17

Las Cumbres Andiamine

«El acontecimiento en sí mismo no tenía precedentes: desde la caída de Cenei ante las huestes scylvendias, nunca se habían reunido tantos potentados en un mismo lugar. Pero pocos sabían que la humanidad en sí misma estaba en juego. ¿Y quién podía pensar que un breve intercambio de miradas, no el edicto del Shriah, desequilibraría ese juego?

Pero ¿no es éste el verdadero enigma de la historia? Cuando uno mira con la profundidad suficiente, siempre encuentra que la catástrofe y el triunfo, los verdaderos objetos del escrutinio del historiador, inevitablemente se deben a lo pequeño, trivial y delirantemente accidental. Cuando reflexiono en demasía sobre este hecho, no temo que estemos "borrachos en la danza sagrada", como escribe Protathis, sino que no haya danza en absoluto».

Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa

Finales de primavera, año del Colmillo 4111, Momemn

Con Cnaiur, Xinemus y los cinco Palatinos conriyanos que habían hecho suya la causa del Colmillo, Kellhus siguió a Nersei Proyas a través de las galerías de las Cumbres Andiamine. Les guiaba uno de los eunucos del Emperador, que desprendía un aceitoso olor a musgo y bálsamo.

Girándose tras conversar con Xinemus, Proyas llamó a Cnaiur a su lado. Kellhus había observado de cerca los caprichosos cambios de humor de Proyas a lo largo de su viaje al recinto imperial. El hombre había estado entusiasmado y ansioso de forma alternativa. Entonces, estaba claramente eufórico. El pensamiento casi se leía en el perfil del hombre: «¡Esto funcionará!».

—Aunque esto irrite a los demás —dijo Proyas, tratando de parecer brusco—, los nansur son, en muchos sentidos, el pueblo más antiguo de los Tres Mares, descendientes de los ceneianos de la baja antigüedad y de los kyraneanos de la alta. Viven a la sombra de obras monumentales y, en consecuencia, se sienten movidos a construir monumentos. —Abrió las manos hacia las inmensas bóvedas de mármol—. Como éste.

«Está dando una explicación convincente de la fortaleza de la casa de su enemigo —percibió Kellhus—. Teme que este lugar pueda intimidar al scylvendio.»

Cnaiur hizo una mueca y escupió sobre las lúgubres escenas pastorales que tenía bajo los pies. Por encima de un grueso hombro, el eunuco le miró y aceleró nerviosamente el paso.

Proyas se quedó mirando al scylvendio; sus ojos desaprobadores esbozaron una sonrisita.

—En circunstancias normales, Cnaiur, no trataría de corregir tus modales, pero quizá las cosas nos vayan mejor si procuras no escupir.

En ese momento, uno de los más malhumorados Palatinos, Ingiaban, soltó una carcajada. El scylvendio tensó la mandíbula, pero no dijo nada.

Había transcurrido una semana desde que se habían unido a la Guerra Santa y habían sido agasajados por la hospitalidad de Nersei Proyas. En ese tiempo, Kellhus había pasado muchas horas en el trance de la probabilidad, evaluando, extrapolando y volviendo a evaluar ese extraordinario giro de las circunstancias. Pero la Guerra Santa había demostrado ser de un valor incalculable. Nada de lo que había conocido hasta entonces se podía comparar con el inmenso número de variables que presentaba. Obviamente, los miles de hombres anónimos que constituían su grueso eran en buena medida irrelevantes, significativos sólo en su totalidad, pero el puñado de hombres que eran relevantes, que en última instancia determinarían el destino de la Guerra Santa, seguían siendo inaccesibles para él.

Eso cambiaría en cuestión de minutos.

El gran enfrentamiento entre el Emperador y los Grandes Nombres de la Guerra Santa había llegado a un momento crítico. Ofreciendo a Cnaiur como sustituto de Ikurei Conphas, Proyas le había implorado a Maithanet que solventara la disputa del Solemne Contrato del Emperador, e Ikurei Xerius III había aceptado invitar a todos los Grandes Nombres para que expusieran sus opiniones y oyeran los juicios del Shriah. Iban a reunirse en el jardín privado, oculto en algún lugar de los dorados complejos de las Cumbres Andiamine.

De un modo u otro, la Guerra Santa iba a marchar hacia la lejana Shimeh.

Que el Shriah se pusiera del lado de los Grandes Nombres y ordenara al Emperador que proveyera a la Guerra Santa, o del lado de la dinastía Ikurei y ordenara a los Grandes Nombres que firmaran el Solemne Contrato era algo que poco importaba a Kellhus. De ambos modos, parecía que los líderes de la Guerra Santa tendrían un consejero competente. La brillantez de Ikurei Conphas, el Exalto–General de Nansur, era reconocida a regañadientes hasta por Proyas. Y la inteligencia de Cnaiur, como sabía Kellhus de primera mano, estaba más allá de toda discusión. Lo que importaba era que la Guerra Santa se impusiera en última instancia a los fanim y le llevara hasta Shimeh.

Hasta su padre. Su misión.

«¿Era esto lo que querías, Padre? ¿Debe esta guerra ser mi lección?»

—Me pregunto —dijo Xinemus, irónicamente— qué opinará el Emperador de tener a un scylvendio bebiéndose su vino y pellizcando el culo a sus sirvientas.

El Príncipe y el resto de potentados estallaron en carcajadas.

—Estará demasiado ocupado apretando los dientes de ira —respondió Proyas.

—Tengo poca paciencia para estos juegos —dijo Cnaiur, y a pesar de que los otros interpretaron esto como un reconocimiento, Kellhus supo que era una advertencia. «Éste será su juicio, y yo seré enjuiciado a través de él.»

—Los juegos —respondió otro Palatino, Gaidekki— van a terminarse, mi salvaje amigo.

Como siempre, Cnaiur se enfureció por su tono paternalista. Hasta se le hincharon las fosas nasales.

«¿Cuánta degradación soportará con tal de ver a mi padre muerto?»

—El juego nunca termina —afirmó Proyas—. El juego no tiene principio ni fin.

«Ni principio ni fin…»

Kellhus era un niño de once años cuando oyó por primera vez esta frase. Había sido convocado para su formación en un pequeño santuario de la primera terraza, donde tenía que encontrarse con Keeriga Jeukal. A pesar de que Kellhus ya llevaba años minimizando sus pasiones, la perspectiva de encontrarse con Jeukal le atemorizaba: era uno de los Pragma, los más viejos hermanos dunyainos, y los encuentros entre tales hombres y los niños pequeños solían acabar angustiosamente para los segundos. La angustia del juicio y la revelación.

La luz del sol, que caía en haces entre los pilares del santuario, calentaba agradablemente la piedra bajo sus pequeños pies. Fuera, bajo las murallas de la primera terraza, los álamos eran peinados por el viento de la montaña. Kellhus se demoró bajo la luz, sintiendo la sencilla calidez del sol empapando su túnica y su cabeza desnuda.

—¿Has bebido hasta saciarte como te ordenaron? —preguntó el Pragma.

Era un anciano, y su cara carecía de expresión en el mismo grado en que la arquitectura del santuario carecía de adornos. Uno podría haber pensado que estaba mirando a las piedras en lugar de a un niño; tan neutro era su rostro.

—Sí, Pragma.

—El Logos no tiene principio ni fin, joven Kellhus. ¿Lo entiendes?

La instrucción había empezado.

—No, Pragma —respondió Kellhus.

Pese a que todavía tenía miedo y esperanza, hacía mucho tiempo que había derrotado su necesidad de tergiversar la amplitud de sus conocimientos. Un niño tenía pocas opciones cuando sus profesores podían leer las caras.

—Hace mil años, cuando los dunyainos fundaron…

—¿Después de las antiguas guerras? —le interrumpió, con impaciencia, Kellhus—. ¿Cuando nosotros éramos todavía refugiados?

El Pragma le golpeó con la fuerza necesaria para hacerle caer sobre la dura piedra. Kellhus se puso en pie y se secó la sangre de la nariz. Pero sintió poco miedo y, mucho menos, arrepentimiento. El golpe era una lección, nada más. Entre los dunyainos, todo era una lección.

El Pragma le miró sin el menor atisbo de pasión.

—La interrupción es debilidad, joven Kellhus. Surge de las pasiones y no del intelecto; de la oscuridad que precede a todo.

—Lo entiendo, Pragma.

Los fríos ojos le escrutaron y vieron que era verdad.

—Cuando los dúnyainos fundaron Ishual en estas montañas, sólo conocían un principio del Logos. ¿Cuál era ese principio, joven Kellhus?

—Que lo que viene antes determina lo que viene después.

El Pragma asintió.

—Han pasado dos mil años, joven Kellhus, y sin embargo, todavía consideramos cierto ese precepto. ¿Significa eso que el principio del antes y el después, de la causa y el efecto, ha envejecido?

—No, Pragma.

—¿Y a qué se debe? ¿Acaso los hombres no envejecen y mueren? ¿Acaso tampoco las montañas envejecen y se desmoronan?

—Sí, Pragma.

—Entonces ¿cómo puede ser que este principio no haya envejecido?

—Porque —respondió Kellhus, tratando de sofocar un atisbo de orgullo— el principio del antes y el después no está en el circuito del antes y el después. Es la base de lo que es «joven» y lo que es «viejo», y por lo tanto no puede ser joven ni viejo.

—Sí. El Logos es sin principio ni fin. Y sin embargo, el hombre, joven Kellhus, sí posee un principio y un fin, como todas las bestias. ¿Por qué es el hombre distinto de las otras bestias?

—Porque como las bestias, está en el circuito del antes y el después, y sin embargo aprehende el Logos. Posee intelecto.

—Así es. ¿Y por qué, joven Kellhus, los dunyainos alientan el intelecto? ¿Por qué con tanta frecuencia formamos a niños pequeños como tú en los caminos del pensamiento, las extremidades y el rostro?

—Debido al Dilema del Hombre.

—¿Y qué es el Dilema del Hombre?

Una abeja había entrado zumbando en el santuario, y entonces dibujaba, adormilada, trazos azarosos bajo las bóvedas.

—Que el hombre es una bestia, que sus apetitos proceden de la oscuridad de su alma, que el mundo le asalta con circunstancias arbitrarias y que a pesar de ello aprehende el Logos.

—Precisamente. ¿Y cuál es la solución al Dilema del Hombre?

—Carecer por completo de apetitos bestiales; dominar por completo el desarrollo de las circunstancias; ser el perfecto instrumento del Logos y, por lo tanto, alcanzar el Absoluto.

—Sí, joven Kellhus. ¿Y eres tú un perfecto instrumento del Logos?

—No, Pragma.

—¿Y eso por qué?

—Porque estoy aquejado de pasiones. Yo soy mis pensamientos, pero las fuentes de mis pensamientos me exceden. No soy amo de mí mismo porque la oscuridad me precede.

—Así es, niño. ¿Cuál es el nombre que damos a las oscuras fuentes del pensamiento?

—Legión. Las llamamos «la legión».

El Pragma alzó una mano paralizada, como si fuera a marcar una estación crucial de su peregrinaje.

—Sí. Vas a embarcarte, joven Kellhus, en la más difícil etapa de tu Acondicionamiento: el dominio de la legión interior. Sólo haciéndolo serás capaz de sobrevivir al Laberinto.

—¿Eso responderá la pregunta de los Mil Veces Mil Pasillos?

—No. Pero te permitirá hacer la pregunta adecuada.

En algún lugar cerca de la cima de las Cumbres Andiamine, pasaron por un pasillo con paneles de marfil y desembocaron parpadeando en el jardín privado del Emperador.

Entre los senderos empedrados, la hierba era blanda e inmaculada, oscura bajo la sombra de distintos árboles que formaban rayos en un estanque circular situado en el corazón del jardín, como una versión en agua del Sol Imperial. Hibiscos, lotos erguidos y arbustos aromáticos poblaban los macizos junto a los senderos. Kellhus vislumbró unos colibríes saltando de flor en flor bajo la luz del sol.

Si las áreas públicas del recinto imperial habían sido construidas para intimidar a los invitados con las dimensiones y la ostentación, Kellhus comprendió que el jardín privado había sido diseñado para transmitir la sensación de intimidad, para dar a los dignatarios visitantes el regalo de la confianza del Emperador. Ése era un lugar simple y elegante, el modesto corazón del Emperador hecho de tierra y piedra.

Reunidos bajo los cipreses y los tamarindos, los señores inrithi —galeoth, tydonnios, ainonios, thunyerios e incluso algún nansur— permanecían en grupos alrededor de lo que debía de ser el trono del Emperador. Aunque iban ataviados con sus mejores galas y no llevaban armas, parecían más soldados que cortesanos. Esclavas adolescentes revoloteaban entre ellos, con sus hinchados pechos desnudos y sus piernas juveniles brillando con aceites; llevaban sobre las caderas bandejas de vino y diversos manjares. Los cuencos se derramaban en los brindis, y dedos manchados de grasa eran limpiados con elegantes muselinas y sedas.

Los Señores de la Guerra Santa, todos reunidos en un lugar.

«El estudio se profundiza, Padre.»

Las caras se giraron y las voces se acallaron cuando se acercaron. Muchos saludaron a Proyas, pero la mayoría se quedaron mirando a Cnaiur, envalentonados por el abierto escrutinio de los números.

Kellhus sabía que Proyas había impedido a propósito que ninguno de los Grandes Nombres conociera a Cnaiur para controlar mejor ese momento. Sus expresiones daban fe de lo acertado de esa decisión. Pese a ir vestido como un inrithi —túnica de lino blanco bajo una capa de seda gris a la altura de la rodilla—, Cnaiur irradiaba una fortaleza salvaje: su rostro curtido en batallas; su poderoso cuerpo, sus extremidades de hierro y sus manos capaces de romper cuellos; sus swazond; sus ojos como fríos topacios. Todo en él hablaba de hechos violentos o sugería intenciones violentas.

La mayoría de los inrithi se quedaron impresionados. Kellhus vio pánico, envidia, incluso deseo. Allí estaba finalmente un scylvendio, y el aspecto del hombre, al parecer, superaba con creces los rumores que habían oído.

Cnaiur soportó su escrutinio con desdén, mirando a un hombre tras otro como si estuviera evaluando ganado. Proyas le susurró algunas palabras a Xinemus, y después se adelantó para llevarse a Cnaiur y a Kellhus aparte.

De repente, los señores prorrumpieron en requerimientos. Xinemus les acalló.

—Pronto oiréis lo que el hombre tiene que decir —gritó.

Proyas hizo una mueca.

—La cosa ha ido tan bien como cabía esperar, creo —susurró.

Kellhus había descubierto que el Príncipe conriyano era un hombre piadoso, pero apasionado. Poseía una fortaleza, una certidumbre moral, que de algún modo obligaba a los demás a tratar de obtener su aprobación. Pero era también proclive a desenterrar impiedades, a dudar de todos los hombres que acudían a él por su certidumbre.

Al principio, esa combinación de duda y certeza había dejado a Kellhus perplejo. Pero después de su noche con Drusas Achamian, se había dado cuenta de que el Príncipe Coronado había sido entrenado para ser suspicaz. Proyas era cauteloso hasta lo indecible. Como con el scylvendio, Kellhus se había visto obligado a avanzar tangencialmente al tratar con él. Incluso después de días de conversaciones y sondeos en forma de preguntas, el hombre todavía albergaba sus reservas.

—Parecen ansiosos —dijo Kellhus.

—¿Y por qué no? —respondió Proyas—. Les he traído a un Príncipe que afirma soñar con Shimeh y a un infiel scylvendio que podría ser su general. —Miró pensativamente a los demás Hombres del Colmillo—. Estos hombres serán tus iguales —dijo—. Préstales atención. Aprende de ellos. Todos ellos son extremadamente orgullosos, y los hombres orgullosos, como he ido sabiendo, no son proclives a tomar sabias decisiones…

Las implicaciones eran claras: pronto sus vidas dependerían de las sabias decisiones de esos hombres.

El Príncipe hizo un gesto a un alto galeoth que estaba entre las flores rosadas y verdes de un tamarisco.

—Ése es el Príncipe Coithus Saubon, séptimo hijo del Rey Eryeat y líder del contingente galeoth. El hombre con el que discute es su sobrino Athjeari, Conde de Gaenri. Coithus Saubon tiene mucha reputación por aquí: comandó el ejército de su padre contra el Nansurium hace muchos años. Logró varios éxitos, o eso me han dicho, pero fue humillado por Conphas cuando el Emperador le nombró Exalto–General. Quizá ningún hombre vivo odie tanto a los Ikurei como él. Pero no le importa nada el Colmillo o el Ultimo Profeta.

Una vez más, Proyas no mencionó las implicaciones que aquello tenía. El Príncipe galeoth era un mercenario que les apoyaría sólo si sus objetivos coincidían con los suyos.

Kellhus evaluó el rostro del hombre, que era de mandíbula fuerte y atractiva bajo una descarga de cabello rubio rojizo. Sus miradas se encontraron. Saubon asintió con una comedida cortesía.

Una apenas percibida aceleración de su corazón. Un débil sonrojó en las mejillas. Los ojos entrecerrándose muy ligeramente, como si se esforzara por mirar un golpe no visto.

«Nada teme más que la opinión de los otros hombres.»

Kellhus asintió en respuesta, con la expresión franca, cándida. Advirtió que Saubon había sido educado bajo la severa mirada de otro; un padre cruel, quizá, o una madre.

«Haría de su vida una demostración, maldeciría los ojos que juzgan.»

—Nada empobrece —le dijo Kellhus a Proyas— más que la ambición.

—Así es —respondió Proyas con aprobación, también asintiendo en dirección al Príncipe galeoth.

—Ese hombre de allí —prosiguió el Príncipe Coronado, señalando a un tydonnio de amplia cintura más allá del galeoth— es Hoga Gothyelk, Conde de Agansanor y líder electo del contingente de Ce Tydonn. Antes de que yo naciera mi padre fue vencido por él en la batalla de Maan. Llama a su cojera el «regalo de Gothyelk». —Proyas sonrió; era un hijo devoto que se tomaba muy en serio el humor de su padre—. Según dicen los rumores, Hoga Gothyelk es tan pío en el templo como indomable en el campo.

De nuevo las implicaciones: «Es uno de los nuestros».

A diferencia de Saubon, el Conde de Agansanor no era consciente de su momentáneo escrutinio: estaba ocupado reprendiendo a tres hombres más jóvenes en lo que debía de ser su lengua nativa. Su barba, un largo pellejo gris metálico, se balanceaba y temblaba mientras él chillaba. Su ancha nariz se hinchó.

—¿Quiénes son esos hombres a los que reprende? —preguntó Kellhus.

—Sus hijos. Tres de ellos. En Conriya les llamamos la Prole Hoga. Les está abroncando por beber demasiado. El Emperador, según dice, quiere que estén borrachos.

Pero Kellhus sabía que era otra cosa y no la bebida lo que había despertado la furia del Conde de Agansanor. Algo cansado rondaba su expresión, algo cuyo impulso había titubeado en el transcurso de una larga y turbulenta vida. Hoga Gothyelk ya no sentía más ira, no de verdad; sólo variaciones de la pena. Pero ¿por qué razón?

«Ha hecho algo… Cree que está maldito.»

Sí, allí estaba: la resolución oculta, como débiles hilos en las tensas arrugas de su cara, alrededor de los ojos.

Había venido a morir, a morir limpio.

—Y ese hombre —prosiguió Proyas, atreviéndose a señalar—, en el centro de ese grupo que lleva máscaras… ¿Le ves?

Proyas había señalado hacia su izquierda, donde se había reunido el grupo más grande con diferencia: los Palatinos–Gobernadores del Alto Ainon. Todos sin excepción vestían togas espectaculares. Bajo sus pelucas trenzadas llevaban máscaras de porcelana blanca que les cubrían los ojos y las mejillas. Parecían estatuas con barba.

—¿El que lleva el pelo sujeto como un abanico detrás de la cabeza? —preguntó Kellhus.

Proyas le dedicó una amarga sonrisa.

—Efectivamente. Se trata, ni más ni menos, que de Chepheramunni en persona, el Rey–Regente del Alto Ainon y perrito faldero de los Chapiteles Escarlatas… ¿Ves cómo rechaza todas las ofertas de comida y bebida? Teme que el Emperador trate de drogarle.

—¿Por qué llevan máscaras?

—Los ainonios son un pueblo pervertido —respondió Proyas, lanzando una mirada de precaución a su alrededor—. Una raza de actores de mimo. Están extremadamente preocupados por las sutilezas de las relaciones entre humanos. Consideran que un rostro escondido es una arma potencial en todos los aspectos relacionados con el jnan.

—El jnan —murmuró Cnaiur— es una enfermedad que todos tenéis.

Proyas sonrió, divertido por el implacable desprecio del llanero.

—Sin duda, pero los ainonios están mortalmente enfermos.

—Disculpadme —dijo Kellhus—. Pero ¿qué es el jnan?

Proyas le dedicó una mirada, atónito.

—Nunca había pensado en ello antes —reconoció—. Byantas, según recuerdo, lo define como «la guerra de palabras y sentimientos». Pero es mucho más. Las sutilezas que guían la conducta entre hombres, podría decirse. Es —se encogió de hombros— solamente algo que hacemos.

Kellhus asintió. «Saben tan poco de sí mismos, Padre.»

Preocupado por la precariedad de su respuesta, Proyas dedicó su atención al pequeño grupo de hombres que estaban junto al estanque del jardín; todos llevaban las mismas vestiduras, con emblemas del Colmillo sobre sus túnicas.

—Allí. El del pelo plateado. Es Incheiri Gotian, Gran Maestro de los Caballeros Shriah. Es un buen hombre, el enviado del Shriah. Maithanet le ha pedido que juzgue nuestra demanda contra el Emperador.

Gotian esperaba al Emperador en silencio con un pequeño bote de marfil en las manos. «Una misiva —pensó Kellhus—, de Maithanet en persona.» Aunque Gotian era la imagen misma de la seguridad, Kellhus vio al instante que estaba nervioso: el rápido pulso de su aorta bajo la carne oscura de su cuello, los tendones flexionándose a lo largo del dorso de la mano, la tensa compostura de la musculatura alrededor de los labios…

«No se siente a la altura de su carga.»

Pero algo más que ansiedad hervía a fuego lento en su expresión: sus ojos también delataban una curiosa espera, una que Kellhus había presenciado en muchas ocasiones en muchas caras.

«Anhela que le muevan…, que le mueva alguien más santo que él.»

—Un buen hombre —repitió Kellhus. «Sólo tengo que convencerle de que soy más santo.»

—Y ése de allí —dijo Proyas, señalando con la cabeza a su derecha— es el Príncipe Skaiyelt de Thunyerus, a la sombra de un gigante, al que llaman Yalgrota.

Fuera deliberadamente o no, el pequeño contingente thunyerio ocupó la periferia del grupo de señores inrithi. De toda la nobleza reunida en el jardín, sólo ellos iban ataviados para la batalla; llevaban pecheras de malla negra bajo sobretodos con mangas bordadas con estilizados animales. Todos llevaban barbas hirsutas y el cabello largo y sedoso. Skaiyelt tenía el rostro uniformemente picado, como por la viruela, y murmuraba con gravedad a Yalgrota, que tenía la mirada dura y se erigía por encima de él, mirando con fiereza a Cnaiur por encima de numerosas cabezas.

—¿Has visto alguna vez a un hombre como él? —siseó Proyas, mirando al gigante con una sincera admiración—. Recemos porque su interés en ti sea académico, scylvendio.

Cnaiur engarzó su mirada con la de Yalgrota sin parpadear.

—Sí —dijo sin alterarse—, por su bien. Un hombre se mide por algo más que su cuerpo.

Proyas arqueó las cejas y sonrió de soslayo a Kellhus.

—¿Crees —le preguntó Kellhus al scylvendio— que no es tan largo como alto?

Proyas soltó una carcajada, pero los feroces ojos de Cnaiur se posaron en Kellhus. «Juega con estos idiotas si debes, dunyaino, ¡pero no juegues conmigo!»

—Estás empezando —dijo Proyas— a recordarme a Xinemus, mi Príncipe.

«Al hombre que estima por encima de todos los demás.»

Un grito de enojo surgió del bullicio de voces de fondo:

¡Gi’irga fi hierst! ¡Gi’irga fi hierstas da moia! —Gothyelk, una vez más, regañando a uno de sus hijos, esa vez desde el otro extremo del jardín.

—¿Qué son esos colgantes que los thunyerios llevan entre los muslos? —preguntó Kellhus a Proyas—. Parecen manzanas marchitas.

—Son cabezas reducidas de sranc… Hacen fetiches de sus enemigos, y podemos contar —su desagrado se convirtió en una mueca— con que pronto, una vez la Guerra Santa inicie su marcha, llevarán cabezas humanas. Como iba a decir, los thunyerios son un pueblo joven en los Tres Mares. Se unieron a la causa de los Mil Templos y el Último Profeta sólo en época de mi abuelo, así que son celosos del modo en que lo son los pueblos conversos. Pero una interminable guerra con los sranc los ha vuelto morbosos, melancólicos…, perturbados, incluso. Skaiyelt no es una excepción en este sentido, al menos por lo que sé; el hombre no sabe una palabra de sheyico. Tendrá que ser… controlado, supongo, pero no hay que tomárselo muy en cuenta.

«Aquí hay un gran juego —pensó Kellhus—, y no hay lugar para los que no conocen las reglas.»

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque es zafio. Es un bárbaro analfabeto.

Le respuesta que esperaba: una respuesta que, sin duda, ofendería al scylvendio.

Como si le hubieran dado pie, Cnaiur bufó.

—¿Y qué crees —preguntó con mordacidad— que dicen los otros de mí?

El Príncipe se encogió de hombros.

—Más o menos lo mismo, imagino. Pero eso cambiará rápidamente, scylvendio. He…

Proyas se detuvo a media respuesta. Toda su atención fue requerida por el repentino silencio que se había hecho entre los nobles inrithi. Se acercaron tres figuras a través de la sombra de la columnata circundante. Dos hombres, Guardias Eóticos a juzgar por el aspecto de la armadura y la insignia, tiraban de un tercero entre los dos. El hombre iba desnudo, estaba escuálido y llevaba pesados grilletes en el cuello, las muñecas y los tobillos. A juzgar por las cicatrices que cubrían sus brazos, era obviamente un scylvendio.

—Demonios astutos —murmuró entre dientes Proyas.

Los Guardias Eóticos lanzaron al hombre a la luz. El hombre se tambaleó como un borracho, ignorando que llevaba el falo a la vista. Alzó el rostro lastimero hacia el cielo. Le habían arrancado los ojos.

—¿Quién es él? —preguntó Kellhus.

Cnaiur escupió y observó cómo los Guardias Eóticos encadenaban al hombre a la base del trono del Emperador.

—Xunnurit —dijo después de un momento—. Nuestro Rey–de–Tribus en la batalla de Kiyuth.

—Una prueba de la debilidad de los scylvendios, sin duda —dijo Proyas con inquietud—. Una prueba de la debilidad de Cnaiur urs Skiotha… Una prueba en lo que será nuestro juicio.

—Te sentarás aquí en posición —dijo el Pragma, ni tenso ni amable—. Y repetirás la frase «El Logos no tiene principio ni fin». La repetirás sin cesar hasta que te ordene lo contrario. ¿Lo entiendes?

—Sí, Pragma —respondió Kellhus.

Se agachó sobre una pequeña esterilla de juncos trenzados en el centro del santuario. El Pragma se sentó ante él en una esterilla similar, de espaldas a los álamos bañados por el sol y los fruncidos precipicios de las montañas más allá.

—Empieza —dijo el Pragma, quedándose inmóvil.

—El Logos no tiene principio ni fin. El Logos no tiene principio ni fin. El Logos no tiene…

Al principio le sorprendió la facilidad del ejercicio. Pero las palabras perdieron rápidamente su significado y se convirtieron en una repetitiva letanía de sonidos desconocidos, más un pastoso ejercicio de la lengua, los dientes y los labios que habla.

—Deja de decir eso en voz alta —dijo el Pragma—. Dilo sólo para ti.

«El Logos no tiene principio ni fin. El Logos no tiene principio ni fin. El Logos no tiene…»

Eso resultaba muy distinto y, como rápidamente descubrió, era mucho más difícil. Decir la frase en voz alta había apuntalado de alguna forma la repetición, como si apretara el pensamiento contra su boca y su lengua. Entonces, estaba a solas, suspendido en ninguna parte de su alma, repetido, repetido y repetido, contrario a todas las costumbres de deducción y libre asociación.

«El Logos no tiene principio ni fin. El Logos no tiene principio ni fin. El Logos no tiene…»

La primera cosa que notó fue la curiosa falta de tensión de su rostro, como si el ejercicio hubiera cortado los vínculos que unían la expresión a la pasión. Su cuerpo se quedó completamente inmóvil, mucho más de lo que había estado jamás. Al mismo tiempo, sin embargo, unas curiosas oleadas de tensión le recorrían desde su interior, como si algo profundo obstaculizara e impidiera que su aliento interior llegara a su voz interior. Y la repetición fue enmudecida por un susurro, se convirtió en un delgado hilo ondulando a través de un torbellino de pensamiento inarticulado, sin forma.

«El Logos no tiene principio ni fin. El Logos no tiene principio ni fin. El Logos no tiene principio ni fin. El Logos no tiene…»

El sol ascendía sobre las despeinadas laderas, coloreando su campo visual con el contraste de oscuras plomadas y caras calvas brillantes. Kellhus se dio cuenta de que estaba en guerra. Embrionarios impulsos salidos de la nada exigían pensamiento. Voces no proferidas surgiendo de la oscuridad exigían pensamiento. Imágenes sibilantes clamaban, pedían, amenazaban, todas exigían pensamiento. Y entre todo ello: «El Logos no tiene principio ni fin. El Logos no tiene principio ni fin. El Logos no tiene principio ni fin. El Logos no tiene…».

Mucho después, se daría cuenta de que ese ejercicio había delimitado su alma. La incesante repetición de la frase del Pragma le había enfrentado consigo mismo, le había mostrado hasta qué punto él era otro. Por primera vez, vio realmente la oscuridad que le había precedido, y supo que antes de ese día, nunca había estado realmente despierto.

Cuando el sol, finalmente, se puso, el Pragma rompió su ayuno de silencio.

—Has completado tu primer día, joven Kellhus, y ahora continuarás durante la noche. Cuando el sol del amanecer llegue al glaciar de levante, dejarás de repetir la última palabra de la frase, pero continuarás con las demás. Cada vez que el sol salga por el glaciar, dejarás de repetir la última palabra. ¿Lo entiendes?

—Sí, Pragma. —Le pareció que eran palabras dichas por otro.

—Entonces, continúa.

A medida que la oscuridad sepultaba el santuario, la lucha se intensificaba. Su cuerpo, sucesivamente, se alejaba hasta el punto de marearse y se acercaba hasta el extremo de sofocarse. Un momento era una aparición, un accidente de humo ascendiendo en espiral, tan insustancial que parecía que la brisa de la noche pudiera esparcirlo y convertirlo en nada. En otro, parecía ser un manojo de carne acalambrada, con todas las sensaciones agudizadas, hasta que incluso el frío de la noche repiqueteaba como cuchillos sobre su piel. Y la frase se convirtió en algo ebrio, algo que se tambaleaba y se balanceaba a través de un coro de agitaciones, distracciones y pasiones frenéticas de pesadilla.

Entonces, el sol salió por el glaciar y su belleza le dejó atónito. Un ardor anaranjado, las frías llanuras de hielo y nieve resplandecientes. Y durante el tiempo en que el corazón tarda en dar un latido, la frase se le escapó y sólo pensó en el modo como el glaciar se erguía, curvado como la espalda de una mujer hermosa…

El Pragma se inclinó hacia adelante y le golpeó con un rictus de falsa ira en la cara.

—¡Repite la frase! —gritó.

Para Kellhus, cada uno de los grandes nombres representaba una pregunta, una coyuntura de innumerables permutaciones. En sus rostros, veía fragmentos de otros rostros aflorando como si todos los hombres fueran momentos de un solo hombre. Un instante de Leweth pasando como una borrasca por el entrecejo de Athjeari mientras hablaba con Saubon. Un reflejo de Serwe en el modo en que Gothyelk miraba a su hijo menor. Las mismas pasiones, pero cada una en un equilibrio distinto. Concluyó que cualquiera de esas personas podría ser fácilmente poseída como lo había sido Leweth, a pesar de su fiero orgullo. Pero sumados, eran incalculables.

Eran un laberinto, mil veces mil pasillos, y tenía que pasar por todos ellos. Tenía que poseerlos.

«¿Y si esta Guerra Santa excede mis capacidades? Entonces ¿qué, Padre?»

—¿Es que ayunas, dunyaino? —preguntó Cnaiur en su enconado scylvendio—. ¿Te engordas a base de caras?

Proyas les había dejado para ir a hablar con Gotian y, en ese instante, estaban solos.

—Tenemos la misma misión, scylvendio.

Hasta entonces, los acontecimientos habían superado sus más optimistas previsiones. Su afirmación de que poseía sangre real le había dado, casi sin esfuerzo, una posición entre las castas dominantes inrithi. No sólo Proyas le había proveído de lo «necesario acorde con su rango principesco», sino que le había hecho un lugar de honor en su fuego del consejo. Kellhus descubrió que mientras uno poseyera el porte de un príncipe, era tratado como un príncipe. La actuación se convertía en ser.

Su otra afirmación, sin embargo —la afirmación de haber soñado con Shimeh y la Guerra Santa— le había dado una posición muy distinta, más peligrosa y con más posibilidades. Algunos se burlaban abiertamente de ello. Otros, como Proyas y Achamian, la consideraban una posible advertencia, como el primer atisbo de una enfermedad. Muchos, buscando cualquier rastro de sanción divina que pudieran hallar, simplemente lo aceptaban. Pero todos le concedían a Kellhus la misma posición.

En los pueblos de los Tres Mares, los sueños, por muy triviales que fueran, se consideraban un asunto muy serio. Los sueños no eran, como había creído el dunyaino antes de la llamada de Moenghus, simples ensayos, caminos para que el alma se preparara para distintas eventualidades. Los sueños eran el portal, el lugar en el que el Exterior se infiltraba en el mundo, donde lo que trascendía a los hombres —fuera el futuro, lo distante, lo demoníaco o lo divino— encontraba una imperfecta expresión en el aquí y en el ahora.

Pero no era suficiente afirmar que uno había soñado. Si los sueños eran poderosos, también eran baratos. Todo el mundo soñaba. Después de escuchar pacientemente las descripciones de sus visiones, Proyas le había explicado a Kellhus que literalmente miles de personas habían afirmado haber soñado con la Guerra Santa; algunas con su triunfo, y otras, con su destrucción. Uno no podía andar diez metros junto al Phayus, según dijo, sin ver a algún ermitaño dando alaridos y gesticulando acerca de su sueño.

—¿Por qué —le había preguntado con su característica honestidad— debería yo considerar tus sueños distintos?

Los sueños eran un asunto importante, y los asuntos importantes exigen preguntas difíciles.

—Quizá no debas —había respondido Kellhus—. Yo no estoy seguro de hacerlo.

Y fue eso, su renuencia a creer en sus propias afirmaciones proféticas, lo que le había dado esa peligrosa posición. Cuando inrithi anónimos, habiendo oído rumores, se ponían de rodillas ante él, Kellhus se enojaba como un padre compasivo. Cuando le rogaban que les tocara, como si la gracia pudiera transmitirse a través de la piel, él les tocaba, pero sólo para levantarlos y reprenderlos por humillarse ante otro. Al afirmar ser menos de lo que parecía ser, movía a los hombres, incluso a hombres cultivados como Proyas o Achamian, a esperar o temer que pudiera ser más.

Nunca lo diría, nunca lo afirmaría, pero fabricaría las circunstancias que hicieran que pareciera verdad. Entonces, todos los que se consideraban observadores secretos, todos los que preguntaban sin resuello «¿Quién es este hombre?», estarían más satisfechos que nunca. Él sería su perspicacia.

Así, serían incapaces de dudar de él. Dudar de él sería pensar que su propia perspicacia estaba vacía. Renegar de él sería como renegar de uno mismo.

Jugaría en un terreno condicionado.

«Tantas permutaciones… Pero veo el camino, Padre.»

La risa resonó en todo el jardín. Algún joven galeoth mestizo, harto de estar de pie, había considerado el trono del Emperador un buen lugar en el que descansar. Estuvo allí sentado un rato, ajeno al regocijo de los demás, estudiando sucesivamente el cerdo glaseado jumyan que le había cogido a un esclavo y al hombre encadenado a sus pies. Cuando finalmente se dio cuenta de que todo el mundo se estaba riendo de él, decidió que le gustaba la atención que le estaban dedicando y se puso a burlarse de una serie de posturas imperiales. Los Hombres del Colmillo rugieron. Finalmente, Saubon cogió al joven y lo llevó de vuelta entre sus parientes, que le aplaudían.

Un instante después, una fila de miembros del aparato imperial, todos vestidos con las voluminosas togas que su cargo exigía, anunciaron la llegada del Emperador. Con Conphas a su lado, Ikurei Xerius III apareció justo cuando la hilaridad decrecía, con una expresión mezcla de benevolencia y disgusto. Se sentó en su trono y reavivó el alborozo de sus invitados cuando adoptó la misma postura —la palma izquierda hacia arriba sobre su regazo, la derecha cerrada ante sí— que el joven galeoth había imitado hacía un momento. Kellhus observó cómo su figura empalidecía de ira cuando uno de sus eunucos le explicaba el origen de las risas. Hubo asesinato en su mirada cuando despidió al hombre, y se peleó con su postura un instante. Sabía que ser premeditado era el insulto más intimidador. En ese sentido, hasta un Emperador podía ser convertido en esclavo, si bien, como advirtió Kellhus, él no sabía por qué. Finalmente, Xerius adoptó la postura norsirai: las manos cogidas a las rodillas.

Pasó un largo rato de silencio antes de que lograra dominar su ira. Durante ese tiempo, Kellhus estudió los rostros del séquito imperial: la inquebrantable arrogancia del sobrino del Emperador, Conphas; el pánico de los esclavos, tan acostumbrados a las enardecidas pasiones de su amo; la mueca de desaprobación en los labios de los consejeros imperiales, dispuestos en semicírculo tras el Emperador, su centro. Y…

Un rostro diferente entre los consejeros…, un rostro inquietante.

Fue la más sutil de las incongruencias, una vaga sensación de equívoco, lo que le llamó la atención al principio. Un anciano vestido con una elegante túnica de seda color carbón, un hombre obviamente obedecido y respetado por los demás. Uno de sus compañeros se inclinó hacia él y le susurró algo inaudible entre el estruendo de voces. Pero Kellhus pudo leerle los labios.

«Skeaos…»

El nombre del consejero.

Tomando aire profundamente, Kellhus dejó que el impulso de sus propios pensamientos se ralentizara y se detuviera. El hombre que él era en su vida cotidiana con otros hombres dejó de existir; fue arrancado de él como los pétalos de una flor. El ritmo de los acontecimientos se ralentizó. Él se convirtió en un lugar, un campo en blanco para una sola figura: el erosionado paisaje del rostro de un anciano.

Ningún rubor reflejo perceptible. Desconexión entre el pulso de sus latidos y su aparente expresión…

Pero el zumbido de las voces circundantes se fue apagando, y él se apartó, recompuesto. El Emperador iba a hablar. Palabras que podían sellar el destino de la Guerra Santa.

Habían transcurrido cinco latidos de su corazón.

¿Qué podía eso significar? Una cara sola, indescifrable, entre el maremágnum de expresiones transparentes.

«Skeaos, ¿eres obra de mi padre?»

«El Logos no tiene principio ni. El Logos no tiene principio ni. El Logos no tiene principio ni. El Logos no tiene…»

Por un instante, saboreó la sangre que tenía en el labio partido, pero la sensación fue lentamente enjuagada por la implacable letanía. La cacofonía interior titubeó, desapareció en un silencio mortal. Su cuerpo se convirtió en un completo extraño, un cuerpo desechable. Y el movimiento del tiempo en sí mismo, el paso del antes y el después, se transformó.

Las sombras de los pilares del santuario barrieron el suelo desnudo. La luz del sol cayó sobre su cara y después parpadeó. Se orinó y defecó, pero no sintió ninguna incomodidad, ningún olor. Y cuando el viejo Pragma se puso en pie y le vertió agua sobre los labios, fue sólo una piedra lisa incrustada entre el musgo y la grava bajo una cascada.

El sol bordeó los pilares y después descendió ante él para llevar su sombra por encima del regazo del Pragma y luego entre los árboles bruñidos, donde se congregó con sus parientes y se hinchó para dar paso a la noche. Una y otra vez, presenció cómo el sol salía y se ponía, el momentáneo respiro de la noche, y a cada albada la frase se desmembraba un poco más. A medida que el mundo se aceleraba, el movimiento de su alma se ralentizaba.

Hasta que sólo susurraba.

«El Logos. El Logos. El Logos…»

Él era un hueco lleno de ecos desprovistos de toda voz creadora; cada frase era una impecable repetición de la anterior. Él era un caminante a través de una galería abisal de espejo frente a espejo; cada uno de sus pasos era tan ilusorio como el anterior. Sólo el sol y la noche marcaban su pasaje, y sólo estrechando cada vez más el espacio entre los espejos hacia el imposible lugar en el que un punto de fuga amenazaba con besar a otro punto de fuga, el lugar en el que su alma restaría enteramente inmóvil.

Cuando el sol volvió a salir, sus pensamientos retrocedieron a una sola palabra.

«El. El. El. El…»

Y le pareció un tartamudeo absurdo y el más profundo de los pensamientos al mismo tiempo, como si sólo en ausencia de Logos pudiera introducirse en el ritmo de su corazón latiendo un momento tras otro. El pensamiento se adelgazó y la luz del sol barrió una vez más el santuario, y lo dejó atrás, hasta que la noche agujereó el sudario del cielo, hasta que los cielos se revolvieron como la rueda infinita de una cuadriga.

«El. El…»

Una alma en movimiento encadenada al límite, al exquisito momento antes de algo, cualquier cosa. El árbol, el corazón, el todo transformado en nada mediante la repetición, mediante la inacabable acumulación del mismo rechazo al nombre.

Una corona de oro a través de las altas laderas del glaciar.

… Y después nada.

Ningún pensamiento.

—El Imperio os da la bienvenida —anunció Xerius, tratando de mantener un tono amable. Recorrió con la mirada los Grandes Nombres del Colmillo y se demoró un instante en el scylvendio, que estaba junto a Kellhus. Sonrió—. ¡Ah, sí!, nuestro extraordinario recién llegado. El scylvendio. Me dicen que eres el caudillo de los utemot. ¿Es así, scylvendio?

—Así es —respondió Cnaiur.

El Emperador midió su respuesta. Kellhus advirtió que no estaba de humor para las galanterías del jnan.

—Yo también tengo un scylvendio —dijo.

Sacó el antebrazo de la intrincada manga y cogió la cadena que tenía entre los pies. Dio un tirón brutal, y el acurrucado Xunnurit levantó su cara ciega y partida hacia la concurrencia. Su cuerpo desnudo era esquelético, estaba desnutrido, y las extremidades parecían colgar de distintos goznes, goznes siempre cerrados, lejos del mundo. Las largas franjas de swazond en sus brazos parecían entonces un testimonio de los huesos que había debajo de ellas, no del sangriento pasado del scylvendio.

—Dime —dijo el Emperador, reconfortado por su mezquina brutalidad—, ¿de qué tribu es éste?

Cnaiur parecía impertérrito.

—Éste era de los akkunihor.

—¿«Era»? Para ti está muerto, supongo.

—No, no está muerto. No es nada para mí.

El Emperador sonrió como si estuviera entusiasmado con un pequeño misterio que le distrajera de asuntos más pesados. Pero Kellhus veía debajo las maquinaciones, la confianza en que demostraría que ese salvaje era un idiota ignorante. La necesidad.

—¿Porque le hemos doblegado? ¿Hummm? —insistió el Emperador.

—¿Doblegado a quién?

Ikurei Xerius se detuvo.

—A este perro de aquí. Xunnurit, Rey–de–Tribus, tu Rey.

Cnaiur se encogió de hombros, como si le asombrara el malicioso capricho de un niño.

—No has doblegado nada.

Se oyeron algunas risas.

El Emperador se avinagró. Kellhus vio cómo el aprecio al intelecto de Cnaiur se colocaba tambaleándose en la delantera de sus pensamientos. Hubo una reevaluación, una revisión de las estrategias.

«Está acostumbrado —pensó Kellhus—, a recuperarse de los errores.»

—Sí —dijo Xerius—. Doblegar a un hombre no es nada, supongo. Es demasiado fácil doblegar a un hombre. Pero doblegar a un pueblo…, sin duda, eso es algo, ¿no?

La expresión imperial se tornó exultante cuando Cnaiur no alcanzó a responder.

El Emperador prosiguió.

—Mi sobrino, Conphas, aquí, ha doblegado a un pueblo. Quizá hayas oído hablar de ellos. El Pueblo de la Guerra.

Una vez más, Cnaiur se negó a responder. Su mirada, en cambio, era asesina.

—Tu pueblo, scylvendio. Doblegado en Kiyuth. ¿Estabas tú en Kiyuth, me pregunto?

—Estaba en Kiyuth —dijo Cnaiur con un chirrido.

—¿Fuiste doblegado?

Silencio.

—¿Fuiste doblegado?

Todos los ojos estaban fijos entonces en el scylvendio.

—Fui —buscó el término sheyico apropiado— adiestrado en Kiyuth.

—¿De veras? —gritó el Emperador—. Debería haberlo imaginado. Conphas es un instructor de lo más exigente. Así que dime, ¿qué lecciones aprendiste?

—Conphas fue mi lección.

—¿Conphas? —repitió el Emperador—. Debes disculparme, scylvendio, pero estoy un tanto confundido.

Cnaiur prosiguió en un tono reflexivo.

—En Kiyuth, aprendí lo que Conphas ha aprendido. Es un general bregado en muchos campos de batalla. De los galeoth aprendió la eficacia de disciplinadas formaciones de pica contra las cargas montadas. De los kianene aprendió la eficacia de encauzar a su oponente, la huida falsa y la idoneidad de ocultar a sus jinetes en la reserva. Y de los scylvendios aprendió la importancia del gobokzoy, el «momento»; que uno debe leer al enemigo desde lejos y golpear en el instante en que está desequilibrado.

»En Kiyuth aprendí —prosiguió, dirigiendo su pétrea mirada hacia Conphas— que la guerra es intelecto.

La sorpresa era obvia en el rostro del sobrino imperial, y Kellhus se maravilló de la fuerza de esas palabras. Pero habían sucedido demasiadas cosas como para concentrarse en ese problema. El aire estaba tenso por ese combate entre el Emperador y el bárbaro.

Entonces era el turno del Emperador para guardar silencio.

Kellhus entendió lo que estaba en juego en esa conversación. El Emperador necesitaba demostrar la incompetencia del scylvendio. Xerius había hecho del Solemne Contrato el precio de Ikurei Conphas. Como cualquier mercader, Xerius sólo podía justificar ese precio difamando las mercancías de sus competidores.

—¡Basta de cháchara! —gritó Coithus Saubon—. Los Grandes Nombres han oído demasiado…

—¡Pero no es a los Grandes Nombres a quien corresponde decidir! —espetó el Emperador.

—Tampoco es a Ikurei Xerius a quien corresponde decidir —añadió Proyas con los ojos brillantes de fervor.

—¡Gotian! ¿Qué dice el Shriah? ¿Qué dice Maithanet del Solemne Contrato de nuestro Emperador? —gritó el entrecano Gothyelk.

—¡Pero es demasiado pronto! —farfulló el Emperador—. ¡Todavía no hemos sondeado a este hombre, este infiel!

—¡Gotian! —clamaron los otros.

—Pues bien, ¿qué dices tú, Gotian? —gritó el Emperador—. ¿Permitirías que un infiel te liderara contra los infieles? ¿Serías castigado como la Guerra Santa Vulgar fue castigada en las llanuras de Mengedda? ¿Cuántos muertos? ¿Cuántos esclavizados por el mal humor de Calmemunis?

—¡Los Grandes Nombres lideran! —gritó Proyas—. El scylvendio será nuestro consejero…

—¡Sigue siendo una afrenta! —rugió el Emperador—. ¿Un ejército con diez generales? Cuando os vayáis a pique, y lo haréis, por no conocer la astucia de los kianene, ¿a quién os dirigiréis? ¿A un scylvendio? ¿En vuestros momentos de crisis? ¡Qué estupidez! ¡Entonces será una Guerra Santa infiel! Dulce Sejenus, este hombre es un scylvendio —gritó en tono quejumbroso, como si un ser amado se hubiera vuelto loco—. ¿No significa esto nada para vosotros, idiotas? ¡Es una plaga en la misma tierra! ¡Su propio nombre es una blasfemia! ¡Una abominación ante Dios!

—¿Y tú nos hablas de afrenta? —gritó Proyas en respuesta—. ¿Darás lecciones de piedad a los que sacrificarán sus mismísimas vidas por el Colmillo? ¿Qué hay de tus iniquidades, Ikurei? ¿Qué hay de ti, que has hecho de la Guerra Santa una herramienta?

—¡Yo preservaría la Guerra Santa, Proyas! ¡Salvaría el instrumento de Dios de vuestra ignorancia!

—Pero ya no somos ignorantes, Ikurei —respondió Saubon—. Has oído hablar al scylvendio. Nosotros hemos oído hablar al scylvendio.

—¡Pero este hombre os vendería! ¡Es scylvendio! ¿No me habéis oído?

—¿Cómo no íbamos a oírte? —le espetó Saubon—. Gritas más que mi esposa.

Gran estruendo de carcajadas.

—Mi tío dice la verdad —gritó Conphas, y los nobles hicieron silencio. El gran Conphas finalmente había hablado. Sería la voz más sobria—. No sabéis nada de los scylvendios —prosiguió con naturalidad—. No son infieles como los fanim. Su maldad no es debida a la tergiversación, a la conversión de la fe verdadera en una abominación. Son un pueblo sin Dioses.

Conphas se dirigió al Rey–de–Tribus, que estaba a los pies del Emperador, y levantó la cara cegada para que todos la vieran. Le cogió uno de los brazos descarnados.

—A estas cicatrices las llaman swazond —dijo, como un paciente profesor—, una palabra que significa «muertes». Para nosotros, son poco más que salvajes trofeos, no muy distintos de las cabezas de sranc encogidas que los thunyerios cosen en sus escudos. Pero son mucho más para los scylvendios. Esas muertes son su único objetivo. El significado de sus vidas está escrito en estas cicatrices. Nuestras muertes…, ¿lo entendéis?

Miró los rostros de los inrithi allí reunidos y le satisfizo la aprehensión que vio en ellos. Una cosa era admitir a un infiel entre ellos; otra que enumeraran los detalles de su maldad.

—Lo que el salvaje ha dicho antes no es verdad —prosiguió Conphas—. Este hombre no es «nada». Es un símbolo de su humillación. La humillación de los scylvendios. —Miró con dureza el rostro impasible de Xunnurit, las hundidas y llorosas cuencas de los ojos. Después miró a Cnaiur, que estaba junto a Proyas.

—Miradle —dijo con naturalidad—. Mirad a quién habéis convertido en vuestro general. ¿No creéis que tiene sed de venganza? ¿No creéis que incluso ahora está tratando de contener la furia que tiene en su corazón? ¿Sois tan inocentes como para creer que no tiene planeada nuestra destrucción? ¿Que su alma no se está retorciendo, como hacen las almas de los hombres, con posibilidades, con imágenes…, su venganza satisfecha y nuestra ruina total?

Conphas miró a Proyas.

—Pregúntale, Proyas. Pregúntale qué mueve su alma.

Se produjo una pausa que llenó el murmullo de los nobles. Kellhus se giró a la enigmática cara que rondaba por encima del Emperador.

De niño, veía las expresiones del mismo modo que un hombre nacido en el mundo; comprendía sin comprender. Pero entonces podía ver las vigas bajo los tablones de la expresión de un hombre, y debido a eso, podía calcular, con una aterradora exactitud, la distribución de fuerzas en los fundamentos de un hombre.

Pero ese Skeaos le desconcertaba. Aunque leía las intenciones de los demás, en el rostro del anciano sólo veía una imitación de la profundidad. La matizada musculatura que producía su expresión era irreconocible, como si se amarrara a una osamenta distinta.

Ese hombre no había sido instruido a la manera de los dunyainos. Es más: esa cara no era una cara.

Pasó un instante. Las incongruencias se acumularon, se clasificaron, se adscribieron alternativas hipotéticas…

Extremidades. Delgadas extremidades se doblaron y apretaron contra el simulacro de una cara.

Kellhus parpadeó y sus sentidos descendieron a su adecuada proporción.

¿Era eso posible? ¿Hechicería? Si era así, no tenía nada de la extraña torsión que había experimentado con el nohombre al que se había enfrentado hacía tanto tiempo. Kellhus sabía que la hechicería era inexplicablemente grotesca —como los garabatos de un niño en una obra de arte—, aunque desconocía el porqué. Lo único que sabía era que podía distinguir la hechicería, del mundo, y a los hechiceros, de los hombres normales. Ése era uno de los muchos misterios que habían motivado su estudio de Drusas Achamian.

Esa cara, y estaba más o menos seguro, no tenía nada que ver con la hechicería. Pero entonces, ¿cómo?

«¿Qué es este hombre?»

De repente, la mirada de Skeaos se engarzó con la suya. La frente llena de surcos se frunció formando un falso ceño.

Kellhus asintió de la manera amigable y avergonzada de quien es sorprendido mirando fijamente a otro. Pero en la periferia de su campo visual vislumbró que el Emperador le miraba alarmado, y después se daba la vuelta para escrutar a su consejero.

«Ikurei Xerius no sabe que esa cara es distinta», advirtió Kellhus. Ninguno de ellos lo sabía.

«El estudio se profundiza, Padre. Siempre se profundiza.»

—De joven —estaba diciendo Proyas—, fui educado por un Maestro del Mandato, Conphas. Él diría que eres bastante optimista con respecto al scylvendio.

Varios se rieron abiertamente de aquello, aliviados.

—Las historias del Mandato —dijo Conphas sin alterarse— no valen nada.

—Quizá —respondió Proyas—, más o menos como las historias nansur.

—Pero ésa no es la cuestión, Proyas —dijo el viejo Gothyelk, con tanto acento que su sheyico a duras penas era comprensible—. La cuestión es cómo podemos confiar en ese infiel.

Proyas se giró hacia el scylvendio, que estaba a su lado, vacilando de repente.

—¿Qué tienes que decir, Cnaiur? —preguntó.

A lo largo de esa conversación, Cnaiur había permanecido en silencio, esforzándose poco por ocultar su desdén. Entonces escupió hacia Conphas.

Ningún pensamiento.

El niño se extinguió. Sólo un lugar.

Ese lugar.

Inmóvil, el Pragma estaba sentado ante él, con las suelas de sus pies descalzos juntas, su hábito oscuro perfilado por las sombras de los profundos pliegues, sus ojos tan vacíos como los del niño que observaban.

Un lugar sin respiración ni sonido. Un lugar sólo de vista. Un lugar sin antes ni después…, casi.

Porque los primeros rayos de sol corrían sobre el glaciar, tan lentos y pesados como grandes ramas de árbol al viento. Las sombras se templaron y la luz refulgió sobre el viejo cráneo del Pragma.

La mano izquierda del anciano salió de la manga derecha portando un acuoso cuchillo. Y era como una cuerda en el agua, con el brazo extendido hacia adelante, con las puntas de los dedos recorriendo la hoja mientras el cuchillo se balanceaba lánguidamente en el aire. El sol se deslizaba y el oscuro santuario se sumergía en su espalda de espejo…

Y el lugar en el que Kellhus había existido extendió una mano abierta —los cabellos rubios como luminosos filamentos contra la piel bronceada— y cogió el cuchillo del espacio aturdido.

El impacto del mango contra la palma provocó la transformación de lugar a niño pequeño. La pálida fetidez de su cuerpo. La respiración, el sonido y unos pensamientos tambaleándose.

«He sido legión…»

En la periferia de su campo visual, vio el extremo del sol sobresaliendo tras la montaña. Se sintió ebrio de cansancio. En el retroceso de su trance, le pareció que lo único que podía oír eran ramitas arqueándose y meciéndose al viento, tiradas por hojas como un millón de velas no mayores que su mano. Causas en todas partes, pero entre incontables sucesos diminutos, difusos, inútiles.

«Ahora lo comprendo.»

—Me sondearéis —dijo Cnaiur, finalmente—. Aclararéis el enigma del corazón scylvendio. Pero utilizad vuestros propios corazones para hacer un mapa del mío. Veis a un hombre humillado ante vosotros, Xunnurit; un hombre vinculado a mí por nuestro parentesco de sangre. Qué ofensa debe ser, decís. Su corazón debe clamar venganza. Y decís eso porque vuestro corazón clamaría así. Pero mi corazón no es vuestro corazón. Ésa es la razón por la que es un enigma para vosotros.

»Xunnurit no es un nombre vergonzoso para el Pueblo de la Guerra. Ni siquiera es un nombre. Aquél que no cabalga entre nosotros no forma parte de nosotros. Es el otro. Pero vosotros, que confundís vuestro corazón con el mío —que sólo veis dos scylvendios, uno doblegado y otro en pie— creéis que todavía es de los míos. Creéis que su degradación es la mía, y que yo vengaré esto. Conphas os quiere hacer pensar eso. ¿Por qué otra razón Xunnurit seguiría entre nosotros? ¿Qué mejor manera de desacreditar al hombre fuerte que haciendo de un hombre doblegado su doble? Quizá sea el corazón nansur el que deba ser sondeado.

—Pero nuestro corazón es inrithi —dijo Conphas con ferocidad—. Ya lo conocemos.

—Así es —dijo fieramente Saubon—. Sería tomar la Guerra Santa a Dios y hacerla suya.

—¡No! —espetó Conphas—. Mi corazón salvaría la Guerra Santa para Dios. La salvaría de este perro abominable y os salvaría a vosotros de vuestra locura. ¡Los scylvendios son un anatema!

—¡Como los Chapiteles Escarlatas! —replicó Saubon, avanzando hacia Conphas—. ¿También querrás que nos deshagamos de ellos?

—Es distinto —espetó Conphas—. Los Hombres del Colmillo necesitan a los Chapiteles Escarlatas… Sin ellos, los cishaurim nos destruirían.

Saubon se detuvo a unos pocos pasos del Exalto–General. Era enjuto, rapaz.

—Los inrithi necesitan al scylvendio, también. Esto es lo que tú nos has dicho. Debemos salvarnos de nuestra propia locura en el campo de batalla.

—Calmemunis y tu pariente Tharschilka te lo han dicho ya, idiota. Con su muerte en las llanuras de Mengedda.

—Calmemunis —espetó Saubon—. Chusma marchando con chusma.

—Dime, Conphas —preguntó Proyas—. ¿No sabías que Calmemunis estaba condenado de antemano? Si es así, ¿por qué el Emperador no le dio provisiones?

—¡Nada de todo esto es lo que importa! —gritó Conphas.

«Miente», percibió Kellhus. Sabían que la Guerra Santa Vulgar sería destruida. Querían que fuera destruida… De repente, Kellhus comprendió que el resultado de ese debate era en realidad primordial para su misión. Los Ikurei habían sacrificado una hueste entera para fortalecer su posición con respecto a la Guerra Santa. ¿Qué otro desastre provocarían una vez que se convirtiera en una molestia?

—La cuestión —prosiguió con ardor Conphas— ¡es si podéis confiar en un scylvendio para que os lidere contra los kianene!

—Pero ésa no es la cuestión —replicó Proyas—. La cuestión es si podemos confiar en un scylvendio más que en ti.

—Pero ¿cómo puede siquiera discutirse eso? —imploró Conphas—. ¿Confiar en un scylvendio más que en mí? —Se rió con aspereza—. ¡Eso es una locura!

—Tu locura, Conphas —dijo Saubon—, y la de tu tío… Si no fuera por tus malditas previsiones de destrucción y tu tres veces maldito Solemne Contrato, ¡nada de esto se estaría discutiendo!

—¡Pero las tierras que vais a conquistar son nuestras! La sangre de nuestros ancestros cubrió cada llanura, cada loma, ¿y a ti te ofende nuestra reclamación?

—Es la tierra de Dios, Ikurei —dijo Proyas, cortante—. La mismísima tierra del Ultimo Profeta. ¿O acaso pondrías los patéticos anales de Nansur por delante del Tractate? ¿Por delante de nuestro señor, Inri Sejenus?

Conphas permaneció en silencio un instante, evaluando esas palabras. Kellhus pensó que uno no debía entablar a la ligera una guerra de fe con Nersei Proyas.

—¿Y quién eres tú, Proyas, para hacer esa pregunta? —dijo finalmente Conphas, reponiéndose de su silencio anterior—. ¿Eh? Tú, que pondrías a un infiel, ¡a un scylvendio nada menos!, por delante de Sejenus.

—Todos somos instrumentos de los Dioses, Ikurei. Hasta un infiel, un scylvendio, nada menos, puede ser un instrumento si ésa es la voluntad de Dios.

—¿Tratamos de adivinar cuál es la voluntad de Dios, pues? ¿Eh, Proyas?

—Ésa, Ikurei, es la tarea de Maithanet. —Proyas se giró hacia Gotian, que había estado observándoles atentamente durante todo el tiempo.

—¿Qué dice Maithanet, Gotian? Dinos: ¿qué opina el Shriah?

El Gran Maestro tenía las manos cerradas alrededor del bote de marfil. Sostenía la respuesta, como sabía todo el mundo, entre sus manos apretadas. Su expresión era dubitativa. «No está decidido. Desprecia al Emperador, y no confía en él, pero teme que la solución de Proyas sea demasiado radical.» Kellhus advirtió que muy pronto se vería obligado a interceder.

—Le preguntaría al scylvendio —dijo Gotian, aclarándose la garganta— por qué ha venido.

Cnaiur miró con dureza al Caballero Shriah, al Colmillo bordado en oro en su blanca vestidura. «Las palabras están en ti, scylvendio. Dilas.»

—He venido —dijo Cnaiur, finalmente— por la promesa de guerra.

—Pero eso es algo que los scylvendios no hacen —respondió Gotian, con sus sospechas atemperadas por la esperanza—. No hay scylvendios mercenarios. Al menos yo nunca he oído hablar de ellos.

—Yo no me vendo, si es a eso a lo que te refieres. El Pueblo de la Guerra no se vende, no vende. Lo que necesitamos, lo arrebatamos.

—Sí. Nos arrebataría a nosotros —agregó Conphas.

—¡Deja que el hombre hable! —gritó Gothyelk, cada vez más impaciente.

—Después de Kiyuth —prosiguió Cnaiur— los utemot desaparecimos. La estepa no es como vosotros creéis. El Pueblo de la Guerra lucha siempre; si no es contra los sranc, los nansur o los kianene, entre ellos. Nuestras llanuras fueron invadidas por nuestros viejos competidores. Nuestros rebaños, degollados. Nuestros campos, quemados. Yo me convertí en caudillo de nada.

Cnaiur miró sus rostros concentrados. Kellhus había descubierto que las historias, si estaban bien contadas, merecían respeto.

—Gracias a este hombre —prosiguió, señalando a Kellhus— descubrí que los extranjeros podían tener honor. Como esclavo, luchó a nuestro lado contra los kuoti. A través de él y de los sueños mandados por Dios, supe de vuestra guerra. Yo ya no tenía mi tribu, así que acepté su apuesta.

Muchas miradas, según advirtió Kellhus, estaban entonces fijas en él. ¿Debía aprovechar ese momento? ¿O permitirle al scylvendio que continuara?

—¿Apuesta? —preguntó Gotian, tan desconcertado como ligeramente asustado.

—Que esta guerra sería distinta de todas las demás. Que sería una revelación…

—Ya veo —respondió Gotian, con los ojos repentinamente brillantes de fe.

—¿Sí? —preguntó Cnaiur—. Creo que no. Sigo siendo un scylvendio. —El llanero miró a Proyas y después recorrió con la mirada la ilustre asamblea—. No te equivoques conmigo, inrithi. En este sentido Conphas tiene razón. Para mí todos sois unos borrachos dando traspiés. Niños que juegan a la guerra cuando deberíais estar en casa con vuestras madres. No sabéis nada de la guerra. La guerra es oscura, negra como la brea. No es un Dios. No hace reír ni llorar. No recompensa el talento ni la osadía. No es un juicio de almas ni la medida de voluntades. Mucho menos es una herramienta, un medio para algún fin mujeril. Es simplemente el lugar en el que los huesos de hierro de la tierra se encuentran con los huesos huecos de los hombres y los doblegan.

»Me habéis ofrecido guerra, y yo he aceptado. Nada más. Yo no lamentaré vuestras pérdidas. No inclinaré mi cabeza ante vuestras piras funerarias. No me alegraré de vuestros triunfos. Pero he aceptado la apuesta. Sufriré con vosotros. Pasaré a los fanim por la espada y llevaré a sus esposas e hijos al matadero. Y cuando duerma, soñaré en sus lamentaciones, y mi corazón se alegrará.

Durante un instante se produjo un silencio de estupefacción. Después, intervino Gothyelk, el viejo Conde de Agansanor.

—He cabalgado en muchas campañas. Mis huesos son viejos, pero siguen siendo mis huesos, no los del fuego. Y he aprendido a confiar en el hombre que odia abiertamente y a temer solamente a los que odian en secreto. Estoy satisfecho con la respuesta de este hombre, aunque me guste poco. —Se giró hacia Conphas con los ojos estrechos de desconfianza—. Es triste que un infiel nos dé lecciones de honestidad.

Lentamente, ese asentimiento fue repetido por otros.

—Hay sabiduría en las palabras del infiel —gritó Saubon por encima del murmullo—. ¡Haremos bien en escucharle!

Pero Gotian siguió inquieto. A diferencia de los demás, él era nansur, y Kellhus veía que compartía muchos de los temores del Emperador y el Exalto–General. Las noticias de las atrocidades scylvendias eran un hecho cotidiano en la vida de los nansur.

Sin avisar, el Gran Maestro buscó sus ojos a través de la multitud. Kellhus vio cómo imágenes catastróficas pasaban por la mente del hombre: la Guerra Santa arruinada, y todo por una decisión tomada por él en nombre de Maithanet.

—He soñado esta guerra —dijo Kellhus, de repente. Mientras los inrithi cedían a su hasta entonces silenciosa voz, los reunió con su mirada acuosa—. No pretendo explicaros el significado de esos sueños porque no lo conozco. —Estaba en mitad del santificado círculo de su Dios, había dicho, pero no era presuntuoso. Dudaba del modo en que hombres hechos y derechos dudaban, y no admitía ninguna presunción en la búsqueda de la verdad—. Pero sé esto: la decisión que debéis tomar es clara.

Una declaración de certidumbre fortalecida por la declaración de incertidumbre que la había precedido. «Las pocas cosas que sé —había dicho— las sé.»

—Dos hombres os han pedido que hagáis una concesión. El Príncipe Nersei Proyas os ha pedido que aceptéis la ayuda de un scylvendio infiel, mientras que Ikurei Xerius os ha pedido que os liguéis a los intereses del Imperio. La cuestión es simple: ¿qué concesión es más grande?

La demostración de sabiduría y perspicacia a través de la clarificación. Su reconocimiento de eso cementaría su respeto, les prepararía para reconocer más cosas, y les convencería de que su voz pertenecía a la razón y no a sus preocupaciones mercenarias.

—Por un lado, tenemos a un Emperador que de buena gana aprovisionó la Guerra Santa Vulgar a pesar de que sabía que iba a ser destruida casi con toda seguridad. Por el otro, tenemos a un caudillo que se ha pasado toda la vida saqueando y asesinando a los píos. —Se interrumpió, sonriendo con arrepentimiento—. En mi tierra, llamamos a esto un dilema.

Calidas risas estallaron en el jardín. Sólo Xerius y Conphas no sonreían. Kellhus había burlado el prestigio del Exalto–General centrándose en el Emperador, y había presentado el problema de la credibilidad del Emperador en los mismos términos que la del scylvendio, como sólo un hombre justo y equitativo haría. Después había cerrado la ecuación con un amable ingenio, con lo cual se aseguraba la estima y una percepción vagamente cómica de la percepción de la verdad.

—Ciertamente, puedo responder por el honor de Cnaiur urs Skiotha, pero ¿quién respondería por mí? Asumamos que los dos hombres, el Emperador y el caudillo, son igualmente poco dignos de fiar. Si es así, la respuesta está en algo que ya conocemos: asumimos la tarea de Dios, pero es una tarea oscura y sangrienta igualmente. No hay labor más fiera que la guerra.

Estudió sus rostros, mirando a cada uno de ellos como si estuviera a solas con él. Estaban en el extremo, en el vértice de la conclusión a la que la razón había llegado. Incluso Xerius.

—Aceptemos la ayuda del Emperador o del caudillo —prosiguió—; concedamos la misma confianza, concedamos la misma tarea…

Kellhus se detuvo y miró a Gotian. Vio interferencias moviéndose por propia voluntad en el alma del hombre.

—Pero al Emperador —dijo Gotian, asintiendo lentamente— le concedemos también los beneficios de nuestra tarea.

Un murmullo de profundo acuerdo recorrió los Hombres del Colmillo.

—¿Qué dices, Gran Maestro? —gritó el Príncipe Saubon—. ¿Está satisfecho el Shriah?

—¡Pero esto no tiene ningún sentido! —gritó Ikurei Conphas—. ¿Cómo puede el Emperador de una nación inrithi ser tan poco digno de confianza como un salvaje infiel?

El Exalto–General se había lanzado inmediatamente sobre la bisagra del argumento de Kellhus, pero su protesta llegaba demasiado tarde.

Sin mediar palabra, Gotian abrió el bote y sacó los dos rollos que había en su interior. Dudó; su rostro severo estaba pálido. Tenía el futuro de los Tres Mares en las palmas de las manos, y lo sabía. Con cuidado, como si estuviera sosteniendo una reliquia sagrada, abrió el rollo con el sello de cera negro.

Girándose hacia el silencioso Emperador, el Gran Maestro de los Caballeros Shriah empezó a leer con una voz resonante como la de un sacerdote:

—Ikurei Xerius III, Emperador de Nansur, por la autoridad del Colmillo y del Tractate, y de acuerdo con la antigua constitución de Templo y Estado, recibe la orden de aprovisionar el instrumento de nuestra gran…

El rugido de la asamblea reverberó en el jardín del Emperador. La voz de Gotian siguió resonando, acerca de Inri Sejenus, acerca de la fe, acerca de intenciones fuera de lugar, pero los alborozados Hombres del Colmillo habían empezado a abandonar el jardín, tan ansiosos estaban de prepararse para marchar. Conphas estaba estupefacto en el escalón inferior al trono del Emperador, mirando al Rey–de–Tribus scylvendio a sus pies. Cerca, Proyas aceptaba la felicitación de sus iguales con palabras dignas y ojos jubilosos.

Pero Kellhus estudió al Emperador a través de ráfagas de figuras. Estaba ladrando órdenes a uno de sus resplandecientes guardias, órdenes que, según sabía Kellhus, no tenían nada que ver con la Guerra Santa.

—Coge a Skeaos —sisearon sus labios— y después reúne a los demás. ¡El viejo desgraciado oculta alguna traición!

Kellhus observó cómo el Guardia Eótico hacía gestos a sus compañeros y después se cerraba sobre el consejero sin cara. Se lo llevaron de allí con malos modos.

¿Qué descubrirían?

En el jardín del Emperador se habían producido dos enfrentamientos.

El atractivo rostro de Ikurei Xerius III se giró entonces hacia él, tan aterrorizado como iracundo.

«Cree que formo parte de la traición de su consejero. Quiere detenerme, pero no logra dar con ningún pretexto.»

Kellhus se giró hacia Cnaiur, que permanecía allí estoicamente, estudiando la figura desnuda de su pariente encadenada a los pies del Emperador.

—Debemos irnos rápidamente —dijo Kellhus—. Ha habido demasiada verdad aquí.