de su transgresión.

El viaje desde el campamento hasta las Cumbres Andiamine tenía un cierto elemento de pesadilla para Achamian. Aquello era Momemn de noche, algo horroroso. El aire era tan acre que tenía sabor. Había vislumbrado en varias ocasiones un alto dedo de piedra —la Torre de Ziek, supuso—, y por un breve instante, mientras pasaba cerca del templo–complejo de Cmiral, vio las grandes cúpulas de Xothei arqueadas como negras barrigas bajo el cielo. Sin embargo, se había encontrado sumergido en una caótica madriguera de avenidas bordeadas por viejas casas vecinales y puntuadas por bazares, canales y templos cúlticos abandonados. Compleja a la luz del día, Momemn era laberíntica de noche.

La tropa de Kidruhil con antorchas formaba una refulgente hebra a través de la noche. Pezuñas con herraduras de hierro repiqueteaban contra la piedra y el fango, lo que atraía a las ventanas caras asustadas y pálidas. Vestido con su armadura ceremonial, el propio Ikurei Conphas cabalgaba a su lado, pero distante.

De vez en cuando, Achamian miraba de soslayo al Exalto–General. Había algo enervante en su perfección física, algo que hacía que Achamian cobrara total conciencia de su corpulencia; casi como si a través de Conphas, los Dioses hubieran revelado el cruel humor que se escondía en la acumulación de defectos de los hombres más normales. Pero era algo más que su aspecto lo que le resultaba inquietante. Ese hombre tenía un aire… un poco demasiado seguro de sí mismo para ser definido como arrogancia. Achamian decidió que Ikurei Conphas estaba poseído, bien por una terrible fuerza, o bien por una aterradora carencia.

¡Conphas! Todavía le parecía increíble. ¿Qué podían querer los Ikurei de él? Achamian había renunciado a preguntárselo al sobrino imperial.

—He venido aquí a buscarte —dijo el hombre, inexpresivamente—, no a charlar.

Fuera lo que fuese lo que el Emperador quería, era lo suficientemente importante como para mandar de chico de los recados al sobrino imperial.

Desde el principio, la llamada había llenado a Achamian de una sensación de hermética aprensión. Los Kidruhil, con sus pesadas armaduras, se habían esparcido por las avenidas del campo conriyano como si estuvieran ejecutando un asalto. Pasaron un buen rato forcejeando e insultándose antes de que quedara claro que los nansur habían ido allí a buscarle a él.

—¿Por qué iba a llamarme un Emperador? —le había preguntado a Conphas.

—¿Por qué llamar a cualquier hechicero? —le respondió con impaciencia.

Esa respuesta le había molestado, le había recordado a los funcionarios de los Mil Templos a los que había pedido detalles acerca de la muerte de Inrau. Y por un instante, Achamian había comprendido lo insignificante que el Mandato se había vuelto en el gran esquema de los Tres Mares. De las Escuelas, el Mandato era el idiota perdido cuyas rocambolescas reivindicaciones se volvían más y más desesperadas a medida que se cerraba la noche. Como cualquier otra sensación de vergüenza, los poderosos evitaban religiosamente la desesperación.

Y por esa razón, aquella petición resultaba tan inquietante. ¿Qué podía querer un Emperador de un idiota desesperado como Drusas Achamian?

Por lo que él sabía, sólo dos cosas podían llevar a una Gran Facción como los Ikurei a llamarle: o bien habían encontrado algo cuya resolución estaba más allá de las capacidades de su propia Escuela, el Saik Imperial, o de los mercenarios Mysunsai, o bien deseaban hablar del Consulto. Como nadie excepto el Mandato creía todavía en el Consulto, tenía que ser la anterior. Y quizá eso no era tan improbable como parecía. Si bien las Grandes Facciones normalmente se reían de su misión, todavía respetaban su talento.

La Gnosis hacía de ellos ricos idiotas.

Finalmente, pasaron bajo una inmensa puerta, cabalgaron a lo largo de los jardines exteriores del recinto imperial y llegaron a la base de las Cumbres Andiamine. El alivio que Achamian esperaba encontrar, sin embargo, no aparecía por ninguna parte.

—Hemos llegado, hechicero —dijo Ikurei Conphas, cortante, mientras desmontaba con la facilidad de un hombre acostumbrado a los caballos—. Sígueme.

Conphas le guió por una serie de puertas de hierro que parecían poca cosa con respecto a los edificios circundantes. El palacio, con sus columnas de mármol brillante bajo las incontables antorchas que rodeaban su perímetro, ascendía hasta una altura descomunal por encima de ellos. Conphas martilleó las puertas, que al ser abiertas de par en par por dos Guardias Eóticos, revelaron un largo pasillo iluminado por velas. En lugar de ascender hacia las Cumbres, sin embargo, bajaba a su corazón enterrado.

Conphas siguió adelante, pero se detuvo cuando Achamian vaciló.

—Si te estás preguntando —dijo con una pequeña y maliciosa sonrisa— si el pasaje lleva a las mazmorras del Emperador, así es…

La luz de las velas alumbraba los intrincados relieves estampados de su peto, los muchos soles de Nansur. Bajo el peto, Achamian sabía que había un Chorae. La mayoría de los nobles de rango los llevaban; eran sus tótems contra la hechicería. Pero Achamian no tuvo necesidad de intuir su presencia. Podía sentirla.

—Me he hecho ya muchas conjeturas —respondió, permaneciendo en el umbral—. Creo que ha llegado el momento de que me expliques mi propósito aquí.

—Los hechiceros del Mandato —dijo Conphas con tristeza—. Como todos los avaros, das por hecho que todo el mundo va detrás de tu tesoro. ¿Qué crees, hechicero? ¿Que soy tan estúpido como para entrar al trapo en el campamento de Proyas sólo para secuestrarte?

—Perteneces a la Casa Ikurei. Eso es motivo suficiente para la preocupación, ¿no crees?

Conphas le escrutó en silencio —la mirada de un recaudador de impuestos— y al parecer comprendió que no podía ofender a Achamian con una burla o valiéndose de su rango.

—Está bien —dijo abruptamente—. Hemos descubierto a un espía entre nosotros. El Emperador necesita que verifiques que la hechicería no ha tenido nada que ver con esto.

—¿No confiáis en el Saik Imperial?

—Nadie confía en el Saik Imperial.

—Ya veo. Y los mercenarios, los Mysunsai, ¿por qué no les llamáis a ellos?

Una vez más, el hombre sonrió con condescendencia, con mucho más que condescendencia. Achamian había visto muchas sonrisas como aquélla antes, pero siempre le habían parecido un tanto estridentes, repletas de pequeñas desesperaciones. Pero en aquella sonrisa no había ninguna estridencia. Sus dientes perfectos refulgieron a la luz de las velas. Eran dientes carroñeros.

—Éste espía, hechicero, es extremadamente raro. Quizá demasiado para su limitado talento.

Achamian asintió. Los Mysunsai eran «limitados». Las almas mercenarias raramente eran talentosas. Pero para que el Emperador mandara en busca de un hechicero del Mandato, para que desconfiara no sólo de sus propios magos, sino también de sus mercenarios… «Están aterrorizados —pensó Achamian—. Los Ikurei están aterrorizados.» Achamian escudriñó al sobrino imperial en busca de alguna señal de decepción. Satisfecho, cruzó el umbral. Hizo un gesto de dolor cuando oyó que las puertas se cerraban tras él.

Iban avanzando por el pasillo al ritmo de los largos pasos marciales de Conphas. Achamian casi podía percibir cómo las Cumbres Andiamine se erigían sobre él. «¿Cuánta gente ha pasado por este pasillo y no ha regresado nunca?», se preguntó.

Sin aviso previo, Conphas dijo:

—Eres amigo de Nersei Proyas, ¿no? Dime: ¿qué sabes de Anasurimbor Kellhus, el que afirma ser Príncipe de Atrithau?

Una sacudida física acompañó la pregunta, y por un instante, Achamian tuvo que esforzarse por mantener su rápido paso.

«¿Está Kellhus implicado en esto?»

¿Qué debía decirle? ¿Que temía que el hombre fuera un presagio del Segundo Apocalipsis? «No le digas nada.»

—¿Por qué lo preguntas?

—Sin duda, habrás sabido del resultado de la reunión del Emperador con los Grandes Nombres. En buena medida, fue debido a la astucia de ese hombre.

—Su sabiduría, quieres decir.

Una momentánea ira desfiguró la expresión del Exalto–General. Se dio dos golpecitos en el peto, justo por debajo del cuello, precisamente donde llevaba escondido su Chorae, como sabía Achamian. El gesto calmó un tanto al hombre, como si le recordara todas las formas en que Achamian podía morir.

—Te he hecho una pregunta sencilla.

«La pregunta es cualquier cosa menos sencilla», pensó Achamian. ¿Qué sabía él de Kellhus? Muy poco, salvo quizá que él estaba tan asustado por quién fuera el hombre como el otro atemorizado por quién pudiera ser. Un Anasurimbor había regresado.

—¿Tiene esto —preguntó Achamian— algo que ver con vuestro «raro espía»?

Conphas se detuvo abruptamente y le escrutó. O bien estaba atónito por alguna estupidez oculta en su pregunta, o estaba tomando una decisión.

«Están realmente atemorizados.»

El Exalto–General bufó, como si le pareciera increíble que pudiera preocuparse por lo que un Maestro del Mandato pudiera hacer con los secretos del Emperador.

—Nada en absoluto. —Sonrió—. Deberías peinarte la barba, hechicero —añadió mientras retomaba el paso—. Vas a conocer al Emperador en persona.

Xerius se apartó de Cememketri y miró con dureza la cara de Skeaos. Le salía sangre de una oreja. Largos mechones de cabello canoso enmarcaban su venosa frente y sus mejillas hundidas, lo que le daba un aspecto salvaje.

El anciano estaba desnudo y encadenado, y tenía el cuerpo doblado por la espalda en una mesa curva semejante a la mitad de una rueda rota. La madera era suave —pulida por muchas cadenas— y oscura contra la piel del Primer Consejero. La cámara tenía el techo abovedado bajo y estaba iluminada por brillantes braseros esparcidos al azar por sus recovecos. Estaban en el corazón de las Cumbres Andiamine, en lo que a lo largo de las eras se había dado en llamar la Sala de la Verdad. En los muros, con estantes de hierro, estaban los instrumentos de la Verdad.

Skeaos le observaba sin miedo y parpadeaba como parpadearía un niño que se despertara en mitad de la noche. Sus ojos refulgieron en su cara arrugada y se giraron hacia las figuras que acompañaban al Emperador: Cememketri y otros dos viejos magos, vistiendo las togas negras y doradas del Saik Imperial, los Hechiceros del Sol; Gaenkelti y Tokush, todavía vistiendo su armadura ceremonial, con los rostros rígidos por miedo a que el Emperador, inevitablemente, les hiciera responsables de aquella escandalosa traición; Kimish, el interrogador, que veía puntos de dolor en lugar de hombres; Skalateas, el mysunsai con toga azul que había sido llamado por Gaenkelti, con el rostro de mediana edad visiblemente perplejo, y, por supuesto, los dos arqueros con tatuajes azules de la Guardia Eótica, con su Chorae suspendido sobre el pecho hundido del Primer Consejero.

—Es un Skeaos tan distinto —susurró el Emperador, cogiéndose las temblorosas manos.

Al Primer Consejero se le escapó una suave risilla.

Xerius reprimió el miedo que le movía y sintió que su corazón se endurecía. Furia. Allí iba a necesitar furia.

—¿Qué dices, Kimish? —preguntó.

—Ya ha sido interrogado brevemente, Dios–de–los–Hombres —respondió Kimish sin rodeos—. Según el protocolo.

¿Había excitación en su voz? A Kimish, a diferencia de los demás allí reunidos, no le importaba en lo más mínimo que quien estuviera en la mesa fuera un consejero imperial. A él sólo le importaba su oficio. Xerius sabía que las causas políticas de esa afrenta, las mareantes implicaciones, no significaban nada para él. A Xerius le gustaba ese rasgo de Kimish, aunque en ocasiones le irritara. Era un atributo apropiado para un interrogador.

—¿Y? —preguntó Xerius, con la voz casi rota. Toda su pasión parecía amplificada, suspendida de la posibilidad de radicales transformaciones. De irritación a furia. De pequeño dolor a agonía.

—Es distinto de todos los hombres que he visto antes, Dios–de–los–Hombres.

Lo que no era atributo apropiado de Kimish, según había decidido Xerius, era su querencia por el dramatismo. Como un cuentacuentos, hablaba dejando huecos, como si el mundo fuera su coro. El centro del asunto era algo que Kimish se guardaba celosamente, algo que iba dando de acuerdo con las reglas del suspense narrativo, no de la necesidad.

—Encontrar respuestas es tu trabajo, Kimish —le espetó Xerius—. ¿Por qué debo yo interrogar al interrogador?

Kirmish se encogió de hombros.

—A veces es mejor mostrar que decir —dijo, cogiendo una serie de alicates de la hilera de instrumentos que había junto al consejero—. Observad.

Se arrodilló y cogió uno de los pies del Primer Consejero con la mano izquierda. Lentamente, con el aburrimiento del artesano, le arrancó una uña con un alicate.

No hubo nada. Ningún grito, ni siquiera un estremecimiento del viejo cuerpo.

—Inhumano —dijo Xerius jadeando, y se echó hacia atrás.

Los otros se quedaron estupefactos. Se giró hacia Cememketri, que negaba con la cabeza, y después hacia Skalateas.

—No hay hechicería aquí, Dios–de–los–Hombres —dijo inexpresivamente Skalateas.

Xerius se dio la vuelta para enfrentarse a su Primer Consejero.

—¿Qué eres? —gritó.

La vieja cara sonrió.

—Soy más, Xerius. Soy más. —No era la voz de Skeaos, sino algo roto, como muchas voces.

El suelo se movió bajo los pies de Xerius. Se equilibró cogiéndose a Cememketri, que involuntariamente se contrajo bajo el Chorae que se balanceaba alrededor de su cuello. Xerius miró el rostro burlón del hechicero. «¡El Saik Imperial!» Sus pensamientos aullaron, convulsos, arcanos en hecho y deseo. Sólo ellos tenían los recursos. Sólo ellos tenían los medios…

—¡Mientes! —le gritó al Gran Maestro—. ¡Esto tiene que ser hechicería! ¡Lo percibo! ¡Se siente como veneno en el aire! ¡Esta habitación apesta a ella! —Lanzó al aterrorizado hombre al suelo—. ¡Has comprado a este esclavo! —aulló, señalando a Skalateas, que tenía el rostro ceniciento—. ¿Eh, Cememketri? ¡Bellaco impío y blasfemo! ¿Es esto obra tuya? El Saik iba a ser los Chapiteles Escarlatas del oeste, ¿no? ¡Harían de su Emperador un títere!

Xerius se detuvo de golpe e interrumpió sus acusaciones al ver a Conphas en la entrada. El hechicero del Mandato estaba a su lado. Los miembros del séquito del Gran Maestro le pusieron en pie rápidamente.

—Estas acusaciones —dijo Conphas con cautela— tal vez sean precipitadas.

—Tal vez —espetó Xerius, alisándose la toga—. Pero como diría tu abuela, Conphas, teme primero el cuchillo más cercano. —Después, vislumbrando al rechoncho hombre de barba cuadrada que estaba al lado de Conphas, preguntó—: ¿Es éste el Maestro del Mandato?

—Sí. Drusas Achamian.

El hombre se arrodilló sin ninguna ceremonia y tocó el suelo con la frente.

—Dios–de–los–Hombres —murmuró.

—¿No son curiosos, mandati, estos encuentros de magos y reyes?

El bochorno del momento anterior fue olvidado. «Quizá sería bueno —pensó Xerius— que el hombre comprenda lo que está en juego en esta reunión.» Por alguna razón, se sintió obligado a ser cortés.

El hechicero le miró socarronamente. Después, recordó, y bajó la mirada.

—Soy tu esclavo, Dios–de–los–Hombres —murmuró—. ¿Qué quieres que haga?

Xerius le cogió del brazo —«El gesto más desarmante», pensó: «un Emperador cogiendo un brazo de casta baja»— y le llevó entre los demás hasta el postrado Skeaos.

—Ya ves, Skeaos —dijo Xerius—, las molestias que nos hemos tomado para asegurarnos de que estás cómodo.

El viejo permaneció impertérrito, sólo sus ojos brillaron con una extraña intensidad.

«Un mandati», decían.

Xerius miró a Achamian. La expresión del hombre era neutra. Y entonces, Xerius lo sintió, notó el odio emanando de la pálida forma de Skeaos, como si el viejo hombre reconociera al hechicero del Mandato. El cuerpo despatarrado se estiró. Las cadenas se tensaron y un eslabón mordió a otro. La mesa de madera crujió.

El hechicero del Mandato retrocedió. Dos pasos.

—¿Qué ves? —siseó Xerius—. ¿Es hechicería? ¿Lo es?

—¿Quién es este hombre? —preguntó Drusas Achamian. El horror era evidente en su voz.

—Mi Primer Consejero… durante treinta años.

—¿Le habéis… interrogado? ¿Qué ha dicho? —El hombre casi gritaba. ¿Era pánico lo que había en sus ojos?

—¡Respóndeme, mandati! —gritó Xerius—. ¿Hay hechicería aquí?

—No.

—Mientes, mandati. ¡Lo veo! Lo veo en tus ojos.

El hombre le miró directamente, con la mirada reconcentrada, como si tratara de comprender las palabras del Emperador para concentrarse en algo de repente trivial.

—N–no —tartamudeó—. Lo que ves es miedo… Aquí no hay hechicería. O eso, o bien se trata de una hechicería de otra clase. Una invisible para los Escogidos…

—Es como te decía, Dios–de–los–Hombres —interrumpió Skalateas desde detrás—. Los Mysunsai siempre hemos sido píos. No haríamos nada que…

—¡Silencio! —gritó Xerius.

Lo que antes era Skeaos empezó a gruñir.

Meta kaperuptis sun rangashra, Chigra, Mandati–Chigraa… —espetó el viejo consejero, con la voz entonces totalmente inhumana. Se retorció bajo las cadenas; el viejo cuerpo se ondulaba a merced a sus delgados y grasientos músculos. Un perno saltó de la pared.

Pero el hechicero estaba estupefacto.

—¡Las cadenas! —gritó alguien. Kimish.

—Gaenkelti… ¡Conphas! —gritó Xerius, ausente, retrocediendo dando tumbos.

El viejo cuerpo se sacudió sobre la mesa curva como anguilas muertas de hambre cosidas a la piel humana. Otro perno saltó de la pared.

Gaenkelti fue el primero en morir, con el cuello partido, de tal modo que Xerius pudo ver su fláccida cara inclinándose hacia su espada mientras caía hacia adelante. Una cadena alcanzó a Conphas en un lado de la cara y le lanzó contra el muro. Tokush estaba roto como un muñeco. «¿Skeaos?»

Pero entonces se oyeron ¡palabras! Palabras ardientes y la habitación se llenó de fuegos cegadores. Xerius chilló y cayó. La piedra se partió. El aire se estremeció.

Y podía oír al mandati gritando:

—¡No, maldito seas! ¡NOOO!

Y después un aullido, distinto de cualquier cosa que hubiera oído antes, como mil lobos quemándose vivos. El sonido de carne impactando contra la piedra.

Xerius se puso en pie contra una pared, pero no vio nada a causa de los Guardias Eóticos que le protegían. Las luces se apagaron y pareció oscuro, muy oscuro. El hechicero del Mandato todavía gritaba, maldiciendo.

—¡Es suficiente, mandati! —rugió Cememketri.

—¡Maldito ingrato pomposo! ¡No tienes ni la menor idea de lo que has hecho!

—¡He salvado al Emperador!

Y Xerius pensó: «Estoy salvado…». Se abrió paso entre los dos Guardias Eóticos y se tambaleó hacia el centro de la habitación. Humo. El olor de cerdo asado.

El hechicero del Mandato estaba arrodillado ante el cuerpo calcinado de Skeaos. Le cogía por los hombros y le agitaba la fláccida cabeza.

—¿Qué eres? —despotricaba—. ¡Respóndeme!

Los ojos de Skeaos refulgieron, blancos entre la piel negra y destrozada. Y se rieron, se rieron del airado hechicero.

—Tú eres el primero, Chigra —dijo resollando Skeaos en un susurro ambiental y horripilante—. Y serás el último…

Lo que siguió perseguiría a Xerius en sueños durante el resto de sus contados días. Como si tratara de respirar más hondo, el rostro de Skeaos se desdobló como las patas de una araña apretadas con fuerza a un torso frío. Doce extremidades, coronadas por unas pequeñas y malvadas fauces, abiertas, que dejaron a la vista unos dientes sin labios y unos ojos sin párpados en el lugar en el que debía haber estado la cara. Como los largos dedos de una mujer, abrazaron al atónito hechicero del Mandato por la cabeza y empezaron a apretar.

El hombre gritó, agónico.

Xerius permaneció impotente, paralizado.

Pero poco después la cabeza infernal había desaparecido, rodando como un melón sobre las piedras del suelo y sacudiendo las patas. Conphas dio tumbos tras ella, con el puñal ensangrentado. Se detuvo con el arma a un lado y miró a los ojos húmedos de su tío.

—Abominación —dijo, secándose la sangre de la cara.

Mientras tanto, el hechicero del Mandato gruñía y se ponía en pie. Miró las caras estupefactas. Sin mediar palabra, caminó lentamente hacia la entrada. Cememketri le bloqueó el camino.

Drusas Achamian se giró y miró a Xerius. La vieja intensidad regresaba a sus ojos. Le corrían gotas de sangre por la mejilla.

—Me voy —dijo sin rodeos.

—Vete —dijo Xerius, y asintió a su Gran Maestro.

Mientras el hombre salía de la sala, Conphas miró a Xerius interrogativamente. «¿Es esto prudente?», preguntaba su expresión.

—Nos hubiera dado un sermón sobre mitos, Conphas; sobre el Antiguo Norte y el regreso de la Bruma. Siempre hacen lo mismo.

—Después de esto —repitió Conphas—, quizá deberíamos empezar a escucharles.

—Los acontecimientos locos raramente dan credibilidad a los hombres locos, Conphas.

Miró a Cememketri y supo por la expresión del anciano que había llegado a la misma conclusión que él. Había habido Verdad en esa habitación. El horror dio paso al entusiasmo. «¡He sobrevivido!»

Intriga. El Gran Juego, el benjuka de doblegar corazones y mover almas. ¿Hubo algún momento en el que no jugara? A lo largo de los años, había aprendido que uno podía jugar ignorando las maquinaciones de sus oponentes solamente durante un tiempo. El truco consistía en forzar todas las manos. Más tarde o más temprano, el momento llegaba, y si habías forzado la mano de tu contrincante con la prontitud necesaria, sobrevivías y dejabas de ser ignorante. El momento había llegado. Había sobrevivido. Y ya no era ignorante.

El mandati mismo había dicho: una hechicería de otra clase, una invisible para los Escogidos. Xerius poseía su respuesta. Conocía la fuente de esa loca traición.

Los hechiceros–sacerdotes de los fanim. Los cishaurim.

Un viejo enemigo. Y en ese oscuro mundo, los viejos enemigos eran bienvenidos. Pero no le dijo nada a su sobrino; tanto saboreaba esos raros momentos en los que la perspicacia del hombre quedaba lejos de la suya.

Xerius se acercó al escenario de la carnicería y bajó la mirada a la ridícula figura de Gaenkelti. Estaba muerto.

—El precio del conocimiento ha sido pagado —dijo sin pasión—, y no hemos sido arruinados.

—Quizá —respondió Conphas, frunciendo el entrecejo—. Pero todavía estamos en deuda.

«Se parece tanto a mi madre», pensó Xerius.

Las calles y los nebulosos vericuetos de la Guerra Santa estaban inundados de gritos, hogueras y una alegría salvaje, entusiasta. Cogiendo la correa de su cartera, Esmenet se abrió paso con los hombros entre los altos y sombríos guerreros. Vio la efigie del Emperador quemada. Vio a dos hombres pegándole a un desventurado tercero entre tiendas. Muchos se arrodillaban solos o en grupo; lloraban, cantaban o gritaban. Muchos otros danzaban a la ronca llamada de los dobles oboes o el lastimero tañido de las arpas nilnameshi. Todo el mundo bebía. Observó a un inmenso thunyeiro descuartizar un toro con su hacha de guerra; después poner su cabeza troceada en la hoguera de un altar improvisado. Por alguna razón, los ojos del animal le recordaron los de Sarcellus: oscuros, con largas pestañas y curiosamente irreales, como hechos de cristal.

Sarcellus se había retirado pronto. Había dicho que necesitaban descansar antes de levantar el campo a la mañana siguiente. Ella se había acostado junto a él, sintiendo el calor de su amplia espalda, esperando a que su respiración adoptara el ritmo poco profundo que caracterizaba su sueño. Una vez que se convenció de que estaba del todo dormido, salió de la cama, y haciendo el menor ruido posible, recogió un puñado de cosas.

La noche era bochornosa. El aire húmedo temblaba a causa de las sensaciones y el ruido de las celebraciones cercanas. Sonriendo a la enormidad que tenía ante sí, había recogido sus pertenencias y se adentraba en la noche.

Entonces se encontraba cerca del corazón del campamento. Esquivando a la multitud, se detenía una y otra vez para localizar la Puerta Ancilline de Momemn.

Pasar por entre todas aquellas celebraciones resultó difícil. Muchos hombres la agarraban por sorpresa. La mayoría simplemente la lanzaban al aire, riendo, olvidándose de ella en el mismo momento en que volvían a bajarla al suelo, pero los más atrevidos, la mayoría norsirai, o bien la toqueteaban o le hundían los labios con fieros besos. Uno de ellos, un tydonnio con cara de niño un palmo más alto que Sarcellus, fue particularmente amoroso. La levantó sin ningún esfuerzo gritando «¡Tusfera! ¡Tusfera!», una y otra vez. Ella se retorció y le fulminó con la mirada, pero él simplemente se reía y la apretaba contra su pechera. Esmenet hizo una mueca de dolor, experimentó el horror de mirar unos ojos que miraban directamente a los suyos y, sin embargo, eran completamente ajenos a su furia o su miedo. Ella le empujó por el pecho, y él se rió como un padre que juega con la chillona de su hija.

—¡No! —le espetó ella, sintiendo cómo una mano patosa la manoseaba entre los muslos.

—¡Tusfera! —rugió el hombre de entusiasmo.

Cuando ella sintió sus dedos masajeándole la piel desnuda, le dio un puñetazo, tal como un viejo cliente le había enseñado, allí donde su bigote se unía a la nariz.

Gritando, el hombre la soltó. Retrocedió dando tumbos, con los ojos como platos de horror y confusión, como si le hubiera acabado de dar una patada un caballo en el que confiara. A la luz del fuego, la sangre ennegreció sus dedos pálidos. Ella oyó vivas mientras huía de la poblada oscuridad.

Pasó un tiempo antes de que dejara de temblar. Había encontrado un espacio solitario y oscuro detrás de un pabellón en el que había bordados innumerables pictogramas ainonios. Se abrazó las rodillas y se balanceó, observando el extremo superior de una hoguera cercana por encima de las tiendas circundantes. Las chispas bailaban como mosquitos en el cielo de la noche.

Lloró un poco.

«Voy para allá, Akka.»

Reemprendió su camino. Tenía miedo de los grupos en los que no había mujeres o parecía haber demasiada bebida. La Puerta Ancilline, con sus torres coronadas por antorchas, pronto se erigió ante ella a no mucha distancia. Se atrevió a acercarse a un grupo más tranquilo de juerguistas y les preguntó dónde podía encontrar el pabellón del Mariscal de Attrempus. Se cuidó de esconder su mano tatuada. Con la laboriosa cortesía de los hombres borrachos que son conscientes de estarlo, le señalaron casi una docena de caminos distintos. Desesperada, finalmente les pidió que le indicaran uno solo.

—Por ahí —dijo un hombre en un sheyico con mucho acento—, a través del canal muerto.

Ella comprendió por qué al canal lo llamaban «muerto» antes incluso de verlo. El aire húmedo se volvió fétido por el olor de verduras podridas, despojos y agua estancada. Empequeñecida por un grupo de caballeros conriyanos, cruzó un estrecho puente de madera. Debajo, el canal era negro y permanecía inmóvil a la luz de las antorchas. Uno de los hombres se inclinó por encima de la baranda para ver cómo su escupitajo caía al agua; sonrió tímidamente a Esmenet.

Yashari asumiría, poro —dijo, tal vez en conriyano.

Esmenet le ignoró.

Inquieta más por el tamaño que por los modales de los jóvenes nobles, abandonó el camino principal, con sus sombríos grupos de juerguistas, y se arriesgó a caminar por un terreno más oscuro. Casi todo el mundo creía que la mayor altura de las castas nobles era una consecuencia de su mejor sangre. Pero Achamian le había dicho en una ocasión que era más bien una cuestión de dieta. Ésa era la razón por la que, insistía él, los norsirai parecían altos fuera cual fuese su casta: comían más carne roja. Normalmente, a Esmenet le atraían los hombres escultóricos, «árboles de músculos», tal como ella y sus amigas rameras les llamaban en broma, pero no esa noche, no después del encuentro con el tydonnio, en cualquier caso. Esa noche, la hacían sentir pequeña, disminuida, como un juguete que se rompe fácilmente, que fácilmente se deja de lado.

Estaba tratando de pasar desapercibida entre las tiendas en el momento en que encontró el pabellón de Xinemus. Cortando por los silenciosos campos, había seguido el canal muerto hacia el norte. Vio una hoguera y más juerguistas ante ella. Mientras pensaba cuál sería la mejor forma de evitarlos, vislumbró el estandarte de Attrempus colgando torcido entre el humo y la luz: una torre alargada flanqueada por dos estilizados leones.

Durante un rato, no pudo más que quedárselo mirando. Aunque no veía a los congregados alrededor de su base, imaginó a Achamian sentado con las piernas cruzadas en una esterilla, con el rostro animado por la bebida y su memorable desdén burlón. De vez en cuando se pasaría los dedos por su barba veteada de gris, un gesto meditabundo, o quizá nervioso. Ella entraría en el terreno iluminado, con su igualmente memorable sonrisa traviesa, y a él se le caería el cuenco de vino de sorpresa. Ella vería cómo movería los labios para decir su nombre, cómo los ojos le brillarían de lágrimas.

Sola, en la oscuridad, Esmenet sonrió.

Sería tan bueno sentir cómo su barba le hacía cosquillas en la oreja, oler su fragancia seca de canela, apretarse contra su pecho de barril.

Oírle decir su nombre.

«Esmi. Esmenet. Qué nombre tan pasado de moda.»

«Del Colmillo. Esmenet era la esposa del Profeta Asgeshrael.»

«¡Ah!, un nombre de ramera.»

Esmenet se secó los ojos. No tenía la menor duda de que él se alegraría de verla. Pero no comprendería el tiempo que había pasado con Sarcellus, especialmente una vez que le hablara de aquella noche en Sumna y de lo que había significado para Inrau. Se mostraría adusto, incluso airado. Podía ser que hasta le pegara.

Pero no la rechazaría. Esperaría, como siempre hacía, a que el Mandato lo llamara.

Y la perdonaría. Siempre lo hacía.

Esmenet luchó con su cara.

«¡Tan inútil! ¡Patética!»

Se peinó con los dedos, se alisó su hasas con las manos sudorosas. Maldijo la oscuridad por impedirle usar sus cosméticos. ¿Tenía los ojos rojos todavía? ¿Era ésa la razón por la que los conriyanos la habían tratado con tanta amabilidad?

«¡Patética!»

Se puso a caminar a lo largo de la orilla del canal sin detenerse a pensar por qué lo hacía. El secretismo, por alguna razón, parecía crucial. La oscuridad y el sigilo eran esenciales. Vislumbró la hoguera a través de extraños ángulos entre las tiendas; vio brillantes figuras de pie, bebiendo, riendo. Entre los festejos y el canal había un gran pabellón flanqueado por un buen número de tiendas más pequeñas: las dependencias de los esclavos y cosas así, imaginó Esmenet. Sin aliento, se arrastró tras un refugio desnudo adyacente al pabellón. Se detuvo en la oscuridad, sintiéndose como una criatura malnacida en alguna canción infantil, una criatura que debía rehuir la luz letal.

Entonces, se atrevió a mirar por la esquina.

Sólo más juerguistas y una hoguera más.

Buscó a Achamian, pero no le vio por ninguna parte. Se dio cuenta de que el fornido hombre vestido con una túnica de seda gris con las mangas veteadas tenía que ser Xinemus en persona. Hacía de anfitrión; ladraba órdenes a los esclavos y se parecía mucho a Achamian, como si fuera su hermano mayor. Achamian se había quejado en una ocasión de que Proyas se reía de él por parecer el hermano gemelo, aunque débil, de Xinemus.

«Así que eres su amigo», pensó ella, observándole y dándole las gracias en silencio.

No conocía a casi ninguno de los hombres que estaban alrededor del fuego, pero el hombre que tenía los brazos estriados a causa de las cicatrices tenía que ser el scylvendio del que todo el mundo estaba hablando. ¿Significaba eso que el hombre de barba rubia, el que estaba sentado junto a la imponente chica norsirai, era su compañero? ¿El Príncipe de Atrithau, el que afirmaba soñar en la Guerra Santa? Esmenet se preguntaba a quién más podía estar viendo. ¿Estaba el mismísimo Príncipe Proyas entre ellos?

Observaba con los ojos abiertos de par en par. Una sensación de pavor le sacaba el aire de los pulmones. Advirtió que estaba en el mismísimo corazón de la Guerra Santa, fiera de pasión, promesa y sacra determinación. Esos hombres eran más que humanos, eran Kahiht, Almas del Mundo, atados a la gran rueda de los acontecimientos. La idea de caminar entre ellos le llevó las cálidas lágrimas a los ojos. ¿Cómo podía ella? Escondió torpemente el dorso de la mano, que revelaba al instante lo que era a los ojos que la miraban…

«¿Qué es esto? ¿Una puta? Debes de estar bromeando…»

¿Qué había estado pensando Esmenet? Si Achamian hubiera estado allí, ella le habría avergonzado.

«¿Dónde estás?»

—¡Todo el mundo! —gritó un hombre alto, de cabello oscuro, haciendo que Esmenet diera un respingo.

Llevaba una barba recortada y una toga suntuosa con un intrincado bordado floral. Cuando las últimas voces se acallaron, alzó su cuenco al cielo nocturno.

—Mañana —dijo—, ¡marcharemos!

Con los ojos refulgentes de fervor, prosiguió, hablando de pruebas superadas y naciones conquistadas, de infieles derrotados e iniquidades corregidas. Después, habló de la Santa Shimeh, el sagrado corazón de todos los lugares.

—Guerreamos por un pedazo de suelo —dijo—. Pero no guerreamos por polvo o tierra. Guerreamos por el suelo. El suelo de todas nuestras esperanzas, de todas nuestras convicciones… —Su voz se quebró de pasión—. Guerreamos por Shimeh.

Transcurrió un instante de silencio y, después, Xinemus entonó la Plegaria del Gran Templo:

Dulce Dios de Dioses,

que caminas entre nosotros,

innumerables son tus nombres santos.

que tu pan acalle nuestra hambre diaria,

que tus lluvias despierten nuestras tierras inmortales,

que nuestra sumisión sea correspondida con dominio,

para ser prósperos en tu nombre.

No nos juzgues por nuestros pecados

sino por nuestras tentaciones,

y da a los demás

lo que los demás nos han dado a nosotros,

porque tu nombre es Poder,

y tu nombre es Gloria,

porque tu nombre es Verdad,

que dura y perdura

para siempre jamás.

—¡Gloria a Dios! —rugieron una docena de voces, resonando como si fuera una reunión en un templo.

El ambiente lúgubre se prolongó un instante, y después las voces volvieron a estallar. Se hicieron más brindis. Se cortaron del asador porciones de carne humeante más grandes. Esmenet observó, con la respiración entrecortada, cómo la sangre le flaqueaba en las venas. Lo que estaba presenciando le parecía increíblemente hermoso. Brillante. Atrevido. Majestuoso. Hasta santo. A una parte de ella le reconcomía la sospecha de que si gritaba y los enfrentaba con el secreto de su presencia, todos se retirarían rápidamente, y ella se quedaría sola ante las brasas frías, llorando por su impertinencia.

«Esto es el mundo», advirtió. Allí. Ante ella.

Observó al Príncipe de Atrithau hablándole a Xinemus al oído, vio a Xinemus reír y después hacer un gesto en dirección a ella. Empezaron a caminar hacia Esmenet. Ella se encogió en la negrura que había tras la pequeña tienda, acurrucada como si tuviera frío. Vislumbró cómo sus sombras, de lado, fantasmales, avanzaban a través de la tierra poblada y las hierbas; después, los dos hombres pasaron junto a ella, siguiendo un ondeante sendero de luz en dirección al canal de agua estancada. Aguantó la respiración.

—Siempre hay —señaló el alto Príncipe— tanta paz en la oscuridad que hay más allá de un fuego.

Los dos hombres se detuvieron en la orilla del canal, se subieron las túnicas y se pusieron a toquetear sus taparrabos. Pronto, dos arcos gorjeaban sobre la vaporosa superficie.

—¡Hummm! —dijo Xinemus—. El agua está caliente. —Pese a estar aterrorizada, Esmenet achinó los ojos y sonrió.

—Y es profunda —respondió el Príncipe.

Xinemus se carcajeó de una manera a la vez maliciosa y encantadora. Después de volver a componer sus ropas, le dio una palmada al otro hombre en la espalda.

—Voy a utilizar esto —dijo, alborozado— la próxima vez que venga a mear aquí con Akka. Estoy seguro de que a punto estará de caerse.

—Al menos tendrás una cuerda que tirarle —respondió el hombre más alto.

Más risas, robustas y cálidas a la vez. «Una amistad —pensó Esmenet— acaba de sellarse.»

Aguantó la respiración cuando ellos volvieron sobre sus pasos. Le pareció que el Príncipe de Atrithau la miraba directamente.

Pero si vio algo, no lo reveló. Los dos hombres se reunieron con los demás junto al fuego.

Con el corazón latiéndole con fuerza, con el alma zumbándole de recriminaciones, se deslizó en dirección al extremo más lejano del pabellón para colocarse en un lugar en el que no tuviera que temer ser descubierta por hombres que fueran a orinar. Se apoyó contra el tocón de un árbol de alguna clase, torció la cabeza hacia el hombro y cerró los ojos; dejó que las voces que rodeaban el fuego la transportaran.

—Me diste un buen susto allí, scylvendio. Estuve seguro de que…

—¿Serwe, verdad? Debería haber sabido que la belleza del nombre…

«Parecen buena gente», pensó Esmenet, la clase de gente que Akka se preciaba de tener por amigos. «Hay… espacio entre esas personas», decidió. Espacio para fracasar. Espacio para dolerse.

Sola en la oscuridad, de repente se sintió segura, como le había sucedido con Sarcellus. Aquéllos eran los amigos de Achamian, y a pesar de que ella no existía para ellos, de algún modo la mantendrían a salvo. Una sensación de somnolencia la embalsamó. Sus voces eran cantarínas y estruendosas, brillaban de honesto buen humor. «Sólo una cabezada», pensó Esmenet. Después oyó que alguien mencionaba el nombre de Akka.

—¿… así que Conphas en persona vino a por Achamian? ¿Conphas?

—No estaba demasiado satisfecho. Cabrón lisonjero.

—Pero ¿para qué iba a querer a Achamian el Emperador?

—Pareces preocupado por él.

—¿Por quién? ¿Por el Emperador o por Achamian?

Ese fragmento se vio sumergido por la marea de otras voces. Esmenet se dejó llevar por la corriente.

Soñó que el tocón en el que estaba apoyada era un árbol entero muerto, sin hojas, ramas, ramitas ni corteza, que su tronco era una asta fálica rodeada de extremidades curvas que siseaban al viento como látigos. Soñó que no podía despertarse, que de algún modo el árbol la había enraizado a la sofocante tierra.

«Esmi…»

Se estiró. Sintió que algo le rozaba la mejilla.

—Esmi.

Una voz cálida. Una voz familiar.

—Esmi, ¿qué estás haciendo?

Sus párpados revolotearon y se abrieron. Por un momento, estuvo demasiado horrorizada para gritar.

Después él le puso la mano en la boca.

—¡Chsss! —le reprendió Sarcellus—. Esto podría ser difícil de explicar —añadió, asintiendo en dirección a la hoguera de Xinemus.

O lo que quedaba de ella. Sólo restaban unas pequeñas llamas. Con la excepción de una figura solitaria acurrucada sobre las esterillas junto al fuego, todo el mundo se había ido. Una cortina se extendía en la distancia, tan fría y árida como el cielo de la noche.

Esmenet inspiró aire por la nariz. Sarcellus quitó la mano y después la puso en pie para tirar de ella tras el pabellón. Era oscuro.

—¿Me has seguido? —le preguntó, agitando el antebrazo para soltarse. Todavía estaba demasiado desorientada para estar enfurecida.

—Me desperté y no estabas. Sabía que te encontraría aquí.

Esmenet tragó saliva. Sintió las manos ligeras, como si se estuvieran preparando por voluntad propia para protegerle la cara.

—No voy a volver contigo, Sarcellus.

Algo que Esmenet no pudo descifrar relució en sus ojos. ¿Triunfo? Después se encogió de hombros. La facilidad de ese gesto la aterrorizó.

—Eso está bien —dijo despreocupadamente—. Ya me había hartado de ti, Esmi.

Se lo quedó mirando. Las lágrimas trazaron cálidas líneas en sus mejillas. ¿Por qué estaba llorando? No le quería…, ¿verdad?

Pero él la había querido. De eso, ella estaba segura…, ¿verdad?

Él señaló con la cabeza el campamento abandonado.

—Ve con él. Ya no me importa.

Sintió que la desesperación le acalambraba el velo del paladar. ¿Qué podía haber sucedido? Quizá Gotian le había ordenado, finalmente, que se deshiciera de ella. Los Caballeros–Comandantes, le había dicho Sarcellus en una ocasión, tenían en buena medida prohibidos los placeres como ella. Pero, sin duda, mantener a una puta en mitad de una Guerra Santa había provocado un buen puñado de rumores. Ella había soportado muchas miradas morbosas y risas broncas. Sus subordinados y pares sabían por igual qué era ella. Y si ella había aprendido algo del mundo de las castas nobles, era que el rango y el prestigio sólo podían llevar a un hombre a obrar así.

Eso era, ¿verdad?

Pensó en el extraño del Agora Kamposea, en el callejón, el sudor…

«¿Qué estaba haciendo?»

Pensó en el frío beso de seda contra su piel, la carne asada, humeando y pimentada, servida con vino de terciopelo. Pensó en ese verano en Sumna hacía cuatro años, el posterior al verano de las inundaciones, cuando ni siquiera se podía permitir harina rebajada con tiza. Se había adelgazado tanto que nadie quería comprarla… Había estado cerca, muy cerca.

Un susurro interior, pequeño, un gimoteo infinitamente razonable: «Implórale su perdón. ¡No seas idiota! Implórale…».

«¡Implórale!»

Pero sólo podía mirarle. Sarcellus parecía una aparición, algo que estuviera más allá de cualquier excusa, de cualquier petición. Totalmente hombre. Como ella no dijo nada, él soltó un bufido de impaciencia y se dio media vuelta. Ella observó hasta que la oscuridad se tragó su figura.

«¿Sarcellus?»

Casi había gritado eso, pero algo cruel la dejó helada.

«Esto era lo que querías», dijo una voz que no era la suya.

Al este, el cielo brillaba bajo la lejana silueta de las Cumbres Andiamine. Pensó absurdamente que el Emperador pronto se despertaría. Estudió al hombre solitario tendido junto a las brasas. No se movía. Indiferente, recorrió el atestado suelo pensando dónde había visto al scylvendio y dónde había visto al Príncipe de Atrithau. Se sirvió vino en un pegajoso cuenco y bebió. Mordisqueó un mendrugo desechado. Se sintió como una niña que se ha despertado mucho antes que sus padres, o un vagabundo que busca comida husmeando en ausencia de los guardias. Se quedó un rato junto a la forma que dormía. Era Xinemus. Esmenet sonrió, recordando su broma de la noche anterior, mientras orinaba con el Príncipe norsirai. Las brasas tintineaban y reventaban, y su torvo naranja se hundía todavía más en el montón a medida que el amanecer se tornaba gris en el horizonte.

«¿Dónde estás, Akka?»

Empezó a retroceder, como si buscara algo demasiado grande como para verlo con un solo vistazo.

Unos pasos la sobresaltaron. Ella se dio la vuelta…

Y vio a Achamian caminando cansinamente hacia ella.

No pudo ver su cara, pero supo que era él. ¿Cuántas veces había visto esa figura corpulenta desde su ventana en Sumna? La había visto y había sonreído.

A medida que se acercaba, Esmenet vislumbró las cinco franjas de su barba; después el primer contorno de su rostro, cadavérico bajo la oscuridad. Se quedó delante de él, sonriendo, llorando, con las muñecas hacia adelante.

«Soy yo.»

Él miró a través de ella, más allá de ella, y siguió andando.

Al principio, ella se quedó allí, como una estatua de sal. No se había dado cuenta del tiempo que se había pasado temiendo y deseando ese momento. Días inacabables, parecía entonces. ¿Qué aspecto tendría él? ¿Qué diría? ¿Estaría orgulloso de lo que ella había descubierto? ¿Lloraría cuando ella le contara lo de Inrau? ¿Despotricaría cuando ella le hablara del extraño? ¿Le perdonaría por apartarse del buen camino? ¿Por esconderse en la cama de Sarcellus?

Tantas preocupaciones. Tantas esperanzas. ¿Y entonces?

¿Qué había sucedido?

«Ha simulado no verme. Ha actuado como si…, como si…»

Tembló. Se llevó una mano a la boca.

Después corrió, como una sombra entre sombras, y se apresuró bajo el aire empapado. Pasó volando por campos dormidos, tropezándose con las cuerdas tensoras de las tiendas. A cada paso, caía…

Con el pecho tembloroso, se puso de rodillas. Cogió un puñado de tierra con las manos y empezó a tirarse del pelo. Le sobrevinieron gemidos. Furia.

—¿Por qué, Akka? ¿Por qué? He venido a s–salvarte, a d–decirte…

«¡Te odia! ¡No eres más que una sucia puta! ¡Una mancha en sus pantalones!»

—¡No! ¡Me quiere! ¡É–él es el único que me ha querido de verdad!

«Nadie te quiere. Nadie.»

—M–m–mi hija… ¡E–ella me quería!

«¡Ojalá te hubiera odiado! ¡Odiado y vivido!»

—¡Cállate! ¡Cállate!

El torturador se convirtió en el torturado, y ella se encogió en una bola, demasiado angustiada como para pensar, respirar o gritar. Arrastró la cara y la boca por encima del suelo. Un grave gemido lastimero retumbó en el aire de la noche…

Entonces, empezó a toser descontroladamente, sacudiéndose en el polvo. Escupió.

Durante un largo rato, permaneció inmóvil.

Las lágrimas se secaron. El ardor se convirtió en un pinchazo rodeado de dolor, como si le hubieran amoratado toda la cara.

Akka…

Su mente derivó por muchos pensamientos, todos ellos, curiosamente, ajenos al rugido que tenía en los oídos. Se acordó de Pirasha, la vieja ramera de la que se había hecho amiga y a la que había perdido hacía años. Entre la tiranía de muchos y la tiranía de uno, decía Pirasha, con frecuencia, las rameras han elegido la de muchos.

—Ésa es la razón por la que somos más —espetaba—. Más que concubinas, más que sacerdotisas, más que esposas, más incluso que algunas reinas. Podemos estar oprimidas, Esmi, pero recuerda, recuerda siempre, querida, que nunca somos propiedad de nadie. —Sus ojos empañados se llenaron de una ferocidad que parecía demasiado violenta para su anciano cuerpo—. ¡Escupimos su semilla! ¡Nunca, nunca cargamos su peso!

Esmenet se giró hasta quedar tendida de espaldas y se cubrió los ojos con el antebrazo. Las lágrimas todavía le escocían en las comisuras de los ojos.

«No soy propiedad de nadie. Ni de Sarcellus. Ni de Achamian.»

Como si emergiera de un letargo, se puso en pie. Entumecida. Lenta.

«¡Oh, Esmi! Te estás haciendo vieja.»

Cosa mala para una puta.

Empezó a caminar.