La llanura Kyranae
«Algunos dicen que los hombres guerrean constantemente contra las circunstancias, pero yo digo que huyen. ¿Qué son las obras de los hombres sino un respiro, un escondite que pronto será descubierto por la catástrofe? La vida es una incesante fuga ante el cazador que llamamos mundo». |
Ekyannus VIII, Ciento once aforismos |
Primavera, año del Colmillo 4111, Imperio de Nansur
El gorjeo de una alondra solitaria, como una aria contra la corriente de aire que se filtra a través de las ramas del bosque. «Tarde —pensó ella—. Los pájaros siempre cantan por la tarde.»
Serwe abrió los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió en paz.
Bajo su mejilla, el pecho de Kellhus subía y bajaba al ritmo de su sueño. Ella había intentado reunirse con él en su esterilla antes, pero él siempre se había resistido; «para apaciguar al scylvendio», había pensado ella. Pero esa mañana, después de una oscura noche de viaje, él había cedido. Y entonces ella saboreaba la presión de su fuerte cuerpo, la adormilada sensación de refugio que le proporcionaba su brazo protector. «Kellhus, ¿sabes cuánto te amo?»
Nunca había conocido a un hombre como él; un hombre que sabía quién era y que, sin embargo, la amaba.
En un momento de distracción, sus ojos siguieron el follaje del inmenso sauce bajo el que dormían. Las ramas se doblaban contra las profundidades de otras ramas, abriéndose como las piernas de una mujer, y bifurcándose una vez más, serpenteaban entre las grandes faldas de hojas que se mecían y caían bajo el viento iluminado por el sol. Percibió el alma de aquel gran árbol, que rumiaba, apenado e infinitamente sabio, el testimonio enraizado de innumerables soles.
Serwe oyó unas salpicaduras.
Con el pecho descubierto, el scylvendio estaba en cuclillas junto al río; recogía agua con la mano izquierda y se enjuagaba cuidadosamente la herida de la frente. Le observó a través del borrón de sus pestañas, simulando que dormía. Las cicatrices le cubrían y arrugaban su ancha espalda, un segundo historial a la altura de las cicatrices que veteaban sus brazos.
Como si fuera consciente de su escrutinio, el bosque se sumió en el silencio, un silencio coloreado por la impávida grandeza de los árboles. Hasta el solitario pájaro se acalló, y cedió al chapoteo y al goteo del baño de Cnaiur.
Quizá por primera vez no le tuvo miedo al scylvendio. «Parece solo —pensó ella—, hasta amable.» Bajó la cabeza hasta el agua y empezó a lavarse su largo pelo negro. La vaporosa superficie del río transcurría lentamente ante él, arrastrando ramitas y pelusas. Cerca de la orilla más lejana, vio las ondulaciones de un mosquito de agua que pasaba rozando la espejeante espalda del río.
Entonces, vio a un niño al otro lado.
Al principio, vislumbró sólo su cara, medio escondida en el cepo cubierto de musgo de una trampa. Después vio unos miembros delgados como las ramas que le ocultaban.
«¿Tienes madre?», pensó ella, pero cuando se dio cuenta de que estaba mirando al scylvendio, le sobrevino un repentino terror.
«¡Corre! ¡Huye!»
—Llanero —llamó Kellhus suavemente. Sorprendido, el scylvendio se giró hacia él—. Tus’afaro togringmut t’yagga —dijo, y Serwe supo que asentía por el roce que sintió en la parte superior de la cabeza.
El scylvendio siguió su mirada y se quedó observando entre los sombríos huecos de la otra orilla. Por un ansioso instante, el niño le devolvió la mirada al llanero.
—Ven aquí —dijo Cnaiur sobre las silenciosas aguas—. Quiero mostrarte algo.
El niño dudó, receloso y curioso a la vez.
«¡No! Tienes que correr… ¡Corre!»
—Ven —dijo Cnaiur, levantando la mano y haciéndole una señal con los dedos—. No voy a hacerte nada.
El niño se puso en pie tras el escudo de ramas caídas, tenso, indeciso…
—¡Corre! —gritó Serwe.
El niño parpadeó entre los árboles, brillando entre el sol blanco y la profunda sombra verde.
—¡Maldita muchacha! —berreó Cnaiur.
Salió corriendo de las aguas con el cuchillo en la mano. En ese mismo instante, también Kellhus desapareció; se había puesto en pie y seguía la estela del scylvendio.
—¡Kellhus! —gritó ella, observando cómo corría bajo el lejano dosel de hojas—. ¡No dejes que le mate!
Pero un repentino horror la dejó sin respiración; tuvo la certeza inexplicable de que Kellhus también quería hacerle daño al niño.
«Debes soportarle, Serwe.»
Con el cuerpo todavía entumecido, se puso en pie y se dirigió hacia las oscuras aguas. Sus pies descalzos patinaron sobre las resbaladizas piedras, pero logró impulsarse hacia adelante y cayó junto a la otra orilla. Entonces, se levantó, empapada de frío, corrió sobre la grava y se agachó entre los arbustos en la penumbra moteada de luz.
Corrió como algo salvaje, saltando entre la maraña de hojas, sorteando helechos y ramas caídas, siguiendo sus sombras a la carrera, adentrándose cada vez más en la pantalla de árboles oscuros. Sintió sus pies ingrávidos, sus pulmones infinitos. Era respiración y velocidad, nada más.
—¡Bas’tushri! —repitió el eco por entre los huecos del bosque—. ¡Bas’tushri! —El scylvendio llamaba a Kellhus. Pero ¿desde dónde?
Se agarró al tronco de un joven fresno. Miró a su alrededor, oyó los chasquidos de alguien que corría por entre la maleza, pero no vio nada. Por primera vez en semanas, estaba sola.
Ella sabía que matarían al niño si lo atrapaban, para evitar que contara lo que había visto. Viajaban a través del Imperio en secreto, convertidos en fugitivos por las cicatrices que cubrían los brazos del scylvendio. «Pero yo no soy una fugitiva», pensó. El Imperio era su tierra, o al menos la tierra a la que su padre la había vendido.
«Estoy en casa. No tengo ninguna necesidad de soportarle.»
Se separó del árbol y, con los ojos en blanco y el corazón en un puño, empezó a caminar en ángulo recto a su trayectoria anterior. Caminó un rato, oyendo de vez en cuando mortecinos gritos a través del roce de hojas al viento. «Estoy en casa», pensaba. Pero entonces la asaltaban pensamientos de Kellhus, curiosamente manchados por la brutalidad del scylvendio. Los ojos de Kellhus cuando ella hablaba, transidos por la preocupación o una sonrisa reprimida. La emoción de su mano al coger la de ella, como si su modesta intimidad acarreara una promesa imposible. Y las cosas que decía, palabras que le habían resonado en la médula y habían hecho de su penosa vida un retrato de una belleza que rompía el corazón.
«Kellhus me quiere. Es el primero que me quiere.»
Entonces, con una mano temblorosa, se tocó el estómago bajo su vestido empapado.
Empezó a temblar. Imaginó que las otras —las mujeres que habían sido apresadas junto a ella por los munuati— estaban muertas. Y no lo lamentaba. Una pequeña, desagradable parte de Serwe hasta celebraba la muerte de las esposas Gaunum, las que habían estrangulado a su bebé, a su bebé azul. Pero a dondequiera que fuese del Imperio, sabía que habría otras esposas Gaunum.
Serwe siempre había sido perfectamente consciente de su belleza, y durante una parte del tiempo que pasó entre sus parientes nymbricanios, había pensado que era un gran regalo de los Dioses, la seguridad de que su futuro marido sería propietario de mucho ganado. Pero allí, en el Imperio, sólo le aseguraba que sería una concubina mimada, despreciada por la esposa de algún Patridomos y condenada a dar a luz a bebés azules.
Tenía el estómago liso, pero lo percibía; percibía al bebé.
Imágenes de la urgente furia del scylvendio le asaltaron, pero pensó: «El hijo de Kellhus. Nuestro hijo».
Se giró y empezó a desandar lo andado.
Al cabo de un rato, Serwe se dio cuenta de que estaba perdida y se sintió una vez más aterida. Miró el blanco resplandor del sol a través de la mortaja de ramas abovedadas y hojas distantes, tratando de encontrar el norte. Pero no lograba recordar en qué dirección había avanzado inicialmente.
«¿Dónde estás?», pensó, demasiado asustada para gritar.
«Kellhus… Encuéntrame, por favor.»
Un repentino aullido resonó por entre el dosel de hojas. ¿El niño? ¿Habían encontrado al niño? Pero se dio cuenta de que no podía ser: el grito procedía de un hombre.
«¿Qué está pasando?»
El ruido sordo de cascos procedente de una pequeña cuesta que quedaba a su derecha la alentó.
«¡Aquí está! Cuando se ha dado cuenta de que me he perdido, ha cogido el caballo para mejor…»
Pero cuando los dos jinetes alcanzaron la cima, se le puso la piel de gallina de miedo. Descendieron galopando la poco acusada ladera, levantando hojas y humus, y después, estupefactos por su aparición, tiraron de las riendas de las monturas para detenerlas inmediatamente.
Ella los reconoció al instante por su armadura e insignias: oficiales de poca graduación del Kidruhil, la caballería de élite del Ejército Imperial. Dos de los hijos Gaunum habían pertenecido a ese cuerpo.
El más joven y atractivo parecía casi tan asustado como ella; dibujó un conjuro de vieja bruja sobre la crin de su caballo. Pero el mayor sonrió como un borracho malicioso. Una cicatriz en forma de guadaña le cruzaba la frente, rodeaba una de sus profundas cuencas y le partía la mejilla izquierda.
«¿El Kidruhil aquí? ¿Significa eso que están muertos?» Vio en su imaginación el niño pequeño, mirando desde detrás de las ramas negras. «¿Está vivo? ¿Avisó…? ¿Es culpa mía?»
Ese pensamiento, más que el miedo a los hombres, la paralizó. Siseó aterrorizada; su barbilla se levantó por propia voluntad, como si estuviera mostrándole el cuello a las armas envainadas. Las lágrimas le corrían por las mejillas. «¡Corre!», pensó frenéticamente, pero no logró moverse.
—Está con ellos —dijo el hombre de la cicatriz, todavía luchando con su sudoroso caballo.
—¿Quién sabe? —respondió el otro, nerviosamente.
—Está con ellos. Las mujeres tan guapas como ella no merodean por los bosques solas. No es de los nuestros, y no me cabe ninguna duda de que no es la hija de un cabrero. ¡Mírala!
Pero el otro había estado mirándola boquiabierto desde el principio. Sus piernas desnudas, la curva de sus pechos bajo el vestido suelto, pero especialmente su cara, como si le diera miedo de que desapareciera si apartaba la mirada.
—Pero no tenemos tiempo —dijo con poco convencimiento.
—A la mierda —espetó el otro—. Siempre tenemos tiempo para tirarnos una cosa así.
Desmontó con una extraña elegancia, mirando a su compañero como si lo desafiara a hacer una maliciosa broma. «Sígueme —decían sus ojos—, y verás.»
Intimidado por algo incomprensible, el más joven siguió a su burdo compañero. Continuaba mirando a Serwe, con los ojos tímidos y viciosos a la vez.
Ambos caminaban con torpeza a causa de las faldas de hierro y cuero. El de la cicatriz se acercó a ella, y el joven se quedó atrás, sosteniendo las bridas de los caballos. Ya estaba meneándose desesperadamente su fláccido miembro.
—Quizá —dijo con una voz curiosa— me limitaré a mirar…
«Están muertos —pensó ella—. Yo los maté.»
—Mirarás dónde te suenas los mocos —dijo el otro, riendo, con los ojos hambrientos y severos a la vez.
«Te mereces esto.»
Con una despiadada economía, el hombre mayor desenvainó la daga, le cogió su vestido de lana y se lo abrió desde el cuello hasta el estómago. Evitando su mirada, utilizó la punta para apartarle la ropa y dejar a la vista el seno derecho.
—¡Cielos! —dijo, exhalando con fuerza.
Apestaba a cebollas, dientes podridos y vino amargo. Finalmente, la miró a los ojos. Levantó una mano y se la puso en la mejilla. La uña de su pulgar era morada a causa de una magulladura.
—Déjame en paz —susurró con la voz transida por los ojos ardiendo y los labios temblorosos. La demanda impotente de un niño atormentado por otro niño.
—¡Chsss! —dijo él, suavemente. La obligó a ponerse de rodillas con lentitud.
—No seas cruel conmigo —murmuró ella entre lágrimas.
—Eso nunca —dijo, con la voz tomada por algo parecido a la reverencia.
Con un crujido de cuero, se arrodilló y clavó la daga en el suelo del bosque. Respiraba pesadamente.
—Dulce Sejenus —siseó. Parecía aterrorizado.
Ella se estremeció cuando deslizó una mano temblorosa sobre su seno. Los primeros gemidos la convulsionaron.
«Porfavor–porfavor–porfavor–porfavor…»
Uno de los caballos se asustó. Se oyó un sonido, como una hacha golpeando unas ramas secas empapadas. Vislumbró al jinete más joven; vio que su cabeza colgaba de una parte del cuello y la sangre se le derramaba por el torso caído. Después vio al scylvendio con el pecho alterado y las extremidades cubiertas de sudor.
El hombre de la cicatriz gritó, se puso en pie dando tumbos y desenvainó la espada. Pero el scylvendio no parecía prestarle atención. Su mirada asesina la buscaba a ella.
—¿Te ha hecho daño este perro? —ladró más que preguntar.
Serwe negó con la cabeza, recomponiendo petrificada sus ropas. Atisbo el mango del cuchillo envuelto en un montón de hojas.
—Escúchame, bárbaro —le dijo el Kidruhil apresuradamente. Los temblores recorrieron su espada—. No tenía ni idea de que fuera tuya… Ni idea.
Cnaiur le miró fijamente con ojos glaciales y un extraño gesto en su gruesa mandíbula. Le escupió al cadáver de su compañero y sonrió como un lobo.
El oficial se apartó de Serwe como si quisiera demostrarse ajeno a su crimen.
—V–venga, amigo, ¿eh? C–coge los caballos. P–para ti…
A Serwe le pareció que se ponía en pie flotando, que se había deslizado hasta el hombre de la cicatriz y que el cuchillo simplemente había aparecido en un lado de su cuello. Sólo su desesperado bofetón la devolvió al suelo.
Ella observó cómo caía de rodillas, toqueteándose el cuello con las manos estupefactas. Echó un brazo hacia atrás, como si quisiera equilibrar su caída, pero trastabilló y levantó la espalda y las caderas del suelo, pateando hojas con un pie. Se giró hacía ella, vomitando su propia sangre, con los ojos redondos y refulgentes. Implorándole.
—Ggg…, g–gg…
El scylvendio se arrodilló sobre él y le arrancó el puñal del cuello con indiferencia. Después, se puso en pie, aparentemente ajeno a la sangre que salía a borbotones —«Como las últimas gotas de la orina de un niño pequeño», pensó ella estúpidamente—: primero de su estómago y su cintura; después de sus bronceadas rodillas y espinillas. Entre las piernas del scylvendio, el hombre moribundo seguía mirándola, con los ojos cada vez más cristalinos a causa de un pánico letárgico.
Cnaiur se acercó a ella. Hombros anchos y caderas delgadas. Largos brazos cincelados cubiertos de cicatrices y venas. Piel de lobo colgando entre sus sudorosos muslos. Por un momento, el terror y el odio la abandonaron. La había salvado de la humillación, quizá incluso de la muerte.
Pero no pudo silenciar el recuerdo de sus brutalidades. El asilvestrado esplendor de su cuerpo se convirtió en algo famélico, sobrenatural, perturbado.
Y él no le permitiría que lo olvidara.
Cogiéndole la garganta con la mano izquierda, tiró de ella hasta ponerla en pie, lo que le provocó arcadas, y la lanzó contra un árbol. Con la mano derecha blandió el cuchillo y lo alzó amenazadoramente ante su rostro; lo sostuvo el tiempo suficiente para que ella vislumbrara su propio reflejo distorsionado en la hoja manchada de sangre. Después, él le apretó la punta contra la sien. Ella hizo una mueca de dolor al notar el pinchazo y sintió que la sangre le entraba en la oreja.
Él la miró con una intensidad que la hizo sollozar. ¡Sus ojos! Blanquiazules sobre el blanco, gélidos por la total ausencia de piedad, brillantes por los antiguos odios de su raza.
—P–por favor… ¡No me mates, por favor!
—Ese niño al que has avisado ha estado a punto de costamos la vida, muchacha —le espetó—. Si vuelves a hacer algo así, te mataré. Si intentas huir de nuevo, ¡te prometo que mataré a todo el mundo para encontrarte!
«¡Nunca más! Nunca… Lo prometo. ¡Te soportaré! ¡Sí!»
Él le soltó el cuello y le agarró el brazo derecho, y por un instante, ella se encogió mientras lloraba, esperando un puñetazo. Como nunca llegó, siguió llorando a voz en grito, ahogándose en su propia respiración estremecida. El mismo bosque, las lanzas de luz solar a través de las ramas que se bifurcaban, los árboles como pilares de un templo, retumbaban con su ira. «Lo prometo.»
El scylvendio se giró hacia el hombre de la cicatriz, que todavía se retorcía lentamente contra el suelo.
—Le has matado —dijo con un marcado acento—. ¿Lo sabes?
—S–sí —dijo ella petrificada, tratando de recuperar la compostura. «Dios, ¿y ahora qué?»
Con el cuchillo, trazó una línea lateral en su antebrazo. El dolor fue agudo y rápido, pero ella se mordió el labio en lugar de gritar.
—Swazond —dijo en los toscos tonos del scylvendio—. El hombre al que has matado se ha ido de este mundo, Serwe. Sólo existe aquí, en una cicatriz que tienes en el brazo. Es la marca de su ausencia, de todas las formas en que su alma no se moverá, de todos los actos que no cometerá. —Frotó la herida con la palma de la mano y después cerró el puño.
—No lo entiendo —dijo Serwe gimoteando, tan perpleja como aterida. ¿Por qué había hecho eso? ¿Había sido un castigo? ¿Por qué la había llamado por su nombre?
«Debes soportarle…»
—Tú eres mi recompensa, Serwe. Mi tribu.
Cuando encontraron a Kellhus en el campamento, Serwe descendió del caballo del hombre de la cicatriz, que se había asustado al cruzar el río, y corrió entre las aguas hacia él. Y al instante, estaba entre sus brazos, abrazándolo con fiereza.
Unos fuertes dedos pasaron por entre su pelo. El martilleo de su corazón murmuraba a sus oídos. Olía a hojas secas por el calor del sol y a tierra sólida. Entre sus lágrimas, oyó:
—¡Chsss, niña! Ya estás a salvo. Conmigo estás a salvo. —¡Se parecía tanto a la voz de su padre!
El scylvendio cabalgó a través del río guiando a su caballo. Soltó una sonora risotada al acercarse a ellos.
Serwe no dijo nada, pero lo observó con una mirada funesta. Kellhus estaba allí. Volvía a ser seguro odiarle.
—Breng’ato gingis, kutmulta tos phuira —dijo Kellhus.
Aunque ella no sabía nada de scylvendio, estuvo segura de que le había dicho: «Ya no es tuya, así que déjala en paz».
Cnaiur se limitó a carcajearse.
—No tengo tiempo para esto —respondió en sheyico—. Las patrullas Kidruhil suelen ser de más de cincuenta y sólo hemos matado a una docena.
Kellhus apartó a Serwe y la cogió firmemente por los hombros. Por primera vez, ella se dio cuenta de los arcos de sangre que moteaban su túnica y su barba.
—Tiene razón, Serwe. Estamos en peligro. Ahora nos perseguirán.
Serwe asintió con los ojos nuevamente anegados en lágrimas.
—Todo ha sido culpa mía, Kellhus —siseó—. Lo siento… Pero era sólo un niño. ¡No podía dejarle morir!
Cnaiur volvió a soltar una risotada.
—El mocoso no avisó a nadie, muchacha. ¿Qué niño puede escapar de un dúnyaino?
Le sobrevino una oleada de terror.
—¿Qué quiere decir? —le preguntó a Kellhus, pero entonces sus propios ojos estaban llenos de lágrimas. «¡No!» Vio en su imaginación al niño, con sus pequeñas extremidades retorcidas en algún lugar del bosque, con sus ojos sin vista buscando el cielo. «He hecho esto…» Otra ausencia en el lugar en que una alma debía moverse. ¿Qué clase de actos hubiera llevado a cabo ese niño sin nombre? ¿Qué clase de héroe podría haber sido?
Kellhus se apartó de ella, transido por la pena. Como si hallara solaz en el inmediato movimiento, empezó a enrollar la esterilla bajo el gran sauce. Se detuvo sin mirarla.
—Debes olvidarte de esto, Serwe. No tenemos tiempo —dijo con la voz dolorida.
Vergüenza, como si sus tripas se hubieran convertido en agua fría.
«Yo le impuse este crimen», pensó, mirando cómo Kellhus ataba su equipaje a la silla de montar. Una vez más su mano había encontrado su barriga. «Mi primer pecado contra tu padre.»
—Los caballos de los Kidruhil —dijo el scylvendio—. Primero cabalgaremos con ellos hasta que se mueran.
Durante los dos primeros días, eludieron a sus perseguidores con una relativa facilidad, confiando en los bosques primigenios que alfombraban la cabecera del río Phayus y en la perspicacia marcial del scylvendio para protegerse. Día y noche a caballo, avanzando trabajosamente por abruptos barrancos, galopando a través de rocosas laderas y aventurándose en los innumerables afluentes del Phayus era casi más de lo que podía soportar. La primera noche, se balanceaba sobre la grupa del caballo, batallando con sus adormiladas piernas y sus ojos, que se negaban a seguir abiertos, mientras Cnaiur y Kellhus lideraban el convoy a pie. Parecían invencibles, y le dio rabia ser tan débil.
Al final del segundo día, Cnaiur les permitió acampar y les dio a entender que ya se habían deshecho de todos los perseguidores que pudieran haber tenido. Dos cosas, según dijo, jugaban a su favor: el hecho de que viajaran hacia el este, cuando cualquier partida de asaltantes scylvendios se hubiera retirado, sin duda, a las Hethanta después de toparse con los Kidruhil, y el hecho de que él y Kellhus habían matado a tantos después de la inmensa mala suerte de encontrarse con ellos mientras perseguían al niño. Serwe estaba demasiado cansada para mencionar al que ella había matado, así que se frotó la sangre coagulada de su antebrazo sorprendida por la sensación de orgullo que la recorrió.
—Los Kidruhil son idiotas arrogantes —prosiguió Cnaiur—. Once muertos les convencerán de que la partida de asaltantes es numerosa. Eso significa que serán precavidos en su persecución e irán en busca de refuerzos. También significa que si encuentran nuestro rastro en dirección este, pensarán que es una artimaña y seguirán hacia el oeste, en dirección a las montañas, con la esperanza de encontrar el rastro de la partida principal.
Aquella noche comieron pescado crudo que habían arponeado en un riachuelo cercano, y pese a su odio, Serwe se sorprendió admirando la afinidad que había entre ese hombre y la naturaleza. Para él, era un lugar con innumerables pistas y pequeñas tareas. Podía intuir cómo sería el terreno al que se acercaban mediante la visión y el canto de determinados pájaros, y podía aliviar la tensión de los caballos dándoles pasteles de hongos arrancados del humus. Se dio cuenta de que en él había algo más que abusos y asesinatos.
Mientras Serwe se maravillaba por su capacidad para saborear comida que en su vida anterior le habría hecho vomitar, Cnaiur les contó episodios de sus muchas incursiones en el Imperio. Dijo que las provincias occidentales del Imperio eran su única esperanza para despistar a sus perseguidores: hacía mucho tiempo que habían sido abandonadas a causa de las depredaciones de sus parientes. Su peligro sería mucho mayor una vez que se adentraran en las grandes extensiones de tierras cultivadas a lo largo del curso inferior del Phayus.
Y no por primera vez, Serwe se preguntó por qué esos hombres se arriesgaban a hacer un viaje como aquél.
Retomaron su andadura a la luz del día con la intención de seguir el viaje hasta la noche siguiente. A primera hora de la mañana, Cnaiur derribó a un joven gamo, lo cual Serwe tomó como un buen augurio a pesar de que la perspectiva de comer carne de venado cruda no le entusiasmaba. Estaba constantemente hambrienta, pero había dejado de hablar de ello debido al entrecejo fruncido de Cnaiur. A mediodía, sin embargo, Kellhus espoleó la montura hasta la de ella.
—Vuelves a tener hambre, ¿verdad, Serwe? —le dijo.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó.
Nunca dejaba de emocionarse cada vez que Kellhus adivinaba sus pensamientos, y la parte de ella que sentía por él un miedo reverente no hacía sino encontrar un nuevo motivo para confirmarse.
—¿Cuánto tiempo hace, Serwe?
—¿Cuánto tiempo hace que qué? —respondió ella, temerosa de repente.
—Que estás embarazada.
«¡Pero es tu hijo, Kellhus! ¡Tuyo!»
—Pero si no nos hemos acostado todavía —dijo él gentilmente.
De repente, Serwe se sintió desconcertada. No estaba segura de qué quería decir exactamente, y mucho menos de si había hablado en voz alta. Pero por supuesto que se habían acostado. Ella estaba embarazada, ¿no? ¿Quién más podía ser su padre?
Los ojos se le llenaron de lágrimas. «Kellhus, ¿estás tratando de hacerme daño?»
—No, no —respondió él—. Lo siento, querida Serwe. Pararemos para comer en seguida.
Ella se quedó mirando su ancha espalda mientras él se adelantaba cabalgando para unirse a Cnaiur. Serwe estaba acostumbrada a contemplar sus breves conversaciones y obtenía una nimia satisfacción en los momentos de duda, hasta de angustia, que descomponían la curtida expresión de Cnaiur.
Pero en ese instante se sintió obligada a contemplar a Kellhus, a percibir el modo como el sol refulgía en su cabello rubio, a escrutar la suntuosa línea de sus labios y el brillo de sus ojos, que todo lo sabían. Y le pareció casi dolorosamente hermoso, como algo demasiado brillante para los fríos ríos, la piedra desnuda y los nudosos árboles. Parecía…
Serwe contuvo el aliento. Temió por un momento qué fuera a desvanecerse.
«No he hablado y sin embargo lo sabe.»
«Yo soy la promesa», había dicho Kellhus sobre el largo camino de cráneos scylvendios.
«Nuestra promesa —le susurró ella al niño que llevaba en su interior—. Nuestro Dios.»
Pero ¿acaso era posible? Serwe había oído innumerables historias de Dioses que confraternizaban con hombres como hombres, hacía mucho tiempo, en los días del Colmillo. Eso decía la escritura. ¡Era cierto! Lo que era imposible era que un Dios pudiera caminar entonces, que un Dios pudiera enamorarse de ella, de Serwe, la hija vendida a la Casa Gaunum. Pero quizá ése era el significado de su belleza, la razón por la que había sufrido la codicia venal de un hombre tras otro. Era también demasiado hermosa para el mundo; debía estar esperando la llegada de su prometido.
Anasurimbor Kellhus.
Sonrió con lágrimas de un júbilo extasiado. Podía verle tal como él era realmente, irradiando una luz que procedía de otro mundo, halos como discos dorados refulgiendo alrededor de sus manos. ¡Entonces le veía!
Más tarde, mientras mascaban un pedazo de carne de venado cruda junto a un grupo de álamos, bajo la brisa, él se giró hacia ella.
—Lo entiendes —le dijo en su lengua nativa de Nymbricani.
Ella sonrió, pero no le sorprendió que él conociera la lengua de su padre. Le había pedido que la hablara muchas veces; no para aprenderla, como sabía ella en ese momento, sino para escuchar su voz secreta, la que estaba resguardada de la furia del scylvendio.
—Sí…, lo entiendo. Voy a ser tu esposa. —Parpadeó para reprimir las lágrimas.
Él sonrió con una compasión divina y le acarició dulcemente la mejilla.
—Pronto, Serwe. Muy pronto.
Esa tarde cruzaron un amplio valle, y mientras alcanzaban la cima de las lejanas laderas, vieron por primera vez a sus perseguidores. Serwe no pudo verlos al principio; sólo atisbaba la falda exterior de los árboles iluminados por el sol a lo largo de un pedroso desfiladero. Después vislumbró las sombras de los caballos detrás, con sus delgadas patas cruzándose en la oscuridad y los jinetes encogidos para evitar las ramas invisibles. De repente, uno apareció en el extremo; el sol impregnó su casco y su armadura de un blanco radiante. Serwe se contrajo en las sombras.
—Parecen confundidos —dijo.
—Han perdido nuestro rastro en el suelo pedregoso —dijo Cnaiur con gravedad—. Están buscando la ruta que tomamos para descender.
Después, Cnaiur les pidió que aceleraran el paso. Con su convoy de caballos, bramaron a través del bosque. El scylvendio les guió por las descendentes laderas, hasta que llegaron a un riachuelo poco profundo con el lecho de grava. Allí cambiaron de dirección; cabalgaron río abajo junto a las fangosas orillas, y a veces se adentraron en la corriente, hasta que ésta desembocó en un río mucho más caudaloso. El aire estaba empezando a enfriarse, y las sombras grises del atardecer se habían tragado los espacios abiertos.
En muchas ocasiones, Serwe había creído oír a los Kidruhil a través de los bosques que tenían a su espalda, pero el omnipresente ruido de la corriente de agua le impedía estar segura. Sin embargo, curiosamente, no tenía miedo. Si bien la euforia que había sentido durante la mayor parte del día se había desvanecido, la sensación de inevitabilidad no lo había hecho. Kellhus cabalgaba a su lado, y su mirada tranquilizadora siempre estaba allí en el momento en que su corazón se debilitaba.
«No tienes nada que temer —pensaba ella—. Tu padre cabalga contigo.»
—Estos bosques —dijo el scylvendio, alzando la voz para que la oyeran al otro lado del río— continúan un poco más antes de convertirse en pastos. Cabalgaremos tanto como podamos a oscuras, sin arriesgar nuestros caballos ni nuestros pellejos. Los hombres que nos siguen no son como los demás. Tienen resolución. Viven para cazar y para combatir a mi pueblo en estos bosques. No se detendrán hasta que acaben con nosotros. Pero una vez que dejemos atrás el bosque, tendremos la ventaja de que contamos con caballos de más. Los haremos correr hasta que se mueran. Nuestra única esperanza es cabalgar junto al Phayus, dejar atrás todos los rumores de nuestra presencia aquí y alcanzar la Guerra Santa.
Siguiendo su guía, cabalgaron junto al río, hasta que la luz de la luna se convirtió en una franja de mercurio tras la piedra azulina y la vecina oscuridad del bosque. Al cabo de un rato, la luna descendió y los caballos empezaron a tropezar y a asustarse. Con una maldición, el scylvendio les ordenó que se detuvieran. Sin mediar palabra, empezó a descargar el equipaje de las monturas y a lanzarlo al río.
Demasiado cansada para hablar, Serwe desmontó, se estiró bajo el frío nocturno y se quedó mirando por un momento el Clavo del Cielo, que brillaba entre nubes de estrellas más pálidas. Giró la mirada hacia el camino que habían recorrido y se quedó petrificada por un brillo distinto: una acuosa hilera de luces se deslizaba junto al río.
—¿Kellhus? —dijo ella, con la voz quebrada después de tanto tiempo sin utilizarla.
—Ya los he visto —respondió Cnaiur, arrojando una alforja al agua—. La ventaja del perseguidor: antorchas durante la noche. —En su tono había algo distinto, percibió Serwe, una tranquilidad que ella no había oído nunca. La tranquilidad de un trabajador en su elemento.
—Nos han estado ganando terreno —señaló Kellhus—; se mueven demasiado de prisa para estar tratando de seguir nuestro rastro.
—No tienes experiencia en estos asuntos, dunyaino.
—Deberías escucharle —dijo Serwe con más vehemencia de la que pretendía.
Cnaiur se giró hacia ella, y a pesar de que su expresión estaba sumida en la oscuridad, ella percibió su indignación. Los scylvendios no toleraban a las mujeres de mal genio.
—El único modo en que podríamos utilizar esto en nuestro provecho —respondió él, con su furia a duras penas contenida— sería internándonos en el bosque. Ellos seguirían adelante, quizá perderían nuestro rastro totalmente, pero al amanecer se darían cuenta de su error. Entonces, se verían obligados a deshacer sus pasos; pero no todos ellos lo harían. Saben que estamos empeñados en viajar hacia el este, y sabrían que nos han adelantado. Avisarían a los más aventajados de nuestra llegada y estaríamos condenados. Nuestra única esperanza es dejarlos atrás, ¿lo entiendes?
—Lo entiende, llanero —respondió Kellhus.
Siguieron caminando, tirando de sus caballos. Entonces era Kellhus quien los guiaba, aprovechándose infaliblemente de toda extensión de terreno abierto, de modo que en ocasiones Serwe tenía que correr. Se caía muchas veces porque tropezaba con cosas que no veía, pero siempre lograba recuperarse antes de que el scylvendio pudiera reprenderla. Se encontraba siempre sin resuello, con los pulmones ardiendo; sentía de vez en cuando un calambre en el costado. Estaba amoratada, rasguñada y tan cansada que las piernas se le doblaban cada vez que se quedaba quieta. Pero detenerse estaba fuera de toda cuestión, al menos mientras la hilera de antorchas desfilara en la distancia.
Finalmente, el río se dobló y cayó en forma de cascada sobre una serie de bancos de piedras. A la luz de las estrellas, Serwe vislumbró ante sí una gran extensión de agua.
—El río Phayus —dijo Cnaiur—. Muy pronto cabalgaremos, Serwe.
En lugar de seguir el afluente del Phayus, giraron a la derecha y se adentraron en la negrura del interior del bosque.
Al principio, Serwe no podía ver prácticamente nada, y se sintió como si siguiera una caravana de sonidos a través de un túnel de pesadilla en el que la negrura se apretujara con la negrura. Ramitas que se partían. Caballos que resoplaban. El regular impacto de los cascos. Pero poco a poco, un pálido crepúsculo empezó a resaltar los detalles de la oscuridad: delgados troncos, cepos, el mosaico de hojas sobre el suelo. El scylvendio había dicho la verdad. El bosque se estaba tornando menos espeso.
Cuando el amanecer empezó a asomar por el horizonte de levante, Cnaiur les ordenó que se detuvieran. Sostenido entre las raíces de un árbol caído, un gran disco de tierra se levantaba tras él.
—Ahora cabalgaremos —dijo—. Cabalgaremos de prisa.
Finalmente, pudo descansar los pies, pero su alivio fue breve. Con Cnaiur delante y Kellhus en la parte trasera, avanzaron a toda prisa por entre la maleza. A medida que el bosque se hacía menos espeso, la confusión del enrejado del dosel de hojas descendió hasta que pareció que corrían a través de él, azotados por innumerables ramas. A través del sonido de los cascos, oyó la oleada de cantos matinales de los pájaros.
Dejaron atrás la opresiva maleza y salieron a los prados galopando. Serwe gritó y se rió a voces, entusiasmada por la repentina velocidad del campo abierto. El aire frío le insensibilizó el rostro ardiente y le batió el pelo en colas ondeantes. Ante ellos, la esfera roja del sol encumbraba el horizonte, bruñendo la morada distancia de naranja y magenta.
Los pastos fueron dando pie, gradualmente, a tierras cultivadas, hasta que las distancias estuvieron cubiertas de campos de trigo joven, cebada y mijo. Bordearon pequeñas aldeas rurales y las vastas plantaciones que pertenecían a las Casas de la Congregación. Como concubina de la Casa Gaunum, Serwe había sido recluida en fincas similares, y mientras miraba los laberínticos complejos, los tejados con tejas de arcilla roja y las hileras de enebros como lanzas, le inquietó que algo tan familiar en el pasado pudiera volverse tan amenazador y extraño.
Los esclavos levantaban las cabezas de los campos y les observaban mientras galopaban a lo largo de polvorientos caminos. Los transportistas les maldecían cuando les adelantaban a toda velocidad. Las mujeres soltaban sus fardos y apartaban de un tirón a los asombrados niños de su camino. «¿Qué cree esa gente? —se preguntaba Serwe con los pensamientos ebrios de fatiga—. ¿Qué ven?»
«Osados fugitivos», decidió. Un hombre cuya tosca cara les recordaba el terror scylvendio. Otro hombre, cuyos ojos azules les sondeaban con la prisa de una sola mirada. Y una hermosa mujer, con el largo cabello rubio al viento, la recompensa que esos hombres les negarían a sus invisibles perseguidores.
A última hora de la tarde, espolearon a sus sudorosos caballos hacia la cima de una pedregosa colina, donde el scylvendio, al fin, les permitió un momento de respiro. Serwe a punto estuvo de caer de la silla. Se desplomó y se estiró entre las hierbas; los oídos le zumbaban, el suelo giraba lentamente bajo su cuerpo. Por un instante, lo único que pudo hacer fue respirar. Después oyó la maldición del scylvendio.
—¡Cabrones tenaces! —espetó—. Quienquiera que lidere a esos hombres es tan astuto como terco.
—¿Qué hacemos? —preguntó Kellhus, y la pregunta, por alguna razón, decepcionó a Serwe.
«Tú sabes. Tú siempre sabes. ¿Por qué te pones en sus manos?»
Se puso en pie trabajosamente, asombrada porque sus piernas se hubieran agarrotado tan rápidamente, y siguió sus miradas hacia el horizonte. Bajo el sol, vislumbró un pequeño velo de polvo encaminándose hacia el río, pero poco más.
—¿Cuántos? —le preguntó Cnaiur a Kellhus.
—Los mismos que antes…, sesenta y ocho. Aunque ahora cabalgan en caballos distintos.
—Caballos distintos —repitió Cnaiur secamente, como si le molestara tanto lo que eso significaba como la capacidad de Kellhus de llegar a esas conclusiones—. Deben de haberse hecho con ellos en algún lugar del camino.
—¿Y no has sabido anticipar eso?
—Sesenta y ocho —dijo Cnaiur, ignorando la pregunta—. ¿Demasiados? —preguntó, mirando con severidad a Kellhus.
—Demasiados.
—¿Aunque ataquemos de noche?
Kellhus asintió, con la mirada extrañamente perdida.
—Quizá —repitió al fin—, pero sólo si hemos agotado todas las alternativas.
—¿Qué alternativas? —preguntó Cnaiur—. ¿Qué… hacemos?
Serwe vislumbró una curiosa angustia en su expresión. «¿Por qué le preocupa tanto? ¿No ve que vamos a seguir?»
—Les hemos ganado terreno —dijo Kellhus con firmeza—. Seguiremos cabalgando.
Con Kellhus al frente, se adentraron en la sombra de la colina y fueron ganando velocidad lentamente. Dispersaron un pequeño rebaño de ovejas y espolearon a sus ya exhaustos caballos con más fuerza que antes.
Precipitándose por la pradera, Serwe sintió que el dolor se filtraba desde sus doloridas piernas. Dejaron atrás la sombra de la colina, y el sol del atardecer cayó con calidez a su espalda. Espoleó el caballo para que corriera más, se puso a la altura de Kellhus y le dedicó una fiera sonrisa. Él la hizo reír con una mueca divertida: ojos asombrados por su audacia, cejas hundidas de indignación. Con el scylvendio a su espalda, galoparon de lado, riéndose de sus desventurados perseguidores, hasta que el atardecer se convirtió en crepúsculo y los distantes campos se enjuagaron de todos los colores salvo el gris. «Le hemos ganado terreno —pensó— hasta al mismísimo sol.»
Abruptamente, su caballo —su recompensa por haber matado al hombre de la cicatriz— titubeó en pleno galope y agitó la cabeza con un fuerte resoplido. Ella casi sintió que la cabeza del animal explotaba… Después, una explosión de tierra, hierba y mugre entre sus dientes y un silencio vibrante.
El ruido de los cascos se aproximaba.
—¡Déjala! —oyó que ladraba el scylvendio—. Nos quieren a nosotros, no a ella. Ella es una propiedad que les ha sido robada, una simple chuchería.
—No.
—Esto es impropio de ti, dunyaino… Muy impropio de ti.
—Tal vez —oyó que decía Kellhus, con la voz entonces muy cercana y amable. Le cogió las mejillas con las manos.
«Kellhus… Nada de niños azules.»
«Nada de niños azules, Serwe. Nuestro niño será rosado y vivirá.»
—Pero ella estará más segura…
Oscuridad y sueños de una gran sombría carrera a través de tierras infieles.
Flotando. «¿Dónde está el cuchillo?»
Serwe se despertó jadeando en busca de aire. Todo el mundo daba vueltas y se sacudía debajo de su cuerpo. El pelo le batía y, revoloteándole en la cara, le aguijoneaba los ojos. Olió a vómito.
—¡Por aquí! —oyó que gritaba el scylvendio por encima de los martilleantes cascos, con la voz impaciente, incluso urgente—. ¡A la cima de esa colina!
La espalda y los hombros robustos de un hombre estaban aplastados contra sus pechos y su mejilla. Tenía los brazos asidos con una fuerza impresionante alrededor del torso del hombre, y las manos… ¡No se sentía las manos! Pero notaba la cuerda rozándole las muñecas. ¡Estaba atada! Amarrada a la espalda de un hombre. A Kellhus.
¿Qué estaba sucediendo?
Levantó la cabeza, sintió que unos cuchillos le toqueteaban la parte posterior de los ojos. Pasaron junto a unos pilares descabezados y al lado de la danzarina línea de un muro derruido. Ruinas de alguna clase, y al otro lado, las oscuras avenidas de un olivar. ¿Un olivar? ¿Tan lejos habían llegado?
Miró hacia atrás y le sorprendió la ausencia de sus caballos sin jinetes. Entonces, a través de delgadas nubes de polvo, vio una inmensa cohorte de jinetes oscureciendo la distancia inmediata. Los Kidruhil: rostros duros concentrados en la persecución, espadas agitándose y refulgiendo bajo el sol.
Giraron y penetraron en el templo en ruinas.
Tuvo la mareante sensación de ser ingrávida; después se golpeó contra la espalda de Kellhus. El caballo empezó a dar patadas mientras ascendía por una acusada pendiente. Vislumbró los terrosos restos de un muro a su espalda.
—¡Mierda! —oyó que rugía el scylvendio. Después—: ¡Kellhus! ¿Los ves?
Kellhus no dijo nada, pero arqueó la espalda y dio una sacudida con el brazo derecho para tirar del caballo en otra dirección. Serwe vislumbró su barbado perfil cuando giró la cabeza a la izquierda.
—¿Quiénes son? —gritó.
Y Serwe vio otra ola de jinetes, más distantes pero acercándose a ellos, galopando por la misma ladera. El caballo de Kellhus dio un tirón y, trazando una tangente pendiente arriba, levantaron grava y polvo.
Miró hacia atrás, hacia los Kidruhil que tenían debajo, y observó cómo saltaban los muros ruinosos en filas impávidas. Después vio cómo otro grupo, tres jinetes, salía desde detrás de una arboleda y giraba para interceptar su ascensión por la colina.
—¡Kellhuuuus! —gritó ella, forcejeando con las cuerdas para llamarle la atención.
—¡Quieta, Serwe! ¡Estáte quieta!
Un Kidruhil cayó fulminado de su montura mientras se agarraba a una flecha clavada en el pecho. «El scylvendio», advirtió Serwe al recordar al gamo que había matado. Sin detenerse, sin embargo, los otros dos galoparon junto a su compañero caído.
El primero tiró de sus riendas, se colocó en paralelo a ellos y alzó una jabalina. La ladera se tornó llana, y los caballos ganaron velocidad. El Kidruhil lanzó su lanza por encima del borrón moteado del suelo y la hierba.
Serwe se estremeció.
Pero de alguna manera, Kellhus levantó el brazo y la cogió en el aire, como si fuera una ciruela cayendo de un árbol. Con un solo movimiento, giró la jabalina y volvió a lanzarla. La jabalina se clavó en la estupefacta cara del hombre. Durante un momento espeluznante, Serwe observó cómo el hombre se tambaleaba sobre la silla y después se desplomaba sobre el acelerado suelo.
El otro se limitó a ocupar su lugar y tiró de las riendas para acercarse, como si quisiera chocar contra ellos, con la espada alzada para golpear. Por un instante, Serwe le miró a los ojos, brillantes en una cara cubierta de polvo, locos de determinación asesina. Mostrando los dientes apretados, golpeó…
El golpe de Kellhus impactó en su cuerpo como la cuerda de una gran catapulta de asedio. Su espada revoloteó en el espacio que quedaba entre ellos. Soltando su arma, el Kidruhil bajó la mirada. El intestino y los excrementos ensangrentados caían a borbotones sobre la empuñadura y los muslos. Su caballo dio un respingo y redujo la velocidad hasta detenerse.
Inmediatamente después, estaban descendiendo al galope por la ladera del otro lado de la cumbre, y el suelo desaparecía.
Su caballo resopló y dio tumbos hasta detenerse sobre la grava, tras la montura de Cnaiur. Antes ellos bostezaba una abrupta caída, de casi tres veces la altura de los árboles que poblaban la base. No a pico, pero demasiado abrupta para los caballos. Un tejido de oscuras arboledas y campos se extendía en la borrosa distancia, más abajo.
—Por la cresta —espetó el scylvendio, tirando de su caballo. Pero se detuvo cuando la montura de Kellhus volvió a gritar. Antes de que Serwe supiera qué estaba pasando, sus brazos habían sido liberados, y Kellhus había saltado al suelo. La levantó de la silla y trató de equilibrarla mientras ella se buscaba las piernas.
—Vamos a deslizamos hasta abajo. ¿Puedes hacerlo, Serwe?
Ella pensó que iba a vomitar.
—Pero si no puedo sentirme las man…
Justo entonces, el primero de los Kidruhil llegó a la cima.
—¡Venga! —gritó Kellhus, casi empujándola por encima del extremo redondeado.
La tierra polvorienta se abrió bajo sus pies y empezó a descender a trompicones. Un caballo tropezó y cayó en una avalancha de polvo a su espalda. Agarrándose, rasguñando con los dedos que a duras penas podía sentir, logró detenerse. El caballo siguió cayendo.
—¡Corre, muchacha, corre! —gritó el scylvendio desde arriba.
Ella observó cómo medio caminaba, medio se caía junto a ella, dejando una estela de polvo en el mareante vacío que tenía debajo. Se arriesgó a dar un paso tentativo, y volvió a caer. Se revolvió, tratando de apuntalar sus pies en la ladera, pero golpeó algo duro y salió rebotada hacia arriba en una explosión de arena, agitándose en el aire. Aterrizó con las manos y las rodillas, y por un instante le pareció que podría detener su caída, pero otra roca le golpeó el pie izquierdo, tiró de su rodilla hacia su pecho y ella cayó, se golpeó y se rasgó, rodando de cabeza a través de una nube.
Se detuvo entre el caos de piedras caídas. El scylvendio estaba meciéndole la cabeza. La preocupación de su mirada la dejó asombrada.
—¿Puedes ponerte en pie? —preguntó.
—No lo sé —dijo ella entre jadeos.
«¿Dónde está Kellhus?»
Él la ayudó a sentarse, pero su preocupación ya estaba en otra parte.
—Quédate aquí —le dijo bruscamente—. No te muevas. —Estaba desenvainando su espada mientras se ponía en pie.
Ella levantó la mirada hacia la ladera y se mareó en seguida. Vio una nube de polvo cayendo y se dio cuenta de que era Kellhus, que aceleraba su descenso dando un salto tras otro. Entonces, la estremeció el dolor en su costado, algo afilado que martirizaba cada una de sus respiraciones.
—¿Cuántos? —le preguntó Cnaiur a Kellhus cuando éste derrapó para detenerse.
—Suficientes —dijo, impertérrito—. No nos seguirán por aquí. Darán la vuelta.
—Como los otros.
—¿Qué otros?
—Los perros que nos han sorprendido cuando hemos alcanzado la cima. Deben de haber empezado a descender en el momento en que hemos girado para alejarnos de ellos, porque he vislumbrado sólo a los rezagados; por allí, a la derecha…
Mientras Cnaiur decía eso, Serwe oyó el estruendo de cascos a través de la pantalla de madera noble.
«¡Pero no tenemos caballos! ¡No tenemos cómo huir!»
—¿Qué significa eso? —gritó ella, jadeando por la llamarada de dolor que la atormentaba.
Kellhus se arrodilló a su lado; su cara celestial hacía olvidar el sol. Una vez más, ella vio su halo, el resplandeciente oro que le hacía distinto del resto de hombres. «¡Nos salvará! ¡No te preocupes, querido, sé que lo hará!»
—Serwe, cuando vengan, quiero que cierres los ojos —le dijo.
—Pero eres la promesa —dijo, sollozando.
Kellhus le rozó la mejilla; después, sin mediar palabra, se apartó para ocupar su lugar junto al scylvendio. Ella vislumbró ráfagas de movimiento detrás, y oyó los relinchos y los bufidos de los caballos de guerra.
Después, los primeros sementales, cubiertos de faldones de malla, franquearon las sombras y salieron a la luz del sol, montados por jinetes con sobretodos blancos y azules, y pesadas armaduras. A medida que los jinetes se acercaban en un semicírculo irregular, Serwe se dio cuenta de que tenían caras de plata, tan desapasionadas como las de los Dioses. Y supo que habían sido enviados. ¡Enviados para protegerle! Para proteger la promesa.
Uno se acercó más que los otros y se quitó el yelmo tirando de una descarga de grueso pelo negro. Estiró de dos correas, y después se apartó la máscara de plata de su robusta cara. Era sorprendentemente joven y llevaba una barba recortada en ángulos rectos habitual entre los hombres de los Tres Mares orientales. Ainonio, quizá, o conriyano.
—Soy Krijates Iryssas —dijo el joven en un sheyico con marcado acento—. Estos píos pero adustos señores son Caballeros de Attrempus y Hombres del Colmillo… ¿Habéis visto a unos criminales fugitivos por aquí?
Un silencio atónito.
—¿Por qué lo preguntas? —dijo Cnaiur, finalmente.
El hombre miró con recelo a sus compañeros y después se inclinó hacia adelante en su montura. Sus ojos titilaron.
—Porque me estoy muriendo por falta de una conversación sincera.
El scylvendio sonrió.