16

Momemn

«Aquéllos de nosotros que sobrevivimos siempre nos sentiremos apabullados al recordar su llegada. Y no sólo porque entonces era muy distinto. En cierto y extraño modo, nunca cambió. Cambiamos nosotros. Si él nos parece ahora tan distinto es porque era una figura que transformó la situación».

Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa

Finales de primavera, año del Colmillo 4111, Momemn

El sol acababa de ponerse. El hombre que decía llamarse Anasurimbor Kellhus estaba sentado con las piernas cruzadas a la luz del fuego, junto a un pabellón en cuyos laterales de tela habían cosido águilas bordadas; «un regalo de Proyas», supuso Achamian. Al principio, no había nada inmediatamente impresionante en el hombre, salvo, quizá, su largo cabello de color pajizo, que era tan fino como el armiño y parecía extrañamente fuera de lugar a la luz del fuego. «Cabello hecho para el sol», pensó Achamian. La joven mujer herida que se agarraba fieramente a su costado el día anterior estaba sentada junto a él, con un vestido sencillo pero elegante. Ambos se habían bañado y habían cambiado sus trapos por ropas salidas del guardarropa del Príncipe.

Al acercarse, a Achamian le sorprendió la belleza de la mujer. Antes le había parecido poco más que una niña apaleada.

Ambos observaron cómo se acercaba, con los rostros vividos bajo la luz del fuego.

—Debes de ser Drusas Achamian —dijo el Príncipe de Atrithau.

—Veo que Proyas te ha advertido acerca de mí.

El hombre sonrió con complicidad; en realidad, era mucho más que complicidad. Se trataba de una sonrisa distinta de cualquier otra que Achamian hubiera visto jamás. Parecía comprenderle mucho más de lo que él quería ser comprendido.

Entonces, se dio cuenta.

«Conozco a este hombre.»

Pero ¿cómo se reconoce a un hombre al que nunca se ha visto antes? A menos que sea a través de un hijo o un pariente… Imágenes de su sueño reciente, en las que sostenía el rostro muerto de Anasurimbor Celmomas en su regazo, destellaron en su memoria. El parecido era inconfundible: el surco entre las cejas, el largo hoyuelo de las mejillas, los ojos profundos.

«¡Es un Anasurimbor! Pero es imposible…»

Y sin embargo, en aquellos tiempos, las cosas imposibles parecían innumerables.

Reunida alrededor de las adustas murallas de Momemn, la Guerra Santa era una visión tan asombrosa como cualquiera de las pesadillas de las Viejas Guerras de Achamian, con la posible salvedad de las desgarradoras batallas de Agongorea y el desesperado cerco de Golgotterath. La llegada del scylvendio y del Príncipe de Atrithau no habían hecho sino confirmar la absurda magnitud de la Guerra Santa, como si las historias antiguas hubieran acudido en personas para ungirla.

«Uno de mis descendientes regresará, Seswatha, un Anasurimbor volverá…»

Pese a lo extraordinario de la llegada del scylvendio, no era más que una casualidad. Pero el Príncipe Anasurimbur Kellhus de Atrithau era una cuestión totalmente diferente. ¡Anasurimbor! Eso era todo un nombre. La dinastía Anasurimbor había sido la tercera y más esplendorosa dinastía que había regido Kuniuri, una estirpe que el Mandato había creído desaparecida desde hacía miles de años, si no con la muerte de Celmomas II en los campos de Eleneot, entonces sin duda con el saqueo de Tryse poco después. Pero no. La sangre del primer gran rival del No Dios había sido de algún modo preservada. Imposible.

«… en el fin del mundo.»

—Proyas me ha advertido —dijo Kellhus—. Me ha dicho que los tuyos sufrís pesadillas de mis ancestros.

Achamian sintió un pinchazo de traición. Casi podía oír al Príncipe: «Sospechará que eres un agente del Consulto… Y de no ser así, tendrá la esperanza de que Atrithau siga en guerra contra el Consulto, y de que tú tengas noticias de su escurridizo enemigo. Síguele la corriente, si quieres. Pero no trates de convencerle de que el Consulto no existe. No te escuchará».

—Pero yo siempre he creído —prosiguió Kellhus— que uno debe cabalgar durante un día el caballo de otro hombre antes de criticarle.

—¿Para comprenderle mejor?

—No —respondió el hombre, encogiéndose de hombros con un destello en la mirada—, porque entonces estás a un día de distancia y tienes su caballo…

Achamian negó con la cabeza con tristeza y sonrió, y después de un momento, los tres estallaron en carcajadas.

«Me gusta este hombre. ¿Y si es quien afirma ser?»

Mientras sus risas se iban apagando, Kellhus le presentó a la mujer, Serwe, y le dio la bienvenida. Achamian se sentó con las piernas cruzadas al otro lado del fuego.

Achamian casi nunca se enfrentaba a situaciones como aquélla con un plan definido. Normalmente, se presentaba con un puñado de curiosidades y poco más. Mientras iba poniendo sobre la mesa esas curiosidades, hacía preguntas, y en las respuestas que recibía buscaba determinadas claves, signos reveladores y transparentes en las palabras y las expresiones. Nunca sabía exactamente qué estaba buscando; sólo que estaba buscando. Confiaba en que cuando encontrara algo sabría reconocerlo. Un buen espía siempre sabía reconocerlo.

La deficiencia de su método, sin embargo, se hizo evidente desde el principio. Nunca antes había conocido a un hombre como Anasurimbor Kellhus.

Estaba su voz, que siempre parecía afinada con el timbre de una promesa. En ocasiones, Achamian se sorprendía aguzando el oído para oírle, no porque hablara en voz baja o porque su acento fuera incomprensible —hablaba con una extraordinaria fluidez, pese a lo reciente de su llegada—, sino porque su voz tenía profundidad. Parecía susurrar: «Hay más de lo que te estoy contando… Sólo escucha y verás».

Y estaba también su cara, el sincero drama de su expresión. Había en ella cierta inocencia, una concisa forma de mostrarse propia sólo de los jóvenes, aunque a Achamian de ningún modo le pareció ingenuo. El hombre se mostraba prudente, divertido y triste sucesivamente, sin malicia, como si experimentara sus pasiones y las pasiones de los demás con una asombrosa inmediatez.

Y finalmente, estaban sus ojos, que brillaban suavemente a la luz del fuego. Eran azules como el agua que despierta la sed. Eran ojos que seguían cada palabra de Achamian, como si ni el mayor grado de atención hiciera justicia a lo que decía. Y sin embargo, al mismo tiempo, les rondaba un aire de extraña reserva. Pero no la reserva de los hombres que llegan a conclusiones que no se atreven a decir en voz alta, como Proyas, sino la reserva de un hombre que tiene la certidumbre de que a él no le corresponde sacar conclusiones.

Más que nada, sin embargo, era lo que el hombre decía lo que había sobrecogido a Achamian.

—¿Y por qué te has unido a la Guerra Santa? —le preguntó Achamian, tratando de convencerse de que todavía creía que la respuesta que le había dado a Proyas no era la verdadera.

—Te refieres a los sueños —respondió Kellhus.

—Supongo que sí.

Por un breve instante, el Príncipe de Atrithau le contempló con paternalismo, casi con pena, como si Achamian todavía no comprendiera las reglas de esa reunión.

—Hasta la llegada de esos sueños, la vida había sido para mí como una ensoñación —explicó—. Un sueño en sí misma, quizá… El sueño por el que me preguntas, el sueño de la Guerra Santa, fue un sueño de los que despierta, un sueño que hace que la vida anterior se convierta en sueño. ¿Qué hace uno cuando tiene sueños semejantes? —preguntó—. ¿Volverse a dormir?

Achamian compartió su sonrisa.

—¿Pudiste?

—¿Volverme a dormir? No, nunca. Ni aunque quisiera. Dormir es algo que no se consigue mediante el deseo. No puede ser cogido como una manzana, para saciar el apetito. El sueño es como la ignorancia o el olvido… Cuanto más se esfuerza uno para lograr tales cosas, más se alejan del alcance de la mano.

—Como el amor —añadió Achamian.

—Sí, como el amor —dijo Kellhus suavemente, mirando a Serwe por un breve instante—. ¿Y por qué tú, un hechicero, te has unido a la Guerra Santa?

Esa pregunta cogió a Achamian con la guardia baja. Se sorprendió respondiendo con más franqueza de la que pretendía.

—No sé por qué… Porque me ha sido ordenado por mi Escuela, supongo.

Kellhus sonrió amablemente, como si reconociera un dolor compartido.

—Pero ¿cuál es tu misión aquí?

Achamian se mordió el labio, pero no pudo resistirse a decir una verdad, por otro lado, humillante.

—Buscamos un mal antiguo e implacable —dijo lentamente, con el resentimiento de los hombres que son ridiculizados con frecuencia—. Un mal que no hemos sido capaces de encontrar en más de trescientos años. Y sin embargo, una noche tras otra, nos acongojan sueños con los horrores que ese mal provocó en una ocasión.

Kellhus asintió, como si incluso ese loco reconocimiento tuviera algún precedente en su propia vida.

—¿Acaso no es difícil buscar lo que no podemos ver?

Esas palabras llenaron a Achamian de un pesar inenarrable.

—Sí… Muy difícil.

—Quizá, Achamian, tú y yo no seamos tan diferentes.

—¿A qué te refieres?

Pero Kellhus no respondió. No le resultó necesario. Achamian advirtió que el hombre había percibido su anterior incredulidad, y había respondido mostrándole lo irónico que era que un hombre angustiado por sus sueños le negara a otro hombre la posibilidad de que los suyos le extasiaran. De repente, Achamian creyó la historia de Kellhus. ¿Cómo podría creer en sí mismo si no?

Pese a esos momentos de sutil enseñanza, Achamian se había dado cuenta de que el discurso y los modales del hombre no tenían nada que ver con una orden. Su conversación carecía de las intangibles rivalidades que acompañaban como un olor, en ocasiones dulce pero casi siempre agrio, las charlas de otros hombres. Debido a ello, su conversación tenía un carácter de viaje. A veces reían, y en otras ocasiones se quedaban callados, inmovilizados por la gravedad de los temas de los que hablaban. Y esos momentos eran como estaciones, como pequeños santuarios a partir de los cuales orientar un peregrinaje mayor.

Achamian se dio cuenta de que ese hombre no estaba interesado en convencerle de nada. Sin duda, había cosas que deseaba mostrarle, cosas que esperaba que compartiera, pero cada una de ellas era ofrecida en el marco de una comprensión común: «Que a ambos nos muevan las cosas en sí mismas. Descubrámonos mutuamente».

Antes de acercarse al fuego, Achamian se había preparado para ser muy suspicaz, incluso tremendamente crítico, con cualquier cosa que el hombre pudiera decir. El Antiguo Norte era entonces hogar de innumerables tribus de sranc, y sus grandes ciudades —Tryse, Sauglish, Myclai, Kelmeol y las otras— estaban completamente en ruinas y llevaban dos mil años muertas. Y allí donde había sranc no podía entrar ningún hombre. El Antiguo Norte era oscuro para el Mandato. Inescrutable. Y Atrithau era el bastión solitario en la oscuridad, frágil ante la larga y vetusta sombra de Golgotterath. Una sola luz prendida contra el corazón negro del Consulto.

Hacía siglos, cuando el Consulto todavía tenía refriegas abiertamente con el Mandato, Atyersus había mantenido una misión en Atrithau. Pero la misión había quedado sumida en el silencio siglos atrás, poco después de que el Consulto se retirara a la oscuridad. De vez en cuando, mandaban al norte expediciones para que investigaran, pero fracasaban invariablemente. O bien eran rechazadas por los galeoth —que se mostraban extremadamente celosos con su ruta de caravanas meridional—, o bien desaparecían en las vastas llanuras Istyuli para no volver a ser vistas jamás.

En consecuencia, el Mandato sabía muy poco de Atrithau, sólo lo que se podía deducir de los comerciantes que lograban sobrevivir al largo itinerario entre Atrithau y Galeoth. Y por lo tanto, Achamian comprendía que sería totalmente prisionero de los hechos que Kellhus le contara. No tendría ningún modo de saber si decía la verdad, de saber si era el Príncipe de Atrithau o no.

Y sin embargo, Anasurimbor Kellhus era un hombre que movía las almas de los que le rodeaban. Hablando con él, Achamian llegó a comprender ciertas cosas que difícilmente hubiera comprendido de otro modo. Encontró respuestas a curiosidades que nunca antes se había atrevido a reconocer, como si su alma hubiera sido estimulada y abierta al mismo tiempo. Según los comentarios, el filósofo Ajencis había sido un hombre así. ¿Y podía un hombre como Ajencis mentir? Era como si Kellhus fuera una revelación viviente, un ejemplar de la Verdad.

Achamian acabó confiando en él; confiando pese a mil años de sospecha.

La noche se cerró, y el fuego decreció peligrosamente. Serwe, que había hablado muy poco, yacía dormida con la cabeza sobre el regazo de Kellhus. Su rostro dormido revolvió una tenue sensación de soledad en el interior de Achamian.

—¿La quieres? —le preguntó Achamian.

Kellhus sonrió con tristeza.

—Sí… La necesito.

—Te adora, ya lo sabes. Se ve en el modo como te mira.

Eso pareció entristecer todavía más a Kellhus. Su rostro se oscureció.

—Ya lo sé —dijo finalmente—. Por alguna razón me hace más de lo que soy… También otros hacen eso.

—Quizá —dijo Achamian con una sonrisa que le pareció curiosamente falsa— saben algo que tú ignoras.

Kellhus se encogió de hombros.

—Quizá. —Miró a Achamian con franqueza. Después, con la voz dolorida, añadió—: Es paradójico, ¿verdad?

—¿El qué?

—Tú tienes un conocimiento privilegiado y sin embargo nadie te cree; en cambio yo no tengo nada y todo el mundo insiste en que tengo un conocimiento privilegiado.

Y Achamian sólo podía pensar: «Pero ¿me crees?».

—¿A qué te refieres? —preguntó.

Kellhus le miró pensativamente.

—Esta tarde un hombre ha caído de rodillas ante mí y me ha besado el dobladillo de la toga. —Se rió, como si todavía estuviera asombrado por la triste absurdidad de ese acto.

—Tu sueño —dijo Achamian con naturalidad—. Creyó que los Dioses te mueven.

—Te aseguro que no me han movido en absoluto.

Achamian dudó de eso y por un momento se asustó. «¿Quién es este hombre?»

Permanecieron sentados en silencio un rato. Les llegaron distantes gritos de algún lugar en el campamento circundante. Borrachos.

—¡Perro! —bramó uno—. ¡Perro!

—Te creo, ya lo sabes —dijo finalmente Kellhus.

El corazón de Achamian revoloteó, pero no dijo nada.

—Creo en la misión de tu Escuela.

Fue el turno de Achamian para encogerse de hombros.

—Entonces, ya sois dos.

Kellhus se rió.

—¿Puedo preguntarte quién es mi crédulo colega?

—Una mujer. Esmenet. Una prostituta a la que visitaba de vez en cuando. —Achamian no pudo evitar mirar a Serwe al decirlo. «No tan hermosa como esta mujer, pero hermosa en cualquier caso.»

Kellhus le había estado observando con atención.

—Es una mujer hermosa, imagino.

—Es una prostituta —repitió Achamian, de nuevo turbado por la capacidad de verbalizar sus pensamientos.

Achamian se culpó del silencio que siguió a esas ácidas palabras. Se arrepintió, pero no pudo hacer como si no las hubiera dicho. Miró a Kellhus con una disculpa en los ojos.

Pero el asunto ya había sido perdonado y olvidado. Los silencios entre tos hombres estaban repletos de incómodos significados —acusaciones, dudas, juicios de quién es débil y quién es fuerte—, pero los silencios de ese hombre enmendaban en lugar de sellar esas cosas. El silencio de Anasurimbor Kellhus decía: «Sigamos adelante, tú y yo, y recordemos estas cosas en un mejor momento».

—Hay algo —dijo al fin Kellhus— que me gustaría preguntarte, Achamian, pero temo que nuestra relación todavía sea demasiado reciente.

«Qué honestidad. Ojalá pudiera seguirte.»

—Lo único que uno puede hacer, Kellhus, es preguntar.

El hombre sonrió y asintió.

—Eres un profesor y yo soy un extranjero ignorante en una tierra desconcertante… ¿Accederías a enseñarme?

Con esas palabras, un centenar de preguntas asaltaron a Achamian.

—Me consideraría afortunado, Kellhus, de contar con un Anasurimbor entre mis estudiantes —se sorprendió diciendo.

Kellhus sonrió.

—Está acordado, pues. Te tengo, Drusas Achamian, por mi primer amigo entre este prodigio.

Esas palabras despertaron una extraña timidez en Achamian, y se sintió aliviado cuando Kellhus despertó a Serwe y le dijo que iban a retirarse.

Después, avanzando trabajosamente por entre los oscuros callejones de tela de camino a su tienda, Achamian experimentó una extraña euforia. Aunque la alegría que provocaban cosas como aquélla no tenía medida, se sintió sutilmente transformado por su encuentro con Kellhus, como si le hubieran mostrado un ejemplo muy necesario de algo profundamente humano. Un ejemplo de la actitud adecuada ante la vida.

Tendido en su humilde tienda, temió dormirse. La perspectiva de sufrir las pesadillas de nuevo le parecía insoportable. El trauma tanto podía disminuir como intensificar la perspicacia.

Cuando finalmente el sueño le sobrevino, soñó una vez más con el desastre de los Campos de Eleneot, con la muerte de Anasurimbor Celmomas III bajo los martillos sranc. Y cuando se despertó jadeando en busca de aire puro, la voz del Alto Rey moribundo —¡tan similar a la de Kellhus!— resonó en su alma y abrumó el ritmo de su corazón con sus cadencias proféticas: «Uno de mis descendientes regresará, Seswatha, un Anasurimbor regresará… en el fin del mundo».

Pero ¿qué significaba eso? ¿Era Anasurimbor Kellhus realmente una señal, como Proyas esperaba? ¿Una señal no de la sanción de Dios a la Guerra Santa, como Proyas daba por hecho, sino del inminente regreso del No Dios?

«… en el fin del mundo.»

Achamian empezó a temblar, a agitarse con un horror que nunca había experimentado estando despierto.

«¿El regreso del No Dios? Por favor, dulce Sejenus, permíteme morir antes…»

¡Era impensable! Se abrazó los hombros y se meció en la oscuridad de su tienda, susurrando «¡no!» una y otra vez. «¡No!»

«Por favor… Esto no puede estar sucediendo, ¡no a mí! Soy demasiado débil. Soy sólo un idiota.»

Al otro lado de la tela de su tienda, todo permanecía en etéreo silencio. Innumerables hombres dormían, soñaban con el terror y la gloria contra los infieles, y no sabían nada de lo que Achamian temía. Eran inocentes, como Proyas; estaban movidos por el irresponsable ímpetu de su fe, pensando que un lugar, una ciudad llamada Shimeh, era el clavo alrededor del cual giraría el destino del mundo. Pero el clavo, como sabía Achamian, debía encontrarse en un lugar más oscuro, un lugar mucho más al norte, donde la tierra lloraba brea. Un lugar llamado Golgotterath.

Por primera vez en muchos, muchos años, Achamian rezó.

Más tarde volvió en razón, y se sintió un poco estúpido. Por muy extraordinario que fuera Kellhus, no tenía nada más que los sueños de Celmomas y la coincidencia de un nombre para justificar una conclusión tan aterradora. Achamian era escéptico, y estaba orgulloso de serlo. Era un estudiante de los antiguos, de Ajencis, un profesional de la lógica. El Segundo Apocalipsis no era sino la más dramática de un centenar de conclusiones banales. Y si algo definía su vida de vigilia, era la banalidad.

En cualquier caso, encendió su vela con una palabra hechicera y hurgó en la bolsa. Sacó el mapa que había hecho poco antes de unirse a la Guerra Santa. Echó un vistazo a los nombres esparcidos en el papiro y se detuvo en:

MAITHANET

Mientras la vieja enemistad entre Proyas y él persistiera, tendría pocas esperanzas de saber más cosas de Maithanet o de adelantar sus investigaciones sobre la muerte de Inrau.

«Lo siento, Inrau», pensó, y obligó a sus ojos a apartarse de su querido discípulo.

Después escrutó:

EL CONSULTO

escrito —mucho más apresuradamente, le pareció— a solas, en la esquina superior derecha, y todavía aislado de la delgada red de conexiones que unían los Otros nombres. A la luz de la vela, parecía temblar contra la hoja pálida y veteada, como si fuera algo demasiado desquiciado para ser capturado en tinta.

Mojó su pluma en el cuerno y escribió con mucho cuidado:

ANASURIMBOR KELLHUS

bajo el odiado nombre.

Cnaiur cruzaba el campamento con el paso reacio de un hombre que no está seguro del lugar al que se dirige. El camino que seguía se extendía entre un caos de campos dormidos. Aquí y allá, el fuego seguía ardiendo, atendido por hombres que susurraban, la mayoría borrachos. Los olores le asaltaron al llevar la brusquedad del hedor en el aire frío y seco: ganado, carne rancia y humo de aceite; algún idiota estaba quemando madera húmeda.

Los recuerdos de su reciente encuentro con Proyas dominaban sus pensamientos. Para fortalecer el plan que debía permitirle burlar al Emperador, el Príncipe Coronado había buscado consejo en cinco Palatinos conriyanos que habían adoptado la causa del Colmillo. Eran hombres orgullosos con lenguas orgullosas. Hasta los Palatinos más belicosos, como Gaidekki o Ingiaban, hablaban más de cara a la galería que para solucionar el problema. Observándolos, Cnaiur se había dado cuenta de que todos jugaban una versión infantil del juego del dunyaino. Las palabras, según le habían enseñado Moenghus y Kellhus, podían ser utilizadas con la mano abierta o con el puño cerrado, como forma de abrazar o como forma de esclavizar. Por alguna razón, aquellos inrithi, que no tenían nada tangible que ganar o perder con respecto a los demás, hablaban con los puños cerrados: afirmaciones fatuas, concesiones falsas, agasajos burlones, insultos halagadores y una inacabable sucesión de insinuaciones sarcásticas.

Jnan, lo llamaban. Era una señal de casta y cultura.

Cnaiur había soportado la farsa tan bien como había podido, pero inevitablemente, según le parecía entonces, pronto habían lanzado también las redes sobre él.

—Dime, scylvendio —dijo Gaidekki, colorado por el alcohol y la osadía—, esas cicatrices tuyas, ¿reflejan al hombre o la medida del hombre?

—¿Qué quieres decir?

El Palatino de Anplei sonrió.

—Bueno, diría que si, por ejemplo, matas a Ganyama, él merecería dos cicatrices como mucho. Pero ¿y si me mataras a mí? —Miró a los demás, con las cejas alzadas y los labios fruncidos, como si hablara en deferencia a sus formadas opiniones—. ¿Qué? ¿Veinte cicatrices? ¿Treinta?

—Sospecho —dijo Proyas— que las espadas scylvendias tienen muy buen ojo.

Imrotha se rió de eso con demasiado entusiasmo.

—Las swazond —dijo Cnaiur a Gaidekki— contabilizan enemigos, no idiotas. —Se quedó mirando impávido al asustado Palatino, y después, escupió al fuego.

Pero Gaidekki no se dejó intimidar tan fácilmente.

—¿Y yo qué soy? —preguntó peligrosamente—. ¿Idiota o enemigo?

En ese momento, Cnaiur comprendió otra de las penalidades que iba a tener que sufrir durante los próximos meses. Los peligros y las privaciones de la guerra no eran nada; los había sobrellevado durante toda su vida. La deshonra de tener tratos con Kellhus era un problema de una naturaleza diferente, pero algo que podía soportar en nombre del odio. Pero la degradación de participar un día tras otro en las desagradables y afeminadas costumbres de los inrithi era algo que no había tenido en consideración. ¿Cuánto debería sufrir para ver la venganza satisfecha?

Por suerte, Proyas se adelantó con habilidad a su respuesta a Gaidekki y puso punto final al consejo. Demasiado disgustado para soportar sus evasivas de despedida, Cnaiur se había limitado a abandonar el pabellón y adentrarse en la noche.

Dejó que su mirada vagara mientras él caminaba. La luna era llena y brillaba, manchando de color plateado la espalda de las nubes, cada vez más cargadas. Movido por una peculiar melancolía, miró a las estrellas. A los niños scylvendios les contaban que el cielo era un yaksh increíblemente grande y lleno de innumerables agujeros. Recordaba a su padre señalando hacia el cielo en una ocasión.

—¿Lo ves, Nayu? —le había dicho—. ¿Ves las mil luces mirando a través del cuero de la noche? Así es como sabemos que un gran sol brilla más allá de este mundo. Así es como sabemos que cuando es de noche, en realidad es de día, y que cuando es de día, en realidad es de noche. Así es como sabemos, Nayu, que el mundo es una mentira.

Para los scylvendios, las estrellas eran un recordatorio: sólo el Pueblo de la Guerra era verdadero.

Cnaiur se detuvo. El polvo bajo sus sandalias todavía desprendía el calor del sol. A lo largo de la oscuridad inmediata, el silencio parecía sisear.

¿Qué estaba haciendo allí? Entre perros inrithi. Entre hombres que rasgaban su aliento en el pergamino y su sustento en la tierra. Entre hombres que vendían sus almas a la esclavitud.

Entre ganado.

¿Qué estaba haciendo?

Se llevó las manos a las cejas y se pasó los pulgares por los ojos. Se estremeció.

Entonces, oyó la voz del dunyaino desplazándose en la oscuridad.

Con los ojos cerrados con fuerza, se sintió joven una vez más, detenido en el centro del campamento utemot, oyendo cómo Moenghus hablaba con su madre.

Vio la cara ensangrentada de Bannut, sonriendo en lugar de desencajarse mientras él le estrangulaba.

«Llorica.»

Pasándose las uñas por el cuero cabelludo, siguió andando. A través de una pantalla de campos oscuros, vislumbró la luz de la hoguera del dunyaino. Vio al Maestro barbado, Drusas Achamian, sentado, inclinándose hacia adelante como si se estuviera esforzando por escuchar. Después vio a Kellhus y a Serwe, con la brillantez del fuego contra la penumbra circundante. Serwe dormía con la cabeza sobre el regazo del dunyaino.

Encontró un lugar junto a un carro desde el que podía observar. Se agachó.

Cnaiur tenía la intención de analizar detenidamente lo que el dunyaino dijera, con la esperanza de confirmar alguna de sus innumerables sospechas. Pero rápidamente se dio cuenta de que Kellhus estaba jugando con ese hechicero del mismo modo que jugaba con todos los demás; aporreándole con los puños cerrados, le obligaba a que su alma recorriera caminos por él inventados. Obviamente, no lo parecía. Comparado con las bromas de Proyas y sus Palatinos, lo que Kellhus le decía al Maestro tenía una gravedad sobrecogedora. Pero todo era un juego, un juego cuyas verdades se habían convertido en meros mensajes, en los que cada mano abierta escondía un puño.

¿Cómo podía uno determinar las verdaderas intenciones de un hombre como él?

Esa idea le hizo pensar que los monjes dunyainos podían ser incluso más inhumanos de lo que había creído. ¿Y si cosas como la verdad y el significado no tenían ningún sentido para ellos? ¿Y si lo único que hacían era moverse y moverse, como un reptil, deslizándose a través de una circunferencia tras otra, consumiendo una alma tras otra en aras de la pura consumación? El pensamiento le puso la carne de gallina.

Se llamaban a sí mismos estudiantes del Logos, el Camino Más Corto. Pero ¿el camino más corto hacia dónde?

A Cnaiur, el Maestro le traía sin cuidado, pero la visión de Serwe dormida con la cabeza sobre los muslos de Kellhus le llenó de un miedo impropio de él, como si ella yaciera rodeada por una serpiente enroscada. Se le pasaron todo tipo de posibilidades por la cabeza: escabullirse en mitad de la noche; llevársela y mirarla tan fijamente a los ojos que su centro se sintiera tocado, para después explicarle la verdad de Kellhus…

Pero esas visiones dieron pie a la furia.

¿Qué clase de pensamientos acobardados eran ésos? Siempre alejándose, siempre vagando por lo inexplorado y lo débil. ¡Siempre traicionando!

Serwe frunció el entrecejo y se revolvió como si estuviera siendo importunada por un sueño. Kellhus le acarició distraídamente la mejilla. Incapaz de apartar la mirada, Cnaiur le dio puñetazos al polvo.

«Ella no es nada.»

El Maestro se marchó un rato después. Cnaiur observó cómo Kellhus guiaba a Serwe a su pabellón. Ella se parecía tanto a una niña pequeña cuando se despertaba: el cuerpo balanceándose, la cabeza agachada, observando sus pies mientras hacía pucheros y pestañeaba. Tan inocente.

«Y embarazada», sospechaba entonces Cnaiur.

Pasó un largo rato antes de que el dunyaino reapareciera. Se encaminó hacia el fuego y empezó a sofocarlo golpeando las brasas con un palo. Las últimas llamaradas se apagaron, y Kellhus se convirtió en una fantasmagórica aparición grabada por los carbones naranja que tenía a sus pies. Sin mediar aviso, levantó la mirada.

—¿Cuánto tiempo tenías pensado esperar? —le preguntó en scylvendio.

Cnaiur se pudo en pie y se sacudió el polvo de las nalgas.

—Hasta que se marchara el hechicero.

Kellhus asintió.

—Sí. El Pueblo de la Guerra desprecia a los brujos.

Pese a la proximidad del dunyaino, Cnaiur se plantó tan cerca de los carbones que percibió su árido calor. Desde que Kellhus lo había sostenido sobre el precipicio aquel día en las montañas, cada vez que se acercaba a él tenía que combatir una extraña timidez física.

«Ningún hombre me intimida.»

—¿Qué quieres de ese hombre? —preguntó, escupiendo a los carbones.

—Ya lo has oído. Instrucción.

—Lo he oído. ¿Qué quieres de él?

Kellhus se encogió de hombros.

—¿Te has preguntado siquiera por qué mi padre me ha llamado a Shimeh?

—Dijiste que no lo sabías. —«Eso es lo que dijiste.»

—Pero a Shimeh… —Kellhus le miró repentinamente—. ¿Por qué Shimeh?

—Porque es donde él vive.

El dunyaino asintió.

—Así es.

Cnaiur sólo pudo quedarse mirándole. Había algo que Proyas le había dicho antes, aquella misma noche… Le había preguntado al hombre por los Chapiteles Escarlatas, por las razones que tenía la Escuela para unirse a la Guerra Santa, y Proyas había contestado como si le sorprendiera su ignorancia. Shimeh, le había dicho, era el hogar de los cishaurim.

Las palabras eran pastosas en su boca.

—¿Crees que Moenghus es un cishaurim?

—Me llamó a través de los sueños…

Por supuesto. Moenghus le había llamado valiéndose de la hechicería.

¡Hechicería! Él había dicho lo mismo cuando Kellhus mencionó por primera vez los sueños. Pero ¿por qué esa conexión se le había escapado? Sólo los cishaurim practicaban la hechicería entre los fanim. Moenghus simplemente tenía que ser cishaurim. Lo sabía, pero…

Cnaiur frunció el entrecejo.

—¡No me dijiste nada! ¿Por qué?

—No quería que lo supieras.

¿Qué significaba eso? ¿Acaso él le había ocultado ese conocimiento? Todo ese tiempo Moenghus había sido poco más que un sombrío destino, escurridizo e imperioso a la vez, como el objeto de alguna necesidad carnal obscena. Y sin embargo, él nunca le había preguntado verdaderamente nada a Kellhus acerca de él. ¿Por qué?

«Sólo necesito saber el lugar.»

Pero tales pensamientos eran una estupidez, resultaban juveniles. El hambre voraz no cede festines. Eso era lo que los memorialistas advertían a los empecinados jóvenes scylvendios. Así se lo había advertido Cnaiur a Xunnurit y a los otros caudillos antes de Kiyuth. Y sin embargo allí, en el más temible peregrinaje de su vida…

El dunyaino lo observó con la expresión expectante, incluso apesadumbrada. Pero Cnaiur ya estaba advertido, y sabía que algo no del todo humano le escrutaba desde detrás de ese rostro perfectamente humano.

El escrutinio, tan completo, tan exacto, era palpable.

«Puedes verme, ¿verdad? Verme mirándote…»

Entonces, lo comprendió: no le había preguntado a Kellhus acerca de Moenghus porque preguntar era un indicio de ignorancia y necesidad. Mostrar carencias como ésa ante el dunyaino era tanto como mostrarle su garganta desnuda a un lobo. No le había preguntado por Moenghus, porque Moenghus estaba allí, en su hijo.

Pero, por supuesto, no podía decir eso.

Cnaiur escupió.

—Sé poco de las Escuelas —dijo—, pero sé una cosa: los Maestros del Mandato no revelan los secretos de su práctica a nadie. Si quieres aprender hechicería, estás perdiendo el tiempo con ese hechicero.

Había hablado como si no hubieran mencionado a Moenghus. El dunyaino, sin embargo, no se molestó en simular desconcierto. Advirtió que ambos estaban en la misma zona oscura, en la misma nada tenebrosa más allá del tablero de benjuka.

—Lo sé —respondió Kellhus—. Me ha hablado de la Gnosis.

Cnaiur le dio una patada al polvo, que cayó encima de los carbones, y estudió la dispersión de negro sobre el resplandor cavado en el suelo. Se encaminó hacia el pabellón.

—Treinta años —gritó Kellhus a su espalda—. Moenghus ha vivido entre esos hombres durante treinta años. Tendrá un gran poder, más del que ninguno de los dos podemos derrotar. Necesito más que la hechicería, Cnaiur. Necesito una nación. Una nación.

Cnaiur se detuvo y miró hacia el cielo una vez más.

—De modo que en eso consistirá la Guerra Santa, ¿eh?

—Con tu ayuda, scylvendio. Con tu ayuda.

Día por noche. Noche por día. Mentiras. Todo mentiras.

Cnaiur continuó caminando, sorteando apenas visibles cuerdas tensoras hacia las portezuelas de tela.

Hacia Serwe.

Durante un rato, el Emperador se quedó mirando a su viejo Primer Consejero en un silencio estupefacto. Pese a la hora tan tardía, el hombre todavía llevaba las vestiduras de seda de su cargo. Había entrado sin resuello en los aposentos privados hacía sólo un momento, mientras sus esclavos le preparaban para acostarse.

—¿Serías tan amable de repetir lo que acabas de decir, querido Skeaos? Me temo que no te he oído bien.

—Al parecer, Proyas ha encontrado a un scylvendio que ya ha hecho la guerra contra los infieles anteriormente, que les infligió una derrota aplastante, en realidad, y le ha transmitido a Maithanet que él sería un sustituto apropiado para Conphas —dijo el anciano mirando al suelo.

—¡Afrenta! ¡Perro conriyano impertinente y soberbio!

Xerius agitó las palmas de las manos a través de una confusa muchedumbre de esclavos adolescentes. Un niño se resbaló, cayó al suelo de mármol y se echó a llorar ocultándose el rostro. Se oyó el estallido de la caída de decantadores. Xerius dio un paso al frente y miró cara a cara al viejo Skeaos.

—¡Proyas! ¿Ha habido un hombre más codicioso en la tierra? ¡Sinvergüenza, ladrón de corazón negro!

—Nunca, Dios–de–los–Hombres —respondió Skeaos rápidamente, tartamudeando—. P–pero es improbable que esto interfiera en nuestro divino propósito.

El viejo Primer Consejero tuvo el cuidado de mantener la mirada fija en el suelo. Nadie podía mirar al Emperador a los ojos. «Ésta —pensaba Xerius— es la razón por la que realmente esos idiotas me consideraban un Dios.» ¿Qué era Dios sino una sombra tiránica sólo entrevista, la voz que nunca estaba dentro del campo visual, la voz de ninguna parte?

—¿Nuestro propósito, Skeaos?

Un temible silencio, roto sólo por el gimoteo del niño.

—S–sí, Dios–de–los–Hombres. El hombre es un scylvendio… ¿Un scylvendio liderando la Guerra Santa? No me cabe duda de que esto es poco más que una broma.

Xerius respiró hondo. El hombre tenía razón, ¿no era así? Era poco más que una argucia del Príncipe conriyano para irritarle, como los disturbios del río Phayus. Y sin embargo, estaba profundamente preocupado… Había algo raro en el proceder de su Primer Consejero.

Xerius valoraba a Skeaos muy por encima del resto de sus acicalados consejeros, poco más que perritos falderos. En Skeaos encontraba la mezcla perfecta de ciega sumisión e intelecto, de deferencia y perspicacia. Pero últimamente había percibido un orgullo, una ilícita identificación entre consejo y orden.

Escudriñando su frágil perfil, Xerius se sintió más en calma, la calma de la sospecha.

—¿Has oído el dicho, Skeaos? «Los gatos miran a los hombres desde arriba, y los perros desde abajo; sólo los cerdos se atreven a mirar a los hombres a los ojos.»

—S–sí, Dios–de–los–Hombres.

—Simula ser un cerdo, Skeaos.

¿Qué habría en el rostro de un hombre cuando mirara el semblante de Dios? ¿Desafío? ¿Terror? ¿Qué debía haber en el rostro de un hombre? El rostro anciano, bien afeitado, se giró, se alzó lentamente y miró al Emperador a los ojos antes de volver a fijarlos en el suelo.

—Tiemblas, Skeaos —murmuró Xerius—. Eso es bueno.

Achamian estaba pacientemente sentado ante el pequeño fuego del desayuno, sorbiendo las últimas gotas de su té. Escuchaba distraídamente cómo Xinemus informaba a Iryssas y Dinchases de las actividades de la mañana. Las palabras significaban poco para él.

Desde que había conocido a Anasurimbor Kellhus, Achamian no había dejado de rumiar obsesivamente. Por mucho que lo intentara, no era capaz de hacer encajar al Príncipe de Atrithau en ningún lugar con sentido. Nada menos que siete veces había preparado las Palabras de Llamada para informar a Atyersus de su «descubrimiento». Nada menos que siete veces había titubeado en mitad de un verso y se había ido acallando.

Obviamente, el Mandato debía ser informado. Las noticias de la llegada de un Anasurimbor harían montar en cólera a Nautzera, Simas y los demás. Nautzera, en particular, se convencería de que Kellhus señalaba el cumplimiento de la Profecía Celmomiana: que el Segundo Apocalipsis iba a empezar. A pesar de que todo hombre ocupaba el centro del lugar en el que se encontrara, hombres como Nautzera creían que ocupaban también el centro de su tiempo. «Vivo ahora —pensaría sin pensar—, en consecuencia algo trascendental debe suceder.»

Pero Achamian no era un hombre así. Era racional, y como tal, tendía a ser escéptico. Las bibliotecas de Atyersus estaban repletas de proclamaciones de una inminente condena; cada generación estaba tan convencida como la anterior de que el fin sería inmediato. Achamian no podía pensar en una falsa ilusión más perseguida y en pocas preocupaciones más merecedoras de burla.

La llegada de Anasurimbor Kellhus tenía que ser una simple coincidencia. En ausencia de pruebas concluyentes, la razón le obligaba a llegar a esa conclusión.

El pulgar que faltaba en el asunto, como decían los ainonios, era que no podía confiar en que el Mandato retuviera esa información. Después de siglos hambrientos por migajas, Achamian sabía que se pondrían histéricos con un bocado como ése. Así que las preguntas recorrían su alma cíclicamente y, cada vez más, empezaba a temer las respuestas. ¿Cómo iban Nautzera y los demás a interpretar sus nuevas noticias? ¿Qué harían? ¿Hasta qué punto serían implacables en la persecución de sus miedos?

«Les di a Inrau… ¿Debo darles a Kellhus también?»

No. Les había dicho lo que le sucedería a Inrau. Se lo había dicho, y ellos se habían negado a escuchar. Hasta su viejo profesor, Simas, lo había traicionado. Achamian era un Maestro del Mandato como ellos. Tenía los Sueños de Seswatha como ellos. Pero a diferencia de Nautzera y Simas, a él no le habían despojado de la compasión. Entonces ya sabía lo que tenía que hacer. Y lo que era más importante: conocía a Anasurimbor Kellhus.

O al menos una parte de él. Lo suficiente, quizá.

Achamian dejó a un lado su cuenco de té y se inclinó hacia adelante con los codos sobre las rodillas.

—¿Qué te parece el recién llegado, Zin?

—¿El scylvendio? De rápido ingenio. Sediento de sangre. Y catastróficamente grosero. No deja pasar ningún desaire sin su castigo, aunque sólo sea porque se enfada por todo… —Inclinó la cabeza y añadió—: No le digas que he dicho esto.

Achamian rió.

—Me refiero al otro, al Príncipe de Atrithau.

El Mariscal se puso inusitadamente solemne.

—¿De verdad? —preguntó después de un momento de duda.

Achamian frunció el entrecejo.

—Por supuesto.

—Creo que —se encogió de hombros— tiene algo.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, está el nombre, que me hizo sospechar al principio. En realidad, quería preguntarte…

Achamian levantó una mano.

—Después.

Xinemus respiró hondo y negó con la cabeza. Algo en su actitud le puso la piel de gallina a Achamian.

—No sé qué pensar —dijo finalmente.

—O eso, o tienes miedo de decir lo que piensas.

Xinemus le miró con hostilidad.

—Te has pasado la noche entera con él. Dímelo tú: ¿habías conocido alguna vez a un hombre como él?

—No —reconoció Achamian.

—¿Qué es lo que le hace distinto?

—Es… mejor, mejor que la mayoría de los hombres.

—¿La mayoría de los hombres? ¿O quieres decir todos los hombres?

Achamian observó atentamente a Xinemus.

—Te da miedo.

—Claro. Y también el scylvendio, por cierto.

—Pero de una forma diferente… Dime, Zin, ¿qué crees que es Anasurimbor Kellhus?

«¿Profeta o profecía?»

—Más —dijo Xinemus con decisión—. Más que un hombre.

Siguió un largo silencio, poblado sólo por los gritos de algún alboroto lejano.

—El hecho es —aventuró finalmente Achamian— que ninguno de los dos sabe nada…

—¿Qué es eso? —exclamó Xinemus, mirando por encima del hombro de Achamian.

El Maestro giró el cuello.

—¿Qué es el qué?

A primera vista, parecía que una muchedumbre se acercaba. El gentío se empujaba por el estrecho camino mientras grupos de hombres se sumaban a él a través de los campos circundantes. Caminaban con dificultades por entre los restos de las hogueras, derribaban las cuerdas con ropa tendida y apartaban a golpes sillas y barbacoas. Achamian incluso vio cómo un pabellón a punto estaba de venirse abajo cuando los hombres que pasaban junto a él tropezaron con las cuerdas tensoras.

Pero entonces vislumbró una disciplinada formación de soldados con ropajes morados desfilando a través del centro de la multitud y, en el centro de la formación, un rectángulo de esclavos desnudos de cintura para arriba que transportaban un palanquín de caoba.

—Una procesión de alguna clase —dijo Xinemus—. Pero quién…

Su voz se quebró. Ambos lo habían visto al mismo tiempo: un largo estandarte morado, coronado por el pictograma ainonio de la Verdad y una serpiente de tres cabezas enroscada. El símbolo de los Chapiteles Escarlatas.

El bordado dorado relumbraba bajo el sol.

—¿Por qué exhiben su estandarte así? —preguntó Xinemus.

Buena pregunta. Para muchos Hombres del Colmillo, lo único que distinguía a los hechiceros de los infieles era que los hechiceros ardían todavía mejor. Mostrar de ese modo su marca en el corazón del campamento era poco menos que una imprudencia.

A menos…

—¿Tienes el Chorae? —preguntó Achamian.

—Ya sabes que no lo llevo cuando…

—¿Lo tienes?

—Con mis cosas.

—Ve a por él… ¡De prisa!

Achamian advirtió que exhibían su estandarte por su bien. Tenían que elegir: o bien se arriesgaban a incitar a la muchedumbre, o se arriesgaban a asustar a un Maestro del Mandato. El hecho de que pensaran que la segunda posibilidad era mucho más amenazadora era una clara señal de las pésimas relaciones existentes entre las dos Escuelas.

Obviamente, los Chapiteles Escarlatas querían conocerle. Pero ¿por qué?

Pronto, la descontrolada multitud se acercó a medida que la procesión avanzaba tercamente. Achamian vio terrones explotando en polvo al impactar en el palanquín. Gritos de «¡Gurwikka!» —una palabra norsirai peyorativa, muy común para referirse a los hechiceros— pronto cruzaron el aire.

Xinemus salió corriendo de su pabellón, vociferando órdenes a sus esclavos. La pechera se le agitaba sobre los hombros, desabrochada, y sujetaba la vaina de su espada con la mano izquierda. Muchos de sus hombres estaban ya reuniéndose a su alrededor. Achamian vio docenas de otros que se levantaban en todos los rincones, pero parecían muy pocos ante aquellos centenares, quizá miles, de hombres, que provocaban altercados a medida que se acercaban.

Con su característica brusquedad, Xinemus se abrió camino entre sus hombres hasta llegar al lado de Achamian.

—¿Estás seguro de que vienen a por ti? —gritó por encima del creciente rugido.

—¿Por qué si no iban a traer su Marca? Al hacer esto en público, se garantizan la presencia de testigos. Por raro que pueda parecer, creo que hacen esto para tranquilizarme.

Xinemus asintió, pensativo.

—Olvidan lo muy odiados que son.

—¿Y quién no?

El Mariscal le observó con extrañeza; después, dirigió la mirada a la multitud que se acercaba, mesándose la barba.

—Voy a crear un perímetro de contención, o a intentarlo, al menos. Quédate aquí. Permanece visible. Cuando quienquiera que sea ese idiota se encuentre contigo, dile que baje su Marca y escóndete inmediatamente. De inmediato, ¿lo entiendes?

Las palabras le escocieron. En todos los años que hacía que Achamian conocía a Krijates Xinemus, el hombre nunca le había berreado órdenes. El siempre amigable Xinemus se había convertido, de repente, en el Mariscal de Attrempus, un hombre con una tarea que realizar y numerosos hombres a su disposición. Pero Achamian comprendió que no era eso lo que le hería. La situación, a fin de cuentas, exigía capacidad de decisión. Lo que le escocía era el tono oculto de ira, la sensación de que su amigo, por alguna razón, le culpaba a él.

Achamian observó cómo Xinemus ordenaba a sus hombres que formaran una línea; después, con la ayuda de Dinchases, los posicionó en un delgado semicírculo alrededor de los campamentos adyacentes valiéndose del canal de agua estancada que corría por detrás de ellos para proteger sus flancos. Se produjo un instante de ajetreo cuando los esclavos corrieron a apagar el fuego que acababan de encender momentos antes. Otros se internaron en la muchedumbre, por entre las tiendas, para extinguir cualquier llama que encontraran.

La muchedumbre y los Chapiteles Escarlatas casi habían llegado a ellos.

Los soldados de Xinemus entrelazaron sus brazos y los primeros alborotadores se empezaron a acumular ante ellos, con el rostro enrojecido y poco dispuestos a ser reprimidos. Al principio, simplemente revolotearon confusos, gritando insultos en toda variedad de lenguas. Pero a medida que la procesión se acercaba, fueron creciendo en número. Se volvieron más atrevidos. Achamian vio a un thunyerio lanzando puñetazos, aunque fue frenado por sus propios compañeros. Otros grupos blandían armas e intentaban abrirse paso a través de la línea. Xinemus lanzó a los pocos hombres libres que tenía a esas refriegas y, al menos por el momento, consiguió impedir cualquier estallido.

El estandarte de los Chapiteles Escarlatas se acercó pesadamente; se detenía, después avanzaba, luego se detenía otra vez. Por encima de las cabezas, Achamian vislumbró una serie de bastones negros pulidos alzándose y cayendo como si le hubieran dado la vuelta a un gran ciempiés. Después vio los Javreh, los esclavos–soldado de los Chapiteles Escarlatas, que se abrían paso con una macabra determinación. El enigmático palanquín avanzaba con ellos.

¿Quién podía ser? ¿Quién podía ser tan idiota como para…?

De repente, un grupo de Javreh se destacó y se enfrentó cara a cara con los hombres de Xinemus. Se produjo un instante de confusión. Xinemus acudió rápidamente a poner orden y se acercó a pocos metros de ellos. Más allá, el palanquín se balanceó cuando los que lo portaban toparon con los empujones de los cuerpos apelotonados. La Serpiente de Tres Cabezas se tambaleó bajo la brisa, pero se mantuvo en pie. Los exhaustos Javreh estaban desbordando la línea, magullados, ensangrentados. Algunos tenían que ser cargados. El palanquín siguió adelante, como un barco cabeceando contra un dique roto. Xinemus lo observaba todo con una expresión estupefacta.

Después les llovió de todo: platos saqueados, cuencos de vino, huesos de pollo, piedras y hasta el cadáver de un gato, que obligó a Achamian a encogerse.

Aparentemente inmunes, los esclavos bajaron con lentitud la carga, arrodillándose hasta que sus frentes tocaron el suelo. El palanquín quedó sobre sus espaldas bronceadas.

El aguacero cesó, y los gritos se volvieron cada vez más esporádicos. Achamian contuvo la respiración. Un capitán de Javreh apartó una pantalla de mimbre e inmediatamente se puso de rodillas. Apareció un pie enfundado en una zapatilla morada, seguido por los pliegues bordados de una magnífica túnica.

Se produjo un instante de completo silencio.

Era Eleázaras en persona, el Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas y el gobernador de facto del Alto Ainon.

Achamian se quedó atónito de incredulidad. ¿El Gran Maestro? ¿Allí?

Algunos hombres entre la muchedumbre, al parecer, conocían su aspecto. Un gran murmullo pasó entre ellos; creció durante un buen rato, y después se desvaneció a medida que cobraban conciencia de la trascendencia de lo que estaban presenciando. Estaban en presencia de uno de los hombres más poderosos de los Tres Mares. Sólo el Shriah y el Padirajah podían afirmar que tenían más poder que el Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas. Blasfemo o no, un hombre de tanto poder imponía respeto, y el respeto imponía silencio.

Eleázaras recorrió la concurrencia con una mirada divertida y después se giró hacia Achamian. Era alto, escultural como lo son los hombres delgados y gráciles. Caminaba como si lo hiciera por encima de una cuerda floja, con un pie delante del otro. Mantuvo las manos ocultas entre las mangas, como era costumbre formal entre los magos orientales. Deteniéndose a la distancia prescrita por el jnan, saludó a Achamian con una ligera reverencia. Achamian vislumbró el cuero cabelludo bronceado bajo el cabello ralo gris, que llevaba recogido en un elaborado moño en la parte posterior de la cabeza.

—Debes disculpar la compañía que parezco traer conmigo —dijo, agitando desdeñosamente su mano de largos dedos hacia la muchedumbre embobada—. El espectáculo es siempre un narcótico, me temo.

—Al igual que las contradicciones —respondió Achamian con neutralidad.

Por muy estupefacta que pudiera estar su improvisada audiencia, los Chapiteles Escarlatas no eran amigos de los Maestros del Mandato. No veía ninguna razón por la que debiera simular lo contrario.

—Cierto. Me dijeron que eras un estudiante de la lógica de Ajencis. Tus comentarios son irresistibles, Maestro del Mandato, ¿lo sabías?

«Ainonio», pensó amargamente Achamian.

—Siempre estamos combatiendo a los carroñeros, si a eso te refieres.

Eleázaras negó con la cabeza.

—No te halagues a ti mismo. La presunción no casa bien con el martirio. Nunca lo ha hecho. Nunca lo hará.

—Siempre he pensado lo mismo. —La muchedumbre que les rodeaba se había vuelto más indisciplinada y le había obligado a alzar la voz.

Los labios del Gran Maestro se tensaron en una avinagrada línea.

—Hombre inteligente. Hombrecillo inteligente. Dime, Drusas Achamian, ¿cómo es que después de todos estos años todavía sigues haciendo trabajos de campo? ¿Ofendiste a alguien? ¿A Nautzera, quizá? ¿O sodomizaste a Proyas cuando era niño? ¿Es ésa la razón por la que la Casa Nersei te mandó hacer las maletas hace tantos años?

Achamian se había quedado sin habla. Le habían investigado, se habían armado con todos los hechos dolorosos y las indirectas que habían sido capaces de recopilar. ¡Y él que creía que les había estado espiando!

—¡Ah! —dijo Eleázaras—. No te esperabas que fuera tan poco diplomático, ¿verdad? El cuchillo romo, te aseguro, tiene sus…

—¡Desgraciados impuros! —aulló alguien con una alarmante ferocidad.

Siguieron más gritos. Achamian miró a su alrededor y vio que los hombres de Xinemus estaban otra vez tratando de mantener la posición. Muchos inrithi se inclinaban hacia adelante sobre los brazos entrelazados, gritando obscenidades.

—Quizá deberíamos retirarnos al pabellón del Mariscal —dijo Eleázaras.

Achamian miró de soslayo el furioso rostro de Xinemus tras el Gran Maestro.

—Eso no va a ser posible.

—Ya veo.

—¿Qué quieres, Eleázaras?

Xinemus le había pedido a Achamian que terminara ese encuentro antes de que empezara, pero no podía hacer eso. No sólo hablaba con Eleázaras, el más poderoso Hechicero Anagógico de los Tres Mares, sino también hablaba con el hombre que había negociado el tratado de su Escuela con Maithanet. Quizá Eleázaras sabía cómo había descubierto Maithanet su guerra con los cishaurim. Quizá intercambiara ese conocimiento por lo que fuera que pretendiera.

—¿Querer? —dijo el Gran Maestro—. Bueno, solamente conocerte. Los Escogidos, si no te has dado cuenta hasta ahora, están un tanto —lanzó una mirada a la ruidosa muchedumbre de inrithi y volvió a él— fuera de lugar aquí… El jnan nos exige que nos relacionemos.

—Tanto, al parecer, como que nos demos explicaciones poco claras.

El Gran Maestro sonrió.

—Pero no burlas. Nunca burlas. Eso es un error que sólo los mojigatos medio cultos cometen. El verdadero usuario del jnan nunca se ríe de otro más de lo que se ríe de sí mismo.

«Maldito ainonio.»

—¿Qué quieres, Eleázaras?

—Conocerte, como decía. Tenía que conocer al hombre que ha trastornado radicalmente mi idea del Mandato… ¡Y pensar que en el pasado creí que la tuya era la más gentil de las Escuelas!

Entonces Achamian estaba genuinamente perplejo.

—¿De qué estás hablando?

—Me dijeron que hace no mucho residiste en Carythusal.

Geshrunni. Habían descubierto a Geshrunni.

«¿Te maté a ti también?»

Achamian se encogió de hombros.

—De modo que vuestro secreto ha sido desvelado. Estáis en guerra contra los cishaurim. —¿Cómo podía molestarles eso cuando habían dejado claramente de manifiesto ante todo el mundo que se iban a unir a la Guerra Santa? Tenía que haber algo más.

¿La Gnosis? ¿Acaso Eleázaras estaba sólo distrayéndole mientras otros investigaban sus Guardas? ¿Era eso un audaz preludio a su abducción? Había sucedido antes.

—Nuestro secreto ha sido desvelado —dijo Eleázaras—, pero también el tuyo.

Achamian le observó con una mirada socarrona. El hombre hablaba como si le estuviera acosando con el conocimiento de algún obsceno secreto, un secreto tan vergonzoso que cualquier alusión a él, por muy indirecta que fuera, no podía no ser entendida. Y sin embargo, él no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo.

—Fue una pura coincidencia —prosiguió Eleázaras— que encontráramos su cadáver. Nos lo trajo un pescador que faena en la desembocadura del río Sayut. Pero lo que más nos preocupó no fue que lo mataras. Después de todo, en la gran partida de benjuka, uno con frecuencia gana piezas al sacrificarlas. No, lo que nos preocupó fue el modo.

—¿Yo? —Se rió, incrédulo—. ¿Crees que yo maté a Geshrunni?

La sorpresa había sido tan absoluta que simplemente espetó esas palabras. Entonces era Eleázaras el que estaba asustado.

—Tienes talento para mentir —dijo el Gran Maestro después de un momento.

—¡Y tú para equivocarte! Geshrunni era el informante mejor colocado que el Mandato ha tenido en una generación. ¿Por qué íbamos a matarle?

El clamor había crecido. Figuras descontroladas se empujaban en la periferia del campo visual de Achamian; blandían los puños, gritaban insultos y acusaciones. Pero parecían curiosamente triviales, como si se fundieran en humo ante la absurdidad de aquello, su primer encuentro con el Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas.

Eleázaras le escudriñó pensativamente durante un instante; después negó con la cabeza, compungido, como si le entristeciera la persistencia de los mentirosos compulsivos.

—¿Por qué es un informante asesinado, eh? En muchos sentidos, muchos hombres son más útiles muertos. Pero como te decía, fue el modo lo que despertó mi morbosa curiosidad, lo reconozco.

Frunciendo el entrecejo, Achamian hundió sus hombros de incredulidad.

—Alguien te está tomando el pelo, Gran Maestro.

«Alguien nos lo está tomando a los dos… Pero ¿quién?»

Eleázaras le miró con resentimiento y frunció los labios como si sostuviera un amargo pedazo de lima entre los dientes.

—Mi Maestro de Espías me advirtió de esto —dijo tensamente—. Daba por hecho que tenías alguna razón oscura para hacer lo que hiciste, algo relacionado con tu maldita Gnosis. Pero insistió en que estabas simplemente loco. Y me dijo que lo sabría por el modo como mientes. «Sólo los locos y los historiadores —dijo— creen en sus mentiras.»

—¿Primero soy un asesino y ahora un loco?

—Sí —espetó Eleázaras en un tono de condena y desagrado—. ¿Quién más colecciona rostros humanos?

Reprimiendo el impulso de retorcer las manos, Eleázaras parpadeó para alejar las imágenes de su casi desastroso encuentro con el Maestro del Mandato el día anterior. El rostro de un hombre anónimo le rondaba especialmente: un robusto mestizo tydonnio, con el ojo izquierdo blanco como la nieve en el extremo de una vieja cicatriz. Algunos rostros eran más adecuados para las expresiones de malicia que otros, sin duda. Pero ese hombre… En ese momento le había parecido la mismísima encarnación del odio, una deidad infernal disfrazada de carne encallecida y sangre enfebrecida.

«Nos desprecian tanto. Y hacen bien.»

En lugar de soportar la indignidad de acampar junto a las murallas de Momemn, los Chapiteles Escarlatas habían contratado, a un precio exorbitante, una casa de campo cercana a una de las Casas nansur. Según las costumbres ainonias, era bastante austera, más una fortaleza que una casa de campo, pero Eleázaras suponía que los ainonios nunca habían tenido que construir sus casas pensando en los scylvendios. Y al menos le permitía vivir rodeado, en cierta medida, de un lujo tranquilo. El campamento de la Guerra Santa se había convertido en un tugurio intolerable, tal como su reciente expedición para conocer al tres veces maldito Maestro del Mandato le había recordado.

Eleázaras había despedido a sus esclavos y entonces estaba sentado a solas en el sombreado porche que dominaba el único patio de la casa de campo. Escudriñó a Iyokus, su Maestro de Espías y más cercano consejero, mientras su palidez se abría paso a través de los jardines bañados por el sol. El hombre se apresuraba, como si le persiguiera la brillantez que le rodeaba. Observarle mientras se movía del sol a la sombra era como ver el polvo convirtiéndose en piedra. Iyokus asintió en tanto se acercaba a su silla. Su misma presencia proyectaba en Eleázaras, muchas veces, una sensación de amenaza, algo así como vislumbrar en el rostro de un hombre la primera oleada de peste. El olor de sus perfumes pasados de moda, sin embargo, transportaba una extraña sensación de comodidad.

—Tengo noticias de Sumna —dijo Iyokus, sirviéndose vino en un cuenco de plata que había sobre la mesa—, sobre Kutigha.

Hasta hacía poco, Kutigha había sido su último espía superviviente en los Mil Templos. Todos los demás habían sido ejecutados. El agente a su cargo no había sabido nada de él en semanas.

—¿Así que crees que está muerto? —preguntó Eleázaras, amargamente.

—Sí —respondió Iyokus.

Después de todos esos años, Eleázaras se había acostumbrado a Iyokus, pero en algún lugar de su propio cuerpo merodeaba un pequeño recuerdo de su repulsión inicial. Iyokus era adicto a la chanv, la droga que le permitía tener a buena parte de las castas gobernantes ainonias en la palma de la mano, con la excepción, y ese pensamiento con frecuencia sorprendía a Eleázaras, de Chepheramunni, el último títere que habían instalado en el trono ainonio. A los que podían permitirse su dulce sabor, la chanv les agudizaba la mente y les alargaba la vida muchísimo más allá de los cien años, pero también succionaba el pigmento del cuerpo y, según decían algunos, la voluntad del alma. Iyokus tenía el mismo aspecto entonces que el día en que Eleázaras se había unido a la Escuela de niño, hacía muchos, muchos años. A diferencia de otros adictos, Iyokus se negaba a utilizar cosméticos para compensar los déficit de su piel, que era más traslúcida que el lino manchado de grasa que los pobres colgaban en sus ventanas. Como gusanos oscuros y artríticos, las venas se bifurcaban a través de sus rasgos. Hasta podía verse la oscuridad en el centro de sus ojos rojos cuando cerraba los párpados. Sus uñas eran de un color negro ceroso a causa de los moratones.

Mientras Iyokus arrastraba su silla junto a la mesa, un ligero sudor cubrió a Eleázaras, y éste se encontró mirando la longitud de sus propios brazos bronceados. Pese a ser delgados, poseían una fortaleza nervuda, vitalidad. A pesar del inquietante aspecto provocado por la adicción, Eleázaras podría haber sucumbido al señuelo de la droga, especialmente por el modo como se decía que agudizaba la mente. Quizá el único aspecto de la chanv que le prevenía de deslizarse por esa pálida y extrañamente narcisista relación amorosa —era raro que los adictos se casaran o engendraran niños que vivieran— era el perturbador hecho de que nadie conocía su fuente. Para Eleázaras, eso resultaba intolerable. A lo largo de la despiadada y angosta ascensión hacia la cima a la que entonces había llegado, siempre se había negado a actuar ignorando hechos cruciales.

Hasta ese día.

—¿De modo que ya no tenemos más fuentes en los Mil Templos? —preguntó Eleázaras a pesar de que ya conocía la respuesta.

—Ninguna a la que valga la pena escuchar… Un sudario ha caído sobre Sumna.

Eleazaras contempló los brillantes terrenos: caminos adoquinados bordeados por enebros como lanzas, un sauce gigante junto a un estanque de un verde espejeante, guardias con cara de halcón.

—¿Qué significa eso, Iyokus? —preguntó—. He puesto a la mayor Escuela de los Tres Mares en un gran peligro.

—Significa que debemos tener fe —dijo Iyokus con un aire de fatalismo, encogiéndose de hombros—. Fe en ese Maithanet.

—¿Fe? ¿En alguien a quien no conocemos?

—Por eso se trata de fe.

La decisión de unirse a la Guerra Santa había sido la más difícil de la vida de Eleázaras. Al principio, tras recibir la invitación de Maithanet, había tenido ganas de echarse a reír. ¿Los Chapiteles Escarlatas uniéndose a una Guerra Santa? Esa posibilidad era demasiado absurda como para merecer siquiera un momento de consideración. Quizá ésa era la razón por la que Maithanet había acompañado su invitación con seis Baratijas. Las Baratijas eran la única cosa de la que un hechicero no podía reírse. Esa oferta merecía ser considerada seriamente.

Entonces, Eleázaras se dio cuenta de lo que Maithanet les estaba ofreciendo en realidad: Venganza.

—Así pues, debemos doblar nuestros gastos en Sumna, Iyokus. Esto es intolerable.

—Estoy de acuerdo. La fe es intolerable.

Una imagen de hacía diez años asaltó a Eleázaras y le mandó débiles temblores a través de las puntas de sus dedos: Iyokus cayendo sobre él tras el asesinato, con la piel llena de ampollas, veteada de sangre, la boca graznando las mismas palabras que habían restallado en el interior del alma de Eleázaras desde entonces: «¿Cómo pueden hacer esto?».

Era asombroso el modo como determinados días desafiaban el paso de los años, se tornaban violentos y plagaban el presente de un ayer inmortal. Incluso allí, lejos de los Chapiteles Escarlatas y diez años después, Eleázaras todavía podía oler la dulce carne quemada, tan semejante a la de cerdo cuando se dejaba demasiado tiempo sobre el asador. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez en que había sido capaz de comer cerdo? ¿Cuántas veces había soñado con ese día?

Sasheoka era el Gran Maestro entonces. Se habían estado reuniendo en los aposentos del consejo, en lo más profundo de las galerías, bajo los Chapiteles Escarlatas, comentando la posible defección de uno de sus números a la Escuela Mysunsai. Los más sacrosantos aposentos de los Chapiteles Escarlatas estaban envueltos por Guardas. Uno no podía dar un paso o apoyarse sobre la piedra desnuda sin sentir la marca de la inscripción o el aura de los ensalmos. Y sin embargo, los asesinos simplemente habían titilado y cobrado existencia.

Un ruido extraño, como el revoloteo de los pájaros en sus nidos, y una luz, como si una puerta hubiera sido abierta de repente en la superficie del sol, enmarcando tres figuras. Tres siluetas infernales.

El asombro había helado los huesos y había paralizado los pensamientos, y después los muebles y los cuerpos fueron arrojados contra los muros. Cegadoras bandas del más puro blanco restallaron por todos los rincones de la habitación. Gritos. Terror arañándoles los intestinos.

Protegido por un hueco entre el muro y una mesa que no fue derribada, Eleazaras se había arrastrado sobre su propia sangre para morir, o al menos eso había pensado. Algunos de sus pares seguían vivos. Vislumbró el instante en el que Sasheoka, su predecesor y profesor, se arrugó al tacto cegador de sus asesinos. Iyokus, de rodillas, con su pálida cabeza ennegrecida por la sangre, se balanceaba bajo el brillo de sus Guardas, tratando de reforzarlas. Cataratas de luz le oscurecieron, y Eleazaras, sin que lo advirtieran los intrusos, sintió que las palabras le afloraban a los labios. Pudo verlos, tres hombres con togas color azafrán, dos agachados, el otro en pie, bañados en la incandescencia de sus propios esfuerzos. Vio rostros serenos con las profundas cuencas de los ojos de los ciegos, y energías rodando alrededor de sus frentes como si lo hicieran alrededor de una ventana al Exterior. Un fantasma blanco, surgido de las manos extendidas de Eleazaras, el cuello escamado, una poderosa cresta, las fauces abriéndose como unas tijeras. Con la deliberada gracia de una reina, la cabeza del dragón bajó en picado y arrojó su fuego contra los cishaurim. Eleazaras había llorado de ira. Sus Guardas se vinieron abajo. La piedra se resquebrajó. La carne se cayó de sus huesos. Su agonía fue demasiado breve.

Después, silencio. Cuerpos esparcidos, y Sasheoka, una ruina crepitante. Iyokus jadeaba en el suelo. Nada. No percibían nada. El onta sólo había sido herido por sus propias hechicerías. Era como si los cishaurim nunca hubieran existido. Iyokus tambaleándose hacia él… «¿Cómo han podido hacer eso?»

Los cishaurim habían empezado su larga y secreta guerra. Eleazaras la terminaría.

Venganza. Ése era el regalo que el Shriah de los Mil Templos le había ofrecido, el regalo de su antiguo enemigo: una Guerra Santa.

Un regalo peligroso. A Eleázaras se le había ocurrido que lo que las seis Baratijas representaban simbólicamente era, en realidad, la Guerra Santa. Dar Chorae a un hechicero era dar algo que no podía ser aceptado; no se podía hacer de su muerte e impotencia un regalo. Al abrazar la venganza ofrecida por Maithanet, Eleázaras y los Chapiteles Escarlatas se habían entregado a la Guerra Santa. Al aceptarla, Eleázaras sabía que se había rendido. Y entonces, los Chapiteles Escarlatas, por primera vez en su gloriosa historia, dependían de los antojos de otros hombres.

—¿Y qué hay de tus espías en el recinto imperial? —preguntó Eleázaras. Detestaba el miedo, así que evitaría hablar de Maithanet si le era posible—. ¿Han descubierto algo más del plan del Emperador?

—Nada… hasta ahora —respondió Iyokus, secamente—. Corre el rumor, sin embargo, de que Ikurei Conphas recibió un mensaje de los fanim poco después de la destrucción de la Guerra Santa Vulgar.

—¿Un mensaje? ¿Acerca de qué?

—De la Guerra Santa Vulgar, presumiblemente.

—Pero ¿cuál era su contenido? ¿Era una amonestación, una advertencia contra cualquier otra acción de la Guerra Santa o una primera tentativa de paz? ¿Qué era?

—Cualquiera de esas cosas —respondió Iyokus—, o quizá ninguna de ellas. No tenemos forma de saberlo.

—¿Por qué se lo mandaron a Ikurei Conphas?

—Por un buen número de razones… Recuerda que él fue rehén del Sapatishah durante un tiempo.

—Ese chico, Conphas, de él es de quien tenemos que preocuparnos.

Ikurei Conphas era inteligente, excesivamente inteligente, lo cual significaba sin duda que también carecía de escrúpulos. Otro pensamiento aterrador: «Él será nuestro general».

Sosteniendo el cuenco de plata con sus alargados dedos, Iyokus parecía estar mirando la pequeña moneda de vino que quedaba en el fondo.

—¿Puedo hablarte con franqueza, Gran Maestro? —preguntó finalmente.

—Por supuesto.

La emoción se concentró en el rostro de Iokus con la misma facilidad que el agua en la arpillera, pero su aprensión era entonces franca.

—Los Chapiteles Escarlatas están siendo degradados por todo esto… —empezó con incomodidad—. Nos hemos convertido en subordinados cuando nuestro destino es gobernar. Abandona esta Guerra Santa, Eli. Hay demasiada incertidumbre. Demasiadas cosas desconocidas. Estamos jugando a las fichas numeradas con nuestras propias vidas.

«¿Tú también, Iyokus?»

Eleázaras sintió volutas de ira alrededor de su corazón. Los cishaurim habían plantado una serpiente en su interior diez años atrás, y ésta había engordado de miedo. La sentía contorsionándose en su interior, animando sus manos con el deseo afeminado de arrancarle a Iyokus sus desconcertantes ojos.

—Paciencia, Iyokus —dijo sólo—. Saber es siempre una cuestión de paciencia.

—Ayer, Gran Maestro, estuviste a punto de morir a manos de los hombres con los que vamos a marchar… Si eso no demuestra la absurdidad de nuestra posición, entonces nada lo hace.

Se refería a los disturbios. ¡Qué estúpido había sido al acorralar a Drusas Achamian en ese lugar! Todo podría haber terminado allí: cientos de peregrinos muertos a manos del Gran Maestro, los Chapiteles Escarlatas en guerra abierta con los Hombres del Colmillo. De no haber sido por la sensatez del Maestro del Mandato…

—¡No lo hagas, Eleázaras! —había gritado cuando las masas se lanzaron contra ellos—. ¡Piensa en tu guerra contra los cishaurim!

Pero también había habido una amenaza en la voz de ese hombre desaliñado: «No te permitiré hacerlo. Te detendré, y sabes que puedo…».

¡Qué perversa ironía! Porque la amenaza —no la razón— había estado en su mano. ¡La amenaza de la Gnosis! Sus designios habían sido salvados por la falta de lo que su Escuela había codiciado durante generaciones.

¡Cómo despreciaba al Mandato! Todas las Escuelas, incluso el Saik Imperial, reconocían la ascendencia de los Chapiteles Escarlatas, con la salvedad del Mandato. ¿Y por qué debían hacerlo cuando un simple espía podía amedrentar a su Gran Maestro?

—El incidente —respondió Eleázaras— sólo demuestra algo que siempre hemos sabido, Iyokus: que nuestra posición en la Guerra Santa es precaria, cierto. Pero todos los grandes designios requieren grandes sacrificios. Cuando todo esto llegue a buen término, cuando Shimeh sea una ruina humeante y los cishaurim hayan sido extinguidos, el Mandato será la única Escuela que todavía podrá humillarnos. —Un imperio arcano, ésa sería la recompensa de su desesperada labor.

—Lo cual me recuerda —dijo Iyokus— que recibí una misiva del Ministro de Documentos en Carythusal. Estuvo repasando todos los registros de muertos, como tú le pediste. Hubo otro, hace años.

Otro cadáver sin cara.

—Medio podrido. Lo encontraron en el delta. El hombre era desconocido. Como han pasado cinco años, tenemos pocas esperanzas de determinar su identidad.

El Mandato. ¿Quién hubiera dicho que se dedicaban a juegos tan oscuros? Pero ¿ése? Sólo era otro desconocido.

—Quizá —prosiguió Iyokus— el Mandato, finalmente, ha dejado de lado toda esa chorrada del Consulto y el No Dios.

Eleázaras asintió.

—Estoy de acuerdo. El Mandato ahora juega a lo mismo que nosotros, Iyokus. Ese hombre, Drusas Achamian, deja pocas dudas al respecto… —¡Qué gran mentiroso! Eleázaras casi había creído que no sabía nada de la muerte de Geshrunni.

—Si el Mandato es parte del juego —prosiguió Iyokus— todo cambia. ¿Te das cuenta de eso? No podemos seguir considerándonos la primera Escuela de los Tres Mares.

—Primero aplastaremos a los cishaurim, Iyokus. Mientras tanto, asegúrate de que Drusas Achamian es vigilado.