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Momemn

«La razón, escribe Ajencis, es la capacidad de sobreponerse a obstáculos desconocidos para la satisfacción del deseo. Lo que distingue al hombre de las bestias es la capacidad del hombre para sobreponerse a los obstáculos mediante la razón.

Pero Ajencis ha confundido lo accidental con lo esencial. Anterior a la capacidad de sobreponerse a infinitos obstáculos es la capacidad de enfrentarse a ellos. Lo que define al hombre no es que razona, sino que reza.»

Ekyannus I, Cuarenta y cuatro epístolas

Finales de invierno, año del Colmillo 4111, Momemn

El Príncipe Nersei Proyas se tambaleó y recobró el equilibrio mientras sus hombres remaban en el bote entre las grandes olas. Había decidido llegar a las playas del Nansurium de pie, pero el Meneanor, que había decidido batir las costas hasta que todo el mundo fuera mar, se lo estaba poniendo difícil. En dos ocasiones, unos inmensos muros de espuma habían estado a punto de echarlo por la borda, y se había planteado si su decisión era la correcta. Escudriñó la costa arenosa, vio que en la playa sólo estaba el estandarte de Attrempus y decidió que llegar seco y sentado era mucho mejor que medio ahogado. «¡La Guerra Santa al fin!»

Pero si bien esa idea le conmovió profundamente, lo hizo acompañada de una cierta aprensión. Había sido el primero en besar la rodilla de Maithanet en Sumna, y entonces estaba seguro de que sería el último de los Grandes Nombres en unirse a la Guerra Santa.

«Política», pensó con acritud. No era, como había escrito el filósofo Ajencis, la negociación de ventajas en el seno de comunidades de hombres; era más una absurda subasta que un ejercicio de oratoria. Uno trocaba principios y piedad para conseguir lo que los principios y la piedad exigían. Uno se mancillaba para limpiarse.

Proyas había besado la rodilla de Maithanet, se había comprometido con el rumbo que esos principios y esa piedad le exigían. ¡Dios mismo había sancionado ese rumbo! Pero desde el principio se había visto envuelto en política: las incesantes disputas con el Rey, su padre; los irritantes retrasos en la formación de la flota; las innumerables concesiones, contratos, huelgas preventivas, huelgas de represalia, halagos y amenazas. Parecía una alma vendida para salvarse.

«¿Ha sido ésta tu prueba? ¿Me has encontrado carencias?»

Hasta el viaje por mar había sido una prueba. Siempre veleidoso, el Meneanor era especialmente tormentoso en invierno. Los había golpeado un temporal procedente de las costas de Cironj y habían sido apartados de su rumbo por el Meneanor. Se habían visto obligados por vientos desfavorables a navegar peligrosamente cerca de costas infieles. En un momento dado, habían estado a una distancia de pocos días de Shimeh, o al menos eso le había dicho el estúpido de su oficial de derrota, como si la ironía fuera a entusiasmarle en lugar de irritarle. Entonces, habían soportado la segunda tormenta, cuando viraban trabajosamente hacia el norte, la que había dispersado la flota y había segado la vida de más de quinientos hombres. A cada momento, parecía que algo conspirara contra él. Si no eran los hombres, eran los elementos, y si no los elementos, los hombres. Hasta los sueños le habían atormentado: que la Guerra Santa ya había partido; que él llegaría, compartiría un cuenco de vino con el Emperador y después le dirían que volviera a casa.

Quizá debería haberse esperado algo así. Quizá encontrarse con Achamian en Sumna —¡mientras se arrodillaba ante Maithanet, nada menos!— había sido algo más que una indignante coincidencia. Quizá había sido un augurio, un recordatorio de que los Dioses con frecuencia se reían de las cosas que a los hombres les hacían rechinar los dientes.

Justo, entonces, una inmensa ola empujó el bote hacia adelante y empapó a sus tripulantes con agua espumosa ribeteada por la luz del sol. Como una bellota sobre la seda, la quilla se deslizó y quedó en paralelo a la cresta de la ola. Muchos de los remeros gritaron. Por un instante, pareció inevitable que se hundieran. Perdieron a uno de los remeros. Entonces, el bote se encalló con un banco de arena y se encontraron varados en mitad de numerosas charcas provocadas por la marea. Proyas se bajó de un salto con sus hombres y, contra sus protestas, les ayudó a arrastrar el bote hasta la playa de color hueso. Vislumbró su flota esparcida sobre el brillante mar. Parecía imposible. Allí estaban. Habían llegado.

Mientras los otros empezaban a descargar el equipaje, Proyas dio unos cuantos pasos sobre tierra firme y cayó de rodillas. La arena le quemaba la piel. El viento le revolvía su corto pelo color azabache. El aire olía a sal, pescado y piedra ardiente. No era muy distinto, del olor de la distante costa de Conriya.

«Ha empezado, dulce Profeta… La Guerra Santa ha empezado. Permíteme ser la fuente de tu justa ira. Permítele a mi mano ser la mano que limpia tu hogar de maldad. ¡Permíteme ser tu martillo!»

Protegido por el ruido de las estruendosas olas, parecía seguro llorar. Tuvo que parpadear para alejar las lágrimas de sus ojos.

En un extremo de su campo visual, vio cómo los hombres que le habían esperado se acercaban por las blancas dunas. Se aclaró la garganta, se puso en pie cuando estuvieron cerca y se sacudió con aire ausente la arena de la túnica. Bajo el ondeante estandarte de Attrempus, se pusieron de rodillas y, con las palmas de las manos sobre los muslos, inclinaron la cabeza ante él. Una baja escarpadura los enmarcaba, y tras ésta una gran mancha gris en el cielo. «Momemn —supuso Proyas—, y sus innumerables hogueras.»

—Te he echado de menos Xinemus —dijo Proyas—. ¿Qué te parece?

El hombre corpulento y de barba espesa que iba al frente se puso en pie. A Proyas le sorprendió, y no por primera vez, lo mucho que se parecía a Achamian.

—Me temo, mi Príncipe —respondió Xinemus— que tu considerado sentimiento no durará mucho más… —Dudó—. Es decir, una vez que oigas las noticias que tengo para ti.

«Ya empieza.»

Meses atrás, antes de que regresara a Conriya para reclutar a su ejército, Maithanet le había advertido de que la Casa Ikurei probablemente pretendiera dar al traste con la Guerra Santa. Pero el porte de Xinemus le dijo que algo mucho más dramático que el mero politiqueo había aflorado durante su ausencia.

—Nunca he sido de los que culpan al mensajero, Xinemus. Ya lo sabes. —Estudió momentáneamente el rostro del séquito del Mariscal—. ¿Dónde está ese inútil de Calmemunis?

Xinemus a duras penas pudo controlar el temor en sus ojos.

—Muerto, mi Príncipe.

—¿Muerto? —preguntó secamente. «¡Por favor, que no empiece así!» Frunció los labios y preguntó sin alterarse—: ¿Qué ha sucedido?

—Calmemunis marchó…

—¿Marchó? Lo último que oí era que le faltaban provisiones. Le mandé una carta al Emperador en persona pidiéndole que le negara a Calmemunis todo lo que pudiera necesitar para marchar.

«¡Por favor, así no!»

—Cuando el Emperador le negó las provisiones, Calmemunis y los demás provocaron disturbios, hasta saquearon unas cuantas aldeas. Esperaban marchar contra los infieles solos para obtener toda la gloria. A punto estuve de llegar a las manos con el maldito…

—¿Calmemunis marchó? —Proyas estaba petrificado—. ¿El Emperador le dio provisiones?

—Desde mi punto de vista, mi Príncipe, Calmemunis no le dio al Emperador otra opción. Siempre ha sabido cómo incitar a sus hombres. O le daba provisiones y se deshacía de él, o se arriesgaba a una guerra abierta.

—El Santo Shriah habría intercedido antes de que eso sucediera —espetó Proyas, reacio a absolver a nadie de ese crimen—. ¿Calmemunis marchó y ahora está muerto? Quieres decir que…

—Sí, mi Príncipe —dijo Xinemus con solemnidad. Ya había digerido esos hechos—. La primera batalla de la Guerra Santa ha terminado catastróficamente. Todos están muertos; Istratmenni, Gedapharus, todos los barones peregrinos de Kanampurea, junto a otros incontables miles, han sido destruidos por los infieles en un lugar llamado las llanuras de Mengedda. Por lo que yo sé, sólo una treintena de galeoth del contingente de Tharschilka sobrevivieron.

Pero ¿cómo podía ser? ¿La Guerra Santa derrotada en batalla?

—¿Sólo una treintena? ¿Cuántos partieron?

—Más de cien mil: los primeros galeoth en llegar y los primeros ainonios junto a las huestes de chusma que descendieron hasta Momemn poco después del llamamiento del Shriah.

El estruendoso golpe y el silbido de la espuma llenaron el silencio. La Guerra Santa, o una fracción considerable de ella, había sido masacrada. «¿Estamos condenados? ¿Pueden los infieles ser tan fuertes?»

—¿Qué dice el Shriah? —preguntó con la esperanza de silenciar esas temibles premoniciones.

—El Shriah se ha sumido en el silencio. Gotian dice que está llorando por las almas caídas en Mengedda. Pero existe el rumor de que le da miedo que la Guerra Santa no pueda vencer a los infieles, que espera una señal de Dios, y la señal no llega.

—¿Y el Emperador? ¿Qué dice él?

—El Emperador ha venido afirmando en todo momento que los Hombres del Colmillo subestiman la ferocidad de los infieles. Y lamenta la pérdida de la Guerra Santa Vulgar.

—¿De qué?

—Así es como ha acabado llamándose… Por la chusma.

Un vergonzante alivio acompañó su explicación. Cuando se hizo evidente que esa escoria —ancianos, mujeres, incluso niños huérfanos— respondería a la llamada del Shriah, Proyas ya se había preocupado por la posibilidad de que la campaña fuera más una migración que un ejército.

—El Emperador llora públicamente —continuó Xinemus—, pero en privado insiste en que ninguna guerra contra los infieles, santa o de cualquier otra naturaleza, puede tener éxito sin el liderazgo de su sobrino, Conphas. Emperador o no, el hombre es un perro mercenario.

Proyas asintió, comprendiendo al fin el perfil de los acontecimientos que tenía ante sí.

—Y supongo que el precio que exige por el gran Ikurei Conphas es nada más y nada menos que el Solemne Contrato, ¿no es así? Ese desgraciado de Calmemunis nos ha vendido.

—Intenté, mi señor… Intenté retener al Palatino. ¡Pero no tenía ni el rango ni la astucia necesaria para detenerle!

—Ningún hombre tiene la astucia necesaria para razonar con un idiota, Zin. Y lo del rango no es culpa tuya. Calmemunis era un hombre arrogante e impetuoso. En ausencia de sus superiores, sin duda, se embriagaba de presunción. Se condenó a sí mismo, Zin. Es tan simple como eso.

Pero Proyas sabía que no era tan simple como eso. El Emperador había tenido su participación en aquello; de eso, estaba seguro.

—Pero a pesar de todo —dijo Xinemus— no puedo evitar la sensación de que podría haber hecho más.

Proyas se encogió de hombros.

—Decir «podría haber hecho más», Zin, es lo que hace de un hombre un hombre y no un Dios. —Soltó una risotada con tristeza—. En realidad, fue Achamian quien me dijo eso.

Xinemus sonrió lánguidamente.

—También a mí me lo dijo… Un idiota muy sensato, ese Achamian.

«Y perverso…, un blasfemo. Cómo me gustaría que recordaras eso, Zin.»

—Un idiota sensato, sí.

Al ver que el Príncipe había llegado sano y salvo, el resto de las huestes conriyanas habían empezado a desembarcar de las naves. Mirando hacia el Meneanor, Proyas vio que más botes se dirigían hacia la orilla por entre el fuerte oleaje. Pronto esas playas estarían atestadas de hombres, sus hombres, y bien podía ser que todos ellos estuvieran condenados. «¿Por qué, Dios? ¿Por qué nos atribulas si es tu Voluntad la que queremos cumplir?»

Pasó un buen rato interrogando a Xinemus acerca de los detalles de la derrota de Calmemunis. Sí, Calmemunis estaba muerto con toda certeza: los fanim habían mandado su cabeza cortada a modo de mensaje. No, nadie sabía a ciencia cierta cómo los infieles les habían destruido. Los supervivientes habían comunicado que ellos eran superiores en número, que poseían al menos dos hombres por cada fanim. Pero Proyas sabía que los supervivientes de una gran batalla eran propensos a decir esas cosas. Proyas tenía innumerables interrogantes, todos ellos tan desesperados por ser formulados que con frecuencia interrumpía a Xinemus a media respuesta. Y tenía, además, la curiosa sensación de haber sido decepcionado, como si su tiempo en Conriya y en el mar hubiera sido resultado de las maquinaciones de otro.

No fue consciente del acercamiento de la comitiva imperial hasta que estuvo casi junto a él.

—Conphas en persona —dijo Xinemus con gravedad, señalando al otro lado de la playa— ha venido a agasajarte, mi Príncipe.

Aunque no se conocían, Proyas reconoció a Ikurei Conphas de inmediato. Su porte transmitía visiblemente la tradición imperial nansur: la divina ecuanimidad de su expresión, la familiaridad marcial del modo como sostenía su casco de plata bajo el brazo derecho. El hombre era capaz incluso de caminar sobre la arena con una elegancia felina.

Conphas sonrió cuando sus miradas se encontraron: la sonrisa de dos héroes que hasta entonces sólo habían estado juntos en rumores y reputación. Y entonces, se detuvo ante él, el hombre casi mítico que había doblegado a los scylvendios. A Proyas le resultó difícil no sentirse impresionado, hasta levemente atemorizado, por su presencia.

Conphas se inclinó levemente por la cintura y alargó la mano para encajarla como un soldado.

—En el nombre de Ikurei Xerius III, el Emperador de Nansur —dijo—, te doy la bienvenida, Príncipe Nersei Proyas, a nuestras costas, y a la Guerra Santa.

«Vuestras costas…, como si la Guerra Santa también fuera vuestra.»

Proyas no se inclinó ni encajó la mano que le ofrecían.

Más que mostrar sorpresa o insulto, la mirada de Conphas se tornó irónica y evaluadora.

—Me temo —prosiguió cómodamente— que acontecimientos recientes dificultan la existencia de confianza entre nosotros.

—¿Dónde está Gotian? —preguntó Proyas.

—El Gran Maestro de los Caballeros Shriah te espera en la escarpadura. No le gusta que le entre arena en las botas.

—¿A ti sí?

—Yo he tenido la prevención de ponerme sandalias.

Se oyeron risas tras la respuesta, las suficientes para que a Proyas le rechinaran los dientes.

Como Proyas no dijo nada, Conphas prosiguió.

—Entiendo que Calmemunis era uno de tus hombres. No me sorprende que trates de culpar a otro en lugar de a uno de los tuyos. Pero te aseguro que el Palatino de Kanampurea murió a causa de su propia estupidez.

—De eso, Exalto–General, no tengo la menor duda.

—Entonces, ¿aceptarás la invitación del Emperador a reunirte con él en las Cumbres Andiamine?

—Para hablar del Solemne Contrato, sin duda.

—Entre otras cuestiones.

—Quisiera hablar antes con Gotian.

—Así será, mi Príncipe. Pero quizá deba ahorrarte el trámite y decirte lo que el Gran Maestro te dirá. Gotian te contará que el Santo Shriah considera a tu hombre, Calmemunis, el único responsable del desastre de las llanuras de Mengedda. Y te contará que el Shriah se ha sentido muy turbado por ese desastre, y que ahora pondera la única y eminentemente justificada exigencia del Emperador. Y es, te lo aseguro, justificada. En los árboles genealógicos de todas las familias prominentes del Imperio encontrarás los nombres de docenas de hombres que han muerto guerreando por las tierras que la Guerra Santa recuperaría.

—Puede ser que así sea, Ikurei, pero somos nosotros quienes ponemos las vidas esta vez.

—El Emperador lo comprende y lo aprecia, y ésa es la razón por la que se ha ofrecido a otorgar la titularidad de las provincias perdidas. Bajo los auspicios del Imperio, por supuesto.

—No es suficiente.

—No, supongo que nunca nada es suficiente, ¿no? Lo reconozco, mi Príncipe, nos encontramos en un apuro muy curioso. A diferencia de vosotros, la Casa Ikurei no es conocida por su piedad, y ahora que al fin nos encontramos defendiendo la misma causa, estamos siendo impugnados por nuestros hechos del pasado. Pero la indignación del que discute nada tiene que ver con la verdad o falsedad de sus argumentos. ¿No es acaso lo que nos dice Ajencis? Te ruego, Príncipe, que no prestes atención a nuestros defectos y estudies nuestra demanda a la dulce luz de la razón.

—¿Y si la razón me dice lo contrario?

—Entonces, debes tomar nota del ejemplo de Calmemunis, ¿no crees? Por mucho que te duela reconocerlo, la Guerra Santa nos necesita.

Una vez más, Proyas no respondió.

Conphas prosiguió con una sonrisa, batiendo sus pestañas.

—Así que ya ves, Nersei Proyas, tanto la razón como las circunstancias están de nuestro lado.

Como Proyas siguió negándose a contestar, el Exalto–General hizo una reverencia y se giró con un desdén despreocupado. Seguido por su reluciente séquito, se alejó por la playa. Las olas restallaron con una renovada furia, y el viento levantó un ligero rocío sobre Proyas y sus hombres. Era gélido.

Proyas hizo cuanto pudo para ocultar sus manos temblorosas. En la batalla por la Guerra Santa se acababa de librar una escaramuza, e Ikurei Conphas le había vencido ante los suyos. ¡Y con facilidad! Todos los problemas que había tenido hasta el momento serían mosquitos comparados con el Exalto–General y su tres veces maldito tío.

—Venga, Xinemus —dijo, ausente—, debemos asegurarnos de que la flota desembarca de forma ordenada.

—Hay una cosa, mi Príncipe…, algo que me olvidé de mencionar.

Proyas suspiró y le preocupó el audible temblor que lo acompañó.

—¿De qué se trata, Zin?

—Drusas Achamian está aquí.

Achamian estaba sentado a solas junto al fuego, esperando el regreso de Xinemus. Con la excepción de un puñado de esclavos y Hombres del Colmillo, la parte del campamento en la que se encontraba estaba abandonada. Los hombres del Mariscal estaban todavía en las playas, ayudando a su Príncipe y sus parientes a desembarcar. La sensación de que le rodeaban telas llenas de agujeros le inquietó. Tiendas oscuras y vacías. Rescoldos fríos.

Se dio cuenta de que era como si el Mariscal y sus hombres hubieran sido aniquilados en el campo de batalla. Bienes abandonados. Lugares en los que las palabras y las miradas habían calentado el aire en el pasado. Ausencia.

Achamian se estremeció.

Durante los primeros días posteriores a su reunión con Xinemus y su incorporación a la Guerra Santa, Achamian se había ocupado de asuntos relativos a los Chapiteles Escarlatas. Había colocado una serie de Guardas cerca de su tienda, discretamente, para no ofender la sensibilidad de los inrithi. Encontró a un hombre del lugar que le mostró el camino a la casa de campo en la que estaban retirados los Maestros Escarlatas. Hizo mapas, listas de nombres, incluso contrató a tres hermanos adolescentes, hijos de un esclavo shigekio no hereditario, propiedad de un vasallo tydonnio, para que vigilaran el camino que llevaba a la villa y le informaran de las idas y venidas significativas. No pudo hacer mucho más. Su único intento de hacer buenas migas con el magnate local que los Chapiteles habían contratado para que les proveyera había sido un desastre. Cuando Achamian persistió, el hombre intentó literalmente clavarle una cuchara; no por lealtad a los Chapiteles, sin embargo, sino movido por el miedo.

Parecía que los nansur estaban aprendiendo deprisa: para los Chapiteles Escarlatas, cualquier motivo de sospecha, fuera una gota de sudor o la familiaridad con un extranjero, era sinónimo de traición. Y nadie traicionaba a los Chapiteles Escarlatas.

Pero todas esas tareas eran poco más que rutina. Durante todo el día, Achamian pensaba: «Después de esto, Inrau, me ocuparé de ti después de esto…».

Más tarde, llegó el «después». No había nadie a quien preguntar. Nadie a quien vigilar. Nadie, con la excepción de Maithanet, de quien sospechar.

No había nada que hacer, excepto esperar.

Por supuesto, según los informes que mandaba a sus supervisores del Mandato en Atyersus, estaba persiguiendo agresivamente toda indirecta e insinuación. Pero eso era simplemente una parte de la pantomima en la que todos participaban, incluidos los fanáticos como Nautzera. Eran como hombres muertos de hambre cenando hierba. Cuando uno se moría de hambre, ¿por qué no cultivar la ilusión de la digestión?

Pero esa vez la ilusión asqueaba en lugar de tranquilizar. Y la razón era obvia: Inrau. Al caer en el agujero que era el Consulto, Inrau había llegado demasiado lejos como para disimularlo.

Así que Achamian empezó a buscar formas de amortiguar su corazón, o al menos de acabar con algunas de las recriminaciones de sus pensamientos. «Cuando Proyas venga —le decía a su alumno muerto—. Me ocuparé de ti cuando Proyas venga.»

Se dedicó a beber en exceso: vino sin aguar, sobre todo; algún anpoi cuando Xinemus estaba de especial buen humor, y yursa, un terrible licor que los galeoth hacían con patatas podridas. Fumaba aceite de adormidera y hachís, pero abandonó el primero después de que la línea entre los trances y los Sueños desapareciera.

Empezó a releer los pocos clásicos que Xinemus llevaba consigo. Se rió con la tercera y cuarta Analíticas de Ajencis, dándose cuenta por primera vez de la sutileza del humor del filósofo. Frunció el entrecejo ante la lírica de Protathis, que le pareció farragosa a pesar de que veinte años antes le había parecido que hablaba el mismo idioma que su alma. Y empezó, como había hecho muchas veces, Las Sagas, sólo para dejarlas de lado unas pocas horas más tarde. O bien sus floridas imprecisiones le ponían furioso hasta el punto de enfadarse y sentir que le temblaban las manos, o bien sus verdades le hacían llorar. Era una lección, al parecer, que aprendía de nuevo cada cierto número de años: ver el Apocalipsis hacía imposible leer relatos sobre él.

Algunos días, cuando estaba demasiado inquieto para leer, paseaba por el campamento, por yermos y caminos tan lejanos del centro de la Guerra Santa que los norsirai le llamaban abiertamente «jefe» por el color de su piel. En una ocasión, cinco tydonnios le persiguieron desde su pequeño feudo con cuchillos, berreando insultos y acusaciones. Otros días paseaba por los cañones de adobe de Momemn hacia distintas ágoras, hacia el antiguo templo–complejo de Cmiral y, en una ocasión, hacia las puertas del recinto imperial. Inevitablemente, se veía rodeado de prostitutas, pero nunca se acordaba de concertar una cita para encontrarlas. Se olvidaba de las caras, ignoraba los nombres. Se deleitaba con los empujones de cuerpos que resoplaban, con la suciedad de la piel frotándose contra otra piel sin lavar. Después, regresaba a casa, vacío de todo excepto de su semen.

Intentaría con toda la intensidad que pudiera no pensar en Esmi.

Normalmente, Xinemus regresaba al anochecer y se reservaban un rato para hacer unos cuantos movimientos en la partida de benjuka que tuvieran en marcha. Luego, se sentaban junto al fuego del Mariscal y se pasaban un ácido cuenco de una bebida que los conriyanos llamaban perrapta, de la que afirmaban que limpiaba el paladar para la cena; pero a Achamian le parecía que hacía que todo tuviera gusto de pescado. Después, cenaban lo que los esclavos de Xinemus pudieran conseguir. Algunas noches se les unían oficiales del Mariscal, normalmente Dinchases, Zenkappa e Iryssas, y mataban el tiempo con chistes procaces y cotilleos irreverentes. Otras noches, las pasaban ellos dos solos, y hablaban de cosas más profundas y dolorosas. En ocasiones, como esa noche, Achamian se quedaba solo.

Habían llegado noticias de la flota conriyana antes del amanecer. Xinemus había partido poco después para preparar la llegada del Príncipe Coronado. Estaba de mal humor porque le daba miedo, y Achamian no tenía ninguna duda al respecto, informar a Proyas de Calmemunis y la Guerra Santa Vulgar. Cuando Achamian le sugirió la posibilidad de acompañarle a su encuentro con Proyas, Xinemus se limitó a mirarle con incredulidad.

—¡Si te llevo conmigo me cuelga! —ladró.

Antes de partir, sin embargo, cabalgó hasta el fuego matutino y le prometió a Achamian que le comunicaría a Proyas su presencia allí y sus necesidades.

El día había sido muy largo y había estado cargado de esperanza y temor.

Proyas era el amigo y confidente de Maithanet. Si alguien podía sonsacarle información al Santo Shriah, ése era él. ¿Y por qué no? Buena parte de lo que era, de lo que hacía que los otros se refirieran a él como Príncipe Sol, era debido a su viejo tutor, a Drusas Achamian.

«No te preocupes, Inrau… Me lo debe.»

Entonces, el sol se puso sin noticias de Xinemus. La duda se apoderó de él como la bebida. El miedo ahuecó sus palabras no dichas, así que las llenó de ira y rencor.

«¡Yo le hice! ¡Yo le convertí en lo que es! ¡No se atreverá!»

Se arrepintió de esos severos pensamientos y empezó a rememorar. Recordó a Proyas de niño, llorando, meciendo su brazo, corriendo en la penumbra del bosque de nogales, entre lanzas de luz solar.

—¡Escala libros, tonto! —había gritado—. Sus ramas nunca se rompen.

Recordó haberse acercado a Inrau en el scriptorium sin que éste se diera cuenta para observar cómo dibujaba, con el aire aburrido de los niños, una hilera de falos a lo largo de la página inmaculada.

—Practicando tu caligrafía, ¿eh?

—Mis hijos —le murmuró al fuego—. Mis preciosos hijos.

Finalmente, oyó cómo unos jinetes descendían por los oscuros senderos. Vio a Xinemus liderando una pequeña partida de caballeros conriyanos. El Mariscal desmontó en la penumbra y se dirigió hacia la hoguera frotándose la nuca. Tenía la mirada cansada de un hombre con una última y difícil tarea.

—No te recibirá.

—Debe de estar terriblemente ocupado —espetó Achamian—. ¡Y cansado! Qué estúpido he sido. Quizá mañana…

Xinemus suspiró audiblemente.

—No, Akka. No te recibirá.

Cerca del corazón de la famosa Agora Kamposea de Momemn, Achamian se detuvo en un tenderete de objetos de bronce. Ignorando el ceño fruncido del propietario, cogió una gran bandeja pulida y simuló buscar imperfecciones. La giró de lado a lado, contemplando el reflejo manchado de la muchedumbre que pasaba a su espalda. Después vio de nuevo al hombre, que aparentemente le regateaba al vendedor de salchichas. Bien afeitado. Pelo negro cortado a la manera irregular de los esclavos. Vistiendo una túnica de lino azul bajo una capa de rayas a la moda nilnameshi. Achamian vislumbró un intercambio de monedas bajo la sombra del puesto. El reflejo del hombre salió a la luz del sol sosteniendo una salchicha metida entre pan. Sus ojos aburridos estudiaron detenidamente el atestado mercado, y se posaron sobre esto o aquello. Le dio un pequeño bocado y después se quedó mirando la espalda de Achamian.

«¿Quién eres?»

—¿Qué es esto? —gritó el vendedor de los objetos de bronce—. ¿Te estás mirando los dientes por si te ha quedado algo entre ellos?

—Por si tengo sífilis —dijo Achamian, sombríamente—. Me temo que quizá tenga sífilis.

No necesitó mirar al hombre para saber el horror que esas palabras provocaban. Una mujer que estaba echando un vistazo a los cuencos de vino se escabulló rápidamente entre la multitud. Achamian vio cómo la figura reflejada se alejaba del puesto. Aunque dudaba de que estuviera en un peligro inmediato, ser seguido no era algo que debiera ignorarse. Lo más probable era que ese hombre perteneciera a los Chapiteles Escarlatas, que debían estar interesados en él por razones evidentes, o quizá incluso fuera un hombre del Emperador, que espiaba a todo el mundo por el mero hecho de espiar a todo el mundo. Pero siempre cabía la posibilidad de que el hombre perteneciera al Colegio de Luthymae. Si los Mil Templos habían matado a Inrau, entonces, probablemente, sabían que él estaba allí. Y si ése era el caso, Achamian necesitaba saber qué sabía ese hombre.

Sonriendo, Achamian le ofreció la bandeja al vendedor, que dio un respingo como si fuera un carbón ardiendo. Achamian la dejó entre el montón de relucientes objetos y echó miradas de soslayo aprovechándose del barullo. «Que crea que estoy discutiendo.»

Pero si tenía intención de enfrentarse al hombre, lo importante era más el dónde que el cómo. Kamposea no era, sin lugar a dudas, el lugar adecuado.

«Algún callejón, quizá.»

Más allá del agora, Achamian vio un grupo de pájaros revoloteando sobre las grandes cúpulas del templo Xothei, cuya silueta se alzaba entre las casas de vecinos que cercaban el lado norte del mercado. Al este del templo había un inmenso andamio cubierto de una telaraña de cuerdas junto a un obelisco inclinado, el último regalo del Emperador al templo–complejo de Cmiral. Era un tanto más pequeño, según advirtió Achamian, que los obeliscos que se alzaban más allá, entre el humo.

Se abrió camino hacia el norte a empujones, entre una multitud ruidosa y los gritos de los vendedores, buscando huecos entre los edificios que pudieran ser salidas raramente utilizadas del mercado. Confiaba en que el hombre todavía le siguiera. Casi se dio de bruces con un pavo real que tenía desplegado su inmenso abanico de airados ojos rojos. Los nansur consideraban sagrada a esa ave y le permitían corretear libremente por sus ciudades. Después, vislumbró a una mujer sentada en la ventana de una de las casas de vecinos cercanas que le recordó momentáneamente a Esmenet.

«Si saben de mí, entonces saben de ella…»

Más razón todavía para atrapar al idiota que le seguía.

En el extremo septentrional del mercado, pasó entre cercados llenos de cabras y cerdos; hasta vio un inmenso toro resoplando. «Víctimas para sacrificios que se venden a los sacerdotes cúlticos de Cmiral», supuso Achamian. Entonces, encontró su callejón, una estrecha ranura entre dos muros de adobe. Pasó ante un hombre ciego sentado tras una esterilla llena de baratijas y se adentró apresuradamente en la húmeda oscuridad.

El silbido de las moscas llenaba sus oídos. Vio montones de ceniza y grasientas entrañas entre huesos secos y peces muertos. El hedor a podrido era repugnante, pero se escondió en un lugar en el que estaba seguro de que el hombre no le vería inmediatamente.

Y esperó.

El olor le obligó a toser.

Trató de concentrarse, ensayando las tortuosas Palabras que utilizaría para atrapar a su seguidor. La dificultad de los pensamientos que había tras ellas le irritó, como le sucedía con frecuencia. Siempre se mostraba ligeramente incrédulo con respecto a su habilidad para poner en práctica hechizos, y más todavía cuando pasaba días sin proferir una sola Palabra significativa, como era el caso. Pero en sus treinta y nueve años con el Mandato, su habilidad —al menos en ese aspecto— nunca le había fallado.

«Soy un Maestro.»

Observó las figuras iluminadas por el sol que pasaban revoloteando de un lado al otro de la ranura. Pero ni rastro del hombre.

La porquería había ascendido por encima de la suela de sus sandalias y se le había deslizado entre los dedos. Advirtió que el pez que había entre sus pies temblaba. Vio a un gusano saliendo por la cuenca vacía de un ojo.

«¡Esto es una locura! Ningún idiota lo es tanto como para seguir a alguien hasta aquí.»

Salió corriendo del callejón y sostuvo la mano contra el nublado sol para escudriñar la esquina del mercado.

No veía al hombre por ningún lado.

«El idiota soy yo… ¿Seguro que me estaba siguiendo?»

Echando chispas, Achamian abandonó su búsqueda y se apresuró a comprar las cosas por las que había ido a Momemn.

No había descubierto nada de los Chapiteles Escarlatas, menos incluso de Maithanet y los Mil Templos, y Proyas todavía se negaba a verse con él. Como no había encontrado nuevos libros para leer y Xinemus acostumbraba a reprenderle por su ebriedad, Achamian había decidido recuperar una de sus viejas pasiones: cocinaría. Todos los hechiceros habían estudiado alquimia con mayor o menor profundidad, y todos los alquimistas, al menos los que eran dignos de llamarse así, eran buenos cocineros.

Xinemus pensó que se degradaba a sí mismo, que cocinar era cosa de mujeres y esclavos, pero Achamian sabía que no era así. Xinemus y sus oficiales se burlarían de él hasta que probaran su comida, y entonces le concederían un cierto honor, el mismo que le concederían a cualquier otro habilidoso practicante de un arte antiguo. Finalmente, Achamian sería algo más que un pedigüeño blasfemo en su mesa. Sus almas estarían en peligro, pero al menos sus apetitos se verían saciados.

Pero se olvidó del pato, los puerros, el curry y las cebolletas en cuanto volvió a ver al hombre, esa vez bajo las murallas de la Puerta Gilgallic, entre la aglomeración que abandonaba la ciudad. Sólo vislumbró un instante su perfil, pero era el mismo hombre; el mismo peinado irregular, la misma capa raída.

Sin pensarlo, Achamian soltó sus compras.

«Ahora soy yo quien va a seguir.»

Pensó en Esmi, ¿sabían que vivía con ella cuando estaba en Sumna?

«No puedo arriesgarme a perderle, con testigos o sin ellos.»

Ésa era la clase de acción precipitada que Achamian solía despreciar. Pero a lo largo de los años había descubierto que las circunstancias eran crueles con los planes elaborados, y que de todos modos casi todo acababa convirtiéndose en una de esas acciones impetuosas.

—¡Tú! —gritó por encima del fragor, y una vez más se maldijo por su estupidez. ¿Y si se ponía a correr? Obviamente, sabía que Achamian le había visto. De otro modo, ¿por qué no lo habría seguido hasta el callejón?

Pero por suerte, el hombre no le había oído. Achamian se abrió camino trabajosamente hacia él, mirando sin cesar su nuca. Fue maldecido, recibió incluso algún que otro codazo, mientras perseguía al hombre. Su nuca estaba más cerca.

—¡Dulce Sejenus, hombre! —gritó un perfumado ainonio no muy lejos de Achamian—. ¡Haz eso otra vez y te acuchillo!

Más cerca. Las Palabras de Coacción bullían entre sus pensamientos. Los otros las oirían, lo sabía. Lo sabrían. Blasfemia.

«Lo que sucede, sucede. ¡Tengo que detener a ese hombre!»

Más cerca. Tan cerca…

Alargó el brazo, le cogió por el hombro y tiró de él para darle la vuelta. Por un instante, sólo pudo mirarle sin mediar palabra. El desconocido frunció el entrecejo y apartó la mano de Achamian moviendo el hombro.

—¿Qué significa esto? —le espetó.

—L–lo siento —dijo Achamian apresuradamente, incapaz de apartar la mirada de su rostro—. Creía que eras otra persona. —«Pero era él, ¿no?»

Si hubiera visto la marca de hechicería, habría pensado que se trataba de una trampa, pero no era nada, sólo una cara de pendenciero. Había cometido un simple error.

Pero ¿cómo?

El hombre le observó desdeñosamente un instante y negó con la cabeza.

—Borracho idiota.

Durante un momento de pesadilla, Achamian sólo pudo tambalearse con la corriente de la muchedumbre. Se maldijo por haber tirado su comida.

No importaba. De todos modos, cocinar era cosa de esclavos.

Esmenet estaba sentada a solas junto al fuego de Sarcellus, temblando.

Una vez más, se sentía como si hubiera sido arrojada más allá del circuito de lo posible. Había viajado para encontrar a un hechicero, pero había sido rescatada por un caballero. Y entonces estaba mirando las innumerables hogueras de una Guerra Santa. Cuando entrecerraba los ojos para mirar hacia Momemn, veía incluso el palacio del Emperador, las Cumbres Andiamine, que se erigían contra el turbio mar. La visión la hizo llorar; no solamente porque al fin era testigo del mundo que había deseado ver durante tanto tiempo, sino también porque le recordó los cuentos que ella acostumbraba a contarle a su hija, los que Esmenet seguía contando mucho tiempo después de que ella se durmiera.

Siempre había sido mala para eso. Hacer regalos egoístas.

El campamento de los Caballeros Shriah ocupaba las cumbres del norte de Momemn, por encima de la Guerra Santa, a lo largo de laderas con terrazas que en el pasado habían sido cultivadas. Como Sarcellus era Primer Caballero–Comandante, solamente por detrás de Incheiri Gotian, su pabellón hacía que los de sus hombres parecieran enanos. Había sido levantado, a orden suya, en el extremo de la terraza, para que Esmenet pudiera maravillarse con las vistas que él le había dado.

Dos esclavas rubias estaban sentadas en una estera de junco cerca, comiendo arroz en silencio y murmurando en su lengua materna. Esmenet ya las había sorprendido mirando nerviosamente en su dirección, como si tuvieran miedo de que escondiera algún deseo que ellas no hubieran satisfecho. La habían bañado, le habían frotado la piel con agradables aceites y la habían ataviado con vestidos de muselina azul y seda.

Se sorprendió de odiarlas por tenerle miedo, y sin embargo, las amaba.

Todavía podía saborear el faisán a la pimienta que le habían preparado para cenar.

«¿Estoy soñando?»

Se sentía un fraude, una puta que también era actriz, y por lo tanto dos veces maldita, dos veces degradada, pero sentía también un orgullo desmesurado, aterrador debido a su desquiciada presunción. «¡Ésta soy yo! —gritaba algo en su interior—. ¡Yo tal como soy en realidad!»

Sarcellus le había dicho que sería así. ¿Cuántas veces se había disculpado por las incomodidades del camino? Él viajaba frugalmente; llevaba una correspondencia crucial para Incheiri Gotian, el Gran Maestro de los Caballeros Shriah. Pero insistió en que eso cambiaría cuando llegaran a la Guerra Santa, donde le prometía que la acomodaría de un modo acorde con su belleza y su inteligencia.

—Será como la luz posterior a una larga oscuridad —le había dicho—. Será iluminadora; será cegadora.

Pasó una palma temblorosa por la seda bordada que se desbordaba por encima de su regazo. A la luz del fuego, no podía verse el tatuaje en el dorso de la mano izquierda.

«Me gusta este sueño.»

Sin aliento, se llevó la muñeca a los labios y probó la amargura del aceite perfumado.

«¡Zorra veleidosa! ¡Recuerda por qué estás aquí!»

Giró la mano izquierda hacia el fuego lentamente, como si quisiera secarse el sudor o el rocío, y observó cómo el tatuaje revestía la sombra que había bajo sus tendones.

«Esto… esto es lo que yo soy. Una zorra que envejece.»

Y todo el mundo sabía lo que les sucedía a las zorras viejas.

Sin aviso previo, Sarcellus emergió de la oscuridad. Tenía, según había decidido Esmenet, una inquietante afinidad con la noche; como si caminara con ella y no a través de ella. Y eso a pesar de sus blancas vestiduras Shriah.

Se detuvo y se quedó mirando sin mediar palabra.

—No te quiere, ya lo sabes. En realidad, no.

Ella le miró a los ojos a través de la luz del fuego.

—¿Le has encontrado?

—Sí. Está acampado con los conriyanos…, tal como dijiste.

En parte, su renuencia le pareció atractiva.

—Pero ¿dónde, Sarcellus?

—Cerca de la Puerta Anciline.

Ella asintió y apartó la mirada nerviosamente.

—¿Te has preguntado por qué, Esmi? Si me debes algo, es esta pregunta…

«¿Por qué él? ¿Por qué Achamian?»

Se dio cuenta de que le había hablado mucho de Akka. Demasiado.

Ningún hombre de los que había conocido era tan inquisitivo como Curtias Sarcellus, ni siquiera Achamian. Su interés en ella era voraz, como si su vida de oropel le pareciera tan exótica como la suya. ¿Y por qué no? La Casa Curtias era una de las mayores Casas de la Congregación. Para alguien como Sarcellus, amamantado con carne y miel, mimado por esclavos, experiencias como las de Esmenet eran tan distantes como la lejana Zeum.

—Desde que tengo memoria —le había confesado Sarcellus— me he sentido atraído por los vulgares, los pobres, los que ponen el esfuerzo gracias al que viven los de mi clase. —Se rió entre dientes—. Mi padre me azotaba por jugar a las fichas numeradas con los esclavos de campo o por esconderme en la despensa para mirar por debajo de las faldas…

Ella le dio un golpe juguetón.

—Los hombres son perros. La única diferencia es que olfatean los culos con los ojos.

Él se había reído.

—¡Eso es! ¡Eso es por lo que disfruto tanto con tu compañía! Vivir una vida como la tuya es una cosa, pero ser capaz de hablar de ella es otra totalmente distinta. Ésta es la razón por la que soy devoto tuyo, Esmi. Tu pupilo.

¿Cómo no se podría haber visto arrastrada? Cuando Esmenet miraba sus atractivos ojos, con iris marrones como la tierra fértil y blancos como las perlas húmedas, se veía a sí misma reflejada de un modo que ella nunca se había atrevido a imaginar. Veía a alguien extraordinario, alguien elevado y no degradado por su sufrimiento.

Pero entonces, viendo cómo cerraba los puños a la luz de la hoguera, se veía a sí misma cruel.

—Ya te lo he dicho —dijo con cuidado—. Le quiero.

«A él. No a ti.»

Esmenet no podía pensar en dos hombres más diferentes que Achamian y Sarcellus. En ciertos aspectos, las diferencias eran evidentes. El Caballero–Comandante era implacable, impaciente, intolerante. Sus opiniones eran instantáneas e irrevocables, como si hiciera las cosas bien afirmando simplemente que estaban bien. Sus arrepentimientos eran pocos, y nunca catastróficos.

En otros aspectos, sin embargo, sus diferencias eran más sutiles. Y más reveladoras.

Esos primeros días posteriores a su rescate, Sarcellus le había parecido totalmente incomprensible. Pese a que su ira era violenta, se expresaba con el ardor del berrinche de un niño y la convicción de la condena de un profeta; nunca montaba en cólera con los que le irritaban. Pese a que consideraba todo obstáculo algo que merecía ser aplastado, hasta los problemillas intrascendentes que menudeaban su vida administrativa cotidiana, era elegante y no cruel en sus métodos. Pese a que su arrogancia era irresponsable, nunca se sentía amenazado por las críticas y era más capaz de reírse de sus propias estupideces que la mayoría.

El hombre le había parecido una paradoja, censurable y cautivadora a la vez. Pero después Esmenet se había dado cuenta: era un kjineta, un miembro de las castas nobles. Mientras que los suthenti, gente de castas de baja categoría como ella o Achamian, temían a los demás, a sí mismos, las estaciones, las hambrunas, etcétera, Sarcellus sólo temía cosas particulares: que tal pudiera decir tal cosa, que la lluvia pudiera posponer la cacería. Y eso, como comprendía ella, lo cambiaba todo. Achamian era quizá tan temperamental como Sarcellus, pero el miedo hacía que su ira fuera más amarga, propensa al desdén y el resentimiento. También podía ser arrogante, pero debido al miedo parecía más estridente que tranquilizador, y sin lugar a dudas, no toleraba ninguna contradicción.

Protegido por su casta, Sarcellus no había hecho del miedo, como se veían obligados a hacer los pobres, el centro de sus pasiones. En consecuencia, tenía una confianza en sí mismo inamovible. Sentía. Actuaba. Juzgaba. El miedo a estar equivocado que caracterizaba a Achamian simplemente no existía para Curtias Sarcellus. Si Achamian ignoraba las respuestas, Sarcellus ignoraba las preguntas. Ninguna certidumbre podía ser mayor.

Pero Esmenet no había calculado las consecuencias de su escrutinio. Una perturbadora sensación de intimidad se posó sobre su entendimiento. Cuando las preguntas de Sarcellus, sus bromas, hasta su modo de hacer el amor indicaban que quería algo más que melocotones para endulzarle el camino hacia Momemn, ella le observaba en secreto con sus hombres, ensoñada, preguntándose…

Obviamente, descubrió en él algunas cosas que le parecieron intolerables. Su desdén. Su capacidad de ser cruel. Pese a su galantería, con frecuencia se dirigía a ella del mismo modo como un pastor trataba a su cayado, y la corregía continuamente cuando sus pensamientos se apartaban del buen camino. Pero una vez que ella comprendió el origen de esas tendencias, empezó a verlas más como rasgos propios de su casta que como defectos. «Los leones matan —había pensado—, no asesinan. Los nobles toman, no roban.»

Se descubrió sintiendo algo que no sabía describir, al menos al principio; algo que no había sentido antes. Y lo sentía más en sus brazos que en cualquier otra parte.

Pasaron días antes de que lo entendiera.

Se sentía segura.

No había sido una revelación menor. Antes de darse cuenta, había tenido miedo de enamorarse de Sarcellus. Y durante un breve período de tiempo, el amor que sentía por Achamian había parecido una mentira, el capricho de una chica enclaustrada por un hombre de mundo. Aunque se maravillaba ante la comodidad que sentía cuando Sarcellus la abrazaba, no podía dejar de pensar en la desesperación de sus sentimientos hacia Achamian. Una cosa le parecía bien y la otra mal. ¿Acaso el amor no hacía que te sintieras bien?

«No», se dio cuenta. Los Dioses castigaban amores como aquéllos con horrores.

Con hijas muertas.

Pero no podía decirle eso a Sarcellus. Nunca lo entendería, a diferencia de Achamian.

—Le quieres —repitió sin ánimo el Caballero–Comandante—. Eso me lo creo, Esmi. Lo acepto… Pero ¿te quiere él a ti? ¿Puede quererte?

Ella frunció el entrecejo.

—¿Por qué no iba a poder?

—Porque es un hechicero. Un Maestro, ¡por el amor de Sejenus!

—¿Crees que me importa que esté maldito?

—No, por supuesto que no —respondió suavemente, como si tratara de ser amable con duras verdades—. Lo digo, Esmi, porque los Maestros no pueden amar. Y los Maestros del Mandato los que menos.

—Es suficiente, Sarcellus. No sabes de lo que estás hablando.

—¿De verdad? —dijo con un tono dolido en la voz—. Dime, ¿qué parte juegas tú en sus falsas ilusiones?

—¿Qué quieres decir?

—Eres su cadena, Esmi. Se ha atado a ti porque tú le mantienes unido a lo que es real. Pero si tú acudes a él, si naufragas en tu vida y acudes a él, serás solamente uno de dos barcos en el mar. Pronto, muy pronto, perderás de vista la costa. Su locura te engullirá. Te despertarás con sus dedos alrededor de tu cuello, el nombre de algún hombre muerto hace muchos años zumbando en tus…

—¡He dicho que es suficiente, Sarcellus!

La miró fijamente.

—Le crees, ¿verdad?

—¿Creo qué?

—Toda esa locura de la que parlotea. El Consulto. El Segundo Apocalipsis.

Esmenet frunció los labios. No dijo nada. ¿De dónde provenía esa vergüenza?

Sarcellus asintió lentamente.

—Ya veo… No importa. No te culparé por ello. Has pasado mucho tiempo con él. Pero hay una última cosa que tienes que tener en cuenta.

Sus ojos ardían cuando parpadeó.

—¿Qué?

—Sabes que las esposas, incluso las amantes, están prohibidas entre los Maestros del Mandato.

Se sintió con frío, dolorida, como si alguien le hubiera apretado el corazón con un hierro helado. Se aclaró la garganta.

—Sí.

—Así que sabes —se lamió los labios—, sabes lo máximo a lo que puedes aspirar…

Ella le miró con odio.

—¿A ser su puta, Sarcellus?

«¿Y qué soy yo para ti?»

Sarcellus se arrodilló ante ella y le cogió las manos entre las suyas. Tiró de ellas suavemente.

—Tarde o temprano, le llamarán de vuelta, Esmi. Se verá obligado a dejarte.

Esmenet miró el fuego. Las lágrimas dibujaban líneas ardientes en sus mejillas.

—Lo sé.

De rodillas, el Caballero–Comandante vio una lágrima detenida en el labio superior de Esmenet. Una réplica en miniatura del fuego resplandecía en ella.

Parpadeó y se vio a sí mismo follándose la boca de su cabeza cortada.

La cosa llamada Sarcellus sonrió.

—Pero te estoy presionando —dijo—. Te pido disculpas, Esmi. Sólo quiero que tú… te des cuenta, que no sufras.

—No importa —dijo ella suavemente, evitando su mirada, pero sus manos apretaron las de él.

Él liberó sus dedos y le cogió lentamente las rodillas. Pensó en su coño, tenso y graso entre sus piernas, y se estremeció de deseo. ¡Solamente estar donde había estado el Arquitecto! Empujar allí donde él había empujado. Era humillante y a la vez provocador. ¡Entrar en un horno alimentado por el Viejo Padre!

Se puso en pie.

—Ven —le dijo, girándose hacia el pabellón.

Vio sangre y un éxtasis que hacía gemir.

—No, Sarcellus —dijo Esmenet—. Tengo que pensar.

Él se encogió de hombros y sonrió lánguidamente.

—Entonces, cuando puedas.

Miró a Eritga y Hansa, sus dos jóvenes esclavas, y con un gesto les ordenó que se quedaran observando. Después dejó a Esmenet y entró por las portezuelas del pabellón del Caballero–Comandante. Se rió entre dientes, pensando en las cosas que le haría. Tuvo una erección bajo sus pantalones; los rasgos de su cara se estremecieron de deleite. ¡Tanta poesía grabaría en ella!

Los faroles daban poca luz y proyectaban un resplandor naranja sobre el estudio del pabellón. Se inclinó sobre las almohadas dispuestas ante una mesa baja cubierta de rollos de papiro. Se pasó la muñeca por su liso estómago y se agarró la dolorosa longitud de su miembro… Pronto. Pronto.

—¡Oh, sí! —dijo una vocecita—. La promesa de la liberación. —Un aliento como salido de un junco—. Estoy entre tus hacedores, pero el genio de tu creación todavía me mueve a la incredulidad.

—¿Arquitecto? —jadeó la cosa llamada Sarcellus—. Padre, ¿cómo te arriesgas así? ¿Y si alguien ve tu marca?

—Una marca no se ve entre muchas. —Hubo un revoloteo de alas y un golpecito seco cuando un cuervo se posó sobre la mesa. Una cabeza humana calva giró sobre su cuello, como si probara sus músculos entumecidos—. Cualquiera que me vea —explicó la cara de un palmo— ignorará mi marca. Los Maestros Escarlatas están por todas partes.

—¿Ha llegado la hora? —preguntó la cosa llamada Sarcellus—. ¿Es ya el momento?

Esbozó una sonrisa no mayor que la curva de la uña de un dedo del pie.

—Pronto, Maengi. Pronto.

Una ala desplegada y extendida trazó una línea a través del pecho de Sarcellus. Éste dobló la cabeza hacia un lado, con las extremidades rígidas, y el éxtasis galopó por su piel. Un éxtasis abrasador.

—¿Así que se queda? —preguntó la Síntesis—. ¿No corre a él?

La punta del ala siguió con sus perezosas caricias.

La cosa llamada Sarcellus jadeó.

—Por ahora…

—¿Ha mencionado su noche conmigo? ¿Te ha dicho algo?

—No. Nada.

—¿Pese a todo ella se muestra… abierta, como si lo compartiera todo?

—Ssssí, Viejo Padre.

—Como sospechaba. —Un pequeño entrecejo fruncido—. Es mucho más que la simple zorra por la que la tomé, Maengi. Es una estudiosa del juego. —El entrecejo fruncido se convirtió en una sonrisa—. Una puta de doce talentos a fin de cuentas…

—Debo… —Maengi sintió un profundo latido entre el recto y la raíz de su falo. Tan cerca—. ¿D–debo matarla? —Se arqueó sobre la agonizante punta del ala. «¡Por favor! ¡Padre, por favor!»

—No, no corre hacia Drusas Achamian, cosa que significa algo… Su vida ha sido demasiado dura como para no contraponer la lealtad a las ventajas. Pero todavía puede resultar útil.

La punta del ala se retiró y se plegó en un lustroso negro. Pequeños párpados se cerraron y se abrieron sobre unos ojos que parecían cuentas de cristal.

Maengi soltó el aire, estremecido. Sin pensarlo, cogió su falo con la mano derecha y empezó a acariciar la cabeza con el pulgar.

—¿Qué hay de Atyersus? —preguntó sin resuello—. ¿Sospecha algo?

—El Mandato no sabe nada. Solamente han mandado a un idiota con un encargo idiota.

Relajó su mano, tragó saliva.

—Ya no estoy tan seguro de que Drusas Achamian sea un idiota, Viejo Padre.

—¿Por qué?

—Después de entregarle el mensaje del Shriah a Gotian, me reuní con Gaortha…

La pequeña cara hizo una mueca.

—¿Te reuniste con él? ¿Acaso yo te di permiso para que lo hicieras?

—N–no. Pero la puta me pidió que encontrara a Achamian, y sabía que se le había ordenado a Gaortha que le siguiera.

La pequeña cabeza se giró hacia un lado y luego hacia el otro.

—Me temo que se me está acabando la paciencia, Maengi.

La cosa llamada Sarcellus se apretó las palmas sudorosas en sus vestiduras.

—Drusas Achamian descubrió que Gaortha lo seguía.

—¿Qué?

—En el mercado de Kamposea… ¡Pero el idiota no sabe nada, Viejo Padre! Nada. Gaortha tuvo tiempo de mudar de piel.

La Síntesis dio un saltito hasta el borde de la mesa de caoba. Aunque parecía tan ligero como los huesos ahuecados y el papiro, era como si llevara consigo el presentimiento de algo inmenso, como si una ballena avanzara sobre las aguas en todas las direcciones simultáneamente. La luz se derramaba de sus ojos.

CÓMO

Rugió a través de lo que pasaba por ser el alma de Maengi.

ODIO

Haciendo estallar cualquier pensamiento, cualquier pasión que pudiera considerar suyos.

ESTE MUNDO.

Aplastando incluso el deseo insaciable, el dolor que todo lo abarca… Ojos como Clavos del Cielo gemelos. Risas, salvajes, con mil años de locura.

MUÉSTRAME, MAENGI…,

Las alas se abrieron ante él, ocultando los faroles, dejando solamente una pequeña cara blanca contra el negro, una frágil boquilla para algo terrible, descomunal.

MUÉSTRAME TU VERDADERO ROSTRO.

La cosa llamada Sarcellus sintió el puño de su expresión aflojándose un poco…

Como las piernas de Esmenet.

Era primavera, y una vez más los campos y arboledas que rodeaban Momemn estaban atestados de inrithi, mucho mejor armados y mucho más peligrosos que aquéllos que habían perecido en Gedea. Las noticias de la matanza de las llanuras de Mengedda habían empañado durante muchos días la Guerra Santa. «¿Cómo ha podido ser?», preguntaban. Pero la preocupación pronto fue contenida por los rumores de la arrogancia de Calmemunis, por informaciones de su rechazo a obedecer las órdenes de Maithanet. ¡Desafiar a Maithanet! Se preguntaban por esa locura, y los sacerdotes les recordaban la dificultad del camino, los padecimientos que sufrirían si se apartaban de la buena senda.

También se hablaba mucho de la impía contienda del Emperador con los Grandes Nombres. Con la excepción de los ainonios, todos los Grandes Nombres se habían negado a firmar el Solemne Contrato, y alrededor de las hogueras, al anochecer, se producían muchas discusiones ebrias acerca de lo que sus líderes deberían hacer. La mayoría, con diferencia, maldecía al Emperador, y unos pocos incluso sugerían que la Guerra Santa debería asaltar Momemn y hacerse con las provisiones que fueran necesarias para marchar. Pero otros se ponían de lado del Emperador. «¿Qué es el Solemne Contrato —preguntaban— sino un simple pedazo de papel? Y mirad —decían— los beneficios que reporta firmarlo.» No sólo los Hombres del Colmillo serían cómodamente provistos de lo necesario, sino que se asegurarían la guía de Ikurei Conphas, la mayor inteligencia militar en generaciones. Y por si la destrucción de la Guerra Santa Vulgar no era prueba suficiente, ¿qué había del Shriah, que no había forzado al Emperador a aprovisionar la Guerra Santa ni había impuesto a los Grandes Nombres que firmaran el contrato? ¿Por qué iba Maithanet a dudar así si tampoco él tenía miedo de los infieles?

Pero ¿cómo podía uno preocuparse cuando los mismísimos infieles se estremecían ante su poder? ¡Menuda congregación! ¿Quién podía imaginar que tantos potentados asumieran la causa del Colmillo? Y, por otro lado, todavía más. Sacerdotes, no sólo de los Mil Templos sino de todos los Cultos, representando todos los Aspectos de Dios, habían ascendido por las playas o habían descendido por las colinas para ocupar su lugar en la Guerra Santa, cantando himnos, haciendo restallar los platillos, impregnando el aire del aroma amargo del incienso y del fragor de la adulación. Los ídolos eran ungidos con aceites y fragancia de rosa, y las sacerdotisas de Gierra hacían el amor con los encallecidos guerreros. Los narcóticos circulaban y eran tomados reverentemente, y los Acólitos gritaron en éxtasis desde el polvo. Los demonios fueron expulsados. Empezó la purificación de la Guerra Santa.

Los Hombres del Colmillo se reunían después de las ceremonias, intercambiaban feroces rumores o especulaban sobre la degeneración de los infieles. Contaban, bromeando, que la esposa de Skaiyelt tenía que ser más hombruna que Chepheramunni, o que los nansur eran proclives a encularse entre sí, razón por la cual marchaban siempre en formaciones tan apretadas. Insultaban a los esclavos que se fingían enfermos o gritaban a las mujeres que portaban cestas de ropa procedentes del río Phayus. Y, en contra de su costumbre, fruncían el entrecejo ante los extraños grupos de extranjeros que merodeaban incesantemente por el campamento. Tantos…, tanta gloria.