La estepa de Jiunati
«He explicado cómo Maithanet consiguió los numerosos recursos de los Mil Templos para asegurarse la viabilidad de la Guerra Santa. He descrito, a grandes rasgos, los primeros pasos tomados por el Emperador para unir la Guerra Santa a sus ambiciones imperiales. He tratado de reconstruir la reacción inicial de los cishaurim de Shimeh a partir de su correspondencia con el Padirajah de Nenciphon. Incluso he mencionado al odiado Consulto, del que finalmente puedo hablar sin miedo al ridículo. He hablado, en otras palabras, casi exclusivamente de poderosas facciones y sus impersonales objetivos. ¿Qué hay de la venganza? ¿Y de la esperanza? Con el trasfondo de naciones competidoras y fes en guerra, ¿cómo llegaron estas pequeñas pasiones a controlar la Guerra Santa?» |
Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa |
«… pese a que confraterniza con el hombre, la mujer y los niños, pese a que yace con bestias y se burla de su semilla, nunca será tan licencioso como el filósofo, que yace con todas las cosas inimaginables.» |
Inri Sejenus, Maestros, 36, 21, El tratado |
Principios de primavera, año del Colmillo 4111, norte de la estepa de Jiunati
Dejando atrás el campamento de los utemot, Cnaiur cabalgó hacia el norte por áridas praderas. Pasó ante rebaños de ganado, saludando a regañadientes a los distantes jinetes —poco más que niños armados— que cuidaban de ellos. Los utemot se habían convertido en un pueblo poco numeroso, no muy distinto de las tribus nómadas del nordeste que ellos expulsaban de vez en cuando. Habían pagado por el desastre de Kiyuth un precio mucho más alto que el resto de las tribus, y entonces sus primos del sur, los kuoti y los ennutil, allanaban sus pastos a voluntad. A pesar de que Cnaiur había logrado mucho con los pocos medios propios de las pequeñas guerras tribales, sabía que los utemot estaban cerca de la extinción. Algo tan simple como otra sequía veraniega los condenaría a muerte.
Coronó cimas peladas, espoleó su caballo a través de la maleza y caudalosos riachuelos primaverales. El sol era blanco y distante, y parecía no arrojar sombras. El aire olía a la retirada del invierno, a tierra húmeda bajo hierba pajiza. La estepa se extendía ante él barrida por las argénteas olas del viento. No muy lejos del horizonte, los túmulos de sus ancestros se alzaban sobre el césped. El padre de Cnaiur estaba enterrado allí, así como todos los padres de su linaje, hasta el principio.
¿Por qué había ido allí? ¿Qué razón podía motivar ese peregrinaje solitario? Era normal que los de su tribu lo tomaran por loco. Era un hombre que se dejaba aconsejar por los muertos antes que por los sabios.
La silueta irregular de un buitre surgió de uno de los túmulos funerarios, flotó como una cometa y después volvió a descender y a desaparecer de su vista. Pasó un buen rato antes de que la peculiaridad de aquello estremeciera a Cnaiur. Algo había muerto allí hacía poco, algo que no había sido enterrado o incinerado.
Espoleó su montura hasta un trote cauto, mirando entre los túmulos. El viento le insensibilizaba el rostro y le revolvía el cabello.
Encontró al primer hombre a escasa distancia de la tumba más cercana. Dos flechas negras habían sido lanzadas desde tan cerca que habían perforado las placas del hilo metálico de su pechera y habían cruzado la espalda. Cnaiur desmontó y escudriñó la hierba circundante, separando las hojas con la palma y los dedos. Encontró huellas.
Sranc. Los sranc habían matado a ese hombre. Escrutó los túmulos una vez más, inspeccionando la hierba. Escuchó. Sólo podía oír el viento y, de vez en cuando, los gritos de lejanos buitres peleándose.
El cadáver no había sido mutilado. Los sranc no habían terminado su trabajo.
Hizo rodar el cuerpo con la bota; las flechas se partieron con dos ruidos secos. La boca grisácea se abrió bajo el cielo, la espalda se arqueó a causa del rigor mortis, pero los ojos azules no se hundieron. El hombre era un norsirai, así lo indicaba su cabello rubio. Pero ¿quién era? ¿Parte de una banda de saqueadores que se había topado con un grupo más numeroso de sranc que les había perseguido hacia el sur? Había sucedido antes.
Cnaiur cogió la brida de su caballo y tiró de ella hacia la hierba. Se sacó la espada y después, agachado, corrió por la pradera. Un poco más tarde, se encontró entre los túmulos…
Allí halló el segundo cadáver. Éste había muerto enfrentándose a su enemigo. Una flecha rota sobresalía del dorso de su muslo izquierdo. Herido, se había visto obligado a detener su huida, y después había sido asesinado de una manera habitual entre los sranc: destripado y estrangulado con su propio intestino. Pero aparte de su vientre abierto, Cnaiur no vio otras heridas. Se arrodilló y cogió una de las gélidas manos del cadáver. Apretó las callosidades. Demasiado blandas. No eran saqueadores. Al menos no ése. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué idiotas extranjeros —de alguna ciudad, sin duda— se arriesgarían a encontrarse con los sranc de camino a tierras scylvendias?
Una ráfaga de viento le reveló lo mucho que se había acercado a los buitres. Corrió rápidamente a la izquierda para aproximarse a lo que debía ser la mayor concentración de cadáveres, tras uno de los túmulos más grandes. De camino a la cima, se encontró con el primero de los sranc muertos, con el cuello parcialmente cortado. Como todos los cadáveres sranc, estaba duro como una piedra, con la piel agrietada y de color morado oscuro. Estaba acurrucado como un perro, todavía cogido a su arco de hueso. A juzgar por la postura y la hierba arrancada, Cnaiur supo que había sido alcanzado en la cima del túmulo con la fuerza necesaria para hacerle caer hasta casi la base.
Encontró el arma que le había matado a poca distancia, más arriba. Una flecha de metal, negra, con un anillo de dientes humanos fijados alrededor de un mango hecho de piel humana. Un sranc muerto por una arma sranc…
¿Qué había sucedido allí?
Cnaiur se dio cuenta repentinamente de que estaba en cuclillas al lado de un túmulo, en mitad de sus antepasados muertos. En parte, le indignó el sacrilegio, pero se sentía mucho más asustado que indignado. ¿Qué podía significar aquello?
Con la respiración agitada, trepó hasta la cima.
Los buitres se habían congregado alrededor de la base del túmulo adyacente, encorvados sobre su botín con la espalda estriada por el viento. Un puñado de grajillas reñían entre ellas, saltando de una cara a otra. La carroña cubría el suelo: los cadáveres de los sranc tumbados o acurrucados los unos contra los otros, siguiendo la circunferencia del túmulo, apilados, con las cabezas colgando de cuellos rotos y las caras entre piernas y brazos inertes. ¡Tantos! Sólo la cima del tumulto estaba desnuda.
La última postura de un solo hombre. Una postura imposible.
El superviviente estaba sentado con las piernas cruzadas en la cima del túmulo, con los antebrazos apoyados en las rodillas y la cabeza inclinada bajo el disco brillante del sol. Las pálidas líneas de la estepa le enmarcaban.
Ningún animal posee sentidos tan afilados como los buitres; al cabo de un momento, empezaron a dar graznidos de alarma, golpeando el aire con sus inmensas y desgreñadas alas. El superviviente levantó la cabeza, observando cómo alzaban el vuelo. Entonces, como si sus sentidos fueran tan afilados como los de los buitres, se giró hacia Cnaiur.
Cnaiur pudo discernir muy poco de su cara. Larga, de rasgos marcados, pero aguileña. Ojos azules, quizá; pero eso sólo se deducía por su pelo rubio.
Y sin embargo, Cnaiur pensó: «Conozco a ese hombre…».
Se puso en pie y caminó hacia la carnicería con las piernas agarrotadas de incredulidad. La figura le miró impertérrita.
«¡Conozco a ese hombre!»
Se dirigió hacia él entre los sranc muertos y advirtió, estupefacto, que todos ellos habían perecido a resultas de un solo e infalible golpe.
«No…, no puede ser. No puede ser.»
La inclinación del suelo parecía mayor de lo que era. Era como si los sranc, a sus pies, aullaran en silencio, como si le advirtieran, como si le rogaran, como si el horror del hombre en la cima fuera suficiente para trascender el abismo que había entre sus razas.
Se detuvo unos cuantos pasos por debajo del extranjero. Con aire cansino, levantó la espada de su padre ante él estirando los brazos cubiertos de cicatrices. Finalmente, se atrevió a mirar a los ojos al hombre sentado. El corazón le latía con una fuerza propia de algo que estaba más allá del miedo o la ira…
Era él.
Ensangrentado, pálido, pero era él. Una pesadilla en carne y hueso.
—Tú… —susurró Cnaiur.
El hombre no se movió, pero le escrutó desapasionadamente. Cnaiur vio la sangre que manaba como brea de una herida oculta y manchaba de negro su túnica.
Con la trastornada certidumbre de quien ha soñado un momento mil veces, Cnaiur subió cinco escalones más y después puso la punta bruñida de su espada bajo la barbilla del hombre. Con ella, alzó aquel rostro impasible hacia el sol. Los labios…
«¡No era él! Casi él…»
—Eres dunyaino —dijo, con la voz profunda y fría.
Los ojos brillantes le contemplaron, pero no había absolutamente nada en su expresión: ni miedo, ni alivio, ni reconocimiento, ni falta de todo eso. Entonces, como una flor hundiéndose sobre un tallo endeble, el hombre se desplomó de espaldas sobre la hierba.
A Cnaiur le martilleaba la cabeza.
«¿Qué significaba eso?»
Atónico, el caudillo de los utemot miró más allá de los inertes cuerpos de los sranc, hacia los túmulos funerarios de sus ancestros, el antiguo y terreno historial de su sangre. Después, devolviendo la mirada hacia la figura inconsciente que tenía delante percibió de repente los huesos del túmulo que había bajo sus pies, acurrucados en posición fetal, enterrados a mucha profundidad. Y de pronto se dio cuenta…
Se dio cuenta de que estaba en la cima del túmulo de su padre.
Anissi. La primera esposa de su corazón. En la oscuridad, era una sombra, esbelta y serena contra su cuerpo quemado por el sol. Tenía el pelo rizado sobre el pecho de él, en mechones que recordaban las extrañas escrituras que él había visto tantas veces en Nansur. A través del cuero del yaksh, la lluvia nocturna sonaba como una respiración eterna.
Se giró. Apartó su cara del hombro y la puso sobre el brazo. Él estaba sorprendido. Había creído que estaría dormida. «Anissi…, cómo amo esta paz que hay ente nosotros.»
Su voz era adormilada y joven.
—Le pregunté…
«Le pregunté.» A Cnaiur le preocupaba oír que sus esposas se referían al extranjero de ese modo —el modo de él—, como si hubieran penetrado de alguna manera en su cráneo y practicado un robo. Él. El hijo de Moenghus. El dunyaino. A través de la lluvia y las paredes de cuero, Cnaiur podía sentir el ansia que le provocaba la presencia del hombre al otro lado del oscuro campamento, un terror que venía de más allá del horizonte.
—¿Y qué dijo?
—Dijo que los hombres muertos que encontraste eran de Atrithau.
Cnaiur ya había llegado a esa conclusión. Además de Sakarpus, Atrithau era la única ciudad al norte de la estepa; la única ciudad de hombres, en cualquier caso.
—Sí, pero ¿quiénes eran?
—Los llamó sus seguidores.
Un pinchazo de aprensión en el corazón. Seguidores. «Él es igual… Posee los hombres del mismo modo que su padre había poseído…»
—¿Qué importa —preguntó Anissi— la identidad de unos cuantos hombres muertos?
—Importa. —Todo importaba cuando se trataba de los dúnyainos.
Desde su descubrimiento de Anasurimbor Kellhus, un pensamiento había tiranizado los movimientos del alma de Cnaiur: «Utiliza al hijo para encontrar al padre». Si ese hombre seguía a Moenghus, entonces sabía dónde encontrarle.
Incluso en ese momento, Cnaiur podía ver a su propio padre, Skiotha, revolviéndose y pateando en el hielo fangoso a los pies de Moenghus, con la garganta aplastada. Un caudillo asesinado por un esclavo desarmado. Los años habían convertido esa imagen en un narcótico, en algo que Cnaiur rememoraba obsesivamente. Los detalles cambiaban. A veces, en lugar de escupir en la cara ennegrecida de su padre, Cnaiur la sostenía contra el pecho. A veces, en lugar de morir Skiotha en el suelo, a los pies de Moenghus, Moenghus moría a los pies de Cnaiur, hijo de Skiotha.
Una vida por una vida. Un padre por un padre. Venganza. ¿Acaso no remediaría esto el desequilibrio que le había trastornado el corazón?
«Utiliza al hijo para encontrar al padre.» Pero ¿podía arriesgarse a hacer una cosa así? ¿Y si sucedía de nuevo?
Sólo tenía dieciséis veranos el año en que su primo Okyati se encontró con Anasurimbor Moenghus en el campo. Okyati y su destacamento habían rescatado al hombre de un grupo de sranc que cruzaban Suskara. Eso por sí solo era suficiente para hacer del extranjero un objeto digno de interés: pocos hombres sobrevivían a tal cautiverio. Okyati ató al hombre al yaksh de Skiotha.
—Ha caído en manos más amables —dijo riéndose a mandíbula batiente.
Skiotha reclamó a Moenghus como tributo y se lo regaló a su primera esposa, la madre natural de Cnaiur.
—Por los hijos que me has dado —dijo Skiotha. Y Cnaiur pensó: «Por mí».
A lo largo de la transacción, Moenghus se había limitado a observar con los ojos azules refulgiendo en su rostro ajado. Cuando su mirada se posó por un momento en el hijo de Skiotha, Cnaiur se burló de él con un desdén adolescente. El hombre era poco más que un fardo de trapos, piel pálida, barro y sangre reseca: otro extranjero destrozado, menos que un animal.
Pero eso, como sabía entonces Cnaiur, era precisamente lo que ese hombre quería que pensaran sus captores. Para un dunyaino, hasta la degradación era una potente arma. Quizá la más potente.
Más tarde, Cnaiur vería al esclavo de vez en cuando, mientras convertía un tendón en una cuerda, curaba pieles, acarreaba sacos de bosta para sus fuegos y cosas por el estilo. El hombre correteaba como los demás, se movía con el mismo apuro sobre sus huecas extremidades. Si Cnaiur percibía su existencia era debido a su lugar de origen. «Ése…, ése es el que sobrevivió a los sranc.» Cnaiur le miraba un breve instante y después seguía con su camino. Pero ¿durante cuánto tiempo le estudiarían esos ojos oscuros después?
Pasaron varias semanas antes de que Moenghus hablara con él. El hombre escogió bien el momento: la noche del regreso de Cnaiur del Rito–de–los–Lobos–de–Primavera. Tambaleándose por la pérdida de sangre, Cnaiur había vuelto a casa a oscuras, con la cabeza del lobo atada a su cinturón. Se derrumbó frente a la entrada del yaksh de su madre, tosiendo esputo sobre la tierra desnuda. Moenghus fue el primero en encontrarle, el primero en curar sus palpitantes heridas.
—Has matado al lobo —le dijo el esclavo, levantándole del polvo.
El umbrío campamento nadó por el rostro de Moenghus, y sin embargo, sus ojos le parecieron tan fijos e inamovibles como el Clavo del Cielo. En su angustia, Cnaiur encontró un vergonzoso indulto en esos ojos extranjeros, un santuario.
Apartó las manos del hombre.
—Pero no ha sido como tenía que ser —gruñó.
Moenghus asintió.
—Has matado al lobo.
«Has matado al lobo.»
Esas palabras. ¡Esas palabras cautivadoras! Moenghus había visto su preocupación y había dicho única y exclusivamente las palabras que podían apaciguar su corazón. Nada había sucedido como debería haber sucedido, pero el resultado final era el adecuado. Él había matado al lobo.
Al día siguiente, mientras Cnaiur se recuperaba en la áspera penumbra del yaksh de su madre, Moenghus le llevó un estofado de cebollas silvestres y conejo. Una vez que el cuenco humeante hubo cambiado de manos, el hombre destrozado levantó la mirada y elevó la cara de sus hombros hundidos. Todas las señales de su esclavitud —la tímida joroba, el aliento entrecortado, los ojos raudos de miedo— desaparecieron. La transformación fue tan repentina, tan completa, que durante un buen rato Cnaiur no pudo más que quedarse mirándolo con un temeroso asombro.
Pero que un esclavo mirara a los ojos a un guerrero era una afrenta, de modo que Cnaiur cogió el palo de los esclavos y le apaleó. Los ojos azules mostraron poca sorpresa y permanecieron fijos en él durante todo el rato, tirando de los suyos con una tranquilidad inquietante, como si le perdonara su… ignorancia. Cnaiur distó con mucho de castigarle verdaderamente, del mismo modo que la indignación que debía haber sentido distó mucho de animar su palo.
La segunda vez que Moenghus se atrevió a mirarle, Cnaiur le pegó brutalmente, tan brutalmente que su madre le castigó después, acusándolo de dañar deliberadamente sus bienes. «El hombre es insolente —le dijo Cnaiur—, pero su corazón está colmado de vergüenza.» Hasta él sabía que era la desesperación y no una pía furia lo que había activado su brazo. Hasta él sabía que Moenghus le había robado el corazón.
Sólo años después comprendería por qué esos azotes le habían unido al extranjero. La violencia entre hombres fomentaba una intimidad inexplicable. Y Cnaiur había sobrevivido a suficientes campos de batalla para comprenderlo. Al castigar a Moenghus por desesperación, Cnaiur había demostrado necesidad. «Debes ser mi esclavo. ¡Debes pertenecerme!» Y al demostrar necesidad, abrió su corazón, permitió que la serpiente entrara.
La tercera vez que Moenghus le miró a los ojos, Cnaiur no cogió su palo, sino que le preguntó:
—¿Por qué? ¿Por qué me provocas?
—Porque tú, Cnaiur urs Skiotha, eres más que tus parientes. Porque sólo tú puedes comprender lo que tengo que decir.
«Sólo tú.»
¡Qué palabras tan cautivadoras! ¿Qué hombre joven no se irrita a la sombra de sus mayores? ¿Qué hombre joven no alberga resentimientos secretos, pomposas esperanzas?
—Habla.
Moenghus habló de muchas cosas a lo largo de los meses siguientes, de cómo los hombres soñaban, de cómo el Logos, el camino del intelecto, era la única cosa que los despertaría. Pero entonces todo era un tanto borroso para Cnaiur. De todas las conversaciones secretas, sólo recordaba con claridad la primera. Lo cierto era que los pecados de iniciación siempre brillaban más que los demás, como los faros.
—Cuando los guerreros hacen incursiones en el Imperio a través de las montañas —dijo Moenghus—, siempre utilizan los mismos senderos, ¿no?
—Sí, claro.
—¿Por qué?
Cnaiur se encogió de hombros.
—Porque los senderos son los pasos de montaña. No hay otro modo de cruzarlas para llegar al Imperio.
—Y cuando los guerreros se reúnen para hacer incursiones en los pastos de sus vecinos siempre utilizan los mismos caminos, ¿no?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque cabalgan por campo abierto. Los caminos por los que cruzar la estepa son innumerables.
—¡Exactamente! —exclamó Moenghus—. ¿Y no son ambas cosas como viajes? ¿Cada logro una destinación? ¿Cada ansia un punto de partida?
—Supongo… Eso es lo que dicen los memorialistas.
—Entonces, los memorialistas son sabios.
—Dime qué quieres decir, esclavo.
Risas, perfectas en las burdas cadencias del scylvendio; las risas de un gran guerrero. Hasta Moenghus sabía qué gestos hacer.
—¿Lo ves? Te pones impaciente porque crees que el camino que tomo es intrincado. ¡Hasta las palabras son como viajes!
—¿Y?
—Y si todo lo que los hombres hacen son viajes, te pregunto: ¿por qué son los métodos de los scylvendios, las costumbres que dictan lo que los hombres hacen, como pasos de montaña? ¿Por qué cabalgan por los mismos caminos una y otra vez cuando los caminos a su destino son innumerables?
Por alguna razón, la pregunta estremeció a Cnaiur. Las palabras eran tan audaces que se sintió osado con sólo oírlas, y tan convincentes que se sintió entusiasmado y aterrorizado a la vez, como si hubieran tocado un lugar que dolía al tacto especialmente porque era prohibido.
Los caminos del Pueblo de la Guerra, según le habían dicho, eran tan inmutables y sagrados como volubles y degenerados los de los extranjeros. Pero ¿por qué? ¿No eran esos caminos simplemente distintos senderos utilizados para llegar a destinaciones similares? ¿Qué hacía de los caminos scylvendios los únicos caminos, los únicos senderos que un hombre recto debía transitar? ¿Y cómo podía eso ser cuando la estepa sin caminos moraba, como decían los memorialistas, en todas las cosas scylvendias?
Por primera vez, Cnaiur vio a su gente a través de los ojos de un foráneo. ¡Qué extraño parecía todo! La hilaridad de los tintes de la piel hechos con sangre menstrual. La inutilidad de prohibir acostarse con vírgenes sin testigos, matar al ganado con la mano derecha, defecar en presencia de caballos. Hasta las cicatrices rituales, sus swazond, parecían intrascendentes y extrañas, más una loca vanidad que un símbolo sagrado.
Por primera vez se había preguntado realmente por qué. De niño, había sido propenso a hacer preguntas, tanto que cada vez que hacía una, por muy sensata que fuera, su madre se quejaba y le hacía reproches; expresiones, sabía él, de un viejo rencor maternal contra un niño insoportablemente precoz. Pero las preguntas del niño eran profundas sin él proponérselo. Los chicos preguntaban tanto para ser rechazados como para ser contestados, para descubrir qué preguntas eran permisibles y cuáles no. Preguntar realmente por qué, sin embargo, era ir mucho más allá de lo permitido.
Cuestionarlo todo. Cabalgar por la estepa sin caminos.
—Allí donde no hay senderos —había continuado Moenghus— los hombres sólo se extravían si no llegan a su destino. No hay crímenes, no hay transgresiones; ningún pecado, excepto la estupidez o la incompetencia, y ninguna obscenidad, salvo la tiranía de las costumbres. Pero tú ya sabes todo esto… Tú eres distinto del resto de la tribu.
Moenghus había ido deslizando la mano y entonces le tenía cogida la suya. En su tono había algo letárgico, denso e hinchado. Tenía una mirada amable, lastimera, húmeda como los labios.
—¿Es un pecado para mí tocarte de este modo? ¿Por qué? ¿De qué paso de montaña nos hemos desviado?
—De ninguno… —Sin aliento.
—¿Por qué?
—Porque cabalgamos por la estepa. —«Y no hay nada más sagrado.»
Una sonrisa, como un padre o un amante sorprendido repentinamente por la violencia de su adoración.
—Nosotros los dunyainos, Cnaiur, somos guías y rastreadores, estudiosos del Logos, el Camino Más Corto. De todo el mundo, sólo nosotros hemos adquirido conciencia de la terrible pocilga de las costumbres. Sólo nosotros.
Se llevó la joven mano de Cnaiur a su regazo. Palpó con los pulgares los espacios entre sus duricias.
¿Podía también calmar el dolor?
—Dime, hijo del caudillo, ¿qué deseas más que nada? ¿Qué circunstancia? Dímelo a mí, que estoy despierto, y te mostraré el rastro que debes seguir.
Cnaiur se humedeció los labios.
—Convertirme en el gran caudillo del Pueblo de la Guerra —mintió.
¡Esas palabras! ¡Esas palabras que rompían el corazón!
Moenghus había asentido con la seriedad propia de un memorialista satisfecho con los poderosos augurios.
—Bien. Cabalgaremos juntos, tú y yo, por la abierta estepa. Te mostraré un camino como ningún otro.
Meses después, Skiotha estaba muerto, y Cnaiur se había convertido en caudillo de los utemot. Había alcanzado lo que había simulado desear, el Yaksh Blanco, su destino.
Aunque los otros miembros de su tribu envidiaban el camino por el que había transitado, las costumbres los mantenían unidos a él. Había recorrido senderos prohibidos, y sus parientes, constreñidos por las profundas sendas de la estupidez y la ciega costumbre, sólo podían fruncir el entrecejo y murmurar a sus espaldas. ¡Qué orgullo había sentido! Pero era un orgullo extraño, tenue, como la solitaria sensación de privilegio e impunidad que había sentido de niño al mirar a sus hermanos y hermanas mientras dormían a la luz del fuego. Había pensado: «Podría hacer cualquier cosa».
Cualquier cosa. Y no lo sabrían.
Después, dos estaciones más tarde, las otras mujeres estrangularon a su madre por dar a luz a una niña rubia. Mientras alzaban su cadáver a los postes de los buitres, él empezó a comprender qué había sucedido en realidad. Supo que la muerte de su madre era un destino, el resultado de un viaje. Y Moenghus era el viajero.
Al principio, se sintió desconcertado. El dunyaino había seducido y había dejado embarazada a su madre; eso estaba claro. Pero ¿para qué? ¿Cuál era el próximo destino?
Y entonces, lo comprendió: para asegurarse de tener acceso al hijo de ella, Cnaiur urs Skiotha.
Así empezó su obsesiva rememoración de los acontecimientos que le habían llevado al Yaksh Blanco. Paso a paso, fue evocando el modo como las pequeñas traiciones juveniles habían acabado en parricidio. Pronto, la débil sensación de gratitud por haberse burlado de sus superiores se evaporó. Pronto, el hermético júbilo de haber destruido a alguien desventurado se tornó en una incredulidad atónita, en una incredulidad desolada. Le había enorgullecido superar a sus parientes, ser más, y esa demostración de superioridad le había entusiasmado. Había encontrado el camino más corto. Se había hecho con el Yaksh Blanco. ¿No era eso prueba de su supremacía? Eso le había dicho Moenghus antes de abandonar a los utemot. Eso había pensado él.
Entonces lo comprendía: no había hecho más que traicionar a su padre. Como su madre, había sido seducido.
«Mi padre está muerto. Yo fui el cuchillo.»
Y Anasurimbor Moenghus lo había empuñado.
La revelación fue tan increíble como desgarradora. Una vez, cuando Cnaiur era un niño, se había formado, cerca del campamento utemot, un torbellino cuya espalda se erigía contra las nubes. Los yaksh, el ganado y las vidas giraban como faldas a sus pies. Había estado observando desde la distancia, llorando, cogiéndose a la rígida cintura de su padre. Un momento después, se desvaneció como arena cayendo sobre el agua. Recordaba a su padre corriendo bajo el pedrisco para ayudar a sus parientes. Recordaba haber empezado a seguirle, después haber dado traspiés hasta detenerse, paralizado por la visión que tenía ante él, como si la escala de la transformación hubiera empequeñecido la capacidad de creer de los ojos. La intrincada telaraña de caminos, corrales y yaksh había sido totalmente rediseñada, como si un niño alto como una montaña hubiera dibujado círculos concéntricos con un palo. El horror había sustituido a la familiaridad, pero el orden había sustituido al orden.
Como el torbellino, su revelación acerca de Moenghus había establecido de un plumazo un orden distinto, y mucho más horrendo que el que había conocido hasta entonces. El triunfo se convirtió en una degradación. El orgullo se transformó en remordimiento. Moenghus dejó de ser el magnífico padre de su corazón. Llegó a ser el tirano imposible, un esclavista disfrazado de esclavo. Las palabras que le habían elevado, que le habían revelado la verdad y el éxtasis, se convirtieron en palabras que lo humillaban, que le otorgaban ventajas obscenas. Las expresiones que le habían confortado se transmutaron en recordatorios de un juego enloquecido. Todo —la mirada, el tacto, los atractivos gestos— había sido arrasado por el torbellino y violentamente rediseñado.
Durante un tiempo, había creído realmente que estaba despierto, que era el único que no daba traspiés y andaba a tientas por los sueños impuestos a los scylvendios por las costumbres de sus antepasados. Según ellos, la estepa no era solamente un pedazo de suelo para sus pies y sus estómagos, sino también para sus almas. Pero él, Cnaiur urs Skiotha, sabía y vivía la verdad de la estepa. Sólo él estaba despierto. Si los otros desfilaban por cañones ilusorios, su alma recorría las llanuras sin caminos. Sólo él era verdaderamente de la tierra.
Sólo él. ¿Por qué no estar aparte de la tribu sino ante ella confería ese terrible poder?
Pero el torbellino también se había llevado eso. Recordaba a su madre llorando después de la muerte de su padre, pero ¿lloraba ella por Skiotha o, como Cnaiur, por Moenghus, a quien había perdido para siempre? Para Moenghus, como sabía Cnaiur, la seducción de la primera esposa de Skiotha no era sino una estación, un punto de partida para la seducción del hijo primogénito de Skiotha. ¿Qué mentiras le habría susurrado mientras la penetraba en la oscuridad? Cnaiur estaba seguro de que había mentido, puesto que él ni hablaba ni amaba por ella. Y si le mentía a ella, entonces…
Todo lo que sucedía era una búsqueda, como había dicho Moenghus. Hasta los movimientos del alma —pensamiento, deseo, amor— eran viajes a través de un lugar sin caminos. Cnaiur había visto en sí mismo un punto de partida, el origen de sus pensamientos, que tan lejos viajaban. Pero no era nada más que un camino embarrado, un sendero utilizado por otro para llegar a su destino. Los pensamientos que él había considerado propios habían pertenecido siempre a otro. Su estado de vigilia no era más que el sueño de un sueño más profundo. Por medio de una astucia sobrenatural, había sido engañado para que cometiera una obscenidad tras otra, se degradara una y otra vez, y él había llorado de gratitud.
Y se dio cuenta de que los otros miembros de la tribu lo sabían, aunque sólo fuera del tenue modo en que los lobos olían la fragilidad. Las burlas y las risas de los idiotas no significaban nada cuando uno tenía la verdad. Pero cuando uno era engañado…
«Llorica.»
¡Qué tormento!
Durante treinta años, Cnaiur había vivido con ese torbellino y había intensificado su estruendo, a medida que lo conocía mejor, con incesantes recriminaciones. Estaciones de angustia se apilaban sobre él.
Despierto, le recorría sin aliento, con la curiosa monotonía de las profundidades de un charco, pálido a través del tinte verdoso del agua. A lo largo de la oscuridad circundante, se entrelazaban las cavernas como los estrechos túneles que se encuentran bajo las grandes piedras arrancadas de la hierba. Justo debajo de la superficie, el pálido dunyaino se detiene como si tirara de él alguna atadura, sonriendo, y levanta la boca. Con horror, Cnaiur observa cómo un gusano sale por entre los labios sonrientes y atraviesa el agua. Se asoma al aire como un dedo ciego. Acuoso y obsceno, el insípido color rosa de los lugares ocultos. Y en todas las ocasiones, su torpe mano se abre sobre el charco y, en un silencioso momento de locura, lo toca.
Pero entonces Cnaiur estaba despierto, y el rostro había regresado. Lo había encontrado en su peregrinación a los túmulos funerarios de sus ancestros. Procedía de las inmensidades del norte y estaba atormentado por el frío, destrozado por las heridas de los sranc. Anasurimbor Kellhus, hijo de Anasurimbor Moenghus. Pero ¿qué significaba ese segundo advenimiento? ¿Daría una respuesta al torbellino, o simplemente doblaría su furia?
¿Se atrevería a utilizar al hijo para encontrar al padre? ¿Se atrevería a cruzar la estepa sin caminos?
Anissi levantó la cabeza de su tórax y le escrutó la cara. Sus pechos rozaban la superficie hueca de su estómago. Sus ojos brillaban en la oscuridad. «Era —pensó Cnaiur— demasiado bella para pertenecerme.»
—Todavía no has hablado con él —dijo ella, hundiendo la cabeza bajo la catarata de su pelo y bajando los labios para besarle el brazo—. ¿Por qué?
—Te lo he dicho… Tiene un gran poder.
Percibió que ella estaba pensando. Quizá era la cercanía de sus labios a su piel.
—Comparto tus… recelos —dijo—. Pero a veces no sé quién me da más miedo, sí tú o él.
La ira se removió en su interior, la lenta y peligrosa ira de alguien cuya autoridad es incuestionable y absoluta.
—¿Tienes miedo de mí? ¿Por qué?
—Le tengo miedo a él porque ya habla nuestro idioma tan bien como cualquier esclavo al cabo de diez años. Le tengo miedo porque sus ojos… no parecen parpadear. Ya me ha hecho reír y llorar.
Silencio. Las escenas oscilaron en sus pensamientos, una serie de imágenes rotas y rompedoras. Se agarrotó sobre la estera, con los miembros tensos contra la blandura de ella.
—A ti te tengo miedo —prosiguió— porque me habías dicho que esto sucedería. Sabías que ocurrirían todas estas cosas. Conoces a ese hombre, aunque nunca has hablado con él.
Le dolía la garganta. «Solamente has llorado cuando te he pegado.»
Le besó el brazo y le tocó los labios con un dedo.
—Ayer, me dijo: «¿Por qué espera?».
Desde que había encontrado al hombre, los acontecimientos habían sucedido con tanta certidumbre como si el menor suceso estuviera empapado de las aguas del destino y el presagio. No podía haber más intimidad entre él y ese hombre. Con sus manos desnudas le había estrangulado hasta la muerte en un sueño tras otro.
—¿Nunca le has hablado de mí? —preguntó. Y ordenó.
—No, no lo he hecho. Pero es que tú le conoces. Y él te conoce a ti.
—A través de ti. Me ve a través de ti.
Por un instante se preguntó qué era lo que el extranjero veía, qué imagen de él se transmitía a través de las hermosas expresiones de Anissi. «Buena parte de la verdad», decidió.
De todas sus esposas, sólo Anissi tenía el coraje de decirle cuándo gritaba en sueños. Sólo ella le susurraba cuando él se despertaba llorando. Las otras se quedaban inmóviles, muertas, simulando el sueño, lo cual era bueno. A las otras las habría pegado por osar ser testimonios de esa debilidad.
En la penumbra, Anissi le cogió el hombro y tiró de él como si quisiera apartarle de algún gran peligro.
—Señor, esto es sacrilegio. Es un brujo. Un hechicero.
—No. Es menos que eso. Y más.
—¿Cómo? ¿Cómo lo sabes? —La precaución había desaparecido de su voz. Entonces era insistente.
Cerró los ojos. El rostro lloriqueante de Bannut se le apareció en mitad de la oscuridad, rodeado del furor de Kiyuth.
«Maricón llorica…»
—Duerme, Anissi.
¿Se atrevería a utilizar al hijo para encontrar al padre?
El día era soleado, y la calidez hablaba de la inevitabilidad del verano. Cnaiur se detuvo ante el ancho cono del yaksh, siguiendo los patrones del bordado a lo largo de sus caras escondidas. Era uno de esos días en los que los restos del invierno desaparecían de las pieles y las grietas de la madera del yaksh, cuando el olor a podrido era sustituido por el olor a polvo.
Se agachó frente a la portezuela del yaksh y puso dos dedos en el suelo; después, se los llevó a los labios como era costumbre. Ese acto le reconfortaba, aunque ya hacía mucho tiempo que las razones de que así fuera habían muerto. Apartó la portezuela y se deslizó en el interior, donde se sentó con las piernas cruzadas de espaldas a la entrada.
Trató de ubicar la figura encadenada en la oscuridad. El corazón le martilleaba el pecho.
—Mis esposas me han dicho que has aprendido nuestro idioma con una rapidez… increíble.
Una luz pálida se filtró detrás de él. Vio los miembros desnudos, grises como las ramas muertas. El olor a orina y excrementos saturaba el aire. El hombre tenía el aspecto y el olor de la fragilidad y la enfermedad. Eso, como sabía Cnaiur, no era ninguna casualidad.
—Aprendo de prisa, sí. —La cabeza en sombras descendió, como hundiéndose en…
Cnaiur reprimió un estremecimiento. Se parecían tanto.
—Mis esposas me dicen que eres un brujo.
—No lo soy. —Respiración prolongada—. Pero tú ya lo sabes.
—Creo que lo sé. —Sacó su Chorae de una bolsa fijada a su cinturón y lo tiró formando un pequeño arco. Los grilletes repiquetearon. El extranjero cogió la esfera en el aire como si fuera una mosca.
No sucedió nada.
—¿Qué es esto?
—Un don concedido a mi pueblo en tiempos muy antiguos, un don de nuestro Dios. Mata a los brujos.
—¿Y las runas que hay en él?
—No significan nada, al menos ahora.
—No confías en mí. Me tienes miedo.
—No le tengo miedo a nada.
Ninguna respuesta. Una pausa para reconsiderar unas palabras mal escogidas.
—No —dijo el dunyaino, finalmente—. Le tienes miedo a muchas cosas.
Cnaiur apretó los dientes. Otra vez. ¡Le estaba sucediendo otra vez! Palabras como palancas empujándole hacia atrás por una sucesión de precipicios. La ira le recorrió como el fuego a través de un pasillo de rabia. Un azote.
—Tú —dijo crispado— sabes que soy distinto de los demás. Tú percibes mi presencia a través de mis esposas gracias a mi conocimiento. Sabes que haré lo contrario de muchas de las cosas que tú digas por el simple hecho de que tú lo digas. Sabes que cada noche utilizaré las entrañas de una liebre para decidir si debo dejarte vivir.
»Sé quién eres, Anasurimbor. Sé que eres dunyaino.
Si el hombre estaba sorprendido, no lo demostró.
—Responderé tus preguntas —dijo solamente.
—Me contarás todo lo que te ha llevado a tu situación actual. Me explicarás por qué motivo has venido aquí. Si no lo haces a mi plena satisfacción, te mataré inmediatamente.
La amenaza era poderosa; las palabras estaban cargadas de certeza. Otros hombres se habrían inquietado ante ellas, las habrían sopesado en silencio para calcular una respuesta. Pero el dunyaino no lo hizo. Respondió inmediatamente, como si no le sorprendiera nada de lo que Cnaiur pudiera decir o hacer.
—Todavía estoy vivo porque mi padre pasó por tus tierras cuando tú eras joven y cometió un crimen que tú tratas de reparar. No creo que sea posible que me mates, aunque eso es lo que deseas. Eres demasiado inteligente para encontrar satisfacción con un sustituto. Comprendes el poder que yo represento, y sin embargo, todavía tienes la esperanza de utilizarme como el instrumento de tu mayor deseo. Mis circunstancias, así pues, están cortadas por el mismo patrón que tu objetivo.
Silencio momentáneo. Los pensamientos de Cnaiur daban tumbos por la impresión y la confirmación. Después, retrocedió con una repentina sospecha. «Este hombre es un intelecto… Guerra.»
—Estás preocupado —dijo la voz—. Te esperabas este punto de vista, pero no esperabas que lo dijera en voz alta, y como lo he dicho en voz alta, temes que pueda limitarme a satisfacer tus expectativas para engañarte en un sentido más profundo. —Una pausa—. Como mi padre, Moenghus.
Cnaiur escupió.
—¡Las palabras son para ti cuchillos! Pero no siempre cortan, ¿verdad? Has estado a punto de morir mientras cruzabas Suskara. Quizá yo deba pensar como un sranc.
El extranjero empezó a responder, pero Cnaiur ya se había puesto de pie y se inclinaba para salir al aire puro de la estepa, gritando en busca de ayuda. Observó, impávido, cómo los suyos sacaban al norsirai del yaksh y lo ataban, desnudo, a un poste cercano al centro del campamento. Durante horas, el hombre sollozó y aulló, rogó piedad a gritos como se la rogaban a él en los viejos tiempos. Sus intestinos se vaciaron; tanta era la agonía.
Cnaiur pegó a Anissi cuando ella empezó a llorar. No se creía nada de eso.
Esa noche, Cnaiur regresó, sabiendo, o mejor esperando, que la oscuridad le protegería.
El aire todavía apestaba bajo las pieles. El extranjero estaba tan silencioso como la luz de la luna.
—Ahora —dijo Cnaiur—, tu objetivo… Y no creas que me he hecho ilusiones de haberte doblegado. Los de tu especie nunca sois doblegados.
Se oyó un susurro en la oscuridad.
—Tienes razón. —La voz era cálida en la penumbra—. Para los de mi especie sólo hay misiones. He venido a por mi padre, Anasurimbor Moenghus. He venido a matarlo.
Silencio, con la salvedad de una leve brisa procedente del sur.
El extranjero continuó.
—Ahora el dilema es solamente tuyo, scylvendio. Nuestras misiones parecen ser la misma. Sé dónde y, lo que es más importante, cómo encontrar a Anasurimbor Moenghus. Te ofrezco la copa que tú deseas. ¿Es veneno o no?
¿Se atrevería a utilizar al hijo?
—Es siempre veneno —susurró Cnaiur— cuando tienes sed.
Las esposas del caudillo atendían a Kellhus, lavaban su piel quebrada con ungüentos hechos por las ancianas de la tribu. A veces, les decía algo mientras lo hacían, calmaban sus atemorizados ojos con palabras tiernas, las hacía sonreír.
Cuando llegó el momento de que su esposo y el norsirai partieran, se reunieron en el gélido espacio de tierra que había delante del Yaksh Blanco y observaron solemnemente cómo los hombres preparaban sus caballos. Percibían el monolítico odio de uno y la divina indiferencia del otro. Y cuando las dos figuras estuvieron circundadas por lejanos pastos, no supieron por quién lloraban, si por el hombre que las había dominado o por el hombre que las había conocido.
Sólo Anissi era consciente del motivo de sus lágrimas.
Cnaiur y Kellhus cabalgaron hacia el sureste, cruzando tierras utemot y adentrándose en las de los kuoti. Cerca del límite meridional de los pastos kuoti, fueron abordados por unos cuantos jinetes. Las empuñaduras de sus espadas eran cabezas de lobo pulidas, y llevaban sillas de montar con penachos. Cnaiur habló con ellos levemente, les recordó los Caminos y ellos se alejaron cabalgando, ansiosos, según imaginó, por contarles a sus caudillos que al fin los utemot no contaban con Cnaiur urs Skiotha, el–que–destroza–caballos, el más violento de los hombres.
Una vez estuvieron a solas, el dunyaino trató de nuevo de entablar conversación con él.
—No podrás mantener ese silencio para siempre —dijo.
Cnaiur escrutó al hombre. Su cara, cubierta de una barba rubia, era gris contra las superficies nubladas. Llevaba un arnés sin mangas, común entre los scylvendios, y sus pálidos antebrazos sobresalían de la capa de cuero que le caía de los hombros. Las colas de marmota que adornaban la capa se balanceaban al paso de su caballo. Podría haber sido scylvendio si no hubiera sido por su pelo claro y sus brazos sin cicatrices. Ambas cosas le hacían parecer una mujer.
—¿Qué quieres saber? —le preguntó Cnaiur, sospechando, a regañadientes.
Pensó que era una buena cosa que le perturbara su impecable scylvendio del norte. Era un recordatorio. En cuanto el norteño no le perturbara, sabía que estaría perdido. Ésa era la razón por la que con frecuencia no quería hablarle a la abominación, la razón por la que se habían pasado los últimos días cabalgando en silencio. La costumbre era tan peligrosa allí como la astucia de ese hombre. En cuanto la presencia del hombre dejara de irritarle, en cuanto se sintiera en consonancia con sus circunstancias, le antecedería en el transcurso de los acontecimientos, le dirigiría de un modo que no se podría ver.
En el campamento, Cnaiur había utilizado a sus esposas como intermediarias para aislarse a sí mismo de Kellhus. Ésa había sido una de las muchas precauciones que había tomado; hasta había dormido con un cuchillo en la mano, sabedor de que el hombre no tendría necesidad de romper sus cadenas para visitarle. Podía presentarse como otro —hasta como Anissi—, tal como Moenghus se había presentado ante el padre de Cnaiur tantos años atrás, con el rostro de su hijo mayor.
Pero entonces Cnaiur no tenía ningún intermediario para protegerse. No podía contar con el silencio, como había esperado inicialmente. A medida que se acercaran al Nansurium, se verían obligados a hacer planes. Hasta los lobos necesitaban planes para sobrevivir en tierra de perros.
Ahora estaba solo con un dunyaino, y no podía imaginar un peligro mayor.
—Esos hombres —dijo Kellhus—, ¿por qué te han dejado pasar?
Cnaiur le miró con cautela. «Empieza con pequeñas cosas para introducirse en mi corazón sin que yo me dé cuenta.»
—Es nuestra costumbre. Todas las tribus asaltan de vez en cuando el Imperio.
—¿Por qué?
—Por muchas razones: para capturar esclavos, para saquear, pero sobre todo para rendir culto.
—¿Para rendir culto?
—Somos el Pueblo de la Guerra. Nuestro Dios está muerto; fue asesinado por los pueblos de los Tres Mares. Nuestra obligación es vengarle.
Cnaiur lamentó su respuesta. Aparentemente, parecía inocua, pero por primera vez se dio cuenta de lo mucho que ese hecho decía del Pueblo de la Guerra y, por extensión, de sí mismo. «Para este hombre no hay cosas pequeñas.» Todos los detalles, todas las palabras, eran un cuchillo en las manos de ese extranjero.
—Pero ¿cómo —insistió el dunyaino— se le puede rendir culto a lo que está muerto?
«No digas nada», pensó, pero ya estaba hablando.
—La muerte es más grande que cualquier hombre. Se le debe rendir culto.
—Pero la muerte es…
—Yo haré las preguntas —le espetó Cnaiur—. ¿Por qué te han mandado a matar a tu padre?
—Esto —dijo Kellhus, irónicamente— es algo que deberías haberme preguntado antes de aceptar mi trato.
Cnaiur reprimió el impulso de sonreír, sabedor de que ésa era la reacción que el dunyaino buscaba.
—¿Por qué? —contraatacó—. Sin mí, te sería imposible cruzar la estepa con vida. Hasta las montañas Hethanta, eres mío. Tengo hasta entonces para hacerme una idea.
—Pero si a los extranjeros les es imposible cruzar la estepa, ¿cómo logró mi padre escapar?
A Cnaiur se le puso la piel de gallina, pero pensó: «Buena pregunta. Me recuerda la traición de los tuyos».
—Moenghus era astuto. En secreto, se había cubierto los brazos de cicatrices y se los había ocultado. Después de matar a mi padre y de que los utemot se vieran obligados por su honor a no importunarle, se afeitó la cara y se tiñó el pelo de negro. Como podía hablar como si fuera uno del Pueblo de la Guerra, cruzó esta tierra como nosotros hacemos, como un utemot cabalgando para rendir culto. Sus ojos eran casi tan pálidos… —Entonces, Cnaiur añadió—: ¿Por qué crees que te prohibí que te vistieras durante tu cautiverio?
—¿Quién le dio el tinte?
El corazón de Cnaiur a punto estuvo de detenerse.
—Yo.
El dunyaino se limitó a asentir y apartó la mirada del monótono horizonte. Cnaiur se sorprendió siguiendo su mirada.
—¡Estaba poseído! —le espetó—. ¡Poseído por un demonio!
—Cierto —respondió Kellhus, girándose hacia él, pero su voz era severa, como la de un scylvendio—. Mi padre te habitaba.
Y Cnaiur se encontró deseando oír lo que el hombre iba a decir. «Tú puedes ayudarme. Tú eres sabio.»
¡Otra vez! ¡El brujo estaba haciéndolo otra vez! Estaba desviando su discurso, conquistando los movimientos de su alma. Era como una serpiente tanteando una salida tras otra.
—¿Por qué te han mandado a matar a tu padre? —le exigió Cnaiur, aprovechándose de su pregunta no respondida como prueba de la profundidad inhumana de esa contienda. «Y es una contienda», advirtió Cnaiur. No hablaba con ese hombre; guerreaba contra él. «Intercambiaré cuchillos.»
El dunyaino le miró con curiosidad, como si estuviera preocupado por su sospecha inconsciente. Otra estratagema.
—Porque mi padre me ha llamado —respondió crípticamente.
—¿Y eso es razón suficiente para matarle?
—Los dunyainos han estado escondidos durante dos milenios y seguirían escondidos, si pudieran, por toda la eternidad. Pero hace treinta y un años, cuando yo era todavía un niño, fuimos descubiertos por un grupo de sranc. Los sranc fueron fácilmente destruidos, pero por si acaso, mi padre fue mandado a los bosques para que determinara hasta qué punto éramos vulnerables. Cuando regresó unos cuantos meses más tarde, se decidió que debía exiliarse. Mi padre había sido contaminado, se había convertido en una amenaza para nuestra misión. Pasaron tres décadas, y se daba por hecho que estaba muerto. —El dunyaino frunció el entrecejo—. Pero entonces regresó, regresó de un modo sin precedentes. Nos mandó sueños.
—Hechicería —dijo Cnaiur.
El dunyaino asintió.
—Sí, aunque en ese momento nosotros no lo sabíamos. Sabíamos solamente que la pureza de nuestro aislamiento había sido contaminada, y que la fuente de esa contaminación debía ser encontrada y eliminada.
Cnaiur examinó el perfil del hombre, que se mecía suavemente al ritmo del medio galope de su caballo.
—Así que eres un asesino.
—Sí.
Como Cnaiur permaneció en silencio, Kellhus prosiguió.
—No me crees.
¿Cómo iba a creerle? ¿Cómo iba a creer a un hombre que nunca hablaba, que siempre tramaba y maniobraba, tramaba y maniobraba, incesantemente?
—No te creo.
Kellhus se giró hacia la circundante llanura de color verde grisáceo. Habían dejado atrás los ondulados pastos de Kuoti y entonces cruzaban la inmensa meseta del interior de Jiunati. Al otro lado de un pequeño riachuelo y del delgado empalizado de arbustos y álamos que reseguía sus hundidas riberas, las distancias eran tan anodinas como un océano. Sólo el cielo, lleno de nubes que parecían montañas navegando, poseía profundidad.
—Los dunyainos —dijo Kellhus, al cabo de un rato— se han entregado al Logos, a lo que tú llamas razón e intelecto. Buscamos la conciencia absoluta, el pensamiento que se mueve a sí mismo. Los pensamientos de todos los hombres surgen de la oscuridad. Si eres el movimiento de tu alma, y la causa de ese movimiento te procede, entonces, ¿cómo podrías llamar tuyos a tus pensamientos? ¿Cómo podrías ser otra cosa que un esclavo de la oscuridad que antecede a todo? Sólo el Logos permite mitigar esa esclavitud. Sólo conocer las fuentes del pensamiento y la acción nos permite usar nuestros pensamientos y nuestras acciones para librarnos del yugo de las circunstancias. Y sólo los dunyainos poseen este conocimiento, llanero. El mundo sueña, esclavizado por su ignorancia. Sólo los dunyainos están despiertos. Moenghus, mi padre, amenaza esto.
¿Pensamientos que surgían de la oscuridad? Quizá mejor que la mayoría; Cnaiur sabía que eso era cierto. Estaba acosado por pensamientos que no podían ser los suyos. Cuántas veces, después de pegar a una de sus mujeres, había mirado su enrojecida palma y pensado: «¿Quién me ha movido a hacer esto? ¿Quién?».
Pero eso era irrelevante.
—Ésa no es la razón por la que no te creo —dijo Cnaiur, pensando: «Ya lo sabe». El dunyaino podía leerle con la misma facilidad con que un miembro de su tribu podía leer el humor de su rebaño.
Como si pudiera ver ese pensamiento, Kellhus dijo:
—No crees que un hijo pueda ser el asesino de su padre.
—Sí.
El hombre asintió.
—Los sentimientos, como el amor de un hijo por su padre, no hacen más que devolvernos a la oscuridad; nos hacen esclavos de la costumbre y el apetito. —Los refulgentes ojos brillantes mantenían a los de Cnaiur en una calma imposible—. Yo no quiero a mi padre, llanero. Yo no le quiero. Si su asesinato permite a mis hermanos lograr su misión, entonces le mataré.
Cnaiur observó al hombre; la cabeza le zumbaba de cansancio. ¿Podía creer eso? Lo que ese hombre decía parecía perfectamente lógico, pero Cnaiur sospechaba que podía hacer que cualquier cosa sonara creíble.
—Además —prosiguió Anasurimbor Kellhus—, tú sabes algo de este asunto.
—¿De qué asunto?
—De hijos que matan a sus padres.
En lugar de responder, el scylvendio le dedicó una mirada fugaz, herida, y después escupió.
Manteniendo una expresión expectante, Kellhus lo rodeó con la palma de sus sentidos. La estepa, el riachuelo cada vez más cercano, todo en su campo visual retrocedió. Cnaiur urs Skiotha se convirtió en el todo. El rápido ritmo de su respiración. La postura de los músculos alrededor de sus ojos. Su pulso, como un gusano moviendo los tendones del cuello. Se convirtió en un coro de signos, un texto vivo, y Kellhus pudo leerlo. Si esas circunstancias debían ser poseídas, entonces todo debía ser tenido en cuenta.
Desde que había abandonado al cazador y había huido al sur a través de las tierras baldías del norte, Kellhus se había encontrado con muchos hombres, especialmente en la ciudad de Atrithau. Allí descubrió que Leweth, el cazador que le había salvado, no era una excepción. Los hombres nacidos en el mundo eran tan cortos de luces e ilusos como el cazador. Kellhus sólo necesitaba pronunciar unas cuantas verdades rudimentarias, y se quedaban asombrados. Sólo tenía que hilvanar esas verdades en un tosco sermón y renunciaban a sus posesiones, amantes, incluso hijos. Cuarenta y siete hombres le habían acompañado desde que había partido a caballo de las puertas meridionales de Atrithau, hombres que se hacían llamar adunyanios, «pequeños dunyainos». Ninguno había sobrevivido a la caminata a través de Suskara. Lo habían sacrificado todo por amor y sólo habían pedido palabras a cambio, sólo la apariencia del significado.
Pero ese scylvendio era distinto.
Kellhus se había enfrentado a la sospecha y la desconfianza con anterioridad, y había descubierto que podía volver ambas cosas en su favor. Había descubierto que los hombres que sospechaban se entregaban más que la mayoría cuando finalmente confiaban en uno. Al no creer en nada al principio, de repente lo creían todo, fuera para hacer penitencia por sus recelos iniciales, o simplemente para evitar cometer el mismo «error» de nuevo. Muchos de sus más fanáticos seguidores habían sido escépticos al principio.
Pero la desconfianza que albergaba Cnaiur urs Skiotha era distinta de todas las que había encontrado hasta entonces, tanto en su proporción como en su forma. A diferencia de los demás, ese hombre le conocía.
Cuando el scylvendio, con la expresión fláccida de asombro y tensa de odio al mismo tiempo, le había encontrado encima del túmulo, Kellhus había pensado: «Padre…, al fin te he encontrado…». Ambos habían sido Anasurimbor Moenghus en el rostro del otro. Nunca se habían visto, pero se conocían mutuamente con intimidad.
Al principio, su vínculo se había revelado ventajoso para la misión de Kellhus. Le había permitido seguir con vida y le garantizaba que podría cruzar la estepa en condiciones seguras. Pero también había significado que sus circunstancias fueran incalculables.
El scylvendio siguió rechazando todos sus intentos de poseerle. No tenía miedo de la perspicacia que Kellhus mostraba. No se había tranquilizado por sus racionalizaciones ni se sentía halagado por sus oblicuas alabanzas. Y cuando sus pensamientos se aceleraban por el interés que había despertado en él lo que Kellhus había dicho, rápidamente se retractaba, recordando acontecimientos transcurridos hacía décadas. Hasta el momento, el hombre sólo había cedido palabras rencorosas y escupitajos.
De algún modo, tras treinta años de obsesión por Moenghus, el hombre había dado con un puñado de verdades referentes a los dunyainos. Conocía su capacidad de leer los pensamientos a través de los rostros. Sabía de su intelecto. Conocía su total compromiso para con su misión. Y sabía que no hablaban para compartir puntos de vista, o para comunicar verdades, sino para adelantarse, para dominar almas y circunstancias.
Sabía demasiado.
Kellhus le estudió con el rabillo del ojo; observó cómo se inclinaba hacia atrás cuando el suelo se hundía hacia el riachuelo, con los hombros llenos de cicatrices inmóviles, las caderas meciéndose al paso del caballo.
«¿Era esto lo que te proponías, Padre? ¿Es él un obstáculo que has puesto en mi camino? ¿O es un accidente?»
Kellhus decidió que probablemente lo segundo. Pese a las burdas tradiciones de su pueblo, el hombre era extraordinariamente inteligente. Los pensamientos de los hombres en verdad inteligentes casi nunca seguían los mismos caminos. Se bifurcaban, y los pensamientos de Cnaiur urs Skiotha se habían ramificado hasta muy lejos, siguiendo a Moenghus hasta lugares en los que ningún hombre nacido en el mundo había osado penetrar.
«De alguna manera, vio a través de ti, Padre, y ahora ve a través de mí. ¿Cuál fue tu error? ¿Puede enmendarse?»
Kellhus parpadeó y, en ese instante, se abstrajo de las laderas, el cielo y el viento, y soñó cien sueños paralelos de acto y consecuencia, siguiendo los hilos de la probabilidad. Y entonces lo vio.
Hasta ese momento había intentado sortear las sospechas del scylvendio, cuando lo que necesitaba era hacer que tales sospechas funcionaran para él. Miró una vez más al llanero e inmediatamente vio la pena y la furia alimentando su incesante desconfianza; después captó las palabras, tonos y expresiones que empujarían al hombre a un lugar del que no podría escapar, donde sus sospechas le obligarían a confiar en él.
Kellhus vio el Camino Más Corto. El Logos.
—Lo siento —dijo, dudando—. Lo que he dicho era inapropiado.
El scylvendio soltó una risotada.
«Sabe que he mentido… Dios.»
Cnaiur le miró directamente a la cara, con una encendida expresión de desafío.
—Dime, dunyaino, ¿cómo se hace para gobernar los pensamientos del mismo modo que los demás gobiernan un caballo?
—¿Qué quieres decir? —respondió Kellhus secamente, como si estuviera decidiendo si ofenderse.
Los cambios de tono del idioma scylvendio eran muchos, muy sutiles, y diferían en el caso de los hombres y las mujeres. Aunque el llanero no era consciente, le había denegado el acceso a importantes herramientas al restringirle el trato a sus esposas.
—¡Incluso ahora —ladró Cnaiur— estás tratando de gobernar los movimientos de mi alma!
El débil repiqueteo del corazón. La densidad de la sangre en su piel curtida. «Todavía no está seguro.»
—Crees que eso es lo que te hizo mi padre.
—Eso es lo que tu padre… —Cnaiur se detuvo, con los ojos dilatados de alarma—. ¡Pero me dices eso para desviarme! ¡Para evitar mi pregunta!
Hasta entonces, Kellhus había previsto con éxito todas las bifurcaciones del pensamiento del scylvendio. Las respuestas de Cnaiur seguían un claro patrón: se lanzaba por los caminos que Kellhus abría para él y después retrocedía. Kellhus sabía que mientras su conversación siguiera aproximadamente ese patrón, el scylvendio creería que estaba seguro.
Pero ¿cómo hacerlo?
Nada engañaba tan bien como la verdad.
—No he conocido a ningún hombre —dijo, al fin— que se comprendiera a sí mismo mejor de lo que le he comprendido yo.
La mirada estremecida de miedo se lo confirmó.
—¿Cómo es eso posible?
—Porque yo he sido educado. Porque he sido formado. Porque soy uno de los Aptos. Porque soy dunyaino.
Sus caballos se dedicaron a retozar paralela y perpendicularmente al riachuelo. Cnaiur se inclinó hacia un lado y escupió en el agua.
—Otra respuesta que no es una respuesta —espetó.
¿Podía decirle la verdad? No, obviamente no.
Kellhus empezó con un semblante de duda.
—Todos vosotros, tanto tus parientes como tus esposas, tus hijos e incluso tus enemigos al otro lado de las montañas, no podéis ver las verdaderas fuentes de vuestros pensamientos y actos. O bien asumís que no son el origen, o bien pensáis que está en algún lugar más allá del mundo, en el Exterior, como he oído que lo llamaban. Lo que te precede, lo que realmente determina tus pensamientos y actos, o bien es pasado por alto, o atribuido a demonios y dioses.
Los ojos estrechos y los dientes apretados de los recuerdos no deseados. «Mi padre ya le ha contado esto…»
—Lo que viene antes determina lo que viene después —prosiguió Kellhus—. Para los dunyainos no hay un principio más importante.
—¿Y qué viene antes? —preguntó Cnaiur, tratando de forzar una risotada.
—¿Para los hombres? Historia, idioma, pasión, costumbre. Todas esas cosas determinan lo que los hombres dicen, piensan y hacen. Éstas son las ocultas cuerdas de marionetas de las que penden todos los hombres.
Respiración entrecortada. Un rostro cargado de pensamientos indeseados.
—Y cuando las cuerdas se ven…
—Pueden cogerse.
Aisladamente, ese reconocimiento era inofensivo: en ciertos aspectos, todos los hombres deseaban dominar a sus semejantes. Sólo cuando se sumaba a eso el conocimiento de sus habilidades podía resultar amenazador.
«Si supiera lo hondo que veo…»
Cómo les aterrorizaría, a los hombres nacidos en el mundo, verse con los ojos de un dunyaino; ver las vanas ilusiones y las estupideces, las deformidades.
Kellhus no veía caras; veía cuarenta y cuatro músculos sobre el hueso y los miles de combinaciones expresivas que podían realizar: una segunda boca tan estentórea como la primera, y mucho más veraz. No oía a los hombres hablar, oía el aullido del animal que llevaban dentro, el gimoteo del niño azotado, el coro de generaciones precedentes. No veía hombres, veía ejemplos y efectos, la ilusa descendencia de padres, tribus y civilizaciones.
No veía lo que venía después. Veía lo que venía antes.
Cabalgaron entre los árboles que había en la otra orilla del riachuelo, esquivando ramas cargadas del verdor del inicio de la primavera.
—Locuras —dijo Cnaiur—. No te creo…
Kellhus no dijo nada y dirigió su caballo por entre árboles y ramas que les golpeaban. Conocía los caminos de los pensamientos del scylvendio, las deducciones que sacaría… Si pudiera olvidar su furia.
—Si todos los hombres ignoran los orígenes de sus pensamientos… —dijo Cnaiur.
Ansiosos por dejar atrás la maleza, los caballos galoparon los últimos metros hacia el campo abierto e infinito.
—Todos los hombres viven engañados.
Kellhus le miró fijamente durante un instante crucial.
—Actúan por razones que no son suyas.
«¿Lo verá?»
—Como esclavos —empezó Cnaiur, frunciendo el ceño de asombro. Entonces, recordó a quién estaba mirando—. ¡Pero dices eso solamente para exonerarte! ¿Qué importancia tiene esclavizar a esclavos, eh, dunyaino?
—Mientras que lo que viene antes permanezca oculto, mientras que los hombres estén engañados, ¿qué más da?
—Porque es un engaño. Un engaño afeminado. ¡Una afrenta contra el honor!
—¿Nunca has engañado a tus enemigos en el campo de batalla? ¿Nunca has esclavizado a otro?
Cnaiur escupió.
—Mis enemigos, mis rivales, ésos que me harían lo mismo a mí si pudieran. Ése es el trato respetado por todos los guerreros, y es un trato honorable. Pero lo que tú haces, dunyaino, convierte a todos los hombres en tus enemigos.
¡Qué penetración!
—¿Así lo crees? ¿O hace de ellos mis hijos? ¿Qué padre no debe gobernar su yaksh?
Al principio, Kellhus temió haber sido demasiado oblicuo.
—¿De modo que eso es lo que somos para ti? ¿Niños? —dijo Cnaiur, después.
—¿Acaso mi padre no te utilizó como su instrumento?
—¡Responde mi pregunta!
—¿Niños para nosotros? Por supuesto que lo sois. ¿De qué otra cosa podría haberse aprovechado mi padre con tan poco esfuerzo?
—¡Mentira! ¡Mentira!
—Entonces, ¿por qué me tienes miedo, scylvendio?
—¡Ya basta!
—Eres débil, ¿verdad? Lloras fácilmente. Te estremecías cada vez que tu padre levantaba la mano… Dime, scylvendio, ¿cómo crees que lo sé?
—¡Porque eso es propio de todos los niños!
—Estimas a Anissi por encima de tus otras esposas no por su mayor belleza, sino porque sólo ella es capaz de sobrellevar tu tormento y, a pesar de ello, seguir queriéndote. Porque sólo ella…
—¡Te lo contó ella! ¡La muy zorra te lo contó!
—Tu ansia por la cópula ilícita, por…
—¡He dicho que ya basta!
Durante miles de años, los dunyainos habían sido criados al límite de sus sentidos, educados para presentar al desnudo lo que precedía. No había secretos en su presencia. Ni mentiras.
¿Cuántas fragilidades espirituales tenía el scylvendio? ¿Cuántos pecados de carne y corazón había cometido? Todo indecible; todo amordazado por la furia y una incesante recriminación, oculto incluso para sí mismo.
Si Cnaiur urs Skiotha sospechaba de Kellhus, entonces Kellhus obraría en consecuencia. Verdad. Verdad indecible. O bien el scylvendio preservaba su autoengaño abandonando sus sospechas, pensando que Kellhus era un simple charlatán al que era mejor no temer, o bien abrazaba la verdad y compartía lo indecible con el hijo de Moenghus. De ambos modos, la misión de Kellhus se vería beneficiada. De ambos modos, la confianza de Cnaiur sería, en última instancia, indudable, fuera la confianza propia del desdén o la confianza propia del amor.
El scylvendio a punto estuvo de quedarse boquiabierto, con los ojos como platos a causa de un horror estupefacto. Kellhus leyó su expresión; vio las inflexiones del rostro, el timbre y las palabras que le calmarían y le devolverían su ademán inescrutable, o bien acabarían con cualquier serenidad que le quedara.
—¿Es así con todos los guerreros de sangre caliente? ¿Todos ellos se estremecen ante la verdad?
Pero algo se torció. Por alguna razón, la palabra verdad no alcanzó a golpear la violencia de la pasión de Cnaiur y se desvaneció en una calma adormilada, como un potrillo que se desangrara.
—¿La verdad? Tú sólo necesitas hablar para convertirla en una mentira, dúnyaino. No hablas como los demás hombres.
«Una vez más sus conocimientos…» Pero no era demasiado tarde.
—¿Y cómo hablan los demás hombres?
—Las palabras que los hombres pronuncian no les pertenecen a ellos. No siguen el rastro de su nacimiento.
«Muéstrale la locura. La verá.»
—El suelo sobre el que los hombres hablan no tiene caminos, scylvendio…, como la estepa.
Kellhus reconoció su error al instante. La ira refulgió en los ojos del hombre, y no podía haber ninguna duda de su causa.
—¡¿La estepa no tiene rastros, dunyaino?! —le gritó.
«¿Es el camino que tú tomaste, padre?»
No podía haber ninguna duda. Moenghus había utilizado la estepa, la figura central de las creencias scylvendias, como su vehículo principal. Explotando la inconsistencia metafórica entre la estepa sin caminos y los profundos caminos de las costumbres de los scylvendios, había logrado que Cnaiur cometiera determinados actos que de otro modo le hubieran resultado inimaginables. Para serle fiel a la estepa, se debían repudiar las costumbres. Y en ausencia de prohibiciones consuetudinarias, cualquier acto, hasta el asesinato del propio padre, se volvía concebible.
Una estratagema sencilla y eficaz. Pero al final, había resultado descifrada con una excesiva facilidad. Le había dado a Cnaiur una comprensión mucho mayor de los dunyainos.
—¡Otra vez el torbellino! —gritó el hombre, inexplicablemente.
«Está loco.»
—¡Todo esto! —dijo despotricando—. ¡Cada palabra es un azote!
Kellhus sólo vio en su cara asesinatos y tumultos. Una brillante venganza en sus ojos.
«Al final de la estepa. Le necesito para cruzar las tierras scylvendias. Si no ha sucumbido cuando lleguemos a las montañas, le mataré.»
Esa noche recogieron hierba muerta y la trenzaron formando gruesos fajos. Después de hacer un pequeño montón, Cnaiur les prendió fuego. Se sentaron cerca de la hoguera mientras roían sus provisiones en silencio.
—¿Por qué crees que Moenghus te llamó? —le preguntó Cnaiur, sorprendido por la extrañeza de pronunciar ese nombre. «Moenghus…»
El dunyaino siguió masticando con la mirada perdida en los pliegues dorados del fuego.
—No lo sé.
—Debes saber algo. Te mandó sueños.
Refulgiendo a la luz del fuego, los implacables ojos azules buscaron los suyos. «Empieza el escrutinio», pensó Cnaiur, pero entonces se dio cuenta de que el escrutinio había empezado mucho antes, con sus esposas en el yaksh, y que no había terminado.
«El juicio es incesante.»
—Los sueños no eran más que imágenes —dijo Kellhus—, imágenes de Shimeh, y de un violento enfrentamiento entre pueblos. Sueños de historia…, exactamente los sueños que son un anatema para los dunyainos.
«Este hombre hace eso constantemente», pensó Cnaiur; constantemente poblaba sus respuestas con comentarios que exigían por sí mismos una réplica o una pregunta. ¿La historia es un anatema para los dunyainos? Pero ése era el objetivo del hombre: desviar el alma de Cnaiur de cuestiones mucho más importantes. ¡Qué enloquecedora sutileza!
—Pero te llamó —insistió Cnaiur—. ¿Y quién llama a otro sin dar razones? —«A menos que el llamado se sienta obligado a acudir.»
—Mi padre me necesita. Eso es todo lo que sé.
—¿Te necesita? ¿Para qué? —«Ésta. Ésta es la pregunta.»
—Mi padre está en guerra, llanero. ¿Qué padre no llama a su hijo en tiempos de guerra?
—Uno que cuente a su hijo entre sus enemigos. —«Aquí hay algo más…, algo que estoy pasando por alto.»
Miró al norsirai a través del fuego y supo, de alguna manera, que el hombre había visto esa revelación en su interior. ¿Cómo podía imponerse en una guerra como ésa? ¿Cómo podía vencer a alguien que podía oler sus pensamientos por medio de las sutilezas de su expresión? «Mi cara…, tengo que esconder mi cara.»
—¿En guerra contra quién? —preguntó Cnaiur.
—No lo sé —respondió Kellhus, y casi pareció desesperado, como un hombre que lo ha apostado todo a la sombra de un desastre.
«¿Lástima? ¿Trata de ganarse la lástima de un scylvendio?» Por un instante, Cnaiur estuvo a punto de sonreír. «Quizá lo he sobrevalorado…» Pero una vez más, sus instintos le salvaron.
Con su brillante cuchillo, Cnaiur cortó otro pedazo de amicut, la barra de carne de buey seca, hierbas silvestres y bayas en que consistía la mayor parte de sus provisiones. Se quedó mirando impávidamente al dunyaino mientras masticaba.
«Quiere que crea que es débil.»