15

Momemn

«Muchos han condenado a aquéllos que se unieron a la guerra con motivaciones mercenarias y, sin duda, si esta humilde historia llega finalmente a sus improbables bibliotecas, también arremeterán contra mí. Debo admitir que mis motivos para unirme a la Guerra Santa eran mercenarios, si por tal entendemos que me uní a ella con objetivos que nada tenían que ver con la destrucción de los infieles y la reconquista de Shimeh. Pero hubo muchos más mercenarios que, al igual que yo, fomentaron sin pretenderlo la Guerra Santa matando a un buen número de infieles. El fracaso de la Guerra Santa no tuvo nada que ver con nosotros.

¿Dije fracaso? Quizá transformación sería una palabra más adecuada».

Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa

«La fe es la verdad de la pasión. Puesto que ninguna pasión es más verdadera que otra, la fe es la verdad de nada».

Ajencis, La cuarta analítica del hombre

Primavera, año del Colmillo 4111, Momemn

—Recuerda lo que te dije —susurró Xinemus a Achamian mientras un viejo esclavo les precedía por el inmenso pabellón de Proyas—. Sé formal. Sé cauto… Sólo te va a recibir para que yo me calle; nada más.

Achamian frunció el entrecejo.

—¿Cómo han cambiado los tiempos, eh, Zin?

—Tenías demasiada influencia sobre él cuando era niño, Akka; dejaste una fuerte impronta en su persona. Los hombres celosos con frecuencia confunden la pureza con la intolerancia, especialmente cuando son jóvenes.

A pesar de que Achamian sospechaba que las cosas eran mucho más complicadas, sólo dijo:

—¿Has estado leyendo otra vez, verdad?

Siguieron al esclavo a través de una sucesión de portezuelas bordadas; giraron a la izquierda, después a la derecha, luego a la izquierda una vez más. Aunque hacía semanas que Proyas había llegado, las salas de administración por las que pasaban parecían haber sido dispuestas sin orden ni concierto, y en algunos casos, sólo se habían desempaquetado la mitad de los enseres. A Achamian le pareció inquietante. Normalmente, Proyas era meticuloso hasta extremos increíbles.

—Caos y crisis —dijo Xinemus a modo de explicación—. Desde su llegada…, tiene a más de la mitad de su personal en el campo, contando pollos.

Achamian recordó que contar pollos era una frase hecha conriyana que significaba «hacer esfuerzos inútiles».

—¿Tan mal van las cosas?

—Peor. Está perdiendo el juego que el Emperador le ha planteado, Akka. Recuerda también esto.

—Quizá debería esperar, esperar hasta que… —Achamian empezó a decirlo, pero ya era demasiado tarde.

El viejo esclavo se había detenido ante la entrada de un recinto mucho más grande y agitó la mano con una fioritura que reveló una axila oscura. «Entrad por vuestra cuenta y riesgo», decía su expresión.

La sala era más fría, menos luminosa. Los incensarios llenaban el interior de brumas y de la esencia de maderas aromáticas. Las alfombras estaban esparcidas alrededor de un fuego central, y en ellas había un curiosa profusión de pictogramas ainonios y estilizadas escenas sacadas de las leyendas conriyanas. Reclinado entre almohadones, el Príncipe observó desde el otro extremo de la refulgente chimenea. Achamian se puso de rodillas inmediatamente e hizo una reverencia. Vislumbró un hilo de humo que ascendía en espiral procedente de un pequeño pedazo de carbón del fuego.

—Levántate, Maestro —dijo Proyas—. Siéntate en un cojín junto a mi chimenea. No te pediré que me beses la rodilla.

El Príncipe Coronado de Conriya solamente llevaba una falda de lino bordada con la insignia de su dinastía y su nación. La barba muy recortada, entonces de moda entre los jóvenes nobles de Conriya, perfilaba su rostro. Su expresión era neutra, como si tratara de suspender el juicio. Sus grandes ojos eran hostiles, pero no odiosos.

«No te pediré que me beses la rodilla…» Un principio no muy prometedor.

Achamian respiró hondo.

—Me honras en exceso, mi Príncipe, concediéndome esta audiencia.

—Quizá más de lo que te imaginas, Achamian. Nunca en mi vida tantos hombres habían reclamado tanto mi atención.

—¿Acerca de la Guerra Santa?

—¿Qué si no?

Achamian hizo una mueca de dolor para sus adentros. Por un instante, se encontró sin palabras.

—¿Es cierto que estás asolando el valle?

—Y más allá… Si tienes pensado reconvenirme por mis tácticas, Achamian, piénsatelo mejor.

—¿Qué saben los hechiceros de tácticas, mi Príncipe?

—Demasiado, ya que me lo preguntas. Pero últimamente, todo el mundo se cree una autoridad en cuestiones de táctica, ¿verdad, Mariscal?

Xinemus miró a Achamian con una expresión de disculpa.

—Tus tácticas son impecables, Proyas. Lo que me preocupa son las formas.

—¿Y qué comeríamos si no? ¿Nuestras alfombrillas de rezo?

—El Emperador cerró sus graneros solamente cuando tú y los otros Grandes Nombres empezasteis a hacer saqueos.

—¡Pero lo que nos daba era una miseria, Zin! Lo justo para evitar los disturbios. ¡Lo justo para controlarnos! Ni un grano más.

—Sin embargo, saquear a inrithi…

Proyas frunció el entrecejo y sacudió las manos.

—¡Es suficiente! Una y otra vez, dices una cosa sólo porque yo digo la contraria. Sin que sirva de precedente, ¡casi preferiría oír hablar a Achamian! ¿Has oído eso, Zin? Me irritas tanto…

A juzgar por la sombría mirada de Xinemus, Achamian se dio cuenta de que Proyas no bromeaba.

«Ha cambiado tanto… ¿Qué le ha pasado?» Pero ya mientras se preguntaba eso, Achamian conocía la respuesta. Proyas sufría, como debían de sufrir todos los hombres de gran ambición, por el incesante intercambio de principios por ventajas. Ningún triunfo sin arrepentimiento. Ningún alivio sin asedio. Un ansioso compromiso tras otro, hasta que la vida entera parecía una derrota. Era una enfermedad que los Maestros del Mandato conocían bien.

—Achamian… —dijo Proyas cuando vio que éste no hablaba—, tengo a una nación de emigrantes que alimentar, un ejército de bandidos al que contener, y un Emperador al que burlar, así que ahorrémonos las sutilezas del jnan. Dime qué quieres.

El rostro de Proyas era un campo de batalla de expectación e impaciencia. Aunque quería ver a su viejo maestro, según intuía Achamian, no quería querer verlo. «Esto es un error.»

Una inspiración involuntaria.

—Me pregunto si mi Príncipe todavía recuerda lo que le enseñé hace un montón de años.

—Esos recuerdos, me temo, son la única razón por la que estás aquí.

Achamian asintió.

—¿Y recuerda lo que significaba pensar en términos de posibilidades?

La impaciencia recuperó las cumbres de la expresión de Proyas.

—¿Te refieres a pensar «como si»?

—Sí, mi Príncipe.

—De niño tus juegos me cansaban, Achamian. De adulto, simplemente no tengo tiempo para ellos.

—Esto no es un juego.

—¿No? ¡Entonces, ¿por qué estás precisamente aquí, Achamian?! ¿Qué intereses puede tener el Mandato en la Guerra Santa?

Ésa era la pregunta. Cuando uno guerreaba contra algo intangible, las dificultades eran sin duda frecuentes. Toda misión que careciera de un objetivo, o que tuviera un objetivo que se había evaporado en abstracciones, inevitablemente confundía los medios con los fines, tomaba sus esfuerzos por la cosa por la que se esforzaba. El Mandato estaba allí, según había advertido Achamian, para determinar si debía estar allí. Y eso era tan significativo como pudiera serlo cualquier otra misión del Mandato, porque en eso consistían todas las misiones del Mandato. Pero no podía decírselo a Proyas. No, tenía que hacer lo que hacían todos los agentes del Mandato: poblar lo desconocido con antiguas amenazas y sembrar el futuro de catástrofes del pasado. En un mundo que ya era aterrador, el Mandato se había convertido en una Escuela dedicada a infundir temor.

—¿Nuestros intereses? Descubrir la verdad.

—Así que vas a soltarme un sermón sobre la verdad y no sobre las posibilidades… Me temo que esos días ya han terminado, Drusas Achamian.

«Me llamabas Akka, antes.»

—No, mis días de sermones han terminado. Lo máximo que ahora puedo hacer, al parecer, es recordarle a la gente lo que sabía en el pasado.

—Hay muchas cosas que antes creía saber que ya no me importan. Debes ser más específico.

—Sólo quería recordarte, mi Príncipe, que cuando estamos más seguros, más seguros podemos estar de que nos engañamos.

Proyas sonrió amenazadoramente.

—¡Ah! Estás poniendo en entredicho mi fe.

—No la pongo en entredicho. Sólo la atenúo.

—La atenúas, pues. Harás que me haga nuevas preguntas, que considere inquietantes «posibilidades». ¿Y cuáles, te ruego, son esas inquietantes posibilidades? —El sarcasmo era abierto y escocía—. Dime, Achamian, ¿en qué clase de idiota me he convertido?

En ese instante, Achamian comprendió hasta qué punto el Mandato había sido menoscabado. No sólo se habían vuelto ridículos, sino que se habían vuelto trasnochados, una cosa del pasado. ¿Cómo se podía recuperar la credibilidad desde un abismo como aquél?

—La Guerra Santa —dijo Achamian— podría no ser lo que parece.

—¿Podría no ser lo que parece? —gritó Proyas con una burlona estupefacción; un reproche a un profesor que había dado un traspié fatal—. Para el Emperador, la Guerra Santa es un libidinoso medio para restaurar su Imperio. Para muchos de mis iguales, es simplemente un instrumento venal para la conquista y la gloria. Para Eleázaras y para los Chapiteles Escarlatas, es un vehículo para vete a saber qué antigualla. Y para muchos otros, es simplemente una forma barata de redimir una vida desaprovechada. ¿La Guerra Santa no es lo que parece? ¡No ha habido una sola noche, Achamian, en que no haya rezado por que tengas razón!

El Príncipe Coronado se inclinó hacia adelante y se sirvió un cuenco de vino. No le ofreció uno a Achamian ni a Xinemus.

—Pero los rezos —prosiguió Proyas— no son suficientes, ¿verdad? Algo sucederá, alguna traición o pequeña atrocidad, y mi corazón gritará: «¡Qué vergüenza! ¡Sean todos malditos!». ¿Y sabes una cosa, Achamian? Es una posibilidad que me salva, que me hace continuar. ¿Y si esta Guerra Santa es en realidad divina, un bien en sí misma y por sí misma?, me pregunto.

Su aliento se quedó suspendido durante esas últimas palabras, como si ningún aliento pudiera seguirlas.

«Y si…»

—¿Es tan difícil de creer? ¿Es tan imposible que a pesar de los hombres y sus libidinosas ambiciones, esta cosa, la Guerra Santa, sea buena por sí misma? Si es imposible, Achamian, entonces mi vida tiene tan poco sentido como la tuya…

—No —dijo Achamian, incapaz de amordazar su ira—, no es imposible.

La quejumbrosa furia de los ojos de Proyas se apaciguó y se tornó cérea de arrepentimiento.

—Te pido disculpas, antiguo maestro. No quería… —Se interrumpió con otro trago de vino—. Quizá no sea muy buen momento para ir haciendo propaganda de tus hipótesis, Achamian. Me temo que Dios me está poniendo a prueba.

—¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?

Proyas lanzó una mirada a Xinemus, una mirada de preocupación.

—Se ha producido una matanza de inocentes —dijo—. Tropas galeoth bajo mando de Coithus Saubon acabaron con los habitantes de una aldea entera cerca de Pasna.

Achamian recordó que Pasna era un ciudad a unas cuarenta millas río Phayus arriba, famosa por sus olivares.

—¿Lo sabe Maithanet?

Proyas hizo una mueca.

—Lo sabrá.

De repente, Achamian comprendió.

—Le desafías —dijo—. ¡Maithanet ha prohibido esos disturbios! —Achamian a duras penas era capaz de ocultar su júbilo. Si Proyas desafiaba a su Shriah…

—No me gustan tus modales —le espetó Proyas—. ¡Qué te importa…! —Se detuvo, como sorprendido por algo que, entonces él, acababa de comprender—. ¿Es ésta la posibilidad que quieres que considere? —preguntó, con asombro y furia en su tono—. Ese Maithanet… —Un repentino humor negro—. ¿Ese Maithanet conspira con el Consulto?

—Como decía —respondió Achamian al fin— es una posibilidad.

—Achamian, no te insultaré. Conozco la misión del Mandato. Conozco el horror solitario de tus noches. Tú y los tuyos vivís los mitos que nosotros dejamos atrás con la infancia. ¿Cómo puede uno no respetar eso? Pero no confundas cualquier desacuerdo que yo pueda tener con Maithanet con la reverencia y la devoción que tengo por el Santo Shriah. Lo que tú estás diciendo, la «posibilidad» que me estás pidiendo que tenga en cuenta, es una blasfemia. ¿Lo entiendes?

—Sí, perfectamente.

—¿Tienes algo más? ¿Algo más que tus pesadillas?

Achamian tenía más porque entonces tenía muchas cosas menos. Tenía a Inrau. Se humedeció los labios.

—En Sumna, un agente nuestro —tragó saliva—, un agente mío, ha sido asesinado.

—Un agente destinado, sin lugar a dudas, a espiar a Maithanet… —Proyas suspiró; después, negó con la cabeza con tristeza, como si se resignara a oír palabras categóricas y quizá dolorosas—. Dime, Achamian, ¿cuál es el castigo por espiar a los Mil Templos?

El hechicero parpadeó.

—La muerte.

—¿Esto? —explotó Proyas—. ¿Esto es lo que me traes? ¿Uno de tus espías es ejecutado ¡por espiar!, y tú sospechas que Maithanet, ¡el mayor Shriah en generaciones!, conspira con el Consulto? ¿Son éstas tus pruebas? Confía en mí, Maestro, cuando un agente del Mandato tiene mala suerte, no es necesario…

—¡Hay más! —protestó Achamian.

—¡Oh, esto tenemos que oírlo! ¿Qué? ¿Acaso algún borracho te susurró una historia escabrosa?

—Ese día en Sumna, cuando te vi besar la rodilla de Maithanet…

—¡Oh, sí!, por descontado, ¡hablemos de eso! Te das cuenta de la afrenta…

—¡Me vio, Proyas! ¡Supo que yo era un hechicero!

Eso le obligó a hacer una pausa, pero poco más.

—¿Y crees que yo no sé eso? ¡Yo estaba allí, Akka! Así que él, como otros grandes Shriah antes que él, tiene el don de ver a los Escogidos. ¿Y?

Achamian estaba estupefacto.

—¿Y? —repitió Proyas—. ¿Qué significa eso aparte de que él, a diferencia de ti, escogió el camino de la rectitud?

—Pero…

—Pero ¿qué?

—Los sueños… Han sido tan contundentes últimamente.

—¡Ah, otra vez con las pesadillas!

—Algo está sucediendo, Proyas. Lo sé. ¡Lo siento!

Proyas resopló.

—Y ahí es donde está el problema, ¿verdad, Achamian?

Achamian sólo pudo quedarse mirándole, atónito. Había algo más, algo que estaba olvidando… ¿Cuándo se había convertido en ese viejo idiota?

—¿Problema? —logró preguntar—. ¿Qué problema?

—La diferencia entre saber y sentir. Entre el conocimiento y la fe. —Proyas cogió su cuenco y se lo bebió entero, como si pretendiera castigar al vino—. Recuerdo que te pregunté sobre Dios en una ocasión, hace muchos años. ¿Recuerdas lo que me dijiste?

Achamian negó con la cabeza.

—«He oído rumores —dijiste—, pero nunca he conocido a ese hombre.» ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de cómo yo me puse a saltar y a reír?

Achamian asintió y sonrió lánguidamente.

—Lo repetiste sin parar durante semanas. Tu madre estaba furiosa. Me habrían despedido si Zin no hubiera…

—Siempre ha sido un maldito valedor tuyo, ese Xinemus —dijo Proyas, sonriéndole al Mariscal—. ¿Sabes que no tendrías amigos si no fuera por él?

Una repentina punzada en la garganta le imposibilitó responder. Parpadeó; tenía los ojos ardiendo.

«No… Por favor, aquí no.»

El Mariscal y el Príncipe se le quedaron mirando, ambos con una expresión avergonzada y a la vez preocupada.

—De todos modos —prosiguió Proyas, dubitativo—, lo que quiero decir es lo siguiente: lo que tú dijiste de mi Dios, debes decirlo también del Consulto. Lo único que tienes son rumores, Achamian. Fe. No tienes ni idea de lo que estás hablando.

—¿Qué estás diciendo?

Su voz se endureció.

—La fe es la verdad de la pasión, Achamian, y ninguna pasión es más verdadera que otra. Y eso significa que no hay ninguna posibilidad de que lo que me dices que debo considerar, cualquier miedo que puedas infundirme, sea más verdadero que mi adoración. No puede haber ninguna conversación entre nosotros.

—Entonces, te pido disculpas… ¡No hablaremos más de esto! No pretendía ofenderte…

—Sabía que esto te haría daño —le interrumpió Proyas—, pero debía decírtelo. Eres un blasfemo, Achamian. Impuro. Tu misma presencia es una afrenta contra Él. Un ultraje. Y así como un día te amé a ti, ahora amo más a mi Dios, mucho más.

Xinemus no pudo soportar más.

—Pero sin duda…

Proyas silenció al Mariscal alzando la mano. Sus ojos reflejaban fervor y fuego.

—El alma de Zin es suya. Puede hacer con ella lo que le parezca. Pero, Achamian, debes respetarme en esto: no quiero verte de nuevo. Nunca más. ¿Lo entiendes?

«No.»

Achamian miró primero a Xinemus; después de nuevo a Nersei Proyas.

«No tiene por qué ser así…»

—Así será —dijo…

Se puso en pie abruptamente, tratando de ocultar el dolor de su rostro. Los pliegues de su ropa calentados por el fuego quemaban al rozar su piel.

—Sólo te pido una cosa —dijo bruscamente—. Conoces a Maithanet. Quizá sólo confíe en ti. Únicamente pregúntale por vuestro joven sacerdote, Paro Inrau, que murió a causa de una caída en la Hagerna hace algunas semanas. Pregúntale si le mató su gente. Pregúntale si sabía que el muchacho era un espía.

Proyas le miró con la ausencia de un hombre que se dispone a odiar.

—¿Por qué se supone que iba a hacer tal cosa, Achamian?

—Porque en el pasado me amaste.

Sin decir nada más, Drusas Achamian se giró y dejó a los dos nobles inrithi sentados en silencio junto al fuego.

Fuera, el aire de la noche estaba cargado del olor de miles de hombres sin lavar. La Guerra Santa.

«Muertos —pensó Achamian—. Todos mis discípulos están muertos.»

—¿Qué desapruebas esta vez? —le dijo Proyas al Mariscal—. ¿Las tácticas o las formas?

—Ambas cosas —respondió Xinemus con frialdad.

—Ya veo.

—Pregúntate a ti mismo, Proyas; deja por una vez a un lado la escritura, y pregúntate de verdad si el sentimiento que tienes en tu pecho, ahora, en este mismo momento, es perverso o recto.

Una pausa llena de seriedad.

—No siento nada.

Esa noche, Achamian soñó con Esmenet, ágil y salvaje encima de él, y después con Inrau, que gritaba desde el Gran Negro: «¡Están aquí, viejo profesor! ¡En formas que tú no puedes ver!».

Pero inevitablemente, los otros sueños vinieron después, la antigua pesadilla que siempre se alzaba en su temible marco y ahuyentaba los deseos menores y más recientes. Y entonces, Achamian se encontró en los Campos de Eleneot, arrastrando el cuerpo destrozado de un Gran Rey fuera del clamor de la guerra.

Los ojos azules de Celmomas le imploraron.

—Déjame —dijo entre jadeos el Rey de barba entrecana.

—No… Si mueres, Celmomas, todo estará perdido.

Pero el Gran Rey sonrió con sus labios destrozados.

—¿Ves el sol? ¿Ves su destello, Seswatha?

—El sol se pone —respondió Achamian, entonces con lágrimas cayéndole por las mejillas.

—¡Sí! Sí… La oscuridad del No Dios no lo abarca todo. Los Dioses todavía nos ven, querido amigo. Están lejos, pero los oigo galopar a través de los cielos. Oigo cómo me llaman.

—¡No puedes morir, Celmomas! ¡No debes morir!

El Gran Rey negó con la cabeza; las lágrimas le manaban de unos ojos paradójicamente tiernos.

—Me están llamando. Dicen que mi fin no es el fin del mundo. Esa carga, dicen, es tuya… Tuya, Seswatha.

—No —susurró Achamian.

—¡El sol! ¿No ves el sol? ¿No puedes sentirlo en tus mejillas? Tales revelaciones se ocultan en cosas simples como ésa. ¡Lo veo! Veo claramente que he sido un idiota terco e implacable… Y contigo, contigo más que nadie, he sido injusto. ¿Puedes perdonar a un anciano? ¿Puedes perdonar a un estúpido anciano?

—No hay nada que perdonar, Celmomas. Has perdido mucho; has sufrido mucho.

—Mi hijo… ¿Crees que estará allí, Seswatha? ¿Crees que me dará la bienvenida como su padre?

—Sí. Como su padre y su rey.

—¿Te he contado alguna vez —dijo Celmomas, con la voz rota de un orgullo desconsolado— que mi hijo se introdujo en una ocasión en los pozos más profundos de Golgotterath?

—Sí. —Achamian sonrió entre sus lágrimas—. Muchas veces, viejo amigo.

—¡Cómo le echo de menos, Seswatha! ¡Cómo anhelo volver a estar a su lado una vez más!

El viejo Rey lloró un rato más, después abrió los ojos como platos.

—Lo veo tan claramente. Ha tomado el sol como corcel y cabalga por encima de nosotros. ¡Lo veo! Galopa a través de los corazones de mi gente, ¡despertando en ellos el asombro y la furia!

—¡Chsss! Conserva tus fuerzas, mi Rey. Los médicos están de camino.

—Dice…, dice cosas dulces para reconfortarme… Dice que uno de mis descendientes regresará, Seswatha. Un Anasurimbor regresará… —El Gran Rey hizo una mueca de dolor y se encogió de hombros. Un poco de baba le cayó entre sus dientes apretados—. En el fin del mundo.

Después, los refulgentes ojos de Anasurimbor Celmomas II, Señor Blanco de Tryse, Gran Rey de Kuniuri, quedaron débiles e inmóviles. El sol del atardecer brilló y luego se apagó, y el reluciente bronce de las huestes norsirai empalideció bajo el crepúsculo del No Dios.

—¡Nuestro Rey! —gritó Achamian a los sombríos caballeros que le rodeaban—. ¡Nuestro Rey ha muerto!

Se preguntó si esos juegos eran habituales en el Agora Kamposea.

Estaba de espaldas a él, pero Esmenet percibió su mirada evaluadora. Pasó los dedos por un haz de orégano colgado, como si quisiera comprobar si estaba bien seco. Se inclinó hacia adelante, sabedora de que su vestido de lino blanco, un hasas tradicional, se doblaría sobre sus nalgas y se abriría por el costado, lo que otorgaría al desconocido la posibilidad de ver su cadera desnuda y su seno derecho. Un hasas era poco más que un largo rollo de lino decorado con un intrincado cuello bordado y sujeto a la cintura por medio de un cinturón de piel. Aunque era la vestimenta habitual de las esposas libres en los días calurosos, también era popular entre las prostitutas por obvias razones.

Pero ella ya no era una prostituta. Ella era…

Ya no sabía lo que era.

Las esclavas de Sarcellus Cepaloran, Eritga y Hansa, también habían visto al hombre. Soltaron una risita por encima de la canela, simulando estar discutiendo acerca de la longitud de las ramas. No por primera vez ese día, Esmenet sintió desprecio por ellas, del mismo modo como con frecuencia había sentido desprecio por la competencia de sus vecinas en Sumna, especialmente las más jóvenes.

«¡Me está mirando! ¡A mí!»

Era un hombre extraordinariamente atractivo: rubio pero bien afeitado, de pecho cuadrado. Llevaba solamente una falda de lino azul con borlas doradas que se le pegaban a los sudorosos muslos. La telaraña de tatuajes azules que lucía sobre el brazo indicaba que era un oficial de la Guardia Eótica del Emperador. Aparte de eso, Esmenet no lo conocía de nada.

Se habían encontrado hacía poco; ella con Eritga y Hansa; él, con tres de sus compañeros. La aglomeración la había empujado hacia él. Olía a cáscaras de naranja y piel salada. Era alto: los ojos de Esmenet a duras penas llegaban a la altura de su clavícula. Algo en él le hizo pensar en la buena salud. Levantó la mirada sin saber por qué y le sonrió de esa manera tímida y a la vez consciente que desprendía modestia y prometía abandono al mismo tiempo.

Después, nerviosa, excitada y consternada, había tirado de Eritga y Hansa hacia un tranquilo callejón repleto de curiosos que paseaban y se alineaban junto a los puestos de especias con sus cestos planos apilados y sus cortinas de hierbas secándose. Comparadas con la apestosa muchedumbre, aquellas fragancias deberían haber sido un alivio para Esmenet, pero ésta no hacía sino añorar el olor de aquel desconocido.

Entonces, en misteriosa ausencia de sus amigos, vagaba al sol a escasa distancia de ellas, observándolas con un inquietante candor.

«Ignórale», pensó ella, incapaz de sacudirse la imagen de su fuerte estómago apretándose contra ella.

—¿Qué estáis haciendo? —espetó a las dos chicas.

—Nada —dijo con petulancia Eritga en un sheyico con fuerte acento.

El sonido de un palo golpeando un caballete las hizo saltar a las tres. El viejo vendedor de especias, cuya piel parecía manchada del color de sus productos, se quedó mirando a Eritga con los ojos airados. Blandió su palo y lo alzó hacia el toldo de lino.

—¡Es tu dueña! —gritó él.

La bronceada muchacha se encogió.

El vendedor de especias se giró hacia Esmenet, se llevó la palma de la mano al cuello y bajó la mejilla derecha, un gesto de deferencia de la casta de los mercaderes. Le sonrió con aprobación.

Nunca en su vida había estado tan limpia, tan bien alimentada o tan bien vestida. Aparte de sus ojos y sus manos, Esmenet sabía que parecía la esposa de algún modesto perteneciente a la casta noble. Sarcellus le había hecho innumerables regalos: ropa, ungüentos, perfumes, pero no joyas.

Evitando su mirada, Eritga le dio una patada al toldo, lo que confirmó lo que Esmenet había sabido desde el principio: que la chica no se consideraba a sí misma una sirviente de Esmenet. Tampoco lo hacía Hansa. Al principio, Esmenet había pensado que se trataba de simples celos: las chicas querían a Sarcellus, y soñaban, como hacían las esclavas jóvenes, en ser algo más que las compañeras de cama de su dueño. Pero Esmenet había empezado a sospechar que el propio Sarcellus tenía algo que ver con esa actitud. Todas las dudas que había albergado habían desaparecido esa mañana, cuando las dos chicas se negaron a permitirle abandonar el campamento a solas.

—¡Eritga! —gritó Esmenet—. ¡Eritga!

La muchacha la miró con un odio franco. Su pelo era tan claro que parecía no tener frente bajo la luz del sol.

—¡Vete a casa! —le ordenó Esmenet—. ¡Las dos!

La chica soltó una risotada y escupió sobre el polvo de la calle.

Esmenet dio un amenazador paso adelante.

—Pon tu pecoso culo en casa, esclava, antes de que…

Otro golpe del palo en el caballete. El vendedor de especias salió de su puesto y golpeó a Eritga en la cara. La chica cayó, chillando, mientras el vendedor le pegaba una y otra vez, y gritaba maldiciones en una lengua desconocida. Hansa apartó a Eritga arrastrándola y después, en tanto el vendedor seguía gritando y blandiendo el palo, salieron corriendo del callejón.

—Ya van para casa —le dijo el hombre a Esmenet, radiante de orgullo y apretando una lengua rosa por entre los huecos de sus dientes—. ¡Malditos esclavos! —añadió, escupiendo por encima de su hombro izquierdo.

Pero Esmenet sólo podía pensar: «Estoy sola».

Parpadeó para reprimir las lágrimas que amenazaban sus ojos.

—Gracias —le dijo al anciano.

El retorcido rostro se suavizó.

—¿Qué deseas? —preguntó amablemente—. ¿Pimienta? ¿Ajo? Tengo un ajo muy bueno. Lo seco durante el invierno de una manera especial.

¿Cuánto tiempo hacía que no estaba sola? «Desde esa aldea; hace meses», pensó. Sarcellus la había rescatado allí de la lapidación. Se estremeció sintiéndose, de repente, horriblemente sola. Ocultó el tatuaje en la palma de su mano derecha.

No había estado sola desde el día en que Sarcellus la había salvado. Desde que había llegado a la Guerra Santa, Eritga y Hansa habían estado siempre con ella. Y el propio Sarcellus había logrado de algún modo pasar mucho tiempo con ella. En realidad, había sido muy atento, dado el egoísmo que parecía caracterizar su vida en otros aspectos. La había consentido, en muchas ocasiones, llevándola allí, al Agora Kamposea, acompañándola a rezar a Cmiral, pasando una tarde entera con ella en el templo de Xothei, donde se había reído mientras ella se maravillaba por su gran cúpula y escuchaba cómo le explicaba el modo en que los ceneianos la habían construido en la baja antigüedad.

Incluso habían recorrido juntos el recinto imperial. Sarcellus se había burlado de ella por haberse quedado boquiabierta al entrar en la fría sombra de las Cumbres Andiamine.

Pero nunca la había dejado sola. ¿Por qué?

¿Tenía miedo de que fuera en busca de Achamian? Le pareció un miedo tonto.

Sintió frío.

Estaban vigilando a Akka. ¡Ellos! ¡Tenía que decírselo!

Pero ¿por qué se escondía de él? ¿Por qué temía la idea de tropezar con él cada vez que salía del campamento? Siempre que veía a alguien que se le parecía, inmediatamente apartaba la mirada, temerosa de que si no lo hacía, quizá convirtiera a quienquiera que fuese en Achamian. Y si él la veía y la castigaba con un ceño fruncido e interrogante. Y si detenía su corazón con una mirada angustiada…

—¿Qué deseas? —estaba repitiendo el vendedor de especias, entonces con el rostro preocupado.

Ella le miró sin comprender, pensando: «No tengo dinero». Pero si así era, ¿por qué había ido al agora?

Entonces, recordó al hombre, el Guardia Eótico que la observaba. Recorrió el callejón con la mirada y le vio esperando, mirándola con vivacidad. «Tan atractivo…»

Se quedó sin aliento. Sintió el calor que rodeaba sus muslos.

Esa vez no apartó la mirada.

«¿Qué quieres?»

Él la miró intensamente y mantuvo su mirada fija en ella ese instante de más que sellaba todas las citas sobrentendidas. Inclinó ligeramente la cabeza y miró el extremo más lejano del mercado; después, de nuevo, a ella.

Apartó la mirada, nerviosa, con un revoloteo en el pecho.

—Gracias —dijo entre dientes al vendedor de especias.

El hombre sacudió las manos de indignación cuando ella se dio la vuelta. Entumecida, empezó a caminar en la dirección que el desconocido había indicado.

Le vio con el rabillo del ojo, siguiéndola a través de una sombría pantalla de gente. Mantenía la distancia, pero parecía que ya presionaba su sudoroso pecho contra la espalda de ella, sus estrechas caderas contra las nalgas de ella, moviéndose, susurrándole al oído. Ella trató de recuperar el aliento, caminó más de prisa, como si la persiguieran.

«¡Quiero esto!»

Se encontraron en unos cercados vacíos, rodeados del olor del ganado para los sacrificios. Los recintos exteriores del templo–complejo se alzaban sobre ellos. De algún modo, sin mediar palabra, se abrazaron en la oscuridad de un callejón adyacente.

Esa vez, él olió a piel quemada. Su beso fue apabullante, hasta vicioso. Ella sollozó, apretó la lengua en el interior de la boca de él y sintió el filo de cuchillo de sus dientes.

—¡Oh, sí! —casi gritó él—. ¡Tan dulce! —Le cogió el seno izquierdo. Con la otra mano, jugueteó con su vestido y acarició la parte interior de sus muslos.

—¡No! —exclamó ella, apartándole de un empujón.

—¿Qué? —El hombre se inclinó sobre los codos de ella, buscando su boca.

Ella apartó la cara.

—Dinero —musitó. Una falsa risa—. Nadie come gratis.

—¡Ah, Sejenus! ¿Cuánto?

—Doce talentos —dijo ella entre jadeos—, talentos de plata.

—Una puta —siseó él—. ¡Eres una puta!

—Soy doce talentos de plata…

El hombre dudó.

—Está bien.

Empezó a buscar en su monedero y la miró de soslayo cuando ella se ajustó nerviosamente el vestido.

—¿Qué es esto? —preguntó él bruscamente.

Ella siguió su mirada al dorso de su mano izquierda.

—Nada.

—¿De verdad? Pues me temo que he visto esa «nada» antes. Es un tatuaje que se burla del que llevan las sacerdotisas de Gierra, ¿no? Lo que utilizan en Sumna para identificar a las putas.

—Sí. ¿Y?

El hombre sonrió.

—Te daré tus doce talentos. De cobre.

—De plata —dijo ella. Su voz sonó insegura.

—Una manzana podrida es una manzana podrida; no importa cómo la vistas.

—Sí —susurró ella, sintiendo que se le saltaban las lágrimas.

—¿Qué ha sido eso?

—¡Sí! ¡Date prisa!

Él rebuscó en su monedero. Esmenet vislumbró que media moneda de plata se deslizaba entre sus dedos. Agarró las sudadas monedas de cobre. Se levantó la parte delantera de su hasas y él la penetró. Ella llegó al clímax casi inmediatamente, soltando el aire a través de sus dientes apretados. Le golpeó débilmente los hombros con los puños cerrados alrededor del dinero. Él siguió dándole sacudidas, lentamente pero con fuerza. De vez en cuando, emitía un gruñido más fuerte que el anterior.

—¡Dulce Sejenus! —siseó él, con el aliento cálido en el oído de ella.

Ella volvió a alcanzar el clímax, esa vez a voz en grito. Sintió que él se estremecía; notó las reveladoras sacudidas, profundas, como si estuviera buscando su centro.

—Por Dios —dijo él entre jadeos. Se echó hacia atrás y le apartó los brazos. Parecía mirar a través de ella—. Por Dios… —repitió, esa vez de un modo distinto—. ¿Qué he hecho?

Resollando, ella levantó la mano y se la puso en la mejilla, pero él dio un paso atrás, tratando de alisar su falda. Esmenet vislumbró un rastro de manchas húmedas, la sombra de su falo cada vez más fláccido.

Él no podía mirarla, así que giró la vista hacia la brillante entrada del callejón. Empezó a caminar hacia ella, como si estuviera aturdido.

Apoyándose contra la pared, Esmenet vio cómo recuperaba la compostura, o al menos una versión con el rostro pálido de la compostura, bajo la luz del sol. Desapareció, y ella recostó la cabeza, respiró profundamente y alisó su hasas con manos patosas. Tragó saliva. Lo sentía descender por el interior de su muslo, primero caliente, después frío, como una lágrima que se desliza hasta la barbilla.

Por primera vez, le pareció, pudo oler la peste del callejón. Vio el brillo de su media moneda de plata entre peces podridos y sin ojos.

Deslizó los hombros sobre los ladrillos de adobe y miró la resplandeciente agora. Soltó las monedas de cobre.

Cerró los ojos con fuerza y vio su estómago manchado de semen negro.

Después huyó, verdaderamente sola.

Esmenet advirtió que Hansa había estado llorando. Tenía el ojo izquierdo como si en cualquier momento pudiera cerrarse a causa de la hinchazón. Eritga levantó la mirada del fuego que estaba preparando. Un verdugón rojo estropeaba su cara —a causa del golpe del vendedor de especias, imaginó Esmenet— pero, por lo demás, parecía normal. Sonrió como un chacal pecoso, alzando sus invisibles cejas y mirando hacia el pabellón.

Sarcellus la estaba esperando en el interior, sentado en la penumbra.

—Te he echado de menos —dijo Sarcellus.

Pese a su extraño tono, Esmenet sonrió.

—Y yo a ti.

—¿Dónde has estado?

—Caminando.

—Caminando… —Soltó el aire a través de sus fosas nasales—. ¿Caminando por dónde?

—Por la ciudad. Por los mercados. ¿Qué más te da?

Él la miró con curiosidad. Parecía estar… oliéndola.

Dio un salto, la cogió por la muñeca y tiró de ella para acercarla, tan rápidamente que Esmenet soltó un gemido.

Mirándola, bajó el brazo, cogió el dobladillo de su vestido y empezó a subírselo. Se detuvo justo encima de sus rodillas.

—¿Qué estás haciendo, Sarcellus?

—Te he echado de menos. Ya te lo he dicho.

—No, ahora no. Tengo la peste de…

—Sí —dijo él, apartando las manos de ella—. Ahora.

Levantó los pliegues de lino e hizo una especie de toldo. Se puso en cuclillas con las rodillas abiertas como un simio.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo, pero Esmenet no supo si era de terror o de furia. Él bajó su hasas. Se puso en pie. Se la quedó mirando sin ninguna expresión. Después sonrió.

Algo en él le recordó a una guadaña, como si su sonrisa pudiera segar trigo.

—¿Quién? —preguntó él.

—¿Quién qué?

Le dio un bofetón. No muy fuerte, pero pareció escocer más a causa de ello.

—¿Quién?

Ella no dijo nada y se giró hacia el dormitorio.

Él la cogió del brazo, le dio la vuelta violentamente y alzó la mano para darle otro golpe…

Dudó.

—¿Ha sido Achamian? —preguntó.

A Esmenet le pareció que nunca había odiado mas una cara. Sintió cómo el escupitajo se formaba entre sus labios y sus dientes.

—¡Sí! —siseó.

Sarcellus bajó la mano y la soltó. Por un momento, pareció desolado.

—Perdóname, Esmi —dijo con voz sorda.

«¿Que te perdone qué, Sarcellus? ¿Qué?»

Él la abrazó desesperadamente. Al principio, ella permaneció rígida, pero cuando él empezó a lloriquear, algo en su interior se rompió. Cedió, se relajó bajo la presión de sus brazos, olió con fuerza su aroma: mirra, sudor y cuero. ¿Cómo podía ese hombre tan duro, más seguro de sí mismo que ningún otro hombre que ella hubiera conocido, llorar por haber pegado a una mujer como ella, traicionera, vil? ¿Cómo podía él…?

—Sé que le quieres —oyó que susurraba—. Sé que…

Pero Esmenet no estaba tan segura.

El hechicero se reunió con Proyas a la hora acordada en un montículo que dominaba la vasta y escuálida extensión de la Guerra Santa. Al este, rodeado por las lejanas murallas y las torretas de Momemn, el sol, alzándose, ardía como un gran pedazo de carbón.

Proyas cerró los ojos y saboreó el débil calor del sol matinal. «Este día —pensó y rezó al mismo tiempo—, todo cambia.» Si las informaciones eran verdaderas, entonces al fin el interminable debate de perros y cuervos llegaría a su fin. Él tendría a su león.

Se giró hacia Achamian.

—No está mal, ¿eh?

—¿El qué? ¿La Guerra Santa o esta cita?

Proyas se sintió castigado por su tono y molesto por su falta de deferencia. Había comprendido que necesitaba a Achamian mientras daba vueltas en su camastro, hacía unas horas. Al principio, su orgullo se había mostrado contrario: sus palabras de la semana anterior habían sido tan tajantes como podían serlo las palabras: «No quiero verte de nuevo. Nunca más». Arrepentirse de ellas justamente cuando necesitaba al hombre le pareció abyecto, mercenario. Pero ¿debía arrepentirse de sus palabras para contravenirlas?

—La Guerra Santa, por supuesto —respondió con indiferencia—. Mis escribas me dicen que más de…

—Tengo un ejército de rumores que perseguir, Proyas —dijo el Maestro—, así que, por favor, dispénsame de las galanterías del jnan y dime lo que tienes que decirme.

Achamian era habitualmente cortante por las mañanas. Probablemente se trataba de una consecuencia de los Sueños, como había supuesto siempre Proyas. Pero había algo más en su tono, algo cercano al odio.

—El resentimiento puedo entenderlo, Akka, pero debes respetar mi cargo. Un acuerdo vincula a la Escuela del Mandato con la Casa Nersei, y si es necesario, lo invocaré.

Achamian le miró inquisitivamente.

—¿Por qué, Prosha? —preguntó, utilizando el diminutivo de su nombre como hacía cuando era su tutor—. ¿Por qué estás haciendo esto?

¿Qué podía él decirle que no supiera ya o que estuviera dispuesto a oír?

—No estás en situación de hacerme preguntas, Maestro.

—Todos los hombres, hasta los príncipes, deben responder a la razón. Una noche vetas mi presencia ante ti para siempre y después, apenas una semana más tarde, me llamas, ¿y no te puedo hacer una pregunta?

—¡No te he llamado a ti! —gritó Proyas—. He llamado al Maestro del Mandato bajo los auspicios del tratado que mi padre firmó con tus superiores. O bien lo acatas, o bien lo infringes. La elección es tuya, Drusas Achamian.

No ese día. ¡Ese día no iba a dejarse arrastrar a ese laberinto! No cuando todo iba a cambiar… Quizá.

Pero obviamente Achamian tenía sus propios intereses.

—Sabes —dijo—, he pensado en lo que dijiste esa noche. En realidad, no he hecho otra cosa.

—¿En qué?

«¡Por favor, viejo tutor, deja eso para otro día!»

—Hay una fe que se reconoce a sí misma como fe, Proyas, y hay una fe que se toma a sí misma por conocimiento. La primera abraza la incertidumbre y reconoce el carácter misterioso de Dios. Engendra la compasión y la tolerancia. ¿Quién puede condenar totalmente cuando no está seguro de si tiene la razón? Pero la segunda, Proyas, la segunda abraza la certidumbre y sólo insinceramente rinde culto al misterio de Dios. Engendra intolerancia, odio, violencia…

Proyas frunció el entrecejo. ¿Por qué no cedía?

—Y engendra, imagino, alumnos que repudian a sus viejos profesores, ¿eh, Achamian?

El hechicero asintió.

—Y Guerras Santas…

Algo en su respuesta intranquilizó a Proyas, le amenazó con fomentar miedos ya acuciantes. Sólo sus años de estudio le habían salvado de la mudez.

—Mora en mí —citó— y encontrarás refugio ante la incertidumbre. —Miró a Achamian con una expresión de burla—. Ríndete, como un niño se rinde a su padre, y todas las dudas serán conquistadas.

El Maestro le devolvió la mirada durante un incómodo instante. Después, asintió con el irónico disgusto de un hombre que había sido consciente desde el principio de la apariencia sensiblera de su perdición. Hasta Proyas podía percibirlo: la sensación de que citando la escritura, recurría a poco más que un truco mezquino. Pero ¿por qué? ¿Cómo podía la voz del Último Profeta, la Primera y Última Palabra, sonar tan…, tan…?

La pena que vio en los ojos de su viejo profesor le resultó insoportable.

—No te atrevas a juzgarme —le espetó Proyas.

—¿Por qué me has llamado, Proyas? —preguntó Achamian, cansinamente—. ¿Qué quieres?

El Príncipe conriyano puso en orden sus pensamientos respirando profundamente. Pese a sus esfuerzos por impedirlo, había permitido que Achamian le distrajera con el peso de cuestiones menores. Era suficiente.

Ese día sería el día. Tenía que serlo.

—Anoche recibí noticias de un sobrino de Zin, Iryssas. Ha encontrado a una persona interesante.

—¿Quién?

—Un scylvendio.

Esa palabra roía el corazón de los niños.

Achamian le miró fijamente, pero no pareció muy impresionado.

—Iryssas partió hace poco más de una semana. ¿Cómo ha podido encontrar a un scylvendio tan cerca de Momemn?

—Parece que el scylvendio estaba de camino para unirse a la Guerra Santa.

Achamian parecía perplejo. Proyas recordó la primera vez que vio esa expresión: de joven, jugando al benjuka con él bajo los olmos del templo del jardín de su padre. Cómo se había entusiasmado.

Esa vez la expresión fue huidiza.

—¿Es una broma? —preguntó Achamian.

—No sé qué pensar, viejo tutor; por eso te he llamado.

—Debe de ser mentira —afirmó Achamian—. Los scylvendios no se unen a las Guerras Santas de los inrithi. Somos poco más que… —Se interrumpió—. Pero ¿por qué me has citado aquí? —preguntó, como si estuviera pensando en voz alta—. A menos…

Proyas sonrió.

—Espero la llegada de Iryssas en breve. Su mensajero creía que podría estar sólo unas horas por delante del grupo del mayordomo. Mandé a Xinemus para que lo trajera aquí.

El Maestro miró de soslayo el amanecer, una esclerótica morada alrededor de un iris dorado.

—¿Viaja de noche?

—Cuando encontraron al hombre y sus acompañantes, estaban siendo perseguidos por los Kidruhil del Emperador. Al parecer, Iryssas pensó que era prudente regresar con la mayor presteza posible. Parece que el scylvendio ha hecho algunas afirmaciones bastante provocativas.

Achamian levantó la mano, como si quisiera impedir un exceso de detalles.

—¿Acompañantes?

—Un hombre y una mujer. No sé nada más, salvo que ninguno de los dos es scylvendio y que el hombre dice que es un príncipe.

—¿Y cuáles son las afirmaciones que ese scylvendio ha hecho?

Proyas se detuvo para ahuyentar los temblores que amenazaban su voz.

—Afirma que conoce el arte de la guerra de los fanim. Afirma que los ha derrotado en el campo de batalla. Y le ofrece sus conocimientos a la Guerra Santa.

Finalmente, Achamian comprendió. La agitación. La impaciencia por sus propias preocupaciones. Proyas había visto lo que los jugadores de benjuka llamaban el kut’ma o «movimiento oculto». Esperaba usar a ese scylvendio, quienquiera que fuese, tanto para irritar como para derrotar al Emperador. Achamian sonrió a su pesar. Incluso después de tantas palabras duras, inevitablemente compartió una parte de la excitación de su viejo estudiante.

—Así que afirma ser tu kut’ma —dijo.

—¿Es posible lo que dice, Akka? ¿Los scylvendios han hecho la guerra contra los fanim?

—Las tribus del sur asaltan con frecuencia Gedea y Shigek. Cuando yo estaba destinado en Shimeh, hubo…

—¿Tú has estado en Shimeh? —le espetó Proyas.

Achamian frunció el entrecejo. Como la mayoría de los profesores, no soportaba las interrupciones.

—He estado en muchos sitios, Proyas.

Por culpa del Consulto. Cuando uno no sabía dónde mirar, tenía que mirar en todas partes.

—Lo siento, Akka. Es sólo que… —Proyas se fue acallando, desconcertado.

Achamian sabía que el Príncipe había transformado Shimeh en la cima de una montaña sagrada, un destino que exigía guerrear contra miles de hombres antes de obtenerlo. La idea de que un blasfemo pudiera llegar allí simplemente en barca…

—En ese momento —prosiguió Achamian—, hubo un gran tumulto contra los scylvendios. Los cishaurim habían mandado a veinte de los suyos a Shigek para unirse a una expedición de castigo que el Padirajah estaba planeando mandar a la estepa. Nunca volvió a saberse del ejército del Padirajah ni de los cishaurim.

—Los scylvendios los masacraron.

Achamian asintió.

—Sí, es muy probable que tu scylvendio haya combatido y haya derrotado a los fanim. Es posible incluso que tenga conocimientos que compartir. Pero ¿por qué iba a compartirlos con nosotros? ¿Con inrithi? Ésa es la cuestión.

—¿El odio que sienten por nosotros es tan profundo?

Achamian vislumbró una ensordecedora carga de lanceros scylvendios galopando hacia el fuego, y el trueno de la voz de Seswatha. Una imagen de los Sueños.

Parpadeó.

—¿Odia un sacerdote Momic al toro cuyo cuello corta? No. Para los scylvendios, recuerda, todo el mundo es un altar de sacrificios, y nosotros somos simplemente las víctimas del ritual. Ni siquiera merecemos su desdén, razón por la cual esto es tan extraordinario. ¿Un scylvendio uniéndose a la Guerra Santa? Es como…, como…

—Como entrar en las jaulas en las que se guardan las víctimas de los sacrificios —terminó Proyas en un tono consternado— y ponerse a hacer negocios con las bestias.

—Exactamente.

El Príncipe Coronado frunció los labios y recorrió con la mirada todo el campamento; Achamian supuso que buscaba una señal de sus malditas esperanzas. Nunca antes había visto a Proyas así, ni siquiera de niño. Parecía tan… frágil.

«¿Tan desesperada es la situación? ¿Qué temes perder?»

—Pero, por supuesto —añadió Achamian en un tono conciliador—, después de la victoria de Conphas en Kiyuth, las cosas pueden haber cambiado en la estepa. Drásticamente, quizá. —¿Por qué siempre tenía que satisfacerle así?

Proyas le miró de lado, y en sus labios se formó una sonrisa sardónica. Volvió a observar la confusa extensión de tiendas, pabellones y callejones que tenían enfrente.

—Todavía no estoy tan acabado, viejo… —dijo, y se detuvo, entrecerrando los ojos—. ¡Allí! —exclamó, señalando algo que Achamian no pudo ver—. Viene Zin. En seguida veremos si ese scylvendio es mi kut’ma o no.

De la desesperación a la impaciencia en un abrir y cerrar de ojos. «Será un rey peligroso», pensó Achamian involuntariamente. Es decir, si sobrevivía a la Guerra Santa.

Achamian tragó saliva y percibió el polvo en los dientes. La costumbre, especialmente cuando iba acompañada de miedo, permitía ignorar el futuro. Pero eso era algo que él no podía hacer. Con tantos hombres belicosos reunidos en un solo lugar, tenía que suceder algo catastrófico. Ésa era una ley tan inexorable como cualquiera de la lógica de Ajencis. Cuanto más lo recordara, más preparado estaría cuando llegara el momento.

«En algún lugar, algún día, millares de los miles que me rodean yacerán muertos.»

La pregunta odiosa, la pregunta que a él le parecía morbosa hasta el punto de provocarle arcadas, pero que a pesar de todo se sentía obligado a hacerse, era: «¿Quién morirá?». Alguien iba a hacerlo.

«¿Yo?»

Finalmente, sus ojos distinguieron a Xinemus y su partida montada entre la confusión del campamento. El hombre tenía un aspecto demacrado, tal como era de esperar, puesto que el Príncipe le había mandado partir en mitad de la noche. Tenía la cara cuadrada y barbada vuelta hacia ellos. Achamian estaba seguro de que le miraba a él y no a Proyas.

«¿Morirás tú, viejo amigo?»

—¿Le ves? —preguntó Proyas.

Al principio, Achamian creyó que se refería a Xinemus, pero entonces vio al scylvendio, también a caballo, hablando con Iryssas, que llevaba el cabello completamente revuelto. La visión los dejó helados.

Proyas había estado observándolo, como si le entusiasmara evaluar su reacción.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Hacía tanto… —Achamian contuvo la respiración.

—¿Tanto qué?

«Tanto…» Dos mil años, para ser exactos, desde que había visto un scylvendio por última vez.

—Durante el Apocalipsis… —empezó, pero se fue apagando, dubitativo. ¿Por qué se volvía tan tímido cuando hablaba de esas cosas, esas cosas reales?—. Durante el Apocalipsis, los scylvendios se unieron al No Dios. Acabaron con Kyraneas, saquearon Mehtsonc y sitiaron Sumna poco después de que Seswatha huyera allí…

—Quieres decir «aquí» —dijo Proyas.

Achamian miró al hombre burlonamente.

—Después de que Seswatha huyera aquí —explicó Proyas—, donde en el pasado estuvo la antigua Kyraneas.

—S–sí… Aquí.

Se encontraba en antiguo suelo kyraneano. Allí, sólo que enterrado bajo muchas capas. Seswatha incluso había pasado por Momemn en una ocasión, aunque entonces se llamaba Monemora y era poco más que un pueblo. Achamian advirtió que ésa era la fuente de su inquietud. Normalmente, no tenía demasiados problemas en mantener las dos eras, la presente y la apocalíptica, separadas. Pero ese scylvendio… Era como si portara en la frente antiguas calamidades.

Achamian escrutó la figura que se aproximaba: los gruesos brazos cubiertos de cicatrices, el rostro brutal con ojos que sólo veían enemigos muertos. Otro hombre, tan mugriento y agotado por el viaje como el scylvendio, pero con el pelo rubio y la barba de un norsirai, cabalgaba a muy poca distancia por detrás de él. Hablaba con una mujer, también de pelo claro, que se balanceaba precariamente en su silla. Achamian pensó en ellos un instante —la mujer parecía herida—, pero su atención pronto se desvió de nuevo hacia el scylvendio.

Un scylvendio. Parecía demasiado estrafalario para creerlo. ¿Tenía aquello un significado más grande? Había sufrido tantos sueños de Anasurimbor Celmomas últimamente, y entonces eso, una visión incipiente del fin del mundo antiguo. ¡Un scylvendio!

—No confíes en él, Proyas. Son crueles, carecen por completo de piedad. Son tan salvajes como los sranc, y mucho más astutos.

Proyas se rió.

—¿Sabes que los nansur empiezan todos los brindis y todas las oraciones con una maldición contra los scylvendios?

—Eso he oído.

—Bueno, donde tú ves un espectro de tus pesadillas, Maestro, yo veo al enemigo de mi enemigo.

Achamian percibió que la visión del bárbaro había reactivado las esperanzas de Proyas.

—No. Ves un enemigo, lisa y llanamente. Es un infiel, Proyas. Anatema.

El Príncipe Coronado le miró implacablemente.

—Como tú.

¡Qué error! ¿Cómo podía hacérselo entender?

—Proyas debes…

—¡No, Achamian! —gritó el Príncipe—. No «debo» nada. ¡Sólo por esta vez, ahórrame tus oscuras premoniciones! ¡Por favor!

—Me llamaste para que te aconsejara —le espetó.

Proyas se dio la vuelta.

—La petulancia, viejo tutor, no es propia de ti. ¿Qué te ha pasado? Te llamé para que me aconsejaras, sí, pero en lugar de eso no paras de cotorrear. Un consejero, como pareces haber olvidado, ofrece al Príncipe los datos necesarios para que éste haga un análisis sensato. No hace sus propios análisis y después regaña al Príncipe por no compartirlos. —Le dio la espalda con una risotada—. Ahora sé por qué el Mariscal se preocupa tanto por ti.

Las palabras le hirieron. Achamian podía ver en su expresión que Proyas había tenido la intención de hacerle daño, había querido infligirle lo más parecido posible a una herida mortal. Nersei Proyas era un comandante, un comandante que se enfrentaba a un Emperador por el alma de una Guerra Santa. Necesitaba resolución, la apariencia de unanimidad y, por encima de todo, obediencia. El scylvendio ya casi había llegado hasta ellos.

Achamian lo sabía, y sin embargo, las palabras le hirieron.

«¿Qué me ha pasado?»

Xinemus había detenido su caballo negro en la base del montículo. Les saludó mientras desmontaba. Achamian no tuvo aliento para responderle. «¿Qué dices de mí, Zin? ¿Qué ves?»

Siguiendo el ejemplo de Xinemus, el grupo revoloteó alrededor de sus caballos un instante. Achamian oyó a Iryssas regañando al norsirai por su aspecto, como si fuera un hermano muy unido, y no un extranjero que iba a conocer a su Príncipe. Con murmullos y pasos cansados, empezaron a subir por la ladera. Ya en el suelo, el scylvendio era más alto que Xinemus, más alto que todos los demás, en realidad, con la excepción del norsirai. Tenía la cadera enjuta, y sus amplios hombros estaban ligerísimamente encorvados. Parecía hambriento, pero no a la manera de los pedigüeños, sino de los lobos.

Proyas le dedicó una última mirada a Achamian antes de saludar a sus huéspedes. «Sé lo que necesito que sea», le advirtieron sus ojos.

—Qué infrecuente es que el aspecto de un hombre se corresponda a los rumores —dijo el Príncipe en sheyico. Sus ojos se detuvieron en los brazos repletos de tendones del bárbaro—. Pero tu aspecto es tan fiero como la reputación de tu pueblo, scylvendio.

A Achamian le molestó el tono amistoso de Proyas. Su capacidad para convertir sin el menor esfuerzo una discrepancia en una bienvenida, para ser rencoroso un instante y afable el siguiente, siempre había inquietado a Achamian. Sin lugar a dudas, él no la tenía. Siempre había pensado que una pasión tan móvil denotaba una preocupante capacidad de engañar.

El scylvendio fulminó con la mirada a Proyas, pero no dijo nada. Achamian sintió un escozor en la piel. El hombre, según advirtió, llevaba un Chorae metido en el interior del cinturón. Podía oír su abismal susurro.

Proyas frunció el entrecejo.

—Sé que hablas sheyico, amigo.

—Si no recuerdo mal —dijo Achamian en conriyano—, los scylvendios tienen poca paciencia con los cumplidos irónicos, mi Príncipe. Les parecen poco varoniles.

Los gélidos ojos azules refulgieron en su dirección. Algo en el interior de Achamian, algo que sabía cómo valorar las amenazas físicas, tembló.

—¿Quién es éste? —preguntó el hombre con un fuerte acento.

—Drusas Achamian —dijo Proyas, en un tono mucho más duro entonces—, un hechicero.

El scylvendio escupió, y Achamian no supo si lo hizo por desprecio o si era un gesto popular contra la hechicería.

—Pero no te corresponde a ti hacer las preguntas —prosiguió Proyas—. Mis hombres te salvaron a ti y a tus acompañantes de los nansur, y puedo ordenarles con la misma facilidad que os entreguen a ellos. ¿Lo entiendes?

El bárbaro se encogió de hombros.

—Pregunta lo que quieras.

—¿Quién eres?

—Soy Cnaiur urs Skiotha, caudillo de los utemot.

Pese a sus escasos conocimientos acerca de los scylvendios, Achamian había oído hablar de los utemot, al igual que todos los Maestros del Mandato. Según los Sueños, Sathgai, el Rey–de–Tribus que había liderado a los scylvendios al lado del No Dios, era utemot. ¿Podía ser eso otra coincidencia?

—Los utemot, mi Príncipe —le murmuró Achamian a Proyas— son una tribu del extremo septentrional de la estepa.

Una vez más, el bárbaro le fulminó con una gélida mirada.

Proyas asintió.

—Así pues, dime, Cnaiur urs Skiotha, ¿por qué un lobo scylvendio viajaría tan lejos para hablar con los perros inrithi?

El scylvendio se mostraba tan despectivo como sonriente. Mostraba, según percibió Achamian, la característica arrogancia de los bárbaros, la irreflexiva certidumbre de que los duros modales de su tierra hacían de él un hombre mucho más duro que los demás, aunque fueran más civilizados. «Para él —pensó Achamian—, somos mujeres tontas.»

—He venido —dijo el hombre sin rodeos— para vender mi sabiduría y mi espada.

—¿Cómo mercenario? —preguntó Proyas—. Creo que no, amigo mío. Achamian me ha dicho que no existen scylvendios mercenarios.

Achamian trató de mirar a los ojos a Cnaiur. No pudo.

—Las cosas le fueron mal a mi tribu en Kiyuth —explicó el bárbaro—. Y fue peor todavía cuando regresamos a nuestros pastos. Los pocos de mis parientes que sobrevivieron a los nansur fueron destruidos por nuestros vecinos del sur. Nuestros rebaños fueron robados. Nuestras esposas e hijos fueron hechos prisioneros. Los utemot ya no existen.

—¿Y? —espetó Proyas—. ¿Esperas hacer de los inrithi tu tribu? ¿Esperas que me crea eso?

Silencio. Un momento duro entre dos hombres indómitos.

—Mi tierra me ha repudiado. Me ha despojado de mi corazón y mis pertenencias, así que, a cambio, yo he renunciado a mi tierra. ¿Tan difícil de creer es?

—Pero entonces por qué… —empezó Achamian en conriyano.

Fue interrumpido por la mano de Proyas. El Príncipe escrutó al bárbaro en silencio, evaluándole de esa forma desconcertante en que Achamian le había visto evaluar a otros antes: como si él fuera el centro absoluto de todo juicio. Si Cnaiur urs Skiotha estaba desconcertado, sin embargo, no lo demostraba.

Proyas exhaló con fuerza, como si hubiera llegado a una conclusión arriesgada y, por lo tanto, trascendental.

—Dime, scylvendio, ¿qué sabes de Kian?

Achamian abrió la boca para protestar, pero dudó cuando observó el ceño fruncido de Xinemus. «¡No olvides cuál es tu lugar!», gritaba la expresión del Mariscal.

—Mucho y poco —respondió Cnaiur.

Achamian sabía que ésa era la clase de respuesta que Proyas despreciaba, pero el scylvendio estaba jugando a lo mismo que el Príncipe. Proyas quería saber lo que el scylvendio sabía de los fanim antes de revelar cuánto necesitaba saber. De otro modo, el hombre podría simplemente decirle lo que quería oír. La respuesta evasiva, sin embargo, significaba que el scylvendio se había percatado de ello, y por tanto, que era extraordinariamente sagaz. Achamian recorrió con la mirada la superficie cicatrizada de los brazos del bárbaro, tratando de contar sus swazond con un solo vistazo. No pudo.

«Muchos —pensó— le han subestimado.»

—¿Qué hay de la guerra? —preguntó Proyas—. ¿Qué sabes del arte de la guerra kianene?

—Mucho.

—¿Cómo es eso?

—Hace ocho años, los kianene invadieron la estepa, como los nansur, con la esperanza de acabar con nuestras incursiones en Gedea. Nos enfrentamos a ellos en un lugar llamado Zirkirta. Los aplastamos. Estas de aquí —se pasó un grueso dedo por varias cicatrices que tenía en la base de la muñeca derecha— son de aquella batalla. Ésta es su general, Hasjinnet, hijo de Skauras, el Sapatishah de Shigek.

No había orgullo en su voz. Para él, la guerra era simplemente un hecho que debía ser descrito; no muy distinto, como imaginó Achamian, de la descripción del nacimiento de un potrillo en sus pastos.

—¿Mataste al hijo del Sapatishah?

—Finalmente, sí —dijo el scylvendio—. Antes le hice cantar.

Muchos de los conriyanos que observaban se rieron a carcajadas, y aunque Proyas sólo le concedió una sonrisa suficiente, Achamian se dio cuenta de que estaba entusiasmado. Pese a sus toscas maneras, el scylvendio estaba diciendo exactamente lo que Proyas esperaba oír.

Pero Achamian siguió sin estar convencido. ¿Cómo sabían que los utemot habían sido aniquilados? Y lo que era más importante: ¿qué tenía eso que ver con arriesgar la vida, las piernas y la piel cruzando el Nansurium para unirse a la Guerra Santa? Achamian miró por encima del hombro izquierdo del scylvendio al hombre norsirai que le acompañaba. Por un instante, sus miradas se engarzaron, y a Achamian le sorprendió la mezcla de sabiduría y pesar. Incomprensiblemente, pensó: «Él… Él tiene la respuesta».

Pero ¿se daría cuenta Proyas de eso antes de acogerlos bajo su protección? Los conriyanos se tomaban las normas de la hospitalidad con una seriedad absurda.

—¿Así que conoces las tácticas kianene? —estaba preguntando Proyas.

—Sí. Ya entonces hacía años que era caudillo. Era consejero del Rey–de–Tribus.

—¿Podrías describírmelas?

—Podría…

El Príncipe Coronado sonrió, como si finalmente hubiera reconocido en el scylvendio una chispa similar a la suya. Achamian sólo podía mirar con una entumecida preocupación. Sabía que cualquier interrupción sería rechazada de plano.

—Eres cauto —dijo Proyas—, lo cual es bueno. Un infiel en una Guerra Santa debe ser cauto. Pero no tienes ninguna necesidad de recelar de mí, amigo.

El scylvendio resopló.

—¿Por qué?

Proyas abrió los brazos, señalando la gran dispersión de tiendas que pespunteaban las distancias.

—¿Has presenciado alguna vez una reunión así? La gloria de los inrithi se ha reunido en estos campos, scylvendio. Los Tres Mares nunca habían sido tan pacíficos. Toda su violencia se ha reunido aquí. Y cuando marche contra los fanim, te aseguro que tu batalla en Kiyuth, en comparación, parecerá una mera escaramuza.

—¿Y cuándo marchará?

Proyas hizo una pausa.

—Eso podría depender de ti.

El bárbaro se lo quedó mirando, estupefacto.

—La Guerra Santa está paralizada. Una hueste, especialmente una hueste tan grande como ésta, marcha sobre su estómago. Pero Ikurei Xerius III, a pesar de los acuerdos forjados hace más de un año, nos niega las provisiones que necesitamos. Según la ley eclesiástica, el Shriah puede exigir que el Emperador nos aprovisione, pero no puede exigir que los nansur marchen con nosotros.

—Pues marchad sin ellos.

—Eso es lo que haríamos, pero el Shriah duda. Hace meses, algunos Hombres del Colmillo consiguieron las provisiones que necesitaban tras someterse a las exigencias del Emperador…

—Que son…

—Firmar el Solemne Contrato, un acuerdo mediante el que se ceden al Imperio todas las tierras conquistadas.

—Inaceptable.

—No para los Grandes Nombres de los que te hablaba. Pensaron que eran invencibles, que esperar a que se les sumaran los demás sólo serviría para que les robaran su gloria. ¿Qué es una firma en un papiro a cambio de la gloria? Así que marcharon, se adentraron en tierras fanim y fueron completamente destruidos.

Mientras reflexionaba, el scylvendio se había llevado una mano a la barbilla. «Un gesto extrañamente encantador —pensó Achamian— en un hombre como ése.»

—Ikurei Conphas —dijo con decisión.

Proyas alzó las cejas con aprobación. Hasta Achamian se sintió muy impresionado.

—Sigue —dijo el Príncipe.

—Sin Conphas, tu Shriah teme que la Guerra Santa sea totalmente destruida. Se niega a exigirle al Emperador que os aprovisione porque teme una repetición de lo sucedido.

Proyas sonrió amargamente.

—Eso es. Y el Emperador, naturalmente, ha puesto el precio de Conphas en el contrato. El único modo de que Maithanet empuñe su herramienta es, al parecer, vendiéndola.

—Y vendiéndoos a vosotros.

Proyas exhaló un largo suspiro.

—No te equivoques, scylvendio; soy un hombre devoto. No dudo de mi Shriah, sólo de su análisis de estos acontecimientos recientes. Estoy convencido de que el Emperador está mostrando un farol, de que aunque marchemos sin firmar su maldito contrato, mandará a Conphas y sus columnas a hacerse con cualquier prerrogativa que puedan obtener de la Guerra Santa…

Por primera vez, Achamian se dio cuenta de que Proyas temía que Maithanet pudiera capitular. ¿Y por qué no? Si el Santo Shriah podía tolerar a los Chapiteles Escarlatas, ¿por qué no iba a soportar también el Solemne Contrato del Emperador?

—Mi esperanza —prosiguió Proyas—, y es sólo una esperanza, es que Maithanet te acepte a ti como sustituto de Conphas. Contigo como consejero nuestro, el Emperador no podrá seguir manteniendo que nuestra ignorancia nos condenará.

—¿El sustituto del Exalto–General? —repitió el caudillo scylvendio, que se estremeció con una carcajada, como advirtió Achamian un instante después.

—¿Te parece divertido, scylvendio? —preguntó Proyas con una expresión de desconcierto.

Achamian aprovechó la oportunidad.

—Es por Kiyuth —le susurró rápidamente en conriyano—. Piensa en el odio que debe de sentir por Conphas después de Kiyuth.

—¿Venganza? —le espetó Proyas a modo de respuesta, también en conriyano—. ¿Crees que ésa es su verdadera razón para viajar hasta aquí? ¿Para descargar su venganza sobre Ikurei Conphas?

—¡Pregúntaselo! ¿Por qué ha venido hasta aquí y quiénes son los otros?

Proyas miró a Achamian. La desilusión de sus ojos se había visto desplazada por la aceptación. Su ardor había estado muy cerca de engañarle, y lo sabía. Había estado a punto de acoger al scylvendio en su hogar —¡a un scylvendio!— sin apenas unas cuantas preguntas comprometidas.

—No conoces a los nansur —estaba diciendo el bárbaro—. ¿El gran Ikurei Conphas sustituido por un scylvendio? Habrá algo más que lamentos y rechinar de dientes.

Proyas ignoró el comentario.

—Una cosa que sigue preocupándome, scylvendio… Comprendo que tu tribu haya sido destruida, que tu tierra se haya vuelto contra ti, pero ¿por qué has venido aquí? ¿Por qué iba un scylvendio a cruzar el Imperio, precisamente? ¿Por qué iba un infiel a unirse a una Guerra Santa?

Las palabras borraron de un plumazo el humor del rostro de Cnaiur urs Skiotha y dejaron solamente cautela. Achamian observó cómo se tensaba. Parecía la puerta a algo temible que había sido desatado.

—Yo soy la razón por la que Cnaiur ha viajado hasta aquí —declaró una voz resonante desde detrás del bárbaro.

Todos los ojos se giraron hacia el anónimo norsirai. El porte del hombre era imperioso, pese a los trapos que le cubrían; tenía el semblante de un hombre acostumbrado a una vida de absoluta autoridad. Pero esa expresión estaba de alguna forma matizada, como si hubiera estado acompañada por la pena y el sufrimiento. La mujer que estaba agarrada a su cintura miraba una cara tras otra, escandalizada y desconcertada a la vez. «¿Cómo —gritaban sus ojos— podéis no daros cuenta?»

—Y, por cierto, ¿quién eres tú? —le preguntó Proyas.

Los ojos azul claro parpadearon. El rostro sereno se inclinó lo justo para saludar a un igual.

—Soy Anasurimbor Kellhus, hijo de Moenghus —dijo el hombre en sheyico con un fuerte acento—. Un Príncipe del norte, de Atrithau.

Achamian jadeó sin comprender. Entonces, el nombre, Anasurimbor, le golpeó como un repentino puñetazo en el estómago. Le dejó sin resuello. Se sorprendió alzando las manos y cogiendo a Proyas del brazo.

«No puede ser.»

Proyas le miró con acritud, advirtiéndole que cerrara la boca. «Tendrás mucho tiempo para entrometerte más tarde, Maestro.» Volvió a mirar al extranjero.

—Un nombre poderoso.

—No puedo hablar por mi sangre —respondió el norsirai.

«Uno de mis descendientes regresará, Seswatha…»

—No tienes el aspecto de un Príncipe. ¿Debo considerarte mi igual?

—Tampoco puedo hablar por lo que tú hagas o creas. Por lo que respecta a mi aspecto, lo único que puedo decir es que mi peregrinaje ha sido duro.

«Un Anasurimbor regresará…»

—¿Peregrinaje?

—Sí. A Shimeh… Hemos venido a morir por el Colmillo.

«… en el fin del mundo.»

—Pero Atrithau está muy lejos del influjo de los Tres Mares. ¿Cómo puedes haber tenido noticia de la Guerra Santa?

Vaciló, como si tuviera miedo y no estuviera convencido de lo que iba a decir.

—Sueños. Alguien me mandó sueños.

«¡No puede ser!»

—¿Alguien? ¿Quién?

El hombre no pudo responder.