Las montañas Hethanta
«Hasta los duros de corazón evitan el calor de los hombres desesperados, porque las hogueras de los débiles pueden partir la mayor parte de las piedras». |
Proverbio conriyano |
«¿Así que quiénes fueron los héroes y los cobardes de la Guerra Santa? Hay suficientes cánticos que responden esa pregunta. No es necesario decir que la Guerra Santa aportó más pruebas violentas del viejo proverbio de Ajencis: "Pese a que los hombres son todos igualmente frágiles ante el mundo, las diferencias entre ellos son terribles"». |
Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa |
Primavera, año del Colmillo 4111, estepa central de Jiunati
Nunca antes había Cnaiur superado una prueba semejante.
Viajaron hacia el sudeste, pasando casi siempre inadvertidos y sin sobresaltos. Antes de la catástrofe de Kiyuth, Cnaiur y sus parientes no habían logrado viajar más de un día sin encontrarse con partidas de munuati, akkunihor u otras tribus scylvendias. Entonces, por lo general, pasaban tres o cuatro días antes de que Kellhus y él fueran interceptados. Cruzaron diversas tierras tribales sin ningún tipo de problema.
Al principio, Cnaiur había temido la visión de jinetes galopando. Las costumbres protegían a todo guerrero scylvendio en peregrinaje hacia el Imperio, y en los buenos tiempos, esos encuentros eran ocasiones perfectas para chismorrear, intercambiar información o saludos familiares, un buen momento para dejar el cuchillo de lado. Pero era infrecuente que un guerrero scylvendio fuera acompañado por un esclavo, y aquéllos no eran buenos tiempos. Cnaiur sabía que en una época desesperada los hombres nada racionaban tanto como la tolerancia. Eran más estrictos en su interpretación de la costumbre y menos condescendientes con las cosas infrecuentes.
Pero la mayoría de las bandas que encontraron consistían en niños con cara de niña y brazos débiles. Si la visión de los brazos cubiertos de cicatrices de Cnaiur no les atemorizaba y mostraban una balbuciente deferencia, adoptaban posturas similares a las de los jóvenes: se enorgullecían al remedar las palabras y las maneras de sus padres, ya muertos. Asentían fingiendo sabiduría al oír las explicaciones de Cnaiur y miraban mal a los que hacían preguntas infantiles. Pocos habían visto el Imperio, de modo que para ellos seguía siendo un lugar mágico. Todos, en algún momento, le pidieron que vengara las muertes de sus parientes.
Cnaiur no tardó en desear esos encuentros. Eran una oportunidad de evadirse.
La estepa se expandía ante Cnaiur y Kellhus sin apenas nada a lo que prestar atención. Indiferentes a su propia desolación, los prados se tornaron más densos y verdes. Flores moradas no mayores que una uña de Cnaiur se inclinaban al viento, que peinaba la hierba y trazaba ondulaciones en la distancia. Con su odio convertido en aburrimiento, Cnaiur observaba cómo las sombras de las nubes navegaban pesadamente hacia el horizonte. Y a pesar de que sabía que cabalgaban a través del corazón de la estepa de Jiunati, le parecía estar haciéndolo por una tierra extraña.
El noveno día de su viaje, se despertaron y hallaron los cielos preñados. Empezó a llover.
En la estepa, la lluvia parecía infinita. El gris impregnaba las distancias, hasta tal punto que les parecía que viajaban a través del vacío. El norteño se giró hacia él con la mirada perdida en las cuencas bajo las cejas. Mechones de pelo negro se rizaban en su barba y encuadraban su estrecha cara.
—Háblame —dijo Kellhus— de Shimeh.
Insistiendo, siempre insistiendo.
«Shimeh… ¿Moraba realmente allí Moenghus?»
—Es sagrada para los inrithi —respondió Cnaiur, manteniendo la cabeza inclinada bajo la lluvia—, pero está en manos de los fanim. —No se molestó en alzar la voz por encima del terrible rugido: sabía que el hombre le oiría.
—¿Cómo sucedió?
Cnaiur sopesó esas palabras con cuidado, como si las probara para comprobar que no estaban envenenadas. Había decidido racionar lo que le diría y no le diría al dunyaino acerca de los Tres Mares. ¿Quién sabía qué armas podía el hombre blandir gracias a eso?
—Los fanim —respondió cautelosamente— se han impuesto la misión de destruir el Colmillo en Sumna. Han guerreado durante muchos años contra el Imperio. Shimeh no es sino una de entre muchas recompensas.
—¿Conoces bien a los fanim?
—Bastante bien. Hace ocho años, lideré a los utemot contra ellos en Zirkirta, muy lejos al sur de aquí.
El dunyaino asintió.
—Tus esposas me dijeron que no fuisteis derrotados en el campo de batalla.
«¿Anissi? ¿Le dijiste eso?» Podía verla traicionándole de muchas maneras, aun creyendo que estaba beneficiándole. Cnaiur apartó su cara y observó cómo la hierba se cubría de gris. Él sabía que esos comentarios eran solamente un intento de jugar con su vanidad. Ya no respondía a nada remotamente íntimo.
Kellhus regresó a su sendero anterior.
—Decías que los fanim tratan de destruir el Colmillo. ¿Qué es el Colmillo?
La pregunta sorprendió a Cnaiur. Hasta el más ignorante de sus primos sabía qué era el Colmillo. Quizá solamente trataba de comparar sus respuestas con las de otros.
—La primera escritura de los hombres —le dijo a la lluvia—. Hubo una época, antes del nacimiento de Lokung, en la que hasta el Pueblo de la Guerra estaba unido al Colmillo.
—¿Vuestro Dios nació?
—Sí; hace mucho tiempo. Fue nuestro Dios quien sembró la devastación en las tierras del norte y se las dio a los sranc. —Inclinó la cabeza hacia atrás y hacia adelante, y por un instante, saboreó el impacto del agua fría en la frente y la cara. Sabía dulce en sus labios. Sentía cómo el dunyaino le observaba, cómo estudiaba su perfil. «¿Qué ves?»
—¿Qué hay de los fanim? —preguntó Kellhus.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Dificultarán nuestro paso por sus tierras?
Cnaiur reprimió la necesidad de mirar al hombre. A propósito o no, Kellhus había sacado a colación una cuestión que le había tenido preocupado desde que había decidido emprender esa búsqueda. Ese día —parecía ya tan lejano—, escondiéndose entre los muertos en Kiyuth, Cnaiur había oído a Ikurei Conphas hablar de una Guerra Santa inrithi. Pero ¿una Guerra Santa contra quién?: ¿contra las Escuelas o contra los fanim?
Cnaiur había elegido su ruta con cuidado. Había decidido que cruzarían las montañas Hethanta en dirección al Imperio, a pesar de que un scylvendio solitario no podía esperar vivir mucho entre los nansur. Habría sido mejor evitar completamente el Imperio, viajar hacia el sur, en dirección al nacimiento del río Sempis, que podrían haber seguido después directamente hacia Shigek. Se rumoreaba que los fanim eran sorprendentemente tolerantes con los peregrinos. Pero si los inrithi estaban en verdad preparando una Guerra Santa contra Kian, esa ruta habría sido desastrosa, especialmente para Kellhus, con su cabello rubio y su piel pálida…
No. Necesitaba, por alguna razón, descubrir algo más de esa Guerra Santa antes de penetrar en el sur profundo, y cuanto más se acercaran al Imperio, mayores probabilidades tendría de dar con ese conocimiento. Si los inrithi no habían declarado una Guerra Santa contra los fanim, podrían bordear las fronteras del Imperio y llegar a tierras fanim indemnes. Si habían emprendido la Guerra Santa, en todo caso, probablemente se verían obligados a cruzar el Nansurium, una perspectiva que tenía a Cnaiur atemorizado.
—Los fanim son un pueblo belicoso —respondió finalmente Cnaiur, que utilizaba la lluvia como débil excusa para no mirar al hombre—. Pero me han dicho que son tolerantes con los peregrinos.
No se molestó en mirar o hablar a Kellhus durante un rato, aunque algo en su interior se mantuvo encogido durante todo ese tiempo. Cuanto más evitaba mirar a ese hombre, más temible le parecía volverse. Le resultaba más divino.
«¿Qué ves?»
Cnaiur se apretó los ojos con los dedos para hacer que desaparecieran las imágenes de Bannut.
La lluvia duró un día más antes de convertirse en una llovizna que velaba las lejanas laderas con capas de niebla. Otro día pasó antes de que se secara su lana y su cuero.
No mucho después, Cnaiur se obsesionó con la idea de matar al dunyaino mientras durmiera. Habían estado hablando de hechicería, con mucho el tema más frecuente de sus escasas conversaciones. El dunyaino se refería a ella constantemente, incluso le hablaba a Cnaiur de una derrota que había sufrido a manos de un guerrero–mago nohombre en el lejano norte. Al principio Cnaiur había dado por hecho que esa preocupación era debida a algún miedo del dunyaino, como si la hechicería fuera la única cosa que su dogma no era capaz de digerir. Pero entonces se le ocurrió que Kellhus sabía que él consideraba inofensivo hablar de hechicería y que por eso la utilizaba, para romper el silencio con la esperanza de conducirle hacia temas más útiles. Hasta la historia del nohombre, advirtió Cnaiur, era probablemente otra mentira, una falsa confesión pronunciada con el objetivo de implicarle en un intercambio de confesiones.
Después de descubrir este último ardid, pensó incomprensiblemente: «Cuando se duerma… Esta noche le mataré cuando se duerma».
Y siguió pensando eso a pesar de que sabía que no podía matarle. Sólo sabía que Moenghus había llamado a Kellhus a Shimeh. Era improbable que le encontrara jamás sin Kellhus.
Sin embargo, la noche siguiente se deslizó de sus mantas y se arrastró sobre los fríos pastos con su sable. Se detuvo junto a las ascuas del fuego mirando las formas inertes del hombre. Respiración regular. El rostro resultaba tan tranquilo de noche como impávido de día. ¿Estaba despierto?
«¿Qué clase de hombre eres tú?»
Como un niño aburrido, Cnaiur peinó las puntas de las hojas de hierba circundantes con el filo de la espada, observando cómo se doblaban y después cómo se enderezaban bajo la luz de la luna.
En la mente se le aparecieron distintas posibilidades: su golpe detenido por las palmas desnudas de Kellhus; su golpe detenido por la traición de su propia mano; los ojos de Kellhus abriéndose y una voz procedente de ninguna parte diciendo: «Te conozco, scylvendio…, más que cualquier amante, cualquier Dios».
Se puso de cuclillas y se colocó sobre el hombre durante lo que pareció un largo rato. Después, presa de un ataque de duda y furia, regresó arrastrándose a sus mantas. Tembló durante un buen rato, como si fuera de frío.
Durante las dos semanas siguientes, las grandes mesetas del interior de Jiunati se fueron transformando gradualmente en una sucesión de abruptas pendientes. El suelo se tornó arcilloso, y la hierba creció hasta rozar los flancos de los caballos. Las abejas hacían garabatos a poca distancia, y grandes nubes de mosquitos les asaltaban cuando cruzaban las aguas estancadas. Cada día, sin embargo, la estación parecía batirse en retirada. El suelo se volvió más pedregoso, la hierba más baja y pálida, y los insectos más letárgicos.
—Estamos ascendiendo —señaló Kellhus.
Pese a que el terreno había alertado a Cnaiur de su acercamiento, Kellhus fue el primero en advertir las montañas Hethanta en el horizonte. Como siempre le sucedía al contemplar las montañas, Cnaiur percibió el Imperio al otro lado, un laberinto de lujosos jardines, vastos campos y ciudades antiguas, vetustas. En el pasado, el Nansurium había sido el destino de los peregrinajes estacionales de su tribu, un lugar de hombres que gritaban, casas de campo en llamas y mujeres temblorosas; un lugar de castigo y culto. Pero Cnaiur pensó que en esa ocasión el Imperio sería un obstáculo, quizá un obstáculo insalvable. No se habían encontrado con nadie que supiera de la Guerra Santa, y parecía que iban a estar obligados a cruzar las Hethanta y entrar en el Imperio.
Cuando vislumbró el primer yaksh en la distancia, se sintió mucho más alentado de lo que un hombre debía sentirse. Por lo que él sabía, cabalgaban por tierras de Akkunihor. Si alguien sabía si el Imperio estaba librando una Guerra Santa contra Kian, serían los akkunihor, que eran el tamiz por el que pasaban muchos peregrinajes. Sin mediar palabra, tiró de su caballo hacia el campamento.
Kellhus fue el primero en ver que algo sucedía.
—Este campamento —dijo en tono apagado— está muerto.
«El dunyaino tiene razón», pensó Cnaiur. Vio varias docenas de yaksh, pero a ningún hombre ni ninguna cabeza de ganado, lo que era más revelador. Los pastos por los que cabalgaban no habían sido pacidos. Y el campamento tenía el aspecto vacío y seco de las cosas abandonadas.
Su euforia se tornó en disgusto. Ningún hombre normal. Ninguna charla normal. Ninguna escapatoria.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Kellhus.
Cnaiur escupió sobre la hierba. Sabía lo que había sucedido. Después del desastre de Kiyuth, los nansur habían asaltado esas tierras. Algún destacamento había topado con ese campamento y había asesinado o esclavizado a todo el mundo. Akkunihor. Xunnurit era akkunihor. Quizá toda su tribu había sido eliminada.
—Ikurei Conphas —dijo Cnaiur, levemente impresionado por lo poco importante que ese nombre había llegado a ser para él—. Esto lo ha hecho el sobrino del Emperador.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Kellhus—. Quizá los habitantes ya no necesitaban este lugar.
Cnaiur se encogió de hombros, sabedor de que no era así. Aunque algunos lugares de la estepa podían ser abandonados, las cosas no podían serlo, al menos no por parte del Pueblo de la Guerra. Todo era necesario.
Entonces, con una certeza imposible, se dio cuenta de que Kellhus le mataría.
Las montañas estaban a escasa distancia y la estepa se extendía tras ellos. Tras ellos. El hijo de Moenghus ya no le necesitaba.
«Me matará mientras duerma.»
No, tal cosa era imposible. No, después de viajar durante tanto tiempo, ¡de superar tantas cosas! Debería utilizar al hijo para encontrar al padre. ¡Era la única forma!
—Debemos cruzar las Hethanta —declaró, simulando inspeccionar el yaksh desolado.
—Tienen un aspecto imponente —respondió Kellhus.
—Sí…, pero yo conozco el camino más corto.
Esa noche acamparon entre los yaksh abandonados. Cnaiur rechazó todo intento de Kellhus de entablar conversación y se limitó a escuchar el aullido de los lobos de las montañas y a sacudir la cabeza cada vez que se oía un crujido procedente de los yaksh que les rodeaban.
Había llegado a un trato con el dunyaino: libertad y pasaje seguro a través de la estepa a cambio de la vida de su padre. Entonces, con la estepa ya casi a su espalda, parecía haber sabido siempre que el trato era una farsa. ¿Cómo podía no haberse dado cuenta? ¿No era Kellhus el hijo de Moenghus?
¿Y por qué había decidido cruzar las montañas? ¿Era realmente para descubrir si el Imperio se había embarcado en una Guerra Santa, o para prolongar la mentira que había estado persiguiendo?
Utiliza al hijo. Utiliza al dunyaino…
¡Qué idiota!
Aquella noche no durmió. Tampoco lo hicieron los lobos. Antes del amanecer, se deslizó de la total oscuridad del yaksh y se acurrucó entre semillas. Encontró el cráneo de un niño y lloró; gritó a los ribetes, a la madera, a las superficies ocultas; dio puñetazos a la traicionera tierra que tenía bajo los pies.
Los lobos se rieron y aullaron nombres despreciables, nombres odiosos.
Después, llevó sus labios al suelo y respiró. Le percibió escuchando en alguna parte, allí fuera. Le percibió sabiendo.
¿Qué veía?
No importaba. El fuego ardía. Y tenía que ser alimentado.
Uno miente si resulta necesario.
Para que el fuego ardiera con la verdad. Sólo el fuego.
Tan frío contra los ojos hinchados. La estepa. La estepa sin caminos.
Partieron del campamento desierto al amanecer. Sus caballos trotaron a través de los pastos, pespunteados aquí y allá por trozos de piel y huesos podridos. Ninguno de los dos habló.
Las Hethanta se alzaban hacia el cielo de levante. Las laderas se volvían más empinadas y siguieron las tortuosas líneas del risco para conservar sus caballos. A mediodía, ya se habían adentrado en las estribaciones. Como siempre, Cnaiur encontró el cambio de terreno inquietante, como si los años hubieran tatuado los horizontes lineales y los grandes cielos abovedados en su corazón. En las colinas, se podía esconder cualquier cosa o cualquier hombre; en las colinas, uno tenía que encontrar cimas para ver.
«Territorio dunyaino», pensó.
Como si trataran de confirmar esos pensamientos, las cumbres de la siguiente cresta revelaron alrededor de una veintena de jinetes en la distancia; descendían por el mismo sendero que ellos recorrían de camino a las alturas.
—Más scylvendios —señaló Kellhus.
—Sí. Regresan de una peregrinación. —¿Sabrían algo de la Guerra Santa?
—¿Qué tribu? —preguntó Kellhus.
La cuestión despertó las sospechas de Cnaiur. Era demasiado… scylvendia para un extranjero.
—Ya veremos.
Quienquiera que fueran los jinetes, estaban tan preocupados como él por la repentina aparición de extraños. Unos cuantos se pusieron a galopar hacia ellos, mientras el resto descabalgaba lo que parecía ser un grupo de cautivos. Los estudió mientras se aproximaban en busca de las reveladoras señales que identificaran su tribu. Se dio cuenta en seguida de que eran hombres y no niños, pero ninguno de ellos llevaba casco de guerra kianene, lo cual significaba que eran demasiado jóvenes para haber combatido contra los fanim en Zirkirta. Entonces, vio la pintura blanca veteando su cabello. Eran munuati.
Imágenes de Kiyuth le asaltaron: miles de munuati corriendo a través de llanuras humeantes entre los fuegos hechiceros del Saik Imperial. Aquellos hombres habían logrado sobrevivir de algún modo.
Cnaiur sólo tuvo que vislumbrar a su líder para saber que no le iba a gustar. Incluso a distancia, proyectaba una impaciente arrogancia.
Obviamente, el dunyaino vio eso mismo y más.
—El que va delante —dijo— ve una oportunidad para probarse a sí mismo.
—Lo sé. No digas nada.
Los desconocidos tiraron de sus riendas y se detuvieron armando un gran escándalo ante ellos. Cnaiur advirtió las swazond recién hechas en sus brazos.
—Soy Panteruth urs Mutkius, de los munuati —declaró el líder—. ¿Quiénes sois vosotros? —Sus seis parientes se apelotonaron tras él, observando con un aire de poco disimulado bandidaje.
—Cnaiur urs Skiotha…
—¿De los utemot? —Panteruth los escudriñó, mirando con recelo los swazond que cubrían los brazos de Cnaiur; luego, observó a Kellhus. Escupió a la manera scylvendia—. ¿Quién es éste? ¿Tu esclavo?
—Es mi esclavo, sí.
—¿Le permites llevar armas?
—Nació en mi tribu. Me pareció prudente. La estepa se ha convertido en un lugar desesperado.
—Ciertamente —espetó Panteruth—. ¿Qué dices, esclavo? ¿Naciste entre los utemot?
Esa presunción sorprendió a Cnaiur.
—¿Dudas de mi palabra?
—La estepa se ha convertido en un lugar desesperado, como decías, utemot. Y últimamente se ha hablado de espías…
Cnaiur soltó una risotada.
—¿Espías?
—¿Cómo si no podrían habernos vencido los nansur?
—Gracias a su ingenio. Por la fuerza de sus armas. Mediante la astucia. Yo estaba en Kiyuth, mocoso. Lo que sucedió no tuvo nada que ver con…
—¡También yo estuve en Kiyuth! ¡Lo que yo vi sólo puede explicarse por la traición!
Su tono no dejaba lugar a dudas: la ofensa deliberada de quien desea verter sangre. Cnaiur empezó a sentir un cosquilleo en las extremidades. Miró a Kellhus, sabedor de que el dunyaino vería en su expresión todo lo que necesitaba saber. Después, se volvió hacia los munuati.
—¿Sabéis quién soy? —dijo, no sólo a Panteruth sino también a sus hombres.
Eso pareció desconcertar al joven guerrero. Pero se recuperó rápidamente.
—Hemos oído las historias. No hay un solo hombre en la estepa que no se haya reído del nombre de Cnaiur urs Skiotha.
Cnaiur le dio un fuerte puñetazo en el lado de la cabeza.
Un instante de locura; después, una violencia caótica.
Cnaiur espoleó hacia Panteruth, le golpeó por segunda vez con el puño y lo derribó de su montura. Entonces, tiró del caballo hacia la derecha y alelándose de los desconcertados compatriotas del hombre, desenvainó el sable. Cuando los demás espolearon hacia él, se lanzó hacia ellos y acabó con dos antes de que hubieran desenvainado las espadas. Se agachó para esquivar el barrido del tercero, y luego dio una estocada, le clavó la espada en el esternón y le partió en dos el corazón.
Se dio la vuelta en busca del dunyaino. Kellhus estaba a escasa distancia de él. Un caballo piafaba con tres cuerpos inertes a sus pies. Por un instante, se miraron a los ojos.
—Vienen los demás —dijo Kellhus.
Cnaiur se giró. Vio cómo el resto de la banda de Panteruth se abría en abanico ladera abajo, cabalgando rápidamente hacia ellos. Gritos munuati cruzaban el aire.
Cnaiur envainó la espada y cogió el arco; después, desmontó. Resguardándose tras la mole de su caballo, se hizo con una de sus flechas, tiró de la cuerda de tripa y derribó a uno de los jinetes con una flecha en el ojo. Con otra flecha, un segundo jinete se dobló sobre su montura, agarrándose un brazo ensangrentado. Flechas que sonaban como cuchillos cortando lino sisearon a su alrededor. De repente, su caballo gritó, se echó a cabalgar y pateó; Cnaiur cayó hacia atrás y tropezó con los caídos. Después, entre las piernas de su caballo remolón, vislumbró al dunyaino.
Más allá de Kellhus, los jinetes que se aproximaban se habían abierto como una mano: ocho de ellos, a modo de palma, trataban de derribar desde muy cerca al dunyaino, mientras que los otros cinco, que hacían de dedos, galopaban alrededor de su flanco y disparaban flechas a poca distancia. Las saetas titilaban sobre la hierba. Las que erraban el blanco caían pesadamente sobre el suelo; las otras, simplemente, eran desviadas de su trayectoria… por el dunyaino.
Kellhus se puso en cuclillas, cogió una pequeña hacha de la silla de un caballo muerto y la lanzó trazando un ángulo perfecto sobre la pendiente. Como si estuviera dirigida por una cuerda, se clavó en la cara del jinete más cercano. Su cadáver cayó rodando como un pesado fardo de cuerda entre las patas del caballo del siguiente arquero. El caballo de éste se tropezó, pateó el suelo y cayó agitándose.
Habían cortado los dedos, pero la palma seguía descendiendo con gran estruendo por la ladera. Por un instante, el dunyaino permaneció inmóvil, con la espada curva hacia adelante, mientras los caballos, acercándose, aporreaban el suelo con sus cascos…
«Está muerto», pensó Cnaiur, que se puso en pie. Los caballeros estaban prácticamente sobre él.
El dunyaino desapareció, tragado por los huecos sombríos que había entre los jinetes. Cnaiur vislumbró destellos de metal.
Los tres caballos que galopaban justo enfrente de Cnaiur tropezaron, patearon al aire y cayeron al suelo. Cnaiur se deslizó; vislumbró torsos estallando y hombres aplastados. Un casco que se agitaba le golpeó el muslo y cayó de cabeza contra el suelo. Hizo una mueca y se cogió la pierna herida mientras trataba de ponerse en pie con la otra. Un golpe. Una flecha se clavó en el suelo junto a él. Otro zumbido. Otra.
Los otros jinetes munuati pasaron junto a él a toda velocidad, virando para esquivar a sus parientes caídos. Se estaban preparando en el otro lado de la ladera para un nuevo asalto.
Maldiciendo, Cnaiur se puso en pie trabajosamente —otra flecha—, cogió un escudo redondo del suelo y se echó a correr hacia el arquero munuati. Mientras corría, desenvainó el sable. Un golpe brusco. La punta metálica de una flecha se clavó en el cuero laminado del escudo. Una segunda le alcanzó en la cadera y rebotó en los discos de hierro de su faja. Cnaiur se lanzó hacia la derecha y se valió del primer arquero para cubrirse del segundo. ¿Dónde estaba el tercero? Oyó los feroces gritos de los jinetes munuati a su espalda.
Tenía saliva densa y amarga en la boca. Las piernas le latían. El arquero se acercaba mientras hacía girar el caballo para atacarle de frente. Colocó otra flecha en el arco, pero se dio cuenta de la inutilidad, y estiró frenéticamente el brazo por encima de su hombro para coger el sable… Cnaiur se arrastró, gritando como un salvaje, y clavó la espada en la mancha peluda de la axila del hombre. Cogiéndolo por el pelo enmarañado, Cnaiur le hizo caer de la silla. El otro arquero montado corrió hacia él con la espada envainada.
Cnaiur metió un pie en el estribo, se impulsó y saltó sobre la silla. Cogió al vuelo al estupefacto jinete y se lo llevó al suelo con él. Pese a estar sin aliento, el hombre forcejeó y trató de coger el cuchillo. Cnaiur le dio un cabezazo y sintió cómo el cuero cabelludo se abría a la altura del borde del casco del hombre. Había perdido el suyo. Le dio otro cabezazo y percibió cómo la nariz se rompía bajo su frente. El munuati consiguió sacar el cuchillo, y Cnaiur lo cogió por la muñeca. Respiraba trabajosamente, con la mirada imperturbable y los dientes apretados. Chirrido de pieles y armaduras.
—Yo soy mas fuerte —gritó Cnaiur, dándole un nuevo cabezazo.
El hombre no tenía miedo en los ojos; sólo un odio terco.
—¡Más fuerte!
Apretó el tembloroso brazo contra el suelo y retorció la muñeca, hasta que el cuchillo se deslizó entre sus dedos entumecidos. Le dio un nuevo cabezazo. Levantó una pierna.
Un golpe seco. El tercer arquero.
El muniati que había tras él gorjeó y soltó todas sus fuerzas. Una flecha lo había clavado al suelo por la garganta. Cnaiur oyó unos cascos al galope y vislumbró una sombra inmensa.
Se encogió y le llegó el sonido del barrido de un sable.
Se acurrucó. Vio que el munuati se detenía y que, al hacerlo, arrancaba grandes pedazos de suelo; después, espoleó para volver hacia donde él estaba. Con la sangre cegándole los ojos, Cnaiur buscó en el suelo. ¿Dónde estaba su espada?
Sin pensar, Cnaiur agarró las riendas. Con todas sus fuerzas, tiró de ellas para desequilibrar al caballo, que cayó berreando al suelo. El estupefacto munuáti se alejó rodando. Cnaiur golpeó la hierba metódicamente y, al final, encontró la espada en un matojo. La cogió y detuvo el primer golpe del munuati con un resonante tañido.
La espada del hombre trazó arcos brillantes en el cielo. El ataque era furioso, pero al cabo de un instante, Cnaiur le devolvió el golpe y le hizo perder el equilibrio con una ferocidad extrema. El hombre trastabilló.
Y ése fue el fin. El munuati miró a Cnaiur con una expresión estúpida y se inclinó para recoger su arma.
Y también perdió la cabeza.
«Soy más fuerte.»
Con el pecho palpitante, Cnaiur escrutó el pequeño campo de batalla, afligido por el temor de que Kellhus estuviera muerto. Pero encontró al dunyaino en seguida: estaba solo entre un puñado de muertos, con la espada en la misma posición, esperando la embestida de un solitario lancero munuati.
Inclinándose hacia adelante con su lanza, el jinete aulló, dando voz a la furia de la estepa a través del golpeteo de los cascos de su caballo. «Lo sabe —pensó Cnaiur—. Sabe que va a morir.»
Bajo su mirada, el dunyaino cogió la punta de hierro de la lanza del hombre con su espada y la empujó hacia el suelo. La lanza se clavó, y el hombre fue arrojado hacia atrás en mitad de su canto. El dunyaino saltó, levantó el pie enfundado en una sandalia por encima de la cabeza del caballo y le pegó una patada al jinete en plena cara. El hombre cayó y se tambaleó sobre la hierba, donde la espada del dunyaino puso fin a sus espasmos.
«¿Qué clase de hombre…?»
Anasurimbor Kellhus se detuvo sobre el cadáver, como si estuviera memorizándolo. Después, se giró hacia Cnaiur. Bajo su pelo agitado por el viento, vetas de sangre le recorrían la cara, de tal modo que por un momento pareció tener algo semejante a una expresión. Tras él, las negras escarpaduras de las Hethanta se erguían hacia el cielo.
Dando zancadas por entre los caídos, Cnaiur fue silenciando a los heridos.
Finalmente, llegó a Panteruth, que se arrastraba hacia la cresta. Mandó la desesperada espada del hombre silbando sobre la hierba y después clavó la suya en el suelo. Lo pateó salvajemente, y luego tiró de él para ponerlo a sus pies como si fuera un muñeco. Le escupió en la cara partida y le miró a los ojos empañados y ensangrentados.
—¿Lo ves, munuati? —gritó—. ¿Ves lo fácilmente que el Pueblo de la Guerra es destrozado? ¡Espías! —Escupió—. ¡Una excusa de mujer!
Con la mano abierta, le dio una bofetada que lo mandó al suelo. Le volvió a dar una patada movido por la oscura furia que ensordecía su corazón. Le golpeó hasta que el hombre gritó y lloriqueó.
—¿Qué? ¿Lloras? —gritó Cnaiur—. ¡Tú, que me llamaste traidor a mi tierra! —Lanzó con fuerza su mano contra la garganta del hombre—. ¡Ahógate! —gritó—. ¡Ahógate!
El hombre gorjeó y soltó sus últimas fuerzas. El suelo retumbó con la furia de Cnaiur. El cielo parpadeó.
Lanzó al hombre quebrado al suelo.
Una muerte vergonzosa. Una muerte adecuada. Panteruth urs Mutkius no volvería a la tierra.
Desde la distancia, Kellhus observó cómo Cnaiur envainaba la espada. El llanero se dirigió hacia él, caminando con un extraño cuidado entre los cadáveres. Tenía los ojos salvajes, brillantes bajo un cielo nublado.
«Está loco.»
—Hay más —dijo Kellhus—. Encadenados en el camino, más abajo. Mujeres.
—Nuestra recompensa —dijo Cnaiur, evitando el escrutinio del monje. Pasó junto a Kellhus de camino a los llantos.
De pie, con las muñecas encadenadas, Serwe gritaba mientras la figura se le acercaba.
—¡Por favoor!
Las otras chillaron cuando se dieron cuenta de que era un scylvendio el que caminaba hacia ellos, un scylvendio distinto: más brutal, incluso oscuro visto a través de sus ojos llenos de lágrimas. Se apiñaron tras Serwe a tanta distancia como las cadenas les permitieron.
—¡Por favoor! —gritó Serwe de nuevo mientras la inmensa figura se acercaba, empapada en la sangre de sus parientes—. ¡Tienes que salvarnos!
Pero entonces vislumbró los ojos sin piedad del hombre.
El scylvendio le dio una bofetada que la mandó al suelo.
—¿Qué harás con ella? —le preguntó Kellhus, mirando a la mujer acurrucada desde el otro lado del fuego.
—Me la quedaré —dijo Cnaiur, arrancando otro bocado de carne de caballo de la costilla que tenía en las manos—. Hemos hecho un trabajo muy sangriento —prosiguió, masticando—. Ahora ella es mi recompensa.
De repente, el llanero se puso en pie y lanzó la reluciente costilla al fuego; después, se arrodilló junto a la mujer.
—Es tan bonita —dijo casi distraídamente.
La mujer se estremeció al tacto de la mano tendida. Sus cadenas repiquetearon. Él la cogió y, al hacerlo, le manchó de grasa la mejilla.
«Le recuerda a alguien. A una de sus esposas… Anissi, la única a la que se atreve a amar.»
Kellhus observó cómo el scylvendio la tomaba de nuevo. Con el llanto de ella, con sus gritos, parecía que la tierra estuviera girando lentamente, como si las estrellas hubieran detenido su ciclo y fuera la tierra la que hubiera empezado a girar. Había algo allí…, algo; podía percibirlo. Había algo ultrajado.
¿De qué oscuridad procedía aquello?
«Algo me está pasando, Padre.»
Después, el scylvendio la puso de rodillas ante él. Rodeó su hermoso rostro con la palma de la mano y lo volvió hacia el fuego. Pasó sus gruesos dedos por el cabello dorado. Le murmuró algo en un idioma incomprensible. Kellhus observó cómo los ojos hinchados se alzaban hacia el scylvendio, aterrorizados por haber comprendido. Él gritó algo más, y ella hizo un gesto de dolor bajo la mano que la sostenía.
—Kufa… Kufa… —dijo ella entre jadeos. Y se puso a llorar de nuevo.
Más preguntas severas, a las que ella respondió con la timidez de los apaleados; levantó la mirada un instante hacia aquella cruel cara y la bajó en seguida. Kellhus miró su alma a través de su expresión.
«Ha sufrido mucho», pensó, tanto que hacía tiempo que había aprendido a ocultar el odio y la resolución bajo la máscara de un abyecto temor. Su mirada se encontró un instante con la de él, y después la retiró hacia la oscuridad que la rodeaba. «Quiere estar segura de que sólo somos dos.»
El scylvendio le sujetó la cabeza con las dos manos cubiertas de cicatrices. Más palabras incomprensibles en una voz gutural preñada de amenazas. La soltó, y ella asintió. Sus ojos azules brillaron en el refulgente fuego. El scylvendio sacó un pequeño puñal de su polaina y empezó a forcejear con el blando hierro de las esposas. Al cabo de un rato, las cadenas cayeron repiqueteando al suelo. Ella se frotó las muñecas magulladas y volvió a mirar a Kellhus.
«¿Tiene la valentía?»
El scylvendio la dejó y regresó a su lugar ante el fuego, junto a Kellhus. Hacía algún tiempo que había dejado de sentarse frente a él; Kellhus sabía que era para impedirle que le leyera el rostro.
—¿Así que la has liberado? —preguntó Kellhus, sabiendo que no era así.
—No. Ahora lleva unas cadenas distintas. —Al cabo de un momento, añadió—: Las mujeres son fáciles de doblegar.
«No se lo cree.»
—¿En qué idioma hablabais? —Una pregunta verdadera.
—Sheyico. El idioma del Imperio. Ella era una concubina nansur, hasta que los munuati la cogieron.
—¿Qué le has preguntado?
El scylvendio le miró con severidad. Kellhus observó el pequeño drama que había en su expresión: una borrasca de significados. Recordaba al odio, pero también a una previa resolución. Cnaiur había decidido de antemano cómo manejar ese momento.
—Le he preguntado por el Nansurium —dijo finalmente—. Hay un gran movimiento en el Imperio, en todos los Tres Mares. Un nuevo Shriah gobierna los Mil Templos. Va a haber una Guerra Santa.
«No le ha dicho esto; sólo se lo ha confirmado. Él lo sabía antes.»
—Una Guerra Santa… ¿Contra quién?
El scylvendio trató de juzgarlo, de sondear la máscara burlona que llevaba por cara. Kellhus se había ido preocupando cada vez más por la sagacidad de las intuiciones no dichas del scylvendio. El hombre sabía incluso que tenía planeado matarle…
Entonces, algo extraño cruzó la expresión de Cnaiur. La comprensión de alguna cosa, seguida de un temor sobrenatural cuyos motivos escapaban a Kellhus.
—Los inrithi se están reuniendo para castigar a los fanim —dijo Cnaiur—, para retomar sus perdidas tierras santas. —Un ligero asco coloreó su tono. Como si un lugar pudiera ser sagrado—. Para reconquistar Shimeh.
«Shimeh… El hogar de mi padre.»
Otra muesca. Otra correspondencia de causa. Las implicaciones de su misión florecieron en su intelecto. «¿Es ésta la razón por la que me has llamado, Padre? ¿Por la Guerra Santa?»
El scylvendio se había girado para ver a la mujer a través del fuego.
—¿Cómo se llama? —preguntó Kellhus.
—No se lo he preguntado —respondió Cnaiur mientras cogía otro pedazo de carne de caballo.
Con las extremidades perfiladas por un refulgente lecho de carbones, Serwe cogió el cuchillo que el hombre había utilizado para desollar el caballo. En silencio, se puso en pie sobre la forma durmiente del scylvendio. El hombre dormía profundamente y su respiración era regular. Alzó el cuchillo a la luna con las manos temblorosas. Dudó… recordando el momento en que la había cogido, su mirada.
Esos desquiciados ojos habían mirado a través de ella como si fuera cristal, transparente a su deseo.
¡Y su voz! Había gritado palabras elementales:
—Si te vas, te daré caza, muchacha. Puedes estar tan segura de eso como de la muerte. Te encontraré… Te haré más daño del que jamás te han hecho.
Serwe cerró los ojos con fuerza. «¡Clava–clava–clava–clava!»
El metal se hundió…
Fue detenida por una mano llena de durezas.
Una segunda mano le tapó la boca y reprimió un grito.
A través de las lágrimas, vio la silueta del segundo hombre barbado. El norsirai. Negó con la cabeza lentamente.
Sintió un pellizco y el cuchillo se deslizó entre sus dedos entumecidos; el hombre lo cogió antes de que cayera sobre el scylvendio. Sintió que la levantaban y que la volvían a dejar al otro lado de la hoguera encendida.
A la luz, consiguió discernir los rasgos del hombre. Triste, tierno incluso. Negó con la cabeza una vez más, como los ojos oscuros desbordantes de preocupación…, de vulnerabilidad incluso. Le quitó la mano de los labios lentamente; después, se la llevó al pecho.
—Kellhus —susurró, y luego asintió.
Ella se cogió las manos y se le quedó mirando sin mediar palabra.
—Serwe —respondió finalmente, en un tono tan apagado como el de él. Las ardientes lágrimas le caían por las mejillas.
—Serwe —repitió Kellhus suavemente.
Levantó la mano para tocarla, pero dudó y se la llevó al regazo. Por un instante, rebuscó algo en la oscuridad que quedaba detrás de él y, finalmente, sacó una manta de lana todavía caliente gracias al fuego.
Estupefacta, se la cogió bajo el débil refulgir de la luna en sus ojos. Él se dio la vuelta y se tumbó de nuevo sobre la esterilla.
En mitad de silenciosos y angustiados sollozos, se durmió.
Temor.
Tiranizaba sus días. Acosaba sus sueños. El temor hacía que sus pensamientos corretearan, revolotearan de un miedo al siguiente; que sus intestinos temblaran, sus manos se agitaran perpetuamente, con la cara siempre fláccida por miedo a que un músculo tenso pudiera provocar el derrumbamiento definitivo.
Primero con los munuati, y entonces con ese scylvendio mucho más oscuro, mucho más amenazador, cuyas piernas sobresalían como raíces por entre las rocas, cuyas palabras eran como truenos, cuyos ojos eran los de un asesino glacial. La obediencia instantánea, incluso ante aquellos deseos que él no verbalizaba. Un punzante castigo, hasta para aquellas cosas que ella no hacía. Golpes por su respiración, por su sangre, por su belleza, por nada.
Golpes por golpes.
Estaba indefensa. Completamente sola. Hasta los Dioses la habían abandonado.
Temor.
Serwe se puso en pie bajo el frío de la mañana, entumecida, exhausta de un modo que nunca comprendería. El scylvendio y su extraño norsirai habían cargado los últimos de sus víveres robados en los caballos supervivientes de los munuati. Observó cómo el scylvendio se dirigía a grandes zancadas hacia el lugar en el que había atado a las otras doce prisioneras de la corte Gaunum. Ellas cogieron sus cadenas en busca de un poco de comodidad y se encogieron de abyecto miedo. Ella las vio, las conocía, pero le parecieron irreconocibles.
Allí, la esposa de Barastas, que la odiaba casi tanto como la esposa de Peristus. Y más allá, Ysanna, que la había ayudado en los jardines hasta que el Patridomos la había juzgado demasiado hermosa. Serwe las conocía a todas. Pero ¿quiénes eran?
Las oía llorar. No imploraban piedad —habían cruzado las montañas y ya sabían hasta qué punto habían dejado atrás toda piedad—, sino cordura. ¿Qué hombre en su sano juicio destruye herramientas útiles? Esta podía cocinar, con la otra podía fornicar, y aquélla serviría para ir a por mil esclavos escogidos al azar, sólo si él la dejaba vivir…
La joven Ysanna, con el ojo izquierdo cerrado a causa de la hinchazón que le había provocado un puñetazo de Cnaiur, estaba gritándole.
—¡Serwe, Serwe! ¡Dile que normalmente no tengo este aspecto! ¡Dile que soy guapa! ¡Serwe, por favoor!
Serwe apartó la mirada y simuló no oír.
Demasiado temor.
No podía recordar cuándo había dejado de sentir las lágrimas. Entonces, por alguna razón, tenía que probarlas antes de darse cuenta de que estaba llorando.
Sordo a sus gritos, el scylvendio se colocó pisando fuerte entre ellas, golpeó a las que le cogían y soltó las dos puntas de la ingeniosa estaca que los scylvendios utilizaban para atar a sus prisioneros al suelo. Levantó primero una estaca del suelo, después la otra, y las soltó con un gran estruendo. Las mujeres gemían y se arrastraban a su alrededor. Cuando sacó el cuchillo, algunas empezaron a gritar.
Cogió la cadena de una de las que gritaban, Orra, una rechoncha esclava de la cocina. Los gritos se interrumpieron. Pero entonces, en lugar de matarla, empezó a rascar el débil hierro de las esposas como había hecho con Serwe la noche anterior.
Estupefacta, Serwe miró al norsirai; ¿cómo se llamaba?, ¿Kellhus? Él la miró durante un grave pero alentador instante, y después apartó la mirada.
Orra estaba libre; sentada, se frotaba las muñecas, atónita. El scylvendio había empezado a liberar a otra.
De repente, Orra se puso a correr ladera arriba; resultaba una figura absurda por su volumen y su desesperación. Como nadie la siguió, se detuvo con el rostro angustiado. Se puso en cuclillas, mirando salvajemente a su alrededor, y a Serwe le recordó el gato del Patridomos, que siempre tenía demasiado miedo como para alejarse en exceso de su cuenco de comida por mucho que los niños lo atormentaran. Otras siete se unieron a Orra en su cautelosa vigilia, incluida Ysanna y la esposa de Barastas. Sólo cuatro siguieron corriendo.
Algo relacionado con eso dificultaba la respiración.
El scylvendio dejó las cadenas y las estacas allí mismo, y regresó donde estaban Serwe y Kellhus.
El norsirai le preguntó algo ininteligible. El scylvendio se encogió de hombros y miró a Serwe.
—Los que las encuentren, que las utilicen —dijo, indiferente.
Se lo había dicho a ella, y Serwe lo sabía, porque el llamado Kellhus no hablaba sheyico. Se subió al caballo y estudió a las ocho mujeres restantes.
—Seguidme —les gritó con total naturalidad— y os vaciaré los ojos con flechas.
Entonces, como locas, las mujeres empezaron a llorar de nuevo, rogándole que no las dejara. La esposa de Barastas incluso imploró de nuevo las cadenas. Pero el scylvendio pareció no oírlas. Le pidió a Serwe que montara en su caballo.
Y ella se alegró. ¡Se alegró de corazón! Y las otras sintieron envidia.
—¡Aquí Serwe! —oyó que chillaba la esposa de Barastas—. ¡Vuelve aquí, puerca en celo! ¡Eres mía! ¡Mía! ¡Maldita seas! ¡Vuelve aquí!
Cada una de las palabras golpeó a Serwe como si fuera un puñetazo y pasó a través de su cuerpo para dejarla indemne. Vio que la esposa de Barastas caminaba hacia la caravana de caballos, moviendo las manos de un modo desquiciado. El scylvendio se giró sobre su montura y sacó el arco de la funda. Tensó la cuerda y disparó una flecha con un movimiento sin esfuerzo.
La flecha alcanzó a la mujer noble en la boca, le partió los dientes y se clavó en las huecas humedades de la garganta. Cayó hacia adelante como una muñeca, agitándose entre hierbajos y varas de oro. El scylvendio soltó un gruñido de aprobación y siguió adentrándose en las montañas.
Serwe probó las lágrimas.
«Nada de esto está sucediendo», pensó. Nadie sufría así. No.
Se temía que pudiera ponerse a vomitar de miedo.
Las Hethanta se erigían sobre ellos. Ascendieron con dificultad abruptas laderas de granito, se abrieron paso entre estrechos barrancos, bajo acantilados de rocas sedimentarias repletos de extraños fósiles. Durante la mayor parte del tiempo, el camino seguía un delgado riachuelo bordeado de píceas y raquíticos pinos. Se encaramaron siempre más hacia arriba, rodeados de un aire cada vez más frío, hasta que dejaron atrás el musgo. El combustible de sus hogueras fue siendo cada vez más escaso. Las noches se volvieron terriblemente frías. Se despertaron cubiertos de nieve en dos ocasiones.
Durante el día, el scylvendio se adelantaba con su caballo, solo, y rara vez hablaba. Kellhus seguía a Serwe. Ella se descubrió hablando con él, movida por algo que había en su porte. Era como si la mera presencia del hombre fuera un indicio de intimidad, de confianza. Sus ojos la abrazaban, como si su mirada reparara de alguna forma el suelo hendido bajo sus pies. Ella le habló de su vida como concubina en Nansur, de su padre, un nymbricanio que la había vendido a la Casa Gaunum cuando había cumplido los catorce años. Le describió los celos de las esposas de Gaunum, cómo le habían mentido acerca de su primer hijo diciéndole que había nacido muerto cuando Griasa, una vieja esclava shigekia, había visto cómo lo estrangulaban en las cocinas. «Niños azules —le había susurrado la anciana al oído, con la voz quebrada por una ofensa casi demasiado tediosa para ser mencionada—. Eso es todo lo que llevarás, niña.» Eso, le explicó Serwe a Kellhus, se convirtió en una morbosa broma compartida por todos los miembros del servicio doméstico, especialmente por las concubinas o esclavas con la fortuna de ser visitadas por sus amos. «Llevamos sus niños azules…, azules como los sacerdotes de Jukan.»
Al principio, ella le hablaba del modo como de niña les hablaba a los caballos de su padre; el parloteo irreflexivo de alguien que era oído, pero no comprendido. Pronto, sin embargo, descubrió que él sí comprendía. Al cabo de tres días, empezó a hacerle preguntas en sheyico, una lengua difícil que ella sólo había llegado a dominar después de años de cautiverio en Nansur. Las preguntas la estremecían, la llenaban de un deseo de responderlas apropiadamente. ¡Y su voz! Era profunda, oscura y vinosa como el mar. Y cómo pronunciaba su nombre, como si estuviera celoso de su sonido. Serwe; parecía un ensalmo. En cuestión de unos pocos días, su cauteloso afecto se convirtió en sobrecogimiento.
Por la noche, en cambio, pertenecía al scylvendio.
No podía comprender la relación existente entre esos dos hombres, a pesar de que pensaba en ello con frecuencia. Entendía que su destino dependía, de algún modo, de ellos. Al principio, había dado por sentado que Kellhus era el esclavo del scylvendio, pero no era así. El scylvendio, como advirtió finalmente, odiaba al norsirai, hasta le tenía miedo. Actuaba como alguien que intenta preservarse de una contaminación ritual.
Al principio, esa idea la había entusiasmado. «¡Tienes miedo! —aullaba en silencio a espaldas del scylvendio—. ¡No eres distinto de mí! ¡No eres más que yo!»
Pero entonces aquello empezó a preocuparle mucho. ¿Temido por un scylvendio? ¿Qué clase de hombre es temido por un scylvendio?
Se atrevió a preguntárselo al hombre en persona.
—Porque he venido —había respondido Kellhus— a hacer un trabajo terrible.
Ella le creyó. ¿Cómo no iba a creer a un hombre como aquél? Pero había otras preguntas más dolorosas, preguntas que no se atrevía a formular, a pesar de que se las hacía cada noche con los ojos.
«¿Por qué no me tomas? ¿Por qué no me conviertes en tu recompensa? ¡Te tiene miedo!»
Pero ella conocía la respuesta. Ella era Serwe. No era nada.
Le había costado comprender que, efectivamente, no era nada. Su infancia había sido feliz, tan feliz que entonces lloraba siempre que pensaba en ella: recogiendo flores silvestres en las praderas de Cepalot, salpicando como una nutria en el río junto a sus hermanos, retozando alrededor de fuegos a medianoche. Su padre había sido indulgente, amable. Su madre la había cubierto de adoración.
—Serchaa, dulce Serchaa —le decía—, eres mi preciosa bendición, el baluarte que impide que se me rompa el corazón.
Serwe había creído ser algo entonces. Amada. Preferida por encima de sus hermanos. Feliz a la manera inconmensurable de los niños que no tienen ningún sufrimiento que poner en el otro platillo de la balanza.
Había oído muchas historias de sufrimiento, sin duda, pero las penalidades que allí aparecían eran siempre ennoblecedoras, estaban revestidas de moralejas y contenían lecciones que ella ya había aprendido. Además, aunque el destino la traicionara, y ella estaba segura de que no lo haría, permanecería inquebrantable y heroica, un faro de fortaleza para las almas que desfallecieran a su alrededor.
Entonces, su padre la vendió al Patridomos de la Casa Gaunum.
En su primera noche en el hogar Gaunum, había sido despojada de todas esas majaderías. Comprendió rápidamente que allí no había nada —ningún vicio, ninguna depravación— que ella no estuviera dispuesta a cometer para aplacar a los hombres y sus fuertes manos. Como concubina Gaunum, vivía en un estado de perpetua ansiedad, atrapada entre el odio de las esposas Gaunum y los caprichosos apetitos de los hombres Gaunum. «No es nada —le decían—. Nada. Sólo otra hermosa chica norsirai sin ningún valor.» A punto estuvo de creerles.
Pronto empezó a rezar por que ese o aquel hijo del Patridomos fuera a visitarla, hasta los que eran más crueles. Flirteaba con ellos. Los seducía. Era la delicia de sus invitados. Aparte del orgullo de su ardor, del placer de su gratificación, ¿qué más tenía?
En la gran quinta de la Casa Gaunum había un santuario repleto de pequeños ídolos en honor de los antepasados. Ella se había arrodillado y había rezado en aquel santuario más veces de las que podía contar, y cada vez había implorado piedad. Percibía a los muertos Gaunum en todos los rincones de aquel lugar; susurraba cosas odiosas, la emocionaba con temibles premoniciones. Y ella imploraba e imploraba piedad.
Entonces, como si fuera una respuesta a sus plegarias, el Patridomos en persona, que siempre le había parecido un dios distante y de pelo entrecano, se le acercó en los jardines y le cogió la barbilla.
—¡Por los Dioses! —exclamó—. Eres digna del mismísimo Emperador, chica… Esta noche. Espérame esta noche.
¡Cómo había bailado su alma ese día! ¡Digna del Emperador! Con qué cuidado se había aseado y había mezclado los mejores perfumes a la espera de su visita. ¡Digna del Emperador! Cómo había llorado cuando él no se presentó.
—No llores, Serchaa —le habían dicho las otras chicas—. Prefiere a los niños pequeños.
Durante algunos días, después de aquel incidente, había despreciado a los niños pequeños.
Y siguió rezando a los ídolos, a pesar de que entonces sus caritas cuadradas parecían reírse de ella. Ella, Serwe, debía tener algún sentido, ¿no? Lo único que quería era una señal, algo, cualquier cosa… Se postró ante ellos.
Entonces, uno de los hijos del Patridomos se la llevó a la cama junto a su esposa. Al principio, Serwe había sentido lástima por la mujer, una chica con el rostro de un hombre que había sido entregada a Gaunum Peristus para sellar una alianza entre casas. Pero mientras Peristus la utilizaba para generar la semilla que plantaría en el útero de su esposa, Serwe percibió el odio de la mujer, como si compartiera la cama con un pequeño incendio. Sólo para irritar a esa mojigata, había gritado, había espoleado la lujuria de Peristus con palabras y trucos de zorra, y le había robado la semilla.
La horrible mujercita había llorado, había despotricado como una histérica, y por mucho que Peristus le pegara, no paraba. Aunque preocupada por el regocijo que esto le ocasionó, Serwe había corrido al santuario a dar las gracias a los ancestros Gaunum. Y poco después, cuando se dio cuenta de que llevaba en su seno al hijo de Peristus, robó una de las palomas de los palafreneros y la sacrificó en su honor.
Durante el sexto mes de embarazo, la esposa de Peristus le susurró:
—Tres meses para el funeral, ¡humm!, Serchaa.
Aterrorizada, Serwe había acudido a Peristus, pero éste le había dado una bofetada y le había ordenado que se marchara. Ella no significaba nada para él, así que volvió a los ídolos Gaunum. Les ofreció cualquier cosa, todo. Pero su hijo nació de color azul, según dijeron; azul como los sacerdotes de Jukan.
A pesar de ellos, Serwe siguió rezando, esa vez por que se le concediera la venganza. Rezó a los Gaunum por la destrucción de Gaunum.
Un año más tarde, el Patridomos partió a caballo de la casa de campo con todos sus hombres. El agrupamiento de la Guerra Santa se había vuelto difícil de controlar y el Emperador había necesitado a sus generales. Entonces, llegaron los scylvendios: Panteruth y sus munuati.
Los bárbaros la encontraron en el santuario; gritaba, mientras rompía los ídolos de piedra contra el suelo.
La casa de campo ardió y casi todas las horribles esposas Gaunum y sus horribles hijos Gaunum fueron pasados por la espada. La esposa de Barastas, las concubinas más jóvenes y las esclavas más hermosas fueron sacadas por las puertas. Serwe gritó como las demás, lloró por su casa incendiada. La casa que había odiado.
Un sufrimiento propio de una pesadilla. Brutalidad. Distinta de cualquier cosa que hubiera sufrido hasta entonces. Cada una de ellas iba atada a la silla de uno de los guerreros munuati, que las hicieron correr durante todo el camino hasta las Hethanta. Por la noche, cuando los munuati iban a por ellas con los falos untados de grasa animal, se acurrucaban, lloraban y gritaban. Y Serwe pensaba en una palabra, una palabra sheyica que no existía en su nymbricanio nativo…, una palabra de afrenta.
«Justicia.»
A pesar de todas sus vanidades y todos sus desagradables pecados, tenía algún sentido. Era algo. Era Serwe, hija de Ingaera, y se merecía mucho más de lo que le habían dado. Tendría dignidad, o moriría odiando.
Pero su valentía pasaba por un momento terrible. Había intentado no llorar. Había intentado ser fuerte. Hasta había escupido en la cara de Panteruth, el scylvendio que la había reclamado como su recompensa. Pero los scylvendios no eran del todo humanos. Él bajó la mirada hacia las extranjeras, como si estuviera en la cima de alguna montaña impía, más distante que el más brutal de los hijos del Patrodomos. Ellos eran scylvendios, los que destrozaban–caballos–y–hombres, y ella era Serwe.
Pero se había aferrado a la palabra. Y observando cómo los munuati morían a manos de esos hombres, había osado regocijarse, había creído incluso que sería liberada. Al fin, ¡justicia!
«Sin ningún valor», le había dicho la Gaunum. Sólo era otra hermosa chica norsirai sin ningún valor. La había creído, pero había seguido rogando. Rezando. «¡Mostradles! ¡Por favor! ¡Mostradles que tengo algún sentido…!»
Y allí, había implorado piedad a un scylvendio enloquecido. Había exigido justicia.
¡Loca despreciable! Lo comprendió desde el momento en que Cnaiur empujó su cuerpo manchado de sangre contra el de ella. Era sólo un capricho. Era sólo sumisión. Era sólo dolor, muerte y temor.
La justicia no era sino uno más de los traicioneros ídolos Gaunum.
Su padre, arrancándola medio desnuda de sus mantas y arrojándola a las manos encallecidas de un extranjero.
—Ahora perteneces a esos hombres, Serwe. ¡Que los Dioses cuiden de ti!
Peristus, levantando la mirada de sus papiros, frunciendo el entrecejo con divertida incredulidad.
—Quizá, Serwe, has olvidado lo que eres. Dame la mano, niña.
Los ídolos Gaunum, mirándola lascivamente con sus rostros de piedra. Un silencio burlón.
Panteruth, limpiándose su escupitajo de la cara, sacando su cuchillo.
—El sendero que sigues es estrecho, zorra, y sabes que no… Te lo mostraré.
Cnaiur, apretando sus muñecas con más fuerza que cualesquiera esposas.
—Pliégate a mi voluntad, chica. Completamente. No toleraré ningún recuerdo del pasado. Acabaré con cualquier cosa que no se rinda.
¿Por qué eran tan crueles con ella? ¿Por qué todo el mundo la odiaba? ¿La castigaba? ¿La hería? ¿Por qué?
Porque era Serwe, y no era nada. Nunca sería nada.
Ésa era la razón por la que Kellhus la abandonaba todas las noches.
En un momento dado, cruzaron la espina dorsal de las Hethanta y el camino empezó a descender. El scylvendio les prohibió que hicieran hogueras, pero las noches empezaron a ser más templadas. Ante ellos se extendía la llanura Kyranae, oscura en la amarillenta distancia como la piel de una ciruela demasiado madura.
Kellhus se detuvo en el extremo del promontorio y miró los erosionados barrancos y los viejos bosques. Supuso que Kuniuri debía de tener un aspecto muy semejante desde el tejado de la Demua; pero mientras Kuniuri estaba muerta, esa tierra estaba viva. Los Tres Mares. La última gran civilización de hombres. Finalmente, había llegado.
«Me acerco, Padre.»
—No podemos seguir así —gritó el scylvendio a sus espaldas.
«Ha decidido que debe ser ahora.» Kellhus había estado esperando ese momento desde que habían salido a campo abierto hacía unas horas.
—¿Qué quieres decir, scylvendio?
—Es imposible que dos hombres como nosotros puedan cruzar las tierras de los fanim durante una Guerra Santa. Seríamos destripados por espías mucho antes de llegar a Shimeh.
—Pero para eso hemos cruzado las montañas, ¿no? Para viajar a través del Imperio…
—No —dijo el scylvendio, hoscamente—. No podemos viajar a través del Imperio… Te he traído aquí para matarte.
—O para que yo te mate —respondió Kellhus, hablándole todavía al paisaje que tenía delante.
Kellhus le dio la espalda al Imperio y se giró hacia Cnaiur. Superficies de roca, bañadas por el sol, imponentes, enmarcaban al hombre. Serwe estaba cerca. Advirtió que tenía sangre en las uñas.
—Eso es lo que has estado pensando, ¿eh?
El scylvendio se humedeció los dedos.
—Tú verás.
Kellhus encerró al bárbaro en su escrutinio del mismo modo que un niño aprisionaría un pájaro entre sus manos cosquillosas: atento a cualquier temblor, al pulso de un corazón del tamaño de un guisante, al pequeño calor de una respiración presa del pánico.
¿Debía darle alguna pista al hombre? ¿Debía mostrarle lo transparente que era? Hacía unos días, desde que Cnaiur supo la verdad de la Guerra Santa gracias a Serwe, se había negado a comentar nada al respecto o acerca de sus planes. Pero sus intenciones habían sido claras: les había hecho cruzar las Hethanta para ganar tiempo, del mismo modo que otros, según había visto Kellhus, lo hacían cuando eran demasiado débiles para rendirse a sus obsesiones. Cnaiur necesitaba seguir dando caza a Moenghus, aunque supiera que la caza fuera una farsa.
Pero entonces iban a entrar en el Imperio, la tierra en la que los scylvendios eran desollados vivos. Antes, a medida que se acercaban a las Hethanta, Cnaiur simplemente había tenido miedo de que Kellhus lo matara. En ese momento, convencido de que su mera presencia se convertiría en una amenaza mortal, no tenía ninguna duda. Kellhus había visto la resolución en el transcurso de la mañana, en las palabras del hombre y sus recelosas miradas. Si no podía utilizar al hijo para matar al padre, Cnaiur urs Skiotha mataría al hijo.
Aunque sabía que eso era imposible.
«Tantos tormentos.»
Odio, grande como una ola por su alcance y su fuerza, suficiente para matar a infinitos miles, suficiente para matar al yo o incluso a la verdad. La herramienta más potente.
—¿Qué quieres que diga? —preguntó Kellhus—. ¿Que ahora que ya hemos llegado al Imperio ya no te necesito? ¿Que como ya no te necesito he decidido matarte? A fin de cuentas, uno no cruza el Imperio en compañía de un scylvendio.
—Tú mismo lo dijiste, dunyaino, cuando estabas encadenado en mi yaksh. Para los de tu especie sólo hay una misión.
Tanta penetración. Odio, pero veteado por una astucia casi sobrenatural. Cnaiur urs Skiotha era peligroso… ¿Por qué tenía que soportar su compañía?
Porque Cnaiur todavía conocía ese mundo mejor que él. Y lo que era más importante, conocía la guerra. Había sido criado en ella.
«Todavía puede serme útil.»
Si las rutas de peregrinación a Shimeh estaban cerradas, Kellhus no tenía otra alternativa que sumarse a la cada vez más populosa Guerra Santa. Sin embargo, la perspectiva de la guerra presentaba un dilema casi insuperable. Se había pasado horas en el trance de las probabilidades, tratando de esbozar modelos de guerra, pero no disponía de los principios que necesitaba. Las variables eran demasiadas y muy inconstantes. La guerra… ¿Podía una circunstancia ser más caprichosa? ¿Más peligrosa?
«¿Es éste el camino que has elegido para mí, Padre? ¿Es ésta tu prueba?»
—¿Y cuál es mi misión, scylvendio?
—El asesinato. El parricidio.
—Y tras treinta años entre hombres nacidos en el mundo, ¿qué clase de poder crees que mi padre, un dunyaino que posee todos los dones que yo poseo, detenta?
El scylvendio se quedó perplejo.
—No había pensado…
—Yo sí. ¿Crees que ya no te necesito? ¿Que no necesito a Cnaiur urs Skiotha, el muy sanguinario?, ¿el–que–destroza–caballos–y–hombres, un hombre que puede derribar tres hombres en el espacio de otros tantos latidos de su corazón, un hombre que es inmune a mis métodos y, por lo tanto, también a los de mi padre? Quienquiera que sea mi padre, scylvendio, será muy poderoso; demasiado poderoso para que un hombre lo mate solo.
Kellhus oyó cómo el corazón de Cnaiur latía bajo su pecho, vio cómo sus pensamientos se crispaban a través de sus ojos y olía el entumecimiento que se expandía por sus extremidades. Extrañamente, el hombre miró durante un suplicante momento a Serwe, que había empezado a temblar de miedo.
—Dices esto para engañarme —murmuró Cnaiur—, para calmarme.
Una vez más el muro de desconfianza, franco y tenaz.
«Debo mostrarle.»
Kellhus desenvainó la espada y embistió.
El scylvendio reaccionó al instante, pero con la misma rigidez que los reflejos arrullados por la incredulidad. Esquivó el primer golpe fácilmente, pero cayó de espaldas ante la rotunda combinación que le siguió. Con cada impacto, Kellhus percibía cómo refulgía su ira, sentía cómo se despertaba y se hacía con el control de sus extremidades. Pronto, el scylvendio empezó a responder con una rapidez cegadora y una fuerza que hacía chirriar los huesos. Sólo en una ocasión había visto Kellhus a niños scylvendios practicando la bagaratta, el «barrido» de la esgrima scylvendia. En ese momento, le había parecido excesivamente ornamental, lastrado por demasiadas florituras discutibles.
Pero no era así cuando se combinaba con la fuerza. En dos ocasiones, los grandes barridos de Cnaiur a punto habían estado de alcanzarle los talones. Kellhus los había esquivado y simulando fatiga, había emitido el falso olor a un asesinato inminente.
Podía oír cómo gritaba Serwe.
—¡Mátale, Kellhus! ¡Mátale!
Resoplando, el bárbaro redobló su furia. Kellhus detuvo una martilleante lluvia de golpes fingiendo desesperación. Alargó el brazo, cogió a Cnaiur por la muñeca derecha y tiró de él hacia adelante. De algún modo, increíblemente, Cnaiur logró levantar la mano que tenía libre y deslizaría junto al brazo con el que Kellhus sostenía la espada. Descargó la palma contra el rostro de Kellhus.
Kellhus cayó de espaldas y le dio dos patadas en las costillas a Cnaiur. Rodó hacia atrás hasta quedarse haciendo la vertical y después, sin esfuerzo, volvió a ponerse en posición.
Probó su propia sangre. «¿Cómo?»
El scylvendio trastabilló y se cogió el costado.
Kellhus pensó que había subestimado los reflejos del hombre tanto como muchas otras cosas.
Dejó la espada a un lado y embistió al hombre. Cnaiur aulló, arremetió, golpeó. Kellhus observó el arco de la punta de la espada bajo la refulgente luz del sol, a través de escarpaduras colgantes y lentas nubes. La cogió con las palmas, como uno haría con la cara de un amante o una mosca. Dobló la hoja y arrancó la empuñadura de la mano de Cnaiur. Dio un paso para tenerlo dentro de su radio de acción y le dio un golpe en la cara. Mientras el hombre daba tumbos de espaldas, se agachó y le barrió las piernas.
En lugar de arrastrarse fuera de su alcance, Cnaiur se puso de pie y saltó sobre él. Kellhus se inclinó hacia atrás, cogió al scylvendio por la parte trasera de la faja y por el cuello, y lo lanzó en la misma dirección en la que venía, más cerca del saliente. Cuando Cnaiur trató de ponerse en pie, Kellhus le golpeó y lo mandó todavía más lejos.
Más golpes, hasta que el scylvendio era más una bestia virulenta que un hombre; sorbía el aire, se estremecía, agitaba los brazos, que eran golpeados sin miramientos. Kellhus le pegó con fuerza, y él se sintió fláccido cuando su cráneo impactó contra el borde del promontorio.
Kellhus levantó al bárbaro, lo llevó al precipicio y, con una mano, lo sostuvo colgando por encima del distante Imperio. El viento procedente del abismo batía su pelo azabache.
—¡Hazlo! —jadeó Cnaiur entre mocos y baba. Sus pies se balanceaban sobre la nada.
«Tanto odio.»
—Pero lo digo en serio, Cnaiur. Te necesito.
Los ojos del scylvendio se abrieron como platos, horrorizados. «Suéltame —decía su expresión—. Por este camino se encuentra la paz.»
Y Kellhus se dio cuenta de que se había equivocado una vez más con el scylvendio. Le había creído inmune al trauma físico de la violencia, pero no lo era. Kellhus le había pegado del mismo modo que un marido pega a su esposa o un padre a su hijo. Ese momento viviría en su interior para siempre, en forma de recuerdos y una vergüenza involuntaria. Más degradación que Cnaiur debía echar al fuego.
Kellhus lo levantó hacia tierra firme y lo soltó. Otro pecado.
Serwe se acuclilló bajo su caballo, llorando, pero no porque hubiera salvado al scylvendio, sino porque no le había matado.
—¡Iglitha sun tamatha! —lloró en su lengua materna—. ¡Iglitha sun tamatha!
«Si me quisieras.»
—¿Me crees? —le exigió al scylvendio.
El scylvendio se le quedó mirando con un sordo estremecimiento, como si estuviera estupefacto por la ausencia de cólera. Se puso en pie trastabillando.
—Cállate —le dijo a Serwe, a pesar de que no podía apartar la mirada de Kellhus.
Serwe siguió gimiendo, gritando a Kellhus.
Los ojos de Cnaiur se desplazaron de Kellhus a su recompensa. Caminó hacia ella con la palma de la mano abierta.
—¡Te he dicho que te calles!
—¿Me crees? —preguntó una vez más Kellhus.
Serwe lloriqueó y trató de tragarse sus sollozos.
«Tanta pena.»
—Te creo —dijo Cnaiur, incapaz momentáneamente de mirarle a los ojos. Estaba observando fijamente a Serwe.
Kellhus ya sabía que ésa sería su respuesta, pero había una gran diferencia entre conocer un reconocimiento y obtenerlo.
Pero cuando finalmente el scylvendio le miró, la vieja ira animaba sus ojos y ardía con una intensidad prácticamente carnal. Si Kellhus ya lo había dado por sentado antes, entonces podía estar completamente seguro: el scylvendio estaba loco.
—Opino que tú crees que me necesitas, dunyaino. Por ahora.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Kellhus, genuinamente perplejo. «Está empezando a ser más errático.»
—Tienes planeado unirte a esa Guerra Santa, o utilizarla para viajar a Shimeh.
—No veo otro modo de llegar allí.
—Pero pese a todo ese parloteo de que me necesitas, te olvidas de que yo soy un infiel para los inrithi —dijo Cnaiur—, no muy distinto de los fanim a los que esperan masacrar.
—Entonces, ya no eres un infiel.
—¿Un converso? —le espetó con incredulidad.
—No. Eres un hombre que se ha despertado de su estado salvaje, un superviviente de Kiyuth que ha perdido la fe en las costumbres de sus parientes. Recuerda, como todos los pueblos, los inrithi creen que ellos son los escogidos, la cúspide de lo que significa ser un hombre de bien. Las mentiras que halagan casi siempre son creídas.
Kellhus advirtió que la profundidad de sus conocimientos alarmó al scylvendio. El hombre había tratado de hacer fuerte su posición manteniéndole en la ignorancia con respecto a los Tres Mares. Kellhus rastreó las deducciones que le habían llevado a fruncir el entrecejo, observó cómo contemplaba a Serwe… Pero había asuntos más acuciantes.
—Los nansur no prestarán atención a esas historias —dijo Cnaiur—. Sólo verán las cicatrices en mis brazos.
A Kellhus se le escapó el origen de su resistencia. ¿Acaso el hombre no quería encontrar a Moenghus?
«¿Cómo puede ser todavía un misterio para mí?»
Kellhus asintió, pero encogiéndose de hombros, de tal modo que a la vez rechazaba y comprendía sus objeciones.
—Serwe dice que los pueblos de todos los Tres Mares se reúnen en el Imperio. Nos uniremos a ellos y evitaremos a los nansur.
—Quizá… —dijo Cnaiur, lentamente—, si podemos llegar a Momemn sin ningún sobresalto. —Pero entonces negó con la cabeza—. No. Los scylvendios no deambulan por esos lugares. La visión de un scylvendio despertará demasiadas preguntas, demasiada indignación. No tienes la menor idea de hasta qué punto nos desprecian, dunyaino.
Ahí estaba, sin lugar a dudas, la desesperación. Kellhus comprendió que, en parte, aquel hombre había abandonado la esperanza de encontrar a Moenghus. ¿Cómo se le podía haber pasado eso por alto?
Pero la pregunta más importante era si el scylvendio hablaba sinceramente. ¿Sería imposible cruzar el Imperio con Cnaiur? Si era así, tendría que…
No. Todo dependía del dominio de la circunstancia. No se uniría a la Guerra Santa; se aprovecharía de ella, se valdría de ella como su instrumento. Pero como en el caso de cualquier arma nueva, necesitaba instrucción, entrenamiento, y la posibilidad de encontrar a otro con tanta experiencia y conocimientos como Cnaiur urs Skiotha era muy remota. «Dicen de él que es el más violento de los hombres.»
Si el hombre sabía demasiado, Kellhus no sabía lo suficiente, al menos no todavía. Cualesquiera que fueran los peligros de cruzar el Imperio, valía la pena intentarlo. Si las dificultades resultaban ser insuperables, entonces volvería a evaluar la situación.
—Cuando pregunten —respondió Kellhus—, el desastre de Kiyuth será tu explicación. Los pocos utemot que sobrevivieron a Ikurei Conphas han sido reducidos por sus vecinos. Serás el último de tu tribu: un hombre desposeído, expulsado de su país por la congoja y la mala fortuna.
—¿Y quién serás tú, dunyaino?
Kellhus se había pasado muchas horas peleándose con esa pregunta.
—Yo seré la razón que tú tienes para unirte a la Guerra Santa. Yo seré un príncipe con el que te encontraste al viajar hacia el sur por tus tierras perdidas, un príncipe que ha soñado con Shimeh desde el otro extremo del mundo. Los hombres de los Tres Mares saben poco de Atrithau, sólo que sobrevivió a su mítico Apocalipsis. Debemos llegar a ellos como surgidos de las sombras, scylvendio. Seremos quienesquiera que digamos que somos.
—Un príncipe… —repitió Cnaiur con recelo—. ¿De dónde?
—Un príncipe de Atrithau al que encontraste viajando por las tierras baldías del norte.
Aunque Cnaiur entonces comprendía, e incluso apreciaba, el camino tendido ante él, Kellhus sabía que en su interior todavía se estaba debatiendo. ¿Cuánto sería capaz de soportar ese hombre para ver vengada la muerte de su padre?
El caudillo utemot se pasó el antebrazo desnudo por la boca y la nariz. Escupió sangre.
—Un príncipe de nada —dijo.
A la luz matutina, Kellhus observó cómo el scylvendio cabalgaba hacia el poste. En la parte superior habían colocado un cráneo; todavía tenía piel adherida y se veía enmarcado por un matojo de pelo oscuro y lanoso. Pelo scylvendio. A ambos lados, a cierta distancia, había más postes: más cabezas scylvendias plantadas a la distancia prescrita por los matemáticos de Conphas. Cada tantas millas, tantas cabezas scylvendias.
Kellhus se giró en su montura hacia Serwe, que le observaba inquisitivamente.
—Si nos descubren, le matarán —dijo—. ¿No lo sabe? —Su tono decía: «No le necesitamos, mi amor. Puedes matarle». Kellhus veía las distintas posibilidades rebosando en sus ojos. El lloriqueo estridente que ella había preparado a lo largo de los días, listo para su primer encuentro con los postes nansur.
—No debes traicionarnos, Serwe —respondió severamente Kellhus como un padre nymbricanio a su hija.
La hermosa cara se aflojó, sorprendida.
—Nunca te traicionaría, Kellhus —le espetó—. Debes saber…
—Sé que te preguntas qué es lo que me mantiene unido a ese scylvendio, pero tú no lo entenderías. Debes saber sólo que si nos traicionas, me traicionas a mí.
—Kellhus, yo… —La sorpresa se había convertido en dolor, en lágrimas.
—Debes soportarle, Serwe.
Se apartó de esos terribles ojos y empezó a gimotear.
—¿Por ti? —le escupió amargamente.
—Yo sólo soy la promesa.
—¿La promesa? —gritó—. ¿La promesa de quién?
Pero Cnaiur había regresado y estaba cabalgando a su alrededor en dirección a la pequeña caravana de caballos. Sonrió irónicamente al percatarse del llanto de Serwe.
—Cuidado con este momento, mujer —dijo en sheyico—. Será tu única oportunidad para hacerte una idea de quién es este hombre. —Su carcajada fue violenta.
Se inclinó sobre el caballo y empezó a rebuscar en una de las alforjas. Sacó una camisa de lana manchada y se desnudó de cintura para arriba. La camisa no logró esconder su brutal herencia, pero al menos ocultó las cicatrices. Los nansur no contemplarían de buena gana esas marcas.
El llanero hizo un gesto hacia la delgada hilera de postes. Seguían el contorno de la tierra: algunos estaban inclinados; otros, rectos, se hundían en el horizonte y señalaban el camino que se alejaba de las Hethanta. Sus lúgubres cargas les daban la espalda y miraban hacia el mar distante. El infinito escrutinio de los muertos.
—Éste es el camino hacia Momemn —dijo, y escupió sobre la hierba pisoteada.